Esbozo sobre el culto a San La Muerte en el Nordeste argentino
Breve introducción a la problemática
Expone Eco (2011: 62) que, si el Santo esperaba la muerte con alegría, eso no era compartido por el pueblo pecador, a éstos no se les invitaba a esperar con ansias el momento de la muerte sino a promover su arrepentimiento antes de la Negra llegada. De esta forma las imágenes y la predicación oral recordaban no solo la imposibilidad de librarse de este destino sino también el horror y dolor de las penas infernales que sufriría el no-arrepentido. Esta representación en torno a la muerte que pareciera perderse en el Medioevo, se encontraría aún más olvidada a la luz del presente donde la medicina, la estética, la moda, los modos de alimentación alternativos, entre otras prevenciones se alinean en búsqueda de un objetivo clave: alejar a la muerte, tomando consciencia de Ella ante la muerte del otro.
Aunque por nuestra parte advertimos la presencia de una diseminada comunidad de agentes que se arrogan de admitir una santa relación con Ella, casos en que no sólo la hacen consciente, sino que la incorporan como compañera de viaje en la vida terrenal.
Por ello sería útil interrogarnos ¿es viable una lectura tan lineal, homogeneizadora y universalista? Consideramos que no; del mismo modo que, creemos que, aquellos que creen en la cotidianeidad de la muerte, en su santificación y acción milagrosa desbordan los márgenes de la uniformidad y habilitan nuevos espacios de lucha, lectura e interpretación sobre la relación Hombre-Muerte.
Así, a pesar de anacronismos de traducción o interpretación de la etnología fundadora de los estudios sobre religión, adherimos a las palabras de Morin cuando señala la comprensión de éstos sobre la naturaleza corporal de los muertos “espectros dotados de forma o fantasmas como había observado Tylor, a imagen exacta de los seres vivos, o Spencer cuando con gran discernimiento los nombra como verdaderos dobles” (1999: 142)1. A mucho tiempo transcurrido de esa etnología pensada y construida en base a la búsqueda de los orígenes de las creencias mágico-religiosas de las sociedades “primitivas”, seguimos los rastros del doble a partir de la íntima relación vida/muerte y la de los devotos de la muerte.
En este caso sería pretencioso continuar el camino exploratorio sobre los orígenes de San La Muerte, ya hemos intentado abordar un similar emprendimiento intelectual al indagar sobre la posible mutación del “bultito” de la muerte utilizado en la hechicería guaranítica en Santo de la muerte (Autora, 2002, 2011). Consonancias que nos inducen a actualizar, en tiempos de la postmodernidad, espacios transformados, prácticas venerables y relaciones profundamente místicas con el doble. Eliade (1997:47) recuerda que los acontecimientos históricos no se conservan nítidos en la memoria de los pueblos, y “su recuerdo sólo enciende la imaginación poética en la medida en que ese momento histórico se acerque más al modelo mítico”.
Modelo que, a la manera del bricoleur, recrea estampas sincréticas2 (guaranítico, jesuita, catolicismo popular) de lo que fue y sigue siendo a través del tiempo, en sus múltiples nombramientos: San La Muerte, San Esqueleto, el Santo de La Buena Muerte, el Abogado, el Paje, el Santo de la Paciencia, el Flaquito; es el mismo, pero la razón del nombre resulta ser de un acuerdo entre posiciones y relaciones que los devotos, guardianes o creyentes supieron estrechar con el mundo sagrado. La morfología y la materia que lo sostiene, de hueso humano o animal, de palo Santo u otras especies vegetales, de plástico, de bala u otros metales, acarrean historias antiguas y en el presente cotidiano son admitidas por quienes lo adoptan como su compañero de vida y pretendiente para las buenas y malas rutinas de lo cotidiano.
Es un Santo que “todo lo puede”, el poder que se le otorga representa nada más y nada menos que aquel que encarna y “decide” el fin de la vida. Pero admitamos el poder concedido al venerado, es y representa la muerte, frente a esa instancia la compensación es la creación de una relación dialéctica y constantemente renovada ante el rechazo del misterio, quizá de ahí la simbología manifiesta que entrelaza a la materia-muerte y su sacralización. Disposición devocional que nos permite observar que el estado3pasional de fe no es privativo de unos u otros. Es evocado en comunidad donde la singularidad se funde en el plural, como ha señalado Durkheim (1995: 214) respecto al sentimiento que la fuerza religiosa inspira a los miembros de la comunidad, proyectado fuera de las conciencias que lo experimentan y por lo cual es objetivado. Siguiendo con las ideas del autor, podríamos señalar que la fuerza del emblema (referida al tótem), aunque para nosotros es el símbolo y su representación “La Muerte”, sirve para elaborar sentimientos, siendo él mismo uno de sus elementos constitutivos (Durkheim, 1995: 216).
La esfera de creencia y veneración al Santo de la Muerte se dirime en un campo de relaciones en el que las prácticas socio religiosas deben ser vistas desde una óptica cronotópica transversal, de confluencias y simultaneidades entre Santos y devotos. Todo ello podría ser interpretado como una “experiencia religiosa ordinaria como un conjunto completo de comportamientos, ritos, concepciones, vivencias, representaciones sociales y símbolos de carácter religioso que en un marco concreto -espacial y temporalmente- sustentan unos individuos también concretos” (Prat, 1983: 63).
Ese todo complejo de la experiencia religiosa ordinaria resulta el punto de partida de interpretación de la cosmogonía en torno a la Muerte venerada. Ella se muestra, se exhibe multifacética, con variados estilos desbordados de significados que al lego pueden parecer encriptados. Hay símbolos dominantes, el Santo como unidad que conserva y proyecta la estructura específica en un contexto ritual (Turner, 1999: 21), las pautas en ese contexto no siempre son uniformes en sus cumplimientos, en el tiempo en que el Santo se hace público, se ven improvisaciones que pueden resignificar los modos de acercamiento al Santo por parte de los devotos.
Decíamos anteriormente que las prácticas socio religiosas de esta peculiar creencia se registra en espacios y tiempos disimiles, en tanto que las confluencias y simultaneidades entre Santos y devotos poseen su interpretación según herencia social, familiar y de procedencia. Datos que nos aproximan a la filogenia del culto y la creencia, asociándolos a transformaciones actuales adoptadas y adaptadas al entorno en el que se reproducen (estilos y estéticas de acuerdo a saberes concebidos y espacios comunitarios de pertenencia).
Atendiendo a estas diferenciales esferas significantes y de sentidos nos planteamos como objetivo indagar en algunas de las formas más generales de relacionamiento entre el devoto y el Santo en el Nordeste argentino recortando para este caso las Provincias de Misiones, Corrientes, Chaco y Formosa; aspectos que exponemos a continuación.
Metodología
Retomamos básicamente aspectos teórico-metodológicos de la Antropología y la Semiótica. Esta diversidad de enfoques y de estrategias ha nutrido la información recibida de diferentes fuentes. De esta forma analizamos un mismo “caso” desde una riquísima complementación teórico-metodológica. En consecuencia, se abordaron aspectos de lo cognoscible y lo concebible por los sujetos (re)abriendo las relaciones constitutivas de los sentidos. En este proceso resaltamos la relevancia de la extraposición/exotopía como un momento metodológico relevante que permite, luego de reconocer a la manifestación bajo estudio, volver al propio lugar y otorgarle un “´excedente de sentido´, aquél que viene de la conciencia presente que dialogiza al objeto” (Aran, 2006: 120)
Sobre los aportes del método etnográfico señalamos, parafraseando a Contepomi (2001), que el estudio etnográfico proporcionó las líneas directrices y las principales herramientas metodológicas para abordar y recuperar la hetero ge nei dad de prácticas, relaciones, creencias, saberes y conocimientos.
Según Malinowski (1986: 34) “aprendemos mu cho de la estructura de la so ciedad, pero no podemos percibir ni imaginar las realidades de la vida humana” si no se reco nocen las prácticas y los comportamientos concretos. Asimismo no fue suficiente considerar la estructura social y cultural, además se incluyeron las interpretaciones que los sujetos dan a sus prácticas y costum bres, a saber: las formas de pensar y de sentir, esto es, de percibir, apreciar y mirar el mundo. Del mismo modo, siguiendo los aportes de Turner (1980), consideramos que junto a las interpretaciones ofrecidas por los sujetos fue necesario reconstruir los contextos significantes; sosteniendo que es indispensable colocar las prácticas y los discursos en el marco de su propio campo significante. El conocimiento en pro fundidad de una secuencia de eventos particulares permitió reconstruir la signifi ca ción, dado que las rela ciones so ciales están mediatizadas por significados socialmente construidos y, por lo tanto, comunes a los sujetos que participan del mismo contexto o grupo social.
El archivo se construyó entre los años 2010 y 2018 puntualizando en la descripción socio-histórica y al presente etnográfico sobre la base de: confección de diarios y notas de campo, análisis de fuentes literarias, folklóricas, artísticas, musicales y archivos familiares, registros fotográficos y fílmicos digitales: de los años 2010 al 2018. Puntualizando en espacios/lugares/prácticas/sujetos/roles, entrevistas realizadas a interlocutores clave. Se trabajó sobre la base de tópicos conversacionales instrumentando la entrevista etnográfica considerando que “los universos culturales (…( son por definición metodológica desconocidos de antemano por el investigador” (Guber, 1991: 313) y que la no directividad permite acceder y recuperar las formas de sentir, pensar, percibir y jerarquizar el mundo de los actores, y observaciones con diferentes grados de participación centradas en: a-los contextos significantes de las prácticas. b- los espacios y lugares específicos de realización de las prácticas: contextos privados-domésticos y públicos, por ejemplo, fechas representativas, celebraciones religiosas, etc.
Relaciones entre el angelito (niño difunto) y el santito (San La Muerte)
“(…( No me bendijo chamigo
El pai mi Kurundú Voy a prenderle catú Unas velas en mi altar. Me lo talló Don Calí En el hueso de un difunto y con el co yo ando junto Yo con él me siento fuerte Mi santito poderoso Que le llaman San La Muerte (…(”
(Fragmento de “San La Muerte”. Chamamé de Antonio Tarragó Ros)
Uno de los aspectos que deseamos señalar tiene que ver con las relaciones identificadas entre dos imágenes de la religiosidad de la región, a saber: San La Muerte y el angelito. El angelito es concebido como el niño que fallece a corta edad; que ha sido librado del pecado original por medio del bautizo oficial o bien por “agua del socorro” y que al no poseer pecados regresa al Cielo junto a Dios. De esta forma tendremos ángeles bebés 0 a 5 años, ángeles loros 5 a 7 años (siendo aquellos que manejan el lenguaje articulado, pero no pueden discernir entre si dicen cosas malas o buenas) o bien ángeles niños 8 a 11 años en los varones y hasta 12 en las niñas. Actualmente, en el imaginario popular, esa última franja de edad ya no es comúnmente referenciada, siendo identificada en algunas comunidades rurales del interior del Paraguay.
De este modo, luego de la muerte del niño, se desencadenan un complejo abanico de prácticas que hemos descripto en Bondar (2011, 2012a, 2012b). Así, es creencia generalizada que desde el momento de la muerte del niño la familia y los deudos cuentan con un angelito en el Cielo quien velará por su cuidado y prosperidad, del mismo modo los dolientes podrán pedir por su protección. Esta cualidad de protector lo hace adjudicatario de la categoría de “abogado”; del mismo modo que el San La Muerte lo será para su devoto.
Pero ¿dónde encontramos la con-vivencia de estas imágenes regionales más allá de la denominación de “abogado”? Es justamente en la eficacia talismánica que otorga al San La Muerte el hecho de haber sido tallado en el hueso de un angelito. Narran algunos informantes que no sólo el hueso del angelito poseería esta fuerza talismánica, sino además su dedo meñique que debe ser extraído en el contexto ritual del velorio mediando un “mordisco” del interesado/a o santero/a. Este dedo, guardado celosamente, será un poderoso kurundu4. Sobre ello señala Galeano Olivera (2012: s/d) que:
El dedo meñique del angelito sirve de amuleto (kurundu). Existe una tradición muy particular que consiste en cortarle el dedo meñique al angelito y usarlo como “abogado”. Para ese efecto, se práctica un corte preferentemente en la parte superior del brazo y se incrusta el dedito del angelito; que, hablando mal y pronto, “blindará” a su portador de todo lo malo, hasta de la muerte. Existen muchas historias o casos que cuentan que quien porta el dedito del angelito no podrá morir mientras no se le extirpe el “abogado” o sea el dedito.
En el caso del uso del hueso del angelito podemos señalar que las tallas de la imaginería del San La Muerte suelen realizarse en la clavícula o del cráneo del angelito (siendo unas de las pocas piezas óseas que se conservan en el tiempo debido a la corta edad del niño). Sobre el caso señala Romero que “debe tenerse en cuenta muy especialmente si es hueso humano que sea de ‛niño varón u hombre de averías” (en Miranda Borelli, 1977: 101), o como exponen Jijena y Alposta (1992) puede ser de hueso humano (falange de niño muerto después del bautismo). Otro de los registros que ubica al hueso de la “criatura” contra la protección de los males la hallamos en las declaraciones de Mathias Mendoza citadas por Wilde (2009: 248):
se le interrogó a propósito de lo que se le había encontrado en la casa: un mate y una ´cajeta de aspa` con varios ingredientes conteniendo un hueso de ´pierna de criatura` y dos cascabeles de víbora. Mendoza dijo que el hueso lo había recibido de su compañero Don Esteban Sayai ´para que todos le quisiesen bien, y nada le tuviese entre ojos`
El uso de este hueso como protector queda afirmado en la declaración de Sayai (SM Loreto (;1777-1781);, en Wilde, 2009) quien señala que luego de obtener el hueso de una criatura muerta (que estaba siendo devorada por un perro), lo asó y envolvió en una hoja de árbol, guardándolo y amarrándolo a la camisa que llevaba puesta.
Podemos observar cómo la cualidad de pureza propia del angelito-criatura lo hace partícipe de un complejo circuito de sacralización popular donde las partes de su cuerpo, sea el dedo meñique o el hueso (la reliquia)5, serán usados como paje de gran eficacia contra diversos altercados que pudiera transitar el portador.
Cabe resaltar que la imagen del santero/a que extrae el dedo del angelito del contexto ritual ha sido parte de la narración de una informante, empero consideramos que esta particularidad se pierde en el arcaísmo de algunas expresiones folklóricas de la región. Por el contrario, la talla en el hueso del angelito, resulta vigente y practicada por los talladores del San La Muerte quienes guardan suspicazmente algunos de los pasos rituales que permiten consagrarlo para este fin, consiguiendo los huesos -básicamente- de la mano de los encargados de los Cementerios, por medio de estudiantes de la Carrera de Medicina o sustrayéndolos de las tumbas abandonadas y abiertas en los Cementerios Públicos.
El cuerpo como altar y ofrenda
En este apartado exponemos dos de las formas que nos permiten vislumbrar con más claridad la complejidad de los modos de relación y configuración de las vivencias que se tejen entre los devotos y el San La Muerte. Para ello recortamos, de la información recolectada en el trabajo de campo, las experiencias de la incrustación y el tatuaje que consideramos nos hablan de una forma muy particular donde el cuerpo resulta la encarnación de fe-devoción-entrega-consagración.
Aclaramos que estas situaciones no son observables en todos los devotos, optamos por resaltarlas no por su exotismo sino porque es una práctica de singular posesión y relación con el doble. La incrustación ha padecido el mal de haber sido vista como un arcaísmo, en tanto que el tatuaje de la imagen del San La Muerte puesto en el mismo costal de las “modas” iconográficas respecto a estos usos.
En base a las relaciones establecidas con devotos, hemos advertido que la incrustación como el tatuaje posicionan al devoto en una forma diferencial de ser y relacionarse en / y / con el mundo. Podríamos señalar que el cuerpo incrustado y/o tatuado resulta un embodiment de fe. Atendiendo a la complejidad del término embodiment, lo comprendemos como la encarnación, la corporificación que se distancia del cuerpo como una mera entidad biológica (Csordas, 2010: 83)6. Noción que nos permite interpretar los casos analizados como “sujetos del objeto” que adquiere una entidad sacralizada en el hábitat del cuerpo de los devotos al estilo del embodiment de fe.
La práctica de la incrustación
Entendemos por “incrustación” a la práctica ritualizada (de Fe) donde intervienen el santero-incrustador y el devoto; por medio de una pequeña escisión en la piel del devoto el santero “incrusta” una talla que no supera los 10 milímetros, talla plana que puede estar confeccionada en hueso, plomo u oro atendiendo a las referencias de los informantes. Así, también hemos registrado situaciones de auto-incrustación sin intervención de terceros, teniendo lugar en los casos de santeros reconocidos y especializados en la práctica.
La incrustación es definida por Miranda Borelli (1977) como una variante del culto privado-personal. Expone que “con una operación, se introduce debajo de la piel una talla pequeña de ese Santo, adquiriendo en tal caso los caracteres de un payé” (87). Del mismo modo señalan Jijena y Alposta (1992: s/d) que “una singular característica mágica de este "payé", la constituye el hecho frecuente, de que su dueño lo lleva incrustado bajo la piel, mediante una pequeña intervención”.
Por su parte López Breard (2004: 172- segunda columna) cuando refiere al San La Muerte como Kurundu resalta “llevase comúnmente pendiente del cuello, en una bolsita (…) hasta debajo de la piel, por incisiones hechas ex profeso”
De esta forma son variados los registros que remiten a esta particular forma de relación con el Santo; agrega Miranda Borelli (1977: 87) que
Pato Piola, conocido delincuente que se evadió muchas veces de la Policía del Chaco, tenía un San La Muerte incrustado debajo de la piel y que “fue necesario sacárselo para que pudiera morir”. Según declaraciones verbales… efectivamente los enfermeros le sacaron, al hacer la autopsia, un bultito que tenía debajo de la piel
La cita precedente identifica una facultad que le es atribuida al incrustado. Llevar el Santo debajo de la piel posibilita que el devoto esté protegido ante las situaciones de muerte, que pueda “esquivar” las balaceras (Ramallo, 2009), que salga airoso de los enredos o que el proceso de muerte se prolongue si no se le extirpa la imagen. Según un conocido santero y tallador de la Provincia de Corrientes la talla suele salir expulsada “limpita” cuando llega el momento de la muerte (situación observable también en los casos en que el Santo rechaza al devoto).
Del mismo modo Ambrosetti (1947) expone que la inserción del San La Muerte bajo la piel torna invulnerable al portador, invulnerable ante las heridas de bala o armas blancas. Sobre esta facultad de burlar a las situaciones muerte, o de prolongar la agonía, se reconoce en Corrientes el caso del Gaucho Aparicio Altamirano, se narra que poseía un San La Muerte incrustado que tuvo que ser extraído para que pudiera morir.
Claro está que el proceso de incrustación requiere de la talla de la imagen que ha de ser incrustada, nos referiremos brevemente a la preparación que debe tener esa imagen a ser incrustada7.
De esta forma podemos identificar una doble instancia de preparación de la imaginería para incrustación: una vinculada a la esterilización de la pieza tallada con una finalidad y explicación más práctica, y otra del orden de lo sobrenatural-simbólico que implica la intervención ritual del santero, la elección y preparación de la zona designada a la incrustación.
La primera tiene que ver con esterilizar la pieza, con más razón si ha sido confeccionada en hueso de un difunto. El santero, que en los casos registrados sólo incrusta imágenes de su propia autoría, dispone de las pequeñas reliquias en un frasquito con alcohol etílico sumergidas por varias semanas; ante el interrogante sobre esta instancia la respuesta ha sido meramente práctica: “para que se desinfecten”. En la imagen subsiguiente podemos apreciar “los santitos” sumergidos, uno de ellos reposa sobre una moneda de 10 centavos dándonos idea de su tamaño.
La segunda instancia de preparación incluye la bendición con la que debe contar la talla y la identificación del lugar del cuerpo en el cual será incorporada. Señala un informante que el hueso debe disponer de seis bautizos, percibiéndose la ausencia de alguno de ellos al no dejarse manipular con facilidad o al tener aromas desagradables, así habrá huesos de finados perfumados y otros katingudos (dependiendo no solo de la ausencia de los bautizos sino además del tipo de vida que ha llevado el difunto). Ante esta controversia el material debe someterse a una “limpieza” velando el hueso utilizando perfumes, esencias y oraciones.
En lo que respecta al lugar del cuerpo asignado a la incrustación pudimos percibir que en muchos casos se corresponden no solo con los “usos” que se le darán al Santo, sino también con promesas en nombre propio o de otros allegados o familiares. De este modo el incrustador realizará una suerte de entrevista al devoto con la finalidad de identificar el “lugar más acertado” para la práctica según sus intereses. Este proceso incluye consultas relacionadas al “para qué se requiere la incrustación”, dependiendo de la respuesta la instrumentación de la misma. Así se identifican aquellos que lo hacen en nombre de un familiar que ha obtenido un favor o se ha aliviado de una dolencia, aquellos que desean protección por el tipo de actividad laboral riesgosas (milicias, boxeadores), o bien los que consideran la incrustación como una de las acciones de fe más elevada, significativa y consagrada.
Habiendo identificado el lugar ideal para la incrustación el santero realiza la bendición del bultito, esteriliza la piel y, “en nombre del Santo” más la persignación en nombre de Dios y otras oraciones susurradas en vos muy baja, realiza una pequeña escisión de dos centímetros aproximadamente donde introduce la talla, luego sutura con dos o tres puntos. El Santo ya está incrustado, en los próximos días se velará por la evolución de la incrustación, no solamente por el cuidado de la herida sino para poder percibir si el Santo ha aceptado a este devoto, de lo contrario “saldrá expulsado”.
Derivaciones de la incrustación a otras devociones
Las derivaciones del acto de incrustación tienen que ver con situaciones en las que los devotos de otros Santos, Santas o Vírgenes retoman esta práctica ritualizada. Reconocemos dos de las variantes más populares, aquellos devotos que teniendo un San La Muerte incrustado deciden acompañarlo con la imagen de Santa Catalina, y aquellos que se incrustan otros Santos o Vírgenes como la de Itatí.
La primera variante se encuentra claramente ilustrada en Miranda Borelli quien retoma el caso de Pato Piola para ejemplificar cuáles son las imágenes relacionadas al San La Muerte. Resalta que este personaje tenía debajo de la piel dos imágenes “un San La Muerte y una Santa Catalina, y que al sacárselo pudo morir tranquilo” (1977: 94). Esta situación descripta por el autor a fines de la década del `70 del siglo XX la hemos podido corroborar en el presente etnográfico cuando un santero entrevistado exhibió una pequeña talla de Santa Catalina confeccionada en hueso humano, la que sería incrustada a un devoto de San La Muerte. Cabe señalar que si bien otros Santos acompañan “al santito”, como San Alejo, San Baltazar, San Son, el Gaucho Gil8, las incrustaciones más difundidas son las de Santa Catalina.
Sobre la segunda variante claro es el ejemplo de la incrustación pública realizada en el marco de la propuesta “Recorridos descentrados. Mitos y Sincretismos. Exuberancia, voluptuosidad, desbordes y adoraciones poéticas. Barroco argento contemporáneo” (del 2 de mayo al 2 de junio de 2013) organizado por el Fondo Nacional de las Artes en la Ciudad de Buenos Aires (Argentina). En esta muestra han participado artistas argentinos incluyendo a un reconocido santero tallador de la provincia de Corrientes que reside actualmente en la Ciudad de Rosario, Santa Fe.
En la inauguración de esta muestra se montó una performance donde el santero mencionado incrustó una talla de la Virgen de Itatí, confeccionada en hueso humano, en el pecho de una artista correntina. Sobre lo acontecido señaló: “Aquiles Copini me incrusta vírgenes en el pecho. A manera de Matiuska correntina las contengo, y a cada una, le voy a pedir un don del Espíritu Santo” (en folleto ilustrativo de la muestra)
La piel como lienzo: los tatuajes
Estamos ante un trabajo que consiste en ver cómo transmigra un objeto Santo del hueso al cuerpo, del palo Santo a la piel(…( Hay que ver el tatuaje como una remota forma de suplicio, que lleva en sí misma su seña de protección. El tatuaje protege y conmemora, sobre la base de que hay un daño que se apartó para siempre si consigo ponerlo penitencialmente sobre mí (González, 2005: s/p)
Como hemos observado las relaciones que se construyen entre el devoto y San La Muerte son diversas, pero al mismo tiempo recurrentes y variables a través del tiempo y los espacios. Así, otra de las formas que identificamos en el campo de estas relaciones resulta el uso del tatuaje; esta dimensión iconográfica vinculada a San La Muerte no ha sido muy trabajada en los materiales a los que hemos podido acceder. Como trabajo representativo podemos citar el de Almirón (2005) quien expone un registro exhaustivo de los tatuajes de los devotos del Santo en la penitenciaría de Corrientes, junto a González (2005) quien aborda la misma problemática. Sobre ello señala Insaurralde (2005: s/p) que “en el caso de San La Muerte, el tatuaje adquiere una original dimensión mística al grabar definitivamente en el cuerpo una imagen que evidencia la comprometida idolatría en que se manifiesta absoluta convicción y lealtad”.
Nuestras experiencias de campo nos han llevado al contacto con variadas formas de representar al San La Muerte. Los tatuajes de los fieles adoptan una estética que nos remite a una imagen de la muerte similar a la parca greco-romana entrelazada a una imaginería del barroco popular americano. Estas imágenes de San La Muerte, punzadas en el cuerpo, podrían remitirnos claramente a la presencia cotidiana, naturalizada de un acto de fe que trasgrede los ortodoxos límites entre espacios sagrados y profanos. Del mismo modo nos inscribe en una particular relación privada con el Santo, una expresión del campo íntimo de las relaciones con lo sobrenatural; coincidiendo con lo expuesto por Insaurralde (2005: s/p):
se puede afirmar que, si bien el culto a través del tatuaje implica cierta intimidad por la privacidad y marca una relación personal con el Santo, al mismo tiempo adquiere trascendencia desde el momento en que la grafía toma estado público desde la exterioridad y una observación consensuada. De esta manera, el tributo concebido desde el cuerpo mismo se convierte en alegoría de la fe pero primordialmente en elemento de prédica, ya que es un recurso de afirmación y reconocimiento de lo que se profesa
No es irrelevante que el devoto decida imprimir en su cuerpo, en tamaños significativos, la vigencia de lo inexorable: la presencia potencial de La Muerte. La diferencia que podemos advertir entre las imágenes de los altares y los tatuajes radica en que los últimos gozan de una presentación espectacular, donde el Santo es puesto en una performance de triunfador, vencedor, pisando cráneos, con guadañas sangrantes, rodeado de ánimas, así también entre tumbas.
Estas representaciones iconográficas son incorporadas por sus portadores como la reafirmación de la fe a y con “el que todo lo puede”. Visiones que pareciera invitarnos a refrescar la arcaica composición de la Danza de la Muerte nacida en el siglo XIV luego de la peste negra; una danza que no buscaba aterrorizar, sino familiarizar con lo inapelable. Representada en cementerios y lugares sagrados mostraba como jóvenes, ancianos, dirigentes, religiosos, empresarios, ricos y pobres bailaban conducidos por esqueletos y celebraban la caducidad de la vida; allanando el camino hacia donde todos serán iguales sin distinción de credo, ideología o posición social.
Del mismo modo los tatuajes observados parecieran ubicar al cuerpo como inseparable de la actividad creadora señalada por Lévinas (1993), en relación a la obra de Merleau-Ponty. De esta forma, parafraseando a Escribano, nos permitimos ver en los devotos un cuerpo viviente y actuante, un cuerpo gestual, cercano a la palabra y al arte por su valor expresivo, comunicativo y simbólico.
Damos cuenta de que el cuerpo tatuado, el devoto sangrado, permite que el cuerpo fisiológico trasmute a cuerpo sígnico (Finol, 2009). De aquí que el cuerpo resulte la carta de presentación y de identificación como Ser en el mundo. Esta expresión halla sustento en la acción de los entrevistados quienes, recurrentemente habiendo tomado confianza, hacían notar la necesidad de exhibir sus tatuajes con el objetivo de exponer una integridad de fe llevada a la máxima expresión, un cuerpo dotado de memoria e historia, una memoria e historia que parecieran iniciar con la inclusión del Santo en sus vidas. Desde este punto de vista, retomando a Finol (2009), el cuerpo crea, organiza y transmite mensajes que van de la pragmática a la estética y a lo simbólico.
De esta forma el tatuaje del Santo, y en nombre del Santo, como ofrenda, no condena al cuerpo, no lo excluye ni lo margina, por el contrario lo pondera y re-presentan ante los demás un altar móvil, como testimonio de fe vital, el San La Muerte tatuado no sólo a sangrado, sino que además desde ese momento forma parte de la piel del devoto donde sus cartílagos son también del Santo.
¿Podría el Santo tatuado ser anticipatorio de la condición irrecusable, lo inexorable que referíamos con anterioridad? ¿O bien un altar de carne y hueso donde se expone las formas más sensibles de la fe? Sea cual fuere la respuesta queda claro que estamos muy lejos de un cuerpo condenado por apócrifo, pero muy cercanos a un cuerpo co-habitado por un tipo de fe muchas veces condenado. Como expone Merleau- Ponty (1976: 5) nuestros cuerpos no son sólo el lugar desde el cual llegamos a experimentar el mundo, sino que a través de ellos alcanzamos a ser vistos en él.
Prácticas celebratorias y festivas
La ritualización de San La Muerte nos remite a diversas prácticas y estados temporo espaciales, los registrados para el presente artículo corresponden a modalidades diversas como los cultos comunitarios, singulares o familiares.
La representación cromática en los altares suele encarnar el rojo blanco, el azul celeste y blanco, el rojo junto al negro; colores que se proyectan en ornamentos que a su vez dejan reconocer tipos de posiciones entre el creyente y el Santo. De la misma manera cuando altares y rituales son privados requieren de cuidados y ajuares específicos, acordes a la pertenencia del devoto: a una determinada filogenia de transmisión de la creencia9.
Entendemos que el culto requiere de prácticas atendiendo al ritual definido por Turner (1980:2) como “conducta formal prescrita en ocasiones no dominadas por la rutina tecnológica y relacionada con la creencia en seres o fuerzas místicas”. Al mismo tiempo observado como el espacio de la celebración y la representación del tiempo mítico en y donde se produce el íntimo contacto entre devotos y Santo. Prácticas que si bien se desenvuelven desde una conducta formal -como requiere cualquier Santo-, la performance se constituye con un esteticismo variable, desbordado en el mismo instante en que se pone en escena el ritual de San La Muerte.
En alteres familiares, en los que el Santo pasa a participar como un miembro más del hogar10, los rituales diarios se realizan a través de oraciones, ofrendas, y hasta conversaciones mantenidas con Él en cualquier oportunidad que se presente. En ocasiones las relaciones entre guardianes y Santo, puede ir de la súplica a una exigente interpelación:
te imaginas que con una hermana enferma de cáncer, ya estaba en las últimas pobrecita, y ese día yo estaba mal y pasé frente a este altarcito y le dije enojado al santito ¡qué estás haciendo que no ayudas, no te das cuenta que se muere tenés que hacer algo por ella! (Hombre 56 años, Posadas 2013).
Estilos de relacionamientos que sintetizan la familiaridad mantenida con el Santo, llevada al extremo de su consideración como una “entidad” vivida en sus cotidianos encuentros. En ciertos casos y casas, los altares se encuentran clausurados para las visitas externas a familiares, pero, como señalamos anteriormente esta no es la regla. Ubicamos altares dentro y fuera de las casas, también algunos que se abren únicamente para la fecha de aniversario del Santo en cuyos casos los rituales se realizan en honor a su aniversario.
Una de las guardianas, visitada hace ya una década, mantenía en su centro doméstico un altar de buen porte al que sólo ella asistía atendiendo al Santo en sus requerimientos, durante todo el año hasta el día del aniversario, en este caso el 15 de agosto. En otro caso similar, en el que el aniversario es el día 13 de agosto, la cuidadora del Santo explica:
El debe quedar oculto hasta que llegue su día, a él no le gusta que lo molesten por cualquier cosa. La gente viene acá, escribe su pedido y yo se lo transmito, porque yo sí puedo verlo en cualquier momento, entonces si le cumplen vienen en su día a traerle lo prometido. Yo no puedo dejar de cumplir con lo prometido, yo marco las reglas en mi altar y así continuo con mi rito que sólo es así para preservarlo a él, además en mi casa siempre fue así (cita de entrevista en Krautstofl, E.M., 2002: 156).
He aquí un caso específico en el que es posible observar, nada más que en diez años, la transformación del espacio de culto, su altar se convirtió en una capilla/oratorio; su rito en una festividad que convoca a cientos y cientos de creyentes del Santo; su casa en el Campo San La Muerte en un predio de 4 hectáreas., y su guardiana afirma ocupar el lugar de Señora de La Muerte.
De los casos mencionados y otros observados anteriormente (rituales de incrustación y tatuajes) es posible interpretar que las concepciones sobre la veneración, la tenencia, los cuidados, y otras obligaciones con el Santo en altares públicos o privados (también como en los cuerpos de devotos), difieren en aspectos no sólo formales sino también en el dominio sobre las esferas de las significaciones, y el símbolo. Cada espacio de culto y de rito que se presenta de forma pública, representa un axis mundi en el que el estado pasional de fe de los devotos revive la experiencia de la communitas actualizando su entrega al Santo sin vacilaciones. El escenario del ritual - flores, velas encendidas, bailes, comidas, bebidas, rezos, cantos, alabanzas, el estar juntos, el intercambio y la reciprocidad- no deja resquicios para la incertidumbre. En la agitación del día del homenajeado alguien que los protege ante todo y frente a todo, los devotos refuerzan sus agradecimientos por las promesas cumplidas.
De este modo, la promesa cumplida y festejada en la ceremonia ritual, mantiene encendida la relación y la estrechez entre Santo y devotos, hecho social total que incide en la prosecución de la creencia. Es el espacio de la ofrenda y el intercambio, el juramento solemne de entrega que limita entre lo impredecible y lo implacable; “si no le cumplís te puede matar”, “si no le das te puede quitar”. Relación motivada por el papel del encantamiento propiamente dicho (Lévi Strauss, 1997: 222). Idea que nos permitiría observar cómo el tributo simbólico puesto en el Santo de La Muerte concentra no sólo una relación de fuerza, sino además una relación de sentido sin el cual esa fuerza no significaría.
A modo de cierre
Las breves lecturas esbozadas en torno a una parcialidad del universo de los devotos y el Santo han pretendido promover la deconstrucción, de la mano de un conocimiento situado, de postulados que pretenden dividir la vida humana en polaridades inconmensurables o estrictas divisiones entre espacios ordinarios y extraordinarios (Autor, 2012c). Sin negar esta particularidad humana, sugerimos que en determinados hemisferios de sentido esa distinción no es tajante, manifiesta u obvia. Escindir de la vida cotidiana las relaciones con el Santo, su memoria, historia y significación reduce, si no niega, la complejidad holística de la vida.
El Santo no está guardado en un cubículo que es visitado en determinados días en los que la mediación con lo sagrado se enviste de pasos inviolables. Al contrario, el Santo es cotidiano y es el “Santo de”, tal como sucede en las diversas manifestaciones de fe sin distinciones entre prácticas de religiosidades oficiales o “paganas”. La categoría de creyentes alineados al mundo mágico-religioso, demuestran en sus quehaceres cotidianos una conciencia práctica y discursiva que entraña y convoca al poder sobrenatural para los mínimos requerimientos de sus vidas cotidianas. ¡Hay ...ángel de la guarda no me desampares….; ¡San Antonio encuéntrame un novio…; ¡San La Muerte vela, protege la vida de mi niño… ; ¿recurrencias “paganas”? ¿Supersticiones, supervivencias del pasado lejano, remoto? Tal vez si pero actualizado día a día en el tiempo de la modernidad tardía.
Las imágenes eternamente fueron la palabra de los que no supieron leer, así, nos contaba Zini (en Autora, 2002) la estrategia utilizada por los Jesuitas en las Misiones para transmitir la enseñanza del credo católico. Obras de teatro, trípticos, pinturas, reliquias, alfarería, tallado, sobre relieves de figuras del repertorio católico, todo ello para la inculcación del dogma. A tanto tiempo transcurrido, similares imaginarios enmarañados conforman la trama de sentidos y significados del vivir y del morir de creyentes de una u otra cosmovisión religiosa.
Serge Gruzinski (1999) propone un tratado interesante sobre el pensamiento mestizo. En particular desarrolla la noción de expansión de las imágenes centroamericanas en un mundo neocolonizado por la saturación de diferentes medios de comunicación. Hacemos revista de sus ideas para reflexionar sobre simbolizaciones de un neomestizaje recreado en el Santo de la Muerte al que no le es ajeno el espacio de filtraciones glocales.
Recordando las ilustraciones precedentes podemos dar cuenta de la convivencia de heteróclitos esquemas de la imaginación religiosa. Del mismo modo las reflexiones sobre el doble nos invitan a percibir la negación del fijismo en planos de la creencia, San La Muerte comparte sus variadas estampas con otros personajes de la imaginería, en otros “soportes” que van más allá de la madera o el hueso. La carne, el cuerpo lo reciben, adoptan y albergan; el Santo debajo y sobre la piel: un nuevo lienzo.
La actualización de los estilos y estéticas de veneración al Santo de La Muerte son visibles no solo en la imaginaría y sus Santos amigos, además en la expansión del espacio corporal, de fronteras abiertas hacia distintos puntos de Latinoamérica compartiendo el viaje con otros sacralizados por decisión popular, en procesiones callejeras, capillas de gran porte, oratorios en los caminos. Estos estilos y estéticas han coaptado elementos que eran propios de otros seres míticos habilitándose una vigencia de mayor exterioridad en el calendario de celebraciones hagiográficas. La noción de neomestizaje que hemos esbozado incluye las variaciones mencionadas que constituyen rasgos de una cosmovisión mágico-religiosa configurada en un proceso filtrado por inclusiones y re-adaptaciones de símbolos que convocan al estado pasional de fe.