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Revista Uruguaya de Antropología y Etnografía

versión impresa ISSN 2393-7068versión On-line ISSN 2393-6886

Rev. urug. Antropología y Etnografía vol.2 no.2 Montevideo dic. 2017

https://doi.org/http://doi.org/10.29112/2.2.9 

Dossier

Encuentro con Marc Augé en Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación - 13 de octubre 17h. Salón de Actos. En el marco de las Jornadas de Investigación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, entre el 11 y 13/10/2017.


Memorias de la ciudad

Digo memorias en plural. Porque no quiero hablar sólo de las múltiples huellas que la historia ha dejado en el espacio urbano con el tiempo, sino también tener en cuenta el hecho de que cada uno de sus habitantes tiene una relación íntima y personal con ese espacio de la ciudad. Tanta gente, tantas memorias y tantos recuerdos.

Las ciudades tienen una memoria que dialoga con la nuestra, la provoca y la despierta. Tienen una memoria histórica: en la concepción moderna de la ciudad, los monumentos se suman a los monumentos, que dan al paisaje su dimensión temporal y el ciudadano se enfrenta todos los días con diferentes pasados que su propio camino encuentra y reinterpreta. Los lugares y monumentos (algunos de los cuales simbolizan metonímicamente la ciudad donde están - como el gran canal en Venecia o la Torre Eiffel en París), los nombres de plazas y calles, las estaciones de metro que los trasplantan en las profundidades del subsuelo, hablan sobre la historia de los seres humanos. Sin embargo cada individuo puede vivir su propia historia en el corazón de la ciudad. A lo largo de sus rutas, de sus paseos, incluso de los caminos que lo llevan a trabajo o de regreso, cada uno puede cruzar sus recuerdos, recordar momentos en los que no tenía la misma edad y su vida social, profesional o personal era diferente. Así se apropia de la historia colectiva. En la ciudad-historia, la ciudad-memoria, se mezclan la gran historia y las historias individuales, que a veces coinciden, como cuando un evento de importancia nacional e internacional (por ejemplo el movimiento de mayo 1968 en Paris, la caída del Muro de Berlín en 1989) ha tomado repentinamente un lugar importante en la memoria de miles de personas. Emmanuel Terray, en su libro Sombras Berlinesas (Paris, Editions Odile Jacob, 1996) hizo un balance de los diversos períodos contrastantes (República de Weimar, Tercer Reich, la RDA, la Alemania unificada) que a veces se han registrado en los mismos lugares o los mismos edificios en el centro de una ciudad cuyas reconstrucciones nuevas hoy desvanecen poco a poco una parte de la memoria. Pero vuelve a trazar al mismo tiempo su propia ruta en la ciudad - producto de lo que Michel de Certeau llamaba "retóricas peatonales" - un viaje que lo lleva, a través de la búsqueda de presencias, testigos todavía casi palpables y en peligro de extinción, a construir su propia memoria de la ciudad, el recuerdo de una estancia de dos años: trozo de vida, experiencia individual que se enriquece y se profundizó mediante la confrontación con la historia de los otros, incluso la "gran historia" .

Nos encontramos con la ciudad como uno se encuentra con una persona. Se reconoce, se pierde de vista, se vuelve a encontrar. Esta segunda dimensión de la ciudad - la ciudad encuentro - tiene dos aspectos complementarios que se interponen entre sí. Si nos encontramos con la ciudad es que ella misma es un lugar de encuentro. No podemos personificarla (como a veces se hace en canciones o poemas) debido al hecho de que es intensamente social, que es un lugar donde viven o pasan miles o millones de personas y donde todas tienen una oportunidad de encontrarse. La ciudad que queremos es aquella en la que todavía se puede hacer un encuentro: un espacio, - en este sentido -, abierto al futuro y al otro.

Ésta es probablemente la razón por la cual existe siempre en nuestro imaginario una complicidad entre el nombre o la cara de un artista o escritor y la forma de la ciudad. Estos artistas y escritores han encontrado la ciudad, donde nos han precedido: Thomas Mann y Marcel Proust en Venecia, Stendhal en Roma o en las ciudades del norte de Italia; son principalmente visitantes ejemplares - visitantes que no llegan a agotar el misterio de la ciudad y así le dan una oportunidad para preservarlo y hacer que siga siendo un espacio de aventura. Fernand Léger, en las cartas a su amiga Suzanne Herman, expresa emoción al descubrir los rascacielos de Nueva York, pero también expresa la simpatía que siente por el lado sucio de Marsella: obviamente encuentra en estos lugares una metáfora de su trabajo, e incluso de sí mismo ("Soy un chico de la clase de Marsella", escribe cómicamente), es decir la expresión de un ideal siempre visible, siempre próximo y siempre en fuga. André Breton no cesa de caminar sobre el Boulevard Bonne Nouvelle y el Boulevard Magenta hacia al momento en el que un día ve surgir a Nadja, es decir, finalmente, una emoción y un libro.

La ciudad no tendría esta fuerza poética, esta capacidad de personificar o simbolizar la reunión si no fuera, desde el principio, el lugar donde se establecen las relaciones, el lugar donde posiblemente, se combinan y eventualmente se afrentan las historias, las clases sociales y los individuos.

Ésta es la razón por la cual los barrios abandonados inspiran un sentimiento de tristeza tal. Lo que han abandonado son los disparadores de memoria que son algunos cruces, algunos cafés, algunas tiendas: todos estos lugares que, ya que simbolizan fuertemente las formas de la vida social, expresan también su muerte siempre posible. Pero los recuerdos humanos se resisten a morir, así los esfuerzos de restauración despiertan la atención de las generaciones más viejas porque ven la oportunidad de encontrar no necesariamente la reproducción exacta de los monumentos o instituciones que faltan, pero nuevas pruebas de vida, un conjunto de puntos de referencia que vuelven a abrir el campo de posibilidades. Un lugar revive no, cuando se reproduce de manera idéntica la cara del pasado - eso no es posible y no tiene sentido, ya que son otras personas que asisten o, cuando son los mismas personas la edad ya ha cambiado - sino cuando se "anima", como se dice, ya que, precisamente, ha reencontrado su capacidad de conjugar de nuevo el espacio y el tiempo, que son la materia prima de la actividad simbólica.

Hace unos años, trabajé sobre el "bistrot" parisino. Me di cuenta de la importancia que algunos bares (bistrots) atribuyen al haber sido frecuentado por escritores y celebridades de finales del siglo XIX o principios del XX. Por lo tanto, en La Closerie des Lilas, donde Lenin jugó al ajedrez, aparecerá una pequeña placa de metal atornillada en la esquina de esa mesa. Algunas placas recuerdan el nombre de autores famosos, como Verlaine o Hemingway. El bar de Les Deux Magots en Internet anuncia que Baudelaire, Verlaine y Rimbaud lo frecuentaban. Algunos bares van más lejos: después de haber cambiado de área han mantenido su nombre, afirmando el pasado ligado al nombre; por lo que la "guía de los mejores brunchs" presenta un local como el café Certa, que describía Aragón en El campesino de París ; sin embargo en ese momento, 1926, el bar ya se había trasladado a la calle de Isly y lo que Aragón ha evocado en detalle es la primera instalación del movimiento Dada, cerca de la Ópera - por eso la guía de los mejores brunchs invita a los lectores a tener allí, erradamente, un "almuerzo histórico". Pero no importan, de hecho, estos errores de detalle. De todas maneras sabemos muy bien que no estamos sentados en la misma mesa que Verlaine o Hemingway en La Closerie des Lilas, pero estas referencias, una vez conocidas y reconocidas, cambian algo en nuestra percepción del espacio.

Se convierte en un espacio-tiempo, un lugar de encuentro para aquellos que, al término de sus esfuerzos hacia la cultura histórica, pueden definirse como uno de los términos, actual y vivo, de la relación virtual con las figuras desaparecidas del pasado. El pasado se hace concreto, por ejemplo, con la mención de las bebidas que hoy en día como ayer pueden ser consumidas y establecer un fuerte vínculo con el pasado, dándole un sabor identificable. Aragón en El campesino de París discurrió largamente sobre la calidad del vino de Oporto que se sirvió en el bar Certa. La permanencia de las sensaciones establece la continuidad entre ayer, hoy y mañana. Montevideo tiene una existencia histórica también por la excelente ginebra que antes se servía en jarras de porcelana y por sus pequeños cafés que pertenecen a su tradición.

El mundo se urbaniza y los dos términos de globalización y urbanización tienden a convertirse en un sinónimo. La gran arquitectura planetaria se desarrolla en todas partes. El color global se sustituye al color local, y hay un riesgo de que algunos se pierdan en un nuevo mundo sin referencias históricas. La arquitectura actual ha realizado grandes logros, pero, en mi opinión, estos éxitos nunca son más brillantes que cuando logran negociar con lo existente y combinar lo radicalmente nuevo con lo que ya estaba, para el enriquecimiento de ambos tiempos. La modernidad según Baudelaire es esencialmente la modernidad urbana que combina los elementos del pasado y los del presente industrial. Desde su buhardilla, el poeta contemplaba París y el paisaje que combinaba las chimeneas de las fábricas y los campanarios de las iglesias antiguas:

"... Tubos, campanarios, esos mástiles de la ciudad

y los grandes cielos que hacen soñar de la eternidad."

La modernidad actual, cuando no se limita a denegar el pasado o a desnaturalizarlo, busca, por su parte, practicar una mezcla de cercanía. Pienso, por ejemplo, en la pirámide vidriada de Pei en el patio cuadrado del Museo del Louvre. En este caso es un juego entre el tiempo y el espacio que está en cuestión y, más específicamente, el juego del espacio con el tiempo en el cual la intervención arquitectónica puede influir. En palabras de Baudelaire nuevamente:

"... la forma de una ciudad

Cambia más rápido por desgracia que el corazón de un mortal..."

Pero la nostalgia, a pesar de sí misma, testifica el vínculo indisoluble entre la sensibilidad humana y la percepción del espacio. El proyecto del Barrio de las Artes (de Montevideo) está inspirado no sólo por el deseo de recordar el pasado a aquellos que lo han visto desaparecer y de hacerlo descubrir a aquellos que no lo han conocido, sino que, me parece más profundamente, nos hace recuperar la conciencia colectiva del enlace simbólico que nos conecta a todos con el espacio en el que cada uno vive. Tiene una dimensión histórica a la vez colectiva y singular. Todo el mundo puede encontrar su camino y descubrir lo que lo conecta con otros. La identidad de cada individuo siempre se construye por medio de negociaciones con la alteridad. En este caso, se proporciona una oportunidad para cada uno de tomar sus marcas en relación con un espacio familiar del cual el proyecto le hace descubrir la riqueza que se le escapaba mientras que lo tenía bajo los ojos, a la manera de « La carta robada » de Edgar A. Poe.

Reflexión final: sobre la Antropología y las Humanidades

La antropología es una disciplina que puede ayudar a comprender las relaciones sutiles entre la imaginación individual y las representaciones colectivas, y al mismo tiempo entre el pasado histórico y sus rastros individuales. De este modo se involucra de una manera difícil, pero crucial, que revive el humanismo que prevaleció, me parece, en la tradición, incluyendo la tradición francesa, de las Humanidades, que comprenden la amplitud de la filosofía.

Al avanzar con la noción de etno-ficción, traté de ser fiel a este ideal, volviendo a conectar con la vena narrativa de los autores del siglo XVIII, como Montesquieu y Voltaire.

Usbek y Cándido (personajes en cada obra, respectivamente), no son solo personajes de novela cuya profundidad psicológica sería admirada. Fueron creados para influir la mirada del lector; el primero revelando las peculiaridades y contradicciones de un país como Francia a los ojos de quien la descubre con ingenuidad; el segundo para resaltar el contraste entre una visión optimista del mundo y las duras realidades del mismo. Así, estos dos autores han logrado destacar las profundas tendencias de un mundo en transformación radical, en vísperas de la Revolución de 1789.

Hoy vivimos en un mundo que está experimentando cambios fundamentales. Estamos asistiendo, con una fascinación ansiosa, a un cambio de escala sin precedentes en la vida humana, a los movimientos de población, a violencias de todo tipo y a crisis políticas que las acompañan. Al mismo tiempo tenemos una percepción casi física de este trastorno; podemos a través de las imágenes de la televisión proyectarnos a la mirada de los cosmonautas que observan el planeta desde sus estaciones espaciales; los proyectos de turismo planetario están muy avanzados y pronto los más audaces y afortunados de los turistas del espacio podrán contemplar las impresionantes curvas de nuestra Tierra vista desde una altura de cien kilómetros.

Ya estamos imaginando ante el calentamiento global y el avance de los océanos, el día en que comencemos a pensar seriamente en la colonización de Marte.

Pero la imaginación se agota rápidamente ante las dimensiones del universo que el creciente conocimiento científico nos permite captar y hacer un balance: la Tierra es parte del sistema solar, pero hay millones de sistemas solares en nuestra galaxia y miles de millones de galaxias en lo que llamamos el universo.

Frente a estas perspectivas vertiginosas, no deberíamos primero «cultivar nuestro jardín», como nos invitó Voltaire? Es decir trabajar por la unidad de derecho y de hecho de la Humanidad, para lograr la conciencia compartida de los desafíos de la vida en la Tierra - y me refiero tanto a los asuntos materiales como a las cuestiones intelectuales-. En otras palabras, la globalización nos obliga a comprender que nuestro lenguaje refleja la realidad cuando hablamos de las más espectaculares conquistas tecnocientíficas, «El hombre caminó sobre la luna» hemos dicho y pensado cuando vimos por primera vez a Armstrong caminando sobre la luna, y no dijimos: «un norteamericano caminó sobre la luna».

El ser humano vive en el espacio y el tiempo, constituyentes simbólicos de sus percepciones y lenguaje. La relación con los demás es constitutiva de su identidad individual. La antropología ha demostrado todo esto, pero argumenta en paralelo que el individuo lo es plenamente, solo si logra entender su relación con la Humanidad genérica. De las tres dimensiones del ser humano, la dimensión genérica es la que permite a la dimensión individual escapar a una única determinación cultural.

La cultura da un significado inmediato a las relaciones sociales; incluso puede colocarlas en el espacio mediante la imposición de normas de residencia. Pero solo la dimensión genérica, cuando se manifiesta, corresponde a la libertad del individuo. El progreso para la Humanidad requiere de la liberación real en cada individuo, de su conciencia de ser humano, de la misma manera que cualquier otro. En este punto tenemos que invertir la fórmula de A. Rimbaud, de la que Lacan hizo eco, y admitir que si «yo es un otro» el Otro, cualquier otro, independientemente de su sexo y origen, es un Yo. La conciencia de la Humanidad genérica presente en cada individuo humano fue tomada por Víctor Hugo en su prefacio a Las Contemplaciones. El poeta habla de sí mismo, habla de otros hombres: «Ah, loco! que crees que yo no soy tú!».

Volviendo a la noción de etno-ficción vemos que es del individuo de lo que se trata, pero del individuo-lector, a quien el autor (el antropólogo en este caso) trata de hacer sensible a las preguntas que plantea y a las respuestas que trata de ofrecer; el uso de elementos de ficción puede tener varias razones y objetivos diversos. Algunas escenas a las que un antropólogo puede enfrentarse, son tan sorprendentes y perturbadoras que solo una narrativa-ficción puede parecer capaz de proporcionar un equivalente para el lector que venga. En la década de 1990, Taussig, el etnólogo australiano que conocí en Mount Sorte en Venezuela, me contó que durante una noche fabulosa, una multitud de participantes se dispersó en los altares anidados en mil rincones del bosque para ser poseídos por espíritus tradicionales o históricos, entre quienes se encontraba el propio Bolívar. De manera más general, el uso de la ficción como tal o de la narrativa personal (cuando el autor dice «yo») puede funcionar como una captura a los testigos, un poco en el estilo de Víctor Hugo.

Por último, el antropólogo puede encontrar en la ficción una forma de responder a preguntas que a veces se hacen sobre el futuro del mundo, preguntas para las que no hay respuesta asegurada o demostrable, pero sobre las cuales puede expresarse una firme creencia. Es así que creo que el drama de la época contemporánea es que nos condena a realizar una utopía, la utopía de la educación, si se quiere alejar la doble amenaza de una creciente desigualdad entre individuos y una disolución general en el mundo de los medios de comunicación.

Al escribir «Las tres palabras que cambiaron el mundo » pude imaginar y evocar el mundo tranquilo que aparecería ante nuestros ojos si todos los sistemas de creencias se derrumbaran por la desaparición milagrosa de la demanda de religión. Entonces estábamos en la ficción, ya no en la etno-ficción.

La intervención del autor en su propio nombre es una tradición de la antropología, particularmente de la antropología francesa. Leiris, Balandier, Condominas, entre otros, lo ilustraron brillantemente. Esta tradición ha permitido a todos estos autores dirigirse directamente al lector y hacer oír sus voces, establecer una especie de diálogo con él y tomar la palabra de vez en cuando en su propio nombre.

En mi opinión, esto es lo contrario de un signo de pretensión alguna; es la marca de una relación mantenida de individuo a individuo, de la existencia del autor como ser humano y de la necesidad del vínculo simbólico, hecho de espacio y tiempo, entre los habitantes de la Tierra.

Gracias.

Marc Augé.

En Montevideo, el 13 de octubre de 2017.

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