SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número19EditorialInterpretación jurídica y derecho natural índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Links relacionados

Compartir


Revista de Derecho (Universidad Católica Dámaso A. Larrañaga, Facultad de Derecho)

versión impresa ISSN 1510-3714versión On-line ISSN 2393-6193

Rev. Derecho  no.19 Montevideo jun. 2019

https://doi.org/10.22235/rd.v0i19.1730 

Conferencia

Función y límites de la argumentación jurídica

Function and limits of legal argumentation

1Universidad de Buenos Aires.


Resumen:

La argumentación es la más importante, si no la única, herramienta de la que disponen abogados, jueces y juristas para hacer su tarea; pero en nuestros tiempos se deposita en ella una confianza desmesurada. Tiene la forma de una demostración incompleta, donde, a partir de premisas (argumentos, razones), se propone una conclusión, descriptiva o valorativa, que siempre puede seguir discutiéndose. Tal discusión puede ejercerse mostrando incoherencias internas, negando argumentos de hecho, señalando incompatibilidad de sus argumentos valorativos con otras valoraciones que también se sostengan, proponiendo nuevos argumentos de sentido opuesto o enfatizando el escaso poder concluyente de las razones aducidas. Existe, sin embargo, la idea de que es posible arribar a conclusiones indiscutibles, idea que preside el actual discurso de los principios y los derechos. Este discurso argumental no funciona sin un método de ponderación, pero tal método no existe, a pesar de la creencia generalizada. Esa situación pone el grave peligro al discurso jurídico, cuya oportunidad consiste en usar la argumentación para debatir, acordar y adoptar decisiones por medios institucionales. Esto puede hacerse, con grandes ventajas para el derecho; pero choca con dificultades ideológicas que es arduo superar.

Palabras clave: argumento; derecho; demostración; ponderación

Abstract:

Argumentation is the most important, if not the only, weapon for lawyers, judges and legal experts to do their job, but nowadays it seems excessively trusted. It has the structure of an incomplete demonstration, where, starting from premises (arguments, reasons), a descriptive or an evaluative consequence is proposed, though we can keep on the discussion indefinitely. Such discussion can be exercised by showing internal inconsistencies, by denying factual descriptions, by signalling an incompatibility among its evaluative arguments and other evaluations sustained by the same subject; by proposing new opposed arguments or emphasizing that the invoked reasons are not conclusive enough. But there is an extended idea that we can arrive to unquestionable conclusions: a basic idea within the present discourse about principles and rights. This discourse cannot function without a weighing method, but such method does not exist, in spite of an extended belief. That situation is dangerous to the legal discourse: instead, argumentation may be an instrument for discussions, agreements and decisions through institutional means. This can be done, to great advantage for law; but it hurts against hard ideological obstacles.

Keywords: argument; law; demonstration; weighing

1.- Concepto y apoteosis de la argumentación

La argumentación está de moda entre los juristas. Existen en el mundo doctorados y maestrías que la tienen por objetivo central; las diversas teorías de la argumentación, desde Toulmin y Perelman hasta Alexy y Atienza, son conocidas y estudiadas como fuentes promisorias de solución a las dificultades de la teoría del derecho y del derecho mismo. Hay que decir que este interés no carece de justificación: no sólo la actividad argumental es la principal tarea que acometemos los abogados, jueces y juristas; además, salvo la lectura de códigos y leyes, es la única fuente de la que extraemos nuestras ideas y nuestra única herramienta para ejercer nuestra tarea cotidiana.

Argumentar, desde luego, es dar razones. Y, si somos leales en el debate, también escucharlas y sopesarlas. Pero ya desde este principio nuestra identificación del concepto se desliza por una pendiente ideológica. En efecto, el uso de la palabra “razón” tiene sus dificultades, ya que se trata de un término polisémico. Razón quiere decir proporción (como la tasa de interés en relación con el capital), y también motivo para una creencia o actitud que el sujeto desea que su interlocutor comparta: dar razones equivale a explicar por qué uno cree cierto enunciado o quiere cierto estado de cosas, de tal modo que nuestro prójimo pueda acaso verse convencido por las mismas razones. Pero, gracias a la tradicional identificación entre el latín ratio y el griego logos, significa asimismo capacidad de pensar y expresarse adecuadamente (alcanzar el uso de razón, estar privado de la razón), aplicar la lógica al pensamiento (razonar) y, lo más grave, hallarse acertado en la elección de las propias creencias o actitudes (tener razón). Esta circunstancia cumple, aun sin que lo advirtamos, una función retórica nada despreciable: nosotros damos razones de lo que decimos, pero es difícil que, cuando hablamos de nuestro adversario, digamos que nos da también razones, sino, en el mejor de los casos, que expone su punto de vista, o expresa sus argumentos. Es que dar razones parece implicar, inconscientemente, tener razón: no en vano es tan común decir que nuestras preferencias éticas provienen de la razón práctica.

A fin de eliminar esta implicación en aras de un análisis más riguroso, propondré omitir la palabra “razones” y hablar, en su lugar, de argumentos, sin prejuzgar sobre su eventual corrección o falta de plausibilidad. Pero también adelanto que la argumentación, por central que sea en nuestra profesión, por convencidos que estemos de su contenido, por excelsa que consideremos su conclusión, no merece el lugar central que tantos iusfilósofos le asignan en la actualidad, sino en todo caso otro, más modesto pero indispensable, que ayuda a recorrer un camino antes que a garantizar la llegada al paraíso.

2.- Estructura y función de la argumentación

Argumentar es proponer uno o más enunciados, llamados argumentos, en apoyo de otro enunciado, llamado conclusión. Su estructura, pues, es idéntica a la del razonamiento lógico: como en el silogismo, hay premisas y una conclusión que se infiere a partir de ellas. La diferencia, empero, consiste en que las premisas de una operación lógica (o matemática) conducen certera e inevitablemente al resultado, porque - por definición - son, en su conjunto, razón suficiente para demostrarlo. En cambio, los argumentos - por definición también - son siempre insuficientes.

Un ejemplo de lo dicho es la inducción, método que ha demostrado en la práctica ser tan útil para la investigación científica y la elaboración de nuestras ideas sobre la realidad sensible: en muchos casos, como en el de la gravedad, hemos confirmado la hipótesis tantas veces, sin una sola falla, que la incorporamos a nuestra ciencia y no vacilamos en apostar nuestra vida a su cumplimiento en el próximo instante. Sin embargo, una ley general de la naturaleza, inferida de un número cualquiera (pero finito) de verificaciones, resulta extrapolada a una infinidad de casos no observados o aún no sucedidos, lo que impide, en términos estrictos, considerar que se halla completamente demostrada. Y, de hecho, las hipótesis científicas permanecen siempre abiertas al riesgo de que un contraejemplo las refute u obligue a reformularlas.

Sin embargo, la inducción científica es, por así decirlo, la perla de la corona de la argumentación. Estamos habituados a adoptar creencias y actitudes a partir de premisas muy escasas o aun ridículamente insuficientes. No sólo nos zambullimos en la piscina seguros de que el agua que en ella vemos no se ha cristalizado bruscamente: salimos a la calle sin paraguas porque vemos brillar el sol, sin consultar el pronóstico meteorológico ni tomar en cuenta que aun ese pronóstico suele equivocarse. Damos crédito a un comprador porque en una o dos ocasiones anteriores satisfizo sus deudas en tiempo y forma. Votamos un candidato porque nos causó buena impresión durante una entrevista en la televisión. Nos casamos a partir de lo relativamente poco que sabemos de la otra persona hasta ahora, e ignorando por completo cómo cada uno evolucionará en el futuro dentro de la relación conyugal. En el extremo, jugamos a pleno un número en la ruleta porque es el día de nuestro cumpleaños.

Poco puede objetarse a esas maneras de actuar: la vida nos exige decisiones a cada momento, tanto en aspectos nimios como en temas de relevante gravedad; y prácticamente nunca pone a nuestra disposición todas las premisas necesarias para garantizar el resultado. Ni siquiera nos permite, en la premura del momento o en el vórtice de nuestras prioridades, salir a buscar algunas de las premisas que no tenemos, pero que tal vez podríamos averiguar. Nuestra mente, consciente o inconscientemente, ejerce una argumentación: toma los argumentos disponibles (normalmente muy pocos), hace de cuenta que fueran todos los que hacen falta (sabiendo que se trata de una ficción casi inevitable), confía en la relación de los argumentos con la conclusión (no siempre con acierto) y adopta el resultado asumiendo todos sus riesgos o, a veces, cargando ese riesgo a terceros.

La estructura argumental, pues, cumple (como puede) una función: la de motivar, en el sujeto, la decisión de creer verdadera cierta proposición no demostrada o de adoptar cierta actitud insuficientemente justificada, para actuar en su consecuencia. Pero aquí es posible encontrar, en la práctica de la argumentación, una bifurcación de caminos. Una cosa es argumentar internamente, para llegar a una conclusión propia, y otra es argumentar frente a terceros, para incitarlos a llegar a una conclusión. La primera puede ser oral o meramente mental; explícita, implícita o aun inconsciente, intuitiva o refleja. La segunda es siempre expresa y casi siempre verbal, ya sea oral o escrita; pero no siempre las dos conducen al mismo resultado. Un argumentador leal, acertado o equivocado que pueda ser, busca convencer a los demás de aquello de lo que él mismo está convencido (un ejemplo fácil es el de un profesor que redacta un texto de geografía). Pero no faltan, tanto en el derecho como en la política y en la vida cotidiana, quienes intentan convencer al otro de aquello que su propia conciencia no necesariamente acepta (un ejemplo de esto es el creativo publicitario).

Esta última distinción se pone de manifiesto en cierta dualidad de objetivos en lo que pudiera llamarse teoría de la argumentación, o técnica argumental. Por un lado, pueden proponerse reglas que se estiman conducentes para regir una buena argumentación: es decir un debate leal, en el que las partes persigan por igual la verdad o el bien y sólo discutan sobre los caminos para llegar al objetivo común. Por otro lado, pueden exponerse las debilidades de la mente humana y los fenómenos de la psicología social, de tal suerte que el operador logre convencer a su prójimo más rápidamente o con mayor intensidad. Apelar a los prejuicios del otro, por ejemplo, podría ser rechazado en el primer camino, pero fuertemente aconsejado en el segundo. La primera orientación es prescriptiva y contiene una notable vinculación con la ética; la segunda es descriptiva, aunque orientada hacia la técnica, y guarda más relación con las ciencias naturales y sociales que con razonamiento moral alguno.

Hay que decir, aunque no nos guste, que las dos orientaciones de la teoría de la argumentación son en sí mismas argumentales; pero, mientras la descriptiva se atiene a la inducción científica, que es la más confiable de las argumentaciones, la prescriptiva queda apresada en las mallas de la razón práctica, que es como llamamos a nuestros deseos menos vergonzosos. Sea como fuere, cualquiera sea el camino que tomemos para analizar y juzgar las argumentaciones concretas en las que participemos, ninguna teoría puede darnos garantías de que una argumentación cualquiera (científica, ética, política, sentimental, publicitaria) conduzca a conclusiones verdaderas, correctas u objetivamente deseables. Lo más que puede hacer una argumentación es exponer y comparar motivos para, acaso, depurarlos y completarlos con la colaboración del prójimo. Y esto no es poca cosa, desde luego.

3.- El soporte de la argumentación

Hay un punto, de todos modos, en el que las dos orientaciones posibles de la teoría de la argumentación coinciden. Ya se trate de convencer a terceros de lo que acaso no compartamos o de sopesar los argumentos para adoptar una decisión propia, en el fondo siempre se trata de un fenómeno de persuasión: nuestra personal atribución de relevancia o relativa suficiencia a argumentos que no la tienen por sí mismos depende de una decantación íntima de motivos, así como la eficacia de una publicidad de lavarropas descanse, tal vez, en recónditos estados disposicionales del consumidor medio, que el vendedor puede explotar en su beneficio.

Sea como fuere, pues, ninguna argumentación es capaz de ejercer su función sin apoyarse en algún punto del pensamiento o de los sentimientos del sujeto. Cuando este punto de apoyo es hallado, el argumentador puede construir sobre él - para sí o para otro, con buena fe o sin ella - un castillo de enunciados que acaso logre su objetivo.

Existe un fenómeno que en el lenguaje cotidiano se describe como que lo que uno oye “entra por un oído y sale por el otro”. Si el sujeto escucha realmente lo que le dicen, pero no cambia un ápice su pensamiento, es porque la argumentación (tendiente a transmitir una creencia o una actitud) no encuentra apoyo en su mente y, por así decirlo, resbala sin causar efecto alguno. Los publicitarios saben bien que sus anuncios o eslóganes serán efectivos en la medida en la que llamen la atención de sus destinatarios (es decir causen en él alguna sorpresa) y, además, la inclinen a su favor (es decir exciten alguna actitud preexistente de tal suerte que la dirijan hacia el objetivo deseado). Hitler explotó hábilmente dos sentimientos extendidos entre los alemanes: la indignación por las penurias posteriores a la Primera Guerra Mundial y el prejuicio antisemita. Dijo que la culpa de esas penurias la tenían los judíos, propuso combatirlos como parte de una reacción para reconstruir el país y obtuvo, como es sabido, un apoyo muy extenso. En el otro extremo ideológico, asistimos a un fenómeno parecido en filosofía del derecho. Existe una apetencia generalizada por diversos estados de cosas que, aunque no son completa ni necesariamente compatibles, todos coinciden en llamar justicia; y también se observa una extensa desconfianza respecto de las leyes y los legisladores. Digamos, pues, que es posible demostrar la justicia (identificándola, por cierto, con el discurso predominante en nuestra cultura) y propongamos subordinar la ley a ella: muchas personas se sentirán tan aliviadas que pasarán por alto las dificultades epistemológicas y metodológicas de esa tesis, así como sus peligros prácticos, y marcharán llenas de ilusiones hacia el brillante destino que se les permite vislumbrar.

Para matizar aquellos ejemplos tan polémicos, recordemos la histórica discusión entre Galileo y los astrónomos de Pisa acerca de los satélites de Saturno. Los argumentos positivos, fundados en la observación telescópica, no surtían efecto alguno porque los astrónomos tradicionales no confiaban tanto en lo que podía verse como en su interpretación de los textos aristotélicos. La generalización de un punto de apoyo universal, identificado con la verificación empírica, para cualquier argumentación tendiente a generar la creencia en ciertas proposiciones descriptivas, constituyó el centro de la revolución copernicana y el punto de partida para el desarrollo de la ciencia moderna.

Es posible proponer también un ejemplo valorativo. Supóngase la controversia acerca de la despenalización del aborto. Una persona convencida de la sacralidad de la vida humana por sí misma será impasible frente a un argumento como el de la muerte de muchas mujeres por abortos clandestinos; este argumento, en cambio, puede apoyarse en sentimientos de quien, sin adhesión religiosa, siente empatía por las personas ya nacidas; y más aún si se trata de una militante feminista.

Nada de esto, por cierto, arroja luz sobre la mayor o menor plausibilidad de los argumentos: apenas indica una condición para su efectividad psicológica.

4.- La contra-argumentación

Ya he dicho que el valor efectivo de una argumentación, tanto en su versión leal como en la de persuasión a toda costa, jamás es concluyente. En ocasiones es muy elevado y en otras es más débil; pero esto depende siempre del “colchón” mental en el que lleguen a depositarse. Por ejemplo, la argumentación científica (no me refiero a las hipótesis en debate, sino a las afirmaciones más aceptadas, contenidas en un texto de física o química) goza de enorme plausibilidad leal a la vez que tiene gran poder de convicción; pero esto se debe, en el primer caso, a que casi todas las personas medianamente cultas se sienten incapaces - salvo acaso en temas religiosos - de resistir los argumentos fundados en la observación empírica, ya que están convencidos de que ellos conducen a la verdad; y, en el segundo, a que la mayoría de las personas está habituada a pensar del mismo modo. Hay que aclarar, sin embargo, que este hábito puede verse contrarrestado por una dosis de pensamiento mágico y, especialmente en nuestros días, por el fenómeno de las fake news que da lugar a la llamada posverdad: la abusiva influencia de los sentimientos y prejuicios sobre las creencias respecto de los hechos concretos, con lo que, a su vez, se realimentan los propios prejuicios.

Ya que cualquier argumentación es en alguna medida insuficiente, es siempre posible argumentar en sentido contrario. En este punto desecharé los métodos desleales de la posverdad y del burdo recurso a los prejuicios, para mantener el análisis en el marco de lo académicamente aceptable. Hay métodos para contra-argumentar; pero corresponderá a quien los use decidir si realmente sus contra-argumentos lo convencen, o al menos le impiden aceptar la argumentación de su interlocutor, o bien si, al emplearlos, se está “pasando al lado oscuro de la fuerza” argumental.

Para esto es preciso distinguir dos clases de argumentos, que bien pueden coexistir en una misma argumentación: los descriptivos y los valorativos.

Argumentos descriptivos

Un argumento descriptivo es necesariamente verdadero o falso, con independencia de que su valor de verdad sea conocido o ignorado. Es posible, pues, atribuirle falsedad. Para esto es preciso demostrar que no es verdadero, o por lo menos señalar que las pruebas de su verdad no son convincentes. Esto último puede dar lugar, a su vez, a una argumentación dentro de otra, especialmente cuando la materia de la afirmación no es directamente verificable. Por ejemplo, la afirmación de un hecho histórico - como los que se investigan en un proceso judicial - se funda necesariamente en documentos y testimonios (invocados como argumentos), por lo que es posible atacar la autenticidad o la veracidad de tales elementos, o bien afirmar que ellos, aunque no se los discuta, son en sí mismos insuficientes para fundar la creencia sobre la que reposa el argumento discutido.

Pero, aun aceptando la veracidad de un argumento descriptivo, todavía es posible argumentar contra él. Por ejemplo, invocando otros hechos, también demostrables, que puedan comprometer su valor final relativo en la conclusión. Y, aun sin hacer esto, el sujeto puede sostener que ese valor es, al fin de cuentas, bastante menor que el que el contrincante le atribuye.

Sigamos con el ejemplo ya propuesto. Los partidarios de despenalizar el aborto alegan, entre otras cosas, que muchas mujeres mueren a consecuencia de abortos clandestinos. Desde el otro lado, puede decirse que la proporción de tales casos es mucho menor, o que el número ha sido exagerado por fuentes interesadas, o que el número de tales muertes es apenas una fracción de las que suceden por otras causas, por lo que no es tan importante. O, finalmente, que el argumento es completamente verdadero, pero en el aborto el feto muere siempre, de modo que es numéricamente mejor mantener la prohibición. A su vez, los antiabortistas invocan la sacralidad de la vida humana, pero sus opositores dicen que durante las primeras semanas de la gestación no existe un verdadero ser humano, sino un tejido eventualmente capaz de convertirse en uno.

Argumentos valorativos

Un argumento valorativo, en cambio, no es susceptible de afirmarse ni negarse de la misma manera. De hecho suele invocárselo como verdadero y negárselo como falso; pero en este caso la verdad y la falsedad adquieren un sentido diferente: como no hay un método intersubjetivo, semejante a la observación empírica, para dirimir las controversias valorativas, todo el debate se desarrolla en un terreno opinable, en el que las mayorías pueden imponer su criterio democráticamente pero no demostrar palmariamente que la minoría esté equivocada. De este modo, oponer una valoración a otra contribuye a clarificar la cuestión, pero no a resolverla. Sin embargo, todavía es posible contra-argumentar en el campo valorativo.

En primer lugar, se puede mostrar al argumentador que en realidad no está tan convencido de lo que sostiene como él cree estarlo, o al menos limitar los alcances de su valoración. En el mismo tema del ejemplo anterior: “Usted sostiene que la vida humana es sagrada, pero es partidario de la pena de muerte. O de la defensa propia. O de la guerra ‘justa’” (esto, desde luego, abre la puerta a distinciones entre las justificaciones de la guerra, pero de todos modos disminuye la “sacralidad” de la vida). Otro recurso efectivo (y a la vez adaptado al marco de la lealtad) es poner al interlocutor ante la generalización de su propio criterio: “Si usted sostiene esto en este caso, también debería sostenerlo en los casos tal y tal: ¿aceptaría usted esa aplicación?” Un contra-argumento de esta clase - en el que la valoración de su usuario no se pone en juego, porque sería inútil - puede conducir al interlocutor a revisar y acaso limitar su propio criterio valorativo, lo que acaso podría reducir su fuerza de convicción en el interior de su mente.

Un camino más, semejante al disponible para los argumentos descriptivos, es aceptar lisa y llanamente la valoración invocada, pero discutir su aplicación al tema o, en todo caso, disminuir la intensidad de esa aplicación. Por ejemplo: “Concuerdo con usted en que la inflación es un fenómeno distorsivo y cargado de efectos perjudiciales para los más vulnerables. Pero vea usted que en estos momentos de crisis extrema el estado carece prácticamente de fondos, de modo que no está en condiciones de pagar los salarios de sus empleados y las acreencias de sus proveedores sino en alrededor de 10% de su valor. ¿Se imagina el descalabro económico y el caos social que se producirían si, para no emitir moneda, el estado declarara que a partir de hoy no puede pagar a nadie?” Esto equivale, por cierto, a contraponer a la valoración del interlocutor una valoración diferente, pero no del sujeto que discute, sino del propio interlocutor.

El resultado final de argumentos y contra-argumentos, desde luego, no es aceptablemente previsible: cada persona sopesa unos y otros y adopta su parecer (su creencia o su actitud) de acuerdo con su elaboración a partir de los argumentos y del “colchón” mental individual en el que cayeron. De paso, vale la pena señalar que esta imposibilidad de demostración e incluso de previsión es precisamente el centro de la justificación del sistema democrático: ya que no podemos convencernos los unos a los otros, discutamos primero y votemos después. El resultado no será necesariamente el deseable, pero al menos será el mayoritariamente deseado, por cuenta y a riesgo de quienes lo prefieran.

5.- El culto de la argumentación y el recurso a la ponderación

Como señalé antes, hay un sentimiento generalizado de avidez por el control moral del derecho. Los horrores de la Segunda Guerra Mundial y la reacción a partir de los juicios de Núremberg generaron una desconfianza hacia las leyes y los legisladores, incluso los democráticamente elegidos, y vienen abonando con intensidad la tesis según la cual el derecho no se agota en la ley, sino reposa ante todo en los valores y los principios. Estos valores y principios se incorporan incluso a las constituciones, con lo que adquieren el carácter de derecho positivo, pero no por eso resuelven el fondo del problema, que consiste en la identificación certera de las conductas que se pretende hacer obligatorias. Por el contrario, esta tendencia políticamente plausible resulta contraproducente en el campo de la técnica jurídica, pues deja cada vez más abierto el campo interpretativo de los tribunales, especialmente en el más alto nivel del sistema legal.

Aquella tendencia, para no convertirse en caótica, necesita su complemento ideológico: la postulación de un método (no precisamente democrático, sino dotado de cierta objetividad) para decidir la mayor o menor justicia de cada conducta, de cada ley y de cada decisión judicial.

Ese complemento fue provisto durante mucho tiempo por el viejo iusnaturalismo, alguna vez de base fuertemente religiosa y más tarde fundado en conceptos de difícil aprehensión, como la naturaleza del hombre o la naturaleza de las cosas, e instrumentado mediante una especie de introspección moral (intuición axiológica, conciencia, recta razón); introspección que, con toda probabilidad, pone de manifiesto los resultados de la educación recibida por el sujeto, sumados a las vicisitudes de sus experiencias personales.

En nuestros días se invoca la argumentación como una fuente de conocimiento de la justicia, y la naturaleza argumentadora del hombre como un dato de la realidad del que pueden extraerse conclusiones normativas. De acuerdo con lo que vengo exponiendo, no parece que la práctica argumental ni los buenos consejos para desarrollarla lealmente sean suficientes para enseñarnos, en los casos concretos, a distinguir una argumentación mejor de otra peor: lo más que pueden hacer es mostrarnos cuándo un argumento, ya sea por su falta de atingencia, su falsedad o su conflicto con otros argumentos de la misma argumentación, es en principio desechable. Este aporte de la teoría de la argumentación es sin duda muy apreciable, pero difícilmente la habilite para ocupar, en la jerarquía de las fuentes cognoscitivas de la justicia, el lugar que en un tiempo fue reservado a la revelación divina.

Si las cosas fueran de otro modo, si la argumentación tuviera las virtudes que implícitamente se le atribuyen, la mayor parte de los problemas del derecho estarían resueltos y mucha de la actual actividad de abogados, jueces y juristas se revelaría excesiva e innecesaria.

Esta reflexión puede ilustrarse con el papel que en nuestros días se atribuye a la ponderación. En efecto, si los derechos y los principios son jurídicamente obligatorios pero no son estrictamente reglas de conducta sino, como acertadamente señala Alexy, mandatos de optimización, es posible que en cada caso haya uno o más principios de cada lado del conflicto, de modo que hace falta ponderarlos. Es decir (metafóricamente) pesarlos, comparar la magnitud de unos y otros en las circunstancias de hecho dadas. En esta situación, todos los jueces ponderan y fundan en esa ponderación buena parte de sus decisiones; pero nadie ha podido hasta ahora establecer un método universal de ponderación siquiera comparable al uso que en la realidad física damos a la balanza de platillos, dotada de un sistema común de pesas y medidas y receptora de objetos físicos cuya masa es unívoca y no depende del parecer de ningún observador. En la práctica, la ponderación no es otra cosa que la decisión consciente que el intérprete adopta sobre bases parcialmente inconscientes, ya que - como toda argumentación - encuentra su colchón y su motor en la formación cultural y las experiencias personales - acaso ya olvidadas en el nivel consciente - del sujeto.

Sin embargo, sería inconveniente negar a la argumentación todo valor, ya que, de hecho, es la única herramienta de la que disponemos para hacer nuestro trabajo jurídico. Aunque ella no sea lógicamente concluyente ni tenga efectos certeramente previsibles, todavía puede sujetarse a las reglas de la argumentación leal y ser vehículo para el debate entre las opiniones divergentes. Con sólo dejar de atribuirle virtudes trascendentes, darle empleo consciente y sistemático y convertirla en instrumento de debate, es posible que las interpretaciones de cada uno sobre valores, principios y normas, así como las diversas ponderaciones que en cada mente se ejerzan acerca de esos elementos vayan saliendo a la luz para ser públicamente comparadas y sirvan para convencer primero, negociar después y votar en último término. A su vez, el control público de todo este procedimiento contribuiría a afinar sus detalles y a tornar los resultados más afines con los sentimientos de la mayoría de los ciudadanos, con lo que la práctica del derecho podría verse más cerca de la revolución copernicana que nunca tuvo.

Sin embargo, para que eso se logre es preciso avanzar trabajosamente en un campo psicológicamente hostil, porque requiere introspecciones dolorosas y nada tradicionales. Primero hay que reexaminar el significado de las palabras para descartar en lo posible su contenido emotivo, que limita nuestra capacidad crítica; luego hay que atreverse a bucear en la propia conciencia para hacer frente a las contradicciones internas y, por último, tener el coraje de exponer los pensamientos y preferencias sin la coartada del caso judicial concreto, de tal modo que pueda abrirse, para nuestra vieja amiga la argumentación, un campo de actividad real, operativo y fructífero.

Bibliografía:

Alexy, Robert, Teoría de la argumentación jurídica, Lima: Palestra, 2006. [ Links ]

Atienza, Manuel, Las razones del derecho. Teorías de la argumentación jurídica, México: UNAM, 2005. [ Links ]

Guibourg, Ricardo A “Alexy y su fórmula del peso”, en Gustavo A. Beade y Laura Clérico, (eds.) Desafíos a la ponderación, Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2011, págs. 157/187. Versión en inglés: “On Alexy’s Weighing Formula”, en ARSP n. 124, Legal reasoning: the methods of balancing, 2010, pp 145-159. [ Links ]

Perelman, Chaim y Olbrechts-Tyteca, Lucie, Tratado de la argumentación: la nueva retórica, Madrid: Gredos, 2009. [ Links ]

Toulmin, Stephen, The uses of argumentation, Cambridge: University Press, 1958. [ Links ]

Contribución de autoría: 100% Ricardo A. Guibourg

1Estas dos disyunciones no son coincidentes. No toda propaganda es venal. Es normal que las personas deseen convencer a otras de aquello de lo que ellas mismas están convencidas. También sucede a veces que un individuo intenta convencerse a sí mismo de algo que en principio rechaza; y en ocasiones lo logra, especialmente cuando media una fuerte presión externa o una emoción sobreviniente.

2Fake news y posverdad son palabras nuevas para referirse a prácticas viejas como el mundo. Un ejemplo histórico es el de los Protocolos de los sabios de Sión, panfleto ideado para justificar los pogromos de la Rusia zarista que convenció y excitó durante un siglo a quienes ya abrigaban un prejuicio antisemita.

3El derecho procesal acoge expresamente esta posibilidad mediante el principio del onus probandi.

4Ha de notarse aquí que la propia idea de democracia sería difícilmente justificable si existiera un método objetivo y confiable para la adopción de decisiones políticas apropiadas. Tanto la democracia como, en buena medida, la institución judicial, tienen su raíz en el carácter opinable (dependiente de argumentos insuficientes) de los temas que tales instituciones están destinadas a tratar.

5Alexy, por cierto, ha propuesto una “fórmula del peso”. Sobre este punto, cfr. Guibourg, R.A., “Alexy y su fórmula del peso”, en Gustavo A. Beade y Laura Clérico (eds.), Desafíos a la ponderación, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2011, págs. 157/187. Versión en inglés: “On Alexy’s Weighing Formula”, en ARSP n. 124, Legal reasoning: the methods of balancing, 2010, pp 145-159.

Recibido: 18 de Junio de 2018; Revisado: 04 de Julio de 2018; Aprobado: 06 de Diciembre de 2018

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons