Introducción
Las profundas transformaciones que en las últimas décadas vienen experimentando las sociedades modernas, han provocado -como es notorio- verdaderas reconfiguraciones que atañen no sólo a lo económico, a lo político y a lo social, sino también y con singular impacto, a las diversas áreas del conocimiento teórico y práctico vinculadas a tales aspectos. Y ello, como es obvio, es lo que viene ocurriendo también al interior del Derecho penal.
Por su parte, tales reconfiguraciones son dables de ser observadas desde una perspec- tiva meramente nacional o interna o también -y ello parece revestir de mayor atractivo y solidez científica- desde una visión inter o supranacional, es decir, más global.
En los hechos, si algún tema, en la bibliografía penal contemporánea, es merecedor de una consideración cercana al consenso, ése es, precisamente, la distancia existente entre el moderno Derecho penal1 y su, cada vez más lejano, antecesor modelo clásico.2
Y es que, en efecto, no resulta una tarea sencilla pretender armonizar los actuales fenómenos delictivos, ni las regulaciones penales vigentes o proyectadas, con las coordenadas liberales que marcaron el mundo jurídico penal occidental -al menos- desde la Ilustración, en especial, si se toma nota de las singulares aristas y proyecciones internacionales de la cuestión.
A un plano conceptual distinto, claro está, corresponde la discusión en torno a las bondades o defectos de esta evolución, e incluso, a si resulta razonable -o ya es utópico- exigir, dado el actual estado de situación, un retorno sin más al modelo clásico.3 Según Schünemann4, el Derecho penal se encuentra ante un verdadero callejón sin salida: entre la intransigencia de la Escuela de Frankfurt (abocada a insistir, casi infantilmente, en la vigen- cia absoluta de los principios clásicos) y la capitulación del Derecho penal del enemigo de Jakobs y buena parte del funcionalismo de Bonn.
Ocurre que, en las últimas décadas, y a un ritmo cada vez más acelerado, conviven en la transformación de la sociedad y en consecuencia, también de la criminalidad y en el propio estado de situación del Derecho penal, dos grandes dimensiones:
Por un lado, el fenómeno de la globalización que, en sus consecuencias técnicas, so- ciales, económicas y políticas, ha resultado ser un terreno más que propicio para un incesante auge de los delitos trasnacionales y para la génesis y expansión de verdaderas redes criminales multinacionales, y que, indefectiblemente, coloca al Derecho penal ante una muy incómoda encrucijada, pues:
o se mantiene encorsetado en la vieja vestidura del Derecho penal clásico, aislado en la estructura de la soberanía nacional estatal e intentando dar respuestas -a modo de golpes al aire- que llegan, mal y tarde, a fenómenos criminales que ya han vuelto a mutar hacia otro rumbo; lo que en definitiva, no supone otra cosa que claudicar del ejercicio del ius puniendi frente a las organizaciones y modalidades criminales más peligrosas y sofistica- das, arriesgando, en consecuencia, no sólo su efectividad sino incluso, su propia legitimidad democrática;
o por el contrario, comienza a ensayar nuevos caminos que le permitan estar, mínimamente, a la altura de las circunstancias actuales, procurando convertirse él mismo, en un Derecho penal efectivo trasnacionalmente, a la par de los fenómenos criminales que intenta combatir.
Sobre esta dimensión, y sobre los múltiples problemas y desafíos que allí es dable encontrar, volveré más adelante, en el capítulo 3 de este trabajo.
Por ahora, y en el desarrollo del capítulo 2, quiero detenerme en una segunda carac- terística de las sociedades modernas, y por ende también del actual estado de situación del Derecho penal; y es que, además de la universalización de la globalización de los fenómenos delictivos, las sociedades modernas son sociedades basadas en la creación de riesgos y funda- mentalmente, de riesgos anónimos.
Y es, precisamente, en la interacción o concurso entre esos riesgos cada vez mayores y más sofisticados, y la inagotable expansión de las conductas y su anonimato, por fuera de los límites materiales y naturales que durante siglos contuvieron al comportamiento humano y a sus efectos, dentro de un parquet de consecuencias físicas limitado, que se ha forjado el carácter de buena parte del moderno Derecho penal.5
La hipótesis que orienta al presente trabajo consiste en señalar -dado el actual estado de situación trasnacional de los fenómenos delictivos- algunos de los desafíos que, en las próximas décadas, habrá de enfrentar el Derecho penal, en cuanto a su eficacia y en consecuencia, también y fundamentalmente, en relación a su propia legitimidad democrática.
Derecho penal del riesgo
Este Derecho penal del riesgo, como le ha dado en llamar la doctrina alemana -y bajo su impulso, buena parte de la doctrina comparada- se caracteriza, principalmente, por una marcada expansión frente al núcleo clásico, expansión que ha tenido lugar -y presumiblemente lo hará aún con mayor vigor- en múltiples dimensiones.6
La ampliación de las esferas de protección
La primera característica de las legislaciones penales vigentes,7 es la ampliación de las esferas de protección hacia horizontes antes ignorados por el Derecho penal, como la tutela del ambiente y la creación de delitos de daño o puesta en peligro del ecosistema, la tutela del mercado y la creación de delitos de competencia desleal, abuso de poder dominante y la protección del orden socioeconómico. Así como también, y muy intensamente, con las múltiples figuras delictivas relacionadas con el lavado de activos y el incumplimiento de deberes formales de prevención de esos riesgos, entre otros variados ejemplos8.
En este sentido, el continuo -y cada vez más extendido- requerimiento social de más Derecho penal en los ordenamientos jurídicos modernos,9 a modo de conjura global contra todos los males, ha supuesto una modificación sustantiva en la concepción misma del bien jurídico tutelado, pues, como acertadamente señala Hassemer, la protección de bienes jurídicos ha dejado de ser un criterio fundamental de restricción del Derecho penal, para erigirse en el fundamento de la exigencia de más Derecho penal.10
Y ello, como es lógico, ha supuesto que la intervención penal no sea vista como de ultima ratio, sino como primer o único remedio jurídico a los males sociales; circunstancia que, naturalmente, socava los cimientos del Derecho penal de una sociedad democrática y en consecuencia, la relación misma entre el Estado y los ciudadanos, pues, como afir- ma Ferrajoli: "(...) una política penal de tutela de bienes tiene justificación y fiabilidad sólo cuando es subsidiaria de una política extrapenal de protección de los mismos bienes."11 Principio éste, que ya había sido advertido, dos siglos antes por Montesquieu, al afirmar que:
"Toda pena que no se derive de la necesidad es tiránica; la ley no es un mero acto de poder, y las cosas indiferentes no le incumben."12
Incluso antes, y más gráficamente, el punto había sido señalado por Santo Tomás de Aquino, al sostener que: (...) la ley humana está hecha para la masa, en la que la mayor parte son hombres imperfectos en la virtud. Y por eso la ley no prohíbe todos aquellos vicios de los que se abstienen los vir- tuosos, sino sólo los más graves, aquellos de los que puede abstenerse la mayoría y que, sobre todo, hacen daño a los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría subsistir, tales como el homicidio, el robo y cosas semejantes.13
Aún más, en la actualidad, la propia descripción del objeto de tutela penal ha aban- donado su carácter individual y personal; siendo dable advertir que, los modernos bienes jurídicos se estructuran, con inusual frecuencia, bajo modelos, a la vez, institucionales y universales, como ocurre en el lavado de activos;14 y en consecuencia, su descripción, por naturaleza ambigua, legitima o justifica casi cualquier intervención judicial penal, abjurando -de este modo- de su natural función de contención del jus puniendi.15
La transformación de la imputación penal
Las manifestaciones de este proceso, sin embargo, no se circunscriben única, ni mayoritariamente, a la incorporación de un novedoso elenco de bienes jurídico-penales de formato institucional e impersonal, sino que atañen también -y muy especialmente- al modo en que esa intervención penal se lleva a cabo, es decir, a las reglas de imputación penal y al diseño de la estructura típica de las figuras delictivas.
Y ello, al punto que, para algunos autores, como es el caso de Prittwitz,16 es precisamente en este punto, donde se observa, con mayor claridad, el adelantamiento de la frontera de las conductas punibles respecto del límite clásico del derecho penal liberal.
Y en efecto, esta verdadera anticipación de la intervención penal se deja traslucir en múltiples y variadas formas.
Así, mientras que por un lado, las legislaciones penales modernas se orientan, mayo- ritariamente, hacia la creación de delitos de peligro, con particular predilección por la moda- lidad del peligro abstracto17 y ello, en desmedro de los clásicos delitos de resultado, también avanzan, indefectiblemente, hacia una mayor punición -y más frecuente- de los delitos ten- tados, e incluso, de los actos preparatorios sin comienzo de ejecución. Circunstancias que, hasta hace unos años, eran verdaderamente excepcionales en el Derecho penal comparado.
Por su parte, y en forma concurrente, es dable advertir, en la moderna normativa criminal, un excesivo recurso a la utilización de la fórmula de comisión por omisión, para justi- ficar la sanción -desde el Derecho penal- al mero incumplimiento de deberes formales de vigilancia o prevención, a modo de reafirmar la obligatoriedad jurídica de las propias normas; y similar fenómeno expansivo, se pone de manifiesto, al extender el reproche de conductas no directamente intencionales -en no pocas ocasiones, asimilando la respuesta punitiva de las conductas culposas y dolosas- y al ampliar, con excesiva generosidad, las esferas típicas de los grados de coparticipación criminal, lo que supone también, la aplicación de formas, más o menos directas, de expansión del Derecho penal.18
Las cuestiones procesales
Esta moderna tendencia, sin embargo, no permanece contenida en el parquet del Derecho penal sustantivo o en las estructuras dogmáticas que le dan cima, y se adentra también, en aspectos procesales penales, cuyo reflejo más notorio, es la flexibilización de las garantías penales y procesales clásicas y la relativización o distensión de los principios de contención del ius puniendi.19
Así, las exigencias derivadas de la presunción de inocencia y del principio de legalidad que, no hace mucho tiempo, constituían una barrera infranqueable frente a las demandas de actuación penal, hoy son consideradas meros formalismos que es preciso superar, raudamente, para dar una pronta respuesta a las incesantes demandas sociales de mayor seguridad.20
Tal es el caso, por ejemplo, del debilitamiento de la presunción de inocencia, a partir de la aparición de ilícitos como el de enriquecimiento injustificado, o la importancia acordada al incumplimiento o desatención a guías de señales de riesgo de lavado de activos y otras presunciones semejantes, como fundamento del reproche penal en concreto.
Otro tanto acontece, también en relación a la presunción de inocencia, respecto de una de sus manifestaciones más relevantes: la garantía contra la autoincriminación, que pare- ce haber sido hecha a un lado, por la constante utilización de herramientas de investigación como la delación premiada, la figura del testigo protegido, el agente encubierto y los sofisticados mecanismos de interceptación telefónica y seguimiento a distancia, tan dilectos por las legis- laciones penales modernas de combate al lavado de activos.21
La flexibilización del principio de legalidad
De similar deterioro es objeto, en los últimos años, el principio de legalidad, antes, verdadera regla de oro del Derecho penal. La primera afectación, al nullum crimen nulla pena, ocurre con el permanente dictado de normas, con contenido penal, que no forman parte del Código, al punto que, en buena parte del Derecho comparado, la mayoría de las infracciones penales no están contenidas en el Código, sino en leyes especiales.22
A su vez, las remisiones legales -cada vez más frecuentes- a normas de menor jerar- quía, como decretos, resoluciones administrativas y circulares del Banco Central, socavan al requisito de estricta legalidad, de un modo incluso aún más grave.23
Al tiempo que, en no pocas ocasiones, el contenido del principio aparece burlado, bajo una forma ciertamente más velada, mediante la redacción de figuras delictivas con verbos nucleares excesivamente ambiguos, tal y como ocurre, en el lavado de activos, con las expresiones: participar, colaborar, asistir y prestar ayuda.
Desafíos para un Derecho penal del riesgo constitucionalmente legítimo
Así pues, el Derecho penal moderno ha expandido su intervención hacia nuevos sectores, mediante formulaciones típicas amplias o de remisión a normas de inferior jerar- quía, con frecuencia sobre la base del peligro al objeto de tutela y de imputaciones omisivas, extendiendo, simultáneamente, el ámbito de reproche, a la realización de actos previos sin comienzo de ejecución típica.
Circunstancias todas ellas, que tienen lugar en un clima de notorio deterioro de las garantías penales y procesales y fundamentalmente, de los clásicos principios de contención al ejercicio del poder penal.
En definitiva, la concepción clásica del Derecho penal, de cuño liberal y garantista, como instrumento de defensa del ciudadano frente al poder sancionatorio del Estado, ha sido desplazada, en las últimas décadas, -y al abrigo de una constante exigencia ciudadana de mayor intervención jurídico penal del Estado- por una innegable expansión de normas de contenido penal e incluso, meramente policial, que permite afirmar, precisamente, que el Derecho penal ya no es lo que era.
Afirmación que, justo es precisarlo, no responde a una melancólica nostalgia, sino a la constatación de la realidad, pues como enseña Zagrebelsky: "Tal vez sea ésta una conclu- sión que no satisfaga las exigencias de claridad, pureza y coherencia del pensamiento, pero la convivencia humana no es asunto de puro pensamiento."24
Y es que, los tiempos que corren -a estas alturas parece obvio- exigen alejarse, en igual medida, de los fundamentalismos dogmáticos, pero también, del conformismo que esclaviza las razones teóricas a los usos y costumbres de la práctica legislativa de turno.
En ese sentido, el desafío actual y futuro de la ciencia penal en las modernas sociedades del riesgo, y el propio objetivo de la dogmática penal contemporánea no se agota -ni podría hacerlo ya- en la elaboración de una sofisticada teoría del hecho punible, ni en las diversas cuestiones vinculadas a ella, sino también y muy principalmente, en la determinación científica de las concretas condiciones de legitimidad de un modelo de Derecho penal propio de una democracia constitucional moderna.
En definitiva, en determinar criterios concretos y operativos que permitan establecer límites para distinguir el ejercicio del ius puniendi legítimo de aquél que no lo es.
Es que, si como parece obvio, uno de los rasgos principales de una democracia cons- titucional moderna, es, precisamente, que el legislador penal no está facultado a diseñar la política criminal a su entero y discrecional arbitrio, sino que, también él, está sujeto a principios y reglas que garantizan la plena vigencia de los derechos fundamentales y cuya observancia o inobservancia habrá de determinar la propia legitimidad de esa política criminal; de ello se sigue la lógica necesidad que el respeto a ésos derechos fundamentales pueda ser, de algún modo, efectivamente contrastado.
Recientemente, y cada vez con mayor amplitud y sofisticación, el Derecho penal constitucional comparado muestra que, en la verificación de la razonabilidad del ejercicio del poder político en materia penal, el principio de proporcionalidad resulta ser una herramienta extremadamente apropiada para esa función.
De allí que buena parte de los desafíos para la ciencia penal en los próximos años, habrán de encontrarse, en los desarrollos del principio de proporcionalidad penal, como instrumento de contralor en la creación y diseño de un Derecho penal constitucionalmente legítimo.
En especial, y ello atañe también y en muy buena medida, al Derecho Constitucional o Político, al alcance y utilización del principio de proporcionalidad penal, en el diseño de la política criminal legislativa, por parte de las Cortes Constitucionales.
Derecho penal de la globalización
Ahora bien. Junto a esta dimensión de la expansión del riesgo y del anonimato de sus fuentes, las sociedades modernas se han ido transformando, a un mismo tiempo, en socieda- des altamente globalizadas, esto es, universales.
Y ello tampoco es ninguna novedad, pues la vida cotidiana evidencia, a cada paso, que las clásicas fronteras territoriales, carecen de un valor significativo en las interacciones socia- les y en consecuencia, tampoco obstaculizan o limitan en modo alguno, sino lo contrario, el desarrollo de los fenómenos criminales.
Para muestra de este verdadero apogeo de la criminal globalizada, basta con mencionar:
las cada vez más complejas redes financieras de delincuencia económica y lavado de activos,
el riesgo y la exposición a daños ambientales o biotecnológicos, difíciles de encua- drar en las artificiales categorías de fronteras nacionales, y
las poderosas organizaciones criminales dedicadas a la pornografía infantil y a la piratería intelectual e informática,
y las variadas modalidades de tráfico, de personas, de órganos, de armas, etc.,
... que son, apenas, algunos ejemplos de la realidad criminal de nuestros días y fun- damentalmente, de lo que cabe esperar del fenómeno delictivo de aquí en adelante.
Se trata pues, de nuevas y más complejas formas delictivas, que aprovechan -y vaya si lo hacen- las inagotables posibilidades técnicas y económicas del mundo globalizado, pero no sólo de eso, sino también, de novedosas y desafiantes modalidades especiales de autoría y coparticipación criminal, de la exponencial multiplicación y anonimato de las víctimas y de los victimarios y de una expansión geográfica sin precedentes del iter criminal y de la dispersión y refugio trasnacional de sus ilegales beneficios económicos.
De allí que, si el orden jurídico penal, en tanto ordo -ordenador- aún pretende des- empeñar algún rol relevante en las complejas interacciones sociales modernas, no puede permanecer de espaldas a los desafíos de la sociedad globalizada, ni a la dimensión y alcance de sus complejidades y problemas.
Pues como intuían los clásicos -y con lucidez señala ahora Jakobs- el Derecho penal constituye una tarjeta de presentación de la sociedad altamente expresiva,25 de allí que quepa exigirle al Derecho penal sus mayores esfuerzos por asumir, con seriedad y convencimiento el desafío de estos nuevos y acuciantes problemas sociales.
En consecuencia, como adelantara, si el Derecho penal moderno pretende estar mínimamente a la altura de las circunstancias, no puede sino procurar convertirse, él también, en un Derecho penal globalizado, esto es, en un Derecho penal efectivo trasnacionalmente.
Y es precisamente, en la búsqueda de modelos normativos que permitan acercarnos a un Derecho penal efectivo trasnacionalmente, donde la ciencia penal -según los reales resultados que sea capaz de alcanzar en los próximos años- deberá rendir cuentas sobre su verdadera capacidad de realización y, en definitiva, sobre su propia legitimidad.
Por el momento, en esa búsqueda de un Derecho penal efectivo trasnacionalmente, es posible identificar en el Derecho penal comparado, dos grandes modelos o sistemas, sin perjuicio de la existencia de una gran variedad de formas mixtas o combinadas.
Modelo de cooperación entre Estados
Por un lado, es cada vez más frecuente hallar sistemas orientados a la cooperación y asistencia entre Estados, a partir de los cuales, las decisiones adoptadas en uno de ellos, resultan aplicables o convocan efectos, en otro Estado.
Este modelo, como es natural, se orienta a dotar de una mayor intensidad y operatividad práctica al esquema clásico de asistencia y colaboración judicial y administrativa, esto es, la cooperación penal internacional.
De allí que, si bien desde una perspectiva meramente teórica, el modelo cooperativo aparenta carecer de originalidad, tampoco es menos cierto que, en no pocas ocasiones, los resultados concretos y prácticos que es capaz de arrojar, no resulten en absoluto desdeñables. Como es lógico, un modelo jurídico de este tipo, orientado o basado en la cooperación o asistencia entre Estados, exige un fuerte componente de confianza recíproca entre los Estados parte, lo que ciertamente dificulta sus reales posibilidades de éxito por fuera de espacios supraestatales cultural, social e incluso, políticamente homogéneos o afines. De allí que, buena parte de los logros del modelo cooperativo, hayan tenido lugar al interior de la Unión Europea.
Por su parte, y si bien ello ocurre con mayor intensidad en el modelo supranacional, también el sistema de cooperación entre Estados, exige una determinada renuncia o limita- ción -aunque voluntaria- a la soberanía. Lo que no deja de ser un aspecto de singular im- portancia, desde el momento que -como enseña Cañardo- es, en las normas penales, donde el atributo de soberanía luce más fuerte.
En los hechos, según el autor:
Esto es así porque son más imperativas que otras variedades de normas. Entendiendo por imperativas las prescripciones acompañadas de un alto grado de coerción incluyendo el uso de la fuerza pública. El Estado soberano es ese repositorio de legítima violencia, y la dimensión coercitiva de un proceso criminal da peso a esta afirmación. Debido a que la coerción organizada es una característica que acompaña al derecho criminal es mucho más fácil de identificar en el ejercicio y en la prerrogativa de la soberanía nacional.26
En sentido similar, Sieber ha señalado que: "En el ámbito de los modelos de solu- ción cooperativos cuenta sobre todo la cuestión de en qué medida un Estado que solicita asistencia judicial debe ser apoyado en la persecución de tipos de comportamiento que son impunes en el Estado solicitado."27 Para concluir, a partir de la constatación de esa dificultad, que: "Aquí existe una colisión entre la efectiva imposición trasnacional del Derecho penal y la protección del ciudadano contra una distensión extraterritorial excesiva del Derecho extranjero." Lo que, ciertamente, está lejos de ser un problema menor.
Con seguridad, sea en mérito a estas dificultades que, por el momento, los avances más significativos al interior del modelo de cooperación se hayan conseguido, fundamental- mente, en relación al reconocimiento y aplicación de penas de multa, órdenes de detención europea y exhortos europeos de obtención de pruebas, siempre -claro está- al interior del espacio europeo.
El modelo de cooperación entre Estados, pues, y aunque en forma acotada, ha logrado algunos avances significativos en la trasnacionalidad del Derecho penal, en especial, en lo que hace a la jurisdicción procesal o de aplicación28 y, en la mayoría de los casos, vinculado a las normas del soft law penal y no tanto, como sería deseable, respecto al hard law.
Modelo de supranacionalidad
Frente al modelo de cooperación entre Estados, se alza otro modelo, verdaderamente más ambicioso en su contenido, y que, en los últimos años, parece concitar un grado cada vez mayor de atención, no sólo en el siempre reducido mundo académico, sino también -y quizás ello sea lo más relevante- en el ámbito de la política internacional, y es el modelo de supranacionalidad.
Este enfoque, de un Derecho penal supranacional, se orienta ya no a lograr una cooperación o asistencia entre los Estados, sino a procurar, desde el inicio, un ámbito de aplicación territorial de las normas penales, significativamente más extenso y en consecuencia, también, más intenso.
El esquema de supranacionalidad del Derecho penal, que aquí se menciona, si bien no resulta asimilable al concepto ni al funcionamiento de la llamada jurisdicción penal universal, tampoco se encuentra enteramente desligado de ella. En los hechos, es posible aven- turar que, gran parte de los desafíos que habrá de enfrentar la construcción -y fundamental- mente, la puesta en práctica- de un espacio penal supranacional, no difieren en demasía de aquellos que, desde hace siglos, vienen socavando el éxito de la jurisdicción universal.
Ocurre, como es obvio, que las dificultades vinculadas al ejercicio de la soberanía nacional, que no son menores en un modelo de cooperación, en un esquema supranacional adquieren una relevancia y gravedad mucho más acentuadas. En palabras de Cañardo, "la mayoría de las cuestiones analizadas se relacionan en forma última con la soberanía estatal, y no podemos escapar a este problema, de ninguna forma."29
De allí que, en un modelo supranacional, las cuestiones más arduas tengan que ver, en última instancia, con la propia concepción del poder político, de las posibilidades de delega- ción del monopolio estatal y en qué condiciones ella es dable de ser sustentada, sin afectar, la propia legitimidad democrática de las prescripciones penales.
En definitiva, y según lo advierte Sieber,
(...) una solución a estos concretos enfoques exige reflexiones básicas sobre teoría del Estado, sobre el principio democrático, sobre el concepto de Derecho penal y sobre la legitimidad del Derecho penal y el poder directivo jurídico-penal. [Pues, solo] desde un fundamento de este tipo puede desarrollarse una metanorma que establezca también para casos de colisión qué presu- puestos democráticos, del Estado de Derecho y de Derechos Humanos, debe cumplir una norma internacional (creadora o determinadora de Derecho Penal) y cuando debe tener prioridad respecto a determinados derechos de protección nacionales o regionales.30
Ahora bien. La efectiva vigencia de un modelo penal de supranacionalidad exige, ade- más de una clara voluntad política de renuncia a espacios de soberanía -en zonas donde esta parece exigir mayor firmeza-, de un arduo y sofisticado trabajo de armonización del Derecho penal, en sus aspectos sustantivos y procesales que, como es lógico advertir, tampoco resulta una tarea sencilla.
Sin esa asimilación o armonización del Derecho sustantivo y procesal, el modelo de supranacionalidad dirigido a quitar los espacios de impunidad de la moderna criminalidad globalizada, corre el riesgo de contentarse con una mera lógica simbólica ante la opinión pú blica y, lo que es aún más grave, de incrementarlos a partir de la confusión jurídica provocada por la compleja yuxtaposición de normas y jurisdicciones competentes.
En esa medida pues, los avances que se pretendan realizar en la construcción de espacios de supranacionalidad penal, no deberían pasar por alto este riesgo.
Desafíos para un Derecho penal globalizado
La enunciación de estas dificultades permite apreciar el extenso elenco de cuestiones - verdaderamente complejas- que yacen al interior del proceso de búsqueda de un Derecho pe- nal efectivo trasnacionalmente, ya sea, a partir de la acentuación del modelo de cooperación entre Estados o, en lo que es una aventura más ambiciosa, mediante la creación de espacios de supranacionalidad penal. Sin embargo, la existencia de estos obstáculos, que ciertamente no son menores, en poco atempera la necesidad -ni la urgencia- de que el Derecho penal se vuelva, al menos, mínimamente operativo trasnacionalmente.
La obligatoriedad de las normas internacionales
A ello debe agregarse, como dificultad intrínseca a las normas internacionales, la circunstancia que, a diferencia de lo que ocurre con los derechos nacionales o internos de los países, el Derecho internacional público, ofrece una singular problemática en relación a su efectivo cumplimiento por parte de los sujetos a los que está principalmente dirigido, esto es, a los Estados.
Y es así que el estudio del Derecho internacional público -y en consecuencia, tam- bién del Derecho internacional penal- no puede soslayar el peso específico y la real capaci- dad de poder de los sujetos a los que está dirigido.
De allí que no luzca ocioso, en la propia construcción de espacios de supranacio- nalidad penal, el interrogarse si efectivamente las normas internacionales que le dan cima, resultan normas jurídicas coercitivas (en el sentido del derecho común) o si por el contrario, se trata de meras reglas de comportamiento sustentadas en mutuas promesas estatales de actuación, pero a las cuales los Estados -fácticamente- no quedan sujetos; o al menos, no en el mismo sentido que los particulares frente a sus respectivos derechos internos.
En esa dirección, el hecho de que el Derecho internacional público no sea Derecho puesto sino acordado, complejiza aún más, la ya ardua tarea de concreción de un Derecho penal supranacional. Más aún, si se advierten las falencias históricas en el grado de cumplimiento internacional de tales compromisos.
La legitimidad de las normas internacionales
En este sentido, una visión realista de las normas internacionales, o si se quiere, me- nos ingenua de las reglas jurídicas internacionales, no puede circunscribirse a su mero análisis exegético, sino a contrastar sus condiciones de legitimidad; esto es, no sólo al origen formal o a la fuente que le ha dado vida, sino también y principalmente, a su aptitud de ser percibida por los propios Estados como obligatoria.31
La legitimidad de las normas internacionales, según la doctrina más relevante, como cualidad demostrativa de su real capacidad de cumplimiento y está conformada por diversos aspectos, tales como el pedigreé, la adhesión, la coherencia y la determinación.
En consecuencia, la mayor o menor legitimidad de una norma de Derecho interna- cional alienta -o disminuye- sus posibilidades reales de cumplimiento por parte de los su- jetos a los que está dirigida; por ello, un Derecho comprometido con la realidad, no debería desatender tampoco este aspecto.
En ese sentido, según expresa Thomas: "...the concept of legitimacy can prove illuminating for international law scholarship and practice. It does not require lawyers to abandon the tools of their trade, but rather calls for reflection on how such tools are to be used."32
En mérito a ello, parece necesario -como ha propugnado Cañardo- que exista, en aras de facilitar un Derecho penal efectivo trasnacionalmente, "un renacimiento del interés que toda la comunidad tiene en la observancia o cumplimiento de la ley (...) Aceptar esto requiere cambiar las concepciones del poder soberano y en la actualidad, es esto más difícil aún que después de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la cantidad de Instrumentos y Tribunales sobre la materia".33
Pues, en definitiva, como señala el mismo autor, "la existencia de la jurisdicción uni- versal, así como de las Cortes; ya sean ad hoc, Internacionales, o hibridas son solo una solu- ción parcial. Es necesaria una transformación para lograr resultados concretos requiriéndose una gradual reorientación de las elites nacionales hacia la aceptación imparcial de standards legales comunitarios efectivos."34
En puridad, se observa una preeminencia de la importancia de aspectos más relacionados con la dimensión política que los meramente jurídicos.
Conclusiones
En conclusión, el verdadero desafío de la ciencia penal de nuestros días, no reside en la práctica sofisticada de una crítica exegética a las normativas vigentes o proyectadas, por más inteligente que esta sea, pues ello, en el actual estado de situación, es una manera, quizás elegante pero de seguro inútil, de abonar un status quo, que en una democracia constitucio- nal moderna, ya no puede tener cabida.
Las transformaciones sociales que han tenido lugar en las últimas décadas, exigen la creación y el desarrollo de un Derecho penal del riesgo y globalizado, que esté a la altura de los desafíos cotidianos, pues de ello depende, en buena medida, la propia legitimidad demo- crática del sistema penal nacional e internacional.
En otras palabras, el Derecho penal moderno, propio de una democracia constitucio- nal, no es aquél que se contenta y satisface con atrapar, una y otra vez, a los perdedores de siempre -a los que, claro que no debe dejar de atrapar- sino también, y fundamentalmente, el que intenta estar a la altura de los desafíos modernos, que no son otros, que los propios de la sociedad del riesgo y globalizada en que vivimos y en la que, el Derecho penal está llamado a asegurar la convivencia.
Hace ya algunos años, Betrand de Jouvenel, sentenció: El Derecho ha perdido su alma y se ha convertido en una jungla.
Pues bien. El desafío de la ciencia jurídica, y del Derecho penal internacional, en los próximos años, no es otro que ensayar caminos para desandar esta jungla y devolverle el alma al Derecho.