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Revista Uruguaya de Antropología y Etnografía

Print version ISSN 2393-7068On-line version ISSN 2393-6886

Rev. urug. Antropología y Etnografía vol.7 no.2 Montevideo Dec. 2022  Epub Dec 01, 2022

https://doi.org/10.29112/ruae.v7i2.1545 

Artículo libre

Contribuciones de la antropología feminista estadounidense de los años 70: una mirada desde Argentina a partir de una investigación sobre mujeres indígenas Qom

Contributions of American feminist anthropology in the 1970s: a look from Argentina based on research on Qom indigenous women

Contribuições da antropologia feminista americana na década de 1970: um olhar da Argentina a partir de uma investigação sobre mulheres indígenas Qom

1 Antropóloga (UBA), investigadora adjunta en CONICET. Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas y Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad de San Martín. marianadanielagomez35@gmail.com


Resumen:

En este artículo reseño brevemente dos debates/aportes centrales (la opresión femenina y la politización de los universos domésticos) de la antropología feminista estadounidense de los años 70, circunscribiéndome a artículos de la compilación “Women, Culture and Society” editada por Rosaldo y Lamphere (1974) y el artículo de Gayle Rubin (1975). En segundo lugar, me detengo en el contexto estadounidense de los años 70 donde las luchas del movimiento de mujeres estaban en ascenso para mostrar qué ocurría con algunas mujeres indígenas activistas en ese entonces. Por último, señalo algunos aportes de la antropología feminista en mi proceso de investigación doctoral sobre los cambios históricos y culturales en la construcción cultural del género en un grupo de mujeres qom del Chaco centro-occidental durante el siglo XX (Argentina).

Palabras clave: antropología feminista estadounidense; sociedades simples; género; mujeres indígenas

Abstract:

In this article I briefly review two central debates/contributions of American feminist anthropology (female oppression and the politicization of domestic universes) of the American feminist anthropology of the 1970s, focusing on some articles from the compilation “Women, Culture and Society” edited by Michelle Rosaldo and Louise Lamphere (1974) and the work by Gayle Rubin (1975). Second, I stop at the American context of the 1970s where the struggles of the women's movement were on the rise and show what was happening with some indigenous women activists at that time. Finally, I point out some contributions of feminist anthropology in my doctoral research process on the historical and cultural changes in the cultural gender construction of a group of Qom women from the central-western Chaco during the 20th century (Argentina).

Keywords: American feminist anthropology; simple societies-gender; indigenous women

Resumo:

Neste artigo faço uma breve revisão de dois debates/contribuições centrais da antropologia feminista americana (opressão feminina e a politização dos universos domésticos) da antropologia feminista americana dos anos 1970, com foco em artigos da coletânea "Women, Culture and Society" editada por Michelle Rosaldo e Louise Lamphere (1974) e artigo de Gayle Rubin (1975). Em segundo lugar, paro no contexto americano da década de 1970, onde as lutas do movimento de mulheres estavam em ascensão e mostro o que estava acontecendo com algumas ativistas indígenas naquela época. Por fim, aponto algumas contribuições da antropologia feminista em meu processo de pesquisa de doutorado sobre as mudanças históricas e culturais no construção cultural de gênero de um grupo de mulheres Qom do Chaco centro-oeste durante o século XX (Argentina).

Palavras chave: antropologia feminista americana; sociedades simples; gênero; mulheres indígenas

1. Introducción y objetivos

Los Estudios de las Mujeres fueron impulsados en los programas de distintas disciplinas e institutos de investigación por mujeres académicas influenciadas por el avance del feminismo en el movimiento de mujeres en EEUU (Goldsmith 1986; Reiter 1975). En la antropología feminista estadounidense en expansión durante los años 70 también se desarrollaron dichos estudios y los Estudios de género transculturales. Conocí estos trabajos mientras era estudiante de grado en la carrera de Ciencias Antropológicas en la UBA (Facultad de Filosofía y Letras) y cursé el único seminario de grado optativo sobre antropología de género y feminista que existía en ese entonces (2004). Soy consciente de que están inmersos en la cultura política académica y feminista estadounidense de la época y que fueron escritos en inglés pero a mí me permitieron problematizar algunas cuestiones del pasado y del presente de las mujeres indígenas del Chaco argentino con las cuales yo trabajaba en ese momento.

Entre docenas de textos pioneros representativos de los debates de la antropología feminista de la década del 70 y principios de los años 80, aquí menciono los de Sherry Ortner (1974), Michelle Rosaldo (1974), Jane Collier y Rosaldo (1981), Louise Lamphere (1974), Karen Sacks (1975), Kathleen Gough (1975), Gayle Rubin (1975), Rayna Reitter (1975), Eleonor Leacock y Morna Etienne (1980). La mayor parte de estos trabajos fueron publicados en dos compilaciones, una editada por Michelle Rosaldo1 y Louise Lamphere2, “Woman, Culture and Society” (1974); la otra editada por Rayna Reiter3, “Toward and Anthropology of Women” (1975), ambas de gran repercusión en la antropología en aquel entonces. Unos años después, en la compilación de Olivia Harris4 y Kate Young titulada “Antropología y Feminismo” (1979) varios de estos artículos fueron traducidos al español. A principios de los años 80 se publicaron dos compilaciones más en Inglaterra donde se continuaron las discusiones que aparecían en los artículos del libro de Rosaldo y Lamphere (1974). Me refiero a “Nature, Culture and Gender” (1981), editado por Carol MacCormack y Marilyn Strathern y “Sexual Meanings. The cultural construction of gender and sexuality” (1981), editado por Sherry Ortner6 y Harriet Whitehead.

En general estos trabajos criticaron las bases androcéntricas y etnocéntricas de la investigación antropológica de las décadas pasadas, poniendo en duda varias de sus premisas, aunque consideraban una excepción las investigaciones pioneras de la antropóloga Margareth Mead (1935) sobre la construcción cultural y psicológica de las actitudes y comportamientos de los sexos (el término género no existía en ese entonces) en grupos indígenas de Melanesia. Algunas de ellas (Gough, 1975; Sacks, 1974; Reiter, 1975) intervinieron en un viejo debate marxista alrededor del trabajo clásico de Engels (“El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”).

Varios trabajos(Rosaldo y Lamphere, 1974; Rosaldo, 1974) retomaron algunos de los debates de la antropología europea y estadounidense de fines del siglo XIX y principios del XX respecto de la familia, los sexos, la división sexual del trabajo y la condición de la mujer buscando mostrar (en el marco de concepciones evolucionistas, culturalistas y funcionalistas) diferentes formas de agencia social, de poder y de autoridad en manos de las mujeres y que los sesgos androcéntricos de la disciplina y de las teorías no permitían entrever ni analizar (Soclum, 1975; Bamberger, 1974).

Entre varias cuestiones, reconsideraron de manera más sofisticada el argumento de que la construcción del género y del parentesco están entrelazados en las sociedades de los grupos indígenas, considerados todavía en la década del 70 como “sociedades simples” o “de pequeña escala”, es decir, grupos cuyas estructuras sociales eran más simples que las de las sociedades complejas industriales, y donde la vida social se organiza a través de las relaciones de parentesco, las cuales antiguamente también operaban como relaciones sociales de producción. De aquí se deriva la relevancia que adquirieron categorías como sistema de sexo-género, elaborada por la antropóloga Gayle Rubin en 1975, definida como “el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (Rubin, 1986, p. 159); también la teorización de Michelle Rosaldo (1974) en torno al surgimiento de la división entre esfera doméstica y pública en la historia de la humanidad y sus implicancias universales para las mujeres, o los debates en torno a las causas estructurales que subyacen a la dominación masculina entendida en ese entonces como un patrón universal que se manifiesta (o reviste) de diversas maneras en diferentes configuraciones culturales (Rubin, 1975; Rosaldo y Lamphere, 1974).

Los inmureables ejemplos a lo largo del mundo de sociedades simples (grupos indígenas de cazadores-recolectores-horticultores) y de comunidades pequeñas (especialmente de campesinos enmarcadas en diversas tradiciones y civilizaciones culturales) fueron utilizados para poner a prueba varias premisas del marxismo, del feminismo marxista, de la antropología feminista y como enclaves para la búsqueda de “verdades universales”. Aquí hay que reponer que el concepto de cultura que predominaba en los años 70 en la antropología era el un “sistema total” cuyas partes estaban interrelacionadas.

En este trabajo me voy a circunscribir a reseñar dos debates/aportes centrales que en mi opinión dejó la antropología feminista estadounidense de los 70, considerando varios trabajos de la compilación “Women, Culture and Society” y el de famoso artículo de Gayle Rubin (1975): uno, en torno a las causas estructurales de la opresión femenina entendida en ese momento como un patrón universal que se manifestaba en todas las culturas; dos, la politización de los universos domésticos en las sociedades simples o de pequeña escala. Luego me detengo en el contexto estadounidense de los años 70 donde las luchas y debates feministas estaban en ascenso para mostrar qué ocurría con algunas mujeres indígenas activistas en ese entonces. Por último, muestro cuáles aportes de la antropología feminista estadounidense fueron fundamentales para mi investigación doctoral sobre los cambios históricos y culturales en la vida de un grupo de mujeres qom, miembros de una parcialidad de este pueblo originario de antigua tradición cazadora-recolectora. Estas mujeres y sus familias viven en comunidades rurales en el oeste de Formosa desde principios del siglo XX, en el Chaco centro-occidental, Argentina.

2. Debates centrales: la opresión femenina y la politización de la esfera doméstica

El debate central de la antropología feminista estadounidense hacia mediados de la década de 1970 giró alrededor de si la “subordinación femenina” o la “dominación masculina” era un patrón universal que se manifestaba en todos los contextos culturales y grupos sociales (transcultural y transhistóricamente) o si, por el contrario, era un producto histórico que podía estar ausente en algunos grupos sociales contemporáneos y del pasado.

Este debate impulsó desarrollos teóricos novedosos en aquel entonces. Varias antropólogas se interesaron en reconstruir los orígenes y las causas sociales (no biológicas)7 de la opresión femenina y la identificación de estrategias para su superación o mitigación en el seno de estructuras sociales diversas donde las relaciones de parentesco son cruciales (grupos no occidentales, indígenas, étnicos no indígenas, campesinos, etc.).

Para varias (Rosaldo, 1974; Lamphere, 1974; Collier y Rosaldo, 1981; Sanday 1974, Lies, 1974), el patrón universal que había que ponderar y explicar no era el patriarcado sino una asimetría (o valoración diferencial) en las estimaciones culturales dadas a las actividades de los hombres y de las mujeres: “¿Por qué los hombres universalmente son más valorados en términos sociales y culturales que las mujeres?” (Rosaldo, 1980, p. 27).

Buscando respuestas a este interrogante, varios trabajos analizaron la relación que esta asimetría podía tener con aspectos económicos e ideológicos en diversos sistemas culturales, especialmente en los de las sociedades simples. Por ejemplo, los trabajos de Collier y Rosaldo (1981) y Rosaldo (1995) explican que dicha valoración diferencial parece ser intrínseca a las formas de organización de la vida social humana que se desarrollaron hasta el momento. Sin embargo, estas autoras estaban convencidas de que la dominación masculina podía desafiarse y superarse sobre la base de nuevas formas de organización social del trabajo humano. De aquí se entiende la importancia que le otorgaron a los aspectos organizativos, económicos y políticos en sus análisis.

Al plantear que la dominación masculina, expresada a través de dicha asimetría cultural, era un patrón/estructura universal que también se manifestaba en las sociedades simples o sin clases, un sector de la antropología feminista buscó desafiar los “presupuestos intelectuales de cierta tendencia marxista en la antropología” (Ortner, 2006, p. 13). Si la asimetría sexual se presentaba en las estructuras sociales de dichos grupos estaban demostrando que las relaciones de poder entre los géneros (opresión de género) eran diferentes a las relaciones de explotación de clases, y que al interior de grupos relativamente igualitarios en términos económicos existían relaciones desiguales de género que se mostraban estructurales.

La desigualdad y la opresión de género no la relacionaban unilinealmente con el surgimiento de la propiedad privada y las relaciones de producción capitalistas, tal como argumentaba Engels en el siglo XIX (Sacks, 1975) y en una versión más moderna Etienne y Leacock (1980), sino que entendían que la desigualdad de género era producida por el funcionamiento de rasgos estructurales de los sistemas culturales y simbólicos. Esta lectura trajo una forma más compleja de visualizar la desigualdad de género en tanto expresión de un conjunto de relaciones que operaban de manera interrelacionada en configuraciones culturales diversas, y no sólo como el resultado de la evolución y transformación de las formaciones sociales hacia el capitalismo o, en el caso de las sociedades simples, como efecto del contacto con los agentes del colonialismo y los grupos europeos-occidentales.8

Los trabajos de diferentes autoras expresan diferentes entradas para explicar las causas de la desigualdad de género en estas sociedades. Las conceptualizaciones de Rosaldo y Collier (1981) y de Gayle Rubin (1975) se orientaron en la misma dirección: vincularon la opresión femenina (o la dominación masculina) a formas de organización del parentesco y del matrimonio señalados como los puntos críticos de acceso a la organización de las relaciones de género en las formaciones sociales sin clases (Collier y Rosaldo 1981).

En su famoso artículo “El tráfico de mujeres” (1975), Rubin establecía una vinculación estrecha entre los sistemas de sexo/género y los sistemas de parentesco, los cuales fueron definidos en aquel entonces como: “formas concretas de sexualidad socialmente organizadas y formas empíricas y observables de sistemas de sexo/género” (Rubin, 1986, p. 106), mientras que la categoría de sistema sexo/género se refería al “conjunto de disposiciones por el cual la materia prima del sexo y la procreación humana es conformada por la intervención humana y social y satisfecha en una forma convencional, por extrañas que sean algunas de las convenciones” (Rubin, 1986, p. 97).

Mediante estas definiciones Rubin también buscaba diferenciarse de las explicaciones marxistas sobre la opresión femenina, señalando que el “sistema de sexo/género” en cualquier sociedad era un tipo de producción (social y no determinada por la biología) diferenciada del sistema económico y no determinada por éste. Para Rubin, la lógica que subyace en la teoría del parentesco de Lévi-Strauss (siendo el intercambio de mujeres la clave ya que éstas son el intercambio más preciado para hacer parientes y conformar vínculos extra-domésticos) y en la teoría del complejo de Edipo de Freud eran similares y representaban teorías claves para comprender la experiencia de subordinación de las mujeres9. Para esta antropóloga el patrón universal en juego, generador de asimetría y subordinación, está vinculado a cómo las mujeres ingresan a la cultura o son “regladas” por las convenciones sociales en torno a lo femenino y lo masculino, en un mundo cuyas culturas mayoritariamente parecen estar organizadas a partir de la hetenormatividad y de una cultura fálica que supone la domesticación de las mujeres a través del parentesco10.

Rubin fue una de las primeras antropólogas que tomó herramientas del psicoanálisis (principalmente de Freud y Lacan) para explicar la estructuración psíquica de la diferencia sexual y los aspectos primarios y profundos que están en juego en la opresión femenina, vinculados a cómo la cultura modela la sexualidad biológica y produce procesos de sexuación diferentes cuando los individuos son “nombrados” como mujer u hombre en sociedades heteronormativas (y represivas en cuanto a otras posibilidades de orientación sexual e identidades de género). Para Rubin (1986), la transformación de la opresión podría darse en una sociedad sin género marcado, con una heterosexualidad no obligatoria, y con la entrada de los hombres en la esfera doméstica y en el trabajo reproductivo. Estos comportamientos combinados permitirían, según su hipótesis, una reorganización del campo de la sexualidad y del género y el pasaje por otro tipo de experiencias edípicas para los sujetos.

Como dije anteriormente, otras autoras como Lamphere (1974), Rosaldo (1974), Collier y Rosaldo (1981), enfatizaron que la causa central en las experiencias de opresión femenina era la mayor valoración social otorgada a las actividades realizadas por los hombres en detrimento de las realizadas por las mujeres y, en vinculación a esto, a la división entre una esfera doméstica y otra pública. Esta valoración diferencial, que las autoras la denominaban asimetría sexual, fue concebida como hecho social y político (no biológico) y fue definida como: “un desbalance en la organización de las obligaciones y en el reconocimiento social y público de los trabajos que realizan los hombres y las mujeres, encontrándose en la base de las relaciones productivas de las sociedades simples” (Collier y Rosaldo 1981, p. 281).

Si bien varias autoras que colaboraron en las famosas compilaciones “Woman, Culture y Society” y “Sexual Meanings. The cultural construcción of gender and sexuality” reconocían que la capacidad reproductiva de las mujeres influye en su permanencia en la esfera doméstica y en las relaciones reproductivas, dificultándole su participación en la vida política de sus grupos, creían que la base de este problema no era la biología o la anatomía de la mujer, sino las maneras en cómo las sociedades leen y organizan la biología y los límites impuestos por ésta. Contra los argumentos esencialistas o biologicistas, la antropología feminista enfatizaba que la dominación masculina había que explicarla a partir de las formas humanas de darse organización, indagando en el tipo de oportunidades diferenciales que se construyen para los hombres y para las mujeres y en las formas en que cada género ejerce sus demandas. En resumen: la opresión femenina o la dominación masculina era conceptualizada como un patrón universal que se revestía de diferentes formas y contenidos en diversas configuraciones culturales e históricas (Rosaldo, 1995, p. 17).

Otra contribución y tema de discusión de la antropología feminista (Collier, 1974; Lamphere 1974, Lies, 1974; Collier y Rosaldo, 1981) giró alrededor de la “politización de los espacios domésticos” controlados por mujeres. Asumieron que en contextos culturales donde prevalecía la dominación masculina las mujeres también podían contribuir a ella, aun cuando también la desafiaran, buscando tener influencia sobre las formas de poder masculino, en las relaciones entre los hombres, y entre los hombres y las mujeres. De este modo, estos trabajos desafiaron el canon masculino al instalar una mirada distinta sobre el funcionamiento de la estructura social en sociedades simples señalando los roles, acciones y estrategias de las mujeres como agentes sociales capaces de subvertir el orden impuesto, manipular a los hombres, construir estrategias para obtener y manipular poder y prestigio de manera individual y colectiva para sus propios intereses. Además, criticaron la naturalización que hacían los antropológos sobre las categorías y visiones de sus informantes que, no casualmente, eran mayoritariamente hombres. La antropología tradicional tomaba como dados los sistemas de clasificación y diferenciación que los informantes varones enunciaban y no se preocupaban por entrevistar y conversar con las mujeres (Lamphere 1974).

Rosaldo (1974), Lies (1974), Sanday (1974) y Lamphere (1974) preveían que en aquellas sociedades donde la esfera doméstica y la pública estuvieran tajantemente separadas, la posición social de las mujeres sería inferior a la de los varones y sólo podría elevarse por medio de dos estrategias: 1) cuando las mujeres organizaran y crearan su propio mundo público femenino, 2) si se animaban a reproducir los roles masculinos11. Ambas estrategias posibilitarían que las mujeres creasen un sentido de jerarquía, orden e importancia entre ellas. Pero la igualdad entre los géneros se elevaría no sólo cuando las mujeres trascendieran la esfera doméstica sino también cuando los hombres ingresasen en ella y compartieran el trabajo reproductivo (cuestión que Rubin explicó en su artículo de 1986). También señalaban la necesidad de crear lazos extra-domésticos y relaciones de afinidad entre mujeres de distintos grupos domésticos en tanto relaciones vitales y catalizadoras para elevar el status femenino en las sociedades simples (Rosaldo, 1974).

Estos estudios tienen más de 40 años y, como mencioné, se escribieron durante un momento histórico afectado por los debates y luchas del movimiento de mujeres en la sociedad estadounidense mientras que la antropología todavía estaba preocupada por la búsqueda de universales humanos transculturales y transhistóricos. En la década de 1980, con la difusión de ideas del construccionismo social y la evidencia aportada por trabajos etnográficos con un claro enfoque culturalista (centrados en la agencia consciente de los sujetos, en las representaciones, rituales, símbolos y significados nativos asociados a la diferencia sexual), la antropología feminista comenzó a dejar de lado la búsqueda de respuestas a la subordinación femenina como un patrón universal (Ortner y Whitehead, 1981; MacCormarck, 1980; Ortner, 2006). Varias antropólogas comenzaron a plantear que la misma debía comprenderse de manera situada y en el propio contexto sociocultural y que cualquier intento de análisis debía partir de lo que los mismos sujetos afirmaran y explicitaran en torno al género y la sexualidad. Con lo cual, la posibilidad de pensar en un orden simbólico (como se piensa en la teoría psicoanalítica) que actúa en la conformación de subjetividades desbordando la agencia consciente de los sujetos, se hacía a un lado.

No obstante, unas pocas antropólogas continuaron interrogándose por la existencia de patrones universales. Ortner y Whitehead (1981), sin descontar que el género y el sexo se modelan culturalmente, afirmaban que las ideologías de género varían mucho, pero que ciertos temas se repiten en muchas sociedades. Ciertas representaciones o asociaciones simbólicas están presentes en muchas culturas. Dos ejemplos de los más comunes: la asociación de la sangre menstrual con la impureza y el sostenimiento de tabúes estrictos, y la asociación de las mujeres a las esferas de la reproducción, los cuidados y las tareas domésticas, independientemente que las mujeres en tanto “sujetos con agencia” puedan moverse con más o menos libertad por otras esferas de interacción social. Esta duda obstinada respecto de los universales y estos trabajos pioneros nutrieron los desarrollos teóricos de algunas antropólogas feministas latinoamericanas, como Marta Lamas (2007) y Rita Segato (2003) e invitaron a evaluar que, hasta el momento, no se habían encontrado registros de grupos sociales totalmente igualitarios en términos de género y sexualidad, sin las marcas de la heteronormatividad o donde las personas, sin importar su sexo y su género, circulasen sin restricciones entre distintas posiciones.

Para Marta Lamas (2007), el retorno en la década de 1990 a la idea de que los sujetos son exclusivamente el resultado de la producción histórica y cultural (posición para ella sintetizada en Judith Butler y su teoría sobre la performatividad del género), generó una especie de borramiento y olvido sobre las implicancias de la sexuación, es decir, sobre el proceso de simbolización de la diferencia sexual donde se articula y entrelaza lo psíquico, lo social y lo biológico. Teorizaciones sobre la simbolización de la diferencia sexual como una estructura fundante también aparecen en un libro de Rita Segato (2003) donde recupera los aportes del psicoanálisis para pensar el género como una estructura cognitiva de matriz jerárquica, amplificando las ideas originales de Gayle Rubin de 1975.12

3. Las mujeres indígenas por fuera de la antropología feminista de los 70 y en los márgenes del feminismo tercermundista en Estados Unidos

En ese entonces, mediados de la década de 1970, la antropología (feminista y en general) no había ingresado en la senda de la autoreflexividad ni en la discusión sobre la controvertida autoridad etnográfica aunque comenzaban a afianzarse las políticas de identidad y representación de colectivos y grupos subalternos tradicionalmente estudiados en la disciplina. En la antropología en general la integración de la dimensión autoreflexiva como parte de los fundamentos epistemológicos y metodológicos de la investigación comenzaría a fines de la década del 80 y en la antropología feminista a lo largo de la siguiente, especialmente a partir de la publicación del libro “Women Writting Culture” (Behar y Gordon, 1995). Esta crítica feminista, de tono autoreflexivo, fue elaborada por mujeres insertas en la cultura académica de EEUU que habían desarrollado sus trabajos de campo en diferentes regiones del mundo. Las luchas y debates del movimiento de mujeres de los años 70 promovieron nuevas exploraciones en clave feminista en las etnografías de género en grupos indígenas (sociedades simples), en la antropología feminista y en los Estudios de la Mujer, pero poco se conoce si los activismos de las mujeres indígenas de mediados de los años 70 tuvieron alguna repercusión o reverberación en la antropología feminista de la época. A continuación ofrezco un breve panorama sobre este asunto.

La académica indígena Devon Mihesuah (2003), quien fuera una de las editoras del American Indian Quarterly, señala en sus ensayos que las académicas feministas blancas de los años 70 y 80 dedicadas a estudiar a las mujeres indígenas en sus grupos hicieron interesantes incursiones en sus roles y en las relaciones de género, pero muchas de sus interpretaciones fueron incorrectas o poco desarrolladas, y muchos trabajos mostraron dificultades para conectar el pasado con el presente de las mujeres, las cuales por esas décadas vivían en reservas indígenas en condiciones de vida muy empobrecidas y racializadas o habían migrado a las ciudades. No obstante, destaca que los mayores progresos se produjeron no en los Estudios de Mujeres o en los Estudios Feministas sino en el campo de la etnohistoria al comenzar a integrar la historia oral y las memorias indígenas como fuentes primarias en las investigaciones: “Los roles sociales, religiosos, políticos y económicos de las mujeres nativas fueron objeto de numerosos artículos, pero pocas autoras apuntaron a las mujeres indígenas en sí mismas como fuentes de información” (2003a, p. 30).

Algunas voces e historias de mujeres indígenas, escritas por ellas mismas y desde sus propias políticas de representación, comenzarán a aparecer a partir de la década del 80 en Estados Unidos. Mientras los aportes de la antropología feminista ingresaban en la disciplina y en los programas de género de universidades e institutos, en los márgenes del ascendente movimiento de mujeres de EEUU empezaban a oírse las voces de las feministas que se autodenominaban tercermundistas o feministas de color: mujeres negras, latinoamericanas, migrantes, chicanas y también algunas pocas indígenas. Su participación en la crítica antirracista dirigida al feminismo blanco y de sectores medios de EEUU fue muy menor, si lo comparamos con las intervenciones y activismos de las afroamericanas que, desde principios de los años 70, participaban en el movimiento antirracista y por los derechos civiles de la población negra, militando en partidos como el Black Panthers, la Organización Nacional Feminista Negra o el colectivo Combahee River, entre otros.

Estas mujeres buscaban señalar y denunciar que su condición de género estaba inextricablemente unida a la discriminación racial y a la pobreza que vivían sus comunidades y familias. El concepto de interseccionalidad, hoy muy presente y hasta de moda en los debates académicos y léxicos feministas, encuentra sus antecedentes en una declaración de 1975 del Combahe River Collective, un colectivo de feministas negras y lesbianas que luchaba contra la opresión racial, sexual, heterosexual y de clase. Fueron ellas quienes difundieron la idea de que los diferentes sistemas de opresión los experimentaban de manera interrelacionada y que era difícil distinguir cual opresión prevalecía sobre la otra en diferentes contextos y situaciones (Martínez, 2019; La Colectiva del Río Combahee, 1988).

En 1981 salió la famosa compilación editada por Gloria Anzaldúa y Cherrie Moraga “This Bridge called my back: writings by radical women of color”. Ambas mujeres se autodefinían como feministas de color y chicanas, buscaban desmarcarse del movimiento feminista blanco estadounidense y recopilaron ensayos, cuentos, poesía y testimonios de mujeres de color (negras, chicanas, indígenas, asiáticas) que vivían en Estados Unidos. Sólo tres mujeres indígenas, Bárbara Cameron (lakota), Anita Valerio (chicana e india) y otra que firmó con el seudónimo Chrystos (del pueblo Menomnee) aportaron textos. En éstos narran sus experiencias de vida en las reservas indígenas de Estados Unidos, vidas signadas por la pobreza, la segregación étnica-cultural, los problemas de identidad, las dificultades de la migración a las ciudades y el racismo étnico-cultural que vivían los pueblos originarios en América del Norte como resultado de políticas genocidas y de colonización.

A diferencia de las luchas y acciones de las organizaciones y partidos de la población afroamericana por sus derechos, las que venía sosteniendo el American Indian Movement (AIM), donde participaron varias mujeres (incluyendo la ocupación en 1973 de Wounded Knee que duró 72 días) no tuvieron mucha reverberación ni acogida en los debates del movimiento feminista estadounidense hegemónico ni tampoco en el feminismo tercermundista pues, tanto el AIM como Red Power (otra organización indígena con repercusión y visibilidad) eran organizaciones dominadas por los hombres. También debemos considerar que, si las feministas negras planteaban que el separatismo de los hombres negros (sus compañeros en los movimientos por los derechos civiles en los que participaban) no era una opción para ellas (no podían darse ese lujo), menos aún lo era para las mujeres indígenas que participaban del movimiento indígena en EEUU, es más, me arriesgo a afirmar que esta discusión ni siquiera estaba presente en las organizaciones indígenas en ese entonces.

El Movimiento Indígena Americano (American Indian Movement AIM) fue fundado en 1968 por hombres indígenas urbanos y tuvo alcance en ciudades como Boston, Washington y Minneapolis. Surgió con el apoyo de varias iglesias y grupos comunitarios de base con el objetivo de ayudar a los indígenas a obtener mejores condiciones de vida en las reservas y en las ciudades y de monitorear los abusos de la policía sobre la población indígena. Red Power fue otra organización, pero su radio de influencia estaba en la Costa Oeste y en áreas de Nueva York. Según la investigadora indígena Mihesuah (2003a), antes de la toma de Wounded Knee, el AIM realizaba marchas, ocupaciones de edificios gubernamentales, sostenía centros de apoyo escolar y centros comunitarios indígenas (como el Boston Indian Council que brindaba asesoramiento y apoyo a los indígenas que migraban desde las reservas a la ciudad). Más allá de sus detractores, problemas y facciones internas que fue acumulando, para muchos indígenas representó una voz colectiva para visibilizar los problemas que enfrentaban y la búsqueda de soluciones. “La asociación con el AIM se convirtió en una fuente de identidad y orgullo” sostiene Mihesuah (2003b, p. 118), tanto para los jóvenes en las ciudades como para los mayores en las reservas pero “la organización pronto se volvió importante y el FBI comenzó a plantar informantes (indígenas y no indígenas)” (Mihesuah, 2003b, p. 118).

La única mujer que logró ingresar en la cúpula del liderazgo del AIM fue la activista Anna Mae Pictou-Aquash quién, junto a su pareja, se sumaron a apoyar la ocupación de Wounded Knee cuando ya estaba en marcha13. Ella primero se vinculó a las tareas de cocina, limpieza y cuidados (las únicas asignadas a las mujeres en la ocupación) pero luego pudo adentrarse en los espacios, tareas y discusiones dominadas por los varones. Anne Mae era una mujer originaria de la tribu de Mi’kmaq, que nació y vivió hasta su juventud en una reserva en Nueva Escocia en Canadá, en un contexto tribal comunitario. Luego migró a EEUU y comenzó a involucrarse en actividades y centros de organizaciones indígenas urbanas. Durante el desarrollo de su activismo constantemente debió enfrentar los celos, resistencias y hasta el ostracismo de los líderes del AIM quienes la criticaban por su manera de ser, de comportarse y por sus aspiraciones y expectativas (entre ellas escribir un libro).

Unos pocos años después, en 1976, cuando el AIM estaba desarticulado y varios de sus líderes afrontaban cargos y eran perseguidos y amenazados, Anna Mae fue encontrada muerta en Dakota del Sur (estado situado en el medio oeste de EEUU). La investigación y autopsia revelaron que fue asesinada con un arma de fuego y un conjunto de testimonios e intensos debates señalaron el involucramiento de varios hombres del AIM en la planificación de su asesinato, aunque la primera hipótesis señalaba al FBI dado que el AIM y Red Power estaban intervenidos por la agencia. Varios activistas, hombres y mujeres, fueron engañados y terminaron brindando información a las personas equivocadas. Un año antes de su asesinato, Anna Mae había sido acusada por líderes del AIM de brindar información al FBI, aunque esto al día de hoy no ha sido confirmado y aparentemente se trató de un rumor falso. La historia de la activista Anna Mae Pictou-Aquash es harto compleja, difícil y aún controversial en la historia del movimiento indígena de EEUU e ilustra las desigualdades de género y el machismo que enfrentaban las mujeres indígenas en las reservas, en las ciudades y en los nacientes espacios de activismo indígena. Esta activista terminó convirtiéndose en una especie de mártir pero también en un símbolo para el activismo femenino indígena posterior en EEUU. Su figura y memoria continúan despertando admiraciones y susceptibilidades (Mihesuah, 2003, 2003a, 2003b). Varios libros publicados en EEUU reconstruyen su historia de vida, su activismo en el AIM, su protagonismo en Wounded Knee y su misterioso asesinato nunca resuelto.14

4. Reelaboraciones y apropiaciones para una investigación sobre mujeres indígenas del Chaco (Argentina)

Desde mi propia experiencia de trabajo e investigación de hace casi dos décadas atrás en el Chaco centro-occidental argentino (oeste de Formosa) con mujeres indígenas qom, puedo decir que varios estudios de caso, debates teóricos y conceptos de la antropología feminista de los 70 me aportaron claves y entradas para problematizar el funcionamiento de las relaciones de género en las comunidades y en los grupos domésticos, especialmente las implicancias de la matrilocalidad en las relaciones entre las mujeres.

Un trabajo que me resultó fundamental sobre mujeres y política en las sociedades simples fue “Women in Politics” de Jane Collier (1974). Esta autora planteaba que los antropólogos de las corrientes clásicas tendían a ver a las mujeres como sujetos apolíticos dado que el espacio doméstico no es considerado como tal. Collier argumentaba que en los espacios domésticos se producen formas de hacer política y de mostrar e imponer poder y autoridad femeninos, que las mujeres también buscan maximizar sus intereses y que sus acciones pueden constreñir y limitar las oportunidades políticas abiertas a los hombres. Los artículos de Rosaldo también representaron una perspectiva de género crítica de aquellas interpretaciones que presentaban a las mujeres como sujetos dominados e imposibilitadas de enfrentar al poder masculino.

Collier (1974) vinculaba aspectos de la “política doméstica” en el espacio doméstico con el parentesco. Afirmaba que en las sociedades con reglas de residencia patrilocales las mujeres tenían menos oportunidades de ejercer estos poderes informales, mientras que preveía, en base a la acumulación de evidencias etnográficas de distintas regiones, que esto aumentaba en las sociedades matrilocales donde las mujeres de una misma familia extensa permanecían viviendo juntas a lo largo de sus ciclos de vida. En uno de mis primeros trabajos (Gómez, 2008) me dediqué a indagar las ventajas y desventajas de la matrilocalidad para las mujeres qom, una práctica de residencia postmarital que contribuye a desarrollar intensos lazos femeninos entre las mujeres de un mismo grupo doméstico pero, como contrapartida, relaciones conflictivas entre las mujeres de distintos grupos y familias. La matrilocalidad afianza lazos femeninos hacia adentro del grupo doméstico, pero también opera inhibiendo las relaciones femeninas extra-domésticas debido a que las mujeres pasan la mayor parte del tiempo de sus vidas en el espacio doméstico viviendo con su madre y sus hermanas. Trascender el espacio doméstico y construir relaciones de amistad o de cooperación con otras mujeres suele ser un desafío, aunque una práctica social posible. También escribí y analicé la amenaza de la violencia sexual con la que conviven las mujeres qom dentro y fuera de sus comunidades (Gómez, 2008a) pero aquí me apoyé mucho más en las elaboraciones de Rita Segato (2003) sobre la violencia sexual como un fenómeno universal que impide trascender la “prehistoria de la humanidad”.

Otros conceptos de la antropología feminista me sirvieron para interpretar una forma particular de agencia femenina en el pasado: las “peleas de mujeres”, luchas femeninas ocasio nadas por la competencia en torno a los hombres. Se trata de una práctica cultural omitida en la etnografía del Chaco, tal vez como consecuencia de la falta de interés por trabajar con documentos y fuentes, del predominio de una mirada androcéntrica o, más probablemente, por la importancia concedida a las mujeres sólo en el plano de la división sexual del trabajo, en los mitos y en los rituales (Gómez, 2017; Gómez, 2017a). Los y las misioneras que se desempeñaron en la Misión El Toba entre 1930 y 1970 dejaron varias descripciones en sus informes publicados en la South American Missionary Society Magazine que analicé para la investigación doctoral. En ésta, me propuse interpretar las antiguas peleas de las mujeres qom desde otro ángulo de entrada y análisis. Utilizando conceptos provenientes de la antropología de género anglosajona y algunas discusiones de la etnografía del Chaco y de la Amazonía, elaboré la hipótesis de que hasta los inicios del proceso de conversión sociorreligiosa al cristianismo anglicano (década de 1930), las mujeres tobas del oeste formoseño mediante estas peleas participaban activamente de la “política sexual” de sus grupos (Rubin, 1986, 1975; Collier y Rosaldo, 1981) y/o también en la “economía política de las personas” (Rivière, 1984, ; Rivière, 1987), es decir, en “la economía del manejo de los recursos humanos escasos y de sus productos” (Lorrain, 2001, p. 267).

Decir que las mujeres participaban activamente de la “política sexual” significa que ejercían derechos sobre sus parientes varones y que estos intereses, que eran al mismo tiempo domésticos y políticos, estaban vinculados al sostenimiento o a la ruptura de los matrimonios, debido a que la circulación y retención de los hombres era y sigue siendo un aspecto central del sistema de parentesco entre los tobas. Esto se vincula con que los tobas del oeste, al igual que los grupos wichi, son sociedades matrilocales donde los hombres son los afines que circulan e ingresan en las familias de sus esposas, quedando supeditados a la vigilancia de la familia de su esposa. También expliqué que la activa participación femenina no debe interpretarse como un indicio de que los grupos qom eran una sociedad simple igualitaria en términos de relaciones de género. Por el contrario, dicha economía política de las personas, con su sistema de sexo-género matrilocal, parecía estar contenida dentro de una ideología patriarcal celosamente resguardada por las mujeres.

Las conexiones trazadas entre aspectos del sistema de parentesco y el sistema sexo/género en el trabajo de Rubin (1975) me permitieron articular estas ideas y plantear que en el pasado existía un espacio público femenino, otro masculino y tareas domésticas compartidas enmarcados en una ideología de género patriarcal, a pesar de ser una sociedad matrilocal. Este sistema de sexo-género comenzó a transformarse a medida que los/as tobas comenzaron a asalariarse a fines del siglo XIX, pero más profundamente cuando comenzaron a vivir bajo la misión anglicana y varias de sus prácticas culturales comenzaron a ser perseguidas o prohibidas en el marco de la política de conversión sociocultural e “integración” de los grupos indígenas del Chaco al Estado-nación argentino.

Entre los cambios más notorios que dejó la conversión sociorreligiosa cabe mencionar la construcción de una nueva estructura masculina de liderazgo religioso (cristiano) que, en ocasiones, puede superponerse al liderazgo político, no habilitada para las mujeres. Me parece importante recordar, por un lado, una afirmación de Rita Segato: que una de las distorsiones más patentes creadas por la intrusión del patrón de la colonialidad y la modernidad en las aldeas indígenas es “…el agravamiento y la intensificación de las jerarquías que formaban parte del orden comunitario pre-intrusión” (2011, p. 27). También la imposición de una nueva política de construcción cultural del género y la sexualidad a partir de la implantación de nuevos hábitos corporales y espaciales (segregación por género y edad de ciertos espacios) y la represión de prácticas contrarias al cristianismo tales como las peleas de mujeres, el polké de los hombres (un juego de pelota similar al hockey), el chamanismo, las borracheras, las danzas y cantos, las prácticas sexuales no conyugales, la simbolización cultural de la diferencia de género mediante tatuajes y escarificaciones, etc.

La antropología feminista de los años 70 también abrió sendas novedosas para explorar los entrecruzamientos entre género/sexo, raza, etnia y clase, y algunas de éstas pueden encontrarse en la compilación de Etienne y Leacok (1980). Estos artículos ofrecían un abanico sobre las diversas formas de agencia social femenina de mujeres de grupos/pueblos indígenas en contextos coloniales y postcoloniales y la diversidad de respuestas y adaptaciones a diferentes experiencias de colonización.

Influenciada por esta mirada y otros trabajos me propuse analizar las diversas respuestas generizadas al proceso de misionalización anglicana y de conversión sociorreligiosa al cristianismo que mostraron las mujeres y los hombres qom, pues las mujeres fueron las que ofrecieron más resistencia a la presencia de los misioneros hasta la década de 1950. Por otra parte, en el caso de las mujeres indígenas del Chaco, podemos ver cómo su condición de género comienza a ser racializada en términos muy negativos cuando comienzan a trabajar como mano de obra súper barata en los ingenios del azúcar a fines del siglo XIX. Allí eran percibidas como unas “bestias de carga” por parte de las patronales y los funcionarios estatales que visitaban estos establecimientos (Gómez, 2011), aunque esta representación aparece en varios escritos del siglo XVIII y XIX sobre los grupos indígenas del Chaco. Las mujeres indígenas del Chaco claramente fueron percibidas desde el prisma racial de la sociedad argentina de fines del siglo XIX y principios del XX y hay que situar por estos años el nacimiento de su “triple opresión”.

La conversión y misionalización a lo largo de varias décadas explica que, en el presente, la hegemonía cultural y religiosa en las comunidades indígenas del Chaco Argentino todavía esté en manos de las iglesias cristianas de distinto tipo. Estos procesos y la conformación de comunidades indígenas con este tipo de liderazgos masculinos alrededor de las iglesias y de la política indígena (partidaria y étnica), explican, aunque sólo en parte, que los procesos organizativos y las formas de participación social de las mujeres de las comunidades del Chaco Argentino, sean promovidos por agentes externos a las mismas. La expansión del Estado provincial en los departamentos del oeste formoseño fue tardía: recién a fines de la década del 60 y del 70 se abrieron unas pocas escuelas y postas de salud para la población indígena rural y se crearon políticas de capacitación para integrar a indígenas al trabajo en estas áreas. En 1984 Formosa sancionó la Ley del Aborigen Nº 426 mediante la cual se buscó ampliar los derechos de ciudadanía a la población indígena que hasta entonces había vivido bajo la tutela de las misiones religiosas o las pastorales indígenas.

En síntesis, en la investigación doctoral (Gómez, 2016) pude articular ideas y conceptos provenientes de la antropología feminista estadounidense en particular y anglosajona en general para mostrar que, debido al largo proceso colonial y postcolonial en esta región del país, las mujeres y hombres qom de distintas generaciones están subjetivados por un imaginario de género culturalmente híbrido (y no simplemente por una “cosmología qom”), habitado por símbolos, asociaciones, imágenes y significados que provienen del antiguo orden simbólico mítico, del cristiano con especial predominancia, y en menor medida del mundo moderno que habilita procesos de individuación para las mujeres y cuyos canales de expansión se hicieron presentes en las comunidades mediante las políticas estatales y los programas de las ONG. Las mujeres, como resultado de largas décadas de vida en la misión anglicana y de la influencia de los sincretismos entre cosmovisiones indígenas y cristianismos diversos, quedaron más confinadas al espacio doméstico y a sus tareas, perdiendo autonomía sobre sus cuerpos y sus capacidades (sexuales, reproductivas y otras), y sujetas (pero excluidas) de la nueva estructura organizativa patriarcal creada en torno a la figura de los pastores tobas y las iglesias, un paisaje social que se tornó muy común en numerosos parajes y comunidades indígenas a lo largo de todo el Chaco Argentino.

Finalmente agrego que, curiosamente, cuando la antropóloga cubana estadounidense Ruth Behar vino a dar un seminario de doctorado al programa de posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA en el año 2007, también comencé a escribir algunos textos -que nunca publiqué- en clave autoreflexiva acerca de mis dilemas feministas y políticos al haber trabajado, primero, como técnica social en dos proyectos de gestión y desarrollo indígena desde una perspectiva de género, y luego, dedicándome a la investigación académica sobre mujeres indígenas del noreste argentino.

Las lecturas de dicho seminario y la monografía que escribí para aprobarlo me llevaron a problematizar otras aristas de mis relaciones con las mujeres y mi propia forma de hacer trabajo de campo (de manera no tradicional en la disciplina), partiendo de que mis vínculos con ellas, sus familias y las autoridades comunitarias se forjaron mientras trabajé en dos proyectos de ONG como técnica. Llegué por azar al oeste de Formosa, un lugar donde las desigualdades económicas y étnico-raciales son bastante marcadas entre la población indígena, criolla y blanca. En el 2002, siendo estudiante de antropología, me presenté a una convocatoria que buscaba “pasantes rentados” para trabajar en un proyecto sobre el estado nutricional y reproductivo de familias tobas rurales. No duré mucho aquí y pronto me fui porque no estaba de acuerdo con las repercusiones que traía la metodología de estudio utilizada. Además, desde un principio supe que estaría sumergida en un campo surcado por diferencias raciales, étnicas, de género, de clase y educación: mi propia dialéctica de identificación y distancia se veía constreñida por estas fronteras. Hacer consciente estas diferencias y los conflictos por pertenecer a otro sector de la sociedad argentina fue una primera reflexión que me acompañó desde entonces y hasta ahora.

No obstante, y contra todos mis pronósticos, permanecí cuatro años más (hasta finales del año 2006) trabajando en las mismas comunidades en otros dos proyectos: el primero centrado en fortalecer la conciencia (incorporando una perspectiva de género) sobre los derechos territoriales en las comunidades wichí y toba del oeste formoseño que poseen los títulos de sus tierras desde mediados de la década de 1980. El segundo, se trató de un proyecto de “desarrollo artesanal” donde acompañaba las reflexiones y debates de un grupo de mujeres que, con muchas dificultades, intentaban organizarse y participar en los talleres de capacitación diseñados por la ONG. Durante esos años, de manera discontinuada, pasé un año y medio viviendo en la comunidad de Vaca Perdida. Contaba con un espacio propio (una casa de campo de dos piezas donde dormía, comía y escribía) y desde allí me movía en bicicleta hacia el resto de las comunidades. En ese entonces también comencé a leer varios estudios sobre los pueblos indígenas del Chaco argentino (Cordeu y Siffredi, 1971; Miller, 1979; Gordillo, 2006; Trinchero y Maranta, 1987) y a escribir mis primeros trabajos sobre dimensiones de la vida pasada y presente de las mujeres qom.

Así, eso que se llama “trabajo de campo”, en mi caso, lo fui construyendo mientras trabajé en esos proyectos, vivenciando la práctica antropológica desde tensiones y contradicciones a medida que me tocaba asumir diferentes roles. Además, estaba influenciada por ideas feministas muy generales pero no me servían demasiado para acompañar el proceso organizativo de las qom en torno a la producción artesanal. Sin embargo varias veces me involucré de manera activa en diversas problemáticas que ocurrían en las comunidades y que afectaban a las mujeres. Tal vez por esto no me sentía en falta o que me estaba “aprovechando de ellas” para hacer mi carrera académica (tal como autoreflexionaban varias feministas que leímos en el seminario de Behar) y menos aun lo consideré así porque estaba al tanto de que los anteriores antropólogos y antropólogas que trabajaron con esta misma población lo hicieron sólo en función de sus proyectos de investigación personales (sin perder por ello la empatía y la amistad con varias personas de las comunidades).

Hacia el año 2011, cuando en los debates académicos de Buenos Aires comenzó a resonar el lenguaje de los feminismos postcoloniales y decoloniales y otra generación de feministas comenzaron a manifestar interés en las experiencias de las mujeres indígenas del país, noté enseguida que no mostraban ningún interés por leer o dialogar con los estudios que se venían realizando en comunidades y barrios indígenas en distintas regiones del país. Considerando esto, cabe preguntarse si las mujeres indígenas pueden hablar por fuera de la discusión feminista pos/des/decolonial. Evidentemente sí y es importante no olvidarlo si queremos evitar proyectar nuestros deseos e imaginarios feministas sobre las mujeres indígenas pues esta operación eclipsa sus particulares formas de agencia femenina del pasado y del presente.

5. Reflexiones finales

En el contexto de los años 70 en Estados Unidos numerosos trabajos de la antropología feminista proporcionaron herramientas nuevas para visualizar las formas de agencia femenina en grupos y sociedades (indígenas y otros grupos étnicos) donde las relaciones de parentesco son/eran determinantes en el resto de la vida social y económica. Conceptos como parentesco, poder y autoridad, sistema sexo/género, política sexual, espacio doméstico/espacio público, resultaron aportes fundamentales. Sin embargo, sus modelos y teorizaciones, desde perspectivas antropológicas y psicoanalíticas sobre el género y la sexualidad, carecían de una perspectiva histórica atenta a las condiciones de vida de los grupos indígenas y de las mujeres. El objeto/sujeto de exploración no fue la mujer indígena, sino las relaciones de género en grupos indígenas de tradición cazadora-recolectora-horticultora ya que, en ese entonces, estos grupos representaban para la disciplina el modelo paradigmático de sociedad simple mientras que la teoría marxista clásica del siglo XIX los había clasificado como “sociedades sin clases”.

Otra contribución de la antropología feminista fue abrir nuevas líneas de indagación sobre los vínculos entre mujeres y política en grupos indígenas de distintas partes del mundo. Criticaron los sesgos androcéntricos de la disciplina y en las etnografías o estudios de caso comenzaron a darle más relevancia a las opiniones y prácticas de las mujeres.

Por último, varias de estas autoras (O Uso e o abuso da antropología:; Collier y Rosaldo, 1981; MacCormarck, 1980) advertían sobre los riesgos de generalizar los patrones de dominación masculina occidentales al resto de los grupos sociales o de asumir una noción homogénea sobre la opresión de las mujeres. Argumentaron esto sin perder de vista que el género es un sistema de clasificación social que produce jerarquías y desigualdades en todo contexto sociocultural, aunque creían que era posible balancearse y transformarse socialmente.

En mi caso, las teorizaciones de la antropología feminista estadounidense me resultaron muy útiles para analizar las formas de agencia social femenina de las mujeres qom del oeste formoseño en el pasado, antes de la intrusión misionera iniciada en la década de 1930. Al poner en diálogo algunas discusiones de la antropología del Chaco (Braunstein, 1983; Dell’Archiprette y Messineo, 1993; Palmer, 2005) con otras provenientes de la antropología feminista de los años 70 pude elaborar algunas ideas sobre el funcionamiento del sistema de sexo-género en el pasado planteando varias ideas en base a la información extraída y analizada de los informes escritos por los misioneros (fuentes primarias para mi investigación doctoral).

Doce años después del cierre de mi investigación doctoral con las mujeres qom (posteriormente inicié una nueva investigación sobre acciones colectivas y procesos identitarios de mujeres indígenas activistas u organizadas), me arriesgo a afirmar que, en el presente, muchas mujeres indígenas del NOA y NEA en Argentina viven en comunidades periurbanas o rurales, sostienen espacios domésticos que responden a configuraciones culturales particulares y representan etnicidades femeninas particulares situadas en la escala más baja de la estructura de clases en Argentina. Muchas de estas mujeres viven en comunidades y parajes aislados que pueden estar cerca del monte (en el oeste formoseño, por ejemplo), de las montañas andinas o de la selva (zonas de la provincia Misiones por ejemplo) y, en muchos casos, en territorios degradados socioambientalmente a causa de las actividades extractivistas (provincia del Chaco y Chaco salteño, Jujuy, Catamarca y el sur argentino).

Muchas mujeres indígenas, especialmente las de origen qom, wichí y guaraní, tienen como primera lengua sus idiomas indígenas y sin intérpretes no pueden acceder ni desenvolverse bien en las instituciones de salud, educación, justicia y en otros ámbitos como las instituciones vinculadas a la política pública indígena (política indigenista) que deberían llevar adelante los organismos indigenistas provinciales. Además, la mayoría, se encuentra fuera del trabajo asalariado o ni siquiera lo conocieron, aunque en el siglo pasado, entre fines del siglo XIX y mediados del XX, muchas indígenas de la región del Chaco (y en menor medida también del mundo andino) trabajaron como jornaleras migrantes, ganando los jornales más bajos, trabajando en muy malas condiciones y en las tareas menos calificadas de las agroindustrias del azúcar y del algodón que existieron en Jujuy, Salta, Tucumán y Chaco hasta la década del 60 del XX.

Por todo esto, en uno de mis últimos trabajos menciono que las mujeres indígenas habitaron y continúan habitando los “márgenes de la nación”, cuestión que los recientes activismos de colectivos de mujeres indígenas organizadas pusieron en evidencia en el debate público al hablar de la situación de opresión estructural que padecen (Gómez, 2020). Sus voceras reclaman políticas públicas que las ayuden a “salir” de esta situación estructural de pobreza o de racismo estructural porque las políticas indigenistas que se viene gestionando desde el INAI15 y otros organismos provinciales no son suficientes.

Finalmente resta decir que, antes que dialogar con las feministas urbanas, las indígenas más bien están comenzando a dialogar y encontrarse entre ellas, con mujeres de otras comunidades, tratando de trascender históricas rivalidades y dificultades para vincularse. Estos diálogos por lo general se inician en el marco de proyectos y talleres promovidos por agentes externos a las comunidades (proyectos productivos, de rescate cultural, de capacitación en derechos sexuales y reproductivos, en derechos indígenas, etc.), programas y agencias estatales y también en espacios organizativos indígenas autónomos. Uno de los pocos espacios donde se han establecido diálogos y debates, con reclamos y posicionamientos feministas, han sido los ENM, pero allí, como dejan ver algunas investigaciones, el diálogo entre mujeres indígenas y mujeres no indígenas feministas de clase media universitarias es tenso y conflictivo (Sciortino, 2015; Gómez, 2020).

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1 Rosaldo en 1972 se había doctorado en antropología social en la Universidad de Harvard y era profesora en la Universidad de Stanford. Tenía experiencia de investigación y trabajo de campo con un grupo de campesinos en Las Filipinas.

2Lamphere se había doctorado en antropología social en 1968 en la Universidad de Harvard y era profesora asistente en la Universidad de Brown. Entre 1965-66 realizó una investigación con indígenas de la Reserva Navajo en Nuevo México.

3Rayna Reiter se había doctorado en antropología en la Universidad de Michigan y en ese entonces se especializaba en antropología política, estudios de Mujeres y estudios campesinos.

4Olivia Harris fue una antropóloga británica que desarrolló un extendido trabajo de campo en los Andes bolivianos.

6Sherry Ortner es una antropóloga estadounidense especializada en antropología cultural y teorías antropológicas, es profesora en la Universidad de California.

7Los argumentos biologicistas estaban presentes en debates feministas activistas y académicos en la década del 70 en EEUU.

8Un argumento común en varios estudios antropológicos era que la penetración del colonialismo y del capitalismo en los grupos indígenas habría acentuado el poder masculino y creado formas de subordinación femenina a través de mecanismos como las acciones misioneras, el mercado, la venta de fuerza de trabajo y las políticas y proyectos gubernamentales más orientados a varones.

9Para la autora, tanto Freud como Lévi-Strauss elaboraron implícitamente teorías de la opresión sexual, sin llegar a ver sus alcances ya que en las obras de ambos autores se vislumbra “un aparato social sistemático que emplea mujeres como materia prima y modela mujeres domesticadas como producto” (Rubin, 1986, p. 97).

10Más tarde, en un texto publicado en 1989, Rubin planteó abiertamente sus dudas respecto a su categoría “sistema sexo-género” elaborada en 1975, y su operatividad fue circunscripta para analizar sistemas de organización social basados en el parentesco en los cuales el género y el sexo parecen mostrarse sistemáticamente entrelazados: “Esta puede ser o no una valoración precisa de la relación entre sexo y género en las organizaciones tribales, pero no es ciertamente una formulación adecuada para la sexualidad de las sociedades industriales occidentales” (Rubin, 1989, p. 183).

11Esta es la estrategia que muchas mujeres occidentales llevaron adelante en nuestra sociedad: la igualdad de derechos y el derecho a ocupar los mismos lugares sociales y políticos que los hombres.

12Según Rita Segato, el análisis de género (y el género como fenómeno social) implica una dimensión que no es ni biológica ni social, sino simbólico-estructural. Esta estructura remite a la noción lacaniana del simbólico, es decir: implica la existencia de una estructura de relaciones abstracta, cognitiva, jerárquica y universal donde los términos (significantes) toman su valor dependiendo del lugar que ocupan y donde los significantes anatómicos (hombre-mujer) representan posiciones que, sin embargo, no son fijas. Una matriz heterosexual y binaria se encuentra por detrás de toda organización social y de las construcciones culturales que dramatizan el género, pues los géneros son definidos como “transposiciones del orden cognitivo al orden empírico” (2003, p. 57).

13El conflicto de Wounded Knee comenzó siendo una acción de ocupación de una casa en la Reserva de Pine Ridge en 1973. Duró 72 días y estuvo dirigida por un sector que comenzó a oponerse a la autoridad tribal de la reserva a la que acusaban de llevar adelante un gobierno tribal despótico y personalista. El gobierno de EEUU intervino enviando tropas militares, policías y agentes del FBI y el conflicto comenzó a escalar y profundizó la división política al interior de la reserva. Muchos activistas terminaron muertos durante la acción o en los años posteriores y el FBI estuvo involucrado. Cabe agregar que en este mismo lugar (Wounded Knee, que significa en el idioma Dakota Rodilla Herida) en 1890 hubo una masacre de alrededor de 300 indígenas Hunkpapa de la nación Dakota llevada adelante por un regimiento de la caballería estadounidense. Estos indígenas habían llegado a este lugar escapando de una reserva donde el ejército estadounidense los había encerrado (Chrystos, 1988).

14Ver: https://www.nytimes.com/2014/04/27/magazine/who-killed-anna-mae.html

15Instituto Nacional de Asuntos Indígenas.

5Marilyn Strathern es una antropóloga británica y desarrolló sus investigaciones con grupos indígenas de Papua Nueva Guinea en problemáticas de género.

Nota: Éste artículo corresponde 100% a Mariana D. Gómez

Nota: El comité editorial ejecutivo Juan Scuro, Pilar Uriarte y Victoria Evia aprobó éste artículo

Recibido: 22 de Abril de 2022; Aprobado: 21 de Mayo de 2022

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