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Revista de Derecho (Universidad Católica Dámaso A. Larrañaga, Facultad de Derecho)

versão impressa ISSN 1510-3714versão On-line ISSN 2393-6193

Rev. Derecho  no.25 Montevideo jun. 2022  Epub 01-Jun-2022

https://doi.org/10.22235/rd25.2894 

Ensayo e Investigación

La Policía Nacional del Uruguay: Historia, modernización y características1

Policing in Uruguay: History, Modernization and Features

A Polícia Nacional do Uruguai: história, modernização e características

1 Universidad Jesuita de Guadalajara, México, ramirezbanuelos@gmail.com

2 University of Manchester, Inglaterra, nico.trajtenberg@gmail.com


Resumen:

Este trabajo proporciona un panorama general de la Policía Nacional del Uruguay, el actor más importante del país en materia de seguridad. Para ello, se analiza primero la historia de la fuerza policial, desde sus orígenes en 1829 hasta los más recientes esfuerzos de modernización en el siglo XXI. También se analizan sus actuales arreglos institucionales, estrategias, capacidades y relaciones con la ciudadanía. En este sentido, la policía uruguaya suele ser considerada un caso atípico en América Latina debido a una serie de reformas institucionales y operativas que fueron elogiadas en múltiples ocasiones por organismos internacionales. A pesar de ello, los esfuerzos de modernización vinieron acompañados de un aumento drástico del crimen y la violencia, lo que ha puesto en tela de juicio estos esfuerzos y ha dejado en el aire la dirección de los cambios futuros.

Palabras clave: policía; policiamiento; institución policial; políticas de seguridad; instituciones de seguridad.

Abstract:

This chapter gives a general overview of policing in Uruguay with a particular focus on the Uruguayan National Police, the most important security actor in the country. To this end, we examine the history of the police force from its origins in 1829 to its recent modernization efforts in the 21st century. Also reviewed are its current institutional arrangements, strategies, capacities, and relations with the public. In this respect, the Uruguayan police is often considered an outlier in Latin America due to a series of institutional and operational reforms that were praised on multiple occasions by international organizations. However, along with recent modernization efforts came a drastic increase in crime and violence, which has called these efforts into question and left the direction of future changes in the air.

Keywords: police; policing; police institution; security policies; security institutions.

Resumo:

Este trabalho fornece uma visão geral da Polícia Nacional do Uruguai, o ator mais importante do país em termos de segurança. Para isso, analisa-se primeiramente a história da força policial, desde suas origens em 1829 até os mais recentes esforços de modernização no século XXI. Também são analisados seus atuais arranjos institucionais, estratégias, capacidades e relações com os cidadãos. Nesse sentido, a polícia uruguaia é frequentemente considerada uma exceção na América Latina devido a uma série de reformas institucionais e operacionais que foram elogiadas em várias ocasiões por organismos internacionais. Apesar disso, os esforços de modernização foram acompanhados por um aumento dramático do crime e da violência, questionando esses esforços e deixando no ar a direção de mudanças futuras.

Palavras-chave: polícia; policiamento; instituição policial; políticas de segurança; instituições de segurança.

Introducción

Junto a Chile y Costa Rica, Uruguay es posiblemente uno de los pocos países de América Latina con una fuerza policial que se asemeja o ajusta a los criterios de aquello que Bayley (1995) denomina una ‘policía democrática’. Es decir, una organización policial que es responsable ante la ley y no ante el gobierno, que protege los derechos humanos, que está limitada en el uso de la fuerza, y que tiene la protección de los ciudadanos como su máxima prioridad. Su situación excepcional en una región marcada por la presencia de fuerzas policiales corruptas y no democráticas se debe en gran parte a una transición democrática exitosa y a su capacidad de mantener algo cercano a un monopolio de la violencia (Prado et al., 2012; Cruz, 2016).

La Policía Nacional del Uruguay (PNU) es el actor más importante del país en materia de seguridad y es una fuerza policial unificada, nacional, civil y profesional. Fue fundada en 1829 junto al nacimiento de la República, pero su historia se remonta al siglo XVIII y al periodo colonial. Desde entonces, su desarrollo ha sido impulsado por circunstancias sociales y políticas, así como por la necesidad de frenar el aumento de la delincuencia y aumentar su legitimidad pública. Después de estar en un estado alarmante de decadencia durante la mayor parte del siglo XX, la PNU pasó por una serie de cambios estructurales profundos para modernizar la fuerza y adoptar un paradigma de seguridad consistente con el de una organización policial profesional y democrática.

Estas mejoras, sin embargo, no pueden ocultar el hecho de que la PNU enfrenta dificultades considerables para brindar a los ciudadanos niveles básicos de seguridad. Como en el caso de casi todas las fuerzas policiales de América Latina, la PNU todavía no está bien entrenada y preparada para hacer frente a la creciente complejidad del mundo delictivo y a una serie de mercados ilegales dinámicos y de rápido crecimiento (Bergman, 2018; Dammert, 2019). Como resultado, las tasas de homicidio y de robo violento han aumentado drásticamente en Uruguay desde la década de 1990, generando una fuerte demanda de seguridad privada y comprometiendo lo que solía ser un país seguro dentro de una región mayormente peligrosa y violenta.

La literatura sobre policiamiento es bastante limitada en Uruguay. Más allá de un informe del Ministerio del Interior (BID & Ministerio del Interior, 2018) sobre la última reforma de la PNU, un puñado de autores han analizado su desarrollo institucional (González, 2003; Vila, 2016, 2012), su sistema educativo (Timote Correa, 2015, 2017) y estrategias policiales (Castillo, 2019; Castillo et al., 2014). En años recientes, autores uruguayos y extranjeros han adoptado la experimentación de campo y evaluado una serie de prácticas e instrumentos policiales específicos (Cid, 2019; Mitchell et al., 2018; Munyo & Rossi, 2019; Ariel et al., 2020; Bogliaccini et al., 2019; Chainey et al., 2020).

Este capítulo intenta proporcionar la primera perspectiva general del policiamiento en Uruguay, prestando especial atención a la Policía Nacional del Uruguay, tomando también en cuenta las actividades de policiamiento por parte de otros actores públicos. En la siguiente sección se presenta un boceto del país y de su contexto de seguridad. En la tercera sección se presenta su marco institucional, mientras que en las secciones cuarta y quinta se analiza la historia y la modernización de la fuerza policial. En la sexta sección se revisan sus principales características y estrategias, mientras que en la séptima sección se discute la confianza pública y la legitimidad que disfruta. El capítulo termina con conclusiones.

Panorama general del país y contexto de seguridad

Uruguay, oficialmente la República Oriental del Uruguay, está situado en la parte oriental del Cono Sur de América del Sur. Limita con Argentina al oeste y con Brasil al norte y al este, con el Río de la Plata al sur y con el Océano Atlántico al sureste. Geográficamente, Uruguay es la segunda nación más pequeña de América del Sur, tras Surinam, y alberga aproximadamente a 3,3 millones de personas, la población más pequeña de todos los países independientes de la subregión. La República se subdivide en 19 departamentos y 89 municipios, con el 40 % de su población -1,4 millones- viviendo en el área metropolitana de Montevideo, su capital y ciudad más grande. La población del país presenta una transición demográfica avanzada con una estructura de edad relativamente madura y tasas de fecundidad y mortalidad comparables a las de los países europeos, si bien las proporciones cambian significativamente en los estratos socioeconómicos más bajos.

La primera Constitución fue adoptada en 1830 tras su independencia, estableciendo a Uruguay como una república unitaria y representativa, y con una forma de gobierno centralizada. El país completó su organización a finales del siglo XIX y consolidó su democracia poco después. Su época de esplendor se llevaría a cabo durante la primera mitad del siglo XX. En una región marcada por la inestabilidad política y profundas desigualdades sociales, Uruguay se hizo conocido por su alto nivel de vida, políticas sociales avanzadas y las tradiciones democráticas. A pesar de ello, las crisis económicas de mediados de siglo dieron lugar a una fase de deterioro social y económico con consecuencias severas para sus instituciones políticas y democráticas. Las convulsiones políticas culminaron en una dictadura cívico-militar entre 1973 y 1985. El retorno a la democracia implicó la restauración de las libertades civiles y políticas, así como el comienzo de un nuevo período histórico.

El Uruguay moderno es una república constitucional y democrática, con un sistema presidencial y un Estado relativamente sólido, partidos políticos fuertes y una ciudadanía participativa. La seguridad, la justicia, la defensa, la educación y la salud son administradas a nivel nacional, en la forma de un Estado unitario. Asimismo, el sistema de partidos uruguayo se encuentra entre los más estables de América Latina y es uno de los pocos con altos niveles de institucionalización (Mainwaring, 2018). En términos de calidad democrática, Uruguay no solo ocupa el primer lugar de la región, sino que se encuentra también en un nivel comparable al de los países del primer mundo. Freedom House (2020), por ejemplo, le otorga una puntuación de 98/100 en materia de derechos políticos y libertades civiles, por encima de países desarrollados como Francia, Alemania o España. Uruguay también se encuentra actualmente en el puesto 21 del mundo del Índice de Percepción de la Corrupción (Transparency International, 2019), en el puesto 19 de la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa (RSF, 2020), y en el puesto 22 del Índice de Estado de Derecho (World Justice Project, 2020).

En cuanto a los indicadores de desarrollo, Uruguay está aún lejos de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), pero se considera igualmente una nación con desarrollo humano alto. Así, se encuentra actualmente en el puesto 59 del Índice de Desarrollo Humano2, solo con Argentina y Chile con puntajes más altos en América Latina (PNUD, 2019). En este sentido, las últimas décadas han sido especialmente fructíferas. Uruguay es actualmente el país más equitativo de la región (medido por el coeficiente GINI) y tiene el PIB per cápita más alto. Este último se quintuplicó entre 2003 y 2018, mientras que el porcentaje de habitantes que viven por debajo de la línea de pobreza pasó de 32,5 en 2006 a 8,8 en 2019, si bien aún persisten rezagos importantes en el norte del país y entre los niños (INE, 2020; The World Bank, s.f.).

Desafortunadamente, el país cuenta una historia muy distinta con relación a la seguridad pública. A pesar de la estabilidad política y la prosperidad socioeconómica, los indicadores delictivos, y en particular aquellos correspondientes a los delitos violentos, han crecido de manera constante en las últimas tres décadas. Así, las tasas delictivas por 100.000 habitantes se multiplicaron entre 1990 y 2019, pasando de 1.743,2 a 4.145,4 en el caso de los hurtos, de 82,3 a 809,6 en el caso de robos violentos -conocidos localmente como rapiñas- y de 6,6 a 11,1 en el caso de los homicidios. La impunidad también es alta y ello incluye los homicidios, dado que la tasa de aclaración de los mismos está por debajo del 50 % y una encuesta nacional de victimización de 2017 sugiere que solo el 28 % de todos los incidentes se reportan (Ministerio del Interior, 2017b, 2020a, 2020b). De igual manera, las tasas de denuncia por violencia doméstica han crecido significativamente, pasando de 204,4 en 2005 a 1139,2 en 20183, mientras que la tasa de femicidios es medida desde 2012 y ha oscilado entre 1.0 en 2014 y 1.7 en 2018 (Ministerio del Interior & Ministerio de Desarrollo Social, 2019).

Como resultado -y contrario a lo que se suele creer-, el Uruguay moderno no tiene niveles de criminalidad bajos sino medios, ya que pasó de ser tradicionalmente uno de los países más seguros de la región a tener la cuarta tasa de homicidios más alta de América del Sur, tras Venezuela, Colombia y Brasil (UNODC, s.f.). Esta coyuntura también se refleja en una fuerte sensación de temor ante la inseguridad por parte de los uruguayos. La última encuesta de victimización encontró que el 52 % de los encuestados definen al país como inseguro (Ministerio del Interior, 2017b), mientras que las encuestas de opinión pública sugieren que la inseguridad se convirtió en el problema más apremiante en 2009 y ello se mantuvo sin cambios hasta el advenimiento de la pandemia de coronavirus en marzo de 2020 (CIFRA, 2018, 2020).

Como en el resto del mundo, los homicidios en Uruguay afectan de manera desproporcionada a los hombres jóvenes. En 2019, el 88 % de las víctimas fueron hombres y el 43 % tenía entre 13 y 28 años. Además, se cree que entre el 50 y el 60 % de todos los homicidios estuvieron relacionados con conflictos entre delincuentes, el tráfico de drogas y el crimen organizado. En el caso de las víctimas mujeres, en 2018 el 47 % murió en manos de su pareja íntima o expareja. Cabe mencionar también que el porcentaje de homicidios cometidos con armas de fuego pasó de 49 en 2012 a 61 en 2019, un fenómeno común en la región y generalmente relacionado con la mayor presencia de distintas formas de crimen organizado (Ministerio del Interior, 2019, 2020b). Figura 1.

Figura 1:  Tasas de homicidio y de denuncias de robo con violencia (Uruguay, 1990-2019) 

Montevideo concentra una parte importante de la actividad criminal que tiene lugar en el país, incluyendo el 46 % de todos los hurtos, el 79 % de todos los robos violentos, y el 55 % de los homicidios. La capital muestra la misma tendencia preocupante que el resto del país, alcanzando una tasa de homicidios récord de 16,1 por cada 100.000 habitantes en 2018 (Ministerio del Interior, 2020a, 2020b). Además, los delitos violentos muestran una concentración espacial reconocible y se distribuyen de manera desigual en el territorio de Montevideo. Por lo tanto, más del 50 % de todos los homicidios y robos violentos se concentran en tan solo 9 barrios (Jaitman & Ajzenman, 2016; Ministerio del Interior, 2020b).

Finalmente, y como en la mayor parte de América Latina (Vilalta & Fondevila, 2019), la población carcelaria experimentó un importante crecimiento en las últimas décadas, pasando de 2.956 reclusos en 1990 a 11.755 en 2020. Este último número implica una tasa de encarcelamiento de 337 por cada 100.000 habitantes, la segunda más alta de América del Sur y la 29 del mundo (Petit et al., 2019; World Prison Brief, s.f.). La violencia carcelaria también es común, con tasas de homicidio diez veces más altas dentro de las cárceles que entre la población común (Vigna & Sosa, 2019). En conjunto, los mayores niveles de delincuencia contra las personas y la propiedad generan una pesada carga para la economía uruguaya. La pérdida ascendió a 1.592 millones de dólares estadounidenses en 2015, monto equivalente al 2,23 por ciento del PIB nacional (Jaitman & Torre, 2017).

En general, un aumento tan dramático de la delincuencia parece paradójico considerando la mejora significativa de los indicadores sociales. El primer aumento notorio coincide con las consecuencias de la crisis económica de finales de 1990, es decir, con períodos de desempleo alto y tasas negativas de crecimiento del PIB. No obstante, los indicadores socioeconómicos comenzaron a mejorar drásticamente en 2004 y, sin embargo, el crimen y la violencia no disminuyeron, sino que continuaron creciendo de manera constante. Otros autores han tratado de dar explicaciones a una paradoja que también puede encontrarse en otras partes de América Latina (e.g.: Soares & Naritomi, 2010; PNUD, 2013; Bergman, 2018) y no es el propósito de este capítulo hacer una contribución local. Sin embargo, la crisis económica aceleró y profundizó una serie de procesos sociales más sutiles que transcurrieron durante la segunda mitad del siglo XX. Sobre todo el aumento de la desigualdad entre los trabajadores cualificados y no cualificados, el crecimiento explosivo de los barrios marginales en las afueras de Montevideo, y la mayor presencia de mercados ilegales y grupos criminales organizados. Desde esta perspectiva, el aumento de la delincuencia parece ser la manifestación final de un largo proceso de fragmentación social (Katzman et al., 2004). Las siguientes secciones examinan la reacción de los actores de la seguridad pública del país.

Gobernanza y gobernabilidad de la seguridad

El Estado uruguayo tiene competencia exclusiva en la preservación de la seguridad y el orden público. Su mantenimiento corresponde al Poder Ejecutivo a través del Ministerio del Interior, que constituye el órgano rector de las políticas de seguridad dentro de las fronteras nacionales. Su misión es gobernar, ejecutar, controlar y evaluar las políticas, los planes y los programas relacionados con la seguridad pública, garantizando el libre ejercicio de los derechos y las libertades fundamentales.

La Policía Nacional del Uruguay (PNU) está bajo la jurisdicción del Ministerio del Interior y, de acuerdo con la Ley Orgánica Policial n.º 19.315 de 2015, constituye una fuerza de seguridad unificada y de ámbito nacional, de carácter civil y profesional. La PNU se divide en 19 jefaturas de policía, una por cada departamento de la República. Como la mayoría de los uruguayos vive en la capital y esta concentra gran parte de la actividad criminal del país, la Jefatura de Policía de Montevideo (JPM) es la mayor y juega un papel de liderazgo a nivel nacional. Esta última se divide en 4 zonas operacionales y en 25 seccionales.

Por otro lado, las Fuerzas Armadas están subordinadas constitucionalmente al Poder Ejecutivo a través del Ministerio de Defensa y están constituidas por el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. A diferencia de otros países, las Fuerzas Armadas uruguayas generalmente no participan en la prevención, control, investigación o represión del delito. En cambio, y por la Ley Marco de Defensa Nacional n.º 18.650 de 2010, las Fuerzas Armadas se dedican exclusivamente a un conjunto de actividades civiles y militares encaminadas a preservar la soberanía e independencia del país, la integridad del territorio y sus recursos estratégicos, así como la paz de la República.

Por consiguiente, las Fuerzas Armadas son responsables de brindar seguridad contra amenazas externas, mientras que la PNU tiene la tarea de brindar seguridad interna, vigilancia y orden dentro de las fronteras del país. Esta división es común entre las democracias occidentales consolidadas y se ha reforzado en muchos países latinoamericanos tras las dictaduras militares del siglo XX. Sin embargo, hay excepciones. La vigilancia y el control de las zonas costeras y orillas de ríos y lagos navegables es responsabilidad de la Prefectura Nacional Naval, una división de la Armada Nacional. Asimismo, las demás ramas de las Fuerzas Armadas han asumido actividades de apoyo a la policía de forma excepcional. Ello incluye tareas de vigilancia en zonas fronterizas, la provisión de seguridad perimetral externa en instalaciones penitenciarias y el desempeño de funciones policiales aéreas en cooperación con la PNU (Rodríguez Cuitiño, 2018).

Historia de la Policía Nacional del Uruguay4

La PNU se fundó junto con la República, pero su historia se remonta a la época colonial. Específicamente a 1730, cuando el Gobernador del Río de la Plata inauguró el primer cabildo de Montevideo con un alcalde y un alguacil mayor. Cuando se abolieron los consejos municipales en 1827, se nombró en cada departamento un jefe de policía que constituía la máxima autoridad política dentro de cada territorio. Se trataba de figuras partidarias, fieles representantes del gobierno partidista. Tenían pocos conocimientos sobre defensa o seguridad, pero actuaban como articuladores entre el poder político y sus subordinados. La PNU fue fundada poco antes de la adopción de la primera Constitución, con la aprobación de la Ley de Organización de la Policía en 1829.

El primer siglo de la nueva República estuvo marcado por recurrentes golpes de estado y guerras civiles que cambiaron constantemente la naturaleza, organización y funcionamiento de los órganos encargados de la seguridad. Desde el principio, las autoridades policiales de la capital estuvieron mejor organizadas y fueron más influyentes que las del resto del país. Por eso, tendían a recaer sobre generales militares retirados con una orientación política acorde a la del gobierno nacional. En 1868, las patrullas a cargo de la vigilancia nocturna de la capital se convierten en el servicio policial de patrullas nocturnas. Este servicio fue abolido en 1888 para constituir lo que actualmente se conoce como la JPM, con varias comisarías que aún están en funcionamiento.

En el interior, las jefaturas de policía también tenían un jefe a cargo y se dividían en seccionales policiales, pero las normas y reglamentaciones eran irregulares y no había una legislación que proporcionara un modelo de organización coherente. El armamento, equipamiento, vehículos y niveles de formación eran limitados y precarios, lo que aumentaba las asimetrías con Montevideo. Hasta la creación de la Dirección Nacional de Educación Policial en 1943, los comisarios policiales de la capital se capacitaban a través de una educación semi-terciaria de dos años de duración, mientras que los comisarios del interior se determinaban por antigüedad y se capacitaban bajo estándares que respondían a niveles de escuela primaria básica. Por su parte, a los oficiales subalternos de todo el país solo se les exigía haber completado la educación primaria, pero este requerimiento tampoco era cumplido estrictamente (Timote Correa, 2017).

Las deficiencias de la PNU se hicieron evidentes en la segunda mitad de siglo XX, con la llegada de agitaciones sociales y políticas que la fuerza no estaba preparada para manejar. La década de 1960 estuvo marcada por una dramática crisis social, económica y política, que dio lugar al surgimiento de un grupo guerrillero urbano de izquierda llamado Tupamaros, así como a levantamientos estudiantiles y a la radicalización de los trabajadores huelguistas. El gobierno eventualmente endureció su postura y adoptó un perfil autoritario, lo que llevó a niveles extraordinarios de violencia y allanó el camino para lo que los historiadores han llamado el “camino democrático a la dictadura” (Rico, 2008). Ello implicó la creciente influencia y participación de las Fuerzas Armadas en la política y seguridad interna, así como también una serie de reformas radicales de la PNU, las cuales tendrían un impacto duradero en su naturaleza, funcionamiento, legitimidad y cultura institucional.

Estas reformas comenzaron a gestarse a fines de la década de 1960, pero se profundizaron durante la dictadura cívico-militar, que tuvo tres fases diferenciadas (Caetano, 2019). Las distintas autoridades primero intentaron establecer el orden a toda costa a través del terrorismo de Estado y la represión (1973-1976), luego intentaron reorganizar y refundar la democracia uruguaya (1976-1980), y finalmente se prepararon para la transición democrática (1980-1985). Alejandro Vila (2012) sugiere que algunas de las reformas que se dieron en la fuerza policial durante aquellas décadas corresponden a un proceso de modernización tardío, mientras que otras responden a los propósitos políticos de esas tres fases.

De acuerdo con este planteo, una primera ola de reformas implicaba la transición de una organización premoderna -caracterizada por la falta de normas y estándares- a una organización de orden burocrático-autoritario. Así, la Ley Orgánica Policial de 1971 y sus decretos reglamentarios unificaron todas las jefaturas policiales bajo el mando de la PNU. A su vez, establecieron una nueva estructura para la organización y desarrollaron principios y normas que regían sus operaciones y la conducta de sus miembros. También se llevó a cabo una muy necesaria y progresiva descentralización, acompañada por la creación gradual de unidades y cargos especializados, así como por el desarrollo de una nueva estructura de rangos y de una carrera de cargos públicos estandarizada para todo el personal policial a nivel nacional, incluido el personal carcelario y administrativo.

Sin embargo, estas reformas también tuvieron un lado oscuro, ya que los militares ganaron poder e influencia dentro de las filas. La represión que experimentó la sociedad uruguaya durante aquellos años requería una disciplina extrema por parte de los miembros del ejército y de la policía. En algunos casos, los reglamentos militares se aplicaban también en la policía a través de una estructura militar de promoción de rangos y de un código de conducta severo con penas rigurosas y excesivas. La discreción política aumentó y la dirección del Ministerio del Interior fue ocupada por generales y coroneles militares a partir de 1976. Las Fuerzas Armadas finalmente penetraron la organización a todos los niveles y la PNU adoptó los objetivos de la Doctrina de Seguridad Nacional (ver abajo), en tanto que las recientemente desarrolladas unidades de inteligencia policial trabajaron junto con las Fuerzas Armadas para reprimir la oposición política.

También ocurrieron reformas durante los últimos años de la dictadura. Tanto en Montevideo como en el interior, las jurisdicciones policiales se reorganizaron bajo nuevos criterios de eficiencia. Los datos sobre la incidencia delictiva eran limitados y dispersos hasta finales de la década de 1970, por lo que se realizó un importante esfuerzo para recopilar y sistematizar información de todo el país, lo que eventualmente permitió la creación y uso de estadísticas criminales. Por último, cada ministerio desarrolló su propia agencia de planificación, las cuales debían establecer metas de gestión y mejorar los métodos de trabajo policial.

En términos generales, la intervención militar y las necesidades de la organización trajeron consigo una cantidad de cambios sin precedentes para la fuerza policial en un período muy corto de tiempo. La militarización de la fuerza fue acompañada por su modernización y profesionalización. Con la unificación de todas las jefaturas, la aparición de unidades de policía con proyección nacional y el establecimiento de una escuela de formación para todo el territorio, la PNU se tornó verdaderamente nacional. La transición democrática traería consigo un conjunto de nuevos desafíos para una organización que era muy diferente a la que existía antes del colapso democrático.

Modernización policial

La transición de la PNU al siglo XXI se caracterizó por un cambio conceptual y operativo en la manera de entender la seguridad. Como en otras partes de América del Sur, el fin de la dictadura cívico-militar implicó el declive paulatino de lo que llegó a conocerse como la Doctrina de Seguridad Nacional. Esta fue la variante regional del Estado de Seguridad Nacional estadounidense, y se centró en la necesidad de ejercer el control militar del Estado para defenderlo de amenazas internas y externas (Leal Buitrago, 2003). En su lugar se desarrollaron varios paradigmas de seguridad, siendo los más relevantes los de la seguridad pública y la seguridad comunitaria. Mientras el primero implica esfuerzos conjuntos en el combate al delito por parte de las instituciones públicas de seguridad, el segundo corresponde al término español seguridad ciudadana y pone mayor énfasis en la cohesión social y en la interacción con la comunidad (ICPC, 2010, pp. 3-4; Abizanda et al., 2012).

Estos cambios conceptuales, así como la necesidad de desmilitarizar y despolitizar las instituciones policiales, han guiado generalmente las reformas policiales que se llevaron a cabo en la mayoría de los países latinoamericanos desde la década de los 1990. Sin embargo, casi todas las transiciones democráticas fueron incompletas y vinieron acompañadas por el desarrollo y la expansión de los mercados ilegales y del crimen organizado. La violencia y la delincuencia aumentaron notoriamente en estas circunstancias e impusieron la necesidad de crear nuevas fuerzas policiales civiles o de fortalecer y modernizar los cuerpos existentes. Desafortunadamente, las reformas policiales en América Latina presentan más desafíos que resultados y solo han traído una apariencia de policía democrática a la región (Dammert, 2019; Macaulay, 2012; Ungar, 2011).

Tras el retorno a la democracia en 1985, la Policía Nacional de Uruguay recuperó el liderazgo en la provisión de seguridad y adoptó un enfoque de seguridad pública. Este enfoque comenzó a cambiar a fines de la década de 1990, impulsado por discusiones regionales y globales sobre seguridad comunitaria, seguridad ciudadana y seguridad humana (Vila, 2012). El desarrollo del paradigma de seguridad ciudadana en Uruguay puede dividirse en tres períodos. El primero involucró esfuerzos de carácter piloto para promover estrategias de prevención del delito (1998-2004), el segundo incluyó reformas estructurales clave para profesionalizar la fuerza (2005-2012), y el último implicó el uso de estrategias basadas en evidencia combinadas con innovaciones en materia de políticas y programas (2013-2020).

El primer período puede ser definido como experimental. Entre 1998 y 2004, el Ministerio del Interior desarrolló varias estrategias piloto, entre las cuales destacan la policía comunitaria tradicional, los enfoques de violencia doméstica y amplios programas de prevención social del delito. Un actor clave en esta nueva estrategia fue el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que financió el Programa de Seguridad Ciudadana y apoyó estrategias piloto en Montevideo y Canelones (Alda et al., 2006; Fevre et al., 2014). En consecuencia, la prevención del delito se asoció principalmente con los enfoques de prevención social y comunitaria, que compaginaban el trabajo de la policía comunitaria con servicios sociales locales (OPP, 2014). Por su parte, el Programa de Seguridad Ciudadana enfrentó obstáculos que le impidieron ir más allá de las estrategias piloto, pero introdujo a la PNU en nuevas metodologías de trabajo policial e inspiró nuevos esfuerzos futuros (Trajtenberg, 2008).

Un segundo período, esta vez de transición (2005-2012), involucró la implementación de varios cambios para llevar a la PNU a nuevos niveles de modernización. En primer lugar, el Ministerio del Interior comenzó a aumentar progresivamente la participación y control civil de la fuerza policial, lo que derivó en la creación de nuevas áreas de gestión de alto nivel dirigidas por funcionarios no policiales. La gestión de la policía también se fue centralizando gradualmente, buscando una mejor coordinación y una relación más fluida entre los políticos y las autoridades policiales. La creación de la Guardia Republicana en 2010 también respondió a esta lógica, ya que resultó de la combinación de dos antiguas unidades especiales dentro de la JPM. La Guardia Republicana es una fuerza especial cuasi militar que tiene jurisdicción nacional y depende directamente del ministro del Interior. Finalmente, se realizaron varios cambios administrativos importantes para aumentar la supervisión de la policía y mejorar las condiciones de trabajo de la fuerza. Algunos de los cambios más relevantes involucraron la introducción de compromisos de gestión, la mejora de armas y equipamiento, la instalación de sistemas de control biométrico, localización por GPS y carga de combustible, así como el aumento de los salarios y la reducción de las horas de trabajo (Vila, 2016; Paternain, 2017; BID & Ministerio del Interior, 2018).

Esta última cuestión se relaciona con lo que ha sido -y continúa siendo- un problema estructural de la fuerza policial: como los salarios son bajos, los agentes de policía tratan de aumentar los ingresos por la vía de prestar servicios de seguridad en el sector privado. Esta situación es permitida legalmente cuando la policía está fuera de servicio en lo que se conoce como ‘servicio 222’. En 2010, se estimó que 11.000 funcionarios policiales -más del 70 % de la fuerza- trabajaban como guardias de seguridad privada y que la mitad de ellos lo hacían durante más de cinco horas por día (Ministerio del Interior, 2017a). A medida que los salarios fueron aumentando, esta posibilidad fue limitándose gradualmente, si bien muchos funcionarios todavía operan de manera informal en el sector privado en lo que se conoce como ‘servicio 223’ (Vila, 2016, p. 265).

En cualquier caso, este período de transición puede verse como el inicio de una reforma policial más amplia que tuvo lugar durante el tercer período (2013-2020), caracterizado por una serie de medidas integrales tomadas a diferentes niveles. Una primera piedra angular fue la aprobación de la nueva Ley Orgánica Policial n.º 19.315 en 2015, la cual cristalizó el abandono de la doctrina de seguridad nacional, reemplazando el tradicional perfil militar de la institución y definiendo a la PNU como una fuerza policial profesional y civil, comprometida con la preservación del orden público, la prevención de delitos y la defensa de los derechos humanos. La nueva ley también centralizó el comando de la PNU en la Dirección de la Policía Nacional -bajo el mando directo del ministro del Interior- y ya no en la JPM, desde donde se dirigía en la práctica hasta entonces.

La educación policial también fue reformada. Con el apoyo del BID, en 2012 el Ministerio del Interior comenzó a desarrollar alianzas internacionales con expertos e instituciones asociadas al estudio y a la mejora del policiamiento.5 Con su apoyo, los funcionarios policiales fueron capacitados en estrategias policiales basadas en evidencia, análisis delictivo e investigación criminal. La satisfacción con estos cursos de capacitación dio lugar a una reforma de la formación policial, desmilitarizando su naturaleza, capacitando a los cadetes en prácticas basadas en evidencia e incorporando nuevas áreas de conocimiento a los planes de estudio, tales como estadísticas, análisis delictivo, georreferenciación del delito, criminología y antropología del delito (Timote Correa, 2015).

Otra reforma importante tuvo lugar en la JPM. La misma dividió Montevideo y las áreas aledañas en cuatro jurisdicciones o zonas operacionales, cada una con su propio centro de operaciones para supervisar las seccionales de policía y gestionar las investigaciones criminales y las llamadas de emergencia. Hasta entonces, las llamadas de emergencia se atendían en las seccionales, mientras que las investigaciones criminales de Montevideo se centralizaban en la Dirección de Investigaciones. Su desmantelamiento fue un paso clave para la PNU, ya que esta dirección era percibida por autoridades políticas y policiales como una fuente importante de corrupción. También se creó una quinta zona operacional de apoyo operativo, que fungía como una especie de laboratorio para evaluar empíricamente nuevas tácticas y estrategias policiales. En los años siguientes, este nuevo modelo organizativo se replicaría en las demás jefaturas departamentales.

El análisis de delito también se reforzó significativamente. La Dirección de Información Táctica (DIT), bajo la órbita de la JPM, comenzó a desarrollar el mapeo y la georreferenciación del delito, así como a presentar informes estadísticos para comprender mejor los patrones y las tendencias del delito (Castillo, 2018). Estos informes eran enviados a cada zona y seccional, generando el desarrollo de operativos basados en evidencia. Estas prácticas pasaron por un proceso de progresiva sofisticación, que arrojó resultados positivos y facilitaron su estandarización e implementación en toda la fuerza. La DIT finalmente pasó a denominarse la Dirección de Análisis Criminal (DiAC), adquiriendo jurisdicción nacional bajo la órbita del Centro de Comando Unificado (CCU).

Finalmente, estas reformas fueron acompañadas por una importante inversión en tecnología. Quizás la más conocida fue la ampliación del sistema CCTV de video vigilancia, que ahora cubre gran parte de las áreas metropolitanas de todo el país (Munyo & Rossi, 2019). Sin embargo, las mejoras tecnológicas también se materializaron en otras áreas. Algunos ejemplos son el desarrollo del Sistema de Gestión de Seguridad Pública (UNODC, México-INEGI & Ministerio del Interior, 2022), que administra, concentra y georreferencia los registros administrativos sobre los incidentes delictivos, accidentes y hechos policiales en todo el territorio nacional; la implementación de un sistema de comunicación digital troncalizado (TETRA), que permite comunicaciones encriptadas y la georreferenciación de vehículos y funcionarios; la incorporación de un sistema de monitoreo de tobilleras electrónicas para controlar a los autores de violencia doméstica; o la instalación de tabletas o computadoras tablets en los vehículos policiales para mejorar el reporte delictivo y reducir los incidentes no reportados.

En su conjunto, estos cambios implicaron un alejamiento de la forma en que se entendía la actividad policial en Uruguay durante la década de los noventa, así como un paso hacia una organización policial moderna y capaz de desenvolverse en un contexto marcado por un mundo criminal más complejo y dinámico. Como se comenta en la siguiente sección, durante estos años se priorizaron las prácticas comunitarias y de prevención del delito (Malone & Dammert, 2020), pero sería incorrecto afirmar que la PNU adoptó un paradigma de seguridad ciudadana, ya que el compromiso con una nueva filosofía policial es por ahora solo aspiracional.

Funciones y estrategias

Entre personal civil y policial, la PNU contaba en 2020 con más de 32.500 trabajadores, de los cuales 24.000 eran personal ejecutivo, trabajando activamente en la prevención, disuasión, investigación o represión del delito. Esta última cifra implica que hay 679 policías por cada 100.000 habitantes, lo que constituye la tasa policial más alta de América Latina y una tasa considerablemente más alta que la media de la Unión Europea (326) (PNUD, 2013; Eurostat, 2018). Asimismo, los salarios de los policías han crecido significativamente en los últimos años y prácticamente se duplicaron desde el año 2000. En consecuencia, en 2019 el salario mensual del rango policial más bajo -quienes constituyen la mayor parte de la fuerza- fue de 865 dólares (Ministerio del Interior, 2019). Esta cifra probablemente esté bien clasificada entre los salarios policiales en América Latina, pero sigue siendo seis veces menor que el salario promedio de un funcionario policial de Estados Unidos (DePietro, 2020).

Por otro lado, buena parte de la fuerza policial uruguaya sigue prácticas operativas que se asemejan al denominado modelo policial estándar (Weisburd & Eck, 2004). Es decir, una estrategia única basada en el patrullaje preventivo rutinario, la respuesta rápida a las llamadas de emergencia y la investigación retrospectiva. Por consiguiente, las autoridades policiales generalmente intentar luchar contra la delincuencia aumentando el número de policías en las calles, generando mayor visibilidad pública y llevando a cabo operativos de saturación y arrestos intensivos (Bogliaccini et al., 2019; Cid, 2019). No hay alternativas a estas prácticas en el interior del país, pero también son dominantes en los centros urbanos, quizás con las únicas excepciones de Montevideo y Maldonado. Incluso en estas dos ciudades, sin embargo, el modelo policial estándar sigue predominando en la fuerza.

La PNU parece haber estado transitando entre distintas filosofías de policiamiento. Como se describió antes, las últimas décadas estuvieron marcadas por el intento de modernizar la fuerza y de adoptar un paradigma de seguridad ciudadana. El BID fue una influencia fundamental y estuvo involucrado en la mayor parte de los intentos de modernización. Este esfuerzo corresponde al interés de esta organización internacional de promover este paradigma en América Latina, lo que generalmente se traduce en apoyo financiero y logístico para reformas policiales y programas de prevención del delito (Alda et al., 2006; Fevre et al., 2014). Si bien la mayoría de estos esfuerzos no pudieron demostrar empíricamente efectos positivos (BID, 2010), aquellos que sí parecieron tenerlos llevaron a las autoridades a jerarquizar la prevención del delito y a priorizar las estrategias preventivas dentro de las agencias policiales.

Algunos de los cambios más significativos que experimentó la Policía Nacional del Uruguay están asociados a las investigaciones criminales y a la respuesta a emergencias. Por un lado, a principios de la última década se crearon unidades de investigación de élite, las cuales fueron capacitadas en técnicas y protocolos avanzados con la ayuda de expertos extranjeros, al tiempo que se realizaba una importante inversión en tecnología que ayudó a los científicos forenses a procesar pruebas y trabajar en la escena del crimen. Por otro lado, a partir de 2013 todos los servicios de respuesta policial del país se dividieron en jurisdicciones o zonas operacionales, lo que permitió una mejor adaptación a los contextos locales. La descentralización territorial también fue acompañada por una inversión en tecnología, nuevos vehículos y equipamiento, lo que contribuyó a un despliegue más eficiente (BID & Ministerio del Interior, 2018).

En materia de prevención del delito, las primeras experiencias de la PNU se implementaron en 1998 y estuvieron asociadas al modelo de policía comunitaria tradicional (Cordner, 2014). Estas experiencias ocurrieron principalmente en Montevideo y en la ciudad de Canelones, y estuvieron focalizadas en la prevención de problemas tales como el consumo de alcohol y drogas, la violencia escolar, los accidentes de tráfico o las carreras ilegales en la vía pública. Involucraron, por ejemplo, la capacitación de policías para liderar proyectos de policía comunitaria, promover la participación ciudadana y gestionar centros piloto de detección y denuncia de situaciones de violencia doméstica (OPP, 2014). Sin embargo, las actividades de la policía comunitaria fueron demasiado fragmentadas y heterogéneas, y el programa carecía de un plan de trabajo definido con objetivos claros. Es por ello que, en última instancia, los programas de policía comunitaria terminaron enfrentando los mismos desafíos que encontraron otros programas similares de América Latina, y dejaron de funcionar en 2015 (Frühling, 2012; Ungar & Arias, 2012).

Sin embargo, el programa insignia de la reforma policial fue un modelo disuasorio llamado el Programa de Alta Dedicación Operativa (PADO), un esfuerzo de patrullaje a gran escala en zonas críticas o puntos calientes (BID & Ministerio del Interior, 2018). Este programa todavía está en funcionamiento, pero se implementó por primera vez en 2016 en la quinta zona operacional de Montevideo -el laboratorio policial- para luego expandirse a las partes adyacentes de la capital, así como también a las ciudades de Canelones y San José. Gestionado por la DiAC y desarrollado en conjunto con el BID y expertos internacionales, el PADO puede ser considerado el resultado de un largo proceso de profesionalización de la PNU en lo relacionado a la gestión de recursos, el análisis delictivo y la georreferenciación del delito (Castillo, 2018). Las evaluaciones del programa han demostrado una reducción de las rapiñas o robos con violencia en las áreas donde fue aplicado (Chainey et al., 2020), lo que llevó a las autoridades a priorizar su desarrollo con relación a otras estrategias.

Lamentablemente, mientras que las innovaciones en materia de investigación criminal, respuesta a emergencias y disuasión del delito parecen haber sobrevivido al paso del tiempo, lo mismo no puede decirse con relación a la prevención del delito. Al mismo tiempo que se implementaban los programas de policía comunitaria y el PADO, otro programa piloto de policiamiento orientada a problemas (POP) (Goldstein, 1979) estaba siendo aplicado en la seccional policial 25 de Montevideo. Este programa estuvo operativo entre 2012 y 2017, pero sufrió un destino similar al de los programas de policía comunitaria. Una serie de obstáculos -vinculados sobre todo a la resistencia organizacional, al liderazgo inadecuado y a la falta de recursos- impidió su consolidación y desarrollo (Castillo, 2019). A pesar del fracaso inicial, el programa POP experimentó una expansión en 2019 bajo la forma de una nueva estrategia piloto que aún está operativa y que continúa con el apoyo del BID y expertos extranjeros.

En síntesis, si bien recientemente los esfuerzos en materia de prevención policial han ganado cierto reconocimiento, todavía están lejos de lograr el mismo estatus, apoyo y desarrollo dentro de la PNU que poseen las investigaciones criminales, la respuesta a emergencias y las estrategias disuasivas (Castillo, 2020). A pesar de los encomiables esfuerzos por reconceptualizar la relación entre la policía y la comunidad, la experiencia uruguaya parece dar la razón a quienes afirman que todavía no existen verdaderos programas de policía comunitaria en América Latina, ya que estos han tenido un carácter episódico y no han dado lugar a cambios culturales importantes en las instituciones policiales (Frühling, 2012; Dias Felix & Hilgers, 2020). En definitiva, el modelo policial estándar prevalece en Uruguay y continuará haciéndolo previsiblemente en el futuro.

Autoridad policial

Cuando los ciudadanos no confían o no creen en la legitimidad de la policía, hay menos cooperación y cumplimiento de la ley, así como mayores posibilidades de involucrarse en comportamientos delictivos y violentos (Tyler, 1990). Lamentablemente, casi todas las instituciones policiales de América Latina comparten altos niveles de desconfianza ciudadana como resultado de su pasado autoritario, pobre eficacia, corrupción generalizada y uso excesivo de la fuerza (PNUD, 2013; Corbacho et al., 2015; Malone & Dammert, 2020). A su vez, los bajos niveles de legitimidad se asocian con un mayor apoyo a la justicia por mano propia (Nivette, 2016) y a la preferencia por involucrar a los militares en la lucha contra la delincuencia (Pion-Berlin & Carreras, 2017).

Si bien los datos y las investigaciones sobre el tema son escasos en Uruguay, las encuestas de opinión pública sugieren que la confianza pública en la policía se encuentra en niveles medios y que es más alta que en la mayor parte de la región. Según la Corporación Latinobarómetro (2018, p. 50), mientras que solo el 35 % de los latinoamericanos confiaba en la policía en 2017, entre los uruguayos este porcentaje llegaba al 59 %, el más alto entre los 19 países encuestados. Al igual que en otras grandes ciudades, la confianza institucional parece ser menor en la capital, ya que una encuesta de la Corporación Andina de Fomento (2014, pp. 230-232) sugiere que la confianza policial caía a 34 % entre los montevideanos. Se obtuvieron resultados similares en la última encuesta de victimización delictiva local, donde el 60 % de los encuestados declaraba tener confianza en la policía, mientras que el 51 % se mostraba satisfecho con la forma en que la policía había gestionado su denuncia, y el 71 % con el tratamiento ofrecido al denunciante (Ministerio del Interior, 2017b). Finalmente, el tiempo anticipado de respuesta a emergencias parece particularmente prometedor, ya que solo el 3,5 % de los encuestados cree que esta podría ser de tres horas o más, el mismo porcentaje que se observa en Estados Unidos (Cohen et al., 2017). Figura 2.

Figura 2:  Confianza pública en la policía (Uruguay, 1995-2017) 

En un estudio local de más de cuatro mil adolescentes de quince años de Montevideo y Zúrich (Suiza), Trajtenberg & Eisner (2014) encontraron que los bajos niveles de legitimidad policial en Montevideo se asociaban con conductas violentas, incluso después de controlar por factores socioeconómicos y otros mecanismos criminológicos clave como la moralidad, el autocontrol o la elección racional (Trajtenberg, 2017). Sorprendentemente, las percepciones asociadas a la legitimidad policial fueron significativamente más altas entre los adolescentes uruguayos que entre los adolescentes suizos, pero la asociación de bajos niveles de legitimidad policial y violencia juvenil fue más consistente en Zúrich que en Montevideo.

Por otro lado, el abuso y el uso innecesario de la fuerza se consideran elementos comunes de las prácticas policiales en la región (Cruz, 2016; Dammert, 2019). Según la encuesta de LAPOP de 2008, el 4,2 % de los uruguayos reportó haber sufrido abuso físico o verbal por parte de la policía en los últimos 12 meses, situando a Uruguay en el 11° lugar de los 20 países encuestados (Cruz, 2009). No obstante, en la encuesta de 2016 y 2017, solo el 2,9 % de los uruguayos reconoció que un policía le había pedido un soborno en los últimos 12 meses, cifra muy inferior al promedio regional, que se ubica en el 12 % (Cohen et al., 2017). Del mismo modo, en una región donde en promedio el 44 % de los encuestados piensa que es posible sobornar a un funcionario policial, en Uruguay este porcentaje se sitúa en 21 % , el segundo más bajo de la región después de Chile (Corporación Latinobarómetro, 2017). Finalmente, Cruz (2016) sugiere que Uruguay es uno de los pocos países de América Latina -junto a Chile y Panamá- en donde no encuentra evidencia empírica significativa de lo que el autor cataloga como violencia patrocinada por el Estado. Ello incluye la tortura y las ejecuciones extrajudiciales, la extorsión, secuestros a manos de actores gubernamentales, o connivencia o alianzas del Estado con organizaciones criminales, entre otros.6

Solo un estudio local7 ha analizado empíricamente el abuso policial, aplicando una encuesta a aproximadamente 400 adolescentes y adultos jóvenes de Montevideo (Mosteriro et al., 2016). Los resultados sugieren que las detenciones policiales se concentraron en los varones jóvenes de barrios de contexto crítico. Además, el 13 % de los adolescentes afirmó haber sufrido abusos físicos, pero solo el 5 % de ellos había hecho una denuncia, en buena medida porque pensaba que sería inútil. También sería más común que los abusos policiales se produjesen en las comisarías que en la vía pública, y más en los barrios pobres que en otras partes de la ciudad. En consecuencia, el 77 % de los encuestados cree que los funcionarios policiales tratan peor a los jóvenes que viven en barrios de contexto crítico que a los jóvenes que viven en barrios ricos.

En síntesis, la PNU sigue siendo un caso atípico en una región donde las relaciones entre la policía y la comunidad se caracterizan por altos niveles de desconfianza, una débil legitimidad, el uso innecesario de la fuerza, la corrupción, e incluso la participación explícita y directa de la policía en actividades criminales. En contraposición, casi dos tercios de los uruguayos confían en una fuerza policial que se asemeja o está cerca de cumplir con los criterios del policiamiento democrático (Bayley, 1995), incluso en un contexto de aumento del crimen y de la violencia.

Conclusiones

Como se ha visto en este capítulo, la Policía Nacional del Uruguay ha experimentado varias reformas importantes desde su fundación hace casi doscientos años. Los cambios estructurales del siglo XX tuvieron lugar durante una dictadura cívico-militar que no solo militarizó la fuerza, sino que también la transformó en una organización verdaderamente nacional y profesional. Tras el retorno a la democracia, y particularmente desde fines de la década de los noventa, todos los gobiernos han realizado esfuerzos para modernizar la PNU y mejorar sus condiciones para actuar en un contexto de deterioro de la seguridad marcado por la expansión de los mercados ilícitos y la creciente presencia del crimen organizado. Si bien algunas de estas reformas fueron impulsadas por motivos políticos, la mayoría tenía como objetivo la mejora de su efectividad y eficiencia, así como la necesidad de aumentar la legitimidad policial y parecer exitosa de cara a la opinión pública.

Durante las últimas dos décadas, la PNU adoptó una filosofía de policiamiento mixta. Con el paradigma de la seguridad pública de la década de 1990 y el modelo policial estándar vigentes, la organización dio pasos hacia un paradigma de seguridad ciudadana que priorizase la prevención del delito y las prácticas orientadas hacia la comunidad. Sin embargo, este paradigma de seguridad ciudadana está lejos de haberse consolidado, por lo que prevalece una mezcla de paradigmas. El BID jugó un papel fundamental en este sentido, apoyando la modernización de las agencias policiales de muchos países latinoamericanos y promoviendo la adopción progresiva de tecnologías y programas. La policía uruguaya, más allá de ser una de las pocas organizaciones policiales de la región que se asemeja o ajusta a los criterios de una policía democrática (Bayley, 1995), se destaca también en la actualidad por sus avances en materia tecnológica y por la aplicación de prácticas basadas en evidencia.

Sin embargo, ello no quiere decir que la policía uruguaya esté adecuadamente entrenada o equipada para hacer frente a los desafíos delictivos que enfrenta el país. A pesar de contar con un Estado relativamente robusto, y pese a que las reformas parecen ir en la dirección correcta, la alta incidencia de delitos violentos y las claras limitaciones en materia de recursos humanos y materiales, sugieren que la PNU no puede escapar por completo de los retos que enfrentan las policías de los Estados débiles (Goldsmith, 2002). Como en la mayor parte de la región, la consecución de reformas institucionales ambiciosas suele verse obstaculizada por un contexto de inseguridad creciente, así como por los temores de la opinión pública y las presiones políticas asociadas. En este contexto, los decisores políticos con frecuencia sienten que deben elegir entre priorizar la eficacia o el policiamiento orientado a la comunidad, oscilando entre ciclos de gestión policial de ‘mano dura’ y de ‘mano blanda’ (Macaulay, 2012; Malone & Dammert, 2020). Queda por ver si la llegada de un nuevo gobierno y el nombramiento de nuevas autoridades policiales en 2020 puede dar lugar a la continuación de esta transición, en su interrupción, o en un cambio de dirección.

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1 Nota: Este texto fue publicado originalmente como capítulo de libro en el año 2021, en inglés, con el título “Policing in Uruguay: History, Modernization and Features”, en el libro Global Perspectives of Policing and Law Enforcement, Jospeter M. Mbuba (Ed.), editado por Rowman & Littlefield, todos los derechos reservados. https://bit.ly/3u2g6LW. La traducción del inglés al español —que no presenta cambios respecto a la versión original— fue realizada por sus autores.

2El Índice de Desarrollo Humano es una medida resumida del logro promedio en dimensiones clave del desarrollo humano: una vida larga y saludable, estar informado y tener un nivel de vida decente (PNUD, 2019).

3Los aumentos de las denuncias por violencia doméstica deben tomarse con precaución, ya que pueden reflejar una disminución de la cifra negra de este crimen. Es decir, un aumento en la voluntad de denunciar la victimización.

4cf.: González (2003), Vila (2012), Timote Correa (2017) & Ministerio del Interior (s.f.).

5El concepto de policiamiento deriva del término inglés policing y se refiere a todas las actividades realizadas por los agentes de policía para preservar el orden público.

6Cabe mencionar que Cruz (2016) también considera las políticas de “tolerancia cero” como violencia ejercida por el Estado. Entre las prácticas que incluye en esta categoría están la ampliación del alcance de las competencias/poderes policiales, el aumento de la severidad de las penas y la aplicación de operativos policiales masivos. En general, todas ellas prácticas que sí podría argumentarse que aplican al caso uruguayo.

7Los resultados de este estudio deben tomarse con cautela,dado que los análisis se basan en comparaciones que no incluyen pruebas estadísticas ni el control de otros factores relevantes, tales como las tasas de criminalidad, etc.

Cómo citar: Sanjurjo, D., & Trajtenberg, N. (2022). La Policía Nacional del Uruguay: Historia, modernización y características. Revista de Derecho, 25, 174-202. https://doi.org/10.22235/rd25.2894

Contribución de los autores: a) Concepción y diseño del trabajo; b) Adquisición de datos; c) Análisis e interpretación de datos; d) Redacción del manuscrito; e) revisión crítica del manuscrito. D. S. ha contribuido en a, b, c, d, e; N. T. en a, d, e.

Editora científica responsable: Dra. María Paula Garat.

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