Montevideo, 25 de marzo de 2020
Al escribir este editorial hay aproximadamente 200 casos de infección por COVID-19 confirmados en Uruguay y muy pocas personas ingresadas en hospitales. Es esperable que al momento de llegar a los lectores el número sea mayor. Qué tan mayor es una incógnita, considerando la distinta evolución de la epidemia en diferentes países.
No se trata aquí de seguir la evolución de la epidemia, para eso se puede encontrar información confiable en las páginas de la Organización Mundial de la Salud y de la Universidad Johns Hopkins, entre otras. Tampoco de repetir lo que ya sabemos sobre prevención o una puesta al día del avance de las técnicas diagnósticas y terapéuticas, sino una reflexión sobre los aprendizajes que como profesionales de la salud nos deja el enfrentarnos a una pandemia.
La primera preocupación de la ética de la salud pública es el uso del poder inmenso que los ciudadanos le han conferido a los estados en materia de lo que llamamos “policía sanitaria”, o sea, cuáles son los criterios a utilizar para limitar derechos individuales en defensa de la salud colectiva. La medida más extrema de la que dispone la autoridad sanitaria es la cuarentena, que implica restringir la libertad de movimiento de la población y al proponer esta medida extrema deberían cumplirse los seis criterios propuestos por Nancy Kass1:
1) conocer los objetivos del programa/medida,
2) conocer la efectividad del programa para alcanzar esos objetivos,
3) considerar las cargas conocidas o potenciales del programa,
4) plantear si estas cargas pueden minimizarse o si existen caminos alternativos,
5) analizar la justicia en la implementación del programa y
6) plantearse la forma en que se equilibrarán cargas y beneficios.
Cabe preguntarnos si se han cumplido todos estos pasos en los distintos casos, entre ellos, especialmente el de la cuarentena del barco Diamond Princess, cuyos pasajeros terminaron teniendo una tasa de contagio mayor que la de cualquier población hasta ahora. ¿Pensamos que fue una medida justa? En Israel, el Estado plantea el seguimiento por los servicios de seguridad de todos los ciudadanos sospechosos o confirmados de sufrir la enfermedad mediante sus teléfonos celulares, lo que ha dado lugar a numerosas manifestaciones en contra2. ¿Somos todos igualmente cuidadosos de la defensa de nuestros derechos básicos o nos dejamos acorralar por el miedo?
Entre las cargas a que hace referencia el tercer criterio de Kass, más allá de la pérdida (temporaria) de derechos básicos, debemos considerar el impacto del aislamiento social en los ancianos y personas con distintos problemas de salud mental, el coste económico, que para muchos de nuestros conciudadanos significa no saber cómo podrán pagar la comida del día de mañana y también el daño que podemos llegar a hacer a los criterios de continuidad de atención, cuando en la fase de inicio de la pandemia en el país suspendemos las consultas externas u ofrecemos sustituirlas por consulta por telemedicina. ¿Realmente estamos proponiendo que se trata de servicios prescindibles o sustituibles? ¿Cuál es la base científica para esto?
Preocupante también es el surgimiento de guías para la distribución de recursos escasos, como ingresos a CTI, por ejemplo, donde más allá de los criterios habituales de severidad y utilidad del recurso para ese evento en particular, se cuelan criterios de valoración diferente de la vida humana, especialmente según la edad, como es el caso, por ejemplo, de las pautas de la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias, que si bien indican que la edad cronológica “no debería ser el único elemento a considerar en las estrategias de asignación”, plantean el criterio de “maximización del número de años salvados”, que es justo lo contrario, lo que además plantea el problema de asegurar la supervivencia de los salvados frente a cualquier otra eventualidad de sus vidas, así como los años de vida libres de discapacidad para las personas ancianas. El criterio 23 de estas mismas pautas propone “tomar en consideración el valor social” de la persona para decidir su ingreso a CTI3. ¿Quién decide cuál es el valor social de un ser humano? ¿Y por qué es mayor o menor que el de otro?
Otro aprendizaje de esa pandemia tiene que ver con la política científica, especialmente lo que se conoce como “ciencia abierta”, que permite a nuestros científicos desarrollar kits diagnósticos, o la impresión 3D de respiradores basándose en la información puesta a disposición de la comunidad científica por investigadores de todo el mundo. La ciencia abierta salva vidas; ese es un aprendizaje que no debería olvidarse una vez que termine esta pandemia, porque hay muchas otras situaciones de gran sufrimiento humano que también requieren y requerirán atención de nuestros sistemas de salud: la terrible epidemia de sarampión que asola a la República Democrática del Congo y ya ha matado a más de 6.000 personas, sobre todo niños4; la presencia de dengue no ya en nuestra puerta, sino en nuestro barrio más poblado y del que hubo más de 3 millones de casos en las Américas en 2019, 70% de ellos en Brasil5, y tantas otras situaciones que pasan casi desapercibidas en medio de esta pandemia y que requieren de investigación y desarrollo de manera colaborativa, no según las reglas de mercado.