Introducción
En semejanza con otras cinematografías latinoamericanas, uno de los caracteres más estables de la representación de la “madre argentina” en el cine clásico y posclásico, ha sido la disociación o disyunción entre el rol biológico-socio-afectivo y el deseo femenino. Reforzando los mandatos socioculturales y en plena obediencia a los encuadramientos institucionales, según el imaginario audiovisual popular, el embarazo y la llegada de un hijo convierten a la mujer en un sujeto ya plenamente realizado, por lo tanto, sin deseos propios por fuera de la salvaguarda y crianza -siempre amorosa- del niño, en correspondencia a las formas del hogar heterosexual patriarcal. A partir de la década del sesenta, pero con más contundencia desde el retorno democrático y la emergencia del movimiento feminista local, el cine ha ido desestructurando esta doble equivalencia o reversibilidad forzada de “mujer = madre”, “madre = mujer sin deseo”, en diálogo con un contexto social, político, cultural, jurídico y discursivo de creciente igualdad y autonomía. Sin embargo, bien valdría preguntarse por otros modos de figuración femenino-maternal que tuvieron lugar durante la tradición cinematográfica.
Este artículo forma parte de una investigación en curso en etapa inicial, centrada en el mapeo diacrónico de las representaciones del universo maternal en el cine clásico y posclásico argentino, abordando tanto casos que responden al modelo -subordinación del deseo femenino al rol reproductivo y socioafectivo de cuidado-, como aquellos que presentan interrupciones, contradicciones, fisuras, tensiones y/o socavamientos más o menos evidentes al paradigma canónico. En el presente trabajo vamos a reflexionar sobre la aparición de ciertos modos de figuración de mujeres-madre cuya performance resulta disruptiva al modelo tradicional: esto es, en la representación de sus agencias se vuelve explícito un sustrato de deseo personal y subjetivo -mujeres antes que madres-, de modo tal que su densidad dramática cobra peculiar protagonismo y “compite”, tanto al interior del personaje como en sus desempeños, con el acatamiento de la voluntad del varón/padre o jefe de hogar, y el rol de cuidado de los hijos.
Para ello, nos centraremos en un caso empírico puntual: la película Guacho (1954), superproducción de Argentina Sono Film, dirigida por Lucas Demare y protagonizada por Tita Merello, que fue la más taquillera durante ese año, tuvo exhibición internacional y migró a otros formatos mediáticos. Se trata de la historia de María (Tita Merello): una mujer que, estando de viaje, se enamora de Sebastián (Carlos Cores), se casa con él y se muda cerca del mar, donde su compañero vive y trabaja. A poco de su llegada, descubre en Estela (Julia Sandoval) al antiguo amor y amante de su marido, intuyendo que este aún la quiere. El marinero había sostenido con aquella una relación de muchos años que terminó abruptamente por motivos confusos: Sebastián habría sospechado que su partenaire mantenía paralelamente otra relación y, aunque sin pruebas, había decidido terminar el vínculo. Simultáneamente, ambas mujeres gestarán hijos del mismo padre: tras parirlos, Estela dejará al suyo en el umbral de la casa de Sebastián y María, aun suponiendo secretamente su identidad, decidirá criarlo como propio. Enseguida advierte que mientras su hijo natural (Luis Medina Castro) es débil y enfermo, el “guacho” (Néstor Deval) es fuerte, y para retener a su esposo cambia las identidades. Al crecer, Pedro y Daniel salen con su padre al mar donde el primero muere al no poder responder físicamente a los embates de la naturaleza. Finalmente, María descubre ante Estela la verdad, tras lo cual se interna en el mar y decide terminar con su vida.
Desde el modelo de la historia cultural (Burke,1996, 2006) y los estudios sobre cine clásico, la primera parte del artículo reconstruye, a partir de una exhaustiva labor documental de fuentes hemerográficas, la trama material que hizo posible esta exitosa película, poniéndola en correlación con su contexto sociopolítico de inscripción: es decir, el primer peronismo.1 Seguidamente, tomando herramientas críticas de los estudios de género y visuales, la segunda parte se interesa en rastrear, describir y examinar algunos de los signos que dan cuenta de aquella agencia femenino-maternal “desviada”, teniendo en consideración las estrategias narrativas y figurativas puestas en juego para su representación.
La construcción de un éxito
Tras casi veinte años de trayectoria en el medio, extrañamente Guacho es la primera película de Lucas Demare en Argentina Sono Film, el estudio-productora argentino de mayor gravitación en el campo. Allí vuelve a coincidir con el escenógrafo de su aclamada Los isleros (1951), Gori Muñoz, y el fotógrafo Alberto Etchebehere -quien ganó el premio al mejor fotógrafo en 1952- formando un trío profesional sobresaliente. Demare viene de rodar en España y en colores, en tándem con Luis Sandrini, El seductor de granada/A la buena de Dios que se estrenará en mayo de 1954, y retorna entusiasmado con la idea de filmar El jayón, obra de la española Concha Espina que había leído durante su estadía laboral peninsular (Russo & Insaurralde, 2013, p. 166). Mujer religiosa, adherente al franquismo y contemporánea a la generación del 98, Espina fue una poeta, periodista y escritora destacada pero poco reconocida en premios debido al machismo dominante en los círculos intelectuales.
Novela corta primero, El jayón (1916) -que significa, en lenguaje coloquial despectivo, el que ha sido abandonado después de nacer- fue luego una obra teatral y se estrenó en 1918 con poca repercusión. En ninguna de las fuentes consultadas aparecen referencias sobre los motivos que llevaron a Demare a interesarse por la pieza: y sin embargo, para el director fue un proyecto en el que puso esmero y dedicación, rebasando la pericia profesional que demostraba como realizador ya consagrado.2 Asimismo, llama la atención que en los sueltos y notas sobre el filme publicados durante la preproducción y rodaje, la dramaturga no fuera mencionada, figurando únicamente los nombres de Sergio Leonardo (periodista) y Demare como autores y adaptador, cosa que se modificará tras la difusión de los afiches publicitarios donde el nombre de Espina sí empezó a ser visible.
Es muy probable que, recordando el éxito comercial y artístico de Los isleros, y considerando el vuelo expresivo y temperamental que al personaje principal pudiera ofrecerle el texto-estrella de Merello, Demare pensara inmediatamente en ella como figura central. En 1949 Tita Merello había sido contratada por Sono Film para un rol secundario en Don Juan Tenorio, bajo las órdenes de Luis César Amadori, pero en esta oportunidad el estudio la hace su primera figura. Tras la separación de Sandrini, y ya pisando los cincuenta años, Merello había dado un giro a su carrera reimpulsándola con retos artísticos tanto en teatro como en cine. Allí está su triunfo en las tablas con Filomena Maturano (temporadas 1948-1949), escrita en 1946 por Eduardo De Filippo y adaptada por el guionista Nicolás Olivari que luego, en 1950, pasó al cine de la mano del mismo director teatral Luis Motura. Es la primera vez que en cine encarna a una madre:
La “Pampa gringa” se había quedado sin madre desde el forzado exilio de Libertad Lamarque… el cine necesitaba un nuevo tipo de madre o una nueva categoría de actriz-cantante que hiciera las veces de…. Tita Merello se presenta desde “Filomena Maturano”, como el caso de la madre-padre, una mujer que debe luchar para criar a sus hijos porque está sola. Y lo que es más, esos hijos no han nacido fruto de un amor censado en el registro civil, sino más bien lo contrario (cursivas añadidas) (Cabrera, 2006, p. 64).3
Con Guacho, Merello inaugura una seguidilla de trabajos importantes que, a la postre, serán los últimos protagónicos fuertes de la actriz: Mercado de Abasto (Lucas Demare, 1955), Para vestir santos (Leopoldo Torre Nilsson, 1955), El amor nunca muere (Luis César Amadori, 1955) y La morocha (Ralph Pappier), rodada en 1955 y estrenada en 1958. Aprovechando el éxito teatral y cinematográfico, estos son también los años en que vuelve a grabar discos. En 1954 graba para el sello Odeón, con la Orquesta de Francisco Canaro, “El choclo”, interpretado en La Historia del tango (Manuel Romero, 1949) y “Se dice de mí”, presente en Mercado…; mientras en 1955 graba versiones de “Arrabalera”, presente en la película homónima (Tulio Demicheli, 1949); “Copa de ajenjo”, que había interpretado durante su estadía en México en Cinco rostros de mujer (Gilberto Martínez Solares, 1946) y “Pipisterela”, que cantó en Filomena…, entre otros. Paralelamente, es contratada por Radio El Mundo, donde en 1954 dos veces a la semana en el horario central de la noche lleva adelante su programa Mademoiselle Elise.
En suma: la actriz vive un momento de indubitable éxito profesional, impulsada por la sinergia entre distintos medios del mercado del ocio. Decía de sí misma en los primeros días de grabación de Guacho: “Al entrar en mis 50 años pienso que comienza mi carrera como actriz (…) Creo que es ahora cuando me hallo en la plenitud de mis posibilidades. Por eso hablo de empezar, sin que me asuste proclamar mi edad” (Merello en “Comienzo de nuevo”, 1953).
Modelo alternativo al intérprete serio, como actriz perteneciente a la escuela nacional-popular, Tita Merello se apoyó en dos procedimientos dominantes a la hora de componer sus personajes: la mueca (contorsión seria, pero payasesca del rostro) y la maquieta (exageración costumbrista). Sin embargo, vehemente y dotada de una originalísima personalidad y sensibilidad, reelaboró estrategias interpretativas y forjó un sólido texto-estrella, algunos de cuyos rasgos distintivos fueron la fuerza arrolladora de su voz y gestualidad, la contradicción como motor expresivo y un irritado orgullo plebeyo que la hizo perdurar en la memoria afectiva de los públicos:
Su pregnancia escénica superaba con largueza las limitaciones de los textos que le encargaban animar (…) Esta intensidad muchas veces se consideró erróneamente como un defecto, pero no era sino una forma de expandir su agresividad (…) Se impuso así al melodrama mediante su “sentimiento colérico” (…) se convirtió en (…) un(a) “artista individual” con una poética particular dentro de la poética del actor nacional. La maquieta se combinaba, por ejemplo, de manera especial con la mueca (…) de manera entrañable, pero despectiva y feroz (Pellettieri, 2009, pp. 267-268).
Es Merello quien, a finales de 1953, elije a su partenaire masculino, Carlos Cores: un galán que había trabajado muchas veces en los estudios Sono Film desde comienzos de la década del 40, y cuyo repertorio pasó del romanticismo a las pasiones más coléricas y obsesivas, incorporando cierta rudeza en la construcción de sus personajes, y que, paralelamente, se desempeñaba como exitoso intérprete en radio y teatro. Por su parte, Julia Sandoval ha sido la elegida como contrafigura femenina, personificando a Estela. Aunque recientemente había participado en el radioteatro de Splendid junto a su esposo Jorge Salcedo (con quien Merello, a fines de 1954, va a rodar Para vestir…), hacía dos años que la actriz no filmaba. Retorna al set con un proyecto ambicioso y un rol por demás interesante junto a un renombrado director, una referente artística, un amigo íntimo (Cores) y “para que nada falte, la excelencia del tema, que a mí me parece un hallazgo. Claro que, si no hubiera sido así, no se hubieran reunido en “Guacho” esa conjunción de valores de nuestra cinematografía” (Sandoval en “Me siento feliz”, 1954).4
Efectivamente, para materializar el rodaje -desde mediados de noviembre de 1953 a mayo 1954- de este “tema-hallazgo”, se necesitó no solo de la “conjunción de valores” referida por Sandoval, sino de un importante esfuerzo de producción, tanto por el despliegue de recursos para filmar en exteriores en Puerto Montt (Chile), como para la reconstrucción de locaciones en estudios. Para ello, los cuadros artístico-técnicos de Muñoz y Etchebehere fueron fundamentales, y Sono Film no escatimó en gastos, plenamente consciente de la apuesta financiera para la producción y publicidad de su producto, y coherente con su modelo de negocios.
En esos meses, la expectativa del público crece gracias a la muy buena cobertura de los medios. Por ejemplo, la de Mundo Radial que hace un adelanto del argumento en estos términos:
Es la historia de amor (…) de una mujer que renunció a su derecho más sublime, negándose ante su propio hijo por amor al hombre que significó todo en su vida, una mujer que luchó contra todo y contra todos aún contra sí misma pero inútilmente (cursivas añadidas) (“Dramática historia”, 1954).
Incluso a fines de mayo, Radiolandia ofrece una suculenta novedad al lector-espectador al publicar in extenso el argumento en formato novelado (“Guacho”, 1954a). ¿Quién figura, justamente, en la portada de este número? Pues Tita Merello.5 En ese marco de lanzamiento -que delata que el esfuerzo y dinero invertidos se apoyan en la confianza plena hacia la dupla Demare-Merello, que era garantía de ganancias-, la actriz da una entrevista que se publica a doble página y con fotos, donde vuelve a insistir con el tema de su edad. Esta intérprete -que deliberadamente hace una estrategia mediática de promoción estelar a partir del contrapunto entre su edad biológica, su sensualidad y el papel de madre joven que encarna- subraya: “Voy para vieja… Y ya saben que a mí eso no me asusta. Soy, seguramente, la única actriz del mundo que no tiene miedo a envejecer” (Merello en “He tenido un reencuentro”, 1954).
Todos los medios gráficos cubrieron el estreno en el cine Ambassador, una de las plazas más codiciadas con sus 1500 localidades. Escritores como Eduardo Borrás y estrellas como Ángel Magaña, Ana María Linch y el mexicano Carlos López Moctezuma (quien rodaba junto a Zully Moreno El barro humano, de Amadori) se dieron cita en uno de los eventos más esperados del ambiente cinematográfico. Tras el debut, se sigue impulsando publicitariamente la película a través de notas a sus figuras: Antena, por ejemplo, le dedica dos números consecutivos a la pareja protagónica en sendas entrevistas a doble página central.6 Allí, Merello volvía a definirse, pero esta vez no en relación a su edad, sino a su condición de trabajadora -absolutamente a tono con su época y, otra vez, estratégica-: “Yo antes que otra cosa soy una obrera… esa es la verdad (…) Voy a mi fábrica todas las mañanas… Será una fábrica de sueños, pero es una fábrica” (cursivas añadidas) (Merello en “Me envuelve”, 1954).
Por lo general, las críticas fueron muy buenas, a excepción de la de Mundo Radial, que consideró que en detrimento de la acción dramática prevalecía el uso de la palabra, redundando en que las reacciones y motivaciones de algunos personajes eran poco claras y debían luego ser “explicadas” por el discurso, aunque incluso así seguían permaneciendo confusas -por ejemplo, las razones de la popularidad de Sebastián en el pueblo y entre sus compañeros (“Cuatro películas”, 1954).7 Mientras tanto, en una escala de cinco puntos, El Heraldo del Cinematografista (medio para los exhibidores) calificó la cinta con 3 en su argumento, 4 en su valor artístico y 5 en su valor comercial, ponderando como valiosas las labores de Merello, Cores y Demare, y augurando excelentes recaudaciones por “el arrastre” de la actriz principal y la popularidad de su galán (“Guacho”, 1954b, p. 187).
Este trabajo prodigará a Merello y a Demare una satisfacción especial, pues la película viajará al Festival Internacional de Cine de Venecia junto a La Quintrala (aún sin estreno en Argentina) de Hugo Del Carril, elegidas como representantes locales. Junto al Secretario de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold -funcionario especialmente atento a la imagen próspera y pujante de la Nueva Argentina en el exterior, por medio de una super producción-, Demare se traslada a Italia y presenta su filme en sesión de gala, el cual es bien recibido por el público y la crítica. Y aunque no obtiene ningún premio oficial, cosecha elogios por la interpretación de Merello (Benedick, 1954; “Guacho y La Quintrala”, 1954; “El cine italiano”, 1954; “Con la intervención”, 1954). A su retorno a la Argentina, el director advertirá a los periodistas la necesidad imperiosa de la coproducción internacional: “Ella nos permitirá poder penetrar en los diversos mercados internacionales con la gravitación de figuras de prestigio mundial, junto a las que nuestros intérpretes tendrían la oportunidad de hacerse conocer” (Demare en “Habló Lucas Demare”, 1954).
La cinta estuvo en cartel hasta el 7 de octubre de 1954 en el Ambassador, y luego prosiguió su exhibición siete días más en el cine Liniers hasta el 13 del mismo mes: así, se mantuvo más de diez semanas en cartelera. También se estrenó en las ciudades cabeceras de provincia -Córdoba, Mendoza, Tucumán y Rosario- y plazas importantes de la Provincia de Buenos Aires, como Mar del Plata. En todos los sitios tuvo muy buena acogida, y las cifras lo demuestran: Guacho fue vista por 830.500 espectadores (“Recaudaciones por película”, 1954, p. 241; “Las recaudaciones”, 1954, pp. 14-15).
Fue tal el éxito de la película que terminó por llegar a la radio: en el marco del Radioteatro de las estrellas, ciclo que Splendid ponía al aire de lunes a viernes en la tarde, se ofreció la “versión éter” de Guacho en una adaptación de César Castro, bajo la dirección de René Cossa y la compañía de Eva Franco, que también contó con el favor del público (“Radioteatro”, 1954; “Éxito de Guacho”, 1954). De este modo, de julio a diciembre la historia de Guacho estuvo en boca (mirada y oídos) de todos.
Por último, señalemos que mientras que 1954 es el año del éxito comercial, la repercusión mediática y la migración a otros sistemas-soportes masivos, 1955 es para Guacho el año de los reconocimientos, pues tanto la Asociación de Cronistas Cinematográficos como la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas la distinguen en sus premios anuales. La Asociación la laureó en los rubros mejor director y mejor actriz principal (“Proclamaron los premios”, 1955); mientras que la Academia lo hizo en mejor película, mejor director y mejor actriz de reparto (“La Academia”, 1955).
El desmontaje de su estructura industrial-comercial permite comprender los factores materiales que hicieron posible la existencia de Guacho en su condición de producto-mercancía: una superproducción, costeada por el estudio más importante de la Argentina, que fue el título local más visto en todo 1954, cosechó importantes premios y fue seleccionada para representar al país en el prestigioso Festival de Venecia. Ahora bien, analizar a Guacho de forma situada implica pensarlo no solo en tanto que mercancía, sino como artefacto cultural inserto en una historia social y política más amplia: en este caso, su sincronía peronista. Si consideramos que “todo movimiento que se centre en la constitución de un nuevo orden social, tal es el caso del peronismo, conlleva la voluntad de crear nuevas relaciones sociales o, más extendidamente, dar nuevos significados a las existentes” (Manzano, 2000, p. 269), en el apartado siguiente revisaremos, en vínculo con el filme, cuáles fueron esos sentidos que -tal vez de modo tenso- aparecieron como novedad ligados al imaginario maternal.
Madres en la Nueva Argentina
En principio habría que señalar que, a nivel mundial, el período de posguerra implicó el “retorno” de la mujer a la esfera doméstica y de cuidados, tras la salida al mercado laboral durante el conflicto bélico; así como el reforzamiento del imperativo reproductivo y familiar nuclear. Justamente, la llamada baby boom es la cohorte generacional que aparece durante el fenómeno de explosión de nacimientos que comenzó a mediados de los cuarenta, como un modo de recuperación de la especie, no solo a nivel demográfico sino cultural y simbólico. Según estudió Susana Torrado (2012), en Argentina este ascenso del índice de natalidad fue momentáneo e implicó un doble adelanto, tanto de la nupcialidad como de la fecundidad, y se verificó en la población vernácula y en el flujo inmigratorio europeo de la segunda posguerra (p. 88).
En esos años, que coinciden con los del primer peronismo, no hay una legislación específica sobre la natalidad. Y, sin embargo:
En su conjunto, la ideología oficial de este período contiene una percepción de la política demográfica que (…) la concibe como parte integral de la política de desarrollo. El volumen numérico de la población es visualizado como un elemento clave para concretar su proyecto político, en la medida que constituye la garantía de un desarrollo económico autónomo (Torrado, 2012, pp. 153-154).
No sorprende, entonces, que el peronismo no haya planteado una ruptura radical respecto del modelo tradicional de familia construido a partir del derecho, la ciencia y las prácticas sociales desde finales del siglo XIX: de carácter nuclear y patriarcal, con un varón proveedor que concentra la autoridad y una mujer-ama de casa que cuida de los hijos y condensa el poder espiritual, moral y afectivo. Este modelo, actualizado y recreado en diversos planos de la vida social y cultural, maternaliza a las mujeres y promueve subjetividades, prácticas, creencias y sensibilidades reguladas a partir de la certeza de que:
La maternidad estaba inscripta en la naturaleza femenina, en los cuerpos (...) Cualquier otra actividad, deseo, sentimiento, ponía en peligro su función maternal (…) Todo otro posible uso del cuerpo, desde la sexualidad hasta el trabajo asalariado, amenazaban la reproducción y todo lo vinculado a ella, la familia, la sociedad, la “raza” (Nari, 2004, p. 101).
Sin olvidar el avance en derechos sociales y mejoras sustantivas en la calidad de vida de los sectores populares, ni soslayar iniciativas modernizadoras, como la modificación de la condición jurídica de los hijos ilegítimos (Cosse, 2006), o la sanción en 1954 de la Ley del divorcio (N.º 14.394) -que tras el derrocamiento del gobierno quedó sin efecto-, resulta claro que el peronismo no dejó de difundir un discurso de la maternidad como deber social femenino, asociando la mujer (siempre heterosexual) a la madre de familia, metonimia de la Nación (Kriger, 2009). Siendo la casa el lugar sagrado donde se construye y sostiene la Patria, y la familia la célula básica del Estado, no se promovió el trastocamiento de las relaciones (asimétricas) entre géneros que lo constituían, ni la división del trabajo, insistiendo en la relevancia de que sean “hogares bien constituidos” (sólidos, regulados): ambientes ordenados donde hacer nacer y criar hijos fuertes y sanos. Esta clase de mandatos estuvieron presentes en discursos y disposiciones burocrático-administrativas, e incluyeron hasta concursos y premios para las mejores madres y el niño más sano (Di Liscia, 2000).8 Así, el modelo completo y verdadero de mujer en los 50 era aquella que lograba educar hijos saludables, individuos equilibrados y maduros psicológicamente, listos para insertarse en la Nueva Argentina. De ahí que, si no era madre o si daba hijos débiles, como mínimo esa mujer fallaba. Contradictoriamente, el peronismo implicó desplazamientos y continuidades en relación con la construcción de la mujer como sujeto social:
Una imagen de mujer-madre-familia-nación comenzó a tejerse para adquirir un fuerte poder simbólico en los gobiernos peronistas. El peronismo posibilitó a las mujeres el ejercicio de la ciudadanía política a través de la Ley del Sufragio Femenino, pero también proyectó una ciudadanía social y activa donde este derecho adquirido implicó deberes precisos hacia una entidad más amplia y etérea que pudiera incluirlas: la Patria, manteniendo al Estado, bajo dominio masculino (Zink, 2000, p. 13).
Es decir, el posicionamiento oficial y las políticas gubernamentales no dejaron dudas respecto de que el valor de la mujer y sus derechos sociales se anclaban en el rol de madre en su doble función: reproductiva, biológica (hijos sanos) y moral-política (buenos ciudadanos). Asociada a la generosidad y el desinterés, la mujer-madre constituía un bastión moral para la Nación y no había legitimación para intereses personales que excedieran el servicio a la Familia y la Patria (peronista): caso contrario, pesaba sobre ellas la disminución y la sospecha. Sin embargo, si el discurso peronista “no propiciaba un cambio importante en la percepción del lugar de las mujeres en la sociedad (…) las prácticas militantes en las que se vieron involucradas posiblemente alteraron la concepción de su lugar en la sociedad (Di Liscia et al., 2000, p. 23). De ahí los mensajes paradojales, ambiguos, contradictorios que circularon por el espacio social, la cultura y las prácticas de entretenimiento, en nuestro caso el cine:
La novedad no radicó en un cambio del modelo familiar ideal sino en una mirada que observa a los sujetos “desviados” desde su propia óptica, en un intento por comprenderlos y, al mismo tiempo, corregirlos. Sin duda, estas imágenes fueron resignificadas por los espectadores en un contexto en el cual desde el poder se insistía en la dignificación de los sectores populares (Cosse, 2006, p. 101).
Si la mujer es el vórtice desde donde el patriarcado heteronormativo, blanco, cristiano y capitalista instaura los códigos sociales y morales; si a través de ella refuerza mandatos de integración familiar-social y distribuye y modela, desde el parentesco, papeles sexo-genéricos: ¿cómo pensar a nuestras protagonistas Estela y María: madres que, sin dejar de mantener contacto con la norma, presentan modos de gestión de su deseo que se desacoplan del esperado acatamiento del imperativo sacrificial? ¿Qué iconografía o retórica visual se usa para representarlas en una suerte de (re)figuración del deseo femenino? ¿Cómo conectan esas imágenes con su presente cultural y sociopolítico?
En la sección siguiente avanzaremos con una serie de apuntes alrededor de la tríada mujeres-deseo-maternidad, asumiendo que pensar la maternidad en el cine es pensar una parte de la historia de la representación de la sexualidad de las mujeres. Para ello, siguiendo las conceptualizaciones de género de Teresa de Lauretis (1996), Judith Butler (2002) y Nora Domínguez (2007), se entiende a la maternidad como una construcción sociocultural y un aparato semiótico, una representación que involucra un conjunto de efectos producidos en cuerpos, comportamientos y relaciones por variadas tecnologías sociales y discursos institucionales. La maternidad involucra una experiencia y una relación, un hacer estilizado que se actúa y se repite, un dispositivo complejo en el que se articulan norma (ideal prescriptivo), representación, performatividad y efecto.
Aquí reflexionaremos sobre cómo el cine, que integra una red de industrias masivas, siendo discurso y práctica mediática, así como tecnología de género, forma parte de procesos múltiples y ambivalentes de engeneramiento (Laudano, 2010). Más aún, queremos revisar los modos en que una película producida bajo el modelo clásico-industrial (España, 2000) y ampliamente consumida por los públicos, contribuyó simultáneamente a la cimentación/alteración de la figura maternal modélica, y a la construcción/corrosión de cierto entorno de imágenes y sentidos sobre feminidades maternales deseables/peligrosas.9 Hay que ser conscientes de que, justamente, las imágenes, más que reflejos mecánicos de la realidad social, contribuyen de forma activa a crearla y también a expresarla sintomáticamente, pues son mediación del mundo social y el imaginario compartido (Martín-Barbero, 1987; Hollows, 2000). Indagaremos, pues, el imaginario social en el cine y el cine en el imaginario social, entendiendo a este último, tal como señala Rosi Braidotti (2004), como
un conjunto de prácticas socialmente mediadas que funcionan como punto de anclaje -aunque contingente- para encuadrar y configurar la constitución del sujeto y, en consecuencia, para la formación de la identidad. Estas prácticas son estructuras interactivas donde el deseo como anhelo subjetivo y la agencia concebida en un sentido sociopolítico más amplio se configuran mutuamente (…) el imaginario social marca un espacio de transiciones y transacciones. Es inter e intrapersonal (…) fluye, pero es pegajoso (p. 154).
Estela y María: lunares en un cine de hombres
Fue un cine de hombres. No solo porque el tono admitido era la dureza. Sino también porque en sus mejores títulos (“La guerra gaucha”, “Pampa Bárbara”, “Hijo de hombres” (sic) y “Los isleros”) ellos eran los personajes claves. Las mujeres habían sido puestas para restablecer un equilibrio extraviado. Y cuando asumieron ellas el rol clave (“Los isleros”, “La madre María”) fue para exaltar la fuerza de unas madres “machazas”, que estaban allí precisamente porque se habían desbordado de sus límites (cursivas añadidas) (Castañeda, 1981, p. 19).
Las palabras de este periodista el día del fallecimiento de Lucas Demare interesan porque ponen en evidencia la dificultad en la mirada, hasta hace pocos años hegemónica, por advertir y luego nombrar las agencias diversas de las mujeres, representadas en producciones culturales comerciales y patriarcales. Según este punto de vista, si en el cine de Demare las mujeres “aparecen” -más allá de un “ser puestas para…” la vuelta al orden-, aparecen como madres: más precisamente, androcentrismo mediante, como madres-macho, madres-falo, madres desbordadas. En ese desborde de fuerza y de deseo, que trasgrede y a la vez afirma el límite normativo, vamos a examinar las formas de la conflictiva relación entre género femenino, placer y maternidad.
Aunque su retrato está lejos de caracterizarlas como atroces, y sobre sus acciones no recae el calificativo de aberración moral, Estela y María son madres poco comunes en el cine clásico industrial: son madres sexuadas y mujeres cuya prehistoria no es transparente, no termina de develarse. Son, hasta cierto punto, un enigma. En el primer caso, la obsesión por Sebastián -el deseo- y el rencor contra él prevalecen sobre el lazo filial, redundando en una estrategia consciente y deliberada: el abandono del primogénito para vengarse e infligir dolor e incomodidad en el hombre. En el segundo, la pasión por el varón se traduce en especulación y manipulación identitaria tratando al hijo como su pertenencia. Tal como hubiera sucedido con La Carancha, el personaje que Merello interpretara en su filme anterior con Demare:
El hijo será lo único que efectivamente posea (…) y podemos apreciar aquello que comentara E. Welldon acerca de la maternidad como perversión: “(…) la mujer sabe que la maternidad le confiere automáticamente un rol de dominio, de control absoluto sobre otro ser que debe someterse no sólo emocionalmente sino también biológicamente a las demandas de la madre, por poco apropiadas que éstas sean (Manzano, 2000, p. 282).
La primera interpelación de Estela a Sebastián es elocuente para pensar en las legitimidades/ilegitimidades en la cadena semántica mujer-cuerpo-placer-maternidad: “Tu casamiento huele a escapada”, le dice; a lo que él responde: “Me gustabas, pero con ella es diferente: con ella ¡voy a tener hijos!”. Sin pausa ni pelos en la lengua, agresivamente la muchacha contesta: “¿¡Y conmigo qué ibas a tener?! ¿¡Hijos de p…!?” Antes de que termine de enunciar la palabra, Sebastián pone su mano en la boca de Estela y la silencia, mientras esta se queda rabiosa y con una pregunta sin respuesta: “¿Qué iban a ser mis hijos”?10
Más adelante en la historia, nuevamente cerca del mar que se oye rumoroso e indómito (como Estela) en el fondo de la escena, la pareja se reencuentra y tras un beso apasionado, la mujer vuelve a enfrentarlo diciendo con acendrado rencor: “Lo que me hiciste no te lo vas a olvidar nunca… Todo lo que hago es para que no me olvides nunca”. Por su parte, cuando María reciba la noticia de que su hijito no podrá ser sano y “normalmente fuerte”, decidirá renegar del pequeño y cambiar su identidad: “¡Esto es como un robo! Pero ¿qué no haría yo por él, por retenerlo a mi lado…?”. En Guacho, entonces, el hijo no es un fin en sí mismo, definitorio sustantivo de la condición femenina; sino un vehículo táctico para la consecución de un deseo: en un caso, el vástago es una consecuencia del placer, convertido en móvil de venganza; en otro, una forma de retener el objeto amoroso y obtener-demandar placer y felicidad.
Según Mario Berardi (2006), en el cine del período
el modelo de la integración y la decencia familiar no implica una transparencia absoluta en la relación de padres e hijos. A menudo, los padres mienten a sus hijos en defensa de un interés superior, como la felicidad de éstos o la integridad familiar misma (p. 125).
Sin embargo, en el caso de estudio no es la integración familiar lo que se persigue: se miente, se oculta, se especula en función de un interés superior, sí, que no es otro que el deseo propio de la mujer, que es de carácter afectivo, erótico y sexual. Un deseo problemático, contradictorio, ya que su puesta en acto -y en este paradigma siempre que la mujer pone en acto su deseo es “desbordada”- evidencia la crueldad y la opresión patriarcal que lo estructuran.
Al analizar el sistema de personajes, los desempeños verbales y las acciones dramáticas, se constata que el verdadero antagonista de las heroínas no es Sebastián -quien, hasta cierto punto, también está atenazado-, sino las convenciones sociales de carácter moral y machistas. Con inteligencia y oficio, Demare ahorra al espectador las obvias remisiones a la Iglesia como bastión normativo: la institución tiene escaso peso dramático en la historia, en los personajes y en la configuración espacial. De hecho, solo se le dedican dos planos generales del exterior durante el casamiento, y nótese que la marcha nupcial será coreada, entre gritos, algarabía y alcohol, desde adentro de la taberna donde festejarán las nupcias. El director y adaptador de la obra de Espina -donde el imaginario religioso sí tenía mayor relevancia- coloca en la Tía Márgara (Margarita Corona) a la representante más cabal del ordenamiento familiar tradicional y hegemónico, “resonador social de los silencios del pueblo y de las confidencias a voces” (Manetti & España, 2000, p. 215). Es la mujer ubicua que todo lo sabe sobre los y las habitantes del pueblo, y la que tiene autoridad suficiente para interpelarles: la voz de la (mala)conciencia, del sentido común, de la doxa dominante.
Cuando, tras su embarazo oculto, Estela vuelva al pueblo a mostrarse entre sus calles -por cierto, radiante, como si nada hubiera pasado, sin demostrar arrepentimiento o vergüenza-, Márgara intentará resujetarla a la norma social incitándola, sin éxito, a que busque otro hombre con quien “ubicarse”. Con María, sin embargo, le va mejor, al contarle la historia de amor entre Estela y Sebastián: “Fueron muchos años juntos…”, asegurará, para seguidamente decirle: “¡No importa!: cuando vengan los hijos… Sebastián se casó para tener hijos”. Ante la resistencia de María con el interrogante “¿¡Y si no se los diera!?” -pregunta cuya formulación atrevida es ya en sí misma disruptiva-, la anciana sentenciará: “Te deja y no te ve más: lo conozco como si lo hubiera parido. Dale hijos y vivirás feliz. Dáselos pronto: hombres sanos, fuertes…”, imprimiendo en el cuerpo y la voluntad de María un mandato por demás conocido entre las espectadoras.
En este personaje, la mujer más sabia y vieja del pueblo pero que no tiene esposo ni hijos biológicos -aunque sí afectivos, como le hace notar María en su lecho de muerte-, se transparenta violentamente el ordenamiento de la época, con sus fantasmas y ansiedades sociales: una formación histórica para la que ciertos dolores y amores no son decibles ni representables -son obscenos- pues se desbordan de la escena de lo permitido al descubrir formas del deseo femenino no vinculadas a la maternidad.
Notemos que ha sido una pasión vivida sin culpa aquella que ha hecho que Estela quede embarazada sin mediar ninguna instancia legal o institucional; y que María no es, evidentemente, una quinceañera virgen cuyo primer hombre es Sebastián. Sin embargo, como buena parte de las producciones del período, aquí el deseo y el erotismo “de ellas” están estrictamente regulados:
Los melodramas populares articulan un discurso en torno de la sexualidad; y es una peculiar concepción de la sexualidad de matriz hispanoislámica la que España exportó al continente americano en la forma del llamado machismo, que privilegia los derechos eróticos del hombre y penaliza los de las mujeres. Producto de esta moral machista, deriva el prestigio social del Don Juan, del seductor, cuyo atractivo público (su magnetismo sexual, su experiencia erótica acumulada, su pasado borrascoso) sería muy superior a su posible descalificación moral como mujeriego, legitimando la doble moral que autoriza la infidelidad masculina, pero no la femenina (Gubern citado en Manetti, 2000, p. 248).
En efecto, la sugestividad de Guacho como discurso o artefacto cultural radica en que más allá de la voluntad expresa de sus hacedores, se interrumpe el determinismo biológico, la inercia regulatoria que emparenta a la mujer con la maternidad -que encasilla su sexualidad-, introduciéndose en una zona opaca del imaginario compartido. Repárese, además, en que los rasgos convencional y peyorativamente asociados a “la otra/la amante” son -también- los de la “mujer oficial” y, lo que es más importante, que ambas son madres: intensidad afectiva, trasgresión a la norma, arrojo personal y orgullo; así como también abandono, traición y venganza. La división entre ambas mujeres se hace débil y esa porosidad problematiza no solo la distancia entre lo legítimo y lo ilegítimo, sino que, más aún, en su semejanza y correspondencia permite ver a ambos personajes no como oponentes sino como variaciones de una misma opresión-resistencia. María y Estela no se acobardan frente al deseo: su lenguaje no edulcora la pasión, ni rebaja la fuerza intempestiva que pulsa por el encuentro con el cuerpo de Sebastián.
Pero también caben las diferencias. Si bien es notable el uso táctico de la ironía verbal (mordaz) de Estela y su inteligente interpelación de igual a igual a Sebastián; el final de María está cargado de dramatismo y epicidad, y remueve en el espectador las poderosas imágenes de la actriz al interpretar a esa otra madre dominante del cine argentino que fue La Carancha. Mientras ésta prácticamente da a luz en medio del río, sola, en una barca movida por la tormenta; María, por su parte, tras otra tempestad -que en vez de ser marco para “dar a luz” una vida, la ciega- se interna en el mar para fundirse con su destino elegido. A pesar de que la clausura narrativa reconduzca al orden y al disciplinamiento, la intensidad monstruosa, tremenda, que estas madres despliegan a lo largo de la cinta es por demás atractiva: su valor radica en que su desmesura es la figura con la cual aparece el deseo propio, se detona la univocidad lineal del signo mujer y se pone en evidencia la ansiedad y el temor patriarcal de las convenciones dominantes.
Bocas tersas, escotes que hablan
¿Qué simboliza el pecho de una mujer? ¿Qué fantasías sociales y eróticas tienen en ese lugar del cuerpo su nido más preciado? ¿Qué economías -material, visual, libidinal- lo ciñen, lo circundan? El pecho femenino es sitio de humedades: de placer, de emisiones nutricias, de desborde del propio cuerpo en contacto con otro. Si bien “las ropas femeninas, muy descotadas, remedan el tiempo de Silvana Pampanini y Silvana Mangano, en una cinematografía italiana de divas opulentas” (Manetti & España, 2000, p. 215), lo cierto es que en los torsos de Estela y María se descubre también una sensualidad consciente y altiva que entra en cortocircuito con la función-garante de ellas mismas en tanto que sustento de los niños: el pecho y la lactancia como lugar del fortalecimiento del binomio madre-niño propio del modelo de mujer y familia dominante. En esos pechos a los que la cámara dedica recurrentes, plásticos y expresivos planos, y que por la visibilidad de la piel se ofrecen como metonimia de un cuerpo entero y desnudo, se juega la tensión entre erotizar y maternalizar, puesto que para las convenciones de la época la univocidad excluyente de sentidos y funciones es norma: lo uno o lo otro. O se da el pecho a un niño o se experimenta (el gozo) del pecho con el hombre.
Una de las imágenes más potentes de la película -que, no en vano, es elegida como parte del afiche publicitario- es del pecho de María en un momento central de la historia. Han dejado un recién nacido en su puerta que grita y llora de hambre y de frío, y la mujer sube a su habitación a darle calor y pecho: el mismo con el que acaba de amamantar a su bebé, ese que ahora es tragado con voracidad por el expósito, es el que ella ofrece orgullosa, soberana, dueña de sí. Pero pronto, con perspicacia, casi como un rayo fulminante, comprende que el niño es hijo de Estela y Sebastián. Inmediatamente arranca al pequeño del pecho en un inusitado gesto de desprecio, desagrado, cólera y venganza que, sin embargo, luego troca en lástima, volviendo a amamantarlo, aunque con rencor y amargura. Ese ir y venir, dar y quitar el pecho, puede entenderse también como la expresión visual de las vacilaciones de María respecto de su propia maternidad. Por contraste, la maternidad de Estela no tiene figuración tradicional ni “vacilante”, y recién habrá de mostrarse acotadamente en el último tercio del filme: esta madre, que de forma deliberada ha procurado deshacerse de la relación intrincante con el hijo, es un fuera de campo justamente por fallarle al hijo con el propio cuerpo (deseante).11
El relato liga visualmente la corporalidad de ambas heroínas a la emisión de e inmersión en los flujos -la leche y el mar-, la producción de excedencias y el contacto con efusiones, estableciendo una relación de contigüidad o correspondencia entre un deseo no reproductivo (por ende “sin medida”), una voluntad excedida y un cuerpo activo -para el placer y la acción retributiva-, cadena semántica inquietante y, a la vez, fascinante por ser adjudicada a una mujer-madre.12
La película comienza con Estela caminando descalza -y aparentemente sin soutien- por la playa; y culmina con María internándose sola en el océano: hay una asociación narrativa y simbólica con esa fuerza arrolladora, indócil y sin control de la naturaleza (¿devoradora?), al mismo tiempo enigmática y sensual, que tiene su correlato en los nombres de los personajes. Estela es una variante de Estrella, tomado de la forma latina de Stella y, en general, es un nombre que remite a Stella Maris, “estrella de mar”, alusión a la estrella que funciona como punto de orientación y guía para los marineros. A su vez, puede vincularse con la palabra latina ‘aestuaria’ que significa agitación del mar; pero es también el rastro o señal que un cuerpo en movimiento deja tras de sí en el agua o en el aire: esto es, una forma de permanencia o latencia cuando el cuerpo ya ha pasado. El origen y los sentidos del nombre María/Miriam son más complejos e inciertos, aunque en el mundo occidental cristiano están asociados a la Madre Sagrada (de Dios) y significa Señora, inmensidad. Otra etimología lo asocia con los vocablos hebreos “mir”, relacionado con la luz y “yam”, mar: entonces, luz sobre el mar.13
De las dos, es Estela la que mayor cercanía material y simbólica tiene con el mar, a diferencia de María que es una mujer de la metrópoli: aquella pertenece al universo portuario y se mueve en la costa y el pueblo con solvencia y autonomía. La fotografía plástica de Etchebhere en las tomas de inicio construyen visualmente a una ninfa de energía imponente, que no baja la mirada y enfrenta a quien sea y lo que sea, una fémina de carácter arrogante y gran belleza que está muy lejos de la “querida abandonada”, humillada y avergonzada de sus acciones propia del imaginario popular del período -modelado por el tango-, y también alejada de la Irene de Espina quien es débil, pobre y desamparada. Esa atmósfera arrolladora y exuberante -marítima- no mengua ni siquiera cuando se presenta ante Sebastián en su fiesta de casamiento: se trata de un carácter fuerte y asentado en sus determinaciones, que actúa sin dudas ni remordimientos y que es capaz de proferir preguntas retóricas inteligentes, insultos, juramentos y maldiciones sin que le tiemble el pulso.
La rapidez, la perspicacia y la capacidad para hablar sin remilgos no son rasgos exclusivos de Estela: María -a semejanza de la Marcela del texto de Espina- es una mujer orgullosa y fuerte, y, a nivel de la puesta en escena, los momentos íntimos que comparte con Sebastián son elocuentes respecto de su erotismo y confianza corporal. Pero, además, como protagonista estelar, el personaje juega con una enorme cantidad de matices psicológicos, que se despliegan especialmente en sus monólogos, que ponen en palabras y dan la escucha una serie de hondos dilemas femeninos. En esos desgarradores y logrados pasajes confesionales -casi un diálogo con el espectador- se pone de manifiesto la contradicción entre su deseo solo por el varón -impronunciable públicamente- y el acatamiento de las normas sociales (ser madre de un niño saludable). María no solo pone en el mundo su deseo, su hijo, su leche, su cuerpo, sino también su lengua: una lengua materna y de mujer. Por tanto, el personaje encarna un complejo y “desencajado” modelo femenino, con características poco convencionales, con riqueza de acciones y pensamientos.
A los ojos de Sebastián, cuando María da a luz al primogénito pierde el nombre y el cuerpo (la subjetividad), y tras el retorno de Estela entre ambos deja de haber contacto físico.14 Sin embargo, la búsqueda de diálogo y acercamiento erótico y sexual seguirá siendo importante para la esposa quien, ya con sus hijos muchachos y por fuera de “obligaciones” de procreación, interpela con franqueza y a la vez ternura a su compañero, en una escena poco habitual en el cine argentino retratando a las madres adultas. Pero para él -y en él se encarna el sistema- esa mujer ha dejado de ser María, para convertirse en “La Madre”, tal como les dice a sus hijos: “No quiero que ‘La Madre’ los vea llegar así (de desprolijos/sucios)”.
Aunque, en definitiva, las cavilaciones internas del personaje de Merello impliquen la observancia y ratificación a la Ley enunciada por Marga, y que se correspondan con una acción externa que garantiza la continuidad normativa -darle un hijo sano y fuerte a Sebastián-, el modo de su gestión, el uso inesperado y táctico de sus recursos disponibles -su propio nombre, garantía de fiabilidad, su palabra y su vástago- vuelven más rico y menos encasillado y lineal el cumplimiento de su rol femenino, haciendo uso de las tretas del débil que combinan
como toda táctica de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro, con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración (…) se cambia no sólo el sentido de ese lugar sino el sentido mismo de lo que se instaura en él (Ludmer, 1985).
Como antes lo hizo Estela, María erosiona -hasta cierto punto- el poder de sujeción, sortea los atravesamientos convencionales para, por medio de un movimiento zigzagueante, una práctica furtiva, llevar adelante un deseo de mujer incardinado en su cuerpo.
Reflexiones finales
¿Qué es peor: abandonar una cría, mentirle sobre su origen, o renunciar al deseo que sustenta o sostiene la propia identidad convirtiéndose en un fantasma? ¿Qué sintomatizan Estela y María en su praxis ex-céntrica del género y sus “maternidades fallidas” (por esquivas, elusivas)? ¿Podemos pensar que sus imágenes, en el exceso, en su desborde, son mediación de la fantasía de las mujeres de su tiempo quienes, pese a estar atrapadas en un código que las oprime, tramitan, gracias al cine, otras formas de experiencia respecto de sus cuerpos y la maternidad?
Guacho no es un filme feminista avant la lettre: no antagoniza, desmonta o discute la lógica patriarcal de dominación masculina y sumisión femenina. Y, sin embargo, y esto es propio del melodrama (Williams, 1998), consigue dar cabida simbólicamente a aquello que en otros espacios discursivos y campos de la vida social sería irrepresentable. Así, junto con normas morales y esquematismos sociales relativos al género aparecen, se escapan, contrabandean otros significados que, corrosivos, echan luz sobre experiencias, emociones y preocupaciones de la mujer que muchas veces se hallaban ocultas o eran menospreciadas, dándoles protagonismo, relevancia dramática, cauce expresivo y elaboración visual.
¿Qué es lo que colapsa con la presencia de estas féminas, dónde radica su amenaza, su peligrosidad? Lo que desencaja en estas madres “desnaturalizadas”, en estas mujeres “a secas” es que, en la exhibición enfática de sus afectos intensos, desbordantes, se interrumpe el comedido repertorio canónico del imaginario femenino-maternal al disociar ambos términos (mujer y madre) y, entonces, trastocarlos y desajustar aquello que los ligaba. Ese pliegue heterodoxo que generan los personajes pone en evidencia la singularización y subjetivación de la mujer a partir del cuerpo, el deseo y el placer, desplazando, en ese proceso, la centralidad definitoria de la maternidad reproductiva. Rosi Braidotti (2004, p. 12) ha insistido en la importancia de la visibilización de la raíz corporal de la subjetividad femenina y su ligadura con el deseo: negar el deseo propio es negar la subjetividad de las mujeres, poniendo a la biología como destino y al sostén del ego y deseo masculino como horizontes. La subjetividad como proceso y devenir es materialidad y dimensión simbólica, “sitio de interacción dinámica del deseo con la voluntad” (Braidotti, 2004, p. 40).
Desde sus contradicciones, el texto fílmico desestabiliza el determinismo biologicista, desbarata el cerco sociocultural de la maternalización de la mujer e invita a asomarse y experimentar de forma vicaria otras posibilidades de correlación entre cuerpo, deseo y subjetividad. En una sedimentación socio-simbólica y discursiva largamente conservada, introduce e inocula una rugosidad, una costura, un grano que desmiente la suavidad lisa, unívoca, “pacífica” y eterna del signo madre -incluso plantea que la filiación nunca deriva del simple engendramiento (Rosenberg, 2009, p. 211).
Al igual que el peronismo, la película no cuestiona la división sexo-genérica y social, sino que provee o abre (tímidamente) contenidos diferenciales. La familia no se desquicia, pero hay fallas severas en relación con la amalgama patriarcal. Frente a la desexualización del comportamiento de la madre y el imperativo a la compostura, estas figuraciones anómalas, aunque paradójicas, reivindican el placer y el erotismo como fuentes de gratificación a la que toda mujer tiene derecho. Se trata de alteridades femeninas que, siendo opciones o posiciones diversas en torno del género, resultan ser inadecuadas, más aún, distorsivas respecto del imaginario maternal hegemónico: enunciaciones zigzagueantes, oblicuas, en una época contradictoria y basculante.