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Revista Uruguaya de Antropología y Etnografía

Print version ISSN 2393-7068On-line version ISSN 2393-6886

Rev. urug. Antropología y Etnografía vol.7 no.1 Montevideo June 2022  Epub June 01, 2022

https://doi.org/10.29112/ruae.v7i1.1539 

DOSSIER

Trabajar con la intimidad y la empatía: Reflexiones éticas de una investigación antropológica sobre género y cuidados en pandemia

Working with intimacy and empathy: Ethical reflections on anthropological research on gender and care during the pandemic

Trabalhando com a intimidade e a empatia: reflexões éticas de uma pesquisa antropológica sobre género e cuidados em pandemia

11Universidad de la República


Resumen:

Este artículo tiene como escenario un trabajo de campo realizado entre 2020 y 2021 sobre las estrategias de cuidados desplegadas por familias montevideanas en un contexto marcado por los inicios y vaivenes de la pandemia de covid-19 y la crisis de cuidados que se generó con el cierre de los centros educativos iniciales y escolares durante varios meses de ese período. Me proponía investigar qué concepciones sobre el rol de la familia en los cuidados y sus tensiones subyacen estas estrategias. Como parte de este trabajo construí relaciones de amistad y confianza con mis interlocutoras, donde la empatía y las emociones estuvieron siempre presentes como la puerta de acceso a una intimidad compartida en un contexto de crisis colectiva particular. A lo largo del texto reflexiono sobre algunas dimensiones éticas que emergieron. Primero, la implicancia como investigadora sobre el tema que me proponía investigar y mi lugar de enunciación marcada también por la militancia feminista que no encajaba con el papel de una observadora externa. Segundo, las tensiones dadas por el compartir información personal y sensible generada gracias a relaciones de amistad y confianza. Y en tercer lugar se derivan preguntas de corte ético-metodológica: ¿cómo trabajar con esos datos siguiendo mis propios principios éticos y de qué forma el anonimato tiene sentido en este caso?

Palabras clave: género; cuidados; pandemia covid-19; ética de la investigación; anonimato; intimidad

Abstract:

The present article is written against the backdrop of a field research conducted between 2020 and 2021 on care strategies deployed by families in the city of Montevideo in a context marked by the ups and downs of the COVID-19 pandemic and the aggravated care crisis that resulted from the closure of kindergartens, daycares and schools for several months during this period. I set out to investigate what ideas and narratives about the role of the family in care work underlie these strategies. As part of this work, I built relationships of friendship and trust with my research subjects, where empathy and emotionality were always present as a gateway to shared intimacy in a context of particular collective crisis. Throughout the text, I reflect on a few ethical dimensions that emerged. Firstly, the particular implication as a researcher with my object of study and my place of enunciation also marked by feminist activism that did not match a position of external “observer”. Secondly, the tensions of sharing personal and sensitive information gathered thanks to years of friendly relationships and mutual trust. And thirdly, the article touches on some ethical-methodological questions that arise: How to work with sensitive data following my own ethical principles? In what ways does anonymity make sense in this case?

Keywords: gender; care; covid-19 pandemic; research ethics; anonymity; intimacy

Resumo:

Este artigo toma como cenário um trabalho de campo realizado entre 2020 e 2021 sobre as estratégias de cuidado implementadas pelas famílias da cidade de Montevidéu, Uruguai, em um contexto marcado pelos inícios e balanços da pandemia de COVID-19 e pela crise de cuidados que foi gerada com o fechamento de creches, centros de educação inicial e escolas desse período. Busquei investigar quais são as concepções sobre o papel da família nos cuidados e suas tensões que estão subjacentes a essas estratégias. No âmbito deste trabalho, construí relações de amizade e confiança com as interlocutoras, onde a empatia e as emoções estiveram sempre presentes como porta de entrada para a intimidade compartilhada num contexto de particular crise coletiva. Ao longo do texto reflito sobre algumas dimensões éticas que emergiram. Em primeiro lugar, a implicação como pesquisadora sobre o tema que me propus investigar e meu lugar de enunciação também marcado pela militância feminista que não cabia ao papel de “observadora” externa. Em segundo lugar, as tensões causadas no uso de informações pessoais e sensíveis geradas graças às relações de amizade e confiança. E, em terceiro lugar, surgem questões ético-metodológicas: como trabalhar com esses dados seguindo meus próprios princípios éticos e de que forma o anonimato faz sentido nesse caso?

Palavras-chave: gênero; cuidado; pandemia de covid-19; ética em pesquisa; anonimato; intimidade

Introducción

Escribo este texto a modo de reflexión sobre algunos dilemas éticos que emergieron en el campo de una investigación propia y que se enmarcan en el aprendizaje y discusiones del seminario «Derechos humanos y éticas en la investigación antropológica» de la Licenciatura en Ciencias Antropológicas (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República). Concretamente, se trata de problematizar y reflexionar sobre los dilemas éticos que me generó entablar relaciones de amistad y confianza con mis interlocutores, donde la empatía y las emociones estuvieron siempre presentes como la puerta de acceso a una intimidad compartida en un contexto de crisis colectiva particular.

El trabajo de campo al que me voy a referir a lo largo de este texto fue parte de la investigación titulada (tentativamente) Se necesita una aldea para criar: Estrategias de agenciamiento de cinco familias montevideanas para sostener crianzas y la vida en pandemia que se realizó durante 2020 y 2021, en un contexto especial marcado por los inicios y vaivenes de la pandemia de covid-19 y los efectos que esta generó en cuanto a una carga adicional de cuidados al mantenerse el cierre de los centros educativos iniciales y escolares durante varios meses de estos años.

Desde la teoría feminista, la profundización de la llamada crisis de cuidado ha sido abordadas desde diversas disciplinas, destacándose los aportes de la economía feminista en particular para explicar la relación interdependiente entre el capitalismo global y los cuidados como mecanismo esencial de la reproducción social y de capital. Desde la antropología, Dolors Comas-d’Argemir (2014) repasa los aportes de la disciplina para entender este concepto, destacando que si bien el cuidado está presente en todas las sociedades porque la dependencia es intrínseca a los seres humanos, existe una gran diversidad de formas de cuidar para contextos culturales específicos. Otro aporte apunta a que género y cuidados están ligados por sexualidad y parentesco como generadores de roles socialmente construidos y entramados por otras desigualdades como las de género, clase, raza, sexualidad o estatus migratorio. También que el desplazamiento de los cuidados al ámbito privado y familiar ha impedido visualizarlos en su dimensión política como la gestión de un bien común en colectivo. Desde estos aportes defino mi punto de partida en la crisis de cuidados como una crisis sistémica del capitalismo y preexistente al contexto de covid-19 que la pandemia vino a profundizar aún más. En la investigación a la que me refiero, me interesó indagar en las estrategias desplegadas por las personas en este contexto y cómo estas estaban atravesadas por nociones particulares sobre la familia, los roles de género y de cuidados.

En lo que refiere al modelo de cuidados de Uruguay, diversos estudios (Aguirre y Fassler, 1997; Batthyány, 2013; Espino y Salvador, 2013), lo colocan históricamente como dentro del modelo familiarista de cuidados dado que las familias en general, pero las mujeres en particular, han sido las principales responsables de las tareas de cuidados. Se trata de un trabajo no remunerado puertas adentro y tan naturalizado que parecía no existir a nivel social. En 2015 se crea el Sistema Nacional Integrado de Cuidados (SNIC) que tiene el objetivo de « generar un modelo corresponsable de cuidados, entre familias, Estado, comunidad y mercado»1 que desde su espíritu apunta a un modelo de corresponsabilidad que implique redistribuir cargas y responsabilidades de cuidado entre actores (familia, Estado, mercado y tercer sector). Si bien el Estado ha incrementado su participación aunque con presupuesto recortado y existen opciones de cuidados en el mercado, las familias, y las mujeres en particular, continúan cargando con el mayor peso de los cuidados, fenómeno que se ha profundizado a nivel mundial y particularmente durante la pandemia.

Delimitando el contexto local de la investigación

Mi espacio geográfico de investigación se centró en dos plazas del barrio Palermo, al sur de Montevideo, Uruguay. Se trata del Espacio de Convivencia Palermo ubicado en dos manzanas en las calles Cebollatí y Minas y del Espacio Libre Thomas Jefferson en las calles Cebollatí y Barrios Amorín. Se trata del barrio en el que vivo hace veinte años y de dos lugares a los que concurro casi a diario con mi hijo de cuatro años. El recorte temporal hacía que me interesara indagar en el período donde las escuelas y centros de cuidados estuvieron cerrados o con cierres siempre inminentes ante la aparición de algún caso de covid-19. Las formas en las que se buscaban alternativas para sostener la crianza y la vida laboral/personal en una situación límite me inquietaban de forma personal y me interesaba indagar qué implicancias tienen estos agenciamientos sobre la idea hegemónica de la familia nuclear como la responsable de los cuidados.

Mi trabajo se centró en siete personas que conformaban cinco familias de diversa composición. Algunas de estas personas ya eran conocidas de antes de decidir iniciar la investigación y otras se fueron sumando conforme me adentraba en campo. Si bien entablé conversaciones amistosas con todas las siete personas, con al menos dos mujeres generé una relación de amistad que calificaría de estrecha compartiendo no solo el espacio de la plaza, sino también mi casa, la de ellas y algunas actividades sociales puntuales en el barrio. Mi hijo es amigo de les suyes hasta el día de hoy y se ven muy seguido.

Conforme los vínculos se volvían más estrechos y lo compartido se volvía material sensible me empecé a interrogar sobre mis principios ético-metodológicos y a hacerme una serie de preguntas:

¿Hasta qué punto las relaciones de amistad en el campo favorecen o dificultan la investigación? ¿Dónde está el límite de lo ético en el uso de datos de la intimidad, datos dados en un contexto de confidencialidad propia de la amistad? ¿Es posible que mi investigación esté nublada por las relaciones amistosas que entablé en el campo? ¿Cómo abordar la necesidad o no de proteger la identidad e intimidad de mis interlocutores? ¿Cómo decido qué dejar fuera o dentro de los datos a analizar?

Confieso que sentía que me faltaba experiencia como para responder a estas preguntas con claridad y también me preguntaba si no estaba exagerando un poco. De cierta manera, al ingresar a campo hubiera calificado mi investigación como poco riesgosa o difícilmente conflictiva. Después de todo, era un entorno y una gente familiar. También un tema, como el de los cuidados, que por mi propia realidad, me acerca a la gente con la que trabajo. Soy consciente de que estoy muy lejos del riesgo tal como se describe en la literatura antropológica por parte de quienes se dedican a investigar el crimen organizado, o contextos de conflicto, violencia o vulneración de derechos evidente. Sin embargo, conforme me fui adentrando en las vidas de cada persona, fui descubriendo conflictos, violencias no dichas, confesiones dolorosas que iban mucho más allá de cómo estaban transitando un momento particular.

Mi percepción sobre el riesgo bajo de mi investigación se vió cuestionada y con ella crecía mi incomodidad. La lectura del artículo de Claudia Fonseca (2018) titulado «Pesquisa “Risco Zero”» me hizo cuestionarme, pero a la vez tuvo un efecto tranquilizador en cuánto a las dudas que me surgían. Hacia el final de su artículo, nos dice que más que intentar minimizar el riesgo, es importante aprender a convivir con él y que esto es de hecho parte de la labor antropológica:

Inquietação implica em risco. Antropologia, para mim e para muitos de vocês, traz o imperativo de experimentar pessoalmente essa perplexidade. Ela nos empurra para lugares desconhecidos, ao encontro de pessoas que não são previsíveis, por nossos critérios rotineiros, e narrativas que nos surpreendem. Navegar em águas fora do mapa implica em tomar riscos, para nós mesmos e também para nossos interlocutores! Na maioria de nossos empreendimentos, não seria nem desejável, nem minimamente possível evitar tais riscos (Fonseca, 2018, p. 210).

A la luz de la bibliografía discutida en el seminario y los intercambios que allí se dieron, me propongo en las páginas siguientes reflexionar sobre algunas dimensiones éticas que fueron surgiendo en relación con mi trabajo de campo. Primero, sobre la implicancia como investigadora sobre el tema que me proponía investigar y mi lugar de enunciación que no encajaba con el papel de una observadora externa. Segundo, las relaciones de amistad que habilitaron construir durante años la confianza necesaria para el compartir información personal y sensible. Tercero, una pregunta de corte ético-metodológica: cómo trabajar con esos datos siguiendo mis propios principios éticos y de qué forma el anonimato tenía sentido en este caso. A modo de reflexiones finales, identifico algunas pistas para repensar mi trabajo a la luz de lo discutido y me propongo entonces nuevas preguntas que me surgen.

La cercanía con el campo a investigar

Me noto nerviosa por contarle a Hilda que decidí hacer una investigación que la tiene a ella y a lo que me viene contando de su vida en pandemia en el foco. Por más que hayamos hablado mil veces de que estaría bueno documentar de alguna forma todo esto que estamos viviendo. Más no sea para reírnos años después de nuestro estado mental (Extracto de mi diario de campo. Mayo 2020)

Desde el día en que me propuse hacer esta investigación -un poco forzada por la necesidad de avanzar en la carrera de grado incluso en un momento difícil para hacer trabajo de campo de forma presencial- supe que una de mis tensiones más evidentes es la cercanía con el campo a investigar. Cómo extrañar lo cotidiano era una gran pregunta y el momento mismo de mi entrada a campo, es decir, el momento en el que anunciaba los propósitos de mi investigación, me tenía nerviosa por cómo se lo tomaría mi gente de la plaza que había conocido años atrás cuando iba con mi hijo siendo un bebé en busca de aire libre y distracción de la rutina. Por suerte mis nervios se disiparon con rapidez al ver que estaban totalmente dispuestas a ayudarme a recibirme, como decían, y hasta les hacía gracia la idea. «Con nosotras te vas a hacer una panzada», me dijo Irene, otras de mis interlocutoras, con la que también construí una amistad duradera antes de mi ingreso a campo.

Reflexionado sobre este sentimiento que tuve de pertenecer en los hechos a mi campo de estudio, me resuena mucho lo que trae Ana Alcázar-Campos (2014) sobre el papel de las emociones en su trabajo de campo en Cuba. En su interés por «ser una más» se filtra una serie de preocupaciones éticas en torno a cómo construye las relaciones de poder en el campo, y concluye que «ha sido precisamente esa implicación lo que ha propiciado mi conocimiento “de otra manera”, incorporando debates teórico-metodológicos que viví de forma encarnada» (Alcázar-Campos, 2014: 66). Volveré sobre este punto de las emociones debajo sobre la construcción de relaciones de amistad.

Siguiendo con las tensiones suscitadas al «ponerme el sombrero» de investigadora en un campo que ya me era familiar, siempre sentí cierto compromiso con mis interlocutores más allá de un rol de observadora que prestaba su oreja para la escucha atenta. Sobre el rol de investigadora en campo y sus dimensiones éticas, Eduardo Restrepo (2015) argumenta en favor de la figura que llama «etnógrafo-comprometido» en cualquier tipo de investigación etnográfica, haya o no una identificación con las luchas de los sectores subalternos y le adscribe «responsabilidad, transparencia, respeto, relevancia y consideración con las personas con quienes lleva adelante su estudio» (Restrepo, 2015, p. 177). Ya sea por la amistad creada o por el compartir un contexto en común donde nos unía la complicidad y el apoyo mutuo siempre sentí que este nivel de compromiso estuvo presente.

Al estudiar mi propia comunidad y espacio social de pertenencia también me fue necesario un ejercicio diario de «transformar lo familiar en exótico» como plantea Gustavo Lins Ribeiro (1986). Se trata de un ejercicio de romper las rutinas de lo cotidiano y explicitar lo que Ribeiro llama la «conciencia práctica» de los actores. Ese saber tácito, compartido, que orienta a mis interlocutores, sobre cómo comportarse en la vida diaria.

Cómo aplicar el extrañamiento en la práctica no me fue tan evidente al principio de mis interacciones en las placitas, pero traigo aquí un ejemplo que me animó a desandar mis propias concepciones lógicas de mi andar cotidiano. Una de mis primeras interlocutoras, Hilda, de unos 40 años con un hijo de 6 años estaba en seguro de paro hace unos meses a raíz de la pandemia y según me contó en varias oportunidades, la angustia económica se sumaba a una convivencia cada vez más difícil con el padre, Fabián, un hombre afro de unos cuarenta y cinco años con el que también entablé diálogo en la placita cuando venía con su hijo en común con quien mi hijo le gusta mucho jugar. Algunos meses después, Hilda me cuenta de su separación efectiva incluyendo mudanza de él. Mi gestualidad y mis preguntas tendientes a comprender ese hecho como un momento de ruptura y tristeza se chocaron sin embargo con una narrativa de la separación vista como liberadora y solución estratégica para solucionar la crisis de cuidado puntual en ese momento: «Ahora tengo días para hacer lo que se me canta, ¿podés creer? Haberme avivado antes» me dijo, ante mi cara de querer solidarizarme con su dolor.

¿Por qué pensaba yo que toda separación debía ser vivida con pena y frustración? ¿Qué ideas traía yo mismo en mi lógica cotidiana de la familia conyugal que me impresionaba ver como una disolución era vista en sí como una solución feliz y atinada? Esto es un poco a lo que se refiere Fonseca (2018) con «extrañar el extrañamiento» en relación con sus preconceptos sobre la vida sexoafectiva de las mujeres leprosas viviendo en el interior de Brasil: «comecei a ver as coisas de forma diferente exatamente por estranhar minha própria surpresa» (Fonseca, 2018, p. 199). Este fue solo un ejemplo de las varias veces en las que me sorprendí de mi sorpresa en mis interacciones en el campo.

El lugar de enunciación e implicancias político-feministas

¿Cómo te las arreglás para vivir si te dicen que si salís, te enfermás; la plaza te la llenan de carteles de «Pare»; y encima te quedás sin trabajo? Más vale que por algún lado explotás (Irene, 34 años, extracto de entrevista. Junio de 2020).

Si bien en el apartado anterior me ubico en un límite difuso entre investigadora y el ser «una más», soy consciente de que no soy exactamente esta última. Tengo un lugar de enunciación específico y marcado por las implicancias políticas de mi objeto de estudio dentro del pensamiento feminista y en relación con la antropología feminista en particular.

A partir de mi experiencia situada como futura investigadora en antropología y atravesada por la militancia feminista, madre de un niño pequeño sin escuela por varios meses y haciendo teletrabajo, me cuestiono -aun desde el privilegio de clase de tener trabajo, techo y comida- sobre los límites y resistencias a los modelos de crianza centrados en la familia nuclear. En un contexto donde impera el arreglate como puedas como respuesta, ¿qué modelo/s de crianza están en disputa y cómo estos están atravesadas por la cuestión de clase y de género? ¿Qué nos dicen estas estrategias de agenciamiento sobre el rol de la familia nuclear hoy en su contexto reproductivo/productivo? Estas eran mis preguntas disparadoras para investigar, y así lo explicito en los antecedentes y fundamentación de la investigación. He tenido estas charlas también con mis interlocutoras/es, con distintos grados de profundidad dado el interés que les suscita el tema. Las tensiones relacionadas a cuestiones de género y cuidados surgen repetidas veces en mis charlas a raíz de frases como las que abren esta sección que señalan un sentimiento de desborde, pero también de resistencia que es política y personal a la vez.

Soy consciente de que no soy un sujeto neutral. No puedo serlo. Tengo posiciones políticas que forman parte de mis antecedentes de investigación, por ejemplo, sobre al rol que ocupa la familia nuclear -sobre todo en sus dimensiones hetero y patriarcal- en la organización de la vida y la reproducción del capital.

Los trabajos de Silvia Federici (2013) en torno a los cuidados precarizados como elemento inherente a la reproducción capitalista y el de Gayle Rubin (1986) están dentro de mi marco teórico para un análisis de la familia nuclear dentro de un sistema sexo/género y una economía política de la organización social. A nivel regional y buscando trabajos antropológicos que lidian con el cuidado y la infancia de forma admirable, el libro de Claudia Fonseca, Caminhos da adoção (2006) que relata las prácticas de circulación de niños entre las clases populares de Porto Alegre, fue también fuente de inspiración para considerar las estrategias de agenciamiento de cuidados como un punto que pone en evidencia las contradicciones discursivas en torno al rol de la familia conyugal en la reproducción social. Estos antecedentes también forman parte de mi lugar de enunciación particular, y de las ideas que hacen de lupa con la que analizar lo que surge del campo.

El lugar de enunciación se toca en algún punto con el planteo de Myriam Jimeno (2004) sobre «la condición histórica de co-ciudadanía entre el antropólogo y sus sujetos de estudio en países como los latinoamericanos impulsa la creación de enfoques cuya peculiaridad es un abordaje crítico de la producción de conocimiento antropológico». Hay un compromiso también político e histórico en el propio trabajo de investigación antropológica, argumenta Jimeno. Me identifico con esta postura a la hora de problematizar mi lugar político frente a lo que me propongo estudiar.

Ahora bien, un dilema ético que se me presentó es definir también mi lugar de enunciación no solo en el papel y en la teoría, sino también en la práctica del trabajo de campo. La clase y el texto de la ponencia de Luisina Castelli (2020) sobre su lugar de enunciación como hermana, antropóloga investigando sobre discapacidad, me movilizó y me ofreció algunas pistas sobre cómo hacer explícitas las tensiones que surgen al intentar «articular lo personal y lo profesional y, en última instancia, las tensiones entre lo ético y lo político en la producción de conocimiento antropológico». Su planteo sin titubeos de «reconocerse en alianza» (Castelli, 2020, p. 4) con su hermana como un lugar de enunciación me resultó muy acertado para pensar cómo plantear esto en mi campo de investigación. Considero que este concepto de alianza es muy poderoso en cuanto no implica considerarse en lugares equivalentes, sino en verse afectada por la proximidad de estar ahí, de reconocer experiencia vivida en común y el hecho de que «los cuerpos necesitan otros cuerpos de apoyo», como apunta Castelli.

Muchas veces en mi campo, me reconocí y fui reconocida como aliada por mis interlocutoras por el propio contexto que estábamos viviendo. Recuerdo muy bien a inicios de abril de 2020, la solidaridad a la distancia ante la mirada estigmatizante por parte de vecinos y vecinas y policías patrullando -alguna vez también verbalizada de forma agresiva por parte de personas que pasaban en coche- que nos querían mandar para casa como si la casa siempre fuera segura para todes. En esas instancias, yo sabía, porque me lo había contado en charlas anteriores, que Irene necesitaba salir de su hogar donde vivía con su hijo y su padre violento y borracho en una casa vieja a unas cuadras de la placita. Reconocerme en alianza, también desde lo personal a lo político fue clave en mi relacionamiento en el campo.

Construyendo amistad e intimidad

Una de las dimensiones éticas que más me generó incertidumbre fue cómo manejar las relaciones de amistad que se forjaron en el campo que fueron una construcción de confianza fundamental para acceder a datos de la intimidad de mis interlocutores. Como bien destacan Carmen Gregorio Gil, Paula Pérez Sanz, y María Espinosa Spínola (2020), las relaciones de confianza implican también desvelar las prácticas de poder en el trabajo de campo como una preocupación de la perspectiva feminista en antropología social. También aquí aparecen mis privilegios frente a mis interlocutoras, como por ejemplo, haber podido mantener mis ingresos haciendo trabajo en forma virtual durante este período, donde muchas estaban en seguro de paro, contar con la comodidad de un hogar, y apoyo de familiares para el cuidado, entre otros factores.

Caí en cuenta de que las relaciones de amistad, en particular con dos de mis interlocutoras iban creciendo más de lo esperado cuando comenzamos a frecuentar la casa de la otra y a buscar espacios de disfrute en común viendo lo bien que la pasábamos en compañía y que nuestro hijes también se querían invitar entre sí. La incorporación de las emociones fue una parte fundamental para mi trabajo de campo, lo cuál de cierta manera iba en línea con mis posturas epistémicas dentro de la antropología feminista.

Los aportes a la epistemología feminista de Donna Haraway con su concepto de los conocimientos situados (Haraway, 1995) marcan una búsqueda por la visión encarnada de un conocimiento que es necesariamente parcial, no universal. Además implica no solo un vínculo afectivo entre las dos partes del binomio nosotros-otros tan presente en la etnografía.

Es desde ese conocimiento situado que he establecido vínculos afectivos con mis interlocutores que me generan algunos dilemas en cuanto a mi posicionamiento como investigadora, y a la forma de incorporar esta dimensión emocional. Tengo claro que no quiero obviar mis emociones en pos de una pretendida objetividad, pero me pregunto cómo traerla realmente.

El texto de Gregorio Gil (2018) donde reflexiona años después sobre su trabajo de campo con mujeres dominicanas, primero en España y luego de visita en República Dominicana luego de años me resultó útil para pensar el rol de las emociones en el campo y cómo ella reconoce haber querido obviar explicitar este tipo de relación en pos de una pretendida objetividad. Las relaciones de amistad, amor, dadas por el tipo particular de relaciones prolongadas en el tiempo que ha conllevado su práctica de investigación le permite reflexionar sobre la idea de habitar en su etnografía para entenderla como experiencia tratando de restituir de esta forma el valor del conocimiento desde su propio cuerpo, en tanto sujeto de acción que experimenta, siente y se emociona. Es desde este lugar emocional que yo siento también que logré conocer la vida, trayectoria y devenires de las personas de mi trabajo de campo. También las emociones estuvieron presentes a la hora de sentarme a analizar los datos obtenidos en el campo para empezar a escribir y encontrarme con la incomodidad de decidir qué incluía o no, qué información era demasiado sensible o reveladora.

Un dilema ético-metodológico ¿Cómo manejar información sensible para mis interlocutores?

Las preguntas en esta parte me desbordaban: ¿Cómo pongo el límite en el uso de datos de la intimidad, datos dados a mí como amiga? ¿Con qué criterios decido yo qué dejar fuera o dentro de los datos a analizar?

El hecho de que yo tuviera estas reacciones emocionales ante estos dilemas era en sí un dato. Como marca Gregorio Gil y mencioné más arriba, una etnografía reflexiva no debe ocultar las emociones, las relaciones con el otro, los dilemas éticos (2018, p.229). Decidí charlar sobre el tema con mis interlocutores en varias oportunidades, de cierta manera negociar la revelación de datos de la intimidad, pero también me veía en la disyuntiva de hacerme cargo de mi investigación y mi análisis más allá de lo que pudieran pensar.

La lectura de Gabriel Noel (2016) también me da pistas para no caer en lo que él califica como «sobre-explicar» nuestras intenciones a riesgo de «inutilizar nuestros dispositivos de recolección etnográfica» (p. 107), y saber que «por más avisados que estén», refiriéndose a la distinción entre amigo e investigador, tienden a olvidarlo (Noel, 2016, p. 112). Al igual que con el texto de Fonseca, Noel también ofrece un efecto tranquilizador (o no) a quienes investigamos: nuestro afán de blanquear intenciones y roles no nos garantiza nada.

El anonimato y la selección de fragmentos a analizar

A medida que realicé entrevistas e hice observación participante, fui recabando datos de mis interlocutores en charlas cotidianas y familiares desde hace por lo menos tres años. Esto es, mucho antes de que yo les explicitara que estaba haciendo una investigación y que me pusiera a utilizar lo que me contaban para construir mi investigación.

Mi idea casi instintiva fue ofrecer de plano el uso de seudónimos para preservar el anonimato. Después de todo, me estaban contando aspectos de su vida privada y yo debía asegurarles un espacio seguro y ganarme su confianza. Ante mi ofrecimiento, que quizás sonó como una obviedad de mi parte porque así lo sentía, no hubo resistencia ni hasta ahora un pedido expreso de usar su nombre completo ni dar detalles de dónde trabajan o a qué centro educativo mandan a sus niñes a cargo. Quizás esto no pasó porque yo ni siquiera abrí esa posibilidad.

Dicho esto, lo que señala Fonseca (2008) en cuanto al uso del anonimato recorriendo sus propias dudas y preguntas a lo largo de su carrera como investigadora me ha hecho repensar y dudar de lo que me parecía obvio. Me sentí muy identificada en su justificación ligada a sus objetos y sujetos de estudio:

… eu lido impreterivelmente com as práticas cotidianas das pessoas - num espaço de intimidade que escapa a discursos oficiais e documentos públicos. (…)o anonimato das personagens no texto etnográfico não implica necessariamente numa atitude politicamente omissa do pesquisador. Muito pelo contrário (Fonseca, 2008, p. 42).

Yo también siento que debo preservar la intimidad de mis interlocutores y me siento, aunque no me lo pidan, en la obligación de compartir lo que escriba sobre elles y negociar la confidencialidad permanentemente. Comparto con Fonseca su visión de que la antropología no trata de documentar la realidad bruta, sino de evocar la experiencia ajena, asumiendo mi responsabilidad como autora en esta especie de «traducción» frente a las realidades que me describen mis colaboradores de la investigación.

A modo de conclusión

La investigación antropológica no es ajena a la creación de relaciones de amistad en campo, de hecho las lecturas del curso (Alcázar Campos, Gregorio Gil, Fonseca, Noel…) apuntan a pensar que esa es la regla, y no la excepción. Va enmarcada también dentro de un giro epistemológico en la disciplina que propone incorporar la dimensión afectiva como un área fundamental para el conocimiento antropológico, no un impedimento para ello en un afán por lograr la tan deseada objetividad de otras épocas.

No obstante, los dilemas éticos que surgen en mi investigación me llevan a pensar que subyacen aspectos éticos en cuanto al cómo manejamos esas relaciones de poder en la práctica, los datos que allí se comparten y su uso y sobre todo qué decidimos ocultar o revelar en permanente diálogo con las personas que formaron parte de la investigación.

Tal como esperaba al inicio del curso, no existen respuestas absolutas sobre los principios éticos que deben regir la investigación antropológica. Más bien estos están en constante cambio y persisten las preguntas, aunque las autoras/os nos puedan ofrecer pistas sobre cómo lograron resolver (o no) sus dilemas para sus propias investigaciones o se arrepientan de cómo lo hicieron antes.

Con relación a mi trabajo de campo, rescato para el final la idea de Gregorio Gil (2018), quien plantea una «ética del cuidado», que es no es ni más ni menos que aplicar durante nuestra investigación la misma ética que en nuestras «relaciones de compañerismo y amistad, una ética sustentada en el respeto, el diálogo, la honestidad, la confianza mutua y la generosidad» (p. 249). Esto es un poco lo que intenté hacer hasta ahora en mi investigación si bien estoy haciendo mis primeras herramientas en campo con derecho a equivocarme y volver para aprender de ese error.

Una nube de nuevas preguntas también se me abre sobre los límites difusos de la ética de la investigación y sus construcciones histórico-sociales. ¿Cómo han sido diferentes estos planteos en relación con las corrientes epistémicas del Sur Global y la cercanía con nuestros objetos de estudio? Dejo también como pregunta a mí misma los dilemas éticos sobre el después de la investigación, algo en lo que no me atrevo a pensar todavía, muchas veces referida como la devolución en una lógica que no me convence del todo puesto que implica una antropología sobre y no con les otres que muchas veces se parecen a una misma.

Referencias

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Nota: Éste artículo corresponde 100% a Ana Abelenda

Nota: El comité editorial ejecutivo Juan Scuro, Pilar Uriarte y Victoria Evia aprobó éste artículo

Recibido: 20 de Marzo de 2022; Aprobado: 09 de Mayo de 2022

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