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Revista de Derecho (Universidad Católica Dámaso A. Larrañaga, Facultad de Derecho)

versión impresa ISSN 1510-3714versión On-line ISSN 2393-6193

Rev. Derecho  no.15 Montevideo jul. 2017

https://doi.org/10.22235/rd.v1i15.1371 

Doctrina

Limosna y obligación de asistir a los pobres en la Escuela jesuita de los siglos de oro: Francisco de Toledo, Juan de Mariana, Francisco Suárez y Juan de Lugo1.

Alms and Obligation to Help the Poor in the Jesuit School of the Golden Age: Francisco de Toledo, Juan de Mariana, Francisco Suárez and Juan de Lugo.

Sebastián Contreras1 

Alejandro Miranda2 

1Universidad de los Andes, Chile. Correspondencia: sca@miuandes.cl

2Universidad de los Andes, Chile. Correspondencia: amiranda@uandes.cl


Resumen

En este trabajo se estudia el alcance de la obligación de ayudar al necesitado en cuatro autores jesuitas de los siglos xvi y xvii: Toledo, Mariana, Suárez y Lugo. El texto pretende mostrar qué criterios utilizan dichos autores para determinar los casos en que la ayuda al necesitado se convierte en una estricta obligación de justicia.

Palabras clave: limosna; necesidad; jesuitas; siglo de oro

Abstract

This paper is a study of the scope of the obligation to help the needy in four Jesuit authors of the sixteenth and seventeenth centuries: Toledo, Mariana, Suárez and Lugo. The text intends to show what criteria these authors use to determine the cases in which the aid to the needy becomes a strict obligation of justice.

Keywords: alms; necessity; jesuits; Golden Age

INTRODUCCIÓN

La cuestión del límite y las relaciones entre caridad y justicia ha sido una preocupación constante de los autores de la Escolástica. Sobre la base de la doctrina evangélica acerca de la ayuda al prójimo, estos autores han planteado que en unos casos existe un deber de caridad de ayudar a otros, que no es exigible, y que, en otros, ese deber se convierte en una obligación de justicia, en el sentido de que algunas personas son titulares de un derecho de recibir auxilio o asistencia económica.

Así, interesados en elaborar una teología centrada en el hombre2, los autores escolásticos se ocuparon de la mendicidad y del deber de limosna. Hacia la primera mitad del siglo XVI, este era un tema sensible para las autoridades europeas -principalmente españolas-3 y para los teólogos de la Reforma. Lutero exponía que "el hombre no vive solo para sí en su cuerpo; vive entre otros hombres, por lo que siempre debe actuar en favor de ellos"4. Los pobres no deben ser despreciados, dice este en sus Conversaciones de sobremesa. Por su parte, Calvino abogaba por la venta de los vasos sagrados en beneficio de los pobres5; y Zwinglio, en Zúrich, hacía esfuerzos para que los monasterios se convirtieran en hospitales públicos6. Los juristas y teólogos católicos, un poco más tarde, y dirigidos por los juristas y teólogos de Salamanca, debieron también preguntarse por el modo de vencer la mendicidad y de cumplir el precepto divino de la limosna. Uno de los primeros autores católicos que, en ese contexto, intentó hacer aportes doctrinales en esta dirección fue Juan Luis Vives. En su Socorro de los pobres, enseña que "es cosa fea y vergonzosa para nosotros los cristianos, para quien no existe más imperioso mandato que el de la caridad, y no sé si decir el único, topar en nuestras ciudades, a cada paso, con menesterosos y mendigos"7. Vives piensa que el abandono de los pobres acarrea grandes peligros para la sociedad: robos, envidias, indignación, contagio de enfermedades, etc. Cree que el dinero no falta para cubrir las necesidades de los pobres, y hasta postula que la Iglesia se equivoca al imitar la práctica del mundo y acercarse a los lujos8.

También los teólogos dominicos, con Domingo de Soto a la cabeza, estudiaron la obligación de limosna. En su debate con Juan de Robles, Soto hace un llamado a asistir a los "hermanos pequeños de Cristo". Para Soto, el ejercicio de la caridad no exige el discernimiento entre buenos y malos9, y no se extiende solo a los casos de necesidad extrema10. Sin embargo, quienes hicieron mayores esfuerzos teóricos para detallar el deber de ayudar a los pobres fueron los teólogos jesuitas. Hay que recordar que los colegios jesuitas, cientos hacia fines del siglo XVII, eran gratuitos, ya que en la mente de san Ignacio la educación debía ser la misma para todos.

A partir de la segunda generación, los jesuitas desarrollaron un interés claro por los asuntos de la teología moral. Así lo nota Lubac, quien escribe que los ignacianos han optado como por instinto por las cuestiones morales11. Entonces, en este trabajo queremos desarrollar la teoría jesuita sobre la limosna. Puesto que los escritos de los primeros jesuitas no formaron una unidad doctrinal, como los escritos de los agustinos o de los dominicos, a continuación expondremos la explicación que hacen del deber de limosna cuatro teólogos jesuitas de los siglos XVI y XVII: Francisco de Toledo, Juan de Mariana, Francisco Suárez y Juan de Lugo.

FRANCISCO DE TOLEDO (1532-1596)

Como es usual en los autores de la Escolástica, Francisco de Toledo -el primer cardenal jesuita de la historia- comienza sus reflexiones con el análisis de la definición de limosna. Inspirándose en Tomás de Aquino, Toledo define la limosna como una "obra que procede de la misericordia, con la cual se socorre a la necesidad de otro"12. El cardenal explica que eleemosyna en griego equivale a misericordia en latín, y que la obra que es efecto de la virtud ha recibido el nombre de la virtud misma.

La reflexión toledana sobre la limosna es muy completa: le dedica casi catorce páginas en folio a doble columna de su Instrucción de sacerdotes. Lo fundamental de su doctrina puede dividirse en seis aspectos: (i) los bienes que pueden ser materia de la limosna; (ii) la persona que puede ser beneficiaria de la limosna; (iii) la persona que puede o debe dar limosna; (iv) los casos en que es obligatorio por justicia dar limosna; (v) el orden que se ha de guardar en la ayuda al necesitado y (vi) la magnitud de la limosna. Trataremos a continuación cada uno de estos aspectos.

Toledo afirma que solo se puede dar como limosna una cosa propia. Las cosas ajenas, tanto si se poseen justamente (p. ej., en virtud de un contrato de depósito) como injustamente (p. ej., porque han sido robadas) no pueden usarse para dar limosna. Respecto de las cosas que dependen de un superior, se debe contar con su autorización expresa o presunta. Estas reglas, sin embargo, admiten excepción en caso de extrema necesidad del menesteroso, porque en tal situación es lícito dar limosna incluso de los bienes ajenos13. Un problema especial es el de la denominada "torpe ganancia", es decir, los bienes cuya adquisición no es injusta, pero se produce como resultado de un acto inmoral14. Toledo, en concordancia con todos los grandes moralistas escolásticos, sostiene que es lícito dar limosna de los bienes obtenidos como torpe ganancia.

Asentada la cuestión de los bienes que pueden ser materia de la limosna, Toledo se dedica al análisis del sujeto pasivo de la limosna. Su idea es que puede ser beneficiario de la limosna cualquier necesitado. Puesto que la limosna es acto y efecto de la misericordia, y la misericordia procede de la caridad, que no excluye a nadie, se puede dar limosna a los buenos y a los malos, a los fieles y a los infieles. Con todo, para ser beneficiario de la limosna es necesario que el menesteroso cumpla ciertas condiciones. En primer lugar, se requiere que carezca de sustento sin culpa de su parte. Si el sujeto puede trabajar en algo proporcionado a su condición, pero no lo hace sin causa justificada, entonces no hay obligación de socorrerlo, a menos que se encuentre en estado de extrema necesidad. En segundo lugar, se requiere que la limosna no preste al menesteroso ocasión para obrar el mal. En tercer lugar, se requiere que la necesidad del menesteroso no provenga de una pena o castigo impuestos por un juez.

En este caso, quien no tiene autoridad pública puede dar limosna, aunque no está obligado a ello. Finalmente, para ser beneficiario de limosna se requiere que la necesidad no proceda de una guerra justa. Así, si una ciudad enemiga es cercada por el beligerante justo para forzarla a rendirse por hambre, no es lícito dar limosna a los que caen en necesidad por tal causa15.

Sobre el sujeto activo de la limosna, Toledo sostiene que puede ser cualquier persona. La razón de esto es que la obligación de ayudar al necesitado procede de un precepto de ley natural, y no únicamente de ley divina, por lo que obliga a los fieles y a los infieles16. Toledo agrega que, en cuanto al sujeto activo de la ayuda, es preciso hacer una distinción importante. Hay que distinguir entre sujetos que tienen el cuidado de otros y sujetos que no lo tienen. Los primeros están obligados a inquirir las necesidades de quienes están bajo su cuidado (como los superiores eclesiásticos respecto de quienes están en los territorios de su jurisdicción), mientras que los segundos cumplen su obligación con dar a los necesitados que se ofrecen.

Enseguida se plantea Toledo la pregunta por la obligatoriedad de la limosna: ¿cuándo está el hombre obligado bajo pecado mortal a ayudar al necesitado? Según el autor, para responder esta pregunta se deben distinguir, en primer lugar, los diversos modos en que el dinero puede ser necesario para el sujeto que da la ayuda, y, en segundo lugar, se deben distinguir las diversas clases de necesidad en el sujeto que ha de recibir la ayuda17. Las distinciones que propone el moralista son las siguientes. En cuanto a la primera distinción, dice Toledo que el dinero, y lo que es susceptible de apreciación por dinero, puede hallarse de cuatro modos respecto del que lo posee. En primer lugar, puede ser naturalmente necesario. Se llama de este modo al dinero que es absolutamente necesario para la conservación de la propia vida y la de la familia. Que algo sea absolutamente necesario para un cierto fin quiere decir que sin ello no se podría alcanzar ese fin. En segundo lugar, puede ser personalmente necesario. Se llama así al dinero que es absolutamente necesario para la decencia del estado. En tercer lugar, puede ser necesario para mejor pasar. A esta clase pertenece el dinero que es necesario, o para la conservación de la vida, o para la decencia del estado, pero no absolutamente, sino para mejor pasar. Sin este dinero el hombre podría conservar la vida o la decencia de su estado, pero difícil e incómodamente. En cuarto lugar, el dinero o lo susceptible de apreciación por dinero puede ser superfluo. Es de este tipo el dinero que no es necesario ni para la conservación de la vida ni para la decencia del estado, ni tampoco para la cómoda conservación del estado. Toledo precisa que lo necesario o superfluo del dinero se ha de considerar no sólo respecto del estado presente, sino también respecto de los peligros que probablemente pueden acontecer, o de las necesidades que en el futuro se puedan generar.

En cuanto a la segunda distinción -o sea, la que se refiere a las diversas clases de necesidad en el sujeto pasivo de la ayuda-, dice Toledo que existen tres clases de necesidad: extrema, grave y común. La extrema tiene lugar cuando el que la padece está en peligro de perder la vida (o cuando se espera que lo esté, si no hay quién le socorra antes). La grave tiene lugar cuando el que la padece está en peligro de perder la decencia del estado, la honra o cuando el que la padece está en peligro de pecar o de sufrir otro daño notable. Y la común, finalmente, es aquella que no es extrema ni grave.

A la luz de estas distinciones, Toledo formula los siguientes principios relativos a la obligatoriedad de la limosna. Primero: hay casos en que la ayuda al necesitado es de precepto, es decir, obliga bajo pecado mortal. Segundo: nadie está obligado a socorrer a otro, aunque ese otro esté en extrema necesidad, con las cosas naturalmente necesarias. Es decir, nadie está obligado a socorrer a otro con daño de su vida o de la vida de los que están a su cuidado. Este principio admite, no obstante, una excepción: cuando el necesitado es una persona muy necesaria para la república, porque, en tal caso, el bien común obliga a ceder el bien propio, con obligación de precepto. Tercero: con lo personalmente necesario (o sea, con lo que es absolutamente necesario para la decencia del estado) está uno obligado a socorrer al que está en extrema necesidad. Para esto, con todo, se exige que el hombre caiga en la necesidad sin culpa. Por eso si alguien nos dice "dame un millón de pesos o me mato", no estamos obligados a darle ese dinero. Cuarto: con lo necesario para mejor pasar está uno obligado a socorrer al que está en extrema necesidad y también al que padece necesidad grave, pero no al que padece necesidad común. Quinto: con lo superfluo está uno obligado a socorrer a quien se encuentra en extrema necesidad y también al que padece necesidad grave. Y sexto: el hombre no está obligado bajo pecado mortal a dar de los bienes superfluos a quien se encuentra en necesidad común. Lo contrario implicaría que nadie puede retener lícitamente lo superfluo. Toledo admite que este último principio no genera un consenso unánime. Él sigue la opinión más común -según la cual ayudar en tal caso es solo de consejo-, pero reconoce que la opinión minoritaria -que califica tal ayuda como de precepto- tiene muchos seguidores, y por eso es sentencia probable18.

Sobre el orden que se ha de guardar en la ayuda al necesitado, Toledo reconoce que es difícil presentar un "orden universal y cierto", pero igualmente propone algunos principios generales para guiar la deliberación. A la luz de estos principios, se puede alcanzar, al menos, "mediana noticia del orden que se ha de tener en dar limosnas"19. El primero de estos principios dice que se ha de socorrer primero a la necesidad más grave. Esto quiere decir que la necesidad extrema se debe atender antes que la grave, y ambas antes que la común. De este modo, "si la [necesidad] del extraño es extrema y la de el pariente es común o grave, primero se ha de dar limosna al extraño"20. El segundo principio dice que, habiendo igual necesidad, uno debe velar por sí antes que por otros. Este principio, sin embargo, es un principio general que admite cualificaciones. En efecto, como añade Toledo, en algunos casos uno tiene el deber de preferir el bien del prójimo y en otros puede lícitamente preferir tal bien, aunque no esté obligado. El tercer principio dice que, en igual necesidad, se debe ayudar a los terceros en el siguiente orden: (a) parientes, (b) acreedores, (c) bienhechores, (d) amigos, (e) conocidos, (f ) extraños. Toledo aclara que este orden rige cæteris paribus, porque podrían concurrir ciertas circunstancias que exijan otra prelación. Así, por ejemplo, "tan útil puede ser el extraño a la República, que se haya de anteponer al pariente"21. Sobre el orden de prelación entre los parientes, Toledo sigue la tesis tomista de que, en igual necesidad, se debe socorrer a los padres antes que a los hijos22. La razón de esto es que debemos más a aquellos que a estos, y el orden de la limosna ha de tener en cuenta la deuda. Finalmente, el último principio establece que en igual necesidad y dentro del mismo orden de prelación entre los terceros, se ha de socorrer primero a los mejores y más provechosos a la república.

Queda por preguntarse cuánto está obligado a dar cada uno para socorrer la necesidad del prójimo. La tesis de Toledo acerca de la magnitud de la limosna también se sintetiza en algunos principios generales. El primero de estos principios se enuncia así: si el prójimo está en necesidad extrema o grave, estamos obligados a darle lo que baste para satisfacer esa necesidad. Cuando hay muchos que quieren ayudar, la obligación se satisface si cada uno da la fracción que en conjunto con las otras permite satisfacer la necesidad. El segundo principio agrega: si el prójimo está en necesidad común, basta con dar alguna parte para aliviar la necesidad. El texto de Toledo no deja claro, sin embargo, si esto es de precepto o de consejo23. Sin embargo, a la luz de lo examinado antes, puede desprenderse que se trata solo de un consejo, ya que nadie está obligado bajo precepto a dar de los bienes superfluos a quien se encuentra en necesidad común.

JUAN DE MARIANA (1536-1624)

A Juan de Mariana se le conoce casi exclusivamente por su doctrina del tiranicidio. En el mismo texto en que trata el gobierno ilegítimo y la capacidad de los ciudadanos para hacerle frente, estudia el tema de la limosna y la ayuda al necesitado. De este modo, en el libro III de De rege et regis institutione dedica un apartado completo a los pobres y a la obligación del estado de auxiliarlos.

Mariana, en este contexto, sostiene que el principal deber del estado es aliviar la miseria de los débiles y pobres24. Es un deber de justicia alimentar a los huérfanos y socorrer al necesitado. De hecho, es la primera obligación que tienen los gobernantes, pues no hay bien común cuando algunos hombres sufren hambre y otros padecimientos.

Las riquezas sirven para ayudar a los otros. No se las puede usar solo para los propios placeres. De acuerdo con la justicia, que es para la ciudad como los maderos y las piedras de un edificio25, el objeto de la riqueza es la salud de todos. Ayudar a los pobres es una buena inversión26.

Mariana añade que "Este es el verdadero deber de la humanidad: ofrecer a todos las riquezas que Dios quiso que fueran comunes a todos los hombres, pues a todos dio la tierra para que sus frutos fueran alimento de todos los seres vivos, y solo la desenfrenada codicia se interpuso ante este don del cielo"27. Según esta lectura, aquello que era de todos en un principio fue apropiado a causa de la avaricia y el desenfreno. Así es como, dice Mariana, los ricos acaparan todo.

La pobreza existe porque los ricos no reparten sus bienes. A juicio del autor, los conflictos sociales originan desigualdades, conflictos que se deben a la codicia de los ricos. Para ellos, los pobres son molestos.

Cuando hay muchos necesitados la sociedad sufre graves trastornos. De ahí que Mariana escriba que "Los lobos, cuando están hambrientos, invaden los pueblos obligados por la necesidad de matar o morir"; y esto, dice, "que sucede con los demás animales, ¿no ha de suceder también, y aún más, con el hombre?"28.

Si los ricos repartieran sus bienes no existirían mendigos que piden limosna a cada paso. Como esto no sucede, los fondos públicos deberían destinarse para ayudar a los pobres. Entre otras cosas, debería reponerse la antigua costumbre de ayudar a los pobres con el dinero de la Iglesia. "Si pudo tener esto lugar en los primeros tiempos, cuando vivía con tanta escasez la Iglesia, ¿por qué no ha de poder tenerlo ahora que está sobrada y los templos padecen y sucumben más bajo el peso de sus riquezas que de su vejez y de su enorme grandeza?". Con tono crítico, escribe Mariana que lo correcto sería que los sacerdotes destinaran sus numerosos bienes "a usos mejores y más conformes con las costumbres de los antiguos cristianos. ¿Quién puede dudar que si se les consagrase a los pobres, devolviéndolas así a sus propios dueños como restitución, serían más útiles para la nación y para el sacerdocio?

¿Cuántos pobres no podrían vivir de esta renta y de qué pesada carga, que apenas pueden ya sustentar sobre sus hombros, se aliviaría a los pueblos, con lo que disipan en lujo muchos sacerdotes, que serviría para alimentar una innumerable turba de mendigos? No se necesitarían otros medios para sustentar, curar y dar asilo a peregrinos y pobres si se dedicasen estas riquezas a usos útiles"29.

Otra forma de ayudar al pobre es que cada pueblo cuide a sus mendigos, evitando, así, que vaguen por todos lados. Sería razonable también repartirlos en clases y albergarlos en posadas de asilo, como se hizo en tiempos antiguos. Así, "Podrían fundarse hospederías para los peregrinos, asilos para los pobres, hospitales para los enfermos, refugios para los ancianos, orfanatos para evitar que los huérfanos se corrompan faltos de cuidado paterno, casas cuna para los niños expósitos, donde sean alimentados hasta cierta edad y que tengan protección en la época más indefensa de su vida"30. Solo de esta manera estaríamos cumpliendo los deberes de la piedad cristiana y agradando al cielo.

FRANCISCO SUÁREZ (1548-1617)

Suárez, quien fuera llamado "la cabeza más clara de los teólogos ilustrados de su tiempo"31, estudia el problema de la limosna en el tratado sobre la caridad. Según Suárez, la limosna es un precepto natural y divino que obliga bajo pecado grave32. La limosna es concordante con la naturaleza racional33, por eso los autores bíblicos y teólogos antiguos han insistido en el deber que cada uno tiene de contribuir al bienestar de los otros. Suárez está pensando, entre otros, en Ambrosio de Milán y Basilio Magno, quienes estiman que la misericordia es ley, y que se extiende a todos los que tienen una necesidad (familiar o no, pecador o justo)34.

Sin indicar nombres, Suárez critica la tesis de los pensadores que sostenían que el cumplimiento de este solo precepto era suficiente para la salvación. Sin duda que la observancia de este precepto contribuye a la salvación del que lo pone en práctica, pero eso no es suficiente para conseguir la propia salvación35. Las obligaciones morales no solo involucran el precepto de la limosna. Como se sabe, entre las normas de la ley natural se manda el cuidado de los bienes propios y ajenos, el cuidado de la familia, la obligación de pagar impuestos, el deber de educar a los hijos, etc. Sin embargo, quienes opinan que ese precepto basta para conseguir la salvación aciertan en que los hombres son juzgados por el modo como contribuyen al bien de los otros.

Suárez niega que el precepto de la limosna obligue siempre y en toda circunstancia. Como precepto positivo que es, obliga solo en ciertos contextos, en especial cuando el prójimo enfrenta la necesidad. Suárez apoya su conclusión en el hecho de que el objeto de la virtud de la liberalidad, que es la virtud que mueve a dar limosna, es la miseria y la indigencia, situaciones que no existen siempre y en todo momento36.Como una manera de determinar la extensión de este deber de limosna, Suárez distingue tres formas de necesidad. La primera se llama común, y es la que existe en los pobres comunes. Luego está la necesidad grave, que es aquella en que una persona pasa por tal grado de indigencia, que sin grave perjuicio de la salud o del honor no se podría remediar sin el auxilio de otros. Por último está la necesidad extrema, que solo se da en peligro de muerte, de demencia perpetua o de pérdida de la fama y el honor37. En caso de necesidad extrema, todos están obligados a socorrer al pobre. Lo anterior se prueba por el orden de la caridad, según el cual el hombre está más obligado a amar la vida del prójimo que su estado o condición. Por otra parte, aquel que sufre una necesidad grave, tiene el derecho natural de usar y tomar los bienes de otro38.

El precepto de la limosna se aplica a estas tres clases de necesidad, aunque no igualmente. Por supuesto que hay una mayor obligación en la necesidad extrema, porque allí están comprometidos los bienes básicos de la persona. Por ende, como lo establece el sentido común, a mayor gravedad mayor obligación de ayudar al pobre. Ahora bien, como el precepto de la limosna no es absoluto, se deben ponderar las circunstancias que rodean al acto de liberalidad. La principal circunstancia en este contexto es la capacidad económica del liberal, porque no es igual tener un salario alto y muchos hijos, que tener un salario medio pero sin hijos. La obligación de limosna, entonces, no puede entrar en conflicto con otras obligaciones del sujeto.

Si bien hay una obligación de ayudar al pobre, no existe el deber de buscarlo. A juicio de Suárez, basta que se ayude a los presentes. No se debe buscar al pobre, porque es este el que tiene la obligación de mostrar su necesidad, aunque uno, obligado por la fe, no puede huir de la necesidad que tiene enfrente39. Suárez añade que esto se refiere a la persona privada. Los que ejercen funciones públicas tienen la obligación de socorrer al pobre movidos por la justicia.

Suárez se pregunta por la forma en que se deben comunicar los bienes superfluos. Su idea es que, como regla general, los hombres ricos deben repartir los bienes que no necesitan para la vida diaria. Además, respecto de lo superfluo, los hombres están obligados a repartir sus bienes tanto en necesidad grave como en necesidad extrema. El fundamento de esta posición reside en que los hombres ricos han sido instituidos por Dios como dispensadores de sus bienes, de manera que si no los repartiesen se volverían ladrones. De igual forma, a pesar de que esos bienes son materia de propiedad por determinación del derecho de gentes, su retención no puede ser justa si algunos hombres enfrentan una necesidad grave, ya que los bienes retenidos no estarían cumpliendo su fin natural, a saber, servir para el desarrollo humano40.

Se llaman superfluos los bienes que sobran al rico41, esto es, aquellos que no se necesitan para subsistir sin menoscabo de la decencia e integridad. La definición de un bien como superfluo depende, en todo caso, de los usos y necesidades de quien, en principio, debe repartir esos bienes. Suárez pone el ejemplo del padre de familia: este no puede repartir sus bienes antes de atender a las necesidades de su esposa, hijos y criados. De cualquier manera, será la prudencia la que permita establecer si unos bienes son o no superfluos en cada situación42. Según el texto de De legibus ac Deo legislatore, la misma prudencia servirá para determinar si una limosna puede o no resultar nociva o inútil. En tal caso, la opinión de Suárez es que el precepto de la limosna no obligará, supuesta su condición de precepto natural positivo43.

Suárez completa su razonamiento diciendo que la obligación de repartir lo superfluo se extiende incluso a las necesidades comunes. Ahora bien, no se trata de que los hombres estén obligados en todos los casos a paliar las necesidades comunes de otros. Esta es una obligación general, que debe ser evaluada caso a caso. Dado lo anterior, expone Suárez que lo que no puede ocurrir es que alguien se comprometa, prima facie, a nunca dar limosna44.

Aunque las necesidades de los otros parezcan leves, el conjunto de todas ellas es cosa muy grave. Por lo mismo, desatender todo el conjunto de las necesidades humanas, aunque sean leves, es un acto contrario a las virtudes de la caridad y la misericordia, "como cuando se quieren robar cien aureos, uno a cada hombre, lo cual es pecado mortal, porque si bien lo que se roba a cada uno implica materia leve, considerando el conjunto es grave"45.

En el caso de que la república se halle en una necesidad grave, los particulares están obligados a contribuir con el bien del estado aun de aquello que es necesario para su desarrollo. La razón es la misma que señalan otros autores de la tradición escolástica: el bien común, que ha de ser preferido al bien individual. Suárez incluso plantea que el hombre debe perder la vida, si fuera necesario, por la conservación de la república. Por tanto, con mayor razón está obligado a sufrir una necesidad grave en beneficio del estado social46.

En fin, puesto que se trata de un tema discutido y ampliamente debatido entre los autores de la Escolástica de los siglos XVI y XVII, y porque su posición es más bien estricta, Suárez acepta que puedan darse opiniones distintas sobre este tema. No obstante, sostiene que su doctrina es muy probable y cierta47.

JUAN DE LUGO (1583-1660)

Después de Suárez, Juan de Lugo es uno de los principales moralistas de la Escuela jesuita de los siglos de oro. Llamado lumen ecclesiæ, desarrolla su explicación de la limosna en el tomo I de De iustitia et iure. En la tesis de Lugo, la necesidad extrema da derecho al pobre para tomar los bienes ajenos y adquirirlos para sí, según lo exija la situación particular. El legítimo propietario no tiene obligación de justicia de dar o ceder sus bienes al indigente, sino de misericordia, pero una vez que el indigente usa los bienes de otro, el dueño está obligado por la justicia a no impedir su uso por el pobre48.

La pobreza no convierte al indigente en señor formal de los bienes de otro, sino solo en señor remoto. Es lo que significa que, en caso de necesidad, los bienes se vuelvan comunes. En esta hipótesis, el pobre puede tomar bienes ajenos como si no pertenecieran a nadie. Pero, mientras los bienes no sean tomados por el pobre, el dueño original no pierde su dominio. Como se dijo, su obligación de repartir lo superfluo no es un deber de justicia. Es un deber de misericordia. Sentado lo anterior, expone Lugoque respecto de los bienes comunes no ocupados "Pedro no tiene derecho de justicia de que otros le entreguen sus bienes". Por eso "no puede impedir a otros que usen lo que es suyo"49. La razón es que la necesidad no otorga derechos al indigente para quedarse con los bienes ajenos; solo lo faculta para que nadie impida su uso por aquél en caso de necesidad grave.

Lugo distingue dos clases de necesidad grave. En unos casos, la necesidad lleva consigo el peligro de caer en necesidad extrema, como cuando se padece una enfermedad que supone un peligro probable de perder la vida. Ahora bien, aunque la enfermedad no sea mortal, puede ocasionar una afectación completa y permanente de la salud y de otros bienes que la naturaleza hizo comunes a todos. En otros casos, la necesidad solo implica la carencia de un bien que no es de aquellos que pertenecen a todos los hombres, como cuando existe peligro de perder la fama o la dignidad o magistratura que se tiene, las cuales no son bienes comunes a todos los hombres por determinación de la naturaleza. Tratándose de la primera clase de necesidad, el pobre puede tomar para sí lo ajeno, siempre que no sean bienes extraordinarios. Por su parte, en la segunda forma de necesidad, el pobre no puede tomar para sí lo ajeno por su propia autoridad, si bien los otros pueden tener el deber de caridad de socorrerlo.

El caso central de necesidad grave es, pues, el primero. Lugo estima que en esta necesidad cualquiera puede remediarse con lo ajeno, pues tiene un derecho natural de tomar para sí lo que necesita de las cosas que eran originariamente comunes, derecho que no fue derogado por la división de las posesiones. El autor de la naturaleza, dice Lugo, dispuso que los bienes sirvieran para conservar la vida. Por este motivo, en caso de necesidad grave se está más obligado a sobrevivir que a respetar la división de las propiedades50. De lo anterior se deduce que "por el sentido común, si alguien necesita un caballo ajeno para huir de aquellos que lo persiguen con la intención de capturarlo o quitarle la libertad, es evidente que puede tomarlo aunque nunca logre restituir el caballo a su dueño ni pagar su precio. Pensar lo contrario es increíble y durísimo. Lo mismo se ha de decir en el caso de que alguien necesite un caballo ajeno para huir de una grave infamia [...]. Entonces, aun cuando los bienes extraordinarios y selectos no son para todos por mandato de la naturaleza, sí lo son los bienes comunes y ordinarios, ya que estos sirven para la propia conservación. Es así que la naturaleza ha creado caballos para que el hombre pueda huir con ellos de los enemigos y peligros graves. También por eso ha creado los vestidos y las medicinas"51.

CONCLUSIÓN

La revisión del pensamiento de cuatro importantes jesuitas de los siglos xvi y xvii muestra que existe acuerdo en los principios generales sobre la obligatoriedad de la ayuda al necesitado. Todos convienen en que el deber de ayudar al necesitado se funda en el derecho natural, y convienen también en que, en ciertos casos, ese deber puede convertirse en una estricta obligación de justicia. No todos los autores abordan la materia con el mismo detalle, pero, en general, todos recogen los planteamientos que había defendido Tomás de Aquino en la Summa theologiae. Los más analíticos, como Toledo y Suárez, formulan distinciones que se dirigen a la solución precisa de casos particulares. Otros, como Mariana, realizan una reflexión que apunta más bien a una crítica de las instituciones de su época.

Como conclusión general, se puede establecer que los autores jesuitas comparten el siguiente principio: quien se encuentra en una situación de necesidad extrema tiene un verdadero derecho a los bienes que sean suficientes para salir de esa necesidad, con la condición de que (i) la necesidad no provenga de la propia culpa (en el sentido de que cesando la culpa cese la necesidad) y (ii) el antiguo poseedor legítimo de esos bienes no quede en igual o peor condición al ser privado de ellos. Los autores estudiados no se detienen a explicar con detalle cómo se debe traducir jurídicamente este derecho, pero dan pistas que permiten esbozar su pensamiento. En primer lugar, ellos sostienen que no hay obligación de ir a buscar a los necesitados, sino que la obligación se cumple al ayudar a los que se presentan. En segundo lugar, afirman de modo claro que la necesidad extrema da derecho al pobre para tomar los bienes ajenos. De esto se desprende que, en su pensamiento, el deber de justicia de ayudar al necesitado no se debe materializar quitando a los hombres lo que permita subvenir a las necesidades de otros (al menos no más allá de lo que a todos se exige como pago de impuestos). Proceder de ese modo ocasionaría, sin duda, males mayores. Por eso, en esta materia sucede lo mismo que en muchas otras relativas a la justicia, a saber, se tolera ciertos desequilibrios para evitar otros mayores. El deber de justicia de ayudar al necesitado se materializa, entonces, de dos formas. Por parte del antiguo legítimo poseedor, se materializa no impidiendo que quienes se encuentran en extrema necesidad tomen los bienes suficientes para disiparla. Por parte de la autoridad, se materializa no castigando como autores de hurto a quienes toman bienes ajenos en dicha circunstancia. Esta solución es equivalente a la que contempla el derecho contemporáneo: reconoce como justificada la acción de quien toma bienes ajenos en estado de necesidad. El fundamento último de toda esta doctrina reside en la destinación universal de los bienes: el fin natural de la propiedad es satisfacer las necesidades materiales de todo el género humano.

Las ideas de estos jesuitas sirvieron de base para el desarrollo de la filosofía moral de los siglos xvii y xviii. Suárez y Lugo, por ejemplo, son citados y explicados por teólogos católicos y reformados. La obligación de limosna es solo uno de los muchos temas en que los pensadores jesuitas destacaron como maestros de moral. El precepto ignaciano de cultivar los estudios sin dejar de lado la práctica social permitió a estos autores alcanzar una comprensión acabada de los problemas sociales y políticos de los llamados siglos de oro de España.

BIBLIOGRAFÍA

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1Los autores agradecen el patrocinio de Fondecyt Chile, proyecto 11150649.

2Miguel Anxo Pena, "Derechos humanos en la Escuela de Salamanca", en Derechos humanos en Europa (Salamanca, Universidad Pontificia de Salamanca, 2009), 57.

3José María Garrán, La prohibición de la mendicidad. La controversia entre Domingo de Soto y Juan de Robles en Salamanca (Salamanca, Eusal, 2004), 15-20.

4Martín Lutero, Werke, WA 7, 34.

5Juan Calvino, Institutio Christianæ Religionis (Madrid, López Cuesta, 1858), parte segunda, l. IV, c. 5, 757-758.

6Ulrico Zwinglio, Werke, CR 90, 422.

7Juan Luis Vives, Socorro de los pobres en Obras completas (Madrid, Aguilar, 1947), t. I, l. II, c. 1, 1391.

8Abelardo del Vigo, Economía y ética en el siglo XVI (Madrid, BAC, 2006), 808-814.

9Garrán, La prohibición de la mendicidad..., 65.

1010 Domingo de Soto, Deliberación en la causa de los pobres (El gran debate sobre los pobres en el siglo XVI) (Barcelona, Ariel, 2003), c. 8, 79.

11Henri de Lubac, Surnaturel (Paris, Aubier, 1946), 285.

12Francisco de Toledo, Instrucción de sacerdotes y suma de casos de conciencia, Tratado de los siete pecados mortales, capítulo xxvii (trad. de Diego Henríquez, Francisco Fernández, Valladolid, 1619).

13Toledo, Instrucción de sacerdotes..., cc. xxviii y xxxii.

14El ejemplo tradicional es el de los dineros que adquiere una persona por el ejercicio de la prostitución.

15Toledo, Instrucción de sacerdotes..., c. xxxi.

16Toledo, Instrucción de sacerdotes..., c. xxxviii.

17Toledo, Instrucción de sacerdotes..., c. xxxiii.

18Toledo, Instrucción de sacerdotes..., c. xxxiii.

19Toledo, Instrucción de sacerdotes..., c. xxxix.

20Toledo, Instrucción de sacerdotes..., c. xxxix.

21Toledo, Instrucción de sacerdotes..., c. xxxix.

22Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q. 31, a. 3, ad 4.

23Toledo, Instrucción de sacerdotes..., c. xl.

24Juan de Mariana, De rege et regis institutione (Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1981), l. III, c. 14.

25Mariana, De rege..., l. III, c. 12.

26Mariana, De rege..., l. III, c. 10.

27Mariana, De rege..., l. III, c. 14.

28Mariana, De rege..., l. III, c. 14.

29Mariana, De rege..., l. III, c. 14.

30Mariana, De rege..., l. III, c. 14.

31Werner, Franz Suarez und die Scholastik der letzten Jahrhunderte (Regesnburg, Georg Joseph Manz, 1865), v. I, 91.

32Francisco Suárez, De charitate en Opera omnia, v. XII (Paris, Vivès, 1858), d. 7, s. 1, n. 1.

33Francisco Suárez, Disputationes metaphysicae (Madrid, Gredos, 1960-1966), d. 10, s. 2, n. 11; Id., De bonitate et malitia humanorum actuum en Opera omnia, v. IV, (Paris, Vivès, 1856), d. 1, s. 2, n. 10.

34Ambrosio de Milán, De Nabuthe jezraelita (PL 14, 50-53), 746-747; Basilio, Homilia in illud Lucæ, destruam horrea mea (PG 31, 1-8), 261-278. Algunos autores medievales, como Wyclif, pensaban que la obligación de limosna no existe respecto de los infieles. Suárez estima que esa postura es irreconciliable con el Evangelio y la ley natural (De charitate, d. 7, s. 1, n. 5).

35Suárez, De charitate, d. 7, s. 1, n. 2.

36Sobre las relaciones entre liberalidad, limosna y miseria, es necesario hacer una precisión. La limosna es un acto que se ordena a socorrer la necesidad del que sufre. En este sentido, la limosna pertenece a la virtud de la misericordia, que es la compasión por la miseria de otro. Ahora bien, como la misericordia es efecto de la caridad, la limosna se considera también un acto de caridad. Pero como un mismo acto puede pertenecer a varias virtudes, la limosna también es acto de la liberalidad, en la medida en que esta virtud quita el impedimento de la limosna, que es el amor excesivo a las riquezas (Summa theologiae, II-II, q. 32, a. 1). El objeto propio de la liberalidad es el dinero (obiectum liberalitatis est pecunia) y lo que puede apreciarse por dinero (Summa theologiae, II-II, q. 117, aa. 2 y 3). Sin embargo, como la liberalidad es también virtud que mueve a dar limosna (como causa removens prohibens), puede decirse que el objeto de la liberalidad es, en un sentido secundario y derivado, la miseria del prójimo

37Suárez, De charitate, d. 7, s. 1, n. 4.

38Suárez, De charitate, d. 7, s. 4, n. 3. Puede ocurrir que nos veamos obligados a prestar ayuda a alguien que no está en situación de necesidad grave. Por ejemplo, cuando una persona puede sufrir un gran menoscabo de su fama por la situación de necesidad que atraviesa, dice Suárez que estamos igualmente obligados a prestarle ayuda, ya porque así lo aconseja el Evangelio, ya porque así lo ordena la recta razón.

39Suárez, De charitate, d. 7, s. 1, n. 6.

40Suárez, De charitate, d. 7, s. 3, nn. 4-5.

41De legibus II, 7, 6, Suárez llama al precepto de la limosna "obligación de dar limosna de lo sobrante". De legibus ac Deo legislatore (Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1967-1968).

42Suárez, De charitate, d. 7, s. 3, n. 9.

43Suárez, De legibus..., l. VI, c. 9, n. 15.

44Suárez, De charitate, d. 7, s. 3, n. 7.

45Suárez, De charitate, d. 7, s. 3, n. 7.

46Suárez, De charitate, d. 7, s. 4, n. 2.

47Suárez, De charitate, d. 7, s. 3, n. 9.

48Juan de Lugo, De iustitia et iure (Lugduni, 1646), t. I, d. 16, s. 7.

49Lugo, De iustitia et iure, t. I, d. 16, s. 7.

50Lugo, De iustitia et iure, t. I, d. 16, s. 7.

51Lugo, De iustitia et iure, t. I, d. 16, s. 7.

Recibido: 24 de Marzo de 2017; Revisado: 28 de Marzo de 2017; Aprobado: 18 de Abril de 2017

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