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Revista de la Facultad de Derecho

versão impressa ISSN 0797-8316versão On-line ISSN 2301-0665

Rev. Fac. Der.  no.53 Montevideo  2022  Epub 01-Jun-2022

https://doi.org/10.22187/rfd2022n53a8 

Doctrina

La racionalidad democrática como condición normativa para la aplicación del margen de apreciación nacional en el ámbito del control de convencionalidad. Una herramienta para la protección de las minorías

The democratic rationality as a normative condition for the application of the margin of state appreciation in the conventionality control. A tool for the protection of minorities

A racionalidade democrática como condição normativa para a aplicação do margem nacional de apreciação no âmbito do controle da convencionalidade. Uma ferramenta para a proteção das minorias

Luis Fleitas de León1 
http://orcid.org/0000-0001-9935-4316

1 Doctor en Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de la República. Magister en Derecho Constitucional, Universidad de Sevilla. Doctorando por la Universidad de Sevilla. Profesor adjunto (grado 3 contratado) de Derecho Constitucional, Universidad de la República. Contacto: luisflei@hotmail.com


Resumen:

El objeto de este trabajo es proponer a la racionalidad democrática como condición normativa para la aplicación del criterio del margen de apreciación nacional creado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el ámbito del control de convencionalidad, que profiere un margen de deferencia a favor del Estado enjuiciado en la solución nacional del caso y supone una autolimitación del Tribunal en el ejercicio de su potestad jurisdiccional. El estudio se realizó a partir de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en los casos planteados contra Francia por la aplicación de la Ley de laicidad en las instituciones educativas, n.º 2004-228, que concretó el valor constitucional de la laicidad desde la perspectiva religiosa de la cultura mayoritaria, omitiendo ―a mi criterio― la perspectiva de los grupos minoritarios y afectando, en consecuencia, los derechos de sus integrantes. Naturalmente, las reflexiones que se vierten son extensibles a cualquier tribunal o corte internacional de derechos humanos que se plantee la posibilidad de aplicar este criterio en el marco del control de convencionalidad.

Palabras clave: control convencionalidad; margen apreciación nacional; democracia; minorías; laicidad; neutralidad; libertad religiosa

Abstract:

Based on the criterion of margin of state appreciation, or discretion, produced by the European Court of Human Rights, the aim of this paper is to propose a democratic condition to the possibility that the Court can grant such deference from conventionality control to the prosecuted country, posing what should be its normative sense. The start-up is the Court’s jurisprudence in cases brought against France by the application of the Law of secularism in educational institutions n.º 2004-228, where secularism, neutrality ―in the way understood by the majority―, and the religious freedom of minorities were in conflict. Naturally, these reflections are extensible to any international court of human rights that considers the possibility of applying this criterion in the framework of conventionality control.

Keywords: conventionality control; margin of state appreciation; democracy; minorities; secularism; neutrality; religious freedom

Resumo:

O objetivo deste artigo é propor a racionalidade democrática como condição normativa para a aplicação do critério da margem nacional de apreciação construída pela jurisprudência do Tribunal Europeio de Direitos Humanos no campo do controle de convencionalidade, que prevê uma margem de deferência em favor da o Estado processado na solução nacional do caso e supõe uma autolimitação do Tribunal no exercício de seu poder jurisdicional. O estudo foi realizado com base na jurisprudência do Tribunal nos processos movidos contra a França pela aplicação da Lei de laicidade nas instituições de educativas, nº 2004-228, que especificou o valor constitucional da laicidade na perspectiva religiosa da cultura majoritária, omitindo -em minha opinião- a perspectiva dos grupos minoritários e afetando os direitos de seus membros. As reflexões expressas podem ser estendidas a qualquer tribunal ou corte internacional de direitos humanos que considere a possibilidade de aplicar esse critério no âmbito do controle de convencionalidade.

Palavras-chave: controle de convencionalidade; margem de apreciação nacional; democracia; minorias; laicidade; neutralidade; liberdade religiosa

1. Objeto

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha desarrollado en su jurisprudencia el criterio del margen de apreciación nacional, a partir de cuya aplicación dispensa en ciertos casos del control de convencionalidad a un Estado sujeto al Convenio Europeo de Derechos Humanos, si la solución a la que hubiese arribado tal Estado en su jurisdicción interna tiene lo que se considera como apariencia de buen derecho. Concretamente, la pauta del margen de apreciación nacional permite un espacio de inhibición de la protección internacional en deferencia de la apreciación nacional sobre el contenido de algunos elementos normativos indeterminados de la protección internacional de derechos humanos.

Este criterio no ha sido recibido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), más allá de algunas fugaces apariciones en su jurisprudencia1 en las que la Corte IDH lo ha referido a los efectos de reconocer en favor de los Estados un espacio para la implementación nacional de las medidas para dar cumplimiento a los derechos convencionales, mas no como un criterio de renuncia o inhibición de su potestad del control de convencionalidad.

Este trabajo no se centra en tratar los contornos y límites del concepto de margen de apreciación nacional construido por la jurisprudencia del TEDH, sobre lo que existen profusos estudios, sino que tiene como objetivo plantear cuáles son las condiciones normativas a la posibilidad de que el Tribunal pueda otorgar válidamente tal deferencia o margen discrecional de apreciación favorable al Estado enjuiciado, aspecto trasladable a cualquier corte o tribunal internacional de derechos humanos ―universal o regional― que adopte este criterio.

Específicamente, me centraré en la condición democrática a la aplicación del criterio del margen de apreciación nacional, entendida en forma preliminar como la debida racionalidad democrática ―deber que según veremos es jurídico normativo― con la que el Estado en su jurisdicción interna debió resolver un caso luego procesado ante el TEDH, como presupuesto normativo de la posibilidad de ser destinatario de tal deferencia.

El estudio se desarrollará puntualmente a partir del análisis de la jurisprudencia del tribunal en los casos planteados contra Francia como consecuencia de la aplicación de la Ley de laicidad en las instituciones educativas n.o 2004-228, en los cuales entraron en conflicto la laicidad del Estado francés y su pretensión de neutralidad frente al fenómeno religioso, planteada desde la perspectiva cultural de la mayoría dominante, con la perspectiva cultural de los grupos minoritarios y la consecuente la afectación de los derechos de sus integrantes.

2. El margen de apreciación nacional: concepto e inserción en el espacio europeo de protección de los derechos humanos

La gestación y el desarrollo del criterio del margen de apreciación nacional son propios del espacio europeo de protección de los derechos humanos. La complejidad del espacio europeo ―comparado con el sistema interamericano de derechos humanos― exige ciertas precisiones en cuanto a la ubicación del criterio del margen de apreciación nacional en este, antes de su definición.

En las Américas funciona monolíticamente el sistema interamericano de derechos humanos, en cuya base está el control de convencionalidad del derecho interno de los Estados americanos respecto de la Convención Americana de Derechos Humanos. El sistema interamericano tiene un régimen propiciado por la jurisprudencia de la Corte IDH que admite dos niveles. Por un lado, el control de convencionalidad concentrado, de la propia Corte, que puede reputar inconvencionales las normas de derecho interno contrarias a la Convención. Por otro lado, a partir del caso Almoacid Arellano2 de 2006, la adopción del criterio de exigir a los jueces de cada Estado que ellos mismos desapliquen en el caso concreto las normas de derecho interno que se opongan a la Convención, planteado por la propia Corte.

En el espacio europeo coexisten dos sistemas de protección de los derechos humanos: uno en el ámbito de la Unión Europea (UE) y otro en el ámbito del Consejo de Europa, ambos con distinta naturaleza y operatividad.

En el ámbito de la UE rige la Carta de Derechos Fundamentales, que es parte del derecho de la Unión, es decir, es derecho comunitario. La Carta se originó en la Declaración de Niza de 2000, pero fue reconocida con valor jurídico de tratado ―es decir, de derecho primario u originario en el derecho comunitario― a partir del artículo 6.1 del Tratado de la UE vigente desde 2009.

En la UE funciona un órgano jurisdiccional supranacional que es el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), a cargo de controlar la aplicación del derecho comunitario por cada Estado parte de la Unión en lo que se ha denominado «control de comunitariedad», lo que incluye el control de la aplicación de la Carta de Derechos Fundamentales.

En el ámbito del Consejo de Europa, desde 1953 está vigente el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), del que son signatarios Estados que forman parte de la UE y otros que no, y respecto del cual está aún pendiente la adhesión de la propia UE según el artículo 6.2 del Tratado de la Unión Europea. En el ámbito del Consejo de Europa funciona otro órgano jurisdiccional que es el TEDH, que tiene a cargo el «control de convencionalidad» de las normas internas, de las acciones y las omisiones de los Estados respecto del Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Adicionalmente, los jueces de los Estados parte de la UE y de los Estados parte del Consejo de Europa tienen distintas responsabilidades respecto del aseguramiento de la aplicación interna de la Carta ―como parte del derecho comunitario― y del Convenio.

En materia de derecho comunitario, el TJUE, principalmente a partir del caso Simmenthal 3, ha atribuido de forma específica a los jueces nacionales el deber de aplicar las disposiciones del derecho comunitario ―lo que incluye a la Carta― en el ámbito de su competencia y de garantizar su plena eficacia dentro del Estado en virtud de la primacía del derecho comunitario respecto del interno.

En cambio, el TEDH, que centraliza el control de convencionalidad respecto del Convenio Europeo de Derechos Humanos, no ha ordenado con claridad a los jueces de los Estados signatarios del Convenio la desaplicación el derecho interno si contraviene al Convenio ―como sí lo ha hecho la Corte IDH desde el caso Almoacid Arellano―, si bien ha condenado a los Estados a reparar a los lesionados por una violación en alguno de los derechos reconocidos por la Convención y ha dispuesto que los Estados deben establecer mecanismos para remediar el incumplimiento de las obligaciones contraídas en el Convenio. Por ello el control de convencionalidad interno ha sido dificultoso y heterogéneo, según el entendimiento de los jueces de cada país.4

Entre las tópicas que se generan en este marco de complejidad ―que no es nuestro objetivo agotar―, está el conflicto que se suscita entre la protección comunitaria de los derechos fundamentales y el margen reivindicado soberanamente por algunos Estados para tutelar o restringir derechos, atento a las particularidades de la cultura jurídico-política manifestada en sus constituciones y en las normas legislativas, así como en el modo de interpretar, concretar y aplicar el derecho por sus órganos jurisdiccionales.

Este conflicto tiene diferentes formas de desanudarse, según ocurra en el ámbito del derecho de la UE, donde ubicamos a la Carta de Derechos Fundamentales, o en el del CEDH, sin perjuicio de que ambos instrumentos dialogan normativamente a través de lo que dispone el artículo 52 apartado 3 de la Carta5 y el artículo 53 del Convenio.6

En el ámbito del derecho de la Unión, la Carta de Derechos Fundamentales es la clave de bóveda en materia de derechos fundamentales7 y es, como ya señalara, derecho originario por tener valor jurídico de Tratado. En la órbita del derecho de la UE, del que es parte la Carta, el partido se juega sobre la base del criterio de primacía del derecho comunitario sobre el derecho interno de los Estados, en el ámbito de competencia de la UE, y así opera el control de comunitariedad del derecho interno de los Estados, a cargo del Tribunal de Justicia y de los jueces nacionales en su caso.

En este ámbito no hay lugar para un margen discrecional de apreciación nacional de cada Estado respecto de la aplicación de la Carta.

Los Estados ceden competencias a la UE y en ese espacio cedido, atento a la jurisprudencia del TJUE8, el derecho de la Unión ―en especial, el derecho originario― tiene primacía sobre el de los Estados parte a los efectos de asegurar su eficacia interna directa. Ello permite una plataforma de protección uniforme de los derechos entre los miembros, cuyo centro reside en una confianza recíproca entre los Estados, en el respeto mutuo de la normativa de la UE, incluida la Carta. Un Estado parte de la UE no puede imponer al resto su estándar de protección allí donde el derecho de la Unión ha establecido normas uniformes que no dejan margen para la competencia normativa interna de cada Estado ni para la apreciación interna de la aplicación de estas normas, y su rol es el de aplicador o ejecutor del derecho de la Unión.

Tal principio es una regla incólume en el derecho de la Unión, sin perjuicio de que el TJUE ha expuesto alguna dualidad que debe ser anotada, como puede detectarse en los casos Aranyosi9y Melloni10 evidenciada en algunos supuestos de aplicación de la Orden europea de detención de personas y entrega entre los Estados miembros (Euroorden), adoptada por el Consejo de la UE en la Decisión Marco n.o 2002/584/JAI y modificada por la n.o 2009/299/JAI.

El criterio del margen de apreciación nacional a favor de los Estados enjuiciados ha sido una construcción del TEDH, en el ámbito del control de convencionalidad del derecho intraestatal respecto del Convenio Europeo de Derechos Humanos, a partir de una interpretación de su artículo 15.111 y de una jurisprudencia cimentada desde los casos De Wide, Ooms et Versyp c. Bélgica12Irlanda c. Reino Unido13 y Handyside c. Reino Unido14.

Los Estados parte del Consejo de Europa otorgaron al TEDH la competencia de juzgar las concretas violaciones a los derechos convenidos en el CEDH y en este marco tiene un rol tutelar del estándar común de protección de derechos en tanto este solo tiene sentido si resulta equivalente para todos los Estados, sin que ninguno pueda imponer a los demás su parámetro de tuición, lo que caracteriza al Convenio en los términos que señala Francisco García Roca (2019) , como una norma constitucional de orden público europeo o de collective enforcement.

Ahora bien, el sistema europeo de los derechos humanos ―al igual que el interamericano― ha sido adoptado para reforzar la garantía interna de los derechos fundamentales de las personas, pero no para reemplazar las vías nacionales de tutela. Esto significa la subsidiariedad del sistema regional, cuyo efecto es añadir una garantía internacional a aquella que surge de los sistemas jurídicos de los Estados parte. La lógica de la subsidiariedad obliga a las víctimas a agotar los recursos internos antes de acudir a la jurisdicción del TEDH, por lo que los Estados, a través de sus jueces y en último término de su corte o tribunal constitucional, son los que deben valorar y ponderar en primer lugar los derechos en juego, a riesgo de que el Estado pueda sufrir una condena ulterior en la jurisdicción del TEDH.

Lo señalado se ve potenciado porque el Consejo de Europa está integrado por una multitud heterogénea de Estados, endógenamente multiculturales y a su vez con particularidades culturales que los diferencian entre sí, lo que dificulta la compresión común del sentido y alcance de algunos de los derechos acordados en el Convenio. Por tal razón, expresan García Roca (2019, pp. 99-102) y Eduardo Ferrer Mac-Gregor (2017, pp. 790, 791) , el TEDH construyó y desarrolló en su jurisprudencia el criterio del margen de apreciación nacional, como un reconocimiento a que la protección internacional sobre los derechos convive con las diversidades y el pluralismo cultural de los Estado parte. En este sentido, el TEDH ha entendido que los Estados tienen un margen de discrecionalidad para dar contenido o significación a alguno de los derechos o libertades previstas en el Convenio, cuando no existe un consenso europeo sobre el contenido o la significación de ese derecho, es decir, cuando no existe un contenido o significación común trasladable por igual a todos los Estados.

Adicionalmente, hay una diferencia sustancial en la naturaleza de la organización en la que se inserta el Convenio, en comparación con la UE, que expone una razón sistémica por la que el TEDH ha podido construir el criterio del margen de apreciación nacional. El Convenio fue aprobado y orbita en el Consejo de Europa, una organización internacional sin la característica de supranacionalidad de la Unión donde no opera un desplazamiento de competencias desde los Estados hacia el Consejo y sus órganos, como sí ocurre en la UE. La referida característica incide en que sea más difuso el límite entre el ámbito de aplicación del estándar común de protección de derechos fundamentales acordados por los Estados en el Convenio y los márgenes de soberanía reclamados por algunos Estados europeos, si se lo compara con la aplicación de la Carta de Derechos Fundamentales, en la medida en que, en el caso del derecho de la UE, el desplazamiento de competencias y el principio de primacía aportan reglas estructurales que resuelven con mayor certeza el clivaje entre el estándar común de protección de derechos y los reclamos de espacios de soberanía de los Estados.

El criterio del margen de apreciación nacional implica una deferencia del Tribunal hacia el Estado enjuiciado en el reconocimiento de un cierto margen de discrecionalidad para interpretar y aplicar el Convenio y, a su vez, una regla de no decisión por la cual el Tribunal se inhibe en el ejercicio de su poder jurisdiccional en un caso concreto. Al aplicar el criterio del margen de apreciación nacional, el Tribunal evita enjuiciar aspectos fácticos y normativos relevantes en un caso y se limita a ratificar la decisión adoptada en el ámbito la jurisdicción nacional, cuando la controversia está centrada en cuestiones en las que tiene una relevante incidencia las características más esenciales del Estado enjuiciado derivadas de su diseño institucional o de la realidad cultural de la sociedad.

Al recurrir a este criterio de construcción jurisprudencial, el Tribunal puede autolimitarse en el ejercicio de su potestad jurisdiccional de control de convencionalidad frente al Estado cuando la decisión adoptada en el ámbito nacional tiene apariencia de buen derecho. De esta forma, el Tribunal evita cuestionar la perspectiva del Estado en casos con las características señaladas, respetando una razonable deferencia hacia el Estado, cuya justificación deriva de la subsidiariedad inherente a la protección internacional de los derechos humanos frente a la nacional y de la idea ―a mi criterio controversial, según analizaré en la sección 4― de que la mejor posición frente al caso la tiene el juez nacional, por ser más próximo a las circunstancias de la controversia, frente al distante juicio del Tribunal.

El criterio del margen de apreciación nacional pone sobre el tapete el clivaje entre la protección convencional de los derechos y el reclamo de espacios de soberanía por los Estados, como residuo del viejo paradigma de la soberanía irrestricta, que en ocasiones incluso ha provocado posiciones paranoicas de algunos Estados europeos de estar ―formal― y no estar ―sustancial― en el ámbito de la protección convencional de los derechos, como es el caso explícito del Reino Unido15.

En un ámbito continental donde la heterogeneidad cultural es palpable, los debates pendulares entre la protección convencional de los derechos y los reclamos de espacios de soberanía de los Estados deben aceptarse y darse. Ahora bien, lo que parece no ser tolerable es que el criterio del margen de apreciación nacional ―que apunta a tomar en cuenta las perspectivas institucionales y culturales de un Estado, su incidencia en el modo de interpretar, concretar y aplicar la normativa estatal y convencional y en la resolución de un caso― permita abrir un orificio que mengüe el estándar convencional de protección común de los derechos en perjuicio de las personas que integran grupos minoritarios con un sentir cultural diferente al mayoritario e imperante en ese Estado.

Por esta razón pienso, al igual que García Roca (2007) , que una vez aceptado el margen de apreciación nacional como criterio pasan a ser claves los presupuestos y condiciones para su aplicación a los efectos de no desvirtuar el estándar común de protección de derechos humanos.

3. Jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en los casos contra Francia por la aplicación de la Ley n.o 2004-228.

El inciso 1º del artículo 1 de la Ley francesa n.o 2004-228, del 15 de marzo de 2004, dispone una expresa interdicción a la libertad religiosa: «Está prohibido, en las escuelas, colegios públicos y escuelas secundarias, el uso de símbolos o atuendos por los que los estudiantes manifiesten ostensiblemente una afiliación religiosa».

El inciso 2º del artículo establece la pauta de lo que será la consecuencia jurídica del incumplimiento de dicha obligación de no hacer: la instauración de un procedimiento disciplinario, previo diálogo con el estudiante, cuyo acto final será una sanción que puede culminar incluso con la expulsión, como ocurrió en los casos que se abordarán a continuación.

La ley dispone así un límite a la libertad religiosa en los términos que consagra el artículo 9.1 del CEDH, pues la norma convencional lo define, genéricamente, como el derecho de toda persona a la libertad de pensamiento, conciencia y religión, para luego aclarar de forma explícita que implica: «la libertad de manifestar su religión o sus convicciones, individual o colectivamente, en público o en privado».

La ley francesa pretende insertarse en el artículo 9.2 del Convenio, que habilita a los Estados parte a establecer restricciones al derecho por la vía de las leyes.

Ahora bien, la norma convencional es prístina al indicar las razones legítimas para que estas restricciones sean toleradas. Dichas razones pueden ser agrupadas en dos. Por un lado, las medidas necesarias en una sociedad democrática para la seguridad pública, la protección del orden, la salud o los derechos de las demás personas, que son razones objetivables como límites y, en cuyo caso, la cuestión será la proporcionalidad de la medida respecto del valor a proteger. Por otro lado, aquellas medidas necesarias en la sociedad democrática para la protección de la moral pública, que son razones que en sí deberían reflejar e incluir ―o, como mínimo, no excluir― a las diferentes perspectivas culturales ―mayoritarias o minoritarias― democráticamente aceptables que coexisten en un Estado.

La razón única y exclusiva del límite de la ley francesa es impedir el uso de vestimentas y símbolos religiosos ostensibles en los centros de educación, lo que centra la cuestión no en una razón de salud, de seguridad u orden público, sino en la laicidad como un valor susceptible de ser protegido por Francia, en tanto nota adjetiva de la República de acuerdo al artículo 1 de su Constitución. Lo señalado parecería categorizar a tal límite dentro del segundo grupo de las razones de restricción toleradas por el Convenio, es decir, la razón del límite se asentaría en un valor propio de la moral pública de la cultura francesa. Ahora bien, atento a lo expresado en el parágrafo anterior, el aspecto clave es si la concreción que hace la ley del valor laicidad es común ―y, por lo tanto, inclusiva― a las diferentes perspectivas culturales ―mayoritarias o minoritarias― democráticamente aceptables que coexisten en Francia.

La Ley n.o 2004-228 presupone un conflicto entre laicidad y libertad religiosa en las instituciones educativas, a cuyo respecto la norma preceptúa una solución que no se agota en sí, sino que impacta en el acceso y en la integración de quienes profesan determinadas religiones en tales centros ―dada la posibilidad de su expulsión― lo que le da una dimensión aun más problemática a ese conflicto. Esto presupone además un segundo nivel conflictivo que anida en la pretensión de equidistancia neutral del Estado y la multiculturalidad de la sociedad en la cual se asienta ese Estado, como es el caso de Francia.

Este contexto, como el de cualquier caso, es útil para valorar las condiciones y los límites del margen de apreciación nacional y la procedencia de su uso por el TEDH.

A partir de la sentencia en el caso Leyla Şahin c. Turquía16, en la que el Tribunal Europeo confirmó la decisión del Tribunal Constitucional de Turquía que sostuvo la prohibición del uso del velo islámico y otras vestimentas religiosas dispuesta por la Universidad de Estambul por entenderla una medida necesaria en el contexto cultural turco, se dieron una serie de decisiones orientadas a justificar y confirmar políticas nacionales restrictivas del uso de simbología religiosa en lugares públicos, recurriendo al criterio del margen del apreciación nacional.

Transportándonos específicamente a Francia, hubo dos sentencias en el 2008 que fueron expresivas de esa actitud del Tribunal y tuvieron la particularidad de recaer sobre hechos ocurridos antes de la entrada en vigencia de la Ley n.o 2004-228.

Los casos Dogru17 y Kervanci18 fueron dos conflictos suscitados en una escuela pública a partir de la prohibición a dos estudiantes musulmanas de llevar velo islámico, que están en la base de la deliberación de lo que luego fue la referida ley francesa. En los dos casos, el profesor de educación física, aduciendo razones de higiene y seguridad, no les permitió continuar la clase de deporte con la cabeza cubierta. Las estudiantes, a su vez, se negaron a concurrir a estas clases sin el velo que usan por motivos religiosos. Luego de algunas instancias conciliatorias, el comité de disciplina las expulsó del colegio, por falta de asistencia a las clases de deporte. La decisión administrativa fue confirmada por el Consejo de Estado en 2004.

El TEDH declaró en sentencia unánime que la medida disciplinaria adoptada por las autoridades educativas ―la expulsión de la escuela― estaba justificada por el principio de proporcionalidad. Por lo tanto, a su criterio, no había habido violación de la libertad religiosa ni tampoco del derecho a la educación garantizado en el Protocolo n.o 1 del Convenio.

La argumentación del TEDH retomó la doctrina ya establecida a partir del caso Leyla Şahin, subrayando la importancia de la laicidad como principio constitucional de profunda raíz cultural en Francia, la necesidad de preservar un entorno de neutralidad en la escuela, manteniéndolo libre de expresiones excesivas que puedan constituir proselitismo o provocación para los otros alumnos, y todo en el marco del reconocimiento de un amplio margen de apreciación a las autoridades nacionales para aplicar medidas restrictivas de la libertad de religión y de manifestación, que vayan declaradamente encaminadas a proteger los derechos de los demás miembros de la comunidad escolar.

Vayamos así al caso que nos ocupa. El Tribunal se pronunció en idéntico sentido al expuesto ante las expulsiones de alumnos de escuelas en Francia por negarse a concurrir sin sus vestimentas o símbolos religiosos, por aplicación de la Ley n.o 2004-228, tanto en asuntos en los cuales el objeto en cuestión era el velo islámico femenino ―véase el caso Aktas1919― como en asuntos donde el objeto era el keski, un bajo turbante que usan alumnos de la religión sij ―véase el caso Jasvir Singh20, entre otros―.

Las instituciones educativas entendieron que se trataba de símbolos ostensibles, por lo que, por aplicación de dicha ley, la decisión de expulsión dictada por las autoridades educativas se consideró legítima y así fue confirmada por el Consejo de Estado.

El TEDH, con sentencias casi idénticas de contenido, y siguiendo la jurisprudencia asentada en los casos Dogru y Kervanci ―y otros―, encontró justificadas y proporcionadas las medidas disciplinarias contra los alumnos, a pesar de que la prohibición no refería solo a una clase de deporte sino a todo el recinto y horario escolar, ni estaba motivada en una razón de higiene y seguridad sino en el carácter ostensible de la vestimenta religiosa.

Llamativamente, en las sentencias dictadas en tales casos, puede leerse que las demandas se fueron rechazadas por el Tribunal por entenderlas «manifiestamente infundadas», asentándose en el margen de apreciación que les queda a las autoridades nacionales en este ámbito.

Volviendo a lo que se señalara antes, el detalle más importante radica en que el apoyo del TEDH a la Ley n.o 2004-228 tiene una dimensión que va más allá de otras decisiones anteriores en las que este Tribunal había declarado, y justificado, siempre a partir del margen de apreciación, el rechazo de las autoridades francesas a otorgar excepciones a normas o prácticas impuestas para proteger la salud o la seguridad de los alumnos cuando estas imponían el despojo momentáneo del objeto religioso en una clase de gimnasia ―casos Dogru y Kervanci―. En dichos casos se trataba de limites basados en razones objetivables y su finalidad no parecía tener que ver con la religión y sus manifestaciones físicas o, al menos, su relación con lo religioso era tangencial.

Por el contrario, la Ley francesa de 2004 tiene por objeto explícito la limitación general del ejercicio de la libertad religiosa en su expresión física personal, fundada únicamente en lo ostensible del vestido o símbolo religioso, y no está vinculada a otra razón objetivable (Martínez-Torrón, 2009, p. 107) . El límite legal pretende ser una legítima concreción de la laicidad como valor común de la cultura francesa de anclaje constitucional, y es esa su razón jurídica. Ergo, los casos Aktas y Jasvir Singh en los que se aplicó la Ley, fueron resueltos internamente por los órganos jurisdiccionales franceses a partir de tal parámetro jurídico, en decisiones que se mantuvieron sin revisión del TEDH al inhibirse este en el uso de su poder jurisdiccional al amparo del margen de apreciación nacional.

La cuestión que se nos plantea es si este límite previsto en la ley francesa encierra un modo de entender la religiosidad, en el marco del valor laicidad, común e inclusivo de las diferentes perspectivas culturales ―mayoritarias o minoritarias― que coexisten en Francia, o si, por el contrario, solo refleja la predominante en la cultura francesa, con un carácter centrífugo sobre las minorías que entiendan de modo diverso la religiosidad, jaqueando la libertad religiosa de sus integrantes, su acceso e integración plena a los centros educativos y, como última consecuencia, su inclusión como ciudadanos del sistema democrático francés con posibilidades de participación en los asuntos públicos.

La interrogante entonces es si en un caso con tales características resulta admisible la aplicación del criterio del margen de aplicación nacional por el TEDH o por cualquier corte o tribunal internacional de derechos humanos que se enfrentara a un asunto similar.

4. La racionalidad democrática como condición normativa del margen de apreciación nacional: su orientación hacia la tutela de las minorías

4.1 Condiciones normativas para la aplicación del criterio

Los contornos conceptuales del criterio del margen de apreciación nacional tienen «geometría variable», como señala García Roca (2007) y estos han sido abordados con mayor o menor profundidad por la jurisprudencia del TEDH, pero, adicionalmente, hay ciertas condiciones ―que, como veremos, son normativas― para la aplicación del criterio de margen de apreciación nacional.

Hay dos premisas conceptuales ―ya desarrolladas― que nos colocan de frente ante las condiciones referidas. Por un lado, el sistema europeo de derechos humanos fue diseñado para reforzar la garantía de derechos fundamentales de las personas, mas no para reemplazar las vías estatales de tutela, lo que conlleva la subsidiariedad del sistema. Por el otro, el criterio del margen de apreciación nacional se inserta en ese sistema y su sentido radica en que, como ha entendido el TEDH, los Estados tienen un margen de discrecionalidad para dar contenido o significación a alguno de los derechos o libertades previstas en el convenio cuando no existe un consenso europeo sobre el contenido o la significación de ese derecho trasladable por igual a todos los Estados.

Tanto la convención del estándar común y recíproco de protección de derechos humanos con carácter subsidiario al de los Estados como la aceptación del criterio de margen de apreciación nacional en ese marco reposan sobre una base irreductible de confianza recíproca entre los Estados. Esta base irreductible descansa en la confianza entre Estados que se asumen mutuamente bajo el imperio del derecho, con un diseño constitucional y un funcionamiento democrático, y, por virtud de tales características, con una concepción común de los derechos humanos y con medios de tutela ―sobre todo jurisdiccionales― similares más allá de matices en sus formatos. Lo señalado es la condición que da racionalidad, justifica y legitima al sistema y a su vez permite su funcionamiento.

Ahora bien, tal condición ―que según veremos al final puede desbrozarse en dos condiciones― no permanece en el plano de la dogmática, sino que está anclada en el Estatuto del Consejo de Europa de 1949 y en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, por lo que adquiere carácter prescriptivo normativo para los Estados parte del Consejo y signatarios del Convenio, en tanto conforman ―junto a otros instrumentos accesorios― un sistema normativo que funciona como tal, de forma vinculada y en constante diálogo con las Constituciones de los países e incluso con el derecho de la UE del modo que brevemente indicamos en la sección 2.

En el Estatuto del Consejo de Europa, tanto en su preámbulo como en el artículo 3, los Estados reafirman la adhesión y reconocimiento al «imperio del Derecho» y a los «principios sobre los cuales se funda toda auténtica democracia». Del mismo modo lo hace el CEDH, pues su preámbulo declara que el espíritu y patrimonio común de los Estados europeos signatarios son el «respeto a la libertad y de primacía del Derecho» y agrega que las libertades fundamentales a las que adhieren «reposan esencialmente, de una parte, en un régimen político verdaderamente democrático». Incluso en la Declaración de Copenhague, de 13 de abril de 2018, los Estados que integran el Consejo han reconocido la importancia del Convenio para la defensa de la democracia.

Al ser la condición de Estado constitucional de derecho con un diseño y funcionamiento democrático un deber normativo que el sistema convencional prescribe a los Estados, como presupuesto de base para el funcionamiento del sistema; y, siendo el criterio del margen de apreciación nacional un espacio de deferencia que el TEDH asume conferir a favor del Estado respecto de la resolución de un caso, inhibiéndose de actuar, resulta imperativo para el sistema ―por prescripción de las normas convencionales― que el TEDH verifique, al aplicar el criterio de deferencia, si el Estado involucrado cumple con tal condición o no.

Así las cosas, esta condición normativa que el sistema europeo de protección de los derechos humanos le impone a los Estados es, por traslación, una condición normativa que le impone al TEDH para aplicar este criterio y conceder tal deferencia a favor del Estado. En la medida en que en el marco del control de convencionalidad orientado hacia la tutela de los derechos humanos la responsabilidad última del TEDH reside en tutelar la comunidad de derechos convenida por los Estados e impedir que uno imponga a los otros su estándar de protección, el Tribunal no debe conceder dicha deferencia de apreciación a favor de un Estado cuando algún aspecto de la condición normativa no se cumple plenamente, en la medida en que esta delinea el nadir normativo aceptable de la actuación del Estado en el sistema europeo de protección de derechos humanos que es la base de la confianza recíproca que lo sustenta.

Por último, por una cuestión de orden para este estudio, señalamos que esta condición normativa puede desbrozarse en dos condiciones o precondiciones ―tomando la nomenclatura que utiliza Francisco Barbosa (2013, pp. 1099-1011) ―. La primera condición consiste en que el Estado sea un Estado de derecho y funcione como tal. Ello significa, básicamente, que la presunta víctima haya podido accionar ante un órgano jurisdiccional independiente de forma efectiva, para así obtener la restitución del goce de su derecho y su reparación en un tiempo razonable, en la medida en que entienda que haya sido lesionada. La segunda condición consiste en que el Estado sea democrático. Ello implica que, además de contar con un sistema constitucional de gobierno que sea democrático y con legitimidad democrática en sus gobernantes, el Estado debe haber operado con racionalidad democrática en todos los aspectos vinculados al caso.

En la dimensión normativa y conceptual de la condición democrática me centraré en las siguientes apartados.

4.2 Sentido y normatividad de la racionalidad democrática

Centrémonos entonces en la condición democrática que, entiendo, fue la desatendida por el TEDH en los citados casos de aplicación de la Ley francesa n.o 2004-228.

Recapitulemos. El Estatuto del Consejo de Europa y el Convenio Europeo de Derechos Humanos, que delimitan el ámbito normativo de los Estados sujetos al Convenio y a la jurisdicción del TEDH, parten de una premisa que es normativa ―por lo tanto prescriptiva― y a partir del cual se estructura el sistema de protección de derechos humanos, incluido el criterio del margen de apreciación nacional creado por el TEDH en su jurisprudencia: los Estados parte son democráticos y deben funcionar democráticamente.

Para adjetivar un Estado como democrático ―con toda la carga que implica― no basta con que su Constitución consagre un sistema democrático de gobierno, sino que es necesario además que su actuación sea conforme a un deber ser adecuado a una racionalidad jurídica propiamente democrática. Las interrogantes que surgen a continuación son: si es posible identificar una racionalidad de lo democrático y si la racionalidad democrática tiene prescriptividad normativa para los Estados en sí y para quienes expresan la voluntad de los órganos estatales en el ejercicio de sus diferentes funciones, la legislativa, la administrativa o ejecutiva, e incluso la jurisdiccional.

Comencemos por la segunda interrogante. La racionalidad democrática, como forma de funcionamiento y de comportamiento adecuada a la racionalidad de un Estado constitucional y democrático no es una noción programática sino un concepto prescriptivo normativo en sentido jurídico. En la democracia como concepto, con todo lo que implica y a pesar de su inexactitud descriptiva dada la variedad de formas que puede asumir, hay una racionalidad cierta que permite sostener un ideal claro sobre lo que la democracia debe ser. Así las cosas, lo que una democracia sea no debe separarse de lo que debe ser. Lo descriptivo ―ser― y lo prescriptivo ―deber ser― en la democracia establecen un juego de tensión que es constante. La democracia resulta de, y es conformada por, las interacciones entre el deber ser y su realidad, «el empuje del deber y la resistencia del es», como explica Giovanni Sartori (1988, pp. 26, 27) .

Así, la democracia tiene una función prescriptiva que es persuasiva y normativa de las conductas humanas que se desarrollan en el plano del ser. El carácter normativo prescriptivo del concepto de democracia se evidencia en la medida en que su justificación no está en lo que cada comunidad crea subjetivamente que es, sino en aquella racionalidad ― Carlos Nino (1997, pp. 21-22) se refiere a valores― que en realidad hace que la democracia esté, en efecto, justificada ante a los ciudadanos.

La pretensión de captar en una fórmula abstracta a la racionalidad democrática puede parecer contradictoria con su noción en sí dada su inexactitud descriptiva, como alerta Martin Kriele (1980, p. 51) , y sin embargo hay un núcleo de lo democrático que lo distingue de otros sistemas ―piénsese en los sistemas totalitarios o feudales― y que se debe reflejar en instituciones concretas de un Estado democrático, como son su sistema de gobierno, la división entre poderes, el sistema de fuentes del derecho, el principio democrático para la creación de las leyes, los derechos humanos, etcétera.

Este núcleo, que es su deber ser, determina la normatividad de la democracia, que depende de una racionalidad propia que, como señala Sartori (1988, p. 27) , abreva del sentido etimológico y ontológicamente abierto, plural e inclusivo del demos que gobierna por y para sí, que determina la ratio de los diferentes aspectos del sistema democrático ―que reseñé de forma enunciativa en el parágrafo anterior― como garantía de la dignidad humana (Häberle, 2018, p. 183) o, más precisamente, como garantía de la autonomía relacional del ciudadano democrático entendida como la capacidad de autonormarse en su vida en relación (Blanca Rodríguez, 2019, p. 133) y que lo distingue de la racionalidad imperante en otros sistemas como, por ejemplo, en los Estados totalitarios.

La pluralidad del demos, que es una de las matrices de la democracia, supone la variedad de carácter de los seres humanos con independencia de su etnia u origen y la posibilidad de expandirse o manifestarse en diversas direcciones, incluso antagónicas. La apertura y la inclusión del demos plural en el cratos, que es la otra matriz democrática, exige el reconocimiento de derechos a todos los individuos aun en la diferencia ―en el sentido liberal de la democracia― que permite su participación directa o indirecta en la adopción de las decisiones sobre los asuntos públicos ―en el sentido republicano de la democracia―, lo que exige un procesamiento dinámico del consenso entre los diferentes sobre la base del principio de discusión, tempranamente planteado por John Stuart Mill (1964, pp. 65-69) , discusión que debe darse en el proceso deliberativo racional previo a toda decisión legislativa, como señala Sartori (1988, p. 124) , pero con un necesario reflejo en la decisión en sí, como se desprende con luminosidad del principio discursivo de Jürgen Habermas (2010): «válidas son aquellas normas [solo aquellas] a las que todos los que puedan verse afectados por ellas pudiesen presentar su asentimiento como partícipes de discursos racionales» (p. 172).

La deliberación apunta al consenso y no a la unanimidad ―¿o quizás sí, en un sentido ideal?―, y por supuesto que no supone la negación de las mayorías como técnica para adoptar decisiones jurídicas en los Poderes representativos propios de un Estado con un sistema de gobierno democrático. La virtud de la deliberación es epistémica (Nino, 1997, pp. 180-182) en tanto evita que el principio de las mayorías opere de forma absoluta o avasallante, pues de ser así se excluiría a las minorías, habría un demos y un no demos, es decir, una parte del pueblo se convertiría en no pueblo o, dicho de otro modo, una parte del pueblo dejaría de participar con posibilidades de incidencia en la decisión de los asuntos públicos, lo que sería contrademocrático. La deliberación racional permite de un modo u otro la inclusión de todos ―mayorías y minorías― y apunta, en específico, a la inclusión de la perspectiva de las minorías aun en la decisión sobre un asunto público finalmente adoptada por la técnica de la mayoría, lo que sistematiza con la idea del autogobierno o gobierno desde y para el pueblo ínsita en la democracia.

Esa normatividad ínsita en lo democrático no es meramente ética o política, sino que es jurídica para los Estados que en sus Constituciones se definen como democráticos, desde su frontispicio hasta su diseño, lo que en el caso de los Estados parte del Consejo de Europa y signatarios del Convenio ―lo mismo puede decirse en el caso de los Estados del sistema interamericano de derechos humanos― es a su vez positivizado e impuesto por normas de derecho internacional de origen convencional como el Estatuto y el Convenio Europeo, en tanto ―como se analizó en el apartado 4.1― obligan a los Estados a ser democráticos y a actuar en forma democrática. De hecho, la pluralidad y la inclusión que conforman el deber ser de la racionalidad democrática están expresamente positivizados en los artículos 6 y 8 al 11 del CEDH, al colocar en escena la relación entre mayorías y minorías, su impacto en el proceso legislativo y en la calidad democrática de las normas estatales, la contemplación de la pluralidad y la búsqueda de la acomodación mutua entre grupos sociales.

Sintéticamente entonces, al haber sido positivizados los principios ético políticos ínsitos en el concepto de democracia, se han convertido en principios jurídicos vinculantes para todos los titulares de funciones normativas dentro del sistema y son, siguiendo en cierta forma la perspectiva iuspositivista que postula Ferrajoli (2012, pp. 23, 24) , fuente de legitimación y, sobre todo, de deslegitimación, interna o jurídica para tales actores y su accionar dentro del sistema.

4.3 Operatividad de la racionalidad democrática como condición normativa

Dicho lo expuesto, veamos si el TEDH efectivamente ponderó la actuación del Estado francés a partir de los cánones de la racionalidad democrática ―con el sentido normativo que he preconizado― en la resolución de los casos en los que aplicó la Ley n.o 2004-228 como condición normativa para la aplicación del criterio del margen de apreciación nacional por el cual dispensó a Francia del control jurisdiccional en los asuntos referidos.

A los solos efectos didácticos y para seguir un orden en el análisis, plantearé cómo opera la racionalidad democrática como condición normativa, y cómo debió operar su ponderación por el Tribunal en los casos referidos, desde tres dimensiones íntimamente ligadas: sustancial, procedimental y jurisdiccional.

Comencemos por la dimensión sustancial.

Asumiendo el riesgo de la torpeza de las síntesis, puede decirse que el Tribunal razonó del siguiente modo para conceder el margen de apreciación nacional: las decisiones de las instituciones educativas, confirmadas por el Consejo de Estado francés, tuvieron apariencia de buen derecho, pues el acto de expulsión de los estudiantes se adoptó por aplicación de la Ley n.o 2004-228, en tanto consecuencia jurídica de la violación a una prohibición expresa preceptuada en la Ley, prohibición que, si bien limita el derecho fundamental a la libre manifestación de la religión, lo hace al amparo del artículo 9.2 del Convenio a partir de un valor ínsito en la moral pública francesa ―respetando la expresión que utiliza el Convenio, aunque quizás sería mejor hablar de valor ínsito en la cultura francesa― como el de laicidad, positivizado en el artículo 1 de su Constitución.

Si se desmenuza este razonamiento, puede decirse que la inhibición jurisdiccional a la que recurre el Tribunal encierra una cesión del espacio de aplicación de esta norma convencional ―el artículo 9 del CEDH― en favor de la aplicación de una norma considerada de consenso nacional en Francia ―la norma constitucional que positiviza el valor laicidad―, de la que la Ley n.o 2004-228 es un desarrollo.

A partir de lo expuesto, y si aceptamos que la inhibición jurisdiccional que implica la deferencia del margen de apreciación nacional es admisible solo si el Estado constitucional de derecho enjuiciado operó con racionalidad democrática en ese caso, cabe interrogarse sobre cuál es el sentido del consenso en una democracia ―lo que ya adelanté en el apartado 4.2―, su traslado al contenido de una norma constitucional de textura abierta como es el artículo 1 de la Constitución francesa ―que consagra el carácter laico de la República como valor o concepto normativo indeterminado― y a la legislación que la concreta, y cómo puede impactar en los derechos de las minorías en Estado multicultural como el francés.

La forma en la que normalmente se entiende el consenso en democracia es la que Konrad Hesse (2012, p. 134) llama «democracia identitaria», en tanto noción que supone una unidad política en la cual existe un común denominador que es querido por todos, que determina una situación de valores estáticos aceptados por todos y sobre los cuales no hay conflictos.

Al seguir este razonamiento, como advierte John Hart Ely (1997) , estos valores en principio ampliamente compartidos por la sociedad son los que entonces debieran dar contenido a las disposiciones abiertas de la Constitución. Ello, a su vez, dispara fórmulas legislativas de desarrollo de tales normas constitucionales abiertas basadas en valores que se suponen consensuados, que son amplias, genéricas y equidistantes para todos los individuos por igual, en tanto su base son esos valores de aceptación pacífica.

Ahora bien, en todos los Estados, pero muy en particular en aquellos en los que hay una cultura social mayoritaria que coexiste con diferentes minorías culturales ―en referencia particular a las étnicas, sean originarias o inmigrantes―, como ocurre en Francia, cabe cuestionarse si el Estado ocupa, o se puede entender que ocupa, una posición de equidistante neutralidad respecto de todas las expresiones culturales que coexisten en la sociedad civil, sean mayoritarias o minoritarias y, acto seguido, cuál sería una noción de consenso aceptable de acuerdo a los cánones de la racionalidad democrática.

Will Kymlicka (1996a) despeja la primera cuestión al señalar que en los Estados con democracias liberales no existe la neutralidad, pues estos nacen y se construyen sobre la base inicial de una nación con determinados elementos culturales comunes que conforma una cultura social dominante, a partir de la que se establece una lengua principal que luego será la oficial, se desarrolla su sistema educativo, sus instituciones y su sistema jurídico, e incluso una posición ante la religión, todo lo cual es permeado por los códigos de la cultura dominante.

Por esta razón, siguiendo a Iris Marion Young (2000, pp. 43, 44) , si bien el modelo de democracia deliberativa tiende a asumir que la deliberación en el proceso de producción de las leyes es neutral culturalmente y universal, en realidad en todos los procesos de discusión política hay sesgos y exclusiones que tornan ilusorio el consenso igualitario entre personas. Este sesgo deriva del modo de deliberación que se considera más aceptable y será más exitoso en la discusión política, que no es otro que el que responde a los códigos de esta cultura social común sobre la que se erigió el Estado y que es la dominante.

Señala Young (2000, p. 48) como una de las características salientes del discurso dominante que se trata de discursos en los cuales se busca afirmar una posición a partir de principios que se invocan como de aplicación general a toda instancia particular. La noción de bien común, interés general o unidad que se utiliza como base para la construcción del discurso particular está dominada por el sesgo cultural de quienes lideran la deliberación en el Estado. Esto implica que la idea del bien común utilizada como marco axiológico para la justificación discursiva de una norma no es en realidad una idea consensuada ―al menos no en principio―, sino la que entiende sesgadamente la cultura dominante en la sociedad.

Por lo dicho, toda construcción institucional y normativa del Estado está permeada por los valores de la cultura dominante en la sociedad. No existe la neutralidad, lo que no implica una valoración negativa en sí, sino la constatación de un dato trascendente.

Veamos el caso de la Ley francesa n.o 2004-228, cuya aparente neutralidad fue apañada por la referida jurisprudencia del TEDH como una razón para autolimitarse en el ejercicio de su poder jurisdiccional.

Esta Ley se asienta sobre una realidad: Francia es un Estado laico, según el artículo 1 de su Constitución, y secular, desde la Ley del 9 de diciembre de 1905. Ambos aspectos hunden sus raíces en la revolución francesa. A su vez, tomando los datos del Informe anual sobre de libertad religiosa internacional del Departamento de Estado de Estados Unidos (2020), a grandes rasgos, la población del Estado francés tiene una mayoría de católicos ―en torno al 50 %―, luego hay un amplio porcentaje de no religiosos ―en torno al 34 %― y finalmente existen varias minorías religiosas ligadas, en gran medida, a la población inmigrante, entre las cuales, la musulmana ―con un 3 %― es de las mayores.

La pretendida neutralidad de la Ley francesa se asienta en que la interdicción de la manifestación ostensible de la religión a través de los símbolos o vestimentas es común para todas las religiones. Sin embargo, tal formulación no es neutral y plasma una opción normativa del Estado que a su vez refleja lo que podemos captar con facilidad como el sentir de la cultura mayor o dominante en Francia, a partir de lo que sencillamente se expuso en el parágrafo anterior.

En primer lugar, la formulación legal parte del valor laicidad de raíz constitucional, y la laicidad, cualquiera sea su conceptualización, contiene un distanciamiento especial frente a lo religioso, pues pensemos que no es en sí necesaria para la secularización del Estado ni para asegurar el tratamiento equitativo de las religiones, pero sí es bastante el reconocimiento de la libertad religiosa y la no declaración de una religión oficial estatal. La laicidad en sí no es por tanto una opción neutral si se considera que la religiosidad es un dato social e histórico en la humanidad. La laicidad como fórmula de neutralidad no es tal, lo cual, si bien no es negativo en sí propio, invalida todo razonamiento construido a partir de dicha premisa no verdadera.

En segundo lugar, tampoco hay neutralidad en la fórmula legal. La interdicción se refiere exclusivamente a un carácter propio de un signo o vestimenta religiosa: aquel que manifieste su profesión ostensible. La interdicción no se justifica en un valor externo como la salud o la seguridad personal cuya afectación pudiera obrar como razón de un límite temporario a la expresión religiosa. Por ejemplo, imaginemos la siguiente regla hipotética: por razones de salud e higiene en las clases de gimnasia no se podrá utilizar ninguna vestimenta o accesorio que cubra la cabeza.

La norma prohíbe un tipo determinado de símbolo o vestimenta religiosa personal, basada en el criterio de lo ostensible y en ese criterio no hay neutralidad, sino que hay una opción determinada por los valores de la cultura dominante en la sociedad francesa. En este sentido, véase que lo ostensible en la simbología y la vestimenta no es una característica de la religión católica mayoritaria en Francia, pero sí de la religión musulmana, hindú, sij o judía, que son las minoritarias. La prohibición tiene un claro sesgo y un objeto focalizado de afectación, que no es neutral ni equidistante.

Además, hay un sesgo incluso más sutil asociado a lo laico: la característica no ostensible de la manifestación religiosa personal resulta el modo natural en el que los laicos toleran el fenómeno religioso, en tanto es la forma en la que lo religioso menos se expresa hacia el exterior.

No hay neutralidad en el valor laicidad y no hay neutralidad en la Ley de 2004, como no la hay en ninguna construcción normativa del Estado. Ahora bien, como ya despuntamos, esto no debe valorarse necesariamente de modo negativo, pues es lo natural en la construcción de cualquier Estado, sobre la base inicial de una nación con determinados elementos culturales comunes ―como bien analiza Kymlicka (1996a) ―, sino que lo contrademocrático, o lo contrario a la racionalidad democrática, es que el sentido dado a los valores o conceptos jurídicos indeterminados consagrados en normas de textura abierta de la Constitución, desde la perspectiva de la cultura mayoritaria recogida en las leyes que los desarrollan, legitime y justifique la afectación del contenido esencial de los derechos de una minoría y, lo que es más cuestionable, que a partir de ello se excluya a sus integrantes ―normalmente niñas, niños y adolescentes― del acceso a un servicio estatal tan relevante como la educación, con el mediato impacto que ello puede tener en su futura participación en la decisión de los asuntos públicos como ciudadanos democráticos del Estado en el que residen, considerando a la ciudadanía no solo el sentido estatutario formal clásico, sino además sustantivo participativo (Blanca Rodríguez, 2018, pp. 3 - 15) .

Un Estado democrático, y que por lo tanto funciona conforme a los cánones de deber ser que impone la racionalidad democrática en el sentido normativo reseñado, no supone negar la existencia de una cultura social común sobre la que se erigió ese Estado ni que esta sea hoy la mayoritaria o dominante, sino que supone que esta racionalidad coexista con las minoritarias, en el sentido del reconocimiento mutuo y de la comprensión (Hesse, 2012, pp. 134-137) , pues una no puede prevalecer sobre la otra en tanto implique una imposición tal que horade el contenido esencial de un derecho fundamental y, sobre todo, excluya a la persona del acceso a los servicios estatales, y eventualmente de los procesos de participación política, por el solo ejercicio de un derecho de forma acorde al grupo cultural al que pertenece.

Siguiendo de cerca a Kymlicka (1996a) , puede decirse que la ficción de la igualdad en democracia radica en que las personas integrantes de los grupos culturales minoritarios puedan tomar decisiones libres, relevantes en el marco de su propia cultura, aun cuando no sea la cultura social mayor, o en un Estado y tengan igual trascendencia y relevancia jurídica e institucional que aquellas que tome un miembro de la cultura social mayor del Estado, y se evite así una lógica de dominación entre culturas.

En todo Estado democrático, señala Michael Walzer (2001) , al igual que lo hicieron a lo largo de la historia los integrantes de la cultura social mayoritaria que conformaron la nación que luego gestó el Estado, las minorías étnicas y religiosas tienen derecho a reproducirse culturalmente, es decir, a transmitir sus valores culturales de generación en generación, sin que ello suponga la negación del sistema democrático en sí ni de la calidad de ciudadanos del sistema democrático de sus integrantes.

Salvo en el caso de las comunidades minoritarias iliberales o totalizantes, cuyos integrantes tienen una lealtad absoluta al grupo y niegan el sistema democrático estatal, la clave del acomodamiento está en que, por un lado, las comunidades minoritarias estén dispuestas a aceptar las lealtades divididas de sus miembros y en que, por el otro, la cultura social mayoritaria esté dispuesta a tolerar y aceptar a las personas con una conexión distinta con sus vidas derivada de una concepción cosmogónica diferente, sea por elección o porque han heredado sus vidas en vez de haberlas escogido o porque sus vidas están determinadas por el colectivo al que pertenecen ―¿y quiénes no?―21.

La acomodación mutua entre culturas ―y no la asimilación de la cultura minoritaria por la mayoritaria―, en los términos que analiza Frank Lovett (2010, p. 258) , exige un acuerdo sobre principios fundamentales, como entienden Kymlicka (1996b, pp. 227, 231) ―desde una perspectiva liberal de la democracia― y Walzer (2001) ―de modo más escéptico desde su perspectiva comunitarista―, que reflejen lo que llamamos racionalidad democrática, es decir, la aceptación de la pluralidad ínsita en la aceptación del otro que es diferente y la posibilidad de participación de todas las personas integrantes de la sociedad en los asuntos públicos, en clave de ciudadanía democrática, sea que integren la cultura mayoritaria o una minoría cultural, sea en los asuntos del Estado democrático o en los asuntos de su propia comunidad minoritaria.

Finalmente, cabe reparar en que, dado el sentido normativo y prescriptivo que tiene adjetivar con carácter democrático un Estado, los valores y conceptos normativos abiertos o indeterminados anclados en la Constitución de ese Estado democrático solo pueden concebirse y desarrollarse con un sentido de consenso adecuado a la racionalidad democrática, en los términos analizados.

El sentido del consenso adecuado a la racionalidad democrática no refiere a unanimidades ―como señalé en el apartado 4.2―, sino a que solo pueden considerarse de consenso aquellos valores o conceptos normativos que admiten una concepción centrada en la pluralidad y la inclusión ínsitas en lo democrático, y cuyo desarrollo― legal, jurisprudencial o de otra índole― permita establecer una infraestructura de condiciones que posibilite a las todas personas, sea que pertenezcan a la cultura mayoritaria o a culturas minoritarias, adquirir las condiciones necesarias para ejercer la capacidad de autonormarse en su vida en relación dentro de un Estado democrático ―me refiero al concepto habermasiano de autonomía relacional que plantea Blanca Rodríguez ― y participar así con vocación de incidir y en posiciones iguales, según las formas admitidas por el Estado, en los procesos de formación de las decisiones, primero políticas y luego jurídicas, sobre los asuntos públicos.

No tendrá un sentido de consenso, adecuado a la racionalidad democrática, aquel desarrollo ―legislativo o jurisprudencial― de valores o conceptos normativos anclados en la Constitución desde el sesgo o la perspectiva de la mayoría, cuando esta sea centrífuga de las minorías. No puede entonces identificarse lo consensual con el sentir dominante de la cultura social mayoritaria sobre un valor o concepto normativo previsto en una norma abierta de la Constitución si excluye a las minorías, aun cuando este sentir hubiese sido adoptado por una mayoría legislativa con legitimidad democrática en una ley. No será un problema de legitimidad democrática de la mayoría legislativa que aprobó la ley, ni por transitiva de la propia ley, sino un déficit de racionalidad democrática de la ley, concepto que es normativo e ingresa a los sistemas jurídicos desde el derecho internacional de los derechos humanos y las Constituciones de los Estados democráticos, y que oficia perfectamente como baremo para la apreciación de la validez de una norma en los Estados con dicha genética.

La dimensión democrática sustancial que desarrollamos tiene su correlato en el grado de participación de las minorías en los procesos legislativos, es decir, en los procesos en los cuales se adoptan decisiones de carácter legislativo sobre asuntos públicos, cuestión relevante en los casos objeto de este estudio. Ingresamos entonces en la dimensión procedimental de la racionalidad democrática.

En este sentido, la construcción de la unidad parlamentaria por efecto del principio de la mayoría ―como técnica jurídica para la adopción de una decisión en los órganos plurales― ciertamente solo se legitima desde el punto de vista de la mayoría (Hesse, 2012, p. 138) . Si bien desde la perspectiva de la igualdad democrática la mayoría decisoria no necesita de aceptación real o presunta de aquellos que disienten, reflexiona con acierto Hesse, desde la perspectiva de la minoría será un modo de decisión aceptable, en un sistema democrático, cuando exista la posibilidad de relaciones de mayoría cambiantes, de modo que quienes están sometidos a las decisiones tengan a su vez una posibilidad real e igual de lograr la mayoría en un supuesto posterior.

Por lo tanto, el principio de mayorías, como criterio de construcción de la voluntad del Parlamento de un Estado democrático, se debe comprender en una lógica deliberativa adecuada a la racionalidad democrática (Fleitas de León, 2021) .

Sartori (1988, pp. 57, 58) analiza la cuestión desde el sentido etimológico de democracia. Si democracia es ‘gobierno del y para el pueblo’, el principio de mayorías no puede entenderse de forma absoluta, pues se excluiría a la minoría, habría un demos y un no demos, es decir, una parte del pueblo se convertiría en no pueblo. Dado que el pueblo comprende un global conformado entre mayorías y minorías, el Parlamento democrático se rige por el principio de mayorías limitadas, por el cual en los órganos parlamentarios, si bien la voluntad jurídicamente se conforma por la mayoría, esto no supone excluir a la minoría, sino que su derecho queda también resguardado. No solo se trata del resguardo del derecho de la minoría a manifestarse, sino además de la protección de la posibilidad de que su opinión expresada en un discurso racional pueda convertirse en la de la mayoría, en virtud del procedimiento deliberativo de intercambio de argumentos racionales con un fin de persuasión recíproca, en los términos antes expuestos.

La dinámica en la conformación de las mayorías, más allá del momento electoral, es lo que le da a la democracia su racionalidad plural, autodirigida y autolegislada, y este movimiento ocurre por virtud de la deliberación que permite, en principio22, desacralizar las mayorías formadas en la elección.

Ahora bien, esta adecuación entre el principio de mayorías y la racionalidad democrática es de difícil logro y, como expresa Ely (1997, p. 90) , las legislaturas son imperfectamente democráticas, pues si bien las minorías existentes en los parlamentos pueden estar en condiciones de obstaculizar una legislación cuando su aprobación requiere mayorías especiales, difícilmente estén en condiciones de hacer aprobar una posición que enfrente a la mayoritaria y, si lo logran, deberán enfrentarse además a la posibilidad del veto parcial o total del proyecto de ley aprobado, por parte del poder ejecutivo o gobierno, según las características de cada sistema.

Los grupos étnicos minoritarios, y en especial los de inmigrantes, tienen un acceso muy limitado a los cargos políticos electivos. En el caso francés esto resulta claro por una doble dimensión. Por un lado, quienes tienen la calidad de electores son únicamente los nacionales franceses, como determina el artículo 3 inciso 4 de la Constitución. El extranjero queda excluido, salvo si adquiere la nacionalidad por intermedio del procedimiento voluntario de naturalización previsto en la legislación23, previo cumplimiento de un exigente proceso de adhesión a la cultura francesa, que no busca la acomodación mutua ―en los términos analizados―, sino una asimilación unilateral. Por otro lado, solo pueden ser electas como senadores y diputados en la Asamblea Nacional las personas que al momento de la elección cumplan la condición de ser electores, es decir, las nacionales, de acuerdo a lo dispuesto por la Ley Orgánica n.o 2011-410 del 14 de abril de 2011.

Esto hace que los grupos culturales inmigrantes sean lo que Ely (1997, p. 184) llama «minorías discretas e insulares». La insularidad radica en que, aun cuando logren alcanzar en algún caso cargos políticos electivos, en principio no lograrán alcanzar el control político del Parlamento ―por sí o juntando suficientes aliados― para incidir o aprobar una legislación que derrote a la mayoría y a las perspectivas de la mayoría, con los prejuicios y estereotipos propios la cultura social mayoritaria.

Así, entonces, continúa Ely (1997, pp. 188-193) , la legislación tiende a desarrollarse sobre la base de estereotipos, lo que no es algo negativo en sí, sino un dato trascendente para el análisis. Los estereotipos suponen generalizaciones y prejuicios ―no en un sentido negativo, sino de idea, creencia o sentimiento previo a un juicio sobre algo, que lo condiciona24― que provienen de las personas que forman parte de la mayoría ―que a su vez refleja la cultural social predominante― y están naturalmente sesgadas por su perspectiva. Dichas generalizaciones ínsitas en los estereotipos tienden a estar sesgadas por las perspectivas de la cultura mayoritaria, cuyos integrantes son quienes acceden a los cargos electivos, y ello se traslada a las decisiones políticas. Entonces, las categorías legislativas pueden quedar bajo una razonable sospecha en cuanto a su contenido, en función de esa natural construcción estereotípica, en particular cuando concretan un concepto normativo indeterminado anclado en la Constitución y con un sentido que restringe el ejercicio de derechos.

Por lo ya expuesto, el precepto prohibitivo contenido en la Ley n.o 2004-228 que recae sobre símbolos o vestimentas que manifiesten ostensiblemente la religión parece partir de un estereotipo ascético ―consciente o inconsciente― sobre el modo en que se considera aceptable la manifestación personal de la religiosidad en la perspectiva de las personas católicas y de quienes manifiestan no tener religión, que conforman la cultura mayoritaria en la sociedad francesa ―ya que sumadas ascienden a un entorno del 84 %, como detallamos antes―, lo que a su vez guarda una estrecha correlación con la conformación de la Asamblea Nacional y las mayorías legislativas que allí se puedan lograr.

Legislar sobre la base de estereotipos es natural. expresa Ely (1997) , ahora bien, lo que sí resulta problemático es que a partir de esta legislación se eyecte a las minorías culturales de la estructura pública estatal.

Entonces, mientras se procura una mayor democratización de los parlamentos, que permita ampliar su espectro de representatividad ―con la mejora de los sistemas electorales, la aplicación de los mecanismos de cuotas, la apertura y desbloqueo de las listas de candidatos, etcétera―, y para mitigar el riesgo de una dispensa centrífuga de la minorías, un Estado democrático que funciona con una racionalidad acorde a sí debe dispensar una protección especial a la minorías a partir de la Constitución ―en su interpretación, concreción y aplicación, aunque siempre partiendo del dato normativo― en especial en cuanto a las posibilidades de participación en los procesos de formación de la voluntad política de las leyes, es decir, en la deliberación.

Sea cual fuere la relación de poderes en un Estado democrático y la posición de los órganos jurisdiccionales en ella, hay alguien dentro de este que debe ser la garantía de protección de las minorías en democracia. Esa garantía de protección no le puede caber a los legisladores, por las razones señaladas, y siguiendo la tesis de Ely (1997, pp. 91, 203) , sino que les cabe a los órganos jurisdiccionales independientes y competentes de cada país.

Existe entonces un deber normativo dado por la racionalidad que deriva del sistema democrático positivizado, para los órganos jurisdiccionales de un Estado constitucional de derecho y democrático, en los casos en los que pueden estar en juego los derechos de las minorías ―normalmente en el ámbito del control de constitucionalidad de las leyes, de los recursos de amparo y de los procesos contencioso administrativos―, cuestión que nos deposita en la siguiente dimensión de la condición normativa democrática, que es la jurisdiccional.

Que a los órganos jurisdiccionales nacionales les corresponde la garantía de protección especial de las minorías parece obvio. Ahora bien, lo que no resulta tan obvio es cuál debe ser la posición de los tribunales que, de acuerdo a la distribución de competencias en el Estado, tengan jurisdicción para entender en el caso de una violación a un derecho fundamental alegada por una persona que pertenezca a una minoría cultural, por una decisión estatal adoptada al amparo de las normas legales y constitucionales que reflejan valores de la cultura mayoritaria.

Se debe descartar de plano la idea de que los tribunales son, por su carácter de elite no democrática, los que están en mejor posición que los parlamentos para descubrir y determinar cuáles son los valores de la cultura mayoritaria que dotan de un sentido y concretan las normas constitucionales abiertas o los conceptos jurídicos indeterminados. Se trataría de una idea contrademocrática.

También debe descartarse la idea de que el rol de los tribunales deba ser limitarse a constatar que la decisión acusada se ajusta a una ley aprobada por procedimientos constitucionales y, a su vez, la ley a una norma constitucional que refleje los valores mayormente aceptados en la cultura de un país, pues se los colocaría en igual posición que el legislador, nominalizando su responsabilidad tuitiva respecto de los derechos de las minorías pautados por la normatividad de la racionalidad democrática.

La respuesta sobre cuál debe ser la posición de los tribunales parte de lo que no deben hacer. Así lo expresa con brillantez Ely (1997) : «no tiene sentido utilizar los juicios de valor de la mayoría como medio para proteger a las minorías de los juicios de valor de la mayoría» (p. 92).

La posición democrática de los tribunales debe ser contramayoritaria por definición, para proteger a las minorías del eventual ejercicio excedido de la voluntad mayoritaria. Ello significa que los tribunales nacionales deben transitar el procedimiento legislativo por el cual se dictó la ley en la que se ampara la decisión administrativa y el procedimiento en el cual se dictó el acto administrativo, no para cuestionarlos políticamente, sino para verificar el ajuste de su tracto a la racionalidad democrática que es parte de la normatividad constitucional, en los términos señalados. No se trata, por ejemplo, de que los órganos jurisdiccionales a cargo del control de constitucionalidad de una ley, sustituyan la opción política que adopten los Poderes cuyos integrantes tienen legitimidad democrática, lo que jaquearía la incuestionable autolimitación democrática de los tribunales, sino de verificar la racionalidad democrática del proceso de decisión legislativa con un enfoque protector hacia las minorías eventualmente avasalladas por esa legislación, hacia su inclusión y su participación, (Fleitas de León, 2021, p. 128) .

La dimensión jurisdiccional cierra así el círculo tridimensional de la condición democrática, basada en la racionalidad democrática, que debe ser testeada por las cortes y tribunales multilaterales de los sistemas internacionales de derechos humanos ―universales o regionales―, antes de otorgar la deferencia del margen de apreciación nacional ―si es que admiten el criterio― hacia un Estado en el marco del control de convencionalidad.

Las cortes o tribunales internacionales de derechos humanos deben ponderar si el Estado enjuiciado actuó con racionalidad democrática en la resolución interna del caso enjuiciado, aun cuando ello haya implicado la movilización de sus funciones legislativa, administrativa y jurisdiccional. Las cortes y tribunales internacionales son la última línea de defensa a la que pueden recurrir las personas en general para la tutela de sus derechos, pero muy en particular las que pertenecen a colectivos minoritarios en un Estado multicultural.

La relevancia de las cortes o tribunales internacionales o multilaterales de derechos humanos es particularmente destacable respecto de los Estados multiculturales como el francés, señala Kymlicka (1996b, pp. 232, 233) , dado que en ellos son latentes los conflictos entre las cosmogonías de las minorías culturales y de las mayorías, con su trascendencia en el modo de diseñar, interpretar, concretar y aplicar las normas; y además, porque los tribunales nacionales o federales pueden tender ―según el método de su integración― a reflejar en su composición a la mayoría nacional y, así, al sesgo de esa mayoría.25

Así las cosas, no es suficiente para satisfacer la condición normativa democrática del margen de apreciación nacional, que el tribunal o corte internacional que admita este criterio se limite a constatar lineal y formalmente que una decisión que afecta derechos fundamentales de las minorías sea la simple ejecución de una ley aprobada conforme a los procedimientos constitucionales y al amparo de una norma constitucional de textura abierta cuyo valor o concepto jurídico indeterminado concreta, sin ingresar en el análisis de todas las dimensiones involucradas en el deber normativo de actuación adecuado a la racionalidad democrática que le cabe al Estado democrático.

Sin embargo, esta ponderación ―formal y lineal― le bastó al TEDH para aplicar el criterio del margen de apreciación nacional en los casos planteados contra Francia por la expulsión de los centros educativos de estudiantes de religión islamita y sij, por la aplicación de la Ley n.o 2008-224. El Tribunal aplicó el criterio del margen de apreciación nacional a favor de Francia, sin verificar una de sus condiciones normativas: la racionalidad democrática en la actuación del Estado francés.

Admitido que la racionalidad democrática es una condición normativa para la aplicación del criterio del margen de apreciación nacional por el TEDH, lo que resta definir ―y quedará inconcluso― es qué ocurre desde el punto de vista jurídico si el Tribunal lo aplica sin verificar esta condición: si se trata de un problema de admisibilidad del criterio o de validez de la sentencia que lo aplica o de un ámbito aún librado a la plena discrecionalidad del Tribunal dada la construcción jurisprudencial del criterio.

5. Conclusiones y precisiones

Al inicio del trabajo mencionaba que el criterio del margen de apreciación nacional pone sobre el tapete el clivaje entre la protección convencional multilateral de los derechos humanos y el reclamo de espacios de soberanía por los Estados como residuo del viejo paradigma de soberanía irrestricta estatal, pero también, como una consecuencia de la pluralidad en el sentido de heterogeneidad cultural y normativa de los Estados signatarios del CEDH, discusión que es trasladable a todos los sistemas multilaterales de protección de derechos humanos, regionales o universales.

Además del propio Tribunal en su jurisprudencia, el Estado que ha impulsado este criterio en el sistema europeo de protección de derechos humanos ha sido el Reino Unido, un país históricamente reticente respecto del sistema convencional ―ver nota n.o 15 al final del texto―, lo que posa alguna nube sobre la última ratio de este artificio.

Sin negar su sentido en el marco del clivaje referido, es claro que la receptividad del criterio y su aplicación por parte del Tribunal exige celo extremo, pues, como he explicado a lo largo del texto, este no puede operar como un mecanismo que horade el estándar convencional de protección de derechos.

El atributo democrático de los Estados ―junto con el carácter de Estado de derecho―, como presupuesto normativo a partir del cual se asienta y desarrolla el sistema europeo de derechos humanos, no es un factor extraño a la jurisprudencia del Tribunal, cuestión que se manifiesta con particular claridad a partir de la sentencia del 7 de diciembre 1976, en el asunto Handyside c. Reino Unido, sin perjuicio de algún otro antecedente.

Más aún, dentro de la jurisprudencia reciente del TEDH, pueden encontrarse referencias a la calidad democrática del proceso parlamentario como elemento a valorar al momento de aplicar el criterio del margen de apreciación nacional, a lo cual se refiere el Tribunal en el caso Hirst c. Reino Unido26; a la necesidad del respeto de las minorías, invocado en el caso S.A.S c. Francia27; y al compromiso de recíprocas concesiones entre individuos y grupos de individuos que implica la pluralidad en democracia, invocado en el caso Leyla Şahin c. Turquía28.

En un estudio pormenorizado de la citada jurisprudencia reciente del Tribunal, Alejandro Saiz Arnaiz (2018, p. 243) hace hincapié en que parecería detectarse un novel criterio por el que el TEDH ha establecido como medida para conceder el margen de apreciación nacional a los Estados, la calidad del proceso democrático en el que se adoptó la legislación tanto desde el punto de vista formal como sustancial. Si el proceso que se ha seguido para la aprobación de una ley que limita derechos reúne las características requeridas por el Tribunal, se reforzaría la presunción de compatibilidad de la actividad del legislador con el Convenio, ensanchándose las posibilidades de admisión del margen de apreciación nacional.

Sin embargo, si bien tales fórmulas y giros aparecen en la jurisprudencia del TEDH, cabe anotar que esta jurisprudencia es coetánea con las sentencias de 2009 que dispensaron a Francia del control de convencionalidad por los casos de expulsiones de estudiantes de religión islamita y sij de las instituciones de enseñanza en Francia por aplicación de la Ley n.o 2004-22829. En ellas, como se analizó, lejos estuvo el Tribunal de hacer una ponderación en el sentido desarrollado en este trabajo, tributario del innegable carácter normativo del deber de actuar con racionalidad democrática por parte de los Estados.

Pienso que el Tribunal ha expuesto criterios de corte democrático en las sentencias en las que pondera el margen de apreciación a favor del Estado enjuiciado, pues es lo que se espera de él, dada su razón ontológica en el sistema y el anclaje convencional del criterio. Pero su buceo en la racionalidad democrática como condición para la aplicación del criterio, en su carácter normativo, en sus dimensiones y en definitiva en su aplicación, parece aún superficial.

Incluso, y más allá de las atractivas fórmulas literales que ha utilizado, el propio Tribunal ha revelado cómo hace esta ponderación. Así lo expresó en el caso Defensores Internacionales de Animales c. Reino Unido: «cuanto más convincentes sean las justificaciones generales de la medida general, menos importancia otorgará el Tribunal a su impacto en el caso particular»30. Tal afirmación está muy alejada del análisis con el que el Tribunal debería abordar las condiciones normativas que el sistema le impone para aplicar este criterio sin poner en riesgo el estándar común de protección de derechos humanos.

Si el sistema europeo multilateral y convencional de protección de derechos humanos ―al igual que cualquier sistema universal o regional de derechos humanos― establece normativamente que la condición que da racionalidad, justifica, legitima y permite su funcionamiento es el recíproco reconocimiento entre los Estados parte como Estados constitucionales de derecho y democráticos ―pautando una racionalidad jurídica acorde a tales atributos que prescribe un deber ser normativo para los Estados―, la admisión de un criterio como el del margen de apreciación nacional dentro del sistema, que permite un espacio de discrecionalidad a favor del Estado en la concreción de los derechos convenidos de acuerdo a su realidad interna, no puede entenderse ni aplicarse al arcén de tales condiciones, sino que solo podrá concebirse si, al igual que todos los elementos del sistema, se justifican y legitiman en la racionalidad del propio sistema y, a su vez, retroalimentan la legitimidad y racionalidad del sistema en sí. No es admisible que el criterio del margen de apreciación nacional ―en tanto construcción que forma parte del sistema― se aplique de un modo que sea regresivo para el propio sistema del que forma parte y para su racionalidad.

Toda corte o tribunal universal o regional de derechos humanos que intente adoptar y aplicar el criterio del margen de apreciación nacional debe salir de la cómoda posición de la fórmula general y adoptar un análisis individualizado al caso concreto en los términos que se intentó exponer. Pueden ser los derechos humanos de las minorías los que estén en juego.

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1Por ejemplo, Corte IDH. Caso Ulloa vs. Costa Rica. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 2 de julio de 2004, párrafo 161. Caso Barretto Leiva vs. Venezuela. Fondo Reparaciones y Costas. Sentencia de 17 de noviembre de 2009, párrafo 90. Caso Castañeda Gutman vs. México. Excepciones preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 6 de agosto de 2008, párrafo 161. Opinión Consultiva OC-4/84 de 11 de enero de 1984 solicitada por la República de Costa Rica por propuesta de modificación de la Constitución política relacionada con la naturalización, párrafos 58 y 62.

2Corte IDH. Caso Almoacid Arellano y otros vs. Chile. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 26 de septiembre de 2006

3Sentencia del TJUE, de 9 de marzo de 1978, Asunto Administration des finances italiènnes c. Simmenthal.

4En este sentido, véase el desarrollo que hace Sagüés (2013, pp. 1015-1027) .

5La Carta tiene la particularidad de establecer que cuando prevé algún derecho consagrado también en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, su contenido mínimo será el aportado por este último.

6A partir de lo dispuesto por el artículo 53 del Convenio, el contenido de los derechos previstos en la Carta no puede ser interpretado en una forma limitativa de los derechos y las libertades reconocidos por el derecho de la Unión, el Convenio Europeo de Derechos Humanos, el Derecho Internacional, los convenios internacionales de los que sea parte la UE o los Estados miembros y las constituciones de los Estados, en su respectivo ámbito de aplicación.

7Más allá de su valor jurídico como derecho primario, la Carta no puede exceder ni ampliar las competencias de la UE dadas por los tratados: artículo 6.1 TUE y artículo 52.1 de la Carta.

8Desde la sentencia del TJUE, 15 de julio de 1964, Asunto Costa c. ENEL.

9Sentencia del TJUE, 5 de abril de 2016. Asunto Aranyosi (C-404/15). En este caso, a diferencia del caso Melloni, el Tribunal reconoció al Estado de la autoridad judicial ejecutora de la medida la posibilidad de condicionar la entrega del condenado al Estado requirente, a que este acreditase que las condiciones de reclusión eran adecuadas dada la existencia de factores objetivos que podrían evidenciar un riesgo de trato inhumano del condenado, lo que supuso el reconocimiento de cierto espacio de valoración para uno de los Estados involucrados al ejecutar la norma comunitaria.

10Sentencia del TJUE, 26 de febrero de 2013. Asunto Melloni (C-399/11).

11Artículo 15.1 del CEDH: «En caso de guerra o de otro peligro público que amenace la vida de la nación, cualquier Alta Parte Contratante podrá tomar medidas que deroguen las obligaciones previstas en el presente Convenio en la estricta medida en que lo exija la situación, y a condición de que tales medidas no estén en contradicción con las restantes obligaciones que dimanan del derecho internacional».

12Sentencia TEDH, 10 de marzo de 1972. Caso De Wide, Ooms et Versyp c. Bélgica.

13Sentencia TEDH, de 25 de enero de 1976. Caso Irlanda c. Reino Unido.

14Sentencia TEDH, de 7 de diciembre de 1976. Caso Handyside c. Reino Unido.

15Véase el esfuerzo del Reino Unido por normativizar dicho concepto, junto al principio de subsidiariedad, a partir de una secuencia de Sentencias en su contra dictadas desde el Asunto Hirst del 2004, al intentar su incorporación al preámbulo del Convenio, a través del Protocolo Nº 15 de 2013, aún no vigente.

16Sentencia TEDH, 29 de junio de 2004. Asunto Leyla Şahin c. Turquía.

17Sentencia TEDH, 4 de diciembre de 2008. Asunto Dogru c. Francia.

18Sentencia TEDH, 4 de diciembre de 2008. Asunto Kervanci c. Francia.

19Sentencia TEDH, 30 de junio de 2009. Asunto Aktas c. Francia.

20Sentencia TEDH, 30 de junio de 2009. Asunto Jasvir Singh c. Francia.

21Señala Walzer (2001, p. 21) como uno de los argumentos centrales a favor de la tolerancia de los grupos minoritarios, cimiento de lo que se denomina «multiculturalismo», que los seres humanos necesitamos el alimento y el apoyo de una comunidad cultural para poder vivir dignamente.

22Sin olvidar cómo opera en el parlamentarismo racionalizado francés, al igual que el presidencialismo atenuado uruguayo, el eje gubernativo conformado entre el Poder Ejecutivo y las mayorías que los sustentan en el Parlamento.

23Ley n.o 2011-672, 16 de junio de 2011.

25Kymlicka se refiere específicamente la problemática del sometimiento de las decisiones producidas en el autogobierno de los grupos minoritarios ―cita el caso de las tribus indígenas norteamericanas― a tribunales federales ―como la Corte Suprema de los Estados Unidos―, pero el análisis que expone es evidentemente general.

26Sentencia TEDH, 6 de octubre de 2005. Asunto Hirst c. Reino Unido (n.o 2)

27Sentencia TEDH, 1 de julio de 2014. Asunto S.A.S c. Francia. Este caso versó sobre la prohibición del uso del velo en espacios públicos, preceptuada por la Ley n.o 2010-1192, 11 de octubre de 2010, concluyendo, igual que en los casos analizados, la no vulneración del CEDH.

28Sentencia TEDH, 10 de noviembre de 2005. Asunto Leyla Şahin c. Turkey, entre otras.

29Sentencias TEDH, 30 de junio de 2009. Asuntos Aktas c. Francia y Jasvir Singh c. Francia.

30Sentencias TEDH, 22 de abril de 2013. Asunto Defensores Internacionales de Animales c. Reino Unido, parágrafos 108, 109.

Nota de aprobación del editor: El editor es el responsable de la publicación del presente manuscrito.

Nota de contribución autoral: La elaboración del artículo es obra únicamente del autor.

Recibido: 10 de Febrero de 2021; Aprobado: 24 de Marzo de 2022

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