Introducción
Durante los años noventa se desarrolló una polémica, dentro de los estudios en comunicación del mundo anglosajón, entre representantes de los Estudios Culturales y referentes de la corriente de la Economía Política de la Comunicación. Los ejes del debate giraron alrededor de la relación entre condiciones de producción y distribución de los bienes culturales, las características de esos productos y el sentido que adquieren los bienes y las prácticas de consumo en el marco de relaciones sociales de opresión; relacionado con esto, también se discutió la cuestión de la falsa conciencia, vinculada con la posibilidad o no de comprender las propias condiciones de existencia a partir de las prácticas de consumo y, por intermedio de estas prácticas, ejercer grados de resistencia política; y, finalmente, se debatió sobre el rol de los intelectuales ante la valoración de los productos y procesos de consumo.
Unos años después, más precisamente en 2014 -al menos para el mundo hispanoparlante-, este debate volvió a la escena académica de la mano de Christian Fuchs, investigador marxista sobre los medios de comunicación y plataformas mediáticas -por ende, ubicado en la corriente de la Economía Política Crítica de la Comunicación- quien desarrolló un cuestionamiento a tres libros publicados por investigadores adscriptos a la corriente de los Estudios Culturales.
El propósito de este trabajo se organiza alrededor de tres objetivos. El primero de ellos pasa por sistematizar la polémica original entre las dos corrientes mencionadas. El segundo por realizar la misma operación con la versión más reciente del debate. Finalmente, proyectar la sistematización de ambas polémicas sobre el planteo de Henry Jenkins acerca de la “cultura de la convergencia”.
Consideramos pertinente esta operación analítica porque entendemos que la significación que dicha categoría le otorga a los fenómenos comunicacionales y culturales a los que hace referencia, expresan en forma extrema los planteos de los Estudios Culturales que son objeto del cuestionamiento de la Economía Política. A su vez, entendemos, evidencian la importancia de analizar la comunicación y la cultura desde esta perspectiva.
Economía Política versus Estudios Culturales
Antes de pasar a la polémica, se retoman los principales aspectos que caracterizan a la Economía Política de la Comunicación como corriente de estudios, ya que constituye el marco teórico desde donde se pretende abordar el fenómeno al que hace referencia la cultura de la convergencia.
Para entender de qué trata la Economía Política de la Comunicación hay que partir obligadamente de qué es la Economía Política. Con base en las ideas de Vincent Mosco (2006), puede decirse, en forma muy sintética, que es “el estudio de las relaciones sociales, particularmente las relaciones de poder, que mutuamente constituyen la producción, distribución y consumo de recursos” (p. 59). El autor amplía esta definición para dar cuenta de las cualidades que caracterizan el planteo de la disciplina; cualidades que resultan clave a la hora de comprender la discusión con los Estudios Culturales y los argumentos de la propia Economía Política en esa disputa.
A tal efecto, se puede decir que la Economía Política se ha preocupado por el devenir histórico, por entender el cambio y las transformaciones sociales, para lo cual es necesario asumir el conjunto de las relaciones sociales, esto es, la totalidad en la que se condicionan mutuamente lo económico y lo político. La cuestión de los valores, ya sea los que sostienen las relaciones sociales como aquellos que son necesarios para transformarlas, junto con el principio de la praxis que se deriva de estos, ocupan un lugar central en el Economía Política. La Economía Política de la Comunicación proyecta estos principios o cualidades sobre los fenómenos de la comunicación y la cultura, y -así como la disciplina madre, que está conformada por una variedad de escuelas- está constituida por una diversidad de estudios que enfatizan en diferentes aspectos de los fenómenos mencionados según la región en la que se ubique (Mosco, 2006, pp. 62-65), de ahí la complejidad de resumir en una sola fórmula la definición de la Economía Política de la Comunicación.
La polémica con los Estudios Culturales se inicia con un texto de Nicholas Garnham (1997) quien, desde la Economía Política, cuestiona el abandono del proyecto político cultural de los padres fundadores de los Estudios Culturales por parte de las generaciones posteriores. Un abandono que, según el autor, se expresa en un divorcio entre ambas corrientes en las investigaciones de la última década del siglo pasado por quienes adscribían a ella tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos y otros países. El autor entonces parte de concebir que en los textos clásicos que dieron lugar a la denominada Escuela de Birmingham los vínculos entre ambas corrientes eran evidentes. ¿Esto significaría, según los planteos de Mosco, que la dimensión de los valores y la praxis que caracterizaban a los Estudios Culturales en sus inicios, eran aportados desde la Economía Política? Además, una particularidad de este divorcio era que intentaba disimularse, debido a que las premisas de las que partían esos estudios, al afirmar que “las formas de subordinación y sus correspondientes prácticas culturales (a la que los estudios culturales otorgan prioridad analítica) se fundan en un modo de producción capitalista” (Garnham, 1997, p. 37), no eran llevadas a fondo en el análisis e interpretación de los fenómenos comunicacionales y culturales.
Este planteo inicial ya será motivo de discusión historiográfica debido a que, según Lawrence Grossberg (1997), “nunca hubo tanta intimidad entre los estudios culturales y la economía política (…) más bien eran primos que se toleraban mutuamente”. Se podría interpretar a partir de sus planteos que la identidad de los Estudios Culturales se configura en parte por su oposición a “explicar la cultura en términos puramente económicos”.
Para Garhnam (1997), la inconsistencia mencionada por parte de los Estudios Culturales tiene como consecuencia un análisis de los fenómenos comunicacionales que privilegia el consumo como objeto de estudio y le asigna al sentido otorgado en la recepción, ya sea a la propia práctica de consumo como al producto cultural consumido, una significación asociada a la resistencia política. Si bien Grossberg (1997) reconoce que esto puede ser así en algunos casos concretos, sin embargo, sostiene que estos trabajos
no necesitan negar, ni lo hacen, los aspectos explotadores, manipuladores y dominantes del mercado” y que su preocupación pasa por “situar las prácticas locales en el contexto más amplio de las estructuras sociales de poder, al tiempo que intentan comprender cómo se viven y se sienten esas estructuras en el nivel local.
Precisamente, Garnham afirma que entre ambas cuestiones no hay una relación simple, pero alguna hay. No es suficiente señalar que las prácticas de consumo y el sentido que se le asigna al producto y a la práctica misma de desarrollan en condiciones de opresión material; se trata de explicar la relación entre experiencia y vivencia y las relaciones de poder que las condicionan. Esto no implica asumir que el sentido que se le asigna al consumo y a las prácticas culturales por parte de los sujetos sea en forma absoluta aquel que los procesos de producción y distribución de esos bienes pretenden, pero tampoco la autonomía es plena. Kellner (1998) señala que un análisis textual y de recepción que dé cuenta de la complejidad de estos procesos puede ser llevado a cabo de manera más efectiva si se recurre al arsenal teórico y conceptual de la Economía Política; de allí que su propuesta sea un abordaje analítico multiperspectivo.
En Cultura mediática: Estudios culturales, identidad y política entre lo moderno y lo posmoderno, Kellner (2011) pone en práctica su propuesta analizando diferentes productos de la cultura de masas norteamericana -films, series, música, pero también el tratamiento televisivo de la Guerra del Golfo- partiendo de una consideración clave: “no se pueden abordar los estudios culturales sin tener en cuenta la teoría social, pues necesitamos entender las estructuras y dinámicas de una sociedad dada para entender e interpretar su cultura” (p.10). Por esta misma razón, el autor asume que los productos culturales son algo más que difusores de ideología, ni su consumo formas inocentes de entretenimiento despolitizadas. Por el contrario, constituyen un dispositivo “que encarna discursos políticos y sociales, cuyo análisis e interpretación requieren métodos de lectura y crítica que articulen su inserción en la economía política, las relaciones sociales y el entorno político en que son producidos, circulan y son recibidos” (Kellner, 2011, p.11).
Estas diferencias entre enfatizar la determinación del condicionamiento material, entendido como “fijación de límites, ejercicio de presiones y clausura de opciones” (Murdock & Golding, 1981, p. 26) sobre el consumo y el sentido que adquieren para el sujeto que lo realiza, o entender que la significación es más el resultado de los intereses y necesidades del sujeto, y que son estos los que orientan la acción de consumo o practica cultural -que no es sino la expresión de la discusión acerca de la metáfora de base y superestructura y cómo se vinculan ambas instancias de un proceso total- nos sumerge en otros dos ejes fundamentales alrededor de los cuales giró el debate: el de la falsa conciencia y el del rol de los intelectuales.
Asumiendo el riesgo de ser esquemáticos y reduccionistas, digamos que la falsa conciencia -término utilizado por primera vez por Frederic Engels en 1893- es entendida, desde el marxismo, como una percepción distorsionada de la realidad que les impide a las personas apreciar y comprender en profundidad tanto sus condiciones de vida como las razones que las explicarían. Esto sería consecuencia, como dice Marx (2008), de que “no es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia” (p. 5). Pero, también para Marx, la propia realidad es la que se presenta como falsa, al menos es lo que se deduce de su obra cumbre El Capital. Esa conciencia falsa, ideológica, producto de la existencia social y de la propia realidad, es reproducida y profundizada por todo el andamiaje jurídico, político y cultural, la superestructura, eso que Louis Althusser (1988) denominaba aparatos ideológicos de Estado, entre los que se encontraban los medios masivos de comunicación y sus productos. Para Adorno y Horkheimer (1971), precisamente, la industria cultural -su lógica de funcionamiento y los productos creados y difundidos en forma masiva por esta- tiende a anular la capacidad crítica de la razón y, por ello mismo, a reproducir el orden social mediante su legitimación a través de la cultura del consumo producida y distribuida en forma masiva.
Los Estudios Culturales cuestionarán esta determinación absoluta de la conciencia del sujeto por parte de las condiciones de existencia y de las instituciones de la superestructura. Por mencionar un par de ejemplos, entre un menú de producciones muy vasto, tenemos el trabajo fundacional de Richard Hoggart, The Uses of Literacy (1957) y, en otro registro, la lectura e interpretación de la obra de Antonio Gramsci y su concepto de hegemonía realizada por Raymond Williams (1988) en Marxismo y Literatura.
En efecto, siguiendo el camino señalado, aunque extremando los planteos originales, la posición de Grossberg (1997) cuestiona la idea de falsa conciencia porque asume que la gente no puede ser manipulada en forma tan simple, y una demostración de esto sería que puede ser educada. Pero, ¿no sería exactamente al revés? ¿Que las personas pueden ser educadas precisamente no demuestra que pueden ser manipuladas? Reconoce que a veces “la gente es engañada en su ingenuidad, que llega a creer cosas que no debería creer”, aunque no otorga mayores precisiones acerca de las condiciones que caracterizan esas veces y confunde o reduce la noción de falsa conciencia a engaño deliberado. Esto, que a nuestro entender es un error, posiblemente sea el factor que lo conduce a valorar la noción de falsa conciencia como elitista. Es que, si se entiende la falsa conciencia como engaño, entonces las tareas de concientización mediante la acción política y cultural deriva en una tarea propia y exclusiva de una vanguardia iluminada que no está afectada por la farsa.
Según Grossberg, no hay intereses originarios o auténticos que se deriven directamente y sin dificultades de la posición que los grupos ocupen en la estructura económica, tampoco que esto pueda vincularse en forma lineal con la superestructura política ideológica y cultural, ya sea para descalificar los productos culturales que supuestamente no representan los intereses de esos grupos o para establecer de antemano las formas y contenidos de la lucha política. En este sentido, el autor afirma que “los estudios culturales sostienen que los intereses son producidos culturalmente y que las luchas políticas implican, en parte, la articulación de ciertos grupos de sujetos (ciertas identidades) con ciertos intereses” (Grossberg, 1997). Recuperando el señalamiento realizado por Stuart Hall más de una década atrás, plantea que no hay compatibilidad dada de antemano entre intereses y posición económica.
Por el contrario, Garnham (1997) explica que la falsa conciencia es un concepto que resulta necesario por una cuestión elemental:
Nuestras relaciones con la realidad social se dan a través de la mediación de sistemas de representación simbólica y, por el otro, que vivimos dentro de estructuras de dominación, cuyos mecanismos y efectos no son inmediatamente perceptibles a la experiencia (p. 41).
Entendemos que cuando el autor deriva de estas condiciones objetivas la necesidad de la función de los intelectuales simplifica el problema. En su opinión, los intelectuales orgánicos “crean la conciencia de una clase a partir de los fragmentos de la experiencia de esa clase” (Garnham, 1997, p. 41), elaboran el mapa de la dominación y la lucha, de donde se deduce la estrategia política. Así dicho, parecería que los sectores explotados otorgan la materia primera, los retazos de experiencia, para que el trabajo intelectual le otorgue valor.
El aspecto más rico del debate, aquel donde los postulados previos adquieren mayor relevancia, aparece cuando se aborda la valoración de las prácticas culturales y su grado de autonomía respecto de las determinaciones materiales. Murdock y Golding (1981) advierten que no es suficiente “con afirmar que la base capitalista de la ‘industria de la cultura’ resulta necesariamente en la producción de formas culturales consonantes con la ideología dominante” (p.29), también resulta indispensable responder una pregunta para nada simple: “¿cómo explicamos la existencia de productos culturales sin cometer el error de presumirla como una simple y directa reproducción del modelo ideológico de los que poseen y controlan los medios?” (p. 31). En este aspecto el punto neurálgico de todo este debate gira alrededor de las diferentes instancias de mediación que operan entre ambas dimensiones y que también deberían explicar por qué surgen prácticas y productos culturales ideológicamente opuestos a lo dominante. Para esto es necesario, afirman los autores, un trabajo sistemático que permita identificar
hasta dónde y con qué profundidad los supuestos predominantes se insertan en la imaginería de los medios, de la variedad de formas en que se expresan y de la medida en que se dan los ejemplos contrarios, en que se presentan perspectivas divergentes u opuestas. Este análisis, a su vez, tendrá que estar respaldado por estudios detallados de la manera como las fuerzas económicas producen y modelan realmente la imaginería (p. 49)
Grossberg (1997), en cambio, asume que no se puede “discernir un ajuste específico, una compatibilidad dada de antemano entre la base y la superestructura”, y es precisamente a partir de esta premisa que los Estudios Culturales construyen sus objetos de estudio y, podríamos decir, su razón de ser. Parafraseando a Garnham, si se trata de ajustar algo habría que comenzar por diferenciar entre “resistencia y sobrellevar la existencia” dada la tendencia entre los Estudios Culturales a asignarle, como ya hemos dicho, una dimensión política contestataria, aunque más no sea que en el plano de lo simbólico, a cualquier práctica cultural del tipo que sea. Para Garnham (1997) muchas de las actividades ponderadas positivamente en una serie de estudios inscriptos en dicha corriente, en realidad son manifestaciones de un escapismo comprensible pero que, como “práctica, puede contribuir a la conservación de esa estructura de poder” (p. 43), por eso, de lo que se trata no es establecer qué prácticas culturales son válidas o no, sino “de comprender hasta qué punto estas prácticas son antiliberadoras” (p. 44). Retomando nuevamente el enforque multiperspectivista de Kellner (1998), de lo que se trata es, para el caso específico de los medios de comunicación, de integrar “la economía política, el análisis textual, la investigación de las audiencias” para que los individuos “diseccionen los significados, los mensajes y los efectos de las formas culturales dominantes” (p. 212).
Un nuevo capítulo de un viejo (y nunca saldado) debate
En 2014, Christian Fuchs, un prolífico académico austríaco que se desempeña como profesor e investigador en la Universidad de Westminster, autor de una vasta obra donde analiza, desde la Economía Política Crítica, los fenómenos vinculados con la cultura digital, publica un artículo donde vuelve al cuestionamiento de los Estudios Culturales. Allí discute con tres libros de tres autores pertenecientes a esta corriente de estudios, quienes reconocen la necesidad de integrar las ideas de Karl Marx a sus análisis, en el marco de un reflorecer de las ideas del pensador alemán como un efecto del agravamiento de la crisis financiera desatada en 2008 y sus consecuencias sobre la economía, la política y la cultura.
Al igual que sus antecesores, Fuchs parte de recordar la influencia del marxismo sobre los padres fundadores de los Estudios Culturales. Allí plantea, por ejemplo, que Raymond Williams abogó por “una teoría marxista de la cultura”, y Edward Thompson por “un marxismo que hiciera hincapié en la experiencia y la cultura” (Fuchs, 2014, p. 498). A esto le suma la revisión del planteo que dio origen al primer debate: el retorno de Marx estuvo precedido por su desaparición, o por su posición ambivalente dentro los Estudios Culturales.
Aunque no es el objetivo del apartado, parece necesario hacer un paréntesis y dedicar unas breves líneas a la relación entre los Estudios Culturales y la obra de Marx y el marxismo. Uno de los autores que ha destinado parte de su obra a discutir esta cuestión es Stuart Hall. En Estudios culturales: sus legados teóricos (Hall, 2013), publicado originalmente en 1993, el autor de origen jamaiquino asegura -luego de señalar que su ingreso a los Estudios Culturales se produjo desde la Nueva Izquierda, la cual entendía al marxismo como un problema- que “nunca hubo un momento anterior en que los estudios culturales y el marxismo representaran un encaje teórico perfecto” (p. 54).
Sintéticamente, para Hall, el reduccionismo, economicismo, la dudosa utilidad analítica de la metáfora de base y superestructura, sus vacíos teóricos respecto de problemáticas identitarias y culturales, y el eurocentrismo eran algunas de las limitaciones adjudicadas a la teoría marxista; el intento por superarlas fue uno de los motores que, como se señaló, dio impulso al surgimiento de los Estudios Culturales. Es a partir de estas consideraciones que el encuentro, el del propio Hall y del resto de los miembros del Centro de Estudios Culturales Contemporáneos, con el pensamiento de Antonio Gramsci, es asumido en términos de “ganancias teóricas”, debido a que le permitió encarar “las cosas que la teoría marxista no podía contestar, las cosas acerca del mundo moderno que Gramsci descubrió que permanecían sin solución dentro de los encuadres teóricos de la gran teoría -el marxismo- en la que él continuaba trabajando” (Hall, 2013, p. 55). Como puede apreciarse, que Gramsci inscribiera sus reflexiones en el marco del marxismo era algo secundario, la clave residía en que el descubrimiento del autor italiano “desplazó algunas de las herencias del marxismo en los estudios culturales” (p. 56).
Más allá de la coincidencia o no de los Estudios Culturales con la obra de Marx, o por ambos motivos, resulta de interés entonces analizar el lugar y la función de que se le adjudica hoy a Marx desde los Estudios Culturales en estos tres libros: Cultural Studies in the Future Tense (Grossberg, 2010), Digital Futures for Cultural and Media Studies (Hartley, 2012) y The Renewal of Cultural Studies (Smith, 2011). Según Fuchs, los tres autores parten de diagnosticar una crisis en los Estudios Culturales, se preguntan por su futuro y aportan una serie de planteos para su reconstrucción, entre los cuales se destaca la necesidad de reconciliar la Economía Política en los Estudios Culturales, sobre todo el pensamiento de Marx.
En este marco, Fuchs destaca que Grossberg le da forma a esta intención mediante una revisión de la teoría del valor de Marx. Grossberg propone una teoría del valor, dice, “radicalmente contextual” (Fuchs, 2014, p. 503) descentrando el concepto de valor del concepto de trabajo -recordemos que para Marx el valor de una mercancía depende del trabajo socialmente necesario para producirla-. Sin embargo, para Fuchs, esta intención de contextualizar la teoría del valor, asumiéndola en su multidimensionalidad, heterogeneidad y diferencia, disimula una posición relativista que no permite analizar adecuadamente las relaciones de poder entre las diferentes esferas que constituyen lo social (y que justificarían un abordaje contextualizado y heterogéneo) ya que “estas esferas están relacionadas unas con otras, en dimensiones variables que están determinadas en las luchas. El radical contextualismo arriesga concebir y analizar el poder como una serie de contenedores independientes, no como relaciones de poder” (p. 506).
El libro de John Hartley tiene también entre sus objetivos concretar el vínculo entre ambas disciplinas. Su proyecto, nos informa Fuchs, se denomina “Ciencia cultural 2.0” y tiene como base la economía evolutiva. Su perspectiva sobre Internet reproduce todas las valoraciones positivas, tanto políticas como sociales y culturales, que se han difundido desde perspectivas de raíz tecnofílica. No repara en el simple hecho de que no todas las personas tienen acceso a esta “democrática red autoorganizativa” (Fuchs, 2014, p. 508), aunque reconoce que en las redes sociales puede haber centros y estar dominados por algunas elites; sin embargo, para él “este este análisis no está conectado sistemáticamente con las desigualdades en el poder de la sociedad” (p. 508). Por el contrario, Hartley asume, afirma Fuchs, que tales mercados serían un espacio democrático porque muchas personas tienen dispositivos mediante los cuales podrían, con trabajo y esfuerzo, ser parte de ese círculo privilegiado, al menos por un corto tiempo. Compartimos la idea de Fuchs de que esta lógica reproduce todos los principios neoliberales de realización del individualismo y responsabilidad personal, tanto en el éxito como en el fracaso.
La publicación de Paul Smith es una recopilación de 27 colaboraciones en las que, a diferencia de los trabajos de Grossberg y Hartley, se enfatiza en muchos de ellos la ausencia de una consideración de lo económico, y de las ideas de Marx y la economía política crítica, en los análisis de los estudios culturales y que estos deben reinventarse como “estudios culturales marxistas” (Fuchs, 2014, p. 510). Para Fuchs, “comprometerse con Marx para comprender los medios y la cultura requiere un compromiso con los conceptos de trabajo y valor” (p. 511), a lo cual dedica el apartado siguiente de su artículo.
Luego de pasar revista a lo que considera avances en el estudio de estas dimensiones en los fenómenos comunicacionales y culturales vinculados con los medios y la tecnología, el autor fundamenta las razones por las cuales hay que proyectar la teoría del valor de Marx en este tipo de procesos. Para esto destaca el carácter histórico que Marx tiene del trabajo y del trabajo alienado, por ende, de la sociedad capitalista, el modo de producción y las relaciones sociales, aspecto crucial para entender la economía política, incluso y sobre todo la de los medios, la cultura y la economía digital.
El idealismo liberal de la cultura de la convergencia
Hay una forma de abordaje de una serie de fenómenos comunicacionales y culturales recientes que parece haber llevado al extremo los planteos de los Estudios Culturales respecto de la autonomía, la resistencia simbólica y la participación del receptor, consumidor, usuario de los medios y las plataformas mediáticas. Nos referimos a aquellos a los que se hace referencia con la categoría “cultura de la convergencia”. De allí que en esta parte del trabajo proyectemos los argumentos de la Economía Política en el debate con los Estudios Culturales, detallados en los últimos apartados, sobre las propiedades que se le adjudica a esa aparente nueva era cultural, tanto por el motivo mencionado, como así también porque el autor al que debemos su difusión se inscribe dentro de la corriente de los Estudios Culturales.
La popularización de esta categoría, tanto en los círculos académicos y de investigación, como más allá de ellos, corresponde a Henry Jenkins -aunque él le reconoce su autoría a Sola Pool, quien en 1983 acuño el término de convergencia-, uno de los autores más citados según se puede verificar consultando cualquier base de datos. Para Jenkins, convergencia hace referencia al “flujo de contenido a través de múltiples plataformas mediáticas, la cooperación entre múltiples industrias mediáticas y el comportamiento migratorio de las audiencias mediáticas, dispuestas a ir casi a cualquier parte en busca del tipo deseado de experiencias de entretenimiento” (Jenkins, 2008, p. 14). Difícilmente podamos encontrar una descripción tan armónica e ideal del escenario cultural contemporáneo. No es casualidad entonces que el autor asocie el concepto de convergencia a los de cultura participativa e inteligencia colectiva; el libro precisamente trata de las relaciones entre todos ellos.
Efectivamente, si los Estudios Culturales posteriores a los desarrollados por los padres fundadores son recusados desde la Economía Política por no tener en cuenta las determinaciones materiales a la hora de explicar los fenómenos comunicacionales, aquí tenemos un ejemplo evidente donde estos factores en principio no son considerados, al menos en la definición de la categoría, como tampoco en los conceptos con los cuales se los relaciona. Poner a consideración estas determinaciones implica partir de un escenario donde, primero, las corporaciones “colaboran” entre sí si son parte del mismo conglomerado; con el resto compiten por el dominio de la mayor parte del mercado posible que corresponde a sus negocios. En este sentido, Becerra y Mastrini (2019) analizan las consecuencias que tiene para la libertad de expresión y el acceso a la cultura el incremento del grado concentración mediática en el escenario de la convergencia en curso. Habría que analizar en qué medida la propuesta de los autores por establecer mecanismos de defensa de la competencia reduciría la determinación mercantil de la producción cultural, pero eso sería tema de otro trabajo.
Por otro lado, como afirman Murdock y Golding (1981), para entender el “flujo de contenido” es necesario situar “los productos culturales dentro del nexo de los intereses materiales que circunscriben su creación y distribución (ya que así) es como se pueden explicar plenamente su gama y su contenido” (p. 48). Sin embargo, para Jenkins (2008), esto no sería necesario ya que en el mundo de la convergencia mediática “se cuentan todas las historias importantes, se venden todas las marcas y se atrae a todos los consumidores a través de múltiples plataformas mediáticas” (p. 14). Dejando de lado la plena equivalencia, desprovista de problemas, que el autor establece entre cultura de la convergencia y mercantilización de la cultura, Jenkins elude otras cuestiones elementales, por ejemplo, analizar el proceso que decide qué historias son importantes de ser contadas, la desaparición de empresas (marcas), con todas las consecuencias que esto trae a sus trabajadores, y el hecho de que no todos pueden ser consumidores porque ni siquiera acceden todos a las plataformas mediáticas.
Aunque reconoce que fueron los conglomerados corporativos los que operaron para que la convergencia se convirtiera en un imperativo, a raíz de la digitalización y el proceso creciente de concentración mediática (Jenkins, 2008, p. 22), su preocupación pasa por “mantener el potencial de cultura participativa” luego del proceso mencionado -¿por qué “mantener el potencial” en vez de ponerse como meta colaborar en concretarlo?- y ver de qué modo “la convergencia está reconfigurando la cultura popular estadounidense” (p. 23) y la relación entre el público, los productores y los contenidos mediáticos. Jenkins parece asumir que entre las características que va adquiriendo la “cultura de la convergencia” y los factores que desencadenan el proceso de concentración mediática y su posterior lógica de funcionamiento no hay determinación alguna. Recordando las palabras de Garnham parafraseadas previamente, que no haya una relación simple no significa que no haya ninguna relación.
Ahora bien, efectivamente, las nuevas plataformas mediáticas, por ejemplo, han incrementado aparentemente las posibilidades de participar del “relato social” en el espacio digital. Pero estas posibilidades están fuertemente condicionadas, por ejemplo, por los diferentes tipos de acceso (Van Dijk & Hacker, 2003) que generan -y son el resultado de- desigualdades materiales, psicológicas y culturales. De allí que el “comportamiento migratorio” no pueda ser explicado integralmente desde un punto de vista etnográfico, incluso si esa explicación se circunscribiera al sector al que el propio Jenkins señala como el más dinámico de esta “nueva” cultura: los “adoptadores tempranos”, en su mayoría “blancos, varones, de clase media y licenciados” quienes “tienen el máximo acceso a las nuevas tecnologías mediáticas y dominan las técnicas necesarias para participar plenamente en estas nuevas culturas del conocimiento” (Jenkins, 2008, p. 33). Según el autor, este grupo de consumidores “de élite ejercen una influencia desproporcionada sobre la cultura mediática, en parte porque los anunciantes y los productores mediáticos están ansiosos por atraer y mantener su atención” (p. 33). Efectivamente, no solo se privilegia el consumo como objeto de estudio, tal como señalaba Garnham, sino que se concibe al consumo como factor estructurante de la cultura de la convergencia, de su supuesta lógica participativa y de la cultura de los medios.
Mattelart y Piemme (1982) alertaron sobre las tensiones que se generaban como consecuencia de que fuera la pequeña burguesía la que orientara el establecimiento de los usos políticos de las nuevas tecnologías por ser el sector social que primero accedía a ellas. Jenkins (2008) confía en que la mera ampliación del público consumidor generará los cambios en esas prácticas culturales delineadas, en esta etapa de transición, por los grupos privilegiados, debido a que ahora el público “con poder gracias a estas nuevas tecnologías, exige el derecho a participar de la cultura” (p. 34). Sin embargo, el tipo de participación que se prevé con esta ampliación del público y los cambios que esto por sí mismo generaría, no supera la práctica del consumo: “los productores que no logren reconciliarse con esta nueva cultura participativa verán decrecer su clientela y disminuir sus ingresos. Las luchas y los acuerdos resultantes definirán la cultura pública del futuro” (p. 34).
En este punto, resulta relevante traer a colación los planteos de Christian Fuchs respecto de la vigencia de la teoría marxista del valor para proyectarlos sobre algunos de los planteos de la cultura de la convergencia; sobre todo porque el propio Jenkins reconoce que su libro trata sobre “el trabajo (y el juego) de los espectadores en el nuevo sistema mediático” (p. 15). En primer lugar, para Fuchs los usuarios de los medios sociales (los consumidores que tienen en vilo a los productores y anunciantes, según se desprende de los dichos de Jenkins) están sometidos a un proceso de explotación mediante el monitoreo de las diferentes formas de interacción -participación, según Jenkins-- con y en el medio. Según Fuchs, cuanto más tiempo pasamos en los “medios sociales”, más datos generamos, los cuales son ofrecidos como mercancías a los publicistas. Pero, además, esto también provoca que a medida que generamos más datos aumentamos la posibilidad de que más anuncios nos sean presentados. Para Fuchs (2014) el valor de esta fuerza de trabajo es cero dado que “los medios sociales corporativos son, en contraste, formas de explotación de trabajo no-pago: todo el tiempo que los usuarios gastan en tales plataformas es registrado, analizado y crea datos- mercancía que contienen datos de uso y personales y son vendidos” (p. 526). Esto, afirma el autor, contrasta con la opinión de consultores, empresarios, administradores, políticos y académicos quienes
celebran el auge de los ‘medios sociales’ (…), como el auge de una economía participativa y democrática, en la cual los usuarios controlan los medios de comunicación y la producción intelectual, y los consumidores pueden activar y creativamente dar le forma a la economía (Fuchs, 2014, p. 526).
Esta distancia entre la celebración de un estado de cosas y su cuestionamiento pone en escena el problema de la falsa conciencia y el rol de los intelectuales, uno de los ejes alrededor de los cuales giró la polémica entre las dos corrientes de estudios de la comunicación que sintetizamos previamente. En la concepción de la cultura de la convergencia parece no haber espacio para una noción como la de falsa conciencia dada la concepción del consumo y el consumidor.
En primer lugar, además de lo ya mencionado, el consumo es asumido como un proceso colectivo consistente en aportar lo que se sabe, las habilidades que se poseen y los recursos con los que cada uno cuenta. De este proceso emerge la inteligencia colectiva que “puede verse como una fuente alternativa de poder mediático” (Jenkins, 2008, p.15). Las personas, para Jenkins, están aprendiendo a usar ese poder mediante sus interacciones en la vida recreativa, pero pronto podremos “desplegar esas habilidades para propósitos más serios” como la educación y la política. El modelo de consumo que emerge de, y le da forma a, la cultura de la convergencia se basa en un consumidor empoderado, activo, migratorio, que se hace ver y escuchar, y este modelo es el que puede tener implicaciones para las formas de aprender, relacionarnos e intervenir en los procesos políticos. Si bien Jenkins reconoce que hoy por hoy las corporaciones o los individuos dentro de esas corporaciones ejercen todavía un mayor poder que cualquier consumidor, esto no parece indicar que esa capacidad tenga que ver con la posibilidad para imponer ciertas significaciones, sino más bien con la capacidad de hacerse escuchar y ver en el espacio mediático. A tal punto esto es así que el autor no duda en afirmar, al interpretar los pormenores de un evento que reunió a los líderes de la industria del entretenimiento y del cual podían participar los consumidores, que
Al aceptar una invitación para participar en las mesas redondas, al mostrarse dispuestos a hacer públicas sus dudas y ansiedades, tal vez los líderes industriales estaban admitiendo la importancia del papel que pueden desempeñar los consumidores ordinarios, no sólo aceptando la convergencia, sino en realidad conduciendo el proceso (Jenkins, 2008, p.19).
Atribuirle a los consumidores la posibilidad de estar conduciendo el proceso de reconfiguración de las formas de vinculación entre industria mediática, productos y el público, un proceso que por intermedio suyo está desarrollando un nuevo paradigma cultural que estaría transformando la economía, el trabajo, la educación, la política, etcétera, lleva los planteos de los Estudios Culturales -cuestionados por la Economía Política- acerca de la capacidad de agencia del usuario, receptor, consumidor a un grado mucho más elevado la consideración. A tal punto que desde los propios Estudios Culturales ponen reparos a la hora de ubicar estos planteos de Jenkins como expresión actual de su corriente, señalando que la dificultad para “ver cómo la invocación actual de la cultura de la convergencia puede reclamar algo significativo en común con el legado de los estudios culturales, y específicamente con su insistencia en repensar sin cesar las posiciones y estructuras cambiantes de dominio” (Hay & Couldry, 2011, p. 482).
Posiblemente, la denominación falsa conciencia conduzca a pensar que alguien tiene una conciencia verdadera, de ahí que para algunos la categoría tenga, como se dijo, una connotación elitista. Sin embargo, la idea de falsa conciencia hace referencia a las limitaciones que toda persona tiene de comprender las razones históricas y sociales que determinan, entre otras cosas, el lugar y función que ocupa en la estructura social. Nadie está exento de esta limitación. En tal caso, como se ha visto con el ejemplo de la teoría del valor, hay herramientas epistemológicas que nos permiten apreciar aquellos elementos que otras no han considerado, avanzar en la comprensión de la complejidad de los fenómenos y entender que las categorías, los conceptos y los marcos teóricos también cumplen una función política, sin por esto suponer que en algún momento llegaremos a la verdad absoluta. Como afirma Van Dijk (2016), “una vez que las tecnologías y sus modos de uso adquieren una presencia naturalizada, resulta mucho más difícil identificar los principios subyacentes y cuestionar su razón de ser” (p. 41) y resulta necesario entonces recurrir a instrumentos teóricos que privilegien lo histórico, lo social y lo político a la hora de analizar los fenómenos comunicacionales y culturales.
En síntesis, para Jenkins, estamos ante una tendencia que establecería las bases para que entre producción, distribución y consumo de bienes culturales haya una relación armónica, de colaboración, no de imposición de productos y sus consecuentes significaciones, sino donde los productores mediáticos respondan a un tipo de participación de los consumidores amparada en diferentes formas de inteligencia colectiva. Cuando los productores no lo hacen de este modo es porque todavía expresan resabios de la etapa cultural previa; el objetivo de Jenkins parece ir en la dirección de colaborar para que esa transición se realice de forma ordenada, lo cual define, en definitiva, su función intelectual.
El autor lo reconoce sin vueltas -aunque no sin contradicciones- cuando afirma que “mi objetivo es ayudar a la gente común a entender cómo está influyendo la convergencia en los medios que consume” (Jenkins, 2008, p. 23), reconociendo que hay algo de ese proceso que no es comprendido por quienes lo experimentan (¿falsa conciencia?), a excepción del sector que va a estudiar Jenkins y al que ya se ha hecho mención. Pero, además, su colaboración no se detiene allí; también pretende “ayudar a los líderes de la industria y a los responsables políticos a comprender las perspectivas de los consumidores sobre estos cambios” (p. 23). Sin embargo, atento a los cuestionamientos que se le pueden hacer, Jenkins niega estar ubicado en una posición de observador “desde algún atalaya” (p. 23), por eso, dice, su libro describe el proceso de convergencia desde diferentes perspectivas, aquellas que representan los diferentes tipos de actores involucrados -publicitarios, creativos, artistas, activistas, religiosos, y por supuesto, los fans quienes son la vanguardia cultural de este proceso-, pero entre los actores no hay instituciones empresarias, estatales, religiosas o políticas que ejerzan algún tipo de condicionamiento sobre la perspectiva y la acción de esos sujetos. Pero se sabe que este tipo de condicionamiento no se muestra directamente a los sentidos.
Posiblemente, entonces, la decisión de privilegiar como tarea intelectual la descripción por sobre el análisis y la interpretación pretenda otorgarle a su trabajo un carácter de objetividad, una mirada que se atañe a los elementos observables o a los testimonios de los actores. La tarea analítica, en cambio, requiere de un marco teórico y metodológico que en gran medida son los que le dan forma al objeto de estudio; la interpretación siempre se llevaría a cabo desde un marco valorativo, o sea ideológico. En ambos caos, estamos ante tareas intelectuales que corren el riego de deformar la realidad que se pretende comprender. Sin embargo, no es una posición epistemológica y políticamente neutral la que el autor pretende suscribir. Se reconoce consumidor de muchos de los productos que analiza, pero sobre todo se asume como parte de las comunidades de fans de algunos de ellos, un “admirador activo”. La conversión de los consumos culturales de los investigadores en sus objetos de estudio es otra de las tendencias que define el estado del campo de los estudios en comunicación y cultura. A nuestro entender, se trata de una limitación importante a lo hora de comprender este fenómeno ya que indefectiblemente lo conduce, al menos en este caso, a una sobrevaloración de la actividad del consumidor -la propia del autor, en definitiva- y a una subestimación de la capacidad de las industrias mediáticas, financieras y los Estados de condicionar los procesos comunicacionales y culturales para que respondan a sus necesidades económicas, políticas e ideológicas.
Conclusiones
Para elaborar las conclusiones de este trabajo se recurre a los principios o propiedades que definen a la Economía Política. Al principio, se señaló que la Economía Política se preocupaba por entender el cambio social y las transformaciones históricas. Se podría suponer, desde este aspecto, que no habría nada que reprochar a los planteos de Jenkins sobre la cultura de la convergencia, ya que su preocupación pasa por describir los cambios que están sucediendo en torno del fenómeno de la producción cultural, los contenidos y las formas de consumo y de efectuar recomendaciones que permitan favorecer el potencial participativo de esas transformaciones. Pero la Economía Política no se reduce a la descripción del fenómeno, como afirma Mosco (2006), que esa mirada pertenece a la economía clásica, la cual podría “explicar con precisión cómo compradores y vendedores confluyen en el mercado para establecer los precios, pero no daría cuenta de aquellos procesos de cambio social y económico más amplios que crean las condiciones para el establecer esos precios” (p. 60). Si reemplazamos compradores por consumidores, vendedores por productores y precios por significaciones, tenemos la matriz de análisis de Jenkins sobre la cultura popular norteamericana en el marco de la cultura de la convergencia.
Es necesario mencionar que esta preocupación por el cambio y la transformación social que la Economía Política suscribe debería complementarse con un análisis que permita analizar los fenómenos comunicacionales y culturales como expresión mediada de la continuidad de los regímenes sociales bajo formas políticas y jurídicas diferentes, algo que muchas veces no sucede.
Otro aspecto que distingue a la Economía Política es su interés por analizar la totalidad de las relaciones sociales, esto significa analizar de qué modo la lucha y el ejercicio del poder se relaciona con los intereses económicos y de qué modo, por ejemplo, esta complementariedad afecta las dinámicas de la producción, distribución y consumo de bienes simbólicos. Y, al mismo tiempo, de qué manera esas dinámicas se relacionan con la reproducción y la transformación social. Para Jenkins, hay que aceitar los mecanismos de una maquinaria cultural que, de funcionar correctamente, garantizaría la satisfacción de la demanda de los consumidores-fans. Es notable que en su libro, por ejemplo, las referencias al Estado como regulador de la esfera cultural, las determinaciones laborales del trabajo productivo y creativo más allá de la demanda del consumo, las determinaciones históricas y sociales que permiten entender los procesos de consumo como algo más complejo que la satisfacción de una necesidad individual están completamente ausentes.
La tercera cualidad que distingue a la Economía Política es su vínculo con la dimensión de los valores, la cuestión moral que pretende regir el comportamiento social u orientar su transformación. De allí que abogue, sostiene Mosco, por extender la democracia al terreno de la educación, la comunicación y la cultura, y al resto de los aspectos de la vida social. En el caso de la cultura de la convergencia, como vimos, la filosofía moral que se desprende de sus características ve en el consumo un principio rector que orientará las transformaciones culturales, políticas y sociales. No importa que este régimen social se sostenga sobre, por ejemplo, las desigualdades en las posibilidades del consumo, cuando todos puedan hacerlo entonces su práctica será el regulador social por excelencia. El razonamiento, en sus bases fundamentales, no tiene grandes diferencias con el principio de la denominada teoría del derrame (neo)liberal. Si esta postula, a grandes rasgos, que la reducción de impuestos a los sectores más ricos de la sociedad generará que ese excedente que antes se tributaba sea invertido por empresas y personas beneficiando al conjunto de la sociedad a mediano y largo plazo, sin necesidad de regulación estatal de por medio; en el caso de la cultura de la convergencia se plantea que la dinámica de la cultura en nuestra sociedad no requiere más que del consumo como principio ordenador. Tenemos entonces que en ambas esferas es la sumatoria de comportamientos individuales lo que regula el funcionamiento de cada espacio.
Finalmente, este último de los principios señalados conduce al problema de la praxis, al rol de la investigación en la transformación social (o en su reproducción). Como ya se vio, Jenkins reconoce la funcionalidad de su investigación con los intereses de la industria mediática y de los consumidores de sus productos, lo cual no deja de ser una superación de la separación artificial entre investigación y acción. La Economía Política alerta sobre estas cuestiones, sobre los peligros de la concentración mediática para la cultura y la política, la agudización de la mercantilización de la producción de bienes simbólicos, ante lo cual elabora marcos regulatorios que permitan reducir estos efectos, entre otras cuestiones. Pero la historia tiene sus leyes, y estas leyes son más fuertes que cualquier regulación, sobre todo en una etapa histórica como esta, en la que el capitalismo tiende a agudizar sus contradicciones. Por lo tanto, cabría preguntarse por la relación entre la Economía Política de la Comunicación y su compromiso con la transformación social, de este régimen social ¿Acaso los principios liberales que atraviesan o definen la concepción de Jenkins sobre la cultura de la convergencia no son expresión de diferente grado del mismo régimen capitalista que la Economía Política pretende regular? ¿No sería necesario entonces, en tren de vincular la actividad intelectual con la transformación social, una Crítica de la Economía Política de la Comunicación?