El caso
Según lo que puede reconstruirse a partir del texto de la sentencia de la Sala II de la Cámara en lo Civil y Comercial de La Plata (provincia de Buenos Aires), los hechos serían los siguientes: se trata de una niña de cuatro años de edad, cuyos padres no conviven (no está claro si están divorciados o nunca se casaron). La niña está bautizada en la Iglesia Católica, por una decisión tomada conjuntamente en su momento por padre y madre. Con posterioridad a la separación, la madre habría adherido a la religión de los Testigos de Jehová, y pretendido introducir a la pequeña en prácticas de esa confesión religiosa. El padre solicitó una medida cautelar consistente en la prohibición de innovar respecto de la religión de la niña y, consiguientemente, en la prohibición a la madre de hacerla "participar de actos, reuniones, peregrinaciones y campañas de divulgación de la fe" que ahora ella profesa.
La medida cautelar fue rechazada. Sin embargo, inexplicablemente, la decisión fue apelada por la madre, y aparentemente consentida por el padre. La Cámara rechazó la apelación con el razonable fundamento de que lo resuelto en la instancia anterior no causaba agravio a la apelante. No obstante, realizó una serie de afirmaciones que interesa comentar acá.
Los niños como sujetos de la libertad religiosa
El conflicto planteado se refiere indudablemente al ejercicio de una de las libertades fundamentales, como es la libertad religiosa. Se trata de un concepto más amplio que la tradicional "libertad de culto" (que es una de sus especies o derivaciones), y está formulada hoy en algunos de los tratados internacionales de derechos humanos que tienen en la Argentina jerarquía constitucional.
De entre ellos cito uno: el Pacto de San José de Costa Rica que expresa en su artículo 121:
Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y de religión. Este derecho implica la libertad de conservar su religión o sus creencias, o de cambiar de religión o de creencias, así como la libertad de profesar y divulgar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado.
Nadie puede ser objeto de medidas restrictivas que puedan menoscabar la libertad de conservar su religión o sus creencias o de cambiar de religión o de creencias.
La libertad de manifestar la propia religión y las propias creencias está sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley y que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos o los derechos o libertades de los demás
Retengamos que el derecho es reconocido, en estos tratados, a "toda persona". Los niños, obvio es decirlo, también son personas. Por lo tanto, titulares de este derecho. De eso se hace cargo la Convención sobre los Derechos del Niño, también con jerarquía constitucional (art.75 inc.22 CN) cuando expresa (art.14.1): “Los Estados Parte respetarán el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”.
Sin embargo, es claro que los niños necesitan recibir una educación o iniciación que les permita poder hacer consciente y libremente, y sostener, sus propias opciones. Por eso, la propia Convención continúa diciendo (art.14.2): “Los Estados Parte respetarán los derechos y deberes de los padres y, en su caso, de los representantes legales, de guiar al niño en el ejercicio de su derecho de modo conforme a la evolución de sus facultades”.
Se trata de una aplicación específica de un principio más general, contenido en el art.5 de la misma Convención:
Los Estados Parte respetarán las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres o, en su caso, de los miembros de la familia ampliada o de la comunidad, según establezca la costumbre local, de los tutores u otras personas encargadas legalmente del niño de impartirle, en consonancia con la evolución de sus facultades, dirección y orientación apropiadas para que el niño ejerza los derechos reconocidos en la presente Convención.
Ese derecho y deber de los padres de guiar a sus hijos está también presente en los tratados generales de Derechos Humanos. Así, el Pacto de San José de Costa Rica dispone (art.14.4): “Los padres, y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Una norma equivalente es el art.18.4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Se complementan con otras, como el art.13.3 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que dice:
Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas, siempre que aquéllas satisfagan las normas mínimas que el Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza, y de hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
De manera coincidente, la Ley 26061 (art.19) reconoce la libertad religiosa de los niños, niñas y adolescentes, en estos términos:
Derecho a la libertad. Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a la libertad. Este derecho comprende: a) Tener sus propias ideas, creencias o culto religioso según el desarrollo de sus facultades y con las limitaciones y garantías consagradas por el ordenamiento jurídico y ejercerlo bajo la orientación de sus padres, tutores, representantes legales o encargados de los mismos.
De lo dicho sintéticamente hasta aquí y siempre en el contexto del deber del Estado de proteger la libertad religiosa, y del derecho de todas las personas (incluyendo a los niños) a gozar de ella, podemos extraer las siguientes primeras conclusiones:
a) los niños tienen derecho a la libertad religiosa,
b) los padres tienen derecho y deber de proporcionar a los hijos guía, orientación y educación en materia religiosa.
Si recordamos que de la misma Convención sobre los Derechos del Niño se deduce la idea de que los niños van ganando progresivamente autonomía, lo que ha sido erigido en un "principio" por el Código Civil y Comercial argentino (art. 639), podemos agregar una tercera conclusión:
c) en la medida en que el niño va madurando y ganando madurez, aumenta su autonomía (también en materia religiosa) y correlativamente disminuye la facultad de los padres de guiarlo o tomar decisiones por él.
En este marco, en el caso que comentamos asoman por lo menos dos de los conflictos propios de esta materia, que podemos formular como preguntas:
¿A partir de qué momento puede el niño tomar decisiones autónomas en materia religiosa?2
Mientras llega ese momento (que podría plantear nuevos problemas, como el eventual conflicto entre el niño y sus padres por una elección de aquel divergente con la preferencia de estos), ¿qué ocurre si hay desacuerdos entre los padres en el ejercicio de su función de guías y formadores del hijo en materia religiosa?
Las desavenencias entre los padres en materia religiosa
Las normas citadas más arriba son claras al reconocer a "los padres" una serie de derechos referidos a la educación de los hijos, en general y en materia religiosa en particular. Esas normas sirven tal como están, para dirimir un eventual conflicto entre la familia y el Estado (por ejemplo, porque éste desconociera los derechos reconocidos a los padres y pretendiera imponer una educación religiosa o moral contraria a la elegida por ellos), o incluso entre los padres y un tercero ajeno a la familia. En esos casos, es clara la preeminencia otorgada a la familia y a los padres.
El problema, que se plantea en el caso analizado, es cómo dirimir un conflicto entre los padres, siendo ambos titulares en paridad de condiciones del derecho de orientar y educar religiosamente al hijo3. Este conflicto no lo resuelven las normas generales de los tratados internacionales, y ha recibido diversas soluciones en el pasado.
Una primera y algo tosca respuesta, actualmente inaceptable, consistió en decir que en la Argentina existe una religión "preferida" por el Estado, como es la religión católica, y que, por lo tanto, en la duda había que educar a los niños en la religión católica. Este criterio hoy resulta indefendible tanto política como jurídicamente, además de ser inaplicable cuando la oposición se plantea entre dos religiones distintas de la católica (por ejemplo, padre ateo y madre judía, o padre islámico y madre evangélica, o cualquier otra combinación).
En otros casos se razonó atendiendo a las decisiones previas de la pareja, asignándoles carácter vinculante para el futuro. Así, si la familia había sido fundada en un determinado contexto religioso (por ejemplo, habiendo contraído matrimonio religioso), se entendió que existía un compromiso implícito de educar a los hijos en esa fe entonces compartida. Por lo que el posterior abandono de la fe común por parte de uno de los progenitores, no habilitaba a modificar unilateralmente ese acuerdo previo4. Que se veía reforzado si además los hijos hubieran sido ya iniciados en la religión inicialmente compartida (bautizados, circuncidados, etc.). Ciertamente, la idea vale cualquiera fuere la religión involucrada (no sería admisible, por ejemplo, sostenerla si los cónyuges eran ambos católicos y uno se convierte al hinduismo, pero no si ambos son musulmanes y uno se convierte al cristianismo).
La jurisprudencia italiana ha resuelto en ese sentido, precisamente en casos de conversión de uno de los progenitores a la religión de los Testigos de Jehová5.
Este razonamiento es valioso y útil. Sin embargo, tiene el inconveniente de no tomar en cuenta que las identidades religiosas son dinámicas, y que existe un derecho subjetivo al cambio de religión. Tampoco toma en cuenta las circunstancias concretas de cada caso. No es lo mismo el caso de una familia con una identidad religiosa "fuerte" (cualquiera sea ella) donde al tiempo uno de los progenitores muda de credo, o lo abandona, que el caso de un matrimonio que celebró un matrimonio religioso por mera tradición social, y luego uno de los miembros asume un compromiso confesional diverso pero intenso y muy importante para su vida, que intenta compartir con sus hijos.
Un tercer razonamiento, parcialmente semejante al anterior pero no idéntico, pone el acento en la identidad religiosa del niño6. La diferencia con el anterior es que atiende no tanto a la identidad originaria de los padres, sino a la del niño mismo. Lo que tiene un sustento normativo importante, que podemos encontrar en la misma Convención sobre los Derechos del Niño. Ella dice (art.8): “Los Estados Partes se comprometen a respetar el derecho del niño a preservar su identidad, incluidos la nacionalidad, el nombre y las relaciones familiares de conformidad con la ley sin injerencias ilícitas”.
Y más específicamente, aunque en relación con niños "privados de su medio familiar", el art.20.3 determina que "se prestará particular atención a la conveniencia de que haya continuidad en la educación del niño y a su origen étnico, religioso, cultural y lingüístico". También el art.30, referido a niños pertenecientes a minorías, menciona a la propia religión como elemento constitutivo de la identidad7. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha resuelto que existe una violación del derecho a la identidad cuando un niño sustraído a sus padres es criado en un entorno religioso diferente del de su origen8.
El criterio de continuidad en la educación religiosa de los niños es el generalmente seguido en Europa, aunque ha sido puesto en duda en una controvertida sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos9.
En el caso comentado, la decisión parece haber sido distinta. Tomando nota del hecho de que ambos progenitores practicaban distintas religiones, la opción fue dejar que la niña recibiese educación de parte de ambos. Según la sentencia atribuye haber dictaminado a un cuerpo pericial, "permitir que ambos progenitores den educación religiosa conforme a sus creencias, facilita 'una circulación lo más amplia posible, en ambos contextos parentales, asegurándole a la niña la mayor diversidad de opciones educativas y religiosas’", evitando así "un camino prefijado".
Para el Tribunal, esa sumatoria de educaciones religiosas contrapuestas es lo que conviene al interés superior del niño. Parece muy dudoso que así sea.
El razonamiento sería válido si se estuviera hablando, por ejemplo, de idiomas. Si en la casa del papá se habla español y en la casa de la mamá se habla italiano, es una ventaja para los hijos aprender los dos idiomas. Pero la religión es algo distinto, porque por su propia naturaleza, cada religión es excluyente de las demás y tiene pretensión de exclusividad.
No se trata de un deseable conocimiento intelectual de las diversas tradiciones religiosas, sino de una demanda de adhesión personal, del corazón, vital. Y esa adhesión no puede darse simultáneamente a dos religiones, sobre todo si entre ellas media un mutuo rechazo o acusación de falsedad, como ocurre en el caso que nos ocupa. Más que ofrecer a la niña diversidad de opciones, lo que probablemente ocurra es que se le provoque una enorme confusión y tensión interior.
En definitiva, la solución arribada parece salomónica y aparentemente neutral, pero en mi modesta opinión es totalmente desacertada. Es claro que este es uno de esos temas en los que los jueces no son las personas más idóneas para decidir, aunque parezca paradójico, pero es lo que mandan las normas como consecuencia inevitable de la estricta paridad de derechos entre los progenitores (art.642 CCC): “En caso de desacuerdo entre los progenitores, cualquiera de ellos puede acudir al juez competente, quien debe resolver por el procedimiento más breve previsto por la ley local, previa audiencia de los progenitores con intervención del Ministerio Público”.
Todo hace pensar que, si la niña había sido ya iniciada en la religión católica, que era la común de ambos progenitores al tiempo de su nacimiento, la decisión razonable era mantener esa situación hasta tanto ella estuviese en condiciones de tomar otro camino. La religión forma parte de la identidad de la persona. Cierto que es parte del aspecto "dinámico" de la identidad, que puede verse modificado en el tiempo. Pero por decisión propia, y no impuesta o inducida. Va de suyo que lo mismo habría que decir, si la religión original de la niña hubiese sido otra.
La elección religiosa de los menores
La otra cuestión que sobrevuela la sentencia es la posibilidad de que sea la propia niña la que haga su elección religiosa. Como principio, es inobjetable. El problema en el caso concreto es que se está hablando de una niña de cuatro años.
Ni los tratados internacionales ni la ley interna argentina han definido el momento exacto a partir del cual el menor de edad puede hacer sus propias elecciones religiosas, incluso contraviniendo los deseos de los padres. Como antes dijimos, la cuestión de la elección religiosa nos coloca frente a una especie de balanza. De un lado está la orientación, guía y educación de los padres (dejando aparte por un momento el problema eventual de la divergencia entre ellos), y del otro lado el derecho del niño a sus propias elecciones religiosas. En el momento inicial "pesa" mucho más el primer platillo: son los padres los que educan, insertan al niño en su propia comunidad religiosa, lo inician en las prácticas y le inculcan la doctrina. Con el tiempo, el niño va madurando y teniendo aptitud de hacer su propio discernimiento, con lo que ambos platillos se equilibran hasta que, en algún momento, es el hijo el que decide.
La pregunta es si ese momento de decisión coincide con la mayoría de edad en la que el hijo se emancipa de sus padres, o es anterior. Todo indica que es anterior.
La mayoría de edad se relaciona con la capacidad para celebrar actos jurídicos. La elección religiosa pertenece más bien al ámbito del discernimiento, que como sabemos se adquiere antes que la capacidad (en nuestro derecho, a los trece años para los actos lícitos, como es el caso). Aunque en rigor de verdad tampoco se trata de tener el discernimiento necesario para la voluntariedad de los actos, sino algo más específico y propio de los derechos personalísimos: la competencia.
La competencia consiste en la aptitud de comprender plenamente las consecuencias de la decisión de que se trate. No depende de un límite temporal rígido, sino de haber alcanzo el grado de madurez necesario, que debería ser apreciado caso por caso (respecto de cada persona, y respecto de la misma persona con relación a cada tipo de actos o conducta de que se trate). El CCC, que asume como "principio" el respeto de la autonomía progresiva de los menores según su grado de madurez (art. 639 inc. b10 ), trae una aplicación concreta del concepto en el art.26, referido a las decisiones sobre el propio cuerpo.
¿Puede aplicarse analógicamente en criterio del art.26 a las elecciones en materia religiosa? En principio pareciera que sí. En tal caso, la edad para tomar decisiones aún en contra de la voluntad de los padres sería en principio los dieciséis años (y no los trece, en que se alcanza el discernimiento). Sin embargo, hay que notar que el mismo CCC requiere la mayoría de edad (o en otros términos, exige el asentimiento de ambos padres mientras se trate de un menor) para una decisión relevante en esta materia, como es el "ingreso en comunidades religiosas" (art. 645).
En cualquier caso, sea la edad para hacer una elección en materia religiosa los trece, los dieciséis o los dieciocho años, ciertamente no lo es los cuatro años.
En ese sentido, es atinado el argumento que habría presentado la madre acerca de "la inmadurez de la niña para decidir lo que es conveniente para su educación espiritual". Aunque la Cámara aclara que "no se trata en el caso de dejar librado a la voluntad de J. -de cuatro años- qué es lo conveniente para su vida", sino de hacer un llamado a los padres a que en el ejercicio de sus derechos resguarden "el interés superior" de la niña. Concepto cuyo alcance, como suele ocurrir, queda en la nebulosa. "No es la niña J. quien ha de decidir qué es lo que debe hacer en cada caso, sino sus padres debiendo, toda decisión que la involucre, estar guiada por su "superior interés", que atienda a sus necesidades reales en el marco concreto de su desenvolvimiento integral" (sic).
En definitiva, una poco práctica expresión de buenas intenciones. Seguramente el padre considerará que el "interés superior" de su hijita es ir a misa el domingo y asistir al catecismo en la parroquia. Y la madre considerará que ese mismo "interés superior" es llevarla a repartir revistas religiosas por las casas y concurrir al "salón del Reino" a ser adoctrinada. Con lo cual, "J." posiblemente deba asistir un domingo a un lugar donde le digan que los Testigos de Jehová (entre ellos su madre) son una secta desviada, y el domingo siguiente a un salón donde le digan que los católicos (entre ellos su padre) son adoradores de Satanás.
Ya señalaba esto mismo hace años, con agudeza, Rafael Navarro-Valls:
en estos supuestos debe exclusivamente tenerse en cuenta el interés del niño, sin artificiosas construcciones que, al intentar ser supuestamente respetuosas con el derecho de libertad religiosa de los padres, en el fondo desconoce la dinámica propia del factor religioso y de las convicciones en él sustentadas. Por ejemplo, cuando se observa que no está demostrado que la "iniciación simultánea a dos religiones sea perjudicial para el niño", como expediente para equilibrar los derechos de libertad religiosa de padres con religiones o creencias distintas, se utiliza el típico argumento conciliatorio que, si tal vez mitiga las pasiones encontradas, es evidente que deja insatisfechas las inteligencias. Nos encontramos aquí con uno de esos supuestos en que la jurisprudencia enjuicia manifestaciones de la libertad religiosa como si se estuviera ante meras elecciones de conveniencia: y eso, como se ha dicho, es "tratar a la religión como si fuera un hobby.11
Conclusión
Ciertamente no estamos ante un caso de fácil resolución. Y tampoco es posible opinar en concreto sin conocer las particularidades del mismo caso y de las personas involucradas, las motivaciones que guiaban realmente a cada uno, el estilo de relación entre esos padres más allá de su desavenencia religiosa, y tantos otros elementos necesarios para una visión completa del asunto.
Es loable que se haya querido enfocar el caso desde la perspectiva de la libertad religiosa, que es el bien jurídico a resguardar. Tanto la de los padres, como la de la hija, que es también titular de ese derecho.
Hay sensatez en la afirmación de que no corresponde a la niña de cuatro años tomar decisiones en materia religiosa. Sin embargo, no queda claro cómo se evitará que ella sea víctima de un tironeo que claramente no está en condiciones de resolver o superar, si no media diálogo y prudencia por parte de los padres. Y si los padres ya han llegado a los Tribunales por este asunto, es de temer que no estén en las mejores condiciones para afrontar la situación.
Da la impresión de que los jueces han eludido resolver un conflicto, y que las consecuencias al final de día las sufrirá la niña. Por mucho que se invoque su "interés superior".
Es algo que no debería sorprender. Como enseña Rafael Palomino12,
Habitualmente los Tribunales civiles pretenden, en la medida de lo posible, dejar de lado la cuestión de la libertad religiosa de los cónyuges y de los hijos cuando se les presenta un matrimonio en crisis y resulta necesario decidir sobre la custodia de los hijos y, en consecuencia, sobre su educación religiosa. La razón es clara: apenas se entra en contacto con esta delicada materia -la religión de los ciudadanos- el Estado puede estar abandonando su posición de neutralidad, o violentando de forma sutil la inmunidad de coacción que la libertad religiosa exige.
El problema es que los jueces tienen el deber de resolver los casos llevados a su conocimiento. Aun los que parecen insolubles, como éste.