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Revista Uruguaya de Antropología y Etnografía

Print version ISSN 2393-7068On-line version ISSN 2393-6886

Rev. urug. Antropología y Etnografía vol.7 no.1 Montevideo June 2022  Epub June 01, 2022

https://doi.org/10.29112/ruae.v7i1.1495 

DOSSIER

Científicas (y más que eso): reflexiones sobre autocuidado, emociones, ética, agencia y poder en la investigación feminista

Scientifics (and more than that): reflections on self-care, emotions, ethics, agency and power in feminist research

Científicas (e mais que isso): reflexões sobre autocuidado, emoções, ética, agência e poder na pesquisa feminista

Andrea Isabel Aguilar Ferro1 
http://orcid.org/0000-0001-8005-9499

1 Universidad de Granada. Correo electrónico: andreaixtoloc@gmail.com


Resumen:

En este artículo escribo desde mi experiencia como investigadora feminista y presento algunos ejemplos con investigaciones que me han llevado a reconocer la agencia de los contextos en los que investigamos y de las investigaciones mismas, en tanto producen experiencia en nosotras, nos sitúan y nos afectan en múltiples dimensiones. Especialmente derivado de mis experiencias en investigaciones colaborativas, reflexiono sobre la mutabilidad de los posicionamientos que adoptamos como investigadoras, pero también como sujetas de investigación. Hablo de mutabilidad de posicionamientos en tanto la experiencia que se produce desde la investigación jamás es ni será estática. Nuestros posicionamientos se complejizan al entretejerse con nuestros afectos y afectaciones mutuas que pueden llegar a mediar nuestra experiencia con la investigación en sí. En ese sentido también indago en la relevancia de hacer investigación con nuestras pares. Finalmente, reflexiono sobre las implicaciones de posicionarnos y situarnos en experiencias investigativas (colaborativas o no), sobre las dinámicas de poder que atraviesan estas experiencias y sobre la necesidad de construir prácticas de autocuidado para las investigadoras, partiendo de reconocernos como científicas y más que eso: como seres sensibles.

Palabras clave: autocuidado; investigación feminista; agencia; ética; antropología

Abstract:

In this article I write from my experience as a feminist researcher and I present some examples with research that have led me to recognize the agency of the contexts in which we research and of the research itself, insofar as they produce experience in us, situate us and affect us in multiple dimensions. Especially derived from my experiences in collaborative research, I reflect on the mutability of the positions that we adopt as researchers but also as research subjects. I speak of mutability of positions insofar as the experience that is produced from the research is never and will never be static. Our positions become more complex as they intertwine with our affections and mutual affections that can come to mediate our experience with the research itself. In this sense, I also address the relevance of doing research with our peers. Finally, I reflect on the implications of positioning ourselves and situating ourselves in research experiences (collaborative or not), on the power dynamics that go through these experiences and on the need to build self-care practices for researchers, starting from recognizing ourselves as scientists and more than that: as sentient beings.

Keywords: self-care; feminist research; agency; ethics; anthropology

Resumo:

Neste artigo escrevo a partir de minha experiência como pesquisadora feminista e apresento alguns exemplos com pesquisas que me levaram a reconhecer a agência dos contextos em que pesquisamos e da própria pesquisa, na medida em que produzem experiência em nós, nos situam e nos afetam em múltiplas dimensões. Especialmente derivado de minhas experiências em pesquisa colaborativa, reflito sobre a mutabilidade das posições que adotamos como pesquisadores, mas também como sujeitos de pesquisa. Falo de mutabilidade de posições na medida em que a experiência que se produz a partir da investigação nunca é e nunca será estática. Nossas posições tornam-se mais complexas à medida que se entrelaçam com nossos afetos e afetos mútuos que podem vir a mediar nossa experiência com a própria pesquisa. Nesse sentido, investigo também a relevância de fazer pesquisas com nossos pares. Por fim, reflito sobre as implicações de nos posicionarmos e nos situarmos em experiências de pesquisa (colaborativas ou não), sobre as dinâmicas de poder que passam por essas experiências e sobre a necessidade de construir práticas de autocuidado para pesquisadores, a partir de nos reconhecermos como cientistas e mais do que isso: como seres sencientes.

Palavras-chave: autocuidado; pesquisa feminista; agência; ética; antropologia

Investigación feminista: a modo de introducción

Hacia finales de la década del setenta, los estudios sobre las mujeres empezaron a ser aceptados y ganar espacios en contextos académicos, principalmente en la academia estadounidense, espacios cuyo acceso era un privilegio de clase y de raza (Hooks, 2000, p. 9). Sin embargo, fue precisamente la institucionalización de los estudios de las mujeres la que permitió que floreciera la academia feminista en diversos territorios. En ese contexto, diversas autoras contribuyeron a debates sobre la investigación feminista, los cuales giraban en torno a las formas en las que la perspectiva feminista podía mejorar la investigación científica a la vez que la investigación podía hacerse con principios feministas. Ruth Bleier (1986) se centraba en cómo se podía crear una ciencia «diferente, mejor, feminista y emancipatoria» (Reinharz, 2002, p. 423). La epistemología feminista ha hecho evidente cómo el sexismo, y el racismo, llegan a influir las preguntas que vale la pena responder a través de la ciencia, pero también afectan qué respuestas se dan a las preguntas científicas (Tenesini, 1999, p. 67). Así, las diversas reflexiones nos han invitado a hacer investigación situada, no extractivista, con propósito, que reconozca los valores e implicaciones políticas que le atraviesan.

La investigación feminista tiene la intención de contribuir a la erradicación de la desigualdad por razones de género, a través de la generación de conocimientos que permitan concretar el proyecto emancipatorio de las mujeres (Castañeda Salgado, 2008). Por su parte, la investigación colaborativa ha permitido intentos de subvertir los ejercicios de poder inherentes a los procesos investigativos tradicionales (asociados también a prácticas con cargas coloniales), a través de hacer la experiencia interactiva y colectiva: se hacen acuerdos sobre el tema, los métodos e incluso sobre las conclusiones y la interpretación de los datos (Ramazanoğlu y Holland, 2002, p. 159). En este contexto se insertaba mi deseo de hacer investigación feminista y colaborativa, distinta a los procesos investigativos tradicionales.

Con esa mentalidad entré a un proceso investigativo feminista colaborativo desde dos ideas fundamentales: primero, siguiendo a Schulamit Reinharz (1992), que las investigadoras feministas desarrollamos una doble mirada -científica y política- que conlleva una doble responsabilidad -con la comunidad científica y con las mujeres- , y, segundo, que los procesos colaborativos se hacen más fructíferos en un círculo de iguales, en donde nuestras identidades ya son aceptadas y conocidas, y en donde el valor del proyecto investigativo es claro, para quien propone la investigación y para las personas con quienes colabora (Ramazanoğlu y Holland, 2002, p. 158).

Así, parto del entendimiento de que la investigación feminista, valiéndose de diferentes teorías y metodologías, busca la producción de conocimiento emancipatorio y sin daño. La metodología de la investigación colaborativa no es exclusiva de la investigación feminista, y una investigación colaborativa se caracteriza por la co-labor en la producción del conocimiento. El prefijo co- indica que un esfuerzo se hace en unión o en compañía, es un esfuerzo colectivo. Sin embargo, lo que esa colaboración implica a veces puede no ser claro en su totalidad para quienes participan de ella, o puede no partir de posicionamientos equitativos. No toda investigación colaborativa es feminista, a la vez que no toda investigación feminista es colaborativa.

A través de procesos de afirmación mutua, quienes participamos en investigaciones colaborativas emergemos como sujetas epistémicas, y usualmente hacemos estas investigaciones con nosotras al centro. Este tipo de investigación despertaba en mi mucha ilusión. Sin embargo, la articulación concreta de estos ideales resulta muchísimo más compleja que las ideas previas o supuestos con los cuales nos embarcamos en dichas experiencias.

En este artículo busco compartir mis reflexiones y experiencias de hacer investigación desde diferentes ámbitos, tales como la academia feminista, la disciplina antropológica y las aproximaciones colaborativas. Exploro el papel de los contextos y las investigaciones como agentes que también producen experiencia: para mí, las experiencias investigativas se concatenan para producir nuestro ser-investigadoras. Comparto sobre vivencias/experiencias vinculadas a los procesos de producción de conocimiento que han marcado profundamente mi subjetivación como investigadora. La mayor parte del texto reflexiono sobre una experiencia investigativa en forma específica desde los feminismos; sin embargo, también comparto algunas reflexiones derivadas de otras experiencias vividas cuando era estudiante de antropología y cuando hice mi trabajo de tesis de licenciatura. A lo largo del texto también busco invitar a la reflexión sobre las relaciones de poder, nuestros afectos, nuestros autoposicionamientos, las prácticas éticas y de cuidado, y sobre nuestra sensibilidad como investigadoras.

La experiencia como ancla, brújula y detonante de reflexión

La experiencia como recurso epistemológico ha sido uno de los rasgos distintivos de la investigación feminista y es equiparada con la vivencia personal en contextos y sentimientos que pueden experimentarse en una situación determinada. Así, la vida misma, cotidiana y real, es el punto de partida, tanto en una dimensión personal y subjetiva, como relacionalmente, lo que implica reconocer los lugares, construidos de forma ontológica y política, que ocupamos las mujeres en el mundo y que incluyen tanto los espacios concretos que habitamos, como construcciones filosóficas y políticas que les dan sentido (Castañeda Salgado, 2008). En nuestras experiencias hacemos y nos situamos en lugares diversos, en los que intervienen también las emociones, las decisiones y la resolución de disyuntivas personales y colectivas, que hacen que emerjan espacios complejos, a la vez, intrapsíquicos e intersubjetivos (Castañeda Salgado, 2008, p. 16). Así, lo que aquí comparto y reviso se ubica precisamente en mi experiencia como un camino reflexivo.

En este texto no pretendo hacer un análisis abarcativo, generalizable o que se nutra directamente de todas las voces de quienes han participado o estado involucradas en mis experiencias investigativas: escribo desde mi experiencia y busco compartir algunas de mis reflexiones derivadas del proceso en torno a la complejidad de la articulación de la investigación antropológica-feminista-colaborativa, y de los daños no esperados que estos procesos pueden implicar.

En alguna ocasión me decidí a hacer trabajo colaborativo. Se trató de una investigación feminista que tenía por objetivo explorar las experiencias de activistas menstruales en Guatemala y otros países de Abya Yala con el fin de historizar dichas experiencias y desnaturalizar las vivencias y emociones vinculadas a la menstruación para intentar comprender por qué nos subjetivamos como activistas. Las herramientas para la recopilación de datos fueron cualitativas, usando en especial el método de entrevistas semi-estructuradas. Las participantes de la investigación éramos amigas y compañeras que sosteníamos un espacio de activismo en Ciudad de Guatemala (Aguilar Ferro, 2021), y juntas nos legitimamos mutuamente como investigadoras y sujetas de estudio (en simultáneo), siendo cocreadoras en esa experiencia de generación de conocimientos, de la cual se desprende, sobre todo, mi abordaje y relato presente.

El inicio no fue complicado, había ilusión y ganas de trabajar juntas, definimos juntas el tema de la investigación, trabajamos juntas en los instrumentos y acordamos que todo el proceso sería trabajado a lo interno del conjunto de participantes: quién hacía entrevistas, quién transcribía, quién sistematizaba y analizaba. Todo entre nosotras. Yo lideraba en parte el proceso pues la propuesta nació en el marco de un proceso de formación académica en el que participaba. Esta aproximación aparecía teóricamente como ideal. Sin embargo, conforme avanzó el proceso, surgieron desencuentros entre quienes participábamos: daños no esperados de la elección de la aproximación colaborativa que respondían a situaciones sucedidas en el proceso de investigación, pero que se sostenían por las dinámicas previas entre nosotras.

El proceso metodológico de dicha investigación fue complejo y se ancló, principalmente, en dos momentos. El momento colaborativo de la investigación estuvo marcado por la juntanza y en él diseñamos la investigación y desarrollamos todo el trabajo de campo. Algunos elementos que abonaban a la horizontalidad y a la co-labor en este momento fueron el contacto directo con las compañeras partiendo de ser todas cocreadoras del proceso, y la inclusión de mi testimonio en los materiales de análisis. Sin embargo, dentro del diseño metodológico no contemplamos, en ningún momento, los posibles riesgos y daños de llevar un proceso de este tipo: no lo valoré necesario, lo veía como un diseño, quizás, inocente. Concentramos la energía de la actividad en ser nombradas, escuchadas, en la participación de todas en la sistematización de las entrevistas, y la transparencia en cuanto a su manejo y acceso. Sin embargo, el mismo contacto con los datos nos llevó a un conflicto que puso en vilo la investigación colaborativa.

En este tipo de situaciones una puede apostar por: a) continuar el proceso colaborativo a riesgo de que las tensiones se exponencien o se produzcan problemáticas más complejas; b) optar por volver a un dispositivo «tradicional»; c) desistir del proceso, o, d) buscar un punto medio el cual implique desarrollar un proceso de consulta para escuchar opiniones de las participantes sobre la pertinencia, la relevancia, la modalidad y la continuidad del esfuerzo investigativo. En la experiencia que relato, este último camino me permitió dar cauce final al proceso y cumplir con las obligaciones académicas que originalmente motivaron la investigación.

Este punto medio desembocó en la adopción de una modalidad híbrida (el segundo momento metodológico), siempre anclada en los feminismos, pero ya no desde esquemas totalmente colaborativos. En este caso, dado que yo era la que impulsó en su origen la investigación, emergí como la única persona responsable para el análisis, la sistematización y la producción del documento escrito. Sin embargo, incluso durante este momento más individual sostuve comunicación personal con cada una de las participantes, me dieron retroalimentación sobre el trabajo final, y estuvieron participando en algunas actividades de socialización de la investigación. Aquello que una imagina, elige y espera no necesariamente es lo que al final ocurre cuando nos adentramos en procesos investigativos, sean estos colaborativos o no.

He rumiado sobre mi experiencia en este proceso, sola y en colectivo, con las amigas, en terapia y en otros espacios de formación. Por último, decidí sentarme y crear un texto, a modo de continuar con mi procesamiento de lo ocurrido, pero también a modo de generar un aporte a la discusión y a las reflexiones sobre los procesos investigativos en colaboración y las aproximaciones feministas. Escribo sobre estas experiencias porque han sido procesos clave y profundos en mi vida académica, como investigadora y antropóloga feminista: han marcado un antes y un después en la manera en la que hago investigación y también en la manera en la que procuro cuidados en mis relaciones, vínculos y redes con quienes decido construir, activar y resistir. Para mí, algunas de las experiencias vividas en contextos de investigaciones antropológicas han sido traumatizantes y dolorosas, me han traído largos meses de duelo, reflexión y resignificación derivada no solo de las preguntas de cómo, para qué y con quién hacemos investigación, sino también de cómo las investigaciones se entretejen, desde sus orígenes, con las dinámicas vivas del campo, en tanto contexto que acoge los procesos investigativos y en donde nos constituimos como sujetas epistémicas, productoras de conocimientos.

De ciencia, contextos e investigaciones que producen experiencia y no solo

De acuerdo a Sandra Harding, la ciencia, especialmente en su práctica occidental, siempre tiene una ubicación social, un contexto histórico en el que se sitúa (Hirsh, Olson y Harding, 1995). Sin embargo, para mí, los contextos en los que hacemos investigación también tienen agencia, no están separados de nosotras las personas: no hacemos investigación en ellos, sino con ellos, junto a ellos y estos contextos nos sitúan. Como decía Donna Haraway (1988), es importante reflexionar sobre el mundo como agente y actor en nuestros procesos, como aquel con quien también debemos aprender a conversar (p. 596). Esto supone una revisión y reflexión ontológica de nuestros posicionamientos.

A través de mis experiencias investigativas he podido sentir el contexto de investigación como un ente complejo, que despierta emociones, reflexiones y acciones: un ente con afectos vertidos en quienes le integran, sostienen y nutren. Así, la mutabilidad de la investigación y de nuestras experiencias mismas vinculadas a ella me hacen reconocer la agencia del campo, es decir, aquellas dinámicas vivas y cambiantes que provienen de un antes de los procesos investigativos y que a veces escapan a nuestras previsiones, consideraciones éticas y diseños metodológicos. El ser-campo también es un ente vivo, mutable, cambiante, agente. El ser-campo es un ente relacional, con él concretamos nuestra subjetividad como investigadoras, como sujetas epistémicas con nuestros posicionamientos, emociones y afectos vinculados.

¿Podemos pensar que existe un contexto ideal que, en su agencia, permita un proceso investigativo ideal o tal cual lo imaginamos? ¿qué contexto, en estas realidades y mundos actuales, es ideal para los procesos investigativos? ¿no continúa la vida junto a los contextos que nos mueven y nos acogen? Parte de los retos de hacer investigación feminista, en la actualidad, es abrazar esos contextos caóticos, cambiantes, dolorosos y complejos: buscar condiciones ideales o entender abarcativamente los contextos con quienes investigamos quizás nos ahorra transitar incomodidades, pero ¿no son estas inherentes a nuestros procesos de revisión y deconstrucción? Siguiendo a Haraway (1988), la investigación feminista implica afrontar los contextos desde una perspectiva que abraza la inconmensurabilidad: no siempre vamos a poder leer, entender y conocer los contextos en su totalidad, siempre tendremos visiones parciales, situadas y no acabadas. Y es esta perspectiva parcial la que permite la construcción de la objetividad feminista, entendida como una ubicación limitada y un conocimiento situado que no dicotomiza sujeto y objeto, que no busca ser trascendente ni abarcativo (Haraway, 1988).

Es precisamente este tipo de objetividad la que nos hace emerger como responsables de aquello que aprendemos a observar desde nuestras ubicaciones, que nunca son inocentes: vienen de nuestros cuerpos situados, en donde el autoposicionamiento implica procesos de autoconocimiento y autorreflexión para vincular significados y cómo los encarnamos, en el cuerpo (Haraway, 1988). Y, dado que ese autoposicionamiento tampoco es total ni absoluto y no está fijado en ninguna dimensión, este cambia con nosotras, descubre nuevas ubicaciones conforme nos adentramos en la experiencia misma de hacer investigación.

En esa ubicación y en ese movimiento cambiante, es que nuestra experiencia feminista y colaborativa se complejizó y descubrimos que adentrarnos en un proceso investigativo implica reconocer que siempre vamos a tener que lidiar con la sorpresa y la posibilidad desconocida, sobre todo porque trabajamos junto a otras personas desencadenando experiencia. Hacer investigación feminista y antropológica supone, de forma inherente, reconocer que nos adentramos en complejidades irremediablemente vivas y mutables. ¿Es este reconocimiento necesario para acercarnos a conversaciones, prácticas y procesos menos patriarcales?

En la experiencia que evoco, la amistad/cercanía con las compañeras permitió en un primer momento que la investigación se asentara en una confianza mutua previa y, por ende, pudimos tener una profundidad exquisita en nuestras entrevistas, las cuales fluyeron como conversaciones, literalmente, entre amigas. Pareciese que no hubo que construir rapport, pues nos asentamos en un contexto de confianza, con afectos, vínculos y amistades entre quienes participábamos ahí. Sin embargo, a pesar de ello, llegamos a un escenario de quiebre, derivado del proceso investigativo, pero también de las condiciones previas del contexto donde se asentaba la investigación. Esto me lleva a reflexionar sobre el papel de nuestros afectos en nuestros procesos investigativos, y específicamente me pregunto: ¿podemos hacer investigación junto a (con) nuestras amigas o compañeras de lucha? ¿Podemos hacer investigación colaborativa junto a ellas, con ellas de forma genuina? ¿Podemos llevar a cabo un proceso de este tipo sin poner en riesgo nuestras amistades o cercanía con nuestras compañeras de lucha? Yo pienso que sí es posible, pues el problema no es la presencia de tensiones y conflictos, sino la idealización y romantización de nuestros espacios de construcción colectiva y nuestras amistades, por lo que el camino es reconocer, nombrar e invitar a nuestro espacio el caos y dialogar sobre las relaciones de poder que nos atraviesan.

Esto no es una tarea sencilla pues procurarnos contención, ternura y cuidados al exponernos unas frente a otras es algo fundamental cuando pretendemos hacer investigación, sea esta con nuestras amigas o no. La investigación entre pares, sin embargo, es muy compleja, permite interpelarnos mutuamente, pero también nuestra amistad puede llegar a mediar las maneras en las que nos acercamos a los temas que investigamos y también la manera en la que nos acercamos a nosotras mismas y entre nosotras. Investigar con nuestras amigas implica situarnos horizontalmente, entre pares. Pero, esa horizontalidad no implica una homogeneidad en la experiencia pues ahora, pensando cómo mi papel y mi poder dentro del proceso era tan diferente del de las compañeras, puedo identificar que todas nosotras tuvimos experiencias, afectaciones, emociones, reacciones y narrativas diversas, válidas, coexistentes: no hay una única realidad, verdad, experiencia o explicación.

Mi experiencia distinta a la de otras personas involucradas en las investigaciones puede leerse en función del planteamiento de Karen Barad cuando afirma, desde su acercamiento a la física cuántica, cómo cada pequeño pedazo de materia, cada momento del tiempo, cada posición que ocupamos en el espacio es una multiplicidad, una superposición y un enredo de partes que son, en apariencia, dispares: no son partes separadas mezcladas o con fronteras desdibujadas, son, más bien, partes superpuestas debido a sus singularidades e importancia inherentes (Barad, 2014, p. 176). En este sentido, en sus singularidades y en multiplicidad las personas y sus perspectivas coexisten en los mismos lugares y momentos históricos, sin embargo, a veces no logramos reconocer esa coexistencia y buscamos imponer narrativas o experiencias sobre otras. A la hora de abordar el conflicto emergió esa diversidad.

¿Cómo dar lugar a la diversidad en la experiencia de construcción de conocimiento? Creo que una vía es hacernos conscientes de lo que la antropóloga Marisol de la Cadena llama no solo: apertura ontoepistémica, que sugiere que las cosas, y hasta el orden de las cosas, pueden ser otro a lo que también son. Por ejemplo, no solo se convierte en algo que añade posibilidades conocidas (no solo feliz, sino también infeliz); el no solo sugiere un desafío a las cosas que conocemos, pero también sugiere la imposibilidad que tenemos para conocer ciertas cosas, o conocerlas abarcativamente y en su totalidad. El no solo se aleja de la exclusión y permite que las cosas coincidan, coexistan y se excedan mutuamente (De la Cadena, 2017, p. 235).

En lo que he relatado, un elemento fundamental fue que, creo, quienes ahí convergimos tuvimos una experiencia, perspectiva y transformación distinta derivada de la investigación y no solo. Y no solo fue la agencia de cada una de las participantes la que nos afectó multilateral y multidimensionalmente. La experiencia misma de investigar hace sentir su agencia y nos posiciona, sitúa y afecta: las investigaciones nos son solo ejercicios académicos, no solo son eso, son agentes, producen experiencia sensible, hacen parte de nuestra historia, de nuestra memoria y de quienes somos, nos subjetivan como investigadoras. Además, personas y contextos investigativos -esos seres-campo- somos interdependientes, lo cual, nos posiciona en el terreno de la ética y los afectos.

Siguiendo a Rosi Braidotti, la relación ética que emerge en los procesos de generación de conocimiento no necesariamente está restringida dentro de los límites de lo humano, puede incluir otras ontologías que escapan desde lo tradicional nuestras concepciones de humanidad (como la colectiva o la investigación misma, por ejemplo): este énfasis en la relación activa expresa un enfoque pragmático que define la ética como la práctica que cultiva modos afirmativos de interrelación, fuerzas generadoras y valores (Braidotti, 2008, pp. 3-4). La ética entonces puede llegar a emerger como una suerte de mediadora para comprender las maneras en las que nos afectamos mutuamente en las investigaciones. Este acercamiento implica un reconocimiento que va más allá de códigos morales o protocolos establecidos, parte de la idea de contextos, lugares, relaciones y personas dinámicas y vivas: es reconocer los afectos y afectividades mutuas.

Afectaciones multidireccionales, posicionamientos cambiantes

La investigación como experiencia y en su agencia afecta a quienes participamos, afectaciones distintas que dependerán de diversos factores, anclados a la interseccionalidad, pero también vinculados al proceso investigativo mismo, tales como la posición y el lugar que ocupemos en él. Hay importantes reflexiones sobre cómo nuestra acción afecta a otras desde nuestro lugar de poder como investigadoras (San Román Espinoza, 2006), pero ¿qué pasa con nuestras afectaciones como investigadoras?

Autoras feministas han legado importantes reflexiones sobre la afectación que experimentamos las investigadoras en los procesos de generación de conocimientos. Mari Luz Esteban (2004) reflexiona sobre la articulación entre vida y antropología. Para ella, la propia experiencia investigativa es, en sí misma, fuente de conocimiento. Sin embargo, en discusiones de la disciplina antropológica ahondar sobre la experiencia investigativa no siempre ha sido bien recibido. Existe cierto «sancionamiento que se hace sobre lo que es la interpretación concreta y correcta de los hechos, la moralización sobre lo que se puede y no se puede contar» (Esteban, 2004, pp. 17-18), que para ella refleja el miedo al descontrol, característico de nuestra cultura y un eje clave en la construcción de conocimiento social y antropológico.

Susana Rostagnol (2019), desde su experiencia etnográfica feminista, relata cómo la investigación, y precisamente la etnografía, «implica arriesgarnos a sentir, a dejar que las emociones afloren, pasa por el cuerpo; en tanto experiencia, es inscripción y registro» (Rostagnol, 2019, p. 3). La autora también rescata la relevancia de la autorreflexividad en estos procesos para dar cuenta de los vínculos racionales y apegos emocionales que entran en juego en nuestras investigaciones y sobre cómo las antropólogas podemos llegar a ser nuestros propios instrumentos en los procesos investigativos. Nos invita a «ir más allá de la centralidad de la palabra y de la visión, que históricamente ha caracterizado nuestra disciplina» (Rostagnol, 2019, p. 9).

En esta línea, Ana Alcázar-Campos (2014) reflexionó sobre las relaciones que, como antropólogas, llegamos a establecer con las personas que nos relacionamos en los procesos investigativos. Para ella, esas relaciones, muchas veces íntimas, de confianza y que suscitan emociones en nosotras, posibilitan comprender de manera distinta los fenómenos que estudiamos: destacando y haciendo patente «el valor epistemológico de la emoción» (Alcázar-Campos, 2014, p. 70). En este sentido, me permito plantear que las emociones que sentimos mientras investigamos pueden llegar a dar forma a nuestras experiencias: también hay corazón en la investigación.

La autora Mar Fournier Pereira (2022) se pregunta sobre los efectos de la afectación y los vínculos que creamos en la investigación social. Para ella, un abordaje afectivo que rompa con la violencia epistémica que se ha reproducido en muchos contextos científicos, exige la revisión constante de las relaciones que sostenemos, así como el trabajo activo de reconocimiento y cuestionamiento de nuestros privilegios para evitar que cristalicen relaciones de poder y reproduzcan formas de dominación. Y para ello propone una aproximación sentipensante para contribuir a descolonizar los procesos de creación de conocimientos (Fournier Pereira, 2022, p. 54). Investigar desde el sentipensamiento permite invitar también al cuerpo y diversificar nuestras vivencias investigativas, siempre en relación.

Louise Boscacci sostiene que estamos siempre en relación incluso antes de asumir nuestras subjetividades independientes. El yo como sujeto coemerge en relación con el no yo, que pueden ser entes humanos u otras ontologías y presencias, vivas o no. Así, la primera persona, siempre será relacional. Cuando emergemos relacionalmente, y hacemos investigación desde este posicionamiento -como en las investigaciones colaborativas-, nos arriesgamos a ser afectadas, movidas por nuestra relación con otras (Boscacci, 2018), sean estas humanas o no. Esto puede provocar transformaciones en nuestras subjetividades, en nuestras prácticas y en nuestros procesos de creación de conocimientos.

Así, la afectividad de la investigación sobre quienes investigamos es innegable. Sin embargo, en algunos contextos ha pasado a ser considerada como una obviedad. De ahí que hayamos caído, en ocasiones, a darla por sentado y a excluirla de reflexiones en los salones de clase. La investigación feminista, entonces, debe partir de este entendimiento, pero tener en consideración el valor epistemológico de acompañarlo de procesos autorreflexivos para saber cómo esas afectaciones se cristalizan en nuestra vivencia en relación con los seres-investigaciones y cómo podemos desarrollar estrategias para manejarnos con los contextos y los seres-campo que nos acogen. En mi experiencia descubrí que, aunque a veces las afectaciones son pensadas y nombradas como algo unidireccional -por ejemplo, de investigadora hacia las colaboradoras o sujetas de estudio-, no siempre reconocemos que estos afectos/efectos son multidireccionales. Y, así, nuestro proceder en campo a veces parte desde una ficción individual (yo, investigadora) que no necesariamente responde a las dinámicas vividas.

Y hablar de unidireccionalidad y del impacto en quien investiga nos lleva a preguntarnos, ¿cómo influye en nuestros procesos investigativos la manera en la que las personas con las que hacemos investigación se posicionan frente a nosotras? ¿esos posicionamientos también son dinámicos y cambiantes? La investigación misma puede verse afectada por la agencia de quienes colaboran en ella. En algunas ocasiones, esto puede derivar en conflicto o en procesos emocionalmente desgastantes para las partes involucradas. En mi experiencia con investigación colaborativa, el desgaste emocional surgió en el momento en que la investigación se vio afectada por los desencuentros entre quienes participábamos en ella, y yo intentaba descifrar en qué momento la investigación era una responsabilidad colectiva y en qué momento era mi responsabilidad como investigadora principal, definición que no dependía solo de mi criterio, sino de las acciones que las demás personas llevaban o no a cabo.

Brindar flexibilidad a nuestros posicionamientos y prácticas investigativas debe partir, en primer lugar, del entendimiento de que incluso la investigadora feminista más comprometida, entra en el juego de la investigación por un interés personal (Ramazanoğlu y Holland, 2002, p. 157), y, en segundo lugar, que aunque una se embarque en la investigación buscando aportar a los intereses colectivos de fortalecer nuestros activismos y saberes, todas entramos con un interés personal que debe ser negociado con todas aquellas que ahí se encuentran, también, con su alineación a intereses personales y colectivos.

Hacer adaptaciones metodológicas y crear procesos híbridos, que conjuguen elementos colaborativos y tradicionales, también responde a los seres-campo, a los seres-investigaciones, y a quienes participamos y somos movidas por ellos. En el proceso de hacer adaptaciones a nuestras investigaciones, una se puede sentir sola, lidiando con grandes costos emocionales y sociales, experimentamos inseguridad, frustración y otras emociones como la tristeza, la vergüenza o la sensación de culpa o de que hicimos algo mal. Hacer investigación implica también un proceso de aprendizaje para lidiar con aquello que finalmente ocurre en nuestros procesos investigativos no-ideales.

Siempre es duro, difícil y desgastante hacer a un lado la investigación que soñamos, especialmente, cuando esto sucede en nuestro círculo de amistades o compañeras de lucha. En algunas de mis experiencias, nuestro deseo de articularnos -llevando a cabo discusiones colectivas, la validación de hallazgos y la retroalimentación mutua- puede ser insuficiente ante la agencia de los seres-campo. Quizás el problema reside en hacer acercamientos idealizados del proceso de investigación colaborativa, pues esto nos lleva, a veces, a pensarlo como un proceso libre de conflicto: creo que un punto de partida fundamental es reconocer que los procesos investigativos feministas son sumamente complejos, caóticos y que nos atraviesan en lo corporal, mental, espiritual, social y emocional. Estar conscientes de estos elementos caóticos y complejos apunta a fortalecer nuestros procesos en la medida en que es así como podemos reconocer, dar espacio y lidiar con las conflictividades y daños mutuos que ahí pueden emerger. En otras palabras, es dar espacio no solo a las dimensiones encomiables de nuestros espacios y procesos, sino, también, a las dimensiones que nos pueden resultar más ominosas y contradictorias.

Creo que hay dos situaciones difíciles de aprehender para dar lugar a la diversidad y las tensiones en los procesos de investigación. En primer lugar, las limitaciones que poseemos para conflictuarnos y discutir desde posicionamientos que den lugar a las diferencias y a los puntos medios, sobre todo porque, a veces, resulta más sencillo construir determinaciones atomizantes, donde los puntos medios no existen y las posiciones individuales prevalecen sobre ellos. Y, en segundo lugar, la inevitabilidad de una perspectiva que anule el interés individual en nuestros impulsos investigativos, que no nos permita construir un nosotras investigativo que parta desde esas individualidades y termina por atraparnos en esquemas de relación binarios y, a veces, antagónicos como yo-investigadora/ellas-sujetas de investigación.

Abordar las partes ominosas, tanto en colectivo como individualmente, resulta tarea compleja. En mi experiencia, fue difícil construir un no solo que superara las dicotomías estancas: ahora creo que hubiésemos podido apostar por los, cada vez más escasos, puntos medios, zonas grises y desacuerdos. Se trata de construir una ética que dé espacio al no solo y que evite caer en la reproducción de hegemonías o posicionamientos totalitarios y excluyentes. Considero que hacer espacio a no estar de acuerdo, a estar en contradicción, es una práctica necesaria para los feminismos, su investigación, su ética y para quienes aspiramos a provocar y sostener cambios sociales profundos. Las diferencias nos permiten liminalidad, rajaduras y puentes que nos acercan a prácticas éticas mutuas, construidas sobre los mundos diversos. Las realidades siempre están acompañadas de matices, por lo tanto, la acción ética también.

Un poco sobre nuestros poderes

Ante los desencuentros y posibles escenarios conflictivos en los que podemos llegar a estar inmersas quienes hacemos investigación, la responsabilidad unidireccional, e incluso la culpa, llegan a hacerse presentes. El sentimiento de culpa después de procesos investigativos conflictivos, en tanto emoción, se ha quedado muchas noches conmigo, me ha costado muchas lágrimas, bastantes sesiones de terapia, y sentirme, ante todo, ilegítima de generar conocimiento. Esto que he sentido se ha derivado de mis propios procesamientos emocionales y mentales, pero también hoy puedo reconocer el poder y agencia del ser-campo, de las personas con las que hacemos investigación y de la investigación misma.

¿De dónde viene esa culpa y ese sentimiento de ilegitimidad? Creo que el acercamiento reflexivo que he venido tejiendo en este texto y en otros procesos, es que a veces el interés individual, por ejemplo, el obtener un título académico, puede eclipsar el reconocimiento del aporte que nuestra labor e impulso de procesos colaborativos aspira a tener en el interés colectivo de nuestros espacios. Sin embargo, a veces el ser-campo tiene sus propias experiencias sobre el extractivismo académico y en alguna medida puede ser reacio a quienes actuamos, en alguna medida, desde este ámbito. En algunos ámbitos feministas no necesariamente académicos, a veces las investigadoras nos hemos llegado a considerar ilegítimas o culpables porque llegamos a sentir -y nos pueden hacer sentir- que nuestro impulso a investigar traiciona nuestros activismos o viceversa. Esto sucede porque podemos llegar a ser pensadas, de forma velada y en concordancia con las formas tradicionales de generar conocimiento, como las únicas personas con poder en el campo de la investigación, aunque esta sea colaborativa, comprometida y feminista. Sin embargo, generar conocimientos situados también es una forma de resistir. Reconocer que nuestro ser-investigadoras no nos adscribe a una posición fija, permite asumirnos como científicas y más que eso: somos cuerpo, experiencia, humanidad y no solo. Quizás, como en mi caso, nos encontremos simultáneamente activando e investigando y estos espacios no nos parezcan, desde la experiencia, antagónicos o dicotómicos.

En general, llegamos a pasar por alto que las personas con las que hacemos investigación también tienen poder, y este también puede ser ejercido bilateralmente, desde las sujetas de estudio, hacia quien investiga (Ramazanoğlu y Holland, 2002). En todo momento estamos inmersas en relaciones de poder, es algo inmanente a nuestra experiencia humana (Foucault, 1999). Creo que el tema del poder ha sido muy complicado en mi experiencia pues, por razones que no logro descifrar, hablar de ello nos incomoda, nos hace sentir vulnerables, expuestas. Cuando las tensiones ponen en cuestión los procesos investigativos, me parece muy importante reconocer quién y hacia quién se ejerce el poder, incluida la posibilidad de que nosotras como colaboradoras lleguemos a ejercerlo, en nuestra agencia, hacia quien ha promovido la investigación, y viceversa. Creo que el no reconocer esas relaciones de poder mutuas y conflictivas, permite que se incube una culpa unidireccional que nos deslegitima y nos pone en duda como constructoras de saberes.

En contextos complejos, es importante considerar que a veces la realidad nos desborda y que la colaboración no implica, desde mi experiencia, asumir la responsabilidad por las acciones, palabras o interpelaciones de alguien más, sino que hay que dar espacio al conflicto, permitiendo y promoviendo la responsabilización y la acción de cuidado mutuo de todas las participantes desde el reconocimiento de sus poderes, sin que esto signifique renuncia a procurar ternura y cuidado para con quienes se genera conocimiento: esto es una práctica ética y también un posicionamiento político antipatriarcal, en mi opinión, imprescindible en los procesos feministas de generación de conocimientos.

Esto implica también que como investigadoras debamos soltar nuestros deseos de controlar los procesos investigativos: recordarnos que no estamos en un laboratorio, sino en mundos y realidades dinámicas y complejas. Las personas actuarán en función de sí mismas, y precisamente es la autonomía una de las búsquedas y apuestas de los feminismos. Intentar controlar los procesos nos carga de emociones variadas, en mi experiencia, me cargó con ansiedad, tristeza y ese sentimiento constante de ilegitimidad. Al paso del tiempo resulta clave, para mí lo ha sido, volver a asumirse como investigadora, como antropóloga y como feminista, legítima y comprometida, lo cual solo es posible aventurándonos en la reflexión sobre cómo la investigación, con otras y junto a otras, es compleja, y a veces dolorosa, pero también relevante. La clave quizás esté en no desistir en el sueño de seguir construyendo conocimiento situado, feminista y emancipatorio, pero sin perder de vista nuestro lugar y autocuidado como investigadoras.

Investigadoras sensibles, ¿dónde queda nuestro autocuidado?

Cuidar de mí misma no es un acto de auto indulgencia, sino de autopreservación, y eso es un acto político. Audre Lorde, 1988

En algunas profesiones, especialmente aquellas en las que se cuida de otras personas como la enfermería o la psicología, el autocuidado se construye como algo imprescindible. «Para cuidar de otras personas debemos cuidar primero de nosotras mismas» es una frase que, quienes cuidamos, hemos escuchado más de alguna vez en la vida. Sin embargo, ¿por qué la investigación no se ha pensado como un proceso que también está mediado por los cuidados? ¿Es la investigación feminista una práctica que se adscribe a las políticas de cuidado feministas de manera «obvia»?

Como se deduce de lo que he reflexionado, uno de mis retos mayores ha sido aprender a lidiar con el impacto emocional, físico y social de experiencias investigativas. A raíz de rumiar en estas vivencias, me remonté a experiencias previas durante mi formación profesional como antropóloga. Esto me lleva pensar sobre la pregunta de ¿bajo qué consideraciones nos procuramos cuidados cuando hacemos investigación situada/antropológica/feminista? ¿cuáles son las prácticas éticas que asumimos frente a nosotras mismas como investigadoras? Y, ¿cuál es el acercamiento pragmático que deriva de estas? Usualmente reflexionamos, en los contextos académicos, sobre las prácticas éticas hacia las personas con las que hacemos investigación, pero no hacia nosotras mismas como investigadoras. En los años que estuve estudiando antropología, y que culminaron con un trabajo de tesis, nunca tuve un espacio de formación académica en donde se hablara sobre el impacto de la investigación sobre las investigadoras y sobre prácticas de autocuidado.

Siendo estudiante, haciendo trabajo de campo, me enfrenté a un incidente vinculado a una agresión sexual. En ese momento, no hallé apoyo o proceso de contención emocional en las vías institucionales, en las cuales, creo, no había ni un protocolo, ni perspectiva de género para acompañarme en lo sucedido. Esta experiencia tampoco detonó un proceso de reflexión sobre los riesgos físicos, mentales y emocionales en los que a veces podemos encontrarnos como investigadoras, riesgos que también están atravesados por nuestro género y por otros aspectos vinculados a la interseccionalidad que encarnamos. Hoy, que cuento con más herramientas teóricas, emocionales y políticas, puedo mirar todo lo anterior, pero, en ese momento, mi espacio formativo no me daba ni siquiera las herramientas para visualizarlo o nombrarlo. Esto no resulta menor, pues esa agencia del campo, para la que no estaba preparada y que no halló un acompañamiento institucional adecuado, me dejó temerosa de hacer trabajo de campo por varios años y de ser posible siempre escogía procesos en los que pudiéramos ir en grupo con otras compañeras. Creo que no es algo exclusivo de mi entorno específico, sino que muchas personas, en diversos contextos, compartimos experiencias como estas.

Con independencia del contexto específico en el que esto sucedió, en la arquitectura misma de la discusión disciplinaria antropológica se olvida que nuestra condición como mujeres no se borra al estar inmersas en el campo. Así, aunque tengamos poder académico, al insertarnos en contextos con altos grados de violencia patriarcal, las dinámicas de poder se complejizan y no se acercan a ser, necesariamente, unidireccionales. En muchos lugares las mujeres antropólogas tenemos que lidiar con el amplio espectro de violencia sexual, cosa que nuestros colegas antropólogos rara vez han enfrentado. Es más, esa violencia sexual que nos atemoriza y nos amenaza en el campo se discute raramente en textos antropológicos. De hecho, discutir estas problemáticas «específicas de las mujeres» en contextos académicos ha llegado a dañar nuestras identidades como antropólogas «reales», o a ser consideradas «menos capaces o menos antropólogas» que nuestros colegas hombres (Moreno, 1995). Esto suma a las grandes dinámicas sociales que invisibilizan los riesgos y nuestras estrategias para abordarlos y procurarnos cuidado a nosotras mismas.

Por otro lado, el proceso de investigación con el que construí mi tesis para graduarme en antropología lo desarrollé con respecto a las experiencias de algunas personas indígenas con cáncer en el marco de un proceso transdisciplinario más amplio en el que estaban involucrados diferentes actores, tanto académicos como vinculados a los conocimientos ancestrales. Fueron semanas muy duras en lo emocional, ahondar en los dolores, miedos y tristezas de las personas me atravesó profundamente. El contexto hospitalario, que ahora puedo nombrar como un contexto también con agencia, tuvo un impacto significativo en mi propia vivencia de las entrevistas: era muy duro estar ahí, junto a las personas enfermas, junto a sus familiares afectados por la incertidumbre, la falta de recursos y la tristeza, junto al personal y a las máquinas con las que se llevaban a cabo procedimientos para tratar a los pacientes o reducir sus síntomas. Las instalaciones grises, colmadas de personas enfermas y ciertos olores se quedaron en mi memoria. Si bien las psicólogas de la unidad de cuidados paliativos, las y los guías espirituales y mis asesoras de tesis fungieron como pilares para sostenerme en lo emocional -y estoy profundamente agradecida con ellas por esa razón- considero que nunca conté con las herramientas necesarias para asegurar mi autocuidado y mi bienestar haciendo investigación, lo cual resolví de forma intuitiva a través de esfuerzos individuales y en el ámbito de las relaciones personales con quienes me acompañaban. Sin embargo, esto no fue producto de mi proceso formativo en la universidad, donde existía (y existe) un vacío importante con respecto al tema de estas prácticas para la investigación. Años después me pregunto cuáles son los costos emocionales de hacer trabajo de campo; quién asume esos costos emocionales y por qué, y por qué no resulta pertinente este tema en las currículas formativas.

Esto es tan relevante que el trabajo de campo, para algunas de nosotras, puede convertirse en insoportable emocionalmente, pues la experiencia directa y vicaria de dolor, nos deja con miedo que inhibe nuestras prácticas. Incluso algunas narrativas patriarcales que hemos interiorizado nos llevan a cuestionar nuestras habilidades como investigadoras o nuestra valentía cuando reconocemos esos temores: en ocasiones, el sentir dolor o sentirnos vulnerables ha sido equiparado con nuestra incapacidad de hacer investigación, lo que se ancla en los fundamentos mismos de la ciencia (Ana Vides Porras, comunicación personal, 18 de marzo de 2022), sobre todo de la ciencia occidental positivista, que desde sus orígenes ha sido androcéntrica y patriarcal.

¿Cómo librarnos de este silencio? En contextos antropológicos, sobre todo desde la antropología postmoderna, se ha enunciado la falta de reconocimiento de quienes hacemos investigación desde un sustrato más humano, hace falta recuperar la humanidad de quien investiga en el trabajo de campo y reconocernos como humanas con sentimientos, como humanas con vulnerabilidades. Hacer esto es clave y nos lleva a reconsiderar el rol que tienen las emociones, no solo en la antropología contemporánea, sino también en las políticas culturales, somos observadoras vulnerables, ahondamos en historias, prácticas culturales y otras dinámicas que pueden llegar a rompernos el corazón (Behar, 1996, p. 177). Si bien antropólogas como Ruth Behar (1996) sostienen que la antropología que nos rompe el corazón es la única antropología que vale la pena sostener, me permito diferir o matizar un poco su idea en el sentido de la necesidad de reconocernos como observadoras vulnerables sin necesariamente normalizar el dolor o el sufrimiento en nuestros ejercicios académicos. Una ciencia social relevante que no nos dañe es posible, mas no sin emociones.

Reconocer y reconsiderar las emociones en la investigación, implica también considerar nuestras sensibilidades, su atravesamiento por el género y las prácticas que de ello derivan. No hay reconocimiento, ni reconsideración posible mientras que los espacios que hemos ganado las mujeres, como ciertos espacios en la academia, nos obliguen a hacer de lado nuestros sentimientos ante el riesgo de que nos emocionalicen y que se diga que nuestras emociones son producto de una imposibilidad de desvincularnos a causa de nuestra condición de mujeres. Asunto relevante no solo por su relación con el bienestar de quien investiga, sino que también repercute en la calidad de las investigaciones que producimos (Ana Vides Porras, comunicación personal, 18 de marzo de 2022). Se trata de poner en la mesa la condición sensible de las investigadoras y no olvidar la agencia de los contextos y su capacidad de movernos.

Aunque estoy en la certeza de que algunas prácticas han cambiado de aquellos años para acá, la falta de formación y apoyo al autocuidado en la investigación continúa siendo una constante en la mayoría de los espacios académicos en los que nos formamos. También continúa el silencio respecto a nuestras emociones, sensibilidades y afectos que entran en juego al momento de hacer investigación. En algunos contextos, incluso, el autocuidado y las emociones se asocian a una incapacidad: a la necesidad de la investigadora de «que la chineen» (Ana Vides Porras, comunicación personal, 18 de marzo de 2022). El asunto es que, más bien, el autocuidado es asumido, desde concepciones neoliberales y capitalistas, como una práctica individual y personal, y no tanto como resistencia, como una herramienta política importante que puede ser aprendida, replicada, y practicada por quienes hacemos investigación; por eso continuamos hablando de autocuidado fuera de los salones de clase o foros académicos.

Con seguridad habrá investigadoras feministas que ya tienen prácticas de autocuidado establecidas, considero que es relevante traer esas prácticas a los salones de clase, a las discusiones académicas, y seguir construyendo conocimiento sobre cuáles son esas prácticas para que puedan ser comprendidas, practicadas o enunciadas por más de nosotras. En mi caso, las prácticas de autocuidado y contención las he encontrado, precisamente, en diversos y múltiples espacios de activismo y articulaciones feministas en las que he estado involucrada, así como en los materiales que producen en esta materia. Quizás la academia feminista, la academia antropológica y las ciencias sociales en general, puedan aprender de los activismos, de sus procesos, materiales y reflexiones.

Desde los activismos, se ha enunciado la complejidad que acontece en los espacios de construcción colectiva y el cansancio, dolor, miedo, desesperanza y otras emociones que afectan sistemáticamente nuestros espacios y a quienes los integramos. Así, el autocuidado emerge como una diversidad de prácticas, no como una fórmula generalizable, sino como una experimentación autónoma que implica prácticas feministas de cuidado. En este sentido, estas prácticas nos acercan a una gestión de nuestras emociones que nos permita cuidar de nuestras vidas, de la alegría, de nuestras pares. Estas prácticas nos acercan a reconocernos, a saber que estar en tranquilidad y en armonía nos permite soñar y cultivar la esperanza (Mujeres AL BORDE, 2016, p. 8).

El autocuidado en contextos de investigación puede partir de ejercicios constantes de autorreflexión, de saber reconocer en nosotras la manera en la que somos afectadas por los diferentes procesos, situaciones y personas con quienes generamos conocimiento, e identificar prácticas que nos ayuden a gestionar nuestras emociones. Estas prácticas, desde mi experiencia, pueden ser individuales, pero también pueden tejerse de manera colectiva, con nuestras compañeras, equipos y amigas. Se trata, entonces, de reflexividad permanente, no lineal y sin acabar: es hacer proceso que constantemente será alimentado por nuestros sentipensares, por nuestras relaciones interpersonales y nuestros intercambios transpersonales e intersubjetivos.

Romper esta inercia patriarcal y androcéntrica del silencio sobre las emociones y la exclusión del autocuidado en el proceso de investigación, nos lleva a atender al llamado de algunas pensadoras feministas, incluidas Hill Colins (1993), Haraway (1988), y Harding (1992), para situarnos y examinar nuestra posición, desde donde hacemos experiencia, hablamos, escribimos y creamos conocimientos, para lo que es imprescindible reconocer que todo proceso investigativo en el que nos embarquemos, independientemente de la experiencia que tengamos como investigadoras, exige asumir que lo hacemos con nuestros bagajes emocionales y políticos (Ramazanoğlu y Holland, 2002, p. 148). Generar conocimiento es producir significados, discursividades y cuerpo y, también, es poner el cuerpo mismo para contribuir a transformaciones sociales (Tarzibachi, 2017). A todo esto, hay que sumar el asumirnos como investigadoras sensibles: nuestras investigaciones también producen experiencia en nosotras, nos posicionan y nos afectan el cuerpo, los sentipensares, los sueños, las relaciones entre nosotras, y no solo. Queda mucho por despatriarcalizar en nuestros espacios, tanto académicos como de activismos, y en nuestras formas de generar conocimiento, de relacionarnos y de afectarnos mutuamente. Procurarnos autocuidado como investigadoras es imprescindible para poder seguir produciendo conocimientos desde nuestras autonomías, nuestros bienestares, e incluso, en ocasiones, desde el gozo y la alegría.

Nuestras respuestas, capacidades y formas de autocuidarnos estarán atravesadas por múltiples factores, incluyendo nuestro nivel educativo, los recursos terapéuticos, económicos y sociales con los que contemos, nuestros posicionamientos políticos, nuestra clase, nuestro género, nuestra etnicidad e incluso nuestra salud mental, entre otros. Sin embargo, considero relevante acercar las prácticas de autocuidado a los contextos académicos: los cuidados que proporcionamos o que procuramos a las personas con quienes investigamos no son debatibles, es importante seguir asumiendo nuestras responsabilidades con ellas; pero estos pueden coexistir con los autocuidados que debemos procurarnos a nosotras mismas en tanto investigadoras inmersas en un campo con agencia, en relación con personas con agencia. Ambas consideraciones forman parte de las prácticas éticas de la investigación, abonan a desmontar en la praxis la dicotomía sujeto/objeto de la ciencia positivista. Las prácticas éticas de cuidar-cuidándonos y que exceden dicotomías estancas son precisamente un posicionamiento político antipatriarcal: hacer investigación se siente, pero no debería dañarnos o doler.

Algunos sentipensamientos y reflexiones a modo de cierre

Este texto, anclado en mi experiencia, no deja de ser personal en el sentido de que ha sido selectivo y hecho con propósitos individuales, tanto conscientes como inconscientes, como ocurre generalmente con los procesos de escritura personal enmarcados en la investigación en ciencias sociales. Sin embargo, me aventuro pues la escritura personal en la investigación social contribuye a anclar nuestros análisis de manera más clara en las situaciones particulares que los producen. Siempre habrá fuentes sociales en nuestras historias personales. Así, con seguridad, habrá algo que falta o que no se enuncia (DeVault, 1997), por lo que lo que he escogido contar no busca imponerse como una verdad o un testimonio personal inamovible, más bien busco que estas reflexiones sean consideradas como una pieza de conversaciones más amplias en nuestros procesos investigativos.

Uno de los aprendizajes más grandes para mí fue reflexionar y sentir mi posicionamiento como antropóloga feminista, como sujeta epistémica: quienes hacemos investigación antropológica debemos abrazar procesos autorreflexivos que nos acerquen a posicionarnos de maneras mutables, pues nuestros lugares de enunciación no son estáticos, nuestros posicionamientos políticos y nuestros bagajes emocionales tampoco, responden a nuestros procesos investigativos y su capacidad de agencia. Hacer investigación desde asumirnos como seres sensibles, en relación con un ser-campo, y posicionarnos en el mismo plano de las personas con las que colaboramos, implica, también, exponer nuestras vulnerabilidades y arriesgarnos a ser afectadas y movidas por los contextos, por las personas y por las investigaciones mismas, por el no solo. Poner nuestros corazones valientes, en nuestras investigaciones, también implica reconocernos como parte de tejidos colectivos, comunes, complejos e inconmensurables.

En la actualidad, una búsqueda común de los feminismos se enmarca en construir una vida digna, vivible, para todas las personas, pero sin dejar de lado el necesario reconocimiento de nuestras diferencias. Las aportaciones feministas, desde diferentes frentes, sean estos académicos, activismos militantes, artísticos, literarios, filosóficos, epistemológicos, entre otros, ofrecen pistas para mantener vivos los comunes, los tejidos colectivos, sin perder de vista nuestras diferencias: prácticas y vidas enmarcadas en políticas no de la totalidad, sino de lo inacabado (Gil, 2021), donde el conflicto y el encuentro se acompañen del cuidado como relación y tarea común.

Las complejas experiencias que aquí he relatado se enmarcan e impulsan para reflexionar en pos de lo común que, siguiendo a Silvia Federici, solo es posible si nos rehusamos a basar nuestra vida y nuestra reproducción en el sufrimiento de otros, si nos negamos a vernos como separados de estos otros. Hacer común solo cobra sentido cuando nos producimos como sujetos comunes (Vega, 2021). Esta producción se enraíza, además, en procesos de afirmación mutua, enmarcados en los cuidados, hacia las demás, entre nosotras y para nosotras. Pero para lograrlo debemos reconocer nuestra interdependencia, los poderes que involucra y las fuentes de nuestra afectación mutua y, con base en ello, hacer las acciones de cuidado y autocuidado que nos construyan como comunes, abigarrados y con matices: en dicotomías totalizantes y atomizantes no hay común posible.

Apuntar a abordajes complejos de la investigación feminista que reconozcan tanto la agencia de la investigación, el no solo, el poder en nuestras relaciones, las emociones, así como el autocuidado y cuidado mutuo, puede abrir la consciencia de que gran parte de las investigaciones antropológicas o feministas siempre tendrán cargas afectivas por su naturaleza interrelacional que es preciso reconozcamos, reflexionemos y aprendamos a gestionar, aunque no sean investigaciones que de manera evidente nos confronten con contextos que nos provoquen tristeza, desesperanza o dolor. Por último, tras experiencias dolorosas, recordemos que cuando así lo requiramos, podemos embarcarnos en lo que Lorena Kab’nal y la Red de Sanadoras Ancestrales del Feminismo Comunitario, Tzk’at, llaman la sanación como camino cósmico político, un camino a recorrer para emanciparnos, desmontar las opresiones, la victimización, reivindicar la alegría y, sin perder la indignación, celebrar la vida y el estar acuerpadas (Cabnal, 2018). Mi esperanza es que resistamos para que investigando no nos desconectemos de nuestro corazón sintiente, que no falte nunca la reflexión para construir conocimientos que partan de la complejidad y de la ternura de cuidarnos mutuamente

Agradecimientos

Agradezco a las amigas y seres que me han acuerpado y sostenido en mis procesos de autorreflexión. Gracias también a Jesús Alejandro de La Peña Rodríguez, Ana Vides Porras y Mónica Salazar Vides por su valiosa retroalimentación durante este proceso de escritura

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1Licenciada en antropología por la Universidad del Valle de Guatemala. Integrante de la colectiva Guatemala Menstruante y del proyecto Nana Luna en Ciudad de Guatemala. Especialista en Estudios de Género Feminista por la Universidad Nacional Autónoma de México y Fundación Guatemala. Estudiante del Máster Erasmus Mundus en Estudios de las Mujeres y Género (GEMMA) en Universidad de Lodz, Polonia y Universidad de Granada, España. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8005-9499. Correo electrónico: andreaixtoloc@gmail.com

2Esta reflexión la retomo de la propuesta de la acción sin daño que busca una reflexión sistemática sobre nuestro quehacer, promoviendo así una acción coherente, responsable y ética frente a diversos procesos sociales. La propuesta de no hacer daño podría verse también como un marco para nuestras acciones que contribuyan al bienestar de las personas involucradas y a generar condiciones de paz, en las que los derechos humanos sean reforzados (Vela Mantilla et al., 2019).

3Al momento de realizar las entrevistas, varias de nosotras nos encontrábamos separadas físicamente, tanto por el encierro asociado a la pandemia de covid-19 en Guatemala, pero también por la migración de algunas de nosotras a otros territorios. Por este motivo, las entrevistas fueron por vía telefónica y virtual.

4El espacio al que hago referencia es la Colectiva Guatemala Menstruante, una colectiva feminista creada en 2012 en Ciudad de Guatemala que tiene por objeto construir nuevas narrativas y condiciones materiales que contribuyan a menstruar en dignidad, justicia y salud. Sitio web: https://linktr.ee/guatemalamenstruante

5Algunas de nosotras coincidimos en la necesidad de elaborar un poco más sobre el conflicto emergido, que no fue necesariamente abordado en el texto final de la investigación. En cierta medida, el presente artículo busca compartir mi experiencia y reflexiones que se detonaron (y algunas siguen sin concluir) sobre el proceso.

6La idea de la rumia asociada a los procesos epistemológicos la retomo de Lucrecia Masson Córdova (2017), quien nos invita a reflexionar desde otras temporalidades y ontologías en nuestros procesos de creación de conocimiento. Lucrecia retoma a la vaca y sus tiempos para plantear la pausa, el regurgitamiento y la rumia como otras formas de acercarnos al conocimiento (Masson Córdoba, 2017). Y, agrego, de procesamiento también de las formas en las que creamos dicho conocimiento.

7Rapport es entendido como la posibilidad de las personas participantes en procesos de investigación establezcan un vínculo de confianza con quien hace investigación. El rapport siempre dependerá del contexto sociocultural y de las circunstancias específicas en las que hacemos investigación (Buschmann et al., 2017, p. 119).

8En palabras de Marisol de la Cadena (2017): «el “no solo” es una expresión frecuente que aprendí a utilizar como herramienta conceptual etnográfica en mis conversaciones con Mariano y Nazario Turpo» (p. 222), colaboradores indígenas runakuna con quienes trabajó y aprendió en Perú.

9Este concepto condensa dos verbos (sentir y pensar) que se funden en un acercamiento simultáneo a la realidad de nuestras culturas. En palabras sencillas, Patricia Botero define el sentipensar como «actuar con el corazón, usando la cabeza» (Fournier Pereira, 2022).

10Gloria E. Anzaldúa propone el concepto de la rajadura como aquella que está en medio de dos o más mundos, la propone como una posible nepantla, palabra náhuatl que designa el punto de contacto entre mundos (Anzaldúa, 2013).

11Que, como mencioné, no ha sido abarcativo, no está acabado y no ha sido linear, y ha involucrado intercambios con asesoras académicas, compañeras y un proceso psicoterapéutico que aún continua. En algún punto de mi proceso psicoterapéutico fui diagnosticada con depresión leve y tuve que estar bajo tratamiento médico durante algunos meses. Si bien mi depresión fue multicausal, si puedo identificar que algunas de esas causas se anclaban a mis experiencias investigativas.

12“Caring for myself is not self-indulgence, it is self-preservation, and that is an act of political warfare” (Lorde, 1988). En la traducción, la palabra warfare quiere decir ‘campo de batalla’, pero usualmente se pierde. El campo de batalla al que hacía referencia Audre Lorde no solo estaba en el exterior, sino también en su propio cuerpo, contra el cáncer de mama, batalla que perdió a los 58 años de edad.

13La tesis a la que hago referencia en esta ocasión se titula: Salud Pública y Medicina Tradicional: Una mirada a la experiencia maya del cáncer en Guatemala. Este trabajo de investigación exploró las experiencias de las personas mayas con cáncer en Guatemala que han buscado diagnóstico y tratamiento. Ahondé en los factores sociales y culturales que pueden llegar a influir u obstaculizar las trayectorias de búsqueda de atención en salud (Aguilar Ferro, 2015).

14Chinear a alguien, en Guatemala, implica la idea de ‘cargar a alguien’. Es una expresión que llega a infantilizar y a referirse a alguien como incapaz de realizar algo.

Nota: Éste artículo corresponde 100% a Andrea Isabel Aguiar

Nota: El comité editorial ejecutivo Juan Scuro, Pilar Uriarte y Victoria Evia aprobó éste artículo

Recibido: 21 de Marzo de 2022; Aprobado: 11 de Mayo de 2022

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