Introducción
Desde la revolución industrial hasta la actualidad, el impacto de la actividad del hombre en el ambiente ha crecido, comparado con épocas anteriores, de modo exponencial y con consecuencias muy perjudiciales sobre la Tierra. Tal es así que se cree que estamos viviendo en una nueva época geológica denominada Antropoceno, la cual dejaría atrás al Holoceno. Así se expresan Crutzen & Stoermer (2000,) y (Crutzen, 2002), quienes señalan como punto de partida de dicho período la última parte del siglo XVIII, cuando los análisis del aire atrapado en el hielo polar mostraron grandes concentraciones globales de dióxido de carbono y metano; por cierto, esta fecha coincide con el diseño de James Watt de la máquina de vapor en 1784.
El crecimiento en la modificación del ambiente se ha acelerado al punto tal de alcanzar, ya desde hace varias décadas, niveles alarmantes de contaminación, deforestación, desertificación y calentamiento global, y de producir la extinción de especies animales y vegetales e incluso la desaparición de ecosistemas enteros. Estos efectos son un hecho innegable que tanto los Estados como la comunidad internacional han reconocido hace tiempo; de hecho, varios gobiernos se encuentran ideando y aplicando programas específicos centrados en el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible fijados en la Agenda 2030 que adoptó en 2015 la ONU. Así, por ejemplo, el reciente “Pacto Verde” de 2019 de la Unión Europea, que contempla un ambicioso programa de reconstrucción económica que permita hacer frente al cambio climático y la degradación ambiental, es fruto de este tipo de políticas.
En este contexto, las tecnologías emergentes, tales como los plásticos biodegradables, la energía limpia, los vehículos eléctricos, la robótica y la inteligencia artificial, ofrecen un escenario alentador a los efectos de frenar lo que algunos han denominado como “la muerte de la naturaleza” (Pobierzym, 2015). Sin embargo, los cambios tecnológicos no son inocuos y mucho menos gratuitos. Al contrario, a pesar de mostrar un aumento de la eficiencia, la prosperidad y la sustentabilidad, pueden también acarrear consecuencias no deseadas. En este sentido, los Estados y la comunidad internacional recientemente han advertido que las tecnologías emergentes plantean nuevos retos y riesgos que merecen una especial atención. Precisamente en el “Estudio económico y social mundial 2018: tecnologías de vanguardia en favor del desarrollo sostenible”, elaborado por el Consejo Económico y Social de la ONU, se destaca que, si bien esas tecnologías son prometedoras, no dejan de tener potenciales efectos desfavorables a nivel social, ético y económico. Esto establece un panorama repleto de dudas acerca de cómo implementarlas de manera óptima y de alcanzar, al momento de ponerlas en práctica, un equilibrio virtuoso entre aspectos positivos y negativos.
El propósito general de este trabajo es reflexionar acerca de los desafíos y riesgos que conllevan las tecnologías de vanguardia en materia ambiental: en particular, nos focalizaremos en las energías renovables o, también llamadas, sostenibles. El objetivo puntual es destacar algunos aspectos que, desde un Estado ambiental de derecho robusto, se deben evaluar para lograr una mejor implementación no solo a favor del desarrollo sostenible ambiental, sino también del social y económico. En última instancia, pues, lo que se busca es promover la realización de la “justicia energética” entendida como el establecimiento de un acceso justo y equitativo de los recursos energéticos, mediante un proceso que identifica qué problemas pueden surgir, quiénes son los eventuales afectados y cómo se debe actuar (Jenkins et al., 2016).
En cuanto a la estructura del artículo, en primer lugar, explicaremos mediante algunos acontecimientos la toma de una consciencia ambiental y, en relación con ello, el desarrollo de nuevas tecnologías beneficiosas para la naturaleza; en segundo lugar, veremos los riesgos y desafíos que conlleva la promoción de dichas tecnologías en Argentina; finalmente, ofreceremos algunas propuestas político-jurídicas a fin de impulsar una mayor presencia de las energías renovables, fortaleciendo la sustentabilidad ambiental, económica y social a los fines de afianzar la justicia energética.
La toma de consciencia ambiental frente a la “muerte de la naturaleza”
El conocimiento científico y los grandes descubrimientos que proveyó a la humanidad han sido un elemento transformador de la propia historia. Nadie negaría que gracias a la tecnología se ha salvado la vida de millones de personas, mejorado el bienestar general, incrementado la comunicación y los medios de transporte, perfeccionado la industria moderna y ampliado la producción de alimentos, entre otros resultados. Sin embargo, se llegó a un punto en que la humanidad se dio cuenta de que las cosas no podían seguir de este modo. El progreso puede ser muy costoso cuando se transgrede la “capacidad de carga” del planeta (Ehrlich & Ehrlich, 2004; Sagoff, 2017). En efecto, el ser humano se comporta como una suerte de parásito de la Tierra: aprovecha sus nutrientes, pero a la vez emite una gran cantidad de residuos. El problema es que si supera los márgenes de tolerancia que puede soportar el huésped, no solo corre el riesgo de generarle un grave daño, sino incluso de matarlo. Las opciones del hombre, pues, son principalmente dos: o bien desarrolla sus actividades dentro de límites que le permitan mantener cierta estabilidad con la naturaleza o bien continúa con una explotación desenfrenada que produzca, tarde o temprano, su completa aniquilación. O, para plantearlo de acuerdo con las propias palabras del filósofo noruego Naess (2018), “¿aplicaremos algo de autodisciplina y planeamiento responsable para contribuir con el mantenimiento y desarrollo de la riqueza de la vida en la Tierra, o vamos a desperdiciar nuestras oportunidades de dejar el desarrollo a fuerzas ciegas?” (p. 16). Ningún hombre sensato desea esta última opción.
A mediados del siglo XX hubo una serie de acontecimientos históricos que fijaron un antes y un después con respecto al interés del cuidado ambiental y a la necesidad de fijar límites claros y precisos sobre las actividades humanas: para decirlo en pocas palabras, establecer otro tipo de trato con la naturaleza. Grosso modo, se los puede agrupar en tres ámbitos: científico-académico, jurídico-normativo y ético-filosófico.
En lo que al primer ámbito se refiere, se destaca la publicación del informe The Limits to Growth en 1972, el cual fue encargado al Instituto de Tecnología de Massachusetts por el Club de Roma, una organización no gubernamental fundada en 1968 con el fin de abordar las múltiples crisis que enfrenta la humanidad y el planeta. La autora principal del informe, en el que colaboraron 17 profesionales de diferentes países y áreas de estudio, fue Donella Meadows, científica ambiental y especialista en dinámica de los sistemas. Una de sus principales conclusiones fue la siguiente:
Si las tendencias actuales de crecimiento en la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y el agotamiento de los recursos continúan sin cambios, los límites para el crecimiento en este planeta serán alcanzados en algún momento dentro de los próximos cien años. El resultado más probable será una disminución repentina e incontrolable de la población y de la capacidad industrial. (Meadows et al., 1972, p. 23)
El documento y sus dos actualizaciones, Beyond the Limits: Confronting Global Collapse, Envisioning a Sustainable Future de 1992 y Limits to Growth: The 30-Year Update de 2004, tuvieron una gran difusión a lo largo del mundo. Los informes, sobre todo en virtud del cumplimiento de muchas de sus predicciones, han generado una gran preocupación por la sostenibilidad del planeta. Así, por ejemplo, en el 2009 Rockström y otros numerosos especialistas han propuesto un marco basado en “limites planetarios” (planetary boundaries), que, si la actividad del hombre los superase, se generarían alteraciones ecológicas inadmisibles con consecuencias perjudiciales o potencialmente desastrosas (Rockström et al., 2009). En este sentido, los autores identificaron nueve “procesos del sistema terrestre” (Earth-system processes) en los cuales deben operar dichos límites: cambio climático; pérdida de biodiversidad (terrestre y marina); interferencia con los ciclos de nitrógeno y fósforo; destrucción de la capa de ozono; acidificación oceánica; uso mundial de agua dulce; cambio en el uso de la tierra; contaminación química; y la concentración atmosférica de aerosoles.2 Lo alarmante de la situación es que los científicos señalan que ya hemos excedido los límites en los tres primeros procesos y aseguran que el incremento del impacto humano registrado desde la revolución industrial pone en peligro el período de estabilidad ambiental planetaria de los últimos 10000 años.
En relación con el ámbito jurídico-normativo, la Declaración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano de 1972 (Declaración de Estocolmo), le puso fecha de nacimiento a la rama del derecho ambiental y a partir de allí se siguió un rumbo firme en el establecimiento de instrumentos internacionales y la celebración de encuentros destinados a proteger el ambiente, tales como la Carta Mundial de la Naturaleza de 1982, la Conferencia de Naciones Unidas sobre Ambiente y Desarrollo de 1992 (más conocida como Cumbre para la Tierra), la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Sostenible de 2000, la Declaración de Johannesburgo sobre el Desarrollo Sostenible de 2002, la Conferencia de Desarrollo Sostenible celebrada en 2012 en Río de Janeiro, la Agenda 2030 y el “Pacto Verde” de la Unión Europea. La Cumbre para la Tierra fue una reunión muy importante en política ambiental, pues allí se aprobaron la Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, la Declaración de Principios Relativos a los Bosques, el Convenio sobre la Biodiversidad y el Programa 21. También dio lugar a la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, cuyo objeto último, como establece su artículo 2, es lograr “la estabilización de las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera a un nivel que impida interferencias antropógenas peligrosas en el sistema climático”. Los acuerdos alcanzados se vieron concretados en el Protocolo de Kyoto de 1997, el cual tiene como fin que los países industrializados reduzcan las emisiones de gases que provocan el efecto invernadero. Tal interés por el cambio climático, por cierto, se encuentra expresado más recientemente en el Acuerdo de París de 2015. El objetivo general de este acuerdo es reforzar la respuesta al problema del calentamiento mundial y su cumplimiento será evaluado cada cinco años, comenzando en 2023 (artículo 14).
Finalmente, en términos ético-ambientales, muchas disciplinas emergieron a partir de la segunda mitad del siglo XX e impugnaron el paradigma de base del desarrollo científico: un modelo antropocéntrico extremo, según el cual se concibe al hombre como amo y señor de todos los recursos de la Tierra.3 Entre las diversas disciplinas propias de la filosofía ambiental que emergieron con ese rol, se destacan, por ejemplo, la ecofilosofía, la ética ambiental, la estética ambiental y las doctrinas a favor de los “derechos de los animales” (Kawall, 2017, pp. 12-23). Una de las corrientes de pensamiento más conocidas que expresa este tipo de enfoque es el movimiento Deep Ecology de Naess (2018), el cual advirtió la situación crítica actual caracterizada por “un deterioro o devastación ambiental creciente de manera exponencial, parcial o totalmente irreversible, perpetuada a través de modo de producción y consumo firmemente establecidos y una falta de políticas adecuadas respecto del incremento de la población humana” (p. 16). Como respuesta, ofrece una plataforma de ocho principios, cuya realización conjunta garantizarían el bienestar humano y ecosistémico en el planeta mediante una profunda modificación ideológica del estilo de vida y del trato hacia a la naturaleza en general (Naess, 1986).
El desarrollo de nuevas tecnologías en materia ambiental
En el marco de la problemática ambiental actual, se piensa que una de las claves para equilibrar la acción del hombre con la naturaleza es el uso sustentable de los recursos que ella ofrece. En efecto, a partir del Informe Brundtland de 1987, la sustentabilidad ambiental, económica y social, entendida como el desarrollo que permite “satisfacer las necesidades de la generación actual sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”, se impuso como paradigma en el plano internacional (Lorenzetti, 2008, pp. 1-29; Edwards, 2015). De hecho, en la Agenda 2030 se afianzó este ideal, al afirmarse que “para alcanzar el desarrollo sostenible, es fundamental armonizar tres elementos básicos: el crecimiento económico, la inclusión social y la protección del medio ambiente”. En esta dirección, se fijaron 17 objetivos que buscan promover el desarrollo sostenible en aquellos tres planos, los cuales, por cierto, “están interrelacionados y son todos esenciales para el bienestar de las personas y las sociedades”.
El “Estudio económico y social mundial 2018” de la ONU destaca que los objetivos de la Agenda 2030 son ambiciosos y que dependen en gran medida de la ciencia, la tecnología y la innovación. En la propia Agenda 2030 se reconoce este aspecto. En el objetivo 9 precisamente se dice que “el progreso tecnológico debe estar en la base de los esfuerzos para alcanzar los objetivos medioambientales, como el aumento de los recursos y la eficiencia energética”, y que “sin tecnología e innovación, la industrialización no ocurrirá, y sin industrialización, no habrá desarrollo”. En esta línea, en el objetivo 17 se fija la meta de “promover el desarrollo de tecnologías ecológicamente racionales y su transferencia, divulgación y difusión a los países en desarrollo en condiciones favorables, incluso en condiciones concesionarias y preferenciales, según lo convenido de mutuo acuerdo”.
Las tecnologías emergentes, como la automatización, los materiales avanzados (el grafeno y los plásticos biodegradables, entre otros), los vehículos eléctricos, los paneles solares fotovoltaicos, la robótica y la inteligencia artificial, entre muchos otros ejemplos, establecen un nuevo escenario en cuanto a la posibilidad de fomentar el crecimiento, la prosperidad y la sostenibilidad ambiental. Tienen un gran potencial para implementar la Agenda 2030, lo cual ha sido enfatizado en el “Estudio económico y social mundial 2018”. Incluso, yendo un poco más lejos, algunos autores sostienen que podrían contribuir a mejorar el trato ético del hombre con la naturaleza.4
El papel que las tecnologías tienen en la búsqueda de soluciones para los problemas que aquejan a las sociedades actuales y las posibilidades que ofrecen con respecto al crecimiento económico, la educación, la industria, la protección ambiental y el ejercicio del gobierno, constituyen una de las claves para establecer un mundo mucho mejor, en el que el progreso se ajuste al desarrollo sustentable social, económico y ambiental. Este aspecto, por cierto, es fuertemente destacado por la teoría de la “modernización ecológica” (Mol,1995; Hajer, 1995; Huber, 2004; Curran, 2015).
Ciertamente, las tecnologías de vanguardia permiten encontrar soluciones y oportunidades con ventajas indiscutibles: en primer lugar, resuelven los problemas de manera más efectiva, ofrecen nuevas capacidades y permiten un uso mucho más eficiente de los recursos naturales y humanos; en segundo lugar, últimamente sus costos se han ido reduciendo, lo cual facilita la producción y el acceso; en tercer término, se están difundiendo cada vez con más velocidad en todo el mundo; en cuarto lugar, tienen un carácter expansible, pues a menudo ofrecen soluciones a pequeña escala pero que se amplían con rapidez para satisfacer las necesidades humanas; y, finalmente, son fáciles de usar, transparentes y desarrollan tareas complejas que requieren mucho tiempo.
En el campo del cuidado ambiental, se destacan las energías renovables, las cuales, según los especialistas, constituyen un medio eficaz para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y la contaminación sobre la naturaleza y, además, garantizar la sostenibilidad energética (Schubert, 2016; Owusu & Asumadu-Sarkodie, 2016; Razmjoo et al., 2019). Lo curioso es que los estudios sistemáticos destinados a explorar este tipo de energías no surgieron exclusivamente como solución a la contaminación ambiental. En realidad, según explican Abbasi et al. (2015), son la consecuencia del efecto combinado de dos acontecimientos de índole político-económica: por un lado, del “shock petrolero” mundial producido en 1973 a raíz de un gran aumento unilateral y repentido del precio del mineral por parte de los principales países productores y exportadores; y, por el otro, de un segundo “shock petrolero” que se produjo en 1979 y de la guerra suscitada en 1980 entre dos de los países más ricos en petróleo, Irán e Iraq, lo cual no solo agudizó la crisis, sino que también planteó un problema permanente en seguridad energética. Sin embargo, lo cierto es que a medida que se fueron demostrando sus beneficios, junto con la emergencia de una importante consciencia ambiental a nivel científico, ético y jurídico -lo cual hemos destacado en la sección anterior-, se instaló con fuerza la idea de que reemplazar las fuentes de energía basadas en combustibles fósiles por fuentes de energía renovables sería un paso necesario para tener un mundo con un ambiente sano, equilibrado y apto para el desarrollo humano.
La energía sostenible, de acuerdo con Tester (2012), constituye “una armonía dinámica entre la disponibilidad equitativa de bienes y servicios intensivos en energía para todas las personas y la preservación de la tierra para las generaciones futuras” (p. 10). Lo que la caracteriza, como indica la propia expresión, es la posibilidad de reponerse naturalmente sin agotarse en la Tierra. Entre las principales fuentes y tecnologías de este tipo de energía se encuentran: la bioenergía, derivada de fuentes biológicas; la energía solar, que son aquellas que se basan directamente en la energía del Sol; la energía hidroeléctrica, que se obtiene del movimiento del agua y su fuerza para girar turbinas y así generar electricidad; la energía geotérmica, que se obtiene del interior de la Tierra en tanto fuente de energía térmica; la energía eólica, que aprovecha la energía cinética del aire en movimiento; y la energía oceánica, que se adquiere a partir de las olas del mar, las mareas, la salinidad y las diferentes temperaturas que existen entre las aguas profundas y frías y las aguas superficiales y cálidas (Kaltschmitt et al., 2008).
En los países desarrollados y en desarrollo, en la comunidad científica y en diversas organizaciones no gubernamentales destinadas a la protección del ambiente existen grandes esperanzas en relación con la utilización de las energías sostenibles. Incluso, algunos afirman que los progresos en materia de transformación y almacenamiento en energía le dan una fuerte chance para competir con los combustibles fósiles (Beltran-Telles et al., 2017), de modo tal de estar en condiciones de ofrecer un suministro de energía limpia y confiable en la industria, la iluminación, el transporte y la comunicación, entre otras áreas de aplicación.5
Sin embargo, frente a este panorama prometedor surgen algunos interrogantes. Está claro cuáles son las ventajas ambientales de extraer energía de los flujos continuos del entorno natural. Pero no hay que descuidar, como hemos visto, que la idea de sostenibilidad involucra otras dimensiones fundamentales e interrelacionadas: la económica y la social. Es por eso que la sostenibilidad de las energías renovables no solo depende de su aplicación al campo ambiental -lo cual quizá está fuera de discusión-, sino que debe contemplar los otros dos planos. Esto supone que la implementación de las energías renovables, de acuerdo con el modelo de la sustentabilidad fijado en la Agenda 2030, debería optimizar el crecimiento económico, la inclusión social y la protección del ambiente en la mayor medida de lo posible y de modo armónico, sin sacrificar alguna dimensión en detrimento de otra. ¿Cuáles son, pues, los principales retos a los que se enfrenta el uso de estas tecnologías? ¿Es posible encontrar un punto de equilibro virtuoso? ¿Qué sucede en el caso particular de Argentina? En las siguientes dos secciones nos ocuparemos de ofrecer algunas respuestas.
Un nuevo escenario de riesgos y desafíos
Los cambios tecnológicos conllevan grandes desafíos en su implementación como así también pueden acarrear en la práctica consecuencias sociales, económicas y políticas no deseadas, como el incremento de la desigualdad social, la modificación de los esquemas económicos en detrimento de los trabajadores, el subempleo, el surgimiento de nuevas relaciones de explotación humana y el incremento de la desigualdad en cuanto a la distribución de las riquezas. De estos efectos da cuenta precisamente el “Estudio económico y social mundial 2018” de la ONU. A modo de ejemplo, el avance de la automatización y la robótica podrían originar la destrucción de millones de fuentes de trabajo y, en consecuencia, aumentar la pobreza; y, en el campo de la biotecnología moderna, la modificación genética de los alimentos puede generar problemas de salud muy graves en los consumidores.
Muchas veces las nuevas tecnologías tienen, directa o indirectamente, algún tipo de repercusión negativa en algún campo del desarrollo humano o, a lo sumo, el potencial para hacerlo si no se adoptan con cierta prudencia (Thompson, 2017, p. 69). Las energías renovables no son la excepción. En base a una serie de investigaciones que se han ocupado en detalle sobre el tema (Cherni, 2011; Barrera, 2011; Jacobs et al., 2013; Recalde, 2017), es posible identificar, en el caso particular de Argentina, algunos desafíos y riesgos. Nos limitaremos a desarrollar dos ejemplos de cada categoría.
En primer lugar, el mayor desafío es establecer y consolidar un compromiso político serio, sostenido y continuado con respecto a la incorporación generalizada de las tecnologías ecológicas: llevar a cabo una verdadera “modernización ecológica” en el sistema económico, la industria y en el consumo (Spaargaren & van Vliet, 2000; Mol et al., 2009), de modo tal de fijar un rumbo firme hacia la sustentabilidad (Brey, 2017). Hasta ahora, la implementación de las tecnologías de energía renovables, en líneas generales, no ha sido mucha. Si observamos las últimas décadas, Argentina sigue bastante atada a los esquemas tradicionales de generación de producción. Incluso, el camino hacia las energías renovables ha sufrido bastantes vaivenes (Clementi et al., 2018). Sin embargo, no se puede negar que algunas medidas se han tomado al respecto. Mediante la sanción de la ley 27191 en 2015 se modificó la ley 26190 de 2006 sobre el Régimen de Fomento Nacional para el Uso de Fuentes Renovables de Energía Destinada a la Producción de Energía Eléctrica y se estableció un régimen especial cuyo objetivo, fijado en el artículo 2, ha sido lograr en una primera etapa “una contribución de las fuentes de energía renovables hasta alcanzar el ocho por ciento (8%) del consumo de energía eléctrica nacional, al 31 de diciembre de 2017”. En su artículo 5 también se estableció en una segunda etapa, compuesta por el período 2018-2025, el objetivo de llegar a tener “una contribución de las fuentes renovables de energía hasta alcanzar el veinte por ciento (20%) del consumo de energía eléctrica nacional, al 31 de diciembre de 2025”. Al mismo tiempo, desde el 2016 se implementa el programa RenovAr, el cual busca alcanzar los objetivos fijados en dicha ley mediante licitaciones públicas y periódicas para la evaluación y eventual adjudicación de proyectos consistentes en el abastecimiento de energía eléctrica a partir de fuentes renovables.
En comparación con años anteriores, en los últimos hubo un incremento significativo de inversiones en el sector. Así, en el informe “Climatescope 2020” de Bloomberg New Energy Finance (BNEF), surge que la inversión anual pasó de 200 millones de dólares en el 2016 a 1652 millones en 2017, 2247 en 2018 y levemente se redujo a 2184 en 2019 (ver gráfico 1). Este acontecimiento se ve reflejado en la participación que tienen las energías renovables en el total de la energía eléctrica que se produce y utiliza en el país. Según la información que nos ofrece la Compañía Administradora del Mercado Mayorista Eléctrico (CAMMESA), desde el 2014 a enero de 2021, la generación de energía a partir de fuentes renovables en Argentina pasó de cubrir el 1,8% al 12,1 % de la demanda eléctrica (ver gráfico 2).6
Sin negar el progreso de los últimos años y que se ha logrado un récord en la industria, lo cierto es que, en comparación con otros países, la proporción de energía renovable es baja y, para peor, su crecimiento está en constante riesgo de verse paralizado. Así, como se plantea en el informe “Climatescope 2020”, la crisis macroeconómica Argentina actual puede alejar a los inversores y crear dificultades para los proyectos en desarrollo que aún no han asegurado el financiamiento. Hay que sumarle a esta situación, los grandes problemas económicos de la pandemia del COVID-19. Todo esto genera un escenario de incertidumbre en el cual habría que repensar si no es necesario trazar, de forma concomitante o incluso alternativa a la legislación actual, otras estrategias y mecanismos que contribuyan a la creación, difusión y adopción de las energías renovables.
El segundo desafío que el Estado argentino debe afrontar, que va a la par del primero, es generar una mayor consciencia ciudadana acerca de las virtudes que tiene el uso de las tecnologías de energía renovables. La mayoría de los usuarios carece de una información precisa y detallada sobre el tema. Hay, para ser más precisos, una situación de información asimétrica, es decir, una distribución desigual del conocimiento relevante que se convierte en un gran obstáculo para la implementación de las energías renovables, pues su competitividad siempre se determina en comparación con las fuentes de energía convencionales (Jordan-Korte, 2011, p. 30). Así, por ejemplo, la instalación de paneles solares fotovoltaicos en el hogar o de turbinas eólicas es vista como muy costosas y esto, naturalmente, desalienta su adopción. Sin embargo, lo que se desconoce es que solo el costo de instalación es elevado y que a largo plazo son más rentables y ventajosas que otras fuentes de energía tradicional. También la desinformación en la materia hace que reine entre los individuos una desconfianza en las nuevas tecnologías como fuentes de energía estable. Generar confianza es un gran desafío que requiere mucha inversión en la divulgación de información acerca de las virtudes económicas de las energías limpias.
En cuanto a los riesgos, en primer lugar, cabe señalar que existe la posibilidad de un incremento de la inequidad e injusticia en dos planos de las relaciones socio-económicas. En efecto, desde el lado de la producción, la expansión de las energías renovables en cabeza de un número reducido de personas, y el consiguiente cierre de otros sectores, podría contribuir a que el capital se concentre en unas pocas manos, acrecentando la desigualdad y el conflicto social. Desde el lado de los usuarios, lo cierto es que el acceso a la energía renovable no estaría al alcance de todos. En lo inmediato, es mucho más económico y de fácil acceso valerse de las energías tradiciones que de las energías limpias, pues no todos cuentan con la capacidad económica para hacer frente a los gastos. Así pues, el acceso a este tipo de energía acentuaría la división entre los que más recursos tienen y los que menos tienen. A los sectores más bajos de la población le estaría vedada, pues, la oportunidad de aprovechar las formas de energía moderna. Estas se volverían ni más ni menos que una cuestión de élite.
Finalmente, la ampliación en la creación de fuentes de energías renovables puede provocar el cierre de empresas vinculadas al proceso de producción de energías tradicionales y, en consecuencia, la pérdida de numerosas fuentes de trabajo. Los avances tecnológicos suelen producir cambios estructurales en los sectores de producción y en el mercado, determinando la oferta y la demanda. En este sentido, sin desconocer que este acontecimiento implica la apertura de nuevas oportunidades, también supone dejar a un lado otras. Si no se toman medidas económicas y políticas adecuadas en el proceso de solapamiento y sustitución de combustibles fósiles por nuevas tecnologías de energía limpia, la desocupación crecería y, con ello, la pobreza.
Hemos tratado de mostrar, mediante estas reflexiones, cómo en la creación, la adopción y la distribución de las energías sostenibles existen desafíos y riesgos que no hay que descuidar. En materia de cambios tecnológico con fuertes repercusiones en lo social y lo económico se deben tomar decisiones responsables; jamás actuar a la ligera. En términos aristotélicos, diríamos que es preciso hacer un buen uso de la sabiduría práctica (phrónesis), esto es, descubrir mediante el ejercicio de la deliberación racional lo que es más conveniente y bueno con vistas a promover el bienestar comunitario. La incorporación de las nuevas tecnologías al mercado y en la vida ciudadana es un proceso que exige encontrar un punto de equilibrio entre, por un lado, la innovación, la eficiencia y la rentabilidad y, por el otro, las normas éticas, la equidad y la justicia. Esto requiere, como veremos, un modelo de Estado especial y la adopción, bajo determinados criterios y principios, de algunas medidas jurídico-políticas especiales.
La promoción de las energías limpias
La implementación eficaz y virtuosa de las tecnologías de vanguardia en Argentina debe realizarse, fundamentalmente, desde una plataforma política adecuada que se ajuste a las exigencias actuales. En concreto, creemos que requiere un Estado ambiental de derecho robusto. Esta especie de organización política ha recibido especial atención dentro de la literatura reciente, la jurisprudencia, los organismos no gubernamentales e instituciones supraestatales (Quiroga Lavié, 1996; Aranda Ortega, 2013; Esain, 2017). Una breve mención de algunos de estos tratamientos será suficiente para mostrar sus rasgos distintivos. Así, en primer lugar y a nivel internacional, se destaca el informe “Estado de Derecho Ambiental: Primer Informe Global” de 2019, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. En este documento, se explica que el Estado ambiental de derecho incorpora y aplica en el contexto particular del ambiente tres componentes específicos: la coherencia de la ley con los derechos fundamentales; la promulgación de leyes inclusivas y su implementación imparcial y efectiva; y la operatividad de la ley mediante su observancia en la práctica. Esta especial forma de organización política se basa en principios más amplios que los del Estado de derecho y constituye una organización política y jurídica única en su contexto, pues gobierna el vínculo vital entre los hombres y el ambiente que sustenta la vida humana, la sociedad y la vida en el planeta.
En segundo lugar, y en el ámbito doméstico, resulta de gran valor la jurisprudencia de la CSJN, que reconoció la configuración del Estado ambiental de derecho en el fallo “Asociación Argentina de Abogados Ambientalistas de la Patagonia” del 26 de abril de 2016. Así, sostuvo que la “Constitución Nacional tutela al ambiente de modo claro y contundente y esta Corte Suprema ha desarrollado esa cláusula de un modo que permite admitir la existencia de un componente ambiental del estado de derecho”. En precedentes posteriores no solo ha mantenido esta postura, sino que la ha reforzado y enriquecido (Esain, 2017).
En tercer término, y en el campo de la doctrina, Quiroga Lavié (1996) fue quien por primera vez en nuestro país introdujo el concepto de Estado ecológico de derecho y lo caracterizó a partir de sus componentes. Así, sostiene que:
Es tan rico y completo el sistema normativo introducido por el constituyente en la reforma de 1994, regulando tanto la sustancialidad del “ambiente”, en función de precisos objetivos de “salud”, “equilibrio” y tutela de la “diversidad biológica”, así como en relación con su utilización racional, no solo respecto de los “recursos naturales”, sino con expresa inclusión del patrimonio cultural, que bien podemos sostener que estamos en presencia de un verdadero ‘estado ecológico de derecho’, de carácter pleno e integral (p. 950).
Ciertamente, el Estado ambiental de derecho, se caracteriza por la incorporación de un componente ecológico en el Estado de derecho y el deber estatal de sujetarse a los principios del derecho ambiental: en concreto, los principios de prevención, precaución, progresividad, equidad intergeneracional, sustentabilidad, derecho a la información, participación ciudadana, acceso a la justicia y responsabilidad en materia ambiental (Lubertino Beltrán, 2018).
El Estado ambiental de derecho es fundamental para frenar la muerte de la naturaleza y diagramar, desde un suelo firme, las políticas apropiadas destinadas a promover la protección, conservación y restauración de la integridad ambiental. En este sentido, en el informe “Estado de Derecho Ambiental: Primer Informe Global”, se deja en claro que dicha forma de organización política “es clave para abordar la gama completa de desafíos ambientales, incluido el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la escasez de agua, la contaminación del aire y del agua, y la degradación del suelo”, ya que “imbuye los objetivos ambientales con los elementos esenciales del estado de derecho y apuntala la reforma de la ley ambiental y la gobernanza”.
Bajo las características, los principios y objetivos que estructuran el Estado ambiental de derecho, se puede plantear algunos lineamientos con el fin de impulsar una mayor presencia de las energías renovables, fortaleciendo la sustentabilidad ambiental, pero sin descuidar la sustentabilidad económica y social: que permitan, pues, hacer frente a los diferentes desafíos y, a su vez, minimizar los riesgos en la mayor medida de lo posible.
Una de las estrategias más importantes es intensificar los esfuerzos para lograr una efectiva materialización del marco legal argentino, vinculado a la creación, adopción y distribución de las nuevas tecnologías, del modo más democrático posible. En la actualidad, las principales leyes específicas que tenemos son la ley 25019 de 1998 sobre el Régimen Nacional de Energía Eólica y Solar, la ley 27191 de 2015 sobre el Régimen de Fomento Nacional para el uso de Fuentes Renovables de Energía destinada a la Producción de Energía Eléctrica (modificatoria de la ley 26190 de 2006) y la ley 27424 de 2017 sobre el Régimen de Fomento a la Generación Distribuida de Energía Renovable integrada a la Red Eléctrica Pública.
Esta normativa regula tanto el ámbito del mercado mayorista como el de los usuarios, establece un régimen especial de instrumentos, incentivos y beneficios a fin de promocionar la energía limpia y presenta algunas novedades interesantes. Así, por ejemplo, la ley 27424 fomenta un modelo de generación de energía descentralizado (Martinez & Porcelli, 2018). Este último aspecto es sumamente sugestivo. En efecto, antes de dicha ley solo podían generar energía las grandes empresas. Sin embargo, tras su sanción y reglamentación mediante el decreto 986/2018, se permite que todos los usuarios que instalen equipos de generación de energía no solo los destinen al autoconsumo, sino que inyecten los excedentes a la red de distribución. Incluso, en el artículo 7, la ley ordena que “todo proyecto de construcción de edificios públicos nacionales deberá contemplar la utilización de algún sistema de generación distribuida proveniente de fuentes renovables”. Esto sin duda resulta un gran avance en lo que respecta al cuidado ambiental, a la rentabilidad energética y al proyecto de ir sustituyendo los combustibles fósiles.
El Estado tiene que seguir y apuntalar el horizonte trazado en las leyes, acentuando los pasos dados y aprovechando las diversas oportunidades que se vayan abriendo. Hay un gran potencial que hay que buscar explotar. En especial, el Estado debe brindar un mayor apoyo financiero a aquellas medianas y pequeñas empresas que no tienen la capacidad para correr riesgos con la inversión de tales productos, sobre todo en los períodos de desaceleración económica.7 También debe suprimir o reducir, mediante planes económicos específicos, las restricciones para que los usuarios accedan a las tecnologías existentes y, al mismo tiempo, se generen hábitos en su uso. En efecto, una restructuración ecológica sobre los bienes y servicios involucra no solo introducir las nuevas tecnologías en el mercado, sino también facilitar su acceso, promover comportamientos sustentables y reducir o eliminar los productos que no son sustentables (Brey, 2017, p. 206). Algunas de estas medidas se han tomado desde el gobierno nacional y por parte del gobierno de algunas provincias (Garrido & Juarez, 2015; Garrido et al., 2016); quizá lo que falta es aumentar la información sobre el tema y alentar con mayor intensidad estas prácticas en favor del desarrollo energético sostenible.
Hay que aprovechar las ventajas que tienen las energías renovables para hacer frente al problema energético en aquellos lugares remotos donde el abastecimiento vía red eléctrica o mediante grupos generadores se ve imposibilitado por la geografía o la demografía, como se ha hecho, por ejemplo, en diversas zonas rurales en Salta (Schmukler & Garrido, 2015). Ampliar el acceso a los servicios básicos es una prioridad y proporcionar energía segura, confiable y limpia a aquellos que, por diversos motivos, no la tienen constituye un paso fundamental en el desarrollo sustentable tanto de carácter ambiental como económico y social. Este tipo de inversión, pues, cubre varios aspectos: sin dejar de velar por el ambiente, combate a su vez el déficit energético, crea puestos de trabajo decentes que refrenan la desigualdad (Bologna, 2013), promueve la inclusión y la estabilidad sociales y garantiza la equidad (Perdón, 2017).
A fin de mejorar el progreso tecnológico y optimizar los recursos, la inversión del gobierno en materia de investigación resulta decisiva. Un presupuesto adecuado para el desarrollo de la ciencia, distribuido equitativamente en los organismos de ciencia y técnica y en las universidades públicas, sin duda abriría un mundo de posibilidades en materia de innovación tecnológica. Al mismo tiempo, la investigación ofrecería nuevas oportunidades para el crecimiento de la industria nacional. De hecho, la ley 27424 en su artículo 32 creó un régimen de fomento para la fabricación nacional de sistemas, equipos e insumos para la generación distribuida de energía a partir de fuentes renovables, el cual comprende las actividades de “investigación, diseño, desarrollo, inversión en bienes de capital, producción, certificación y servicios de instalación para la generación distribuida de energía”.8
En este campo, una buena estrategia es no tratar de acaparar todos los tipos de energías renovables, sino focalizarse en aquellos que tengan mayor potencial en la Argentina dada sus características geográficas; llevar a cabo, pues, una adopción selectiva que direccione todos los esfuerzos hacia un mismo lugar y, de este modo, permita incrementar la eficiencia energética y económica.
En sintonía con las recomendaciones ofrecidas en el “Estudio económico y social mundial 2018”, es importante mejorar la coordinación en materia de políticas públicas, facilitar el intercambio de información y reducir el malgasto de bienes. Esto ayudaría a aprovechar el capital humano en la creación tecnológica que ya se haya utilizado en otras instituciones, mitigar los peligros de la improvisación y optimizar los recursos. En este sentido, disponer de un sistema nacional coordinado y coherente de ciencia, tecnología e innovación, facilitaría el intercambio de información y conocimientos, y permitiría maximizar los esfuerzos y alcanzar las metas fijadas.
Por lo demás, en la promoción de las energías sustentables juega un papel especial la educación. En este sentido, se debe ofrecer: capacitación de profesionales que desean ingresar a la industria de las energías renovables; formación inicial de científicos e ingenieros para diseñar y desarrollar nuevos sistemas de energías renovables; capacitación en tecnología y políticas de energía renovable para inversores; ofertas de cursos cortos de desarrollo profesional; lecciones y recursos para escuelas sobre temas energéticos; y, finalmente, información contemporánea sobre tecnología de energías renovables para el público en general (Jennings, 2009, p. 436). Además, los gobiernos nacionales y provinciales deben realizar inversiones en la infraestructura que se requiere para la transmisión del conocimiento (computadoras, conexión a internet, etc.) y también fortalecer la capacidad para reproducir y divulgar la información sobre las tecnologías disponibles, de modo que se promueva en la población un modo de vida responsable respecto al aprovechamiento de los recursos de la naturaleza.
Conclusiones
En un contexto signado por la toma de consciencia ambiental y la necesidad de establecer una nueva relación del hombre con la Tierra, las energías renovables abren un escenario prometedor. La humanidad, gracias al conocimiento científico, la técnica y la innovación tecnológica, cuenta con medios idóneos para hacer frente a los grandes problemas derivados de la destrucción de la naturaleza. No es extraño, pues, que los Estados, la comunidad internacional, organizaciones no gubernamentales y otros tantos actores que abogan por la protección del planeta, depositen una fuerte confianza en su creación, adopción y distribución a escala planetaria. Sin desconocer los méritos de las energías limpias ni mucho menos cuestionar su enorme potencial para contribuir a frenar la muerte de la naturaleza, hemos tratado de mostrar que plantean desafíos y riesgos que ameritan llevar a cabo una reflexión seria sobre su implementación generalizada. La presencia de una plataforma jurídica apropiada y la adopción de estrategias políticas desde un Estado ambiental de derecho robusto es clave para sacar el mayor provecho de las energías limpias, neutralizar sus posibles efectos adversos en el mercado y en el ámbito social, y garantizar, de este modo, una justicia energética que garantice el acceso equitativo a los recursos y las tecnologías.
A pesar de que en Argentina los avances, en comparación con otros países, son pocos y de que las políticas públicas, miradas en su conjunto, no tienen todavía el peso suficiente para cambiar la tendencia en materia de recuperación de los ambientes degradados ni tampoco dirigen todas sus fuerzas hacia una reconversión significativa del mercado y de la matriz energética predominante, no dejan de tener un importante valor. Lo que se requiere es profundizar más las medidas establecidas en la legislación y diagramar estrategias gubernamentales eficaces para impulsar, en forma armónica y equilibrada, una mayor presencia de las energías renovables, fortaleciendo la sustentabilidad en su triple enfoque y en última instancia, el Estado ambiental de derecho argentino.