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Dixit

versión impresa ISSN 1688-3497versión On-line ISSN 0797-3691

Dixit vol.37 no.1 Montevideo  2023  Epub 01-Jun-2023

https://doi.org/10.22235/d.v37i1.3223 

Ensayo

La potencia del mirar: la poética ética en el cine no-ficcional de Agnès Varda

The power of looking: ethical poetics in Agnès Varda's non-fiction cinema

A potência do olhar: a poética ética no cinema não ficcional de Agnès Varda

Mariana Martínez Bonilla1 
http://orcid.org/0000-0001-7746-8793

1 Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, México, marianamtzbonilla@gmail.com


Resumen:

A lo largo de este texto se analizan algunos de los elementos constituyentes de la poética de la directora belga Agnès Varda. Se parte de la hipótesis de que, en sus obras de carácter no ficcional, la directora establece una serie de parámetros éticos que permiten hablar de una poética-ética, pero también de una práctica política. Para llevar a cabo dicho análisis se recurre a la práctica indisciplinada de los estudios visuales y se proponen tres ejes conceptuales para intentar comprender las diversas articulaciones del sentido en las obras analizadas. Estos ejes son: la mirada, el encuadre y el afecto. Finalmente, se concluye con la recapitulación de aquellos elementos que constituyen la potencia estética de las obras de la directora, enclavada en la noción del encuentro con el otro como punto de partida de su poética-ética.

Palabras clave: cine de no-ficción; estética cinematográfica; ética; análisis cinematográfico; lenguaje cinematográfico.

Abstract:

This text examines some of the constituent elements of the poetics of Belgian director Agnès Varda. The hypothesis is that in her non-fiction works, the director establishes a series of ethical parameters that allow for a poetic-ethical discourse, as well as a political practice. To carry out this analysis, the undisciplined practice of visual studies is employed, and three conceptual axes are proposed to comprehend the diverse articulations of meaning in the analyzed works. These axes are: gaze, framing, and affect. Finally, the text concludes with a recapitulation of the elements that constitute the aesthetic power of the director's works, rooted in the notion of encountering the other as the starting point of her poetic-ethical approach.

Keywords: non-fiction cinema; cinematic aesthetics; ethics; film analysis; cinematic language.

Resumo:

Ao longo deste texto são analisados alguns dos elementos constituintes da poética da diretora belga Agnès Varda. Parte-se da hipótese de que, nas suas obras não ficcionais, a diretora estabelece uma série de parâmetros éticos que permitem falar de uma poética-ética, mas também de uma prática política. Para levar a cabo dita análise, recorre-se à prática indisciplinar dos estudos visuais e são propostos três eixos conceptuais na tentativa de compreender as diferentes articulações de sentido nas obras analisadas. Esses eixos são: o olhar, o enquadramento e o afeto. Finalmente, conclui-se com uma recapitulação dos elementos que constituem a potência estética das obras da diretora, fincada na noção do encontro com o outro como ponto de partida da sua poética-ética.

Palavras-chave: cinema de não-ficção; estética cinematográfica; ética; análise cinematográfica; linguagem cinematográfica.

Introducción

Nacida en Bélgica y con formación artística y fotográfica, Agnès Varda es considerada como parte del grupo fundador de la nouvelle vague, movimiento cinematográfico surgido en Francia a mediados del siglo XX en el seno de la revista Cahiers du Cinéma, cuya actitud crítica denunciaba el carácter predominantemente literario del cinéma de qualité francés, el cual según Román Gubern se trató de “un cine de guionistas más que de realizadores” (2019, p. 411).

Caracterizada, como todos los movimientos de renovación estética y narrativa vanguardistas modernos, por sus propuestas revolucionarias en torno a la capacidad autorreflexiva de la enunciación cinematográfica, así como acerca de la necesidad de efectuar una crítica a los modelos narrativos hegemónicos e industriales, la nouvelle vague francesa propone el reconocimiento de la figura del autor, “que busca su expresión a través de la puesta en escena” (Gubern, 2019, p. 411). Sobre todo, los autores debían plasmar sus propios universos poéticos a través de una mayor libertad narrativa, así como de una serie de operaciones que simplificaran y abarataran la realización cinematográfica. Entre ellas destacan los rodajes en locación, el uso de cámaras y formatos no profesionales (8 y 16 mm) y la anulación de efectos luminosos y sonoros que no surgieran de la puesta en escena misma.

A menudo, la crítica cinematográfica se ha referido a Agnès Varda como la “madrina” del movimiento, pues según afirma Alfonso Ortega (2022), La Pointe Courte (1955) -su opera prima- anticipó el surgimiento de algunos rasgos narrativos y estéticos de aquello que definiría a la nouvelle vague, como las producciones austeras y financiadas cooperativamente, la implementación de encuadres que denotan una constante búsqueda por la exploración formal y la alternancia de motivos narrativos distantes entre sí. Se trata de estrategias que se verían asentadas pocos años después en la obra de Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Jacques Rivette y François Truffaut, entre otros, e, incluso, de aquellos autores políticos cercanos a la nouveau como Chris Marker, Alain Resnais, Margueritte Duras y Jacques Demy, quienes conformaron el grupo Rive Gauche.

Ahora bien, más allá de reconocer el lugar de Varda dentro de la nouvelle vague, cabría ir un poco más allá y reconocer su importancia dentro de algunos ámbitos fuera de la creación cinematográfica, como aquellos correspondientes al arte, en la forma de algunas instalaciones museográficas, y al pensamiento teórico y analítico en torno a la imagen fotográfica y cinematográfica.

En sus más de cinco decenas de largo y cortometrajes, Varda elaboró una serie de preguntas de orden analítico y crítico sobre su práctica como cineasta, pero también acerca de la imagen y sus potencias (Martínez, 2022a). Más aún, su propuesta estética resulta punta de lanza para el establecimiento de un nuevo orden de la mirada y para el ejercicio poético, basados en el cuidado del otro y de sí misma.

La impronta ética de su mirada y las implicaciones que esta tuvo, tiene y tendrá resultan un lugar de anclaje conceptual y metodológico fundamental no solo para acercarnos a su producción cinematográfica, realizada entre 1958 y 2019, año del lanzamiento de su último filme -Varda par Agnès (Varda por Agnès) -, sino también para otros tipos de prácticas audiovisuales, tanto ficcionales como no ficcionales.

A partir de lo anterior, y a lo largo de este texto, se busca exponer algunos de los motivos que conforman la poética-ética de la directora. Sobre todo, interesa pensar la manera en que este condicionamiento de la mirada que cuida posee implicaciones políticas, en el sentido de llevar a cabo una redistribución de lo sensible que genera intersticios de la visualidad del otro fuera del marco común de la representación. Para ello se establecen tres ejes de análisis a partir de la revisión de algunos momentos de la mirada, el encuadre y el afecto.

Para ejecutar el análisis de algunas obras documentales de esta cineasta, se recurre a la propuesta metodológica indisciplinada de los estudios visuales, de acuerdo a las propuestas de Mieke Bal (2016) y Yissel Arce (2016). Para estas autoras las imágenes deben ser entendidas como complejos entramados de significación, atravesados por las más diversas fuerzas políticas, culturales e ideológicas, al interior de los cuales tienen lugar un sinnúmero de pugnas por el sentido.

Mirar: tomar posición

Las películas de Varda son una reunión de miradas. Como advierte Arnau Vilaró (2013), el cine de Varda se trata de una serie de encuentros entre sus personajes, entre la directora y estos, así como entre el espectador y aquello que es puesto en imagen. Estos implican el establecimiento de relaciones significativas entre la mirada curiosa y cariñosa, incluso, juguetona, de la cineasta, que encuadra las miradas de las mujeres, niños y hombres a quienes convierte en sus sujetos o, mejor aún, a quienes convierte en sus interlocutores, cómplices y compañeros.

Esas miradas, claro está, vienen acompañadas de un rostro. En la obra de Varda se entreteje una suerte de poiesis ético-política que otorga un lugar privilegiado en la imagen a aquellos a quienes mira y a aquellos que le devuelven la mirada. En tanto causa que “haga pasar cualquier cosa del no-ser al ser”, la poiesis según Aristóteles, permitiría a través de diversas estrategias retóricas la producción de presencia de la mirada, como encuentro, sobre la superficie fotosensible de la película cinematográfica. Y, al mismo tiempo, posibilitaría la emergencia de un espacio en cuyo interior se trazan diversos recorridos y retornos entre aquello que Agnès Varda muestra y aquello que en el acto se ve.

En ese mismo sentido, para Georges Didi-Huberman (2014), la mirada solo es posible en tanto operación doble. Por un lado, como encuentro entre la mirada y el objeto, experiencia mediada por el tacto. Por el otro, como apertura hacia “un vacío que nos mira, nos concierne y, en un sentido, nos constituye” (2014, p. 15). A lo que habría que añadir que dicha constitución se da siempre como generación de un desplazamiento del sentido a través de la pérdida. Es decir, como la producción de aquello que el mismo autor llama vestigios, huellas y ruinas. En el caso de la obra de Varda, aquello acontece como la producción de una huella fotosensible del encuentro entre su mirada (siempre mediada por el aparato cinematográfico) y los sujetos que ocupan el cuadro.

El acto de mirar involucra muchos elementos, interesa aquí elaborar algunas notas sobre ello en dos sentidos. El primero tiene que ver con la mirada como uno de los actos fundamentales de la percepción (otro, por ejemplo, es el tacto) y la aprehensión del mundo. El segundo, comprendiendo a la mirada mediada por la cámara y el objetivo, pero también como desplazamiento,1 es decir, entendida como el acto fundamental del aparato cinematográfico.

Por ejemplo, se puede mirar con los ojos de un niño, como ha mirado Agnès Varda a su tío Yanko, tal y como rememora la directora en su testamento fílmico, Varda por Agnès (2019). Al hablar sobre el cortometraje Oncle Yanco (Tío Yanco, 1967), un documental dedicado a su tío lejano, Jean Varda, quien solía residir en Sausalito (Estados Unidos), Varda se refiere a su ejercicio creativo como una articulación entre técnica y narración que transmite la emoción del momento, del encuentro con el pintor a quien no conocía.

Para lograrlo, como la misma directora narra en Varda par Agnès (Varda por Agnès), “lo esencial no fue conocerlo, sino saber de inmediato cómo grabarlo. Me imaginé el montaje mientras lo grababa. Quería mostrar la espontaneidad, la alegría y la emoción del encuentro”. En términos formales, lo anterior se convirtió en un montaje lúdico y repetitivo, siempre con variaciones, y en una cámara que persigue a un par de niños mientras se acerca a una colorida fachada. El papel de los niños resultará fundamental en el encuentro con Yanco, pues a través de ellos la directora nos permite ser partícipes del encuentro.

Mediante la figura del juego infantil, el cortometraje se desnuda y deja ver sus mecanismos ficcionales siguiendo la lógica de sus fallos, de sus repeticiones de toma, cada una con distintos lenguajes: francés, inglés, griego. Todo ello para mostrar, posteriormente, los recuerdos de su tío, sus objetos preciados, aquello que colecciona con el fin de convertir su hogar en una metaobra de arte. En suma, el dolce far niente, el traslado de la vida y la costumbre mediterránea de Yanco Varda a San Francisco.

Así, la mirada de Agnès Varda elige el punto de vista de aquel que se acerca emocionado a un familiar lejano de quien poco sabe, pero a quien gustosamente saluda. Y toma posición, asiste al encuentro con el otro, establece un contrato implícito que regula las maneras de aprehender al mundo y de conocerse a sí misma en relación con los sujetos a quienes mira.

Dicha toma de posición implica una selección consciente sobre el mundo, sobre el ámbito de lo visible. Es decir, poner en perspectiva aquello que muestra. Acerca de dicha acción, Jacques Derrida dice: “Hablar de perspectiva quiere decir que siempre vemos las cosas, siempre interpretamos las cosas desde cierto punto de vista, según un interés, dividiendo un esquema de visión organizada, jerarquizada, un esquema siempre selectivo” (2013, p. 62).

Como la propia directora afirmó en Les Plages d’Agnès (Las playas de Agnès, 2008), son los otros quienes le interesan y a través de sus historias narra la suya. En sus propias palabras: “son los otros los que me interesan y a quienes me gusta filmar. Los otros, que me intrigan, me motivan, me interpelan, me desconciertan, me apasionan” (Varda, 2008). Las propiedades formales y narrativas de sus obras dan cuenta de este interés por el otro, por los otros. Su cámara suele mirar “junto” al otro. Con cierta regularidad, sus encuadres integran la presencia de la directora y de aquellos a quienes entrevista o con los cuales conversa.

A modo de ejemplo se analiza el caso de Visages, Villages (Rostros y lugares, 2017), filme realizado en conjunto con el fotógrafo y artista de instalación Jean René, mejor conocido como JR. Este es un filme de carácter lúdico en el que, acompañados por una enorme cámara rodante, los directores recorren la campiña francesa. Durante su viaje son habituales los encuentros con los y las habitantes de las regiones que visitan. Una característica común de dichos encuentros es la pregunta por sus biografías: ¿quiénes son?, ¿a qué se dedican?, ¿cómo es su vida en el lugar?, ¿cuál es su relación con la comunidad?

Se trata de preguntas que presentan cierta variación, a través de las cuales los directores logran acercarse a las vidas de las mujeres y hombres con quienes conversan. Entonces, el filme puede ser entendido como una serie de retratos en los que, quienes se someten al escrutinio de la cámara, tienen cierta agencia. En un primer momento, el acercamiento de los habitantes de L’Escale con la cámara monumental de JR y Varda les permite convertirse no solo en los sujetos de la representación, sino en sus artífices. Es decir, no solo posan para que alguien ejerza presión sobre el obturador, sino que ejecutan una suerte de autorretrato, de autopresentación.

De tal manera, dichos sujetos “tienen agencia sobre la forma en la cual deciden mostrarse al mundo. Por lo tanto, el autorretrato deviene espacio y práctica de socialización desde la cual es posible subvertir la mirada violenta, propia del acto fotográfico con intenciones documentales” (Martínez, 2022b, p. 355). Sin embargo, lo anterior no los libera precisamente del yugo de la máquina, sino que se produce un cuádruple encuentro de miradas: aquellas de los habitantes del poblado que se miran a sí mismos, las de la dupla de directores, las de los espectadores que acudirán a dicho encuentro de manera anacrónica y, finalmente, las de sus vecinos, quienes participan de manera directa en la colocación de las fotografías sobre un muro de la pequeña ciudad francesa.

El juego de planos que el montaje final del filme constituye aquello que Francois Niney (2015) denomina “repartición de las miradas”. Se trata de una articulación de múltiples puntos de vista, los cuales se prolongan hasta componer una metamirada que posee un carácter tanto estético como ético. Prueba de ello resulta el encuentro con una joven madre, cuya fotografía terminaría adornando la fachada lateral de un viejo edificio en la región de Bonnieux, ubicada en la zona de la Costa Azul.

Para realizar el retrato de la mujer, los directores decidieron visitarla en su lugar de trabajo. Una vez que lograron convencerla, consiguieron que esta portara un vestido, un sombrero y una sombrilla que fue prestada para la realización de la fotografía por el encargado del carillón del pueblo. Durante la secuencia de la toma fotográfica se observa la complicidad entre los cineastas y todos aquellos presentes durante el momento de la captura.

La joven sigue impacientemente las indicaciones de JR mientras un gran número de curiosos se acerca para participar del acto como testigos. Las reacciones de todos son las propias de un juego. La amabilidad con la que los cineastas interactúan con los sujetos de sus imágenes se hace patente una vez más. Posteriormente, como parte del mismo bloque temático-temporal del filme, Varda y JR visitan a la entonces mesera de cafetería para preguntarle acerca de su sentir por la fama que ha alcanzado su fotografía tras su viralización en redes sociales. Ante ello, la mujer se muestra sorprendida. Jamás imaginó que muchas personas detuvieran su andar con el único fin de hacer una fotografía de su fotografía. Esta vez la acompañan sus dos hijos, una niña y un niño. Varda se acerca a ellos y pregunta cuál es su opinión sobre la imagen monumental de su madre. Los niños responden que les gusta y se toman una fotografía frente a ella para, posteriormente, jugar con la imagen de los pies de su madre.

En el acto, los infantes, quienes se miran a sí mismos durante la creación de su imagen son, al mismo tiempo, motivo de escrutinio de la mirada de quienes no participan o acceden al espacio enmarcado por el dispositivo fotográfico: Agnès Varda y JR. Ello implica un encuentro entre el yo y los otros, y es indicador del establecimiento de un punto de vista subjetivo, íntimo y, en muchos casos, relacionado con la experiencia de vida de quien decide ejecutar el acto del encuadre. Como la propia cineasta afirmó en una entrevista con Mireille Amiel (1975): “Si te vas a acercar a alguien, debes hacerlo gentilmente. Despacio en términos físicos y despacio en términos morales. Cualquier acercamiento a los personajes debe ser tan gentil como sea posible, siguiendo sus movimientos reales de manera orgánica y biológica, tanto como sea posible”.

El punto de vista se constituye en ese ejercicio de la mirada como un encuentro con los otros y, al mismo tiempo, deviene un punto de escucha y cuidado. Se trata del reconocimiento de aquel a quien la cámara de Varda interpela directamente, de cuyos instantes vividos quiere ser participe y cuya historia quiere narrar, reconstruir a partir del recuerdo y la mirada respetuosa.

Encuadrar: definir los marcos

En el primer tomo de Estética y psicología del cine (2020), Jean Mitry define al cuadro como una delimitación espacial o como un “corte practicado sobre el mundo exterior” (p. 188), resultado de una elección consciente por parte del cineasta. De tal manera, el cuadro, según el esteta francés, “determina el juego de las angulaciones y planos, la composición de la imagen, sus estructuras plásticas; y crea no solamente la «representación», sino el propio espacio de los acontecimientos representados” (Mitry, 2020, p. 189).

El cuadro, entonces, es una manifestación de la percepción de quien decide delimitar cierto orden de lo real para trasladarlo al dominio de la imagen y, en tanto tal, está condicionado por un gran número de operaciones cognitivas, ideológicas y afectivas. Los encuadres de Varda devienen máquinas de escrutinio: a través de ellos, la cineasta fue capaz de conocer y reconocerse en el otro, de contar sus historias, sus pasiones, sus temores y, por qué no, sus alegrías.

Como se mencionó, el encuadre es una de las operaciones fundamentales de la mirada cinematográfica y autoral de la cineasta. Sin embargo, resulta fundamental entender las configuraciones espacio-temporales sobre las cuales Varda entreteje su poética del cuidado con su ética de la mirada. Al respecto, cabe pensar en la lógica creativa detrás de Les glaneurs et la glaneuse (Los espigadores y la espigadora, 2000).

Este documental reflexiona en torno a la idea de la recolección como modo de vida no solo de los sujetos desposeídos y marginales, sino como práctica creativa -tema que exploraría con mayor profundidad en Les glaneurs et la glaneuse... Deux ans après (Los espigadores y la espigadora… Dos años después, 2002). En el primero de estos documentales, guiada por el encuentro con un hombre que recolecta alimentos de la calle y los consume en ese mismo momento, la directora sigue a un grupo de hombres y mujeres que se dedica a la recolección de alimentos que fueron desechados en algunos mercados y sembradíos.

Inspirada en esa extraña conducta, la creadora decidió acercarse y preguntarle por qué consumía constantemente frutas y verduras que podrían ser consideradas como desperdicio del mercado ambulante. Ante ello, el hombre, un biólogo desempleado, quien solía vivir y trabajar como alfabetizador voluntario en un refugio de inmigrantes respondió: “Recojo la comida de los mercados y así ahorro dinero. Soy casi vegetariano, así encuentro lo que necesito. No es mucho, aunque es suficiente para comer. Tendrías que ver lo que ellos tiran. De los mercados consigo fruta, sobre todo vegetales. A veces también queso, pero es más raro. Como muchísimas manzanas y aquí puedo tomar todas las que quiera”. Esta respuesta la impactó de manera tal que decidió indagar más acerca de la cultura de la recolección de desperdicios en los sembradíos de papa de la campiña francesa.

Para ello, Varda visitó una industria agrícola dedicada a la siembra, recolección y venta de papas al por mayor. Sin embargo, más allá de interesarse por el proceso mismo del descarte de varias toneladas del tubérculo, la directora reparó en la actividad de aquellos quienes, a la manera de las espigadoras de antaño, recurrían a los tiraderos de papas para recolectar las que podrían ser alimento más allá de sus deformidades y tamaños.

Así pues, la organización de su discurso gira en torno a quienes recogen el descarte (no solo de papas, sino de alimentos perecederos y materiales diversos). Es decir, en torno a quienes constituyen la otra cara de la industria y el sistema capitalista, que tiende a desechar todo aquello que no es agradable a la vista o que no cumple con los estándares de calidad requeridos para su comercialización.

La operación de seleccionar aquello que aparece en las imágenes está histórica y políticamente condicionada. Se trata de una operación del poder, ya que la acción de enmarcar, dice Judith Butler (2010), consiste en decidir sobre las condiciones de la aparición. Asimismo, al delimitar tal aparición, esta acción rearticula tanto la visibilidad como la reconocibilidad de una época o momento histórico determinado, es decir, “la red del saber el tamiz de «imágenes-pantalla» que organizan la mirada” (Breschand, 2004, p. 5).

Al poner en acción las normas de reconocimiento existentes, Varda asigna un lugar en la imagen a aquel que hegemónicamente la ha poblado siempre. Tal es uno de los máximos problemas de la representación hoy en día. ¿A quiénes les cedemos la imagen? ¿A quiénes les otorgamos la voz? ¿A quiénes convertimos en sujetos de la representación? Y, más aún, su contraparte: ¿a quiénes les negamos un lugar en la imagen? ¿A quiénes les negamos la capacidad de hablar? ¿A quiénes suprimimos de la representación?

Al omitir por un momento el discurso sobre la subalternidad y las maneras en las que nos advertiría sobre lo peligroso de llevar a cabo una acción de esta magnitud, supongamos que tanto el otorgamiento de la imagen como el de la voz y, por lo tanto, el de la representación, son posibles. Las imágenes y los discursos producidos por tal ejercicio no serían otros más que aquellos planeados y permitidos por la norma hegemónica. Se trataría de una producción de alteridad desde la visualidad que respondería a los intereses determinados de la configuración política, o del reparto de lo sensible, imperante en el momento de su producción.

Sin embargo, como señala la cineasta vietnamita Trinh T.Min-ha, es posible otra manera de la representación. Y se utiliza aquí la palabra representación en un sentido muy amplio. Para la directora de Reassemblage: From the Firelight to the Screen (1982), es necesario dejar de hablar sobre el otro o la otra, o acerca del otro o la otra, para comenzar a articular un discurso alrededor de ella o de él, de reconocerles como sujetos de la enunciación y no solo como sujetos de la diferencia frente a quien, detrás de la cámara, ostenta una posición de poder. Se trata, según la también etnógrafa y ensayista, de producir un espacio alternativo desde el cual tanto la narración como la forma se pongan al servicio de una discusión más profunda sobre los cánones de la representación y la conformación de la historia.

En otras palabras, la labor del cineasta-documentalista frente al desmantelamiento de la representación hegemónica no sería otra más que la de poner en marcha una serie de operaciones formales y narrativas críticas, justas y democráticas que desmantelen “reflexivamente la objetivación y la exotización de la otredad” (Balsom citado en Marcos, 2021, p. 5). De tal manera, el desplazamiento de las posiciones de los sujetos (el yo y el otro) implica la desnaturalización de la codificación de la narrativa documental, la cual se produce siempre dentro de un marco de inteligibilidad en cuyo seno se alojan relaciones asimétricas de poder.

En resumen, la propuesta de la cineasta vietnamita aboga por la reconfiguración de dichos marcos de representación a través de estrategias estéticas capaces tanto de tener en cuenta la contingencia y la multiplicidad de formas de convivencia entre los sujetos como de subvertir las relaciones entre aquellos que someten a través de la lente de la cámara y aquellos a quienes encuadran.

Entonces, para articular un discurso más justo, más democrático, un reparto de lo sensible ético, ¿a qué tipo de convenciones debemos recurrir? ¿Cuáles son las normativas de la visualidad hegemónica que deberíamos desmantelar? ¿Qué tipo de operaciones de constitución de las imágenes podrían reformular los términos de la reconocibilidad?

En Los espigadores y la espigadora (2000), Agnès Varda propone una respuesta ante tales interrogantes desde la mediación misma del encuadre, de la disposición de unas coordenadas específicas para la definición de un espacio-tiempo de la representación a través del cual acercarse a los sujetos a quienes enmarca. Así, los niños, mujeres y hombres a los que la cineasta enmarca le permiten formar parte de sus actividades cotidianas.

En esta película, como en toda la filmografía de Varda, tiene “lugar, tanto a nivel formal como narrativo, una exploración de las relaciones y tensiones entre lo público y lo privado, los clichés y aquello que los condiciona como tales, así como entre lo subjetivo y lo general, pero también como potencias para revelar el paso del tiempo” (Martínez, 2022b, p. 352). Fascinada por la recolección de papas en forma de corazón, la cineasta se convierte en una recolectora más, en una habitante más de ese espacio rural que escarba entre la tierra en busca de alimento, al tiempo que busca entre las imágenes que recolecta y las capas del tiempo que contienen para comprender las problemáticas de aquellos a quienes entrevista.

Afectar: ética y estética

Al referirse al arte reflexivo, Susan Sontag (2001) afirma que la visibilización de los mecanismos estéticos tiene la finalidad de producir un efecto de conciencia en el espectador y que, normalmente, este tiene lugar con la elongación o el retardo de sus emociones. Al ser conscientes de la forma y no solo del contenido en las obras autorreflexivas, como es el caso del cine de Varda, se produce una especie de suspensión o separación del mundo real, con las cuales los afectos responden de manera diferente a como lo harían en la vida real (Sontag, 2001).

En palabas de la pensadora norteamericana: “La conciencia de la forma hace dos cosas simultáneamente: da un placer sensual independiente del ‘contenido’, e invita al uso de la inteligencia” (Sontag, 2001, p. 179). En los filmes referidos hasta el momento, lo anterior tiene lugar a partir del despliegue de la subjetividad autoral en la forma de los comentarios que suelen acompañar a sus imágenes. Estos son aquellos diálogos en los que la directora belga, conscientemente, describe sus procesos creativos y problematiza sus imágenes a través de preguntas que muchas veces encuentran respuesta más allá del filme mismo. Esto ocurre en la mente del espectador, quien será el encargado de anudar los sentidos propuestos por la directora en la forma de un montaje dialéctico entre banda visual y banda sonora.

Un ejemplo de lo anterior se observa en Daguerréotypes (Daguerrotipos, 1976), película que describe la vida cotidiana en la calle Daguerre del 14º distrito de París. Se trata del lugar en el que se encontraba la casa de la cineasta, de ahí su cercanía con los protagonistas del filme. Las acciones de estos hombres y mujeres son capturadas por la lente de Nurit Aviv, la usual directora de fotografía en los filmes de Varda, en la forma de retratos, haciendo honor a la técnica desarrollada por Louis Daguerre, de quien toma prestado el nombre de la calle en cuestión.

Como afirma Lucía Ros, la directora:

Se apropia del concepto (del daguerrotipo) para retratar los rostros de la gente a la que ve todos los días al salir a la calle: los panaderos, los carniceros, los profesores de autoescuela, los alumnos de la escuela de acordeón y hasta el mago que actúa todas las semanas en el café con el nombre de otro mago cinematográfico: Chez Méliès (2014, s.d.).

Sus imágenes, en la mayoría de los casos planos medios, son acompañadas por el comentario en off de la directora. Dicho acompañamiento verbal tiene la función de describir no las actividades que realizan los personajes en el presente de la imagen cinematográfica, sino la gloria del antaño. Tras la presentación del filme, llevada a cabo por un mago, y en cuyas imágenes podemos reconocer el reflejo de Varda y su equipo técnico, la película da paso a la imagen, casi fija, de un par de ancianos. De pie detrás de una ventana, estos miran hacia la calle. El hombre, ataviado con una bata de laboratorista, mira fijamente a la cámara, y la mujer hacia otro lugar. Posteriormente, otra imagen muestra al mismo par de ancianos que se encuentran dentro de su establecimiento, dedicado a la venta de objetos diversos, como se observa en los paneos de la cámara, pero sobre todo a la elaboración, casi artesanal, de fragancias corporales.

Estos movimientos de cámara son acompañados por la voz de la directora, quien narra cómo los objetos que ocupan las vitrinas del local han estado ahí durante 25 años, advirtiendo la atmósfera de pertenencia al pasado que rodea al inventario de la tienda. Y lo mismo sucede cuando indaga en la historia de otros tantos locatarios de la zona, incluso en la del par de boticarios.

En otro momento del filme, los encargados de la panadería recuerdan amorosamente cómo se enamoraron y comenzaron a vender panes. Las imágenes que acompañan a esta historia, cuando no son planos medios de la pareja, cada uno en su zona de trabajo, hablando sobre su relación y oficio, dan cuenta de la labor diaria en el local. Mientras el hombre se encarga de medir ingredientes, pesar la masa y hornearla, la mujer despacha hogazas en el mostrador.

Sucesivamente, cada uno de los vecinos irá relatando sus historias, sus amores, sus oficios y sus imágenes. Aunque en movimiento, se convertirán en retratos que configuran una mirada hacia el pasado esplendoroso de los negocios y de sus propietarios, hacia aquellos tiempos en los que su energía y vitalidad llenaban de vida a la calle Daguerre. Resulta evidente, entonces, que el ejercicio del comentario emitido por Varda es una articulación entre imagen y voz que puede ser considerada como una especie de ruptura brechtiana. Su principal función consiste en impedir que los espectadores se relacionen de manera acrítica con sus imágenes, procura una relación afectiva con ellas. De ahí que se pueda discernir las intenciones de la autora por hacer hincapié en la relevancia del pasado para la comunidad. La distancia que las palabras de la directora imponen sobre aquello que se ve opera un tipo de afectación que potencializa la ejecución de juicios críticos acerca de lo que sucede en las imágenes que monta. Paradójicamente, esa distancia no implica una negación de las emociones de los sujetos que ocupan el cuadro, sino que permite la identificación con aquello que relatan, pues, como afirma Sontag (2001), “al final, la separación y el retardamiento de las emociones, a través de la conciencia de la forma, las hace más fuertes y más intensas” (p. 181).

La recurrencia de la yuxtaposición entre voz e imagen, mecanismo a través del cual Varda construye su propio cine-como-lenguaje, refuerza la filiación de su obra con aquello que se conoce como cine ensayístico, cine de ensayo o cine-ensayo. Más allá de cualquier definición del carácter ensayístico del cine de Varda que se intentó elaborar, y de lo problemático que esta pudiera resultar, cabe reconocer que sus obras activan el pensamiento a través de algunos recursos estéticos que ponen en crisis a los comúnmente utilizados por el cine documental.

La enunciación cinematográfica que, en este caso, se reconoce a sí misma como un medio para incitar al pensamiento crítico deviene en la potencia político-afectiva de la autora. Ésta, a su vez, está relacionada con un cierto condicionamiento de la mirada, como se vio en los apartados anteriores, que responde a un ímpetu ético del ver y el hablar con el otro, un encuentro de miradas y palabras desde el cual Varda propone una disciplina del entendimiento tanto de su obra como de las emociones de su audiencia.

Conclusión

A manera de conclusión cabe destacar un par de las particularidades estéticas y narrativas de los ejemplos analizados a lo largo de este trabajo. Ya sea en los filmes y videos (por ejemplo, Los espigadores y la espigadora, Francia, 2000) que la cineasta dirigió en solitario o de sus colaboraciones, como el caso específico de Rostros y lugares (2018), es posible referirnos a algunos motivos recurrentes que, vistos a la distancia, configuran el código ético-poético de Agnès Varda.

En primer lugar, se puede hablar de la manera en la que la cineasta decide acercarse a los sujetos que retrata en sus obras. Para ella, como afirmó al referirse al filme-homenaje a Jacques Demy en su obra póstuma Varda por Agnès (2019), se trata de acercarse lo más posible a aquellas personas que ocupan sus encuadres. “Estar lo más cerca”, fueron sus palabras.

Lo anterior se traduce en la recurrencia de acercamientos extremos, conocidos en el argot de la técnica y el análisis audiovisual como planos detalle, pero también de primeros y medios planos a través de los cuales acompaña a los protagonistas de sus filmes en su vida cotidiana. Así, el carnicero de la calle Daguerre o quienes llevan a cabo la recolección de papas descartadas por la industria agrícola en Los cosechadores y la cosechadora (2000) ejecutan sus labores cotidianas acompañados por la cámara siempre en movimiento de la cineasta.

Se trata de encuadres inestables que dan cuenta de lo incómodo que resulta para la cámara el ceñirse a un rincón de la carnicería, o de lo inestable del terreno recién removido por el tractor en el sembradío de papas. Son primeros planos que muestran los gestos de aquellos hombres y mujeres cuya vida transcurre frente a la cámara de la cineasta; planos medios que muestran las acciones de esas mismas personas, el pasar del tiempo, el devenir de sus actividades, la creación de comunidad. Y es que, para Varda, los tres motores de su obra son la inspiración, la creación y el compartir.

En segundo lugar, es preciso enfatizar, como parte de estos mecanismos a los que se refiere en este artículo como configuradores de su codificación estética, el compartir como acto ético y pedagógico. “No haces películas para verlas solo. Las haces para mostrarlas”, afirmó la directora en Varda por Agnès (2019) durante la que sería una de sus últimas apariciones en público, poco antes de su muerte.

Lo importante, entonces, es el estar con el otro y la otra. Ya no solo aquellos representados en los filmes, para decirlo rápidamente, sino los otros, quienes constituyen el eslabón final de la cadena del sentido: la audiencia. Dicho acompañamiento en las obras referidas viene dado por la voz de la cineasta.

Unas veces en off, y otras como parte de un comentario sincrónico mientras la directora aparece frente a la cámara, o como una pregunta hecha a quien decide encuadrar, esta voz entreteje los elementos significantes de las secuencias que describe y analiza. Así pues, más allá del montaje, el comentario agudo de la cineasta clausura el ejercicio de la cine-escritura, es decir, de las elecciones realizadas a lo largo de la producción de una película.

Finalmente, esta cine-escritura es la base misma de la potencia ética del cine de Varda. A través de ella, la directora condiciona un punto de vista, una manera de aprehender el mundo, de encontrarse con la mirada del otro. Se trata de la ejecución de un cierto ordenamiento de lo sensible, del material audiovisual, de la dupla imagen-narración que determina el lugar de lo real y de los sujetos que encarnan esa realidad como el principal eje de enunciación de la directora.

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Cómo citar: Martínez Bonilla, M. (2023). La potencia del mirar: la poética ética en el cine no-ficcional de Agnès Varda. Dixit, 37(1), 72-81. https://doi.org/10.22235/d.v37i1.3223

1Para Jean Breschand (2004), el cine, al recomponer el campo de lo visible, es capaz de desplazar la mirada del espectador, dotándolo con otras coordenadas para aprehender el mundo.

Contribución de los autores: a) Concepción y diseño del trabajo; b) Adquisición de datos; c) Análisis e interpretación de datos; d) Redacción del manuscrito; e) revisión crítica del manuscrito. M. M. B. ha contribuido en a, b, c, d, e.

Editor científico responsable: L. D.

Recibido: 07 de Febrero de 2023; Aprobado: 25 de Abril de 2023

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