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Enfermería: Cuidados Humanizados

versión impresa ISSN 1688-8375versión On-line ISSN 2393-6606

Enfermería vol.5 no.2 Montevideo dic. 2016

 

LOS CUIDADOS PALIATIVOS AL FINAL DE LA VIDA: EXPRESIÓN DEL RECONOCIMIENTO DEL OTRO
PALLIATIVE CARE AT THE END OF LIFE: AN EXPRESSION OF THE RECOGNITION OF THE OTHER
OS CUIDADOS PALIATIVOS NA ETAPA FINAL DA VIDA: EXPRESSÃO DO RECONHECIMENTO DO OUTRO
 
Ana Fascioli
Universidad Católica del Uruguay, Montevideo, Uruguay
anacfascioli@gmail.com;
ORCID: 0000-0002-1737-2519
 
Recibido: 21/10/2016
Aceptado: 15/11/2016
 
RESUMEN
El artículo busca ayudar a la comprensión ético-filosófica de los cuidados paliativos al final de la vida como una instancia de reconocimiento del otro. Se plantea que la dimensión ética de estos cuidados se puede comprender mejor desde la noción del reconocimiento del otro desarrollada por el filósofo alemán Axel Honneth. Para ello se presentan y analizan las tres esferas básicas de reconocimiento intersubjetivo propuestas por Honneth como marco interpretativo de las condiciones ideales de dignidad que asociamos a un "buen morir". 
Palabras clave: Cuidados Paliativos, Derecho a Morir, Reconocimiento, Cuidados Paliativos al Final de la Vida, Ética Médica.

ABSTRACT
This article offers an ethical-philosophical approach to palliative care at the end of life as an instance of recognition of the other. The proposal is that the ethical dimension of palliative care can be better understood using the concept of recognition of the other developed by the german philosopher Axel Honneth. We present and analyze the three spheres of intersubjective recognition proposed by Honneth as an interpretative framework of the ideal conditions of dignity associated with a "good death".
Keywords: Palliative Care, Right to Die, Recognition, Hospice Care, Medical Ethics.

RESUMO
O artigo busca ajudar na compreensão ético-filosófica dos cuidados paliativos na etapa final da vida, como um momento de reconhecimento do outro. A dimensão ética, presente nestes cuidados, pode ser mais bem compreendida a partir da noção de reconhecimento do outro desenvolvida pelo filósofo alemão Axel Honneth. Para isso, são apresentadas e analisadas as três esferas básicas de reconhecimento intersubjetivo, propostas por Honneth, como arcabouço interpretativo das condições ideais de dignidade associadas ao "morrer bem".
 
Palavras-chave: Cuidados Paliativos, Direito a Morrer, Recognição, Cuidados Paliativos na Terminalidade da Vida, Ética Médica.

 
INTRODUCCIÓN
 
Quien ha vivido lo suficiente sabe que algunas veces la muerte de un ser querido se da como un desgarrón abrupto, fatalmente inesperado, que quiebra nuestra cotidianeidad. Pasado el shock inicial debemos procesar un duelo, una despedida, cuando la persona ya se ha ido. Otras veces la vida nos da la chance de procesar una despedida en presencia del otro, de algún modo una despedida que será mutua. Estar muriendo, estar en la fase final de la vida es algo más que un evento biológico, médico. Es una experiencia humana radical para quien la vive, y para quien cuida y acompaña al paciente. Indudablemente, es un momento de miedo y de incertidumbre. Pero también es un tiempo para brindar cuidados, amor, gratitud, y puede ser una instancia de reconciliación, responsabilidad, aprendizaje y transformación para todos los involucrados. Por otro lado, algunas de las cuestiones éticas más desafiantes están presentes al momento del cuidado y la toma de decisiones de y sobre personas al final de la vida.
 
Estar inmerso en una experiencia de despedida de este tipo es una oportunidad; la cuestión es: ¿una oportunidad de qué? ¿Qué nos enseña la enfermedad, independientemente de que estemos sanos o enfermos? Para quien está haciendo la cama tanto como para quien está confinado a ella, es un momento de conexión con la fragilidad y a la vez la sacralidad de la vida humana. El sufrimiento y la muerte son dos realidades que ponen a prueba nuestra concepción del sentido de la vida, y una oportunidad de comprender algo de lo más hondo que nos constituye como seres humanos. La enfermedad puede ser considerada una metáfora de la condición humana: en un enfermo nos percatamos ejemplarmente de que no controlamos plenamente nuestro propio cuerpo ni gobernamos nuestra vida protegidos de todo azar y adversidad (1). La enfermedad nos llama la atención sobre nuestra existencia vulnerable, necesitada y dependiente de los demás.
 
Los cuidados paliativos son la asistencia del paciente al final de la vida o con enfermedades amenazantes de la vida –el caso de niños o jóvenes-, en general, aplicados a pacientes con un pronóstico de seis meses de vida[1]. Se trata de programas de atención integral que incluyen medicación, tratamiento del síntoma, cuidados diarios, equipamiento, apoyo psicológico, social y espiritual al paciente y a sus familiares. Inspirada en las intuiciones de la británica Cicely Sanders, la filosofía básica de estos cuidados es dar la mejor calidad de vida posible para pacientes cuya enfermedad no puede ser curada. Estos cuidados especiales están asociados éticamente a un "buen morir", entendiendo por ello morir sin dolor, morir junto a la familia, en el lugar que el paciente elige, morir con los síntomas controlados, haber recibido sedación cuando correspondía, y no ser objeto de una obstinación terapéutica[2] por parte de los médicos. En definitiva, morir en paz. También el buen morir abarca el bienestar de los familiares del paciente, que más allá de la tristeza y dolor razonables, puedan evitarse duelos patológicos. La familia se considera parte importante del equipo terapéutico, por lo que se procura apoyarla para que asuma un rol activo en el cuidado de la persona enferma.
Aunque resulta recurrente presentar los programas de cuidados paliativos como orientados a un "morir con dignidad" y en general esta idea ha guiado el debate bioético contemporáneo en relación al final de la vida[3], quiero defender aquí que la dimensión ética de estos cuidados está vinculada a una noción más abarcativa sobre el trato que nos debemos unos a otros o, si se quiere, a una interpretación más amplia de tal dignidad. Están vinculados a la idea ética del reconocimiento del otro en toda su amplitud.
Resguardar la dimensión ética del morir: El valor y límite de la dignidad
Pero vayamos un momento al concepto de dignidad. Nuestra intuición de este concepto viene de la formulación de Kant, quien estableció que el ser humano es un ser que representa un fin en sí mismo, es algo valioso en sí mismo. Lo que inspira respeto absoluto en nosotros es nuestra condición de ser agentes racionales, o sea, la capacidad de dirigir nuestra vida de acuerdo a principios. En virtud de esta característica básica compartida –que llama nuestra autonomía moral-, todos los seres humanos somos merecedores de igual respeto, no importa cuál sea nuestra posición o condición: ricos o pobres, niños o adultos, sanos o enfermos. En este concepto moderno de dignidad se basa la idea de que todos tenemos unos derechos inalienables –y con ello, unos deberes correspondientes- que debemos respetar recíprocamente, más allá de intereses o cálculos económicos y políticos (2). Esto va más allá de que violar ciertos derechos de algunos sujetos pudiera ser ampliamente beneficioso para la mayor parte de la humanidad. Así, nuestro rechazo a situaciones como la esclavitud o la experimentación irrestricta con seres humanos, por poner sólo dos ejemplos claros, se sustenta en este tipo de intuición: no podemos tratar a las personas como medios, como cosas, como animales. No podemos instrumentalizar ni a los demás ni a nosotros mismos porque poseemos dignidad.
Cierto es que el concepto de dignidad es potente y clave para denunciar modos de trato no éticos a los que están expuestas las personas al final de la vida en nuestras sociedades. Situaciones en las que de algún modo se considera que el paciente, por estar muriendo, deja de ser plenamente un sujeto y se lo abandona, o se lo manipula y somete. Por un lado, desde el enfoque tradicional de la medicina y la bioética asociada a ella, la idea de una muerte "digna" ha sido manejada desde el problema del derecho a decidir sobre la propia muerte y de algún modo captada esta expresión por el debate en torno a la eutanasia o las voluntades anticipadas. Así, las cuestiones éticas en relación al final de la vida (3)se centraron primariamente en proteger el derecho del paciente a su autonomía en esta situación, a respetar sus decisiones y convicciones. Por ejemplo, parte del protocolo de cuidado es constatar la existencia de decisiones previas del paciente o la familia en cuanto a reanimación o uso de tecnología invasiva, y rectificarlas en el momento de la agonía. Esta perspectiva es ajustada, ya que la muerte no es primariamente un evento médico o científico, sino un evento personal, cultural y espiritual o religioso, pero es una perspectiva que considero insuficiente. 
 
El cambio de paradigma que supone la medicina paliativa con respecto a la medicina tradicional introduce la posibilidad de una interpretación más amplia de esta idea de muerte digna. Representa un cambio de paradigma porque supone que conocer las razones por las que una persona solicita la eutanasia debería suponer un estímulo para desarrollar estrategias adecuadas para combatir esas causas y no una razón para acabar con la persona que sufre. Las razones fundamentales por las que los enfermos terminales piden que se les ayude a acelerar su muerte son el miedo, el desgaste emocional, el deseo de controlar la muerte, la depresión y el dolor insoportable. La medicina paliativa no da estas razones como supuestas, sino que busca de algún modo trabajar sobre ellas para combatirlas, por lo que el foco deja de estar, por ejemplo, en cuestiones vinculadas al derecho de un paciente o no a seguir viviendo, dadas unas condiciones insalvables. En la perspectiva de los cuidados paliativos, la dignidad está asociada a unas condiciones mínimas de bienestar físico y psicológico que deben garantizarse al paciente, aun cuando ya no sea posible la toma de decisiones autónomas. En los relatos de enfermeros, cuidadores profesionales o familiares surgen como ejemplos el sentir que el paciente debe ser higienizado aún en sus últimos minutos, aunque éste sea el último gesto que reciba, o salir a tomar un poco de sol,  aún cuando la muerte esté muy próxima en días u horas. ¿Qué significa mantener la dignidad cuando ya no se es un agente que pueda tomar decisiones autónomas? Dignidad es desde esta perspectiva el asegurar bienestar físico y psicológico, pero también puede sugerir algo más. La idea de los cuidados paliativos es que no hay momento en que podamos decir "ya no se puede hacer nada" porque siempre es posible hacer algo por el otro: acompañar, tomar la mano, acariciar.
 
Mi acercamiento al tema de los cuidados paliativos me hace sospechar que la interpretación más clásica de dignidad –vinculada al ejercicio de la autonomía del paciente- puede ser insuficiente para captar el verdadero núcleo ético de un "buen morir". Creo que puede encontrarse hoy un concepto ético más abarcativo, rico y ajustado a lo que proponen los programas de cuidados paliativos: se trata de "morir con reconocimiento". En los últimos treinta años un grupo de autores han configurado una perspectiva ética que coloca el núcleo de un trato debido o ético entre las personas en el reconocimiento recíproco (Honneth, Taylor, Fraser) entendido como una acción que confirma al otro en su existencia y valor positivo (3).
 
El concepto de reconocimiento, además de tener un gran poder explicativo de las interacciones sociales y de nuestras vivencias, es, a la vez, un concepto normativo, porque en el centro de este llamado que todos sentimos a ser reconocidos radica un ideal ético que resulta regulativo: la idea de que poseemos un valor que no puede ser dañado ni menospreciado. La necesidad de ser reconocidos es una necesidad que impone exigencias. Por ello, el concepto se ha vuelto central en la reflexión social contemporánea de las últimas dos décadas, y en particular, de la ética. Por un lado aparece en el lenguaje reivindicativo de una amplia gama de movimientos sociales –de las mujeres, de las minorías étnicas y sexuales, de los discapacitados-, y por otro, en el núcleo normativo de importantes propuestas teóricas en el ámbito de la filosofía moral, social y política. A través de los debates sobre la identidad y la diferencia generados en torno al multiculturalismo o el feminismo, se ha hecho patente que la justicia en una sociedad no es sólo cuestión de una distribución equitativa de recursos, sino que una sociedad justa es aquella en la que los sujetos se reconocen mutuamente unos a otros de cierta manera.
Según estos autores, un trato ético es aquel que garantiza el reconocimiento, evitándonos la humillación. Todas las personas podemos tener, y de hecho tenemos, diferentes concepciones sobre lo que constituye una "buena vida". Sin duda, todos los seres humanos requerimos de los demás el respeto de este aspecto de nuestra autonomía. Sin embargo, esta nueva perspectiva sostiene que la dignidad es algo más que ese "derecho a llevar mi vida como me parezca", ya que reclamamos de hecho otros modos de reconocimiento por parte de los demás. El respeto –de nuestra autonomía moral- es uno de ellos, pero no el único.
Honneth y la experiencia del reconocimiento intersubjetivo
Según Honneth, representante clave de esta perspectiva ética, debemos buscar las condiciones comunicativas que nos permiten ser seres íntegros y dignos en la experiencia humana del reconocimiento intersubjetivo (4). La posibilidad de nuestra autonomía depende de nuestra relación con otros. Si bien la idea de una constitución intersubjetiva de la identidad ya se encontraba en Hegel y en la psicología social de George Herbert Mead –autores en que se apoya-, el aporte que Honneth realiza es una presentación sistemática que permite integrar las dimensiones ética, psicológica e histórico-política del fenómeno del reconocimiento.
Para lograrlo, Honneth recurre a las conclusiones que brinda un análisis fenomenológico del vocabulario moral que usamos en nuestra vida cotidiana. Usando expresiones como "me sentí humillado" hacemos referencia a formas de daño en que sufrimos una ofensa moral: algo en la imagen que tenemos de nosotros mismos ha sido dañado (4). Ello revela una intuición moral básica: que debemos nuestra integridad al reconocimiento y la aprobación de otras personas y que dicho reconocimiento incide en nuestra auto-comprensión, entendiendo por tal, "la conciencia o el sentimiento que la persona tiene de sí misma respecto a las capacidades y derechos que le corresponden" (3). Las formas de menosprecio social como el maltrato, la exclusión o la deshonra se acompañan de sentimientos negativos y de una conciencia de no ser reconocido en la forma como nosotros mismos nos auto-comprendemos. Esto hace concluir a Honneth que en nuestras relaciones comunicativas cotidianas se encuentran presentes ciertas expectativas normativas de reconocimiento social, y lo que es percibido como injusto es cuando, contrariamente a sus expectativas, las personas son negadas en el reconocimiento que sienten que merecen. Como el reconocimiento social a su vez es condición del desarrollo de la identidad, la negación o falla del mismo está necesariamente acompañada por una pérdida en la integridad del sujeto. ¿Por qué esta expectativa está enclavada en nuestra condición humana? Porque somos seres interdependientes, que requerimos del otro para constituirnos.
Su contracara positiva es que la posibilidad de ser seres íntegros, o de contar con una identidad no dañada, entendida como "un proceso de realización no forzada de los objetivos vitales que uno escoge", sea cual sea su contenido concreto, se asienta en la posibilidad de construir ciertas relaciones positivas con nosotros mismos. Específicamente, según este autor, la dignidad tiene que ver con ciertos modos en que nos relacionamos positivamente con nosotros mismos: la autoconfianza, el autorespeto y la autoestima. Estas dependen, a su vez, de la experiencia de ser reconocidos de tres modos básicamente distintos. Honneth encuentra en la literatura psicológica y antropológica cierto consenso en la distinción de tres niveles de auto-referencia práctica y hace depender cada una de ellas de los tres modos básicos de reconocimiento intersubjetivo: el amor, el derecho y la solidaridad (5).
Una primera forma básica de reconocimiento que necesitamos todos los seres humanos para construir nuestra integridad es el amor, o cuidado amoroso, presente en las relaciones primarias como las que se dan en la familia, en la pareja o entre amigos. El amor es un modo de reconocimiento que implica la procura del bienestar del otro en sus necesidades individuales. Aunque es obvio que no podemos reclamar a todos esta forma tan específica e intensa de reconocimiento, es para cualquiera necesario contar con un grupo de personas para quienes nuestras necesidades son tan valiosas como las propias. Si podemos experimentar esta forma de reconocimiento contenida en el amor, podemos construir la primera forma de auto-relación positiva: nuestra auto-confianza, que consiste en una confianza básica en el valor de nuestras propias necesidades y deseos concretos y en la consiguiente búsqueda por satisfacerlos.
La segunda forma de reconocimiento mutuo está constituida por las relaciones jurídicas en un marco de Derecho que nos vincula como ciudadanos de una comunidad y por las cuales nos reconocemos como libres e iguales. Esta forma de reconocernos trasciende el carácter particular y emocional del amor; se sustenta en el ideal kantiano de que todo sujeto humano es igualmente digno y debe valer como un fin en sí mismo. Por ello, a diferencia del amor, esta forma de reconocimiento se basa en el respeto que nos merece cualquier ser humano, independientemente de nuestra simpatía o antipatía. Sobre esta esfera se erige nuestro auto-respeto, una forma de relación con nosotros mismos asentada en la conciencia de sentirnos todos igualmente responsables y escuchados en la toma de decisiones colectivas y por tanto en la capacidad de reclamar nuestros derechos y reconocer los de los demás. Claro que la historia muestra una construcción progresiva de esta esfera de reconocimiento: cada vez son reconocidos más derechos y a más individuos o grupos.
Ahora bien, Honneth sostiene que el reconocimiento jurídico del otro es necesario pero insuficiente como relación sana entre los miembros de una comunidad. Los derechos hacen que nos sepamos reconocidos por cualidades que compartimos con los demás miembros de la comunidad, pero las personas, necesitamos además, sabernos reconocidos por las cualidades valiosas que nos distinguen de los demás. Así surge la necesidad de presentar una tercera forma de reconocimiento: esta es, la solidaridad o valoración social que merece un individuo o un grupo por la forma de su autorrealización o de su identidad particular -y por las particulares cualidades asociadas a ésta-. Esta valoración permite construir la auto-estima, un sentirse seguro de poder hacer cosas o de tener capacidades que son reconocidas por los demás miembros de la sociedad como valiosas. Es la valoración positiva de nuestra identidad particular: nuestros proyectos, los compromisos que asumimos y los particulares rasgos de carácter que requieren o expresan. El reconocimiento que otorga esta esfera es sumamente dependiente de las valoraciones que una comunidad hace sobre modos de vida, actividades laborales, opciones personales, y éstas a su vez son dependientes de ciertos valores y metas compartidos comunitariamente. Por ello, en esta esfera, como en las anteriores, la búsqueda de reconocimiento aparece muchas veces como lucha, en este caso por cambiar patrones culturales o ampliar visiones, porque puede ser muy difícil para alguien construir su autoestima en un contexto en que sus inquietudes, compromisos, proyectos son minusvalorados o incluso despreciados por la mayoría.
Como vemos, con cada una de estas esferas de reconocimiento el sujeto puede obtener una corroboración cada vez más amplia en su autonomía y su identidad personal. Los tres modos de reconocimiento son lo bastante formales para no depender de ideales concretos de vida buena ni están vinculados a estructuras institucionales específicas, pero a la vez son suficientemente ricos, desde el punto de vista del contenido, porque dan cuenta de las condiciones sociales y psicológicas concretas que son constituyentes de la autonomía individual (6). Estos tres principios de reconocimiento -atención afectiva, igualdad jurídica y estima social- por los cuales los individuos pueden adquirir y preservar su integridad personal, constituyen para Honneth el contenido básico de una perspectiva ética, y la justicia social consistirá en garantizar tales condiciones intersubjetivas para todos los ciudadanos.
A partir de estas bases teóricas, Honneth ha contribuido a dar forma a una concepción antropológica intersubjetivista, y en particular, a una visión más relacional de la autonomía personal, una autonomía que siempre es de reconocimiento recíproco, que desafía la forma individualista en que muchas veces entendemos la autonomía personal. Desde la modernidad, Occidente ha tendido a ver la autonomía personal de una forma esencialmente individualista. Desde su origen, en el contexto social de la temprana modernidad, el concepto de autonomía estuvo asociado al abandono de la adscripción a roles sociales predeterminados. Con ello surgió la idea de que la libertad y la autonomía personal fueran cuestión de permitir a los individuos desarrollar su personalidad sin ser perturbados. La autonomía de los sujetos aumentaba, reduciendo restricciones, o sea, ganando independencia de los otros. Así, crear una sociedad justa tenía que ver con permitir a los sujetos ser lo menos dependientes de otros posible. Según Honneth, esto se basaba en una idealización de los individuos como autosuficientes, en una desconsideración de nuestra necesidad, vulnerabilidad e interdependencia de los individuos.
Honneth ha elaborado entonces una teoría de la autonomía en clave de reconocimiento mutuo. Ser autónomo requiere que uno sea capaz de sustentar ciertas actitudes hacia uno mismo que dependen empíricamente de las actitudes sustentadas por otros hacia nosotros previamente. Las relaciones cercanas de amor y amistad son centrales para la auto-confianza, esto es, una relación confiada con nuestros propios deseos y emociones; las relaciones de respeto universal por la autonomía y dignidad de las personas institucionalizadas legalmente construyen nuestro auto-respeto y el sabernos auténticos co-legisladores con los demás. Por último, las relaciones de solidaridad y valores compartidos comunitariamente hacen valer nuestras capacidades y metas particulares y así construyen nuestra auto-estima. En otras palabras, autoconfianza, auto-respeto y autoestima son las llaves que abren y despliegan nuestra autonomía.
Entender de este modo nuestra integridad o dignidad lleva a entendernos y entender a los demás de una forma diferente. Ya no podemos vernos como átomos aislados buscando ser a pesar del resto, sino más bien, como sujetos que nos construimos en relación de reconocimiento recíproco con los demás. Ya no vernos como individuos sino como personas-en-relación. Estamos unidos a los demás por vínculos que son constitutivos de nuestra persona, no como un agregado externo y artificial. Por eso, Adela Cortina sugiere que nuestra convivencia y destino común no se entiende completamente desde la imagen del contrato, sino también desde la imagen de una alianza (7). Esta imagen tiene sus raíces en el Génesis bíblico e implica el reconocimiento mutuo de quienes toman conciencia de su  identidad humana común. En sentido secular, implica sostener que hay un vínculo que nos obliga hacia a los demás seres humanos desde el arranque mismo de lo que somos. Cuando reconozco al otro como un semejante al que estoy inevitablemente ligado, desvincularme exige tomar una actitud activa de rechazo. Por ello, en general, no podemos permanecer indiferentes frente al sufrimiento de otro ser humano, el grito de dolor, el llanto, siempre es vivido como "llamado"[4].
El valor del reconocimiento en personas al final de la vida
Como planteé al principio, considero que esta noción ética del reconocimiento permite ver la dignidad de un modo más amplio, cuando se trata del acercamiento a personas al final de la vida. En primer lugar, si tratarnos éticamente implica reconocernos, ello ilumina algunas formas de trato no ético a las que pueden ser sometidas las personas al final de la vida. Una primera forma de trato no ético de la persona moribunda es la indiferencia o la falta de atención. Sabemos que en nuestra sociedad, la muerte es evitada y no fácilmente incorporada como parte de la vida. Parte de la idea de morir con dignidad debe ir junto con liberar a la muerte del "ocultamiento" a que es sometida en la sociedad actual (8). En "La muerte de Ivan Illich" Tolstoi nos relata el sufrimiento de quien muriendo, se siente invisible a los demás, o que los demás evitan afrontar o acompañar en esta situación, distrayéndose con asuntos cotidianos. Esta "invisibilidad", como recuerda Honneth, es lo opuesto al reconocimiento. Pasar por alto a las personas no significa necesariamente girar la mirada para evitar ver a quien no queremos ver, sino que significa no prestarles atención, mirarlos sin verlos (9). Mirar a las personas como si fueran parte del paisaje, como cosas. Las investigaciones empíricas muestran que una forma de invisibilidad de los pacientes es cómo el personal de salud tiende a hablar a los familiares que acompañan y no directamente al paciente, cuando éste aún se encuentra en condiciones de escuchar y contestar. Esto se da también cuando la persona está en silla de ruedas, en el simple hecho de no bajar a hablar a su nivel (10).
Junto a la indiferencia, otras formas de trato no ético son la atención cosificadora o la reificación y la instrumentalización, peligro que afecta a los sistemas que dan respuestas masivas a las necesidades humanas. Como señala Díaz Berenguer, las estructuras médicas asistenciales modernas son muy complejas y especializadas. La comercialización de la medicina junto a la burocratización, y la cosificación de los pacientes asociadas a ellas son expresión de cómo la medicina se ha "desalmado" o "deshumanizado". En cuanto a la instrumentalización, Díaz Berenguer señala cómo la comercialización de la medicina –la poderosa industria farmacéutica o el comercio de la aparatología de diagnóstico o tratamiento altamente sofisticado que está por detrás- lleva a tomar a los pacientes como mercado potencial y el peligro de comportamientos médicos inadecuados. La burocratización, por su parte, aunque es un proceso inherente a las sociedades complejas, tiene mala reputación por su estilo mecanicista. Las burocracias se basan en relaciones impersonales, y por tanto, son tanto indiferentes a los individuos y sus padecimientos, como a su individualidad y singularidad. Esta actitud impersonal es la que a menudo encontramos como inhumana, y acusamos al sistema de considerarnos no como humanos, sino como números, formularios o casos. Jürgen Habermas, por ejemplo, ha señalado la burocratización excesiva como expresión de una verdadera patología social que impide el reconocimiento debido entre los seres humanos que interactúan (11). Esta burocratización se traduce en que los médicos sólo ven casos o enfermedades estandarizadas y no enfermos singulares. Se traduce en que para la medicina interna, el paciente sea apenas identificado como "Cama 4", o que no haya demasiado tiempo que tomarse para explicar, para calmar al paciente. Para Díaz Berenguer, se traduce también en que el paciente tampoco puede encontrar al ser humano al que vino a pedir ayuda: el médico. La relación se fragmenta, se hace discontinua, mediatizada por una larga serie de procedimientos administrativos y clínicos (12). Gran parte del sufrimiento de los pacientes está dado no sólo por la incertidumbre de su enfermedad, sino que se suma a ello que la gente se siente desamparada en los sistemas de salud. Por ello, cuando un paciente es derivado a una Unidad de Cuidados paliativos, lo alivia saber que alguien lo llamará mañana a su casa, le llamará por tu nombre y él conocerá el nombre de su médico y su enfermera. En este sentido, también investigaciones empíricas muestran cómo las rutinas y un foco estrecho en las tareas por parte del personal de salud puede llevar a despersonalizar el cuidado. (10). Ahora bien, si tratarnos éticamente implica reconocernos en nuestra dignidad, y entendemos ésta en el sentido amplio que le da Honneth, veamos cómo está presente cada uno de los modos de reconocimiento en el cuidado de personas al final de la vida. Aunque haré aquí un análisis por esfera de reconocimiento, se trata de dimensiones que operan juntas y entremezcladas en la situación de cuidados paliativos y en general, en cualquier situación de vida.
Evidentemente, por tratarse de "cuidados" paliativos, la primera esfera de reconocimiento de Honneth está directamente involucrada porque se trata de cuidar y buscar el bienestar de aquellos a quienes amamos. Los pacientes al final de la vida o en cuidados paliativos pueden tener necesidades muy complejas que excedan las capacidades familiares, por lo que la proporción entre el rol que puedan tener los cuidados familiares y los de los enfermeros o cuidadores profesionales depende de la condición física y mental del paciente. Pero generalmente la familia estará involucrada en los aspectos más íntimos y físicos del cuidado: ayudar a comer, a vestirse, a higienizarse, dar apoyo y contención emocional. ¿Cómo traducir el amor –primera esfera de reconocimiento de Honneth- en un momento así? Quienes trabajan en orientar a familiares en cuidados al final de la vida sugieren que estos aspectos son  importantes: (a) Ser uno mismo y mostrar tanto nuestra fortaleza como nuestra vulnerabilidad, ya que la persona que está muriendo sigue necesitando contar con relaciones íntimas, naturales, y honestas. (b) Ser capaz de escuchar con atención anécdotas o una historia de vida, sin juicios ni agenda, mostrar amor y aceptación, recordar los buenos momentos y respetar aquellas verdades que la persona que sufre puede estar descubriendo. (c) Atender al lenguaje gestual, cuidar los pequeños detalles como dar de beber o tomar la mano, confiar en el poder sanador de la presencia, crear un ambiente calmo, receptivo, y dar lugar al silencio, reducir las distracciones para lograr conexión con la dimensión espiritual de la muerte y su misterio.  (d) Ser consciente de nuestra propia experiencia interna y hablar sobre nuestros sentimientos o descubrimientos[5]; puede que a veces, quienes tengan un mayor nivel de compromisos en los cuidados, no reciban el suficiente apoyo de parte de otros integrantes de la familia o amigos. e) Saber pedir ayuda y aceptar la cooperación de otros.
El personal de un equipo de cuidados paliativos tiene en sus manos –junto a los seres más cercanos al paciente- el dar también esta forma especial de reconocimiento que es el cuidado, desde una opción vocacional-laboral. Es interesante mostrar que su trabajo es otorgar una forma de reconocimiento que el resto de las personas sólo está acostumbrado a dar, en el mejor de los casos, a sus seres más cercanos. Mientras la tarea del médico ha sido tradicionalmente la de curar y no la de cuidar, los enfermeros son los que han estado más familiarizados con la perspectiva del cuidado. Parte sustancial de este cuidado es reconocer y valorar los deseos y necesidades del paciente y la familia, así como evitar prácticas humillantes o que puedan ser vividas como desvalorizantes[6]. El final de la vida es diferente para cada persona y entorno familiar y cada uno tiene necesidades únicas de información y contención. Por ello, dar apoyo psicológico, social y espiritual al paciente y a sus familiares es parte de los cuidados paliativos, y existen experiencias variadas en este sentido en los diferentes hospices en el mundo[7]. Reconocer y atender las necesidades específicas del otro es parte de esta esfera.
Con la segunda esfera ha estado asociada tradicionalmente la idea de una muerte digna, ya que es la esfera de los derechos individuales y la justicia. O sea, un proceso en que es respetada la voluntad autónoma del paciente y sus derechos fundamentales en la toma de decisiones que le afectan. Los cuidados paliativos se realizan en una situación en que es necesario, a menudo, tomar muchas decisiones. El principio de autonomía es uno de los principios básicos de la bioética. Basado en la probabilidad de que diferentes personas pueden juzgar beneficios potenciales de diferente manera de acuerdo a sus valores y preferencias, se establece que la decisión sobre asuntos relativos a su vida es de resolución del paciente o su familia, debidamente informados. Por ello, esta segunda esfera de reconocimiento refiere al marco legal en que esos cuidados deben ocurrir y en qué se ejerce profesionalmente. Ese marco está compuesto por la declaración universal de DDHH que enfatiza el derecho de toda persona a una vida digna; y en nuestro contexto, por leyes bastante recientes: la ley 18.335 (2008) de la legislación nacional que establece el derecho de toda persona a: a) acceder a servicios en todas las etapas de cuidados de salud, incluidos cuidados paliativos; b) morir con dignidad –en forma natural, en paz, sin dolor-, c) el derecho a la información: conocer todo lo relativo a su enfermedad[8]; junto a la ley 18.473 (2009) que refiere y regula la expresión de voluntad anticipada en caso de enfermedad irreversible. A esto se suma, en el caso de niños, la Convención sobre los Derechos de los Niños (1989) y nuestro Código de la Niñez y la adolescencia, que reafirma el derecho de los niños a ser escuchados e intervenir en las decisiones que los afectan (13). 
Como esta esfera de reconocimiento es la del reconocimiento igualitario, su marca de igualdad supone cuidar la dignidad de todos, y esto se logra si contamos con un sistema de cuidados paliativos justo, al que todos tengamos acceso en caso de necesitarlo y con calidad similar. Además, al brindar el tratamiento más adecuado al nivel de cuidado requerido, implantar un sistema de cuidados paliativos propicia un uso racional y apropiado de los recursos de que se disponen.   
En cuanto a la tercera esfera de reconocimiento -la valoración de la particularidad e identidad del otro como ser único en sus capacidades y aporte-, quienes trabajan en cuidados paliativos expresan la importancia no sólo de identificar al paciente por su nombre, sino también el valor de dedicar un tiempo a conocer su historia personal, sus gustos, intereses y ocupación. La escucha atenta del paciente y su historia, implica que el cuidado es más que "desplegar servicios". Es "ser con el otro" antes que hacer cosas. Asimismo, señalan que para el paciente que llega lúcido al final de la vida, es un tiempo de "dejar legado", de "trascender en las cosas y las personas" y de recibir reconocimiento por el legado que deja. Un buen morir está asociado también a un sentir que la vida propia tuvo sentido. 
He dicho que la tercera esfera es clave en lo que hace a la construcción de nuestra identidad específica. Y si bien la enfermedad no modifica nuestra identidad, sino que más bien el enfermo lucha por preservar su identidad en circunstancias adversas, se exige una cierta elaboración o reajuste. La enfermedad no sólo altera al cuerpo y la percepción de la propia materialidad sino también y radicalmente al interior de la persona, sus expectativas, sentimientos y recuerdos. La enfermedad obliga a que ese yo siga siendo él mismo a pesar de, o mejor aún, junto a la presencia de la enfermedad. No hay entonces, un cambio de identidad sino una situación que pone de relieve aspectos de nuestra identidad que hasta entonces habían permanecido ocultos. Por esta razón, como sugerimos al tratar el tema de la invisibilidad, no ayuda a la elaboración del paciente la negación de la enfermedad, ni tampoco lo opuesto: la identificación absoluta del paciente con su enfermedad (14).
En la enfermedad se hace necesario y urgente contarnos quiénes somos[9], buscar una continuidad entre el yo sano y el enfermo, reestructurar nuestra propia historia para mantener la identidad. De ahí, la necesidad de hablar, narrar, ser narrado y ser escuchado. El paciente necesita un espacio para narrarse a sí mismo, un tiempo para hablar, para escuchar, para expresarse de algún modo. A su vez, el paciente necesita "ser narrado": necesita reestructurar su historia con las voces de otros narradores que aporten otros puntos de vista de su situación (médicos, enfermeros, familiares) para dotar de sentido a lo que se está viviendo. Por sus conocimientos, por su distancia de la situación, por su experiencia sobre esa enfermedad, el enfermero puede tender puentes de sentido al enfermo y ayudar a su capacidad narrativa –no sólo con palabras sino con el lenguaje silencioso de las miradas, los gestos-. El acto de contar al paciente lo que vive es de por sí terapéutico y ayuda a "hacerse con la enfermedad", "hacerla comprensible para el paciente", pero además, el cuidador necesita conocer la historia personal del enfermo para poder interpretar esta historia adecuadamente (14).
La famosa intelectual norteamericana Susan Sontag –que murió luego de luchar durante varios años contra un cáncer- reparó en que los pacientes, además de estar sometidos materialmente a enfermedades difíciles, lo están también a las metáforas que se construyen en torno a ellas, fantasías o metáforas sociales que se maquinan sobre cada enfermedad y que muchas veces son siniestras. Por ejemplo, el cáncer en el siglo XXI tiene el peso agobiador –igual que lo tuvo la tuberculosis en el siglo XIX- de ser enfermedades consideradas incurables, intratables, incomprensibles, caprichosas, en una época en que la premisa básica de la medicina es que todas las enfermedades pueden curarse. La imagen asociada es la de una "invasión" despiadada y secreta en el cuerpo que otorga al enfermo una "identidad degradada". Esta es la figura con la que debe convivir el enfermo[10]15). Así es que tomar conciencia del contexto discursivo –palabras, expresiones, metáforas- del que echamos mano para contar lo que nos pasa, y de su carácter liberador u opresivo es sumamente relevante para sostener la autoestima del paciente. Es clave que el personal que cuida cuente con recursos simbólico – lingüísticos para ayudar al paciente a interpretar su enfermedad, su dolor, su trayecto, capacidad de sintonía y hondura espiritual para dar sentido a esta etapa vital. -hasta hace poco asociada a una sentencia de muerte-, hasta que se aclare su etiología y obtengamos un tratamiento eficaz, como ocurrió con la tuberculosis (15)
Lo dicho explica que entre las habilidades que se requieren del personal de salud para cuidar de personas al final de la vida se encuentren: una fuerte capacidad de empatía (de ser acompañantes compasivos y ser capaces de abrazar el sufrimiento de otro, por ejemplo, mirar a los ojos mientras se habla, y si es necesario, tender la mano), vocación de servicio, capacidad de comunicación abierta, clara, cálida y flexible con pacientes y familiares, para explicar la situación y los objetivos del cuidado en esta etapa cuantas veces se requiera, o acordar armoniosamente con los familiares la forma de distribuirse las tareas. Las habilidades comunicativas son normalmente desatendidas en la formación de profesionales de la salud, y es bueno recordar que son habilidades que pueden ser enseñadas y aprendidas. Sin embargo, las dificultades en la comunicación son la causa de los mayores problemas en los procesos de atención.
Junto a la calidad del personal de salud hay que señalar la importancia del contexto institucional en que se ejerce el trabajo de cuidado. No se puede cuidar adecuadamente con falta de tiempo, sin recursos humanos y materiales o regulaciones inadecuadas. Es importante resaltar que para Honneth el reconocimiento no opera solamente en el plano interpersonal. Puede ser otorgado por personas, pero también se garantiza institucionalmente: las regulaciones y prácticas de las instituciones y sus rutinas cotidianas contienen representaciones acerca de qué cualidades de valor de los seres humanos deben ser reconocidas. Las instituciones son a veces encarnación o sedimentación de modelos de reconocimiento social, pero también son ellas capaces de  producir nuevas cualidades de valor en los seres humanos. Por ejemplo, en las regulaciones que establecen la remuneración o el tiempo de vacaciones o descanso del personal de salud, en las prácticas con que son tratados los pacientes al final de la vida en los hospitales, como la flexibilidad o restricción en el régimen de visitas a pacientes en agonía o los tiempos otorgados para la despedida, se cristalizan formas de reconocimiento social. La relación es dialéctica, porque también ocurre que hay organizaciones que asumen un cierto protagonismo en la producción de nuevas cualidades de valor de los seres humanos, imponiendo regulaciones y prácticas antes de que alcancen expresión en el mundo de la vida social. 
Así, junto a la formación técnica en cuidados paliativos –que debería convertirse en una verdadera especialidad, y ser incorporada como asignatura en la carrera de medicina-, se requiere de formación ética del personal de salud. Esto implica el desarrollo de la sensibilidad moral hacia las vulnerabilidades, responsabilidades y valores involucrados en su trabajo, forjar la habilidad profesional de hacer una reflexión moral sobre sus prácticas, ser capaces de analizar el contexto en el que ejercen las tareas que se le encomiendan y reflexionar éticamente sobre su entorno de trabajo y prácticas cotidianas (10).
Creo que la perspectiva del reconocimiento ayuda a comprender nuestra común vulnerabilidad y nuestra recíproca interdependencia, por la cual podemos sostenernos mutuamente tanto a un buen vivir y a un buen morir. Y unos de los aspectos más hondos que nos constituye es esta mutua interdependencia. Sacar a la luz que ya somos con otros, sólo que hay múltiples formas en que socialmente olvidamos o anulamos este lazo originario que nos une. Desde esta perspectiva, la dignidad es relacional: es en y a través de las interacciones intersubjetivas de cuidado, de respeto, de valoración que la dignidad se realiza (10, 16, 17). En este sentido, la dignidad no puede ser dada por sentada, necesita de un continuo reafirmarse e implementarse. Y desde esta perspectiva, un buen cuidado es aquel que involucra interacciones, actividades y actitudes que conservan, promueven y expanden la dignidad de los pacientes y también de sus cuidadores. Si uno entiende la muerte digna como el derecho a vivir humanamente la propia muerte, la forma en que comprendemos qué es nuestra humanidad, qué son los seres humanos, es clave para entender este momento tan particular de nuestra vida. 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1.Innerarity, D. Antropología del hombre paciente. La enfermedad como metáfora de la condición humana. En Anrubia, E. La fragilidad de los hombres. La enfermedad, l filosofía, la muerte, Madrid: Ediciones Cristiandad; 2008. p. 91-102.
2.Taylor, C. La política del reconocimiento. En Argumentos filosóficos, Barcelona: Paidós; 1996.
3.Honneth, A,  Farrell, J. Recognition and Moral Obligation. Social Research. [Internet]. 1997 [citado Nov 2016]; 64 (1): 16-35. Disponible en: http://www.jstor.org/stable/40971157
4.Hunneth, A. Integridad y desprecio. Motivos básicos de una concepción de la moral desde la teoría del reconocimiento. Isegoría [Internet]. 1992 [citado Nov 2016], 5:  78-92. DOI: http://dx.doi.org/10.3989/isegoria.1992.i5.339
5. Honneth, A.La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de los conflictos sociales. Barcelona: Crítica; 2007.
6.Anderson, J. Honneth, A. Autonomy, Vulnerability, Recognition and Justice. En Anderson, J y Christman. Autonomy and the challenges to liberalism. Cambridge:  Cambridge University Press; 2005.  p. 127-149.
7.Cortina, A.  Alianza y contrato. Madrid:  Trotta; 2005.
8.Kellehear, A.  A Social History of Dying. Cambridge; Cambridge University Press; 2007.
9.Honneth, A.  Recognition: Invisibility: On The Epistemology Of Recognition. Aristotelian Society Supplementary [Internet]. 2001 [citado Nov 2016]; 75: 111–126. DOI:10.1111/1467-8349.00081
10.Vanlaere, L. Tadd, W. Clarifying the concept of human dignity in the care of the elderly: a dialogue between empirical and philosophical approaches. Ethical perspectives, 17 (1): .253-281.
11.Habermas, J. Teoría de la acción comunicativa. Madrid: Taurus; 2003.
12.Díaz Berenguer, A. La medicina desalmada. Montevideo: Trilce; 2004.
13.Bernadá, M. et al. Abordaje del niño con una enfermedad pasible de cuidados paliativos. Archivos de Pediatría del Uruguay (81) 4. p. 239-247.   
14.Imízcoz, T. Contarse y curarse. Reflexiones sobre literatura y enfermedad. En Anrubia, E. La fragilidad de los hombres. La enfermedad, la filosofía, la muerte. Madrid: Ediciones Cristiandad; 2008. p. 103-124.
15.Sontag, S. La enfermedad y sus metáforas. Barcelona: Random House Mondadori; 2008
16.Leget, C. Borry, P. Empirical ethics: the case of dignity in end-of-life decisions.  Ethical perspectives, 17  (2): 231-252.
17.Walker, S. Humane Dignity. En Leget, C. et all (Eds.) Care, Compassion and Recognition: An Ethical Discussion.  Leuven Peeters Publishers; 2011 p. 163-181.
 

[1] Según los define la OMS, es la atención activa y completa de los pacientes cuya enfermedad no responde al tratamiento curativo. En esta atención, es importante el control del dolor y de los demás síntomas, como también de los problemas psicológicos, sociales y espirituales. El tratamiento paliativo tiene por objeto facilitar al paciente y a su familia la mejor calidad de vida posible, haciendo hincapié en el hecho de que la enfermedad no debe ser considerada como una aberración fisiológica aislada, sino en relación con el sufrimiento que conlleva y el impacto que causa en la familia del enfermo (OMS "Control del cáncer. Aplicación de los conocimientos. Cuidados paliativos", 2007). En este sentido, no se aplica sólo a pacientes en las horas o días finales de su vida, sino más ampliamente a todos aquellos cuya enfermedad tiene una condición terminal en el sentido que se ha vuelto avanzada, progresiva e incurable.
[2] La "obstinación terapéutica" es rechazada por ser contraria a la dignidad de la persona. Sin embargo, sabemos que la medicina contemporánea está constantemente sometida a la tentación de considerar que es éticamente exigible todo lo que es técnicamente posible.
[3] Junto a la cuestión de los cuidados paliativos, el cuidado al final de la vida se vincula a una serie de cuestiones como el derecho a la autodeterminación del paciente (de su tratamiento, de su vida), la experimentación médica, la ética y la eficacia de ciertas intervenciones médicas extraordinarias o riesgosas e incluso de algunas que son rutinarias o comunes, o la racionalización de los recursos en hospitales y sistemas médicos nacionales, entre otros.
[4] Por ello, Díaz Berenguer sostiene que el dolor de otro ser humano puede hacérsenos insoportable. Si no podemos ayudar, tenemos la tentación de huir de la situación.
[5] Ostaeski, Frank "How to be with a dying person", 2000, http://www.pbs.org/wnet/onourownterms/articles/withperson-tools.html  Director fundador y maestro en el Zen Hospice Project en San Francisco: http://www.zenhospice.org/
[6] Algunos estudios empíricos son muy críticos acerca de cómo el personal de salud tiende a prácticas comunicativas pobres ante pacientes agonizantes –por ejemplo, llamar un señor mayor  "cariño", "amor" o "querido", manipular el cuerpo sin pedir permiso o higienizar sin considerar el pudor del paciente. (10)
[7] En los países que lideran los cuidados paliativos, se ofrece terapia a través de la expresión artística —principalmente la música y la pintura— lo que permite a algunos enfermos encontrar una forma de comunicación no verbal de las dificultades, angustias y temores que les pueda ocasionar el enfrentamiento con la muerte. A los pacientes y familiares que lo deseen se les ofrece también una asistencia espiritual.
[8] Como esta segunda esfera de reconocimiento no opera sola, la esfera de cuidado responsable de atender a la particularidad de cada paciente, introduce la importancia de reconocer lo que llamo "la verdad soportable" para cada uno, más allá del derecho a la información que introduce la segunda esfera.
[9] Los enfermos necesitan una narración interior para mantener su identidad, porque la justamente la enfermedad cuestiona nuestras posibilidades, continuidad, expectativas de futuro. La historia clínica tiene algo de historia literaria (14).
[10] Sumado a ello, la "incomprensión" de los procesos que desencadenan el cáncer lleva a culpabilizar a los pacientes y sus estilos de vida. Los nombres mismos de estas enfermedades tienen un poder mágico y se vuelven "tabú", no vaya a ser que de hablar directamente de ella, la enfermedad se dispare. Todos estos son aspectos que no ayudan a elaborar adecuadamente la enfermedad, según Sontag.

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