Introducción
Desde mediados de la década del sesenta, los pueblos indígenas en América Latina han recurrido a los medios de comunicación para la producción de largometrajes experimentales utilizando diversas formas del documental para construir su propia imagen desde su punto de vista. Estos pueblos desarrollan un cine político y logran la visibilización cultural en el contexto de las luchas sociales. En este artículo se analiza el uso político de las tecnologías audiovisuales por los colectivos indígenas de cine documental Guaraní Mbya en Argentina y Brasil que, de una manera política, han puesto en evidencia sus luchas por los territorios tradicionales a la luz de una cosmovisión. A su vez, esas producciones están influidas por una concepción o visión cosmopolítica de las imágenes al recuperar en el proceso de realización de las películas una relación político-religiosa. Según señala Isabelle Stengers (2012), la propuesta de una visión cosmopolítica significa la presencia de no humanos en decisiones y en el escenario político a partir de mundos múltiples, o una multiplicidad de «seres-tierra», según Marisol de la Cadena (2020). Este artículo se enfoca en el colectivo de Cine Mbya Guaraní Ara Pyau (Argentina) y en el colectivo Mbyá-Guaraní de Cine (Brasil) - el primero colectivo surgido a partir de intercambios y talleres con colectivos brasileños, integrado jóvenes de comunidades mbya guaraní de ambos países.
Las imágenes son realizadas como una reconstrucción de las tierras y cura de las heridas coloniales que permanecen en el tiempo, más allá de denunciar las violaciones de derechos en contextos de genocidios y procesos de luchas en los reclamos de los territorios tradicionales. Como sostiene Freya Schiwy (2009), los medios audiovisuales a menudo han integrado las relaciones capitalistas y coloniales en la historia del cine clásico, y esto incluye, por ejemplo, los discursos profundamente enraizados en representaciones estereotipadas - debe subrayarse que el escenario ha cambiado con el desarrollo del cine etnográfico-. Se atestigua, entonces, lo que Roy Wagner plantea cómo una «antropología inversa», es decir, de una antropología hecha por los propios indígenas, o una «autoantropologia» hecha por el nativo desde su casa, como desarrolla de forma profusa Marilyn Strathern (2014), sobre una «antropología realizada en el contexto social que la produjo».
En ese sentido, si se considera la larga producción de cine documental, incluyendo el cine etnográfico en México, Argentina, Brasil, Bolivia o Colombia, las discusiones pasan por la visualidad y se desarrollan como medios que «ayudan a superar las tensiones y los prejuicios históricos entre estas comunidades» (Schiwy, 2009, p. 20). Dichas producciones proponen «una política de renacimiento cultural y epistémico que los movimientos indígenas han estado promocionando con creciente éxito desde finales de los años sesenta en todo el continente» (Schiwy, 2009, p. 20). De este modo, lo que quiero plantear en este artículo es una mirada que tenga en cuenta el uso político y estético de construcción de las imágenes así como una reflexión en torno a los modos en que se construyen las territorialidades en las películas, comprendiéndolas, como propone Carolina Maidana (2011), desde una perspectiva de «apropiación del espacio» que ocurre por «distintos territorios: Territorios ancestrales/Territorios efectivamente ocupados/Territorios demandados que se articulan, coexisten y en algunos casos se superponen». Estos territorios son reconstruidos por las imágenes, que son guiadas por los saberes cosmológicos que adentran las formas fílmicas.
En la primera parte del artículo propongo pensar el surgimiento de los colectivos indígenas del cine en Latinoamérica, comprendiendo el cine indígena como un «dispositivo», a partir de lo que conceptualiza Giorgio Agamben (2009) respecto a la forma en que surgen las producciones con los talleres de cine, y cómo estas son utilizadas como una herramienta de lucha y de representaciones de sus modos de vivir. Percibo el nacimiento de tales colectivos como expresión de lo que José Bengoa (2009) denomina «Emergencia Indígena en América Latina» y como forma de romper con «la estructura del poder colonial» de representaciones, según señala João Pacheco de Oliveira (2006). En la segunda parte, propongo reflexionar el espacio social indígena no solamente desde un punto de vista geográfico, sino también las diferentes maneras con las cuales los pueblos pueden verse representados en su interior y, más allá de la organización cultural, social y política, en tanto proceso complejo de territorialización, incluso en el ámbito urbano, como lo es el caso de los guaraníes en Argentina y Brasil. Por lo tanto, el planteo de la segunda parte conlleva la necesidad de pensar cómo el cine puede transformar territorialidades, en configuraciones técnicas y estéticas de las imágenes que consideran lo que llamo «hacer el territorio» con la dimensión política del espacio reconociendo las «identidades étnicas», que son representaciones sociales colectivas (Bartolomé, 2006; Bari, 2002).
Por último, en la tercera parte retomo la discusión de còmo ocurre la representación de los territorios superpuestos y compartidos con lo que De la Cadena (2020) llama de seres-tierra que, por así decirlo, habitan en las imágenes. Para ello, propongo analizar las recientes producciones del Colectivo de Cine Mbya Guaraní Ara Pyau (Argentina) y el Colectivo Mbyá-Guaraní de Cine (Brasil), en particular una de las películas de ambos colectivos: Una Semilla de Ara Pyau (2017) y Dos aldeas: una caminata (2008), respectivamente. Así, en las consideraciones finales dejo planteado que esos colectivos han conducido sus producciones de la mano de los saberes tradicionales, sus ancestros y territorios, recurriendo al uso de las tecnologías audiovisuales como «flechas» para las luchas de los reclamos territoriales y preservación de otros modos de vivir, otras existencias, seres y saberes, pues, como destacó Alberto Pizango (2019), que es parte del pueblo shawi y activista por los derechos indígenas en Perú, el territorio se entiende «como un cuerpo humano».
La formación de los colectivos de cine indígena en Latinoamérica
En las últimas décadas han surgido de manera expresiva numerosos proyectos y experiencias cinematográficas amerindias, que han elaborado coproducciones y alianzas que forman colectivos indígenas y que se han dedicado a la producción audiovisual, haciendo uso político de herramientas tecnológicas para recrear sus formas de organización social y su propio imaginario, las relaciones con otras formas de vida más allá de lo humano o para contribuir a las luchas sociales y culturales por la representación y mantenimiento de sus territorios tradicionales, a partir de cosmovisiones y narrativas de auto-representación. Para exponer de forma más concreta, podemos pensar a partir de estos rasgos principales que marcan la producción colectiva de cine documental indígena, la cual resumiré brevemente respecto de su formación política y estética en los países latinoamericanos a partir de las experiencias de las organizaciones nacionales y locales con los pueblos originarios. Según Gabriela Zamorro (2017), al analizar las relaciones de poder y las tensiones estéticas involucradas en el proceso de producción del cine indígena en Bolivia en el ámbito del plan nacional, los medios indígenas son «como sitio político que buscan sumar a sus aportes a las posibilidades culturales y descolonizadoras» (Zamorro, 2017, p. 59). Por tanto, es necesario pensar en estas prácticas audiovisuales como perspectivas descolonizadoras, ya que las nuevas formas de hacer cine, como ocurre entre los pueblos indígenas, demandan otras formas de pensar sobre el propio hacer cinematográfico y la relación que las imágenes establecen con los saberes no occidentales.
Para comenzar debe mencionarse una demarcación conceptual que se ubica entre el campo de la antropología visual y las diferencias entre el cine etnográfico y el audiovisual indígena, comúnmente atribuido al video indígena. Por un lado, según Christian León (2016), el cine etnográfico está dirigido a la comunidad académica, utilizando medios audiovisuales «como parte de un método etnográfico cuya finalidad es obtener conocimiento sobre una realidad que se considera ajena y desconocida». Por otro lado, el video indígena (que forma parte de un conjunto complejo de cine indígena o comunitario) tiene como primera audiencia a la comunidad en la que fue producido, como ha sido el caso desde el surgimiento del proyecto Vídeo en las Aldeas (Vídeo nas Aldeias, VNA), en Brasil. Entonces, «su finalidad es contribuir a las luchas culturales y políticas de los pueblos y sus significados surgen de los procesos de autorrepresentación» anclados en la cosmovisión, en el saber tradicional y en sus propias formas orales de creación de sus narrativas (Léon, 2016, p. 27). El cine etnográfico, que a su vez constituye el universo de la antropología visual ocupa diferentes dominios al proponer una política de representación, ya que interesa a los antropólogos comunicar la experiencia de diferentes culturas, en el ámbito de la práctica etnográfica.
Como sugiere Faye Ginsburg (1991), ambos deben entenderse en tanto «medios culturales de comunicación» con el objetivo de «mediar la cultura» entre estos grupos sociales basados en una tecnología audiovisual occidental. El concepto de mediación constituye una noción que engloba diferentes significados específicos en el proceso de uso y apropiación de estas tecnologías. En este sentido a través de la mediación, los medios asumen una cierta materialidad y «espesor cultural», la cual para Jesús Martín-Barbero (1987) representa «lugares de los que provienen las constricciones que delimitan y configuran la materialidad social y la expresividad cultural» (Martín-Barbero, 1987, p. 233). Así, en el sentido que da el mismo autor, estos lugares donde se ubican las mediaciones son donde los sujetos participan e interactúan en una dimensión política y cultural, dentro de una perspectiva comunicacional.
A su vez, como señalan Juan Francisco Salazar y Amália Córdova (2008), la producción audiovisual indígena está en el centro de una poética socialmente situada en la «auto-representación» y en el «proceso activo de visibilización de la cultura», poética que significa «hacer o el proceso de hacer», según la noción griega. Siguiendo los autores, el cine indígena en Latinoamérica se caracteriza como un «medio imperfecto» en el marco de una «descolonización de la práctica mediática de la industria dominante y de las convenciones de producción de film y de video» (2008, p. 3), una vez que, en la visión más amplia, personifica un modelo comunitario, cercano al movimiento cinematográfico latinoamericano de los años sesenta y setenta, es decir, el Tercer Cine.
Según señala Jorge Sanjinés (1979), cineasta y fundador del Colectivo Ukamau en Bolivia, los métodos de producción colectiva descartan la «tendencia individualista» que busca su propio fin, para desarrollar «el individualismo en búsqueda de la integración con el grupo» (Sanjinés, 1979, p. 80). Para el cineasta, no se trata de confundir la fuerza creativa en particular, sino de «integrarla justamente para permitir su total esplendor, y esta realización completa solo puede darse sanamente y con plenitud en el seno de la colectividad como resultado de la participación integrada de los demás» (1979, p. 80). También, según el mismo autor, los pueblos indígenas en sus tradiciones constituyen un grupo/colectivo en una forma de existir que no es individualista, pero que avanzan en una dirección en la que conviven de manera con otros seres humanos y no humanos. Así, observamos cómo en el cine indígena en general, el tema de la autoría se desplaza hacia un principio de lo colectivo, en el que el proceso creativo se incorpora al proceso de creación colectiva que no es en el orden de la representación, sino de una experiencia compartida. Por ello, el cine entre los colectivos indígenas puede entenderse como un dispositivo que colectiviza las relaciones cosmológicas, entendiendo el dispositivo en el sentido que le da Aganbem (2009): «un conjunto de prácticas y mecanismos que apuntan a enfrentar una urgencia y obtener un efecto más o menos inmediato» (p. 35).
En este sentido, el proyecto VNA nació en Brasil en 1985, con el objetivo de utilizar los medios audiovisuales como instrumento de lucha y visibilidad de la diversidad cultural y sociohistórica de los pueblos originarios, formando cineastas de toda América Latina. Por iniciativa del antropólogo Vincent Carelli, la organización VNA trabaja desde entonces con comunidades indígenas del país y de la frontera, como Perú, Paraguay y Bolivia, con equipos que capacitan a indígenas a través de talleres de cine para que sean ellos mismos directores, que a su vez forman otros colectivos y comienzan a actuar de manera independiente y autónoma. El VNA comienza entonces con Festa da Moça (1987), con la etnia Nambiquara, que, tras ver el proceso de un ritual en video, introduce otros elementos del mismo ritual, colocando así los rituales tradicionales como tema de las producciones.
Según Amália Córdova (2011), en Colombia y Ecuador los colectivos y las organizaciones indígenas han logrado producciones significativas y que, según la autora, el video utiliza como instrumento de denuncia, además de la proyección del conocimiento, la cultura y las relaciones con el territorio. En Colombia, por ejemplo, la producción de videos de estas organizaciones se viene haciendo desde la década del noventa, con talleres sobre herramientas audiovisuales y lenguaje para la formación de cineastas, como la Fundación de Cine Documental, formada por los cineastas Jorge Silva y Marta Rodríguez, el cual «a través de convenios con organizaciones y comunidades indígenas colombianas, documenta diversas actividades orientadas a los derechos humanos» (Córdova, 2011, p. 167), siendo el primero en registrar los procesos de lucha por retomar territorios.
En Ecuador, a lo largo de la década del noventa, el director e investigador kichwa Alberto Muenala es considerado el pionero del cine indígena. En 1992 Muenala realizó, con la Organización de los Pueblos Indígenas del Pastaza (OPIP), el documental Allapamanta, Kawsaymanta; Katarisun (Por la tierra, por la vida, levantémonos), que «constituye una crónica mística de la marcha, de más de quinientos kilómetros, que los indígenas de la Amazonía realizaron con el objetivo de obtener la legalización de sus tierras» (León, 2016, p. 30). Como destaca Muenala (2008) en su tesis de maestría, a fines de la década del ochenta surge el colectivo Rupai en la comunidad Peguche con la propuesta de hacer que la obra cinematográfica sea diferente al cine indígena de esa época, el cual venía hasta entonces siendo desarrollado en América Latina y «que generalmente era de representación, de desvalorización de la palabra, de conceptos e imágenes que iban en detrimento de la verdadera esencia y sentir de estos pueblos» (Muenala, 2008, p. 8). En 1995 se crea el colectivo Selva Producciones, que reafirma los valores comunitarios en la defensa del territorio ancestral y denuncia las violaciones de derechos en la comunidad de Sarayacu. En 2007, nació el colectivo Kinde con el pueblo kitu kara en Quito, y se afirmó como un cine urbano. El objetivo de estos tres colectivos «es incidir en el mundo audiovisual, superando prejuicios que han marcado estereotipos, levantan producciones comunitarias que reflejan el munaylla ruray, o estética de tropos ancestrales y nuevas realidades» (Muenala, 2008, p. 10), abriéndose paso y proponiéndose nuevas formas cinematográficas para superar los legados colonialistas.
En 1997, se crea en Bolivia el Sistema Nacional Indígena Originario de Comunicación Audiovisual, conocido como Plan Nacional de Comunicación Indígena o El Plan, «luego de un proceso de diagnóstico de un año, tomando de base el trabajo de comunicación y las necesidades de organizaciones indígenas y campesinas» que, según señala Gabriela Zamorano (2017, p. 59) ha operado en cinco centros de producción, coordinación y capacitación en los departamentos de La Paz, Cochabamba, Beni y Santa Cruz, incluyendo a capacitadores y cineastas en su equipo y no indígenas, y que gana fuerza tras el triunfo electoral y democrático de Evo Morales (2006- 2019).2 El plan está organizado conjuntamente por el Centro de Formación y Realización Cinematográfica (CEFREC) y la Coordinadora Audiovisual Indígena Originaria de Bolivia (CAIB), en una alianza que ha producido cientos de producciones «entre documentales para retransmisiones en televisión comunitaria, ficciones basadas en cuentos tradicionales, reportajes, documentales y docudramas, premiados en festivales internacionales de Latinoamérica, Europa y Norteamérica» (Córdova, 2011, p. 166).
Es importante destacar la actuación del Grupo Ukamau, creado a principios de los años sesenta por Jorge Sanjinés, con un fuerte compromiso político por mostrar la identidad cultural de los pueblos andinos de Bolivia y con el propósito de «cumplir una tarea social que a medida que se fue profundizando tuvo que adquirir los contornos de una tarea política» (Sanjinés, 1979, p. 90). Entre las obras del colectivo se destacan Ukamau (1966), que es una película bilingüe aymara-español; Yawar Mallku (1969), La nación clandestina (1989) y El coraje del pueblo (1971). Como atestigua Wood (2019), la llegada de Sanjinés y del Grupo Ukamau contribuyeron a la «renovación cinematográfica en Bolivia, donde el fructífero cruzamiento transnacional de teorías y prácticas cinematográficas imbricó el nacionalismo revolucionario, el deseo de centrarse en nuevos sujetos fílmicos» (Wood, 2019, p. 24).
Argentina y Chile, según destaca Córdova (2011), aún necesitan desarrollar políticas de formación audiovisual indígena, así como entre Paraguay y Argentina -aunque en el gran Chaco ha existido un espacio pionero en Argentina para la formación audiovisual entre los pueblos indígenas (Soler, 2017 y 2019). En Chile, la Coordinadora Latinoamericana de Cine y Comunicación de los Pueblos Indígenas (CLACPI) trabaja en la producción y difusión de productos audiovisuales sobre pueblos indígenas, además de capacitar a organizaciones indígenas para la producción y realización audiovisual. Integrada por diferentes organizaciones indígenas y no indígenas, la CLACPI ha organizado, desde 1985, el Festival Internacional de Cine y Video Indígena, en países como México (1985 i 2006), Brasil (1987), Venezuela (1990), Perú (1992), Bolivia (1996 y 2008), Guatemala (1999), Wallmapu Chile (2004) y Ecuador (2010) que se suma a otro importante festival llevado a cabo en Chile, el Festival Internacional de Cine y las Artes Indígenas en Wallmapu (Ficwallmapu), que tuvo su última edición (2021) íntegramente en línea, debido a la pandemia de covid-19. Asimismo, en el contexto chileno destacan las cineastas mapuche Claudia Huaquimilla y Peannette Paillán.
En México, como destaca Córdova (2011), «el Festival Internacional de Cine de Morelia (en Michoacán) realizó, de 2002 a 2010, un Foro Indígena con mesas de discusión y exposiciones especiales» (p. 162), y, desde 2005 se desarrolla en Morelia el Festival de Video Indígena, organizado por el Centro de Video Indígena del estado. Jean Rouch (1917-2004), uno de los precursores del cine etnográfico, tuvo una influencia significativa no solo en Francia, sino en toda Latinoamérica, por ejemplo, en el proyecto VNA (Brasil) y también en las obras del cineasta mexicano Luis Lupone. En Chiapas, México, los cineastas indígenas trabajan de manera autónoma y colectiva para desarrollar sus proyectos comunicativos.
En Venezuela, cabe destacar el trabajo de la Muestra Internacional de Cine Indígena de Venezuela, organizada por la Fundación Indígena Wayaakua de Venezuela, vinculada a diferentes colectivos de comunicación, con el apoyo institucional del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), y que tiene como objetivo promover el audiovisual y fortalecer las comunidades originarias con talleres de capacitación y festivales nacionales e internacionales.
Como se demuestra, existen variadas experiencias de organizaciones comunicativas audiovisuales a partir de las cuales se han formado colectivos de cine documental indígena en Latinoamérica, o incluso experiencias que continúan llevando a cabo sus prácticas comunicativas en diferentes comunidades.
Territorialidades en la pantalla
Lo que define un punto común entre las diversas producciones de diferentes grupos indígenas que hemos visto hasta ahora es, sin duda, la cuestión del territorio, los conflictos que los involucran, la reanudación de prácticas tradicionales relacionadas con la tierra y los reclamos por territorios tradicionales. En este sentido, el territorio de los pueblos originarios asume el único espacio posible de ser conocido y de realización y conexión con las prácticas ancestrales. Los elementos de la naturaleza para estos pueblos, no se entienden solo como recursos, sino también como resultado de una relación constituida con agentes no humanos y otras formas de vida. Es tal cual enfatiza Ailton Krenak (2019), que el río es una persona y es «parte de nuestra construcción como colectivo que habita un lugar específico». Así, el territorio no es «patrimonio material» para los pueblos amerindios, según destaca Gersem Baniwa (2016, p. 86), sino que es entendido como la «capacidad y condición de vida de humanos y no humanos».
Hay, en el conjunto de la producción cinematográfica indígena, una propuesta de reconstrucción de los territorios a partir de las imágenes. Estas imágenes a menudo se construyen en un contexto de conflicto durante el proceso de lucha por retomar la tierra y durante las manifestaciones artísticas y políticas, como estrategias para visibilizar estas luchas y utilizar las imágenes en tanto forma de creación contra-narrativas, es decir según Nicole Brenez (2017), contrainformación y «conservar hechos para la historia, construir documentos, legar un archivo y transmitir la memoria de las luchas a las generaciones futuras» (p. 71).
De esta manera, el territorio construido por las imágenes presenta una experiencia producida por la propia diferencia en la naturaleza de los espacios y la relación, a su vez, que se establece con el lugar. Si consideramos lo que dice Juan Manuel Engelman (2016) sobre el impacto del proceso de urbanización en las migraciones étnicas, podemos decir que los pueblos ocupan imágenes como una forma de establecer un espacio ritualizado en el que sus formas de vida no occidentales ingresan a formas de imágenes que ellos mismos se construyen a través de lenguajes audiovisuales occidentales. En este sentido, citando a Engelman (2016), «no se trata de una reivindicación territorial legitimada por la ascendencia o la permanencia histórica en los territorios; lo que se busca es un espacio urbano para “poder vivir en comunidad todos juntos”» (2016, p. 75). Así, hacer el territorio a través de imágenes reconfigura el proceso de elaboración cinematográfica, constituyendo, por así decirlo, lo que César Guimarães (2015) denomina una «comunidad de cine» que se forma a partir de los «diferentes procesos de constitución de la visibilidad cinematográfica de todos aquellos que se encuentran en la condición de los sin parcelas en la distribución actual de parcelas y ocupaciones» (p. 49).
Como apunta Vitor Zan (2020), la condición de existencia de la imagen en la dimensión de territorialidad atraviesa tres perspectivas constitutivas de este debate que se relacionan con el espacio, el lugar y el territorio. Para el autor, el territorio fílmico es un concepto político y geopolítico, ya que está «compuesto de tal manera que se visibilizan, en situaciones concretas, disputas sociales de distintos órdenes» (Zan, 2020, p. 15). Nos acercamos así a un territorio fílmico creado con imágenes de archivos que buscan ocupar espacios en imaginarios políticos, sociales o culturales. Por un lado, hay un territorio cuyas formas estarían habitadas por seres humanos y no humanos, estos últimos como seres-tierras -según propone De la Cadena (2020) en referencia a las entidades sensibles no humanas-, el tekoha,3 que expresa el lugar donde es posible practicar los modos de ser/vivir. Por otro lado, está el territorio formado por las imágenes como representación de este espacio y que son coextensivas con los propios procesos de lucha y que presenta la dimensión política del archivo que, según Georges Didi-Huberman (2012), nos invita a repensar «la brecha en la historia que se concibe, el grano del acontecimiento», pues «desmembra el entendimiento histórico en virtud de su aspecto» (p. 130) fragmentado y nos abre a un mundo desconocido y a los territorios previamente deshabitados -ya sea en su aspecto geográfico o imaginario-.
Ocupando las imágenes, retomando los territorios: los colectivos Ara Pyau (Argentina) y Mbyá-Guaraní (Brasil)
En 2008 en la provincia de Chaco (República Argentina) surgieron iniciativas para la difusión y las prácticas educativas del cine entre las poblaciones indígenas, desde el Instituto de Cultura del Chaco del Departamento de Cine y Espacio Audiovisual (DeCEA), un referente del sector audiovisual para esa provincia. destaca Soler (2019). Como hemos visto en la primera parte de este artículo, las organizaciones indígenas nacionales de diferentes partes de Latinoamérica han construido, desde la década del ochenta, medios de comunicación, con pocos recursos para trabajar pero con material audiovisual, «una serie de iniciativas independientes para trabajar a partir de medios de comunicación con los pueblos indígenas de Argentina» (Córdova, 2011, p. 100).
Al estudiar las vivencias del cine entre los pueblos qom, conocidos también como tobas, en la región del Gran Chaco argentino, Soler (2019) considera que los indígenas hacen un «cine reverso», inspirada en lo que plantea Roy Wagner (1974) sobre la antropología reversa, pues las herramientas de comunicación que pasan a las manos de los indígenas van «a objetivar las propias vivencias de los indígenas (en un entorno muchas veces de conflicto y múltiples elementos históricos)», donde la práctica no está solo en «decodificar el uso de una nueva herramienta, sino el de objetivar su propia vida para sus propios fines» (Soler, 2019, p. 154). Por iniciativa del CEFREC, se ofrecieron talleres de formación cinematográfica a los pueblos del Gran Chaco, con el objetivo de generar también una «soberanía visual», como señala Soler (2019), y de deconstruir las representaciones en torno a sus formas de vida, en comunidades qom/tobas.4
Esta experiencia del cine precursor en Argentina con los pueblos qom tiene similitudes con la formación del colectivo Ara Pyau entre los pueblos guaraníes en la provincia de Misiones, en el noreste argentino, no solo sobre la base de lo que destaca Engelman (2016) respecto a que «hacer invisible la población indígena en Argentina es un hecho recurrente en los espacios rurales y urbanos» (Engelman, 2016, p. 68), sino en cuanto a las redes migratorias y relacionales en la producción conjunta de mecanismos, audiovisuales o no, para la lucha, la reanudación y los reclamos por sus territorios tradicionales o por el derecho a convivir con sus prácticas ancestrales en el contexto urbano.
A partir del intercambio con el proyecto brasileño Vídeo en las Aldeas, se creó el Colectivo de Cine Mbya Guaraní Ara Pyau en 2017, uniéndose a los talleres en las comunidades Mbya Guaraní de Río Grande do Sul, Brasil. Así, el colectivo está formado por jóvenes de ambos países que trabajan de forma conjunta. El colectivo Ara Pyau, que comenzó las actividades de formación en Tekoha Tamanduá (con cuatro talleres iniciales) así como el Kuña Piru (con un taller inicial) produjeron en conjunto el documental La Transformación de Canuto con el colectivo Mbyá-Guaraní de Brasil, proyecto financiado por el Instituto de Artes Audiovisuales de Misiones (IaaviM). A pesar de la grave crisis de inversión cultural que atraviesa Brasil desde el golpe de 2016, y con más fuerza con el actual gobierno, algunas organizaciones han resistido, como es el caso de VNA, con el apoyo de organizaciones no gubernamentales.
Así, junto a VNA y el Instituto de Artes Audiovisuales de Misiones, el colectivo Ara Pyau realizó la película Una semilla de Ara Pyau (2017). Actualmente, el colectivo apuesta por la financiación colectiva para la organización de nuevos talleres y, en efecto, nuevas producciones audiovisuales.5
Una semilla de Ara Pyau (2017) comienza con un plano único general que muestra el territorio donde se proyectará el cortometraje, el bosque humeante por la niebla, pero que se presenta como un elemento que conecta con las prácticas tradicionales, con lo ancestral y de lo cotidiano. El rodaje también se hace con celulares, y quien filma también es invitado a formar parte de la escena de modo que el proceso se pone en escena: observamos la caminata con la cámara en la mano, las orientaciones para trazar planes cinematográficos, la organización del entorno filmado, las líneas que se entremezclan. Todo esto no escapa al montaje, en especial al gesto de «ver con», es decir, el momento en que miran todos juntos la filmación. Entre miradas atentas y sonrisas, cuando se ven en las imágenes, todos son espectadores en el esfuerzo por devolver las mismas imágenes. Hasta ese momento, es posible señalar, en términos de Agamben (2009), còmo el dispositivo que condiciona estrategias y fuerzas desde una «tecnología del poder» que «apunta hacia una transformación de lo cultural y epistémico» (Schwy, 2009, p. 19), yendo más allá de los parámetros de la representación narrativa y convocando a otro régimen representativo que inscribe en imágenes regímenes de saberes tradicionales que escapan al propio proceso de elaboración de la imagen, que se da a través de otras posibilidades comunicativas.
La película comienza con alguien que enciende el fuego y organiza el escenario para que los demás entren con sus cámaras, ocupen el espacio alrededor del fuego y empiecen a filmarlo, como para calentar los equipos, lo que parece revelar una práctica ancestral. Según Levi Marques Pereira (2008), el «fuego doméstico», en lengua guaraní, «se centra en la comensalidad, representada metafóricamente en la fuerza atrayente del calor del fuego, que calienta a las personas en su convivencia íntima y continua» (Pereira, 2008, p. 7), siendo, por tanto, un elemento ligado a la solidaridad y de protección ante posibles amenazas en el entorno.
A continuación, el cortometraje nos presenta una especie de caminata de los niños hasta el punto más alto de la aldea. Hasta que cruzan dicho punto, los vemos jugando en la orilla del río o descendiendo por la ladera, mientras se divierten. Una semilla (2017) puede ser una película sobre el proceso de filmación, en la que se comparten las imágenes del espectador en la sala de montaje y se toman las decisiones de forma colectiva, aspectos resaltados por el montaje. Pero también es una película sobre la relación de los niños con el territorio en el que viven y con la tierra. Mientras la cámara se mueve alrededor del niño (imagen 2), y si seguimos su mirada atenta, escuchamos una voz en off hablando en guaraní sobre el proceso de lucha por la demarcación del territorio y la preocupación de que algunas áreas aledañas no estén demarcadas, especialmente con el futuro de los propios niños. La voz en off narra la preocupación que parece estar en los ojos del niño: «está atento, por algo será (…). Él ya se preocupa por todas estas cuestiones. No sabe cómo nos tratarán los blancos en el futuro». La cámara, por tanto, acompaña y presenta a unos niños, entre los cortes que se producen para el momento en que todos miran juntos el metraje, lo que sitúa la agencia del colectivo en el conjunto de las relaciones humanas y no humanas, como es posible considerar el dispositivo del cine documental indígena.
Se hace énfasis en las relaciones que se aprenden temprano con la tierra y la circulación de los elementos de la naturaleza para las prácticas y formas de vida en tekoha, basadas en conocimientos tradicionales que se transmitirán a las próximas generaciones, las semillas de Ara Pyau por así decirlo. Las imágenes de la plantación en germinación, la cosecha de yuca o la plantación de semillas de sandia revelan las prácticas y disposiciones en las que se ubican los vínculos con el territorio. De acuerdo con lo que señala Carolina Maidana (2009), «entender el territorio como consecuencia de determinadas relaciones sociales, políticas y económicas nos permite reflexionar sobre el rol y la significación que el parentesco tiene en su construcción» (p. 57), que es la relación con el espacio, con la tierra y con el territorio que ocupan las imágenes, ya que revelan estas relaciones de parentesco.
En Brasil, la producción audiovisual entre los pueblos guaraníes ha crecido exponencialmente en la última década debido a una política de inversión social y cultural, si bien en el contexto actual existen amenazas e incertidumbres por parte del gobierno de Bolsonaro que viene persiguiendo y agrediendo a los pueblos amerindios. Entre los pueblos guaraní y kaiowá, destacan las producciones del colectivo Ascuri de Cinema (Asociación de Cineastas Indígenas de Mato Grosso del Sur) que cuenta con el apoyo de Iván Molina, director quechua y profesor de la Escuela de Cine y Artes Audiovisuales (ECA) de La Paz, Bolivia. Otros cineastas guaranís que se han destacado son Alberto Álvares y Graciela Guarani, así como la alianza con instituciones y universidades que por ejemplo han producido proyectos de formación audiovisual como el Vídeo Guaraní Indio Brasil y Ava Marandu -Los guaraníes invitan (Ava Marandu. Os guaranís convidam) creado por el gobierno del expresidente Luis Inácio Lula da Silva (2003-2011) y financiado por la Secretaría de Identidad y Diversidad Cultural (SID) del Ministerio de Cultura (Minc). Así mismo se destaca el proyecto coordinado por la profesora e investigadora de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG)6 Luciana de Oliveira, con el proyecto de extensión «Imagen, Canto, Palabra», que realizó una capacitación audiovisual entre los guaraníes y Kaiowá, resultando en el documental Ava Yvy Vera, A Terra do Povo do Raio (2016).
El colectivo Mbyá-Guaraní de Cine se creó en 2007 en tekoha Ko’enju, São Miguel das Missões, en Rio Grande do Sul, Brasil, como resultado de la asociación con el proyecto Video en las Aldeas. Desde entonces, el colectivo se ha dedicado en sus producciones a temas como la tierra y el territorio cada vez más reducido y a la situación de encierro con la ciudad, la espiritualidad, el chamanismo y la cosmología Mbyá. Entre las producciones, destacan los largometrajes Mokõi Tekoha Peteī Jeguata - Duas aldeias, uma caminhada (2008); Desterro Guarani (2011); Bicicletas de Nhanderu (2011) y Tava: A Casa de Pedra (2011), en la que los realizadores recorren los pueblos mbyá en Brasil y Misiones (Argentina) para conocer lo que piensan los indígenas sobre las reducciones jesuitas y la Guerra Guaranítica, y cortometrajes como Nós e a Cidade (2009) y Mario Reve Jeguata - No Caminho com Mário (2014).
Concebido por Patrícia Ferreira Pará Yxapy y Ariel Ortega (Kuaray Poty), el colectivo ha participado en varios festivales de cine nacionales e internacionales. Como subraya el cineasta Ariel Ortega (2018), el colectivo nació con la propuesta de poner una nueva mirada a las imágenes producidas en torno a su pueblo, «diferente a lo que hacían los no indígenas dentro de las aldeas. Quería cambiar un poco eso de que los jurua7 van a las aldeas, filman, a distancia, y nunca se lo muestran a la comunidad» (p. 233).
En la película Mokõi Tekoa Peteī Jeguata - Dos aldeas: una caminata (2008) es posible observar no solo las similitudes que permean el proceso fílmico de la producción de Una semilla de Ara Pyau (2017), sino también el gesto de mirar las imágenes realizadas junto a la comunidad. Como destaca Ortega (2018), esta película es un retrato de los problemas territoriales del pueblo guaraní. La película enfatiza la relación entre el pueblo indígena y la ciudad, y cómo se ha suprimido los elementos necesarios para la práctica de las formas de vida indígenas: sin el bosque, para vivir de la tierra, se ven obligados a salir de la aldea e ir a la ciudad como posible lugar de sobrevivencia, donde pueden vender sus artesanías. De acuerdo con lo que señalan Mónica Lacarrieu, María Carman y María Florencia Girola (2009), repensar el tema de lo urbano desde una perspectiva antropológica «implica desafiar y flexibilizar los límites del «adentro» (la villa o la vivienda) a fin de desencajar el «afuera», reflejo de ese «adentro» (Lacarrieu, Carman y Girola, 2009, p. 10), desnaturalizando los límites de lo público y lo privado, de la casa y la calle, y, a los efectos de este artículo, de la aldea y la ciudad. Si en Una semilla (2017) observamos la preocupación de la relación de los más jóvenes con el territorio -que se construye por imágenes-, en Dos aldeas: una caminata (2008) observamos el problema histórico entre los guaraníes: la escasez de tierras.
La película enfatiza la vida cotidiana en el pueblo de Koenju, São Miguel das Missões, Rio Grande do Sul, la espiritualidad guaraní y las formas reinventadas de sobrevivencia, en las que es posible desafiar al «adentro» para «desencajar al fuera» (Lacarrieu, Carman y Girola, 2009), con los indígenas yendo al centro de la ciudad de Porto Alegre (RS) y al Sitio Histórico de Missões para vender sus artesanías. La película consta de dos paseos, desde un punto de vista geográfico -el paseo del pueblo a la ciudad- en lo que se problematiza el «ser» guaraní en el contacto y relación con el no-indígena, y la caminata que propone una reflexividad de la historia de los guaraníes en relación con la colonización del sur de Brasil, como también observa Moacir Barros (2014). Así, la película nos presenta la interrelación de la aldea con su exterior, en «paseos que ponen en contacto mundos diferentes, al posibilitar la convivencia entre cultura urbana y cultura indígena, no sin choques y conflictos» (p. 17), que las imágenes expresan. Como reflexionan en ese sentido José Francisco Serafim y Francisco Gabriel Rego (2020), es de esa manera que los los mbyá «construyen un discurso para presentar las contradicciones acerca de la historia oficial. Aquí, la cámara en la mano de los indígenas parece establecer un cuestionamiento acerca de las contradicciones presentes en la visión caricatural de los no-indígenas» (p. 316).
En este caminar y movimiento con la aldea-ciudad, la relación con los seres-tierra (Cadena, 2020), la espiritualidad y los modos de vida en la aldea, las formas de territorialidad son redefinidas por las imágenes y desencajadas (Lacarrieu, Carman y Girola, 2009) a lo externo, en el que la construcción territorial se reocupa en otro lugar, en los espacios territoriales simbólicos y en las relaciones que conducen al exterior del pueblo. Si bien esta relación con el «exterior» se da en la dimensión del conflicto, como, por ejemplo, con los turistas que los llaman para tomar fotografías o cuando preguntan y si todavía cazan con arco y flecha, lo que provoca cierta indignación y frustración de los indígenas con la venta de artesanías: «esta gente solo saca fotos, pero no compra nada», dice uno de ellos.
Como destaca Maidana (2013) sobre las migraciones rural-urbanas, estas relaciones que plantea Dos aldeas: una caminata (2008) del pueblo a la ciudad, son consecuencia de las transformaciones que interceptan modos de vida importantes para la constitución de las formas de territorialidad guaraní, que son «generadas por la expansión de la frontera agraria, la privatización y concentración de la propiedad de la tierra, la mecanización del agro y la consecuente imposibilidad de reproducir su existencia en términos de lo colectivo comunitario» (Maidana, 2013, p. 69). La discusión es urgente en el contexto brasileño de una política que viene atacando con dureza a los derechos a la demarcación de tierras indígenas y el Amazonas, y para entender cómo las tecnologías audiovisuales han sido utilizadas por los colectivos del cine indígena en tanto arma de lucha y posibilidad de reconstruir sus territorialidades a través de imágenes.
Reflexiones finales
La producción cinematográfica entre los guaraníes se basa no solo en los reclamos de sus territorios tradicionales, sino en la relación que se establece con otros seres no humanos, que están llamados a la lucha política por el territorio, es decir, la articulación entre múltiples mundos que buscan construir formas de convivencia. Como destaca Cadena (2020), los seres-tierra, como otras agencias sobrenaturales, contribuyen a los discursos y luchas políticas, y conforman así una cosmovisión política que se desarrolla en la arena política con la apelación a entidades sensibles en la articulación con el conocimiento que construye. Estas entidades sensibles, «cuya existencia material -y la de los mundos a los que pertenecen- está actualmente amenazadas por el maridaje neoliberal entre el capital y el Estado» (De la Cadena, 2020, p. 284). Así, proteger el territorio que constituye las formas de ser implica una defensa de las relaciones cosmopolíticas adyacentes al ecosistema.
En el escenario de la formación de colectivos que se resume en este artículo y el uso de herramientas audiovisuales como estrategias de lucha, «amenazadas por nuevas formas de apropiación» del territorio, según destaca Bruce Albert (1993), estos grupos conforman movimientos de resistencia basados en la reivindicación de reservas territoriales, «contra espacios diferenciados dentro de la frontera (tierras indígenas, reservas extractivas, etc.)» (p. 350). De esta manera, he estudiado las formas en que los saberes y prácticas tradicionales de los pueblos guaraníes se constituyen en las imágenes, en el contexto de la cosmovisión, para examinar la forma en que la lucha política y la cosmología se relacionan en películas que proponen narrar esta relación, como se puede apreciar en Dos aldeas: una caminata (2008) en el que se evidencia la preocupación por la escasez de territorio, que reduce los elementos de la naturaleza para las prácticas de la espiritualidad Mbyá, que resisten este escenario -la misma preocupación observada en Una Semilla de Ara Pyau (2017).
La pregunta crucial que plantea este artículo es hasta qué punto la redefinición de formas de territorialidad indígena, ya sea en el contexto urbano o rural que saquen a la luz la conciencia de que la territorialidad está ligada a otros movimientos y agencias no humanas en un modo de convivencia que se da en la red de sociabilidad. Por lo tanto, proteger la tierra y el bosque es proteger el conocimiento y otras formas de vida que trascienden la materialidad humana. En este sentido, como señala Albert (1993) con respecto al pensamiento del chamán yanomami Davi Kopenawá, para quienes «protegen el bosque» o «demarcan la tierra» no es solo la garantía del espacio físico «imprescindible para la existencia física» de los pueblos indígenas, sino «también para preservar de la destrucción una red de coordenadas sociales e intercambios cosmológicos que constituyen y aseguran su existencia cultural como «seres humanos» (yanomae t h ëpë)» (p. 356).