El artículo pretende exponer las principales razones y motivos que diversos autores han proporcionado para fomentar una verdadera pasión por la lectura, una pasión que aspire a lo que tentativamente hemos llamado “sabiduría de los clásicos”, aquellos que superan la prueba del tiempo. El predominio absoluto de la cultura de la imagen en la que se mueven niños y adolescentes hace imperioso dar razones que fundamenten la promoción de hábitos lectores y promuevan una “actitud culta ante el saber”.
1) Instrucción y Cultura
“¿Dónde se encuentra el conocimiento que hemos perdido con la información? ¿Dónde se encuentra la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento”? se pregunta T.S. Eliot en el Coros de La Roca. Es necesario distinguir, saber discernir entre información, conocimiento y sabiduría. Estamos saturados de información y se accede a ella con facilidad, rapidez y eficiencia. Se habla de carreteras de la información, de navegaciones, y allí, disponibles, banco de datos, cúmulo de conocimientos archivados y al alcance de todos. Pero su omnipresencia es meramente virtual. Poco significan si no se dispone de un auténtico saber capaz de discriminar -ante esa marejada informativa- la información relevante de la accesoria, y si se carece de estructuras y hábitos cognoscitivos arraigados capaces de articular esa información, jerarquizarla e integrarla de modo unitario. No sólo se debe saber discriminar y estructurar esos abundantes datos cognoscitivos, sino que es necesario incorporarlos y asimilarlos personalmente. Es culta la persona que participa vitalmente en aquello que conoce, y en este sentido, se opone a la mera instrucción informativa. La cultura alude a una asimilación cualitativa, interna, personal del saber: “es la participación vital del sujeto en aquello que conoce”1. Por el contrario, la instrucción es de índole cuantitativa, externa e impersonal, aumenta por extensión no en profundidad, y está afectada por una dispersión carente de integración unitaria. La mera acumulación de conocimientos, si no están incorporados y asimilados de modo personal, no hace a una persona culta. Es un saber que prontamente se olvida porque no afecta nuestro modo de ser y no repercute en nuestro modo de ver el mundo. Por ello es posible que una persona posea una abundante instrucción y, paradójicamente, no ser culta. A la inversa, se puede tener una escasa instrucción y, a pesar de ello, ser culto. Cada vez es menos raro encontrarse con personas que disponen de una altísima educación superior, llenos de perfeccionamientos y postgrados, de una especialización técnica especializada y sofisticada, y, sin embargo, no ser cultas, pese a su alto grado de instrucción. Por el contrario, a veces quedamos conmovidos y gratamente sorprendidos ante personas de escasísima educación, pero tan cabales en su humanidad, tan atinados en sus juicios y tan certeros en su apreciación de la realidad que la de muchos hombres colmados de instrucción y rebosantes de erudición. No disponen de mayores conocimientos pero tienen sabiduría, no gozan de una adecuada instrucción, pero tienen un sentido innato de la realidad y de las cuestiones últimas capaces de iluminarla. Todo parece sugerir que la actual educación, con su prodigioso despliegue informático, técnico y audiovisual, está produciendo en masa hombres instruidos, pero no cultos2. En este sentido la inteligencia artificial puede ser instruida mas no culta.
“¿Dónde se halla la sabiduría que hemos perdido por el conocimiento?” La mucha información no conduce al saber y los abundantes conocimientos no necesariamente desembocan en sabiduría; muchas veces, incluso, constituyen un obstáculo. Se suele lamentar la ausencia de sabiduría ante las urgentes cuestiones éticas levantadas por los prodigiosos conocimientos en torno a la materia (energía atómica), de la vida (genoma), y del pensamiento (neurociencias), que golpean a nuestra conciencia y a nuestras avanzadas ciencias. Y apreciamos como las ciencias, sin sabiduría, andan errantes, sin norte ni brújula, con grave peligro de tornarse autodestructivas o de desencadenar imprevisibles efectos perversos. A su vez las humanidades, sin sabiduría, avanzan raudamente hacia la inhumanidad y la barbarie, como lo hemos comprobado tristemente en el siglo que hemos dejado atrás. Necesitamos una andadura en sabiduría si no queremos correr el riesgo de estallar por los aires. Anhelamos una cultura sapiencial, un saber impregnado de sabiduría que integre unitariamente la verdad, el bien y la belleza, aspiración común presente en el arte clásico y cristiano. En ellos es difícil aislar y separar las consideraciones propiamente estéticas de las no estéticas. Casi todo lo que Platón dice del arte concierne a su consumo por parte de los espectadores o lectores, formulado en términos no estéticos, sino que atendiendo a sus efectos morales, pedagógicos y políticos. En este sentido anhelamos una cultura, filosofía y literatura que estén a la altura de unos tiempos ya sedientos de sabiduría.
El afamado y reconocido Harold Bloom debió sufrir la proximidad de la muerte para decidirse escribir un libro cuyo título ya es de suyo elocuente ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Este destacado académico deja de lado su desbordante erudición para hablarnos de aquellos libros capaces de otorgarla. Nos dice: este libro:
“surge de una necesidad personal, que refleja la búsqueda de una sagacidad que pudiera consolarme y mitigar los traumas causados por el envejecimiento, por el hecho de recuperarme de una grave enfermedad y por el dolor de la pérdida de amigos queridos (…) A lo que leo y enseño sólo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría. Las presiones sociales y las modas periodísticas pueden llegar a oscurecer estos criterios durante un tiempo, pero las obras con fecha de caducidad no perduran. La mente siempre retorna a su necesidad de belleza, verdad, discernimiento. La mortalidad acecha y todos aprendemos que el tiempo siempre triunfa”3.
Se esté abierto o cerrado a la trascendencia, reconoce que todos anhelamos la sabiduría. La cultura estará impregnada de sabiduría si mantiene un contacto vivo con las fuentes metafísicas y teológicas que nos proporcionan los grandes libros que han forjado la cultura occidental.
El término “cultura” procede de una metáfora agrícola. La tierra puede ser cultivada o permanecer inculta. Cultura es entonces cuidado, cultivo del espíritu. No puede extrañar que el vocablo “culto” se refiera también a la alabanza de Dios, y en general, a lo divino. Fernando Inciarte ha llamado la atención sobre el parentesco entre el arte, el culto y la cultura como lo denota el idioma alemán con las palabras Kunst, Kult, Kultur4. Y Alejandro Llano considera que
“la cultura tiene primordialmente que ver con la perfección humana de la persona. Lo cual implica, a su vez, que la mujer y el hombre son sujetos capaces de perfeccionamiento: es más, que ante ellos se presenta ineludiblemente una tarea, consistente en lograrse a sí mismos, pero no sólo ni principalmente en aspectos aislados y adjetivos de su existencia, sino sobre todo en aquello que más radicalmente son, a saber, en cuanto personas. La cultura es un avance del hombre hacia sí mismo: un crecimiento de lo humano del hombre5.
Ese crecimiento de lo humano se alcanza cuando se accede al tesoro que nuestro patrimonio cultural dispone de intuiciones, tradiciones, discursos, relatos, ficciones, figuraciones plásticas, normas y sentimientos, sin los cuales no se sabe vivir, o no se es capaz de vivir con intensidad.
2) Leer los clásicos y elegirlos
Grandes relatos de autores han forjado la identidad de razas, pueblos y naciones: Homero, San Agustín, Dante, Cervantes, Shakespeare. Tenerlos en cuenta es tener presentes la tradición central de Occidente. Sus componentes son cronológicamente pasados, pero el horizonte que con ellos se erige resulta del todo presente, formando una nueva calidad temporal que podríamos llamar, con palabras de Eliot, “the pastness of the present” o “the presentness of the pass”6. La tradición central y canónica de Occidente “no se deja guiar más que por una norma selectiva: lo mejor. Su sueño es el sueño de lo mejor, entregarnos lo mejor de lo que hicieron los mejores”7. Suele atacársela por ser conservadora, olvidando que ella sólo retiene lo mejor.
Frente a la crisis de la educación y un verdadero eclipse cultural, una solución es estudiar con el debido cuidado las obras fundamentales que los más grandes talentos han dejado tras de sí. La lectura de esas obras es el cauce ordinario de la vida del espíritu. Es lo que propone Alejandro Llano:
“La lectura de los grandes libros es el único camino para lograr la formación armónica y completa, imprescindible especialmente para el universitario que realmente quiera serlo, con independencia de la carrera que estudie y de la profesión que llegue a desempeñar (…) ¿Cómo lograr que los estudiantes universitarios no acaben sus carreras sin haber leído un diálogo de Platón, La Eneida de Virgilio, las Confesiones de San Agustín, la Comedia de Dante, El Quijote, algunos dramas de Shakespeare, los Principia Mathemathica de Newton, las novelas de las hermanas Bronté, La democracia en América de Tocqueville, El extranjero de Camus o, por ir más cerca, El Danubio de Claudio Magris”8. A esto es lo que Leo Strauss, el gran filósofo político, denomina “educación liberal”. De hondo contenido humanista se nutre de la cultura clásica -especialmente la griega y latina- por su noble simplicidad y su grandeza serena que permite “una visión tan libre de la radical estrechez del especialista como de las brutalidades del técnico, las extravagancias del visionario o las vulgaridades del oportunista”9.
En nuestro actual marco cultural, la tradición carece de autoridad, y pretender dictámenes sobre lo que merece ser leído y excluido, o establecer cánones consagrados, ya no goza de prestigio. Se busca la experiencia individual autónoma que es reacia a cualquier consejero cultural. Por esto, si queremos beber de las fuentes de esos relatos que constituyen la elaboración culta de la propia identidad, debemos elegir, y ojalá aconsejarnos por la vera traditio. Hay que saber escoger a nuestros amigos, procurar cuidar The Company we keep10, siguiendo el título del libro de Wayne Booth, pionero de una ética de la ficción. Porque, a fin de cuentas, una cultura es una suerte de sistema neuro-vegetativo que riega, a través de sus canales, la vida real con lo imaginario y lo imaginario con la vida real.
Si la llamada tradición ya no ejerce esa función discriminadora estamos llamados a escoger, y leer es elegir. Pero ¿cómo se escoge? Jean Guitton nos ofrece algunas reglas de elección, una negativa y otra positiva que son interesantes, aunque pueden ser matizadas:
“La primera, la resumiré con esta palabra: No leas nunca prosa todavía fresca. No leas un libro que acaba de salir. Pero deja al tiempo, que es el gran seleccionador, el cuidado de cumplir su trabajo silencioso, que consiste en eliminar al mediocre. ¿Qué es un clásico? Es un libro que todavía se imprime y que no cesa de aparecer, que acaba incluso de reaparecer. No leas pues, ya que tú dispones de poco tiempo, si no los libros que han pasado la prueba del tiempo, los que han aparecido al menos hace tres años. Luego aquellos de hace treinta años. Luego aquellos de hace treinta siglos, y encontrarás a Homero. El segundo principio será: lee sólo lo que te emociona”11.
Para Guitton la emoción es aquello que llega al fondo del alma. Más crítico y categórico es el colombiano Nicolás Gómez Dávila: “Nuestra atención a las letras contemporáneas decrece con los años, no porque los sentidos se emboten, sino porque hemos visto varias literaturas contemporáneas sucederse las unas a las otras, dejando meramente un puñado de aciertos problemáticos entre un acervo colosal de basura”12. En este sentido son insuperables los consejos de Italo Calvino:
“Tu clásico -nos dice en uno de ellos- es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizá en contraste con él”. Lo importante es ese efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como moderna. Siempre la actualidad, aunque sea trivial, es el punto donde debemos situarnos. Para poder leer los clásicos hay que establecer desde donde se lee. En este sentido agrega Calvino: “Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo”13.
Jorge Luis Borges en “Sobre los clásicos”14 concluye: “Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Si los clásicos son los libros que el fervor y la lealtad de varias generaciones de lectores han salvado de la ruina y el olvido, eso indica que han resistido la prueba del tiempo.
Los clásicos no envejecen, son incombustibles, y ni siquiera el vocerío de los medios de comunicación, tantas veces centrados en lo frívolo y superficial, consiguen apagarlos del todo. “Es clásico -dice la última definición de Calvino- lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”15. Leer un clásico es encontrar una voz amiga, quizás distante pero sorprendentemente vivaz. “Los libros que llamamos clásicos por su belleza y profundidad, por su inteligencia y lenguaje, revelan, a pesar de su frecuente contenido dramático y aun trágico, una íntima armonía interior en el intelecto que los engendró, y en el lector que los recrea con un placer reposado y hondo”16. Pero José Miguel Ibáñez constata una seria dificultad: los lectores están de tal modo prisioneros en el remolino y agitación de la actualidad, la política o las exigencias del trabajo, que fácilmente se aburren cuando sus mentes son exigidas por aquel otro ritmo, más hondo y espiritual, más puro y vital, que es propio de las complejas estructuras del lenguaje artístico. Se requiere un aprendizaje de ese ritmo más sereno y profundo de los clásicos porque los obstáculos a superar no son pocos.
3) Obstáculos para la lectura
Es una pena que cauces potenciales de cultura como lo son internet y la televisión, sean con frecuencia canales de lo más degradado que producen las factorías del entretenimiento comercializado. Se suele decir que vivimos en la sociedad de la información, que Mister Google está sustituyendo a la Biblioteca. Más exacto sería decir que entramos en la era de la evaluación de la información. Y para ello se requiere de un sólido saber, de verdadera cultura que sepa discriminar la información relevante e integrarla en un marco de ideas que la torne inteligible y comunicable. La información sólo tiene valor para el que sabe qué hacer con ella: dónde buscarla, cómo seleccionarla, qué valor tiene la que se ha obtenido y cómo conviene utilizarla. Sólo así no seremos unos consumidores dóciles y pasivos de los medios informativos. Sabremos relativizar las informaciones, las opiniones dominantes “políticamente correctas”, y hacernos usuarios cultos de los canales informativos
Acosados por la abundancia de informaciones y mensajes pareciera aconsejable desconectarse de tanta actualidad y demasiada, llamémosla así, infobasura. Entre tanta información, estrépito, chismorreo y chisporroteo de imágenes, puede ocurrir que los libros, que exigen ese ritmo más sereno, quedaran un tanto apagados, y nosotros demasiado desasosegados para demorarnos en las palabras escritas. Sin embargo, la lectura sigue siendo -a pesar de todas las sofisticadas tecnologías de comunicación- el fundamental medio educativo. Leer a fondo y en silencio puede volverse difícil en un mundo asolado por el ruido y abrumado por una inmensa e indigerible masa de informaciones urgentes, angustiosas, vocingleras y triviales. El contexto puede ser desfavorable, pero eso no impide luchar por lo que creemos una vida más digna y valiosa. El conocimiento de la historia, de la poesía y de la larga tradición cultural de Occidente es necesaria para una vida examinada, según la máxima socrática.
Gozan de excesivo prestigio palabras como “innovación”, “nuevos emprendimientos” y a todo lo que da paso a las tecnologías del futuro, mientras que la rememoración de los tesoros culturales del pasado o las grandes teorías especulativas suenan un tanto obsoletas. Disciplinas que, hasta hace bien poco, constituían el núcleo de la enseñanza universitaria han quedado prácticamente abandonadas. Las lenguas clásicas, la filosofía, la historia, la literatura no pasan de ser un componente ornamental de un entrenamiento que se considera unívocamente dirigido a la capacitación profesional en cuestiones técnicas, sanitarias, jurídicas o empresariales. Y modas pedagógicas únicamente centradas en competencias suelen despreciar lo único común que posee la cultura occidental: la cultura clásica y la inspiración cristiana.
Lo que Marina denomina “la magia de la lectura”17 se enfrenta con otras magias muy poderosas: el cine, la televisión, los juegos de computador, los tablets, las redes sociales. En teoría todas podrán convivir, pero en la práctica no es posible, y no sólo por falta de tiempo, sino porque las otras magias utilizan una competencia desleal. La televisión se ha convertido en la gran disuasoria de los libros. Se ha demostrado que la televisión promueve aprendices pasivos: fomenta una pasividad tentadora y confortable, un letargo acogedor. Es un espejismo de actividad, más que actividad. En la información visual la comprensión de la imagen es rápida, emocional y pasiva. Se captan las imágenes, los gestos, las situaciones, los dibujos con gran rapidez. Producen una gran satisfacción emocional, porque las imágenes presentan una información cálida. Ante la imagen cinematográfica se da una participación más vívida y penetrante, con toda la precisión de nuestras percepciones. Con ironía alude a este sujeto Pedro Salinas: “Este hombre ha sellado el pacto infernal que le propuso arteramente el demonio de las imágenes: «Entrégame tu facultad de leer, y yo, en canje, te colmaré de seductoras estampas en negro o en color, paradas o en movimiento; que esa es la vida de verdad, vista con tus ojos y no interpretada a través de los embelecos de la letra»”18. Sin embargo, la participación que se da en la lectura, si bien menos inmediata y directa, al intervenir los centros superiores del cerebro responsables del lenguaje, implican una mayor mediación racional más rica y más profunda. Por eso es necesario adiestrar para afrontar ese ritmo más sereno de la buena lectura para que no se torne un quehacer arduo y desangelado.
Un obstáculo frecuentemente esgrimido por hombres absorbidos por las exigencias del trabajo profesional es que carecen de tiempo. A duras penas les da para leer el periódico y si acaso las noticias del telediario. Pennac sale al paso de esta socorrida objeción:
“Nadie tiene jamás tiempo para leer. La vida es un obstáculo permanente para la lectura. El tiempo para leer es siempre tiempo robado. El tiempo para leer, al igual que el tiempo para amar, dilata el tiempo para vivir. ¿Quién tiene tiempo para estar enamorado? Pero ¿se ha visto alguna vez que un enamorado no encuentre tiempo para amar? La lectura es como el amor, una manera de ser. El problema es si me regalo o no la dicha de ser lector”19.
Entre los hombres prácticos, dinámicos, cuyo dios es la acción abunda esta especie de neoanalfabeto como lo denomina Pedro Salinas. En el mundo sobran ideas y lo que se necesitan son hombres activos, audaces, acometedores, incansables, que lanzándose a iniciativas innovadores funden empresas y erijan factorías que aumenten la riqueza nacional, sin perjuicio de la propia. Se les verá constantemente dando instrucciones a secretarias y subordinados, y pendiente del cordón umbilical del adulto de nuestros días, el celular. Su Dios es la acción. Nunca se ha hecho nada con teorías. Tildaría de loco a quien le dijera que las teorías de Freud o Marx, presentes en un libro, han desencadenado un vendaval de acción, como puede testimoniar cualquier hijo de vecino que haya oído hablar de la historia del mundo en los últimos 80 años20.
4. Los clásicos: la escuela total
En la enseñanza de los clásicos la atención del lector ha de ponerse sobre lo bien que el autor supo decir lo que quería decir, sobre el papel decisivo del “cómo” hablar para alumbrar una idea. Al leerlos no solamente debemos detenernos en el valor de sustancia humana que contienen, sino igualmente apreciar que ese contenido está irremediablemente unido a la forma lingüística en que nace y que es una y la misma cosa que ella. Por eso Pedro Salinas sostiene que
“leer con atención profunda los clásicos es entrar en contacto con gentes que supieron pensar, sentir, vivir más altamente que casi todos nosotros, de manera ejemplar; y darnos cuenta de cómo ese pensar y ese sentir fueron haciéndose palabra hermosa. Los clásicos son una escuela total; se aprende de ellos por todas partes, se admira lo entrañablemente sentido o lo claramente pensado, en lo bien dicho. Y cuando nos toque a nosotros, en nuestra modesta tarea del mundo, la necesidad de hacer partícipes a nuestros prójimos de una idea o de un sentimiento nuestros, esos clásicos que leímos estarán detrás, a nuestra espalda, invisibles pero fieles, como los dioses que en la epopeya helénica inspiraban a los héroes, ayudándonos a encontrar la justa expresión de nuestra intimidad”21.
La lectura de los clásicos griegos y latinos nos otorga la facultad de relativizar sanamente nuestra particular visión moderna de las cosas. Se accede a los lugares comunes, a los topoi de nuestra cultura. Desde y sobre esos cimientos, sean bienvenidos los multiculturalismos. Pero debemos tener en cuenta que hoy los jóvenes nada saben de mitología, no han leído a los clásicos griegos y latinos, ni la Biblia, las Confesiones de San Agustín y menos la Divina Comedia. Así les es difícil entender un poema de Eliot o de Rilke si en cada poema hay dos o tres implícitos procedentes de los clásicos o de las Escrituras. No se trata de incurrir en vanas erudiciones sino impedir que la alta cultura devenga petrificación arqueológica por su lejanía y por no saber conectarlo con el presente.
¿Cuáles son los grandes relatos que han permitido esa elaboración culta de la propia identidad? La respuesta es breve: su capa más profunda la pusieron la Biblia judeocristiana y los griegos. Todo lo que vino después se edificó sobre estos cimientos y guarda alguna relación con estos orígenes fundacionales. El crítico literario canadiense Northrop Frye denomina a la Biblia El gran Código22. Asimismo. George Steiner:
“Todos nuestros demás libros, por diferentes que sean en materia y método, guardan relación, aunque sea indirectamente, con este libro de los libros (…) Todos los demás libros, ya sean historias, narraciones imaginarias, códigos legales, tratados morales, poemas líricos, diálogos dramáticos, meditaciones teológico-filosóficas, son como chispas, muchas veces lejanas, que un soplo incesante levanta de un fuego central (…) La Biblia determina, en buena medida, nuestra identidad histórica y social. Proporciona a la conciencia los instrumentos, a menudo implícitos, para la remembranza y la cita (…) No hay otro libro como éste; todos los demás están habitados por el murmullo de ese manantial lejano (hoy en día, los astrofísicos hablan del «ruido de fondo» de la creación)”23.
El corpus bíblico se halla en el centro de una galaxia de comentarios e interpretaciones, y su densidad y fuerza de gravitación son casi inconmensurables.
Es un recurrido tópico establecer que las dos raíces y fuentes de Occidente son Atenas y Jerusalén, la filosofía y la Biblia. Leo Strauss y pensadores cristianos han enfatizado la y de la conjunción; Chejov, Levinas acentúan la o de la disyunción. Es en San Agustín, siguiendo la huella de Platón, que el cristianismo logra la primera gran síntesis en el S.IV para consolidarse en el siglo XIII con Tomás de Aquino. Benedicto XVI reafirma con fuerza esta venturosa e indispensable conjunción que marca la identidad occidental.
5. Razones para leer
La razón fundamental que esgrime José Miguel Ibáñez para incentivar la lectura es una sola: el puro placer que proporciona.
“Si se me pregunta por qué leer y releer hoy a los clásicos, mi primera respuesta no tiene nada de académica ni pedagógica, y sí mucho de hedonista y pragmática. Yo respondería que debe emprenderse esa lectura, en primer lugar, por puro y simple placer, por gusto y entretenimiento, por las mismas razones -corregidas y aumentadas- que nos hacen tomar un best-seller o una novela policíaca y enfrascarnos vorazmente en su lectura. El comienzo puede ser difícil, pero, tras un mínimo adiestramiento, la prosa de Cervantes o de Santa Teresa nos puede producir un placer intelectual comparable a la más apasionante lectura de nuestros días. Es un error sentir a los clásicos alejados infinitamente de nuestra sensibilidad, están muy cerca de ella, y yo diría que un proceso no muy largo ni muy tedioso de educación puede salvar con relativa facilidad las barreras iníciales”24. Se apela a un entretenimiento cualitativamente superior.
Sin embargo, esa no es la única razón, aunque puede ser la principal. La lectura frecuente es el mejor medio que tenemos para adueñarnos del lenguaje y de sus creaciones. Es el gran instrumento, el obvio instrumento. La riqueza léxica, la argumentación, la explicación, la expresión de los propios sentimientos, la comprensión de los ajenos, la libertad de pensamiento, se adquieren a través de la lectura. Creemos necesario fomentar el placer de leer para adueñarse del lenguaje y facilitar su apropiación. La pregunta - ¿por qué hay que leer? - queda sustituida por otra más profunda: ¿por qué y para qué necesitamos adueñarnos del lenguaje? José Antonio Marina ofrece tres razones decisivas: 1) “porque nuestra inteligencia es lingüística; 2) porque el fondo de nuestra cultura es lingüístico; 3) porque nuestra convivencia es lingüística25”.
Hablamos a los demás, pero continuamente nos estamos hablando a nosotros mismos. “El hombre es un diálogo interior”, escribió Pascal. Ese intercambio íntimo con nosotros mismos es continuo a través de ideas, intuiciones, reflexiones, preguntas, impresiones y constantemente vamos comentando lingüísticamente lo que experimentamos. El lenguaje no es sólo un medio para comunicarnos con los demás, sino para comunicarnos con nosotros mismos. La reflexión es ese mecanismo lingüístico de la inteligencia por la cual nos volvemos sobre nosotros mismos y analizamos nuestras creencias, sentimiento o acciones. Y todo eso lo hacemos mediante las palabras. Necesitamos de las palabras para aclarar nuestro confuso mundo emocional, y en este sentido, las palabras es la gran iluminadora de nuestra intimidad.
No hace falta leer a Wittgenstein (“los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”) para sostener la identidad de lenguaje y pensamiento. Y en un bellísimo ensayo Pedro Salinas sostiene:
“El lenguaje es necesario al pensamiento. Le permite cobrar conciencia de sí mismo (…) El pensamiento se orienta hacia el lenguaje como hacia el instrumento universal de la inteligencia (Wittgenstein no lo consideraría instrumento, sino que lo contiene). El lenguaje está delante del pensar humano que quiere expresarse como un teclado verbal. ¿Qué haría frente al teclado de un piano, una persona que conociese sólo los rudimentos de la música? En cambio, el buen conocedor de las teclas, de sus recursos inagotables, las hará cantar músicas nuevas, con acento propio. Así el hombre frente al lenguaje: todos lo usamos, sí, todos tenemos un cierto saber de este prodigioso teclado verbal. Pero sentiremos mejor lo que sentimos, pensaremos mejor lo que pensamos, cuanto más profundo y delicadamente conozcamos sus fuerzas, sus primores, sus infinitas aptitudes para expresarnos (…) No habrá ser humano completo, es decir, que se conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzado de posesión de su lengua”26.
Como se puede apreciar, es conveniente relacionar la lectura con el desarrollo de la inteligencia. Una persona muda puede ser muy inteligente, porque posee un lenguaje interior, pero una inteligencia muda es la negación de la inteligencia. Nuestra inteligencia es lingüística y nuestra cultura también lo es. Nuestras relaciones sociales, familiares, afectivas, políticas se trenzan con mimbres lingüísticos. O también se destrenzan.
Causa pena oír hablar a gente joven recurriendo a socorridas muletillas, cuando no al infaltable comodín grosero que cumple todas las funciones gramaticales (sustantivo, verbo, adjetivo) y a gestos expresivos que serían más propios de un primate de bajo rango. Al expresarse pugnan en el intento de decir algo inteligible y coherente. No nos hiere su deficiencia por vanas razones de bien hablar, por ausencia de formas bellas, por torpeza técnica. Nos duele mucho más adentro, nos duele en lo humano.
“Una de las mayores penas que conozco es la de encontrarme con un mozo joven, fuerte, ágil, curtido en los ejercicios gimnásticos, dueño de su cuerpo, pero cuando llega el instante de contar algo, de explicar algo, se transforma de pronto en un baldado espiritual, incapaz casi de moverse entre sus pensamientos (…) ¡Pobrecito dicen los mayores, cuando ven a un niño que llora y se queja de un dolor, sin poder precisarlo! «No sabe dónde le duele». El hombre que mal conozca su idioma no sabrá, cuando sea mayor, dónde le duele, ni dónde se alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los que lo recrean, los poetas, pueden definirse como los seres que saben decir mejor que nadie dónde les duele”27.
6. Fenomenología del lector y el impacto de la obra artística
Para el buen lector -lo sabe por experiencia- la lectura de una obra de arte, la exposición a la belleza de la forma es cautivante, peligrosa, profundamente perturbadora28. La obra abre las puertas de nuestra alma y literalmente se enseñorea de nuestro psiquismo, imaginación, memoria y afectividad. Todo ello en el entendido de que se trata de un buen lector y que estamos en presencia de una verdadera obra de arte. C. S. Lewis realiza una notable fenomenología para discernir entre el buen lector y el mal lector que pertenece a la mayoría29. Según Lewis, para el buen lector -el que siempre anda buscando tiempo y silencio para entregarse a la lectura, y concentra en ella toda su atención- la lectura de una buena obra es una experiencia tan trascendental, que sólo admite comparación con la experiencia del amor, la religión o el duelo. Su conciencia sufre un cambio muy profundo. Ya no son los mismos; conservan un recuerdo constante y destacado de lo que han leído; los episodios y personajes de los libros les proporcionan una especie de iconografía de la que se valen para interpretar el mundo o resumir su propia experiencia. Al mal lector, la mayoría, no le ocurre esto. No comprenden que se arme tanta alharaca con los libros; cuando terminan un cuento o novela no les ocurre nada semejante. Leen, pero lo abandonan con rapidez cuando descubren otra manera más "útil" de pasar el tiempo, o la reservan para los viajes, para las enfermedades, los raros momentos de obligada soledad o para inducir al sueño. La diferencia esencial, establecida por Lewis, entre el mal lector y el buen lector, es que el primero usa el arte mientras el segundo lo recibe. El mal lector usa el cuadro o lo narrado como un arranque automático para ciertas actividades imaginativas y emocionales del sujeto. Se hace algo con ello; no todo uso es necesariamente perverso, vil o pornográfico, sino que también puede ser noble y elevado como leer para aumentar la cultura, conocer historia o incrementar el vocabulario y el saber. Pero sea el uso que sea, vulgar o noble, no se tiene una adecuada actitud hacia la obra de arte que exige ser tomada como valiosa de suyo y fin en sí misma. Las Tres Gracias de Boticelli valen por sí mismas y es del todo derivado que se usen para hablar del mito griego o la época renacentista. La forma no debe ser un auxiliar para el ejercicio de nuestras propias actividades, sino que su presencia deberá ser la que determine profundamente nuestra sensibilidad, imaginación y afectividad. El buen lector se toma en serio las palabras, su interna tensión de claridad y belleza, es sensible al estilo, relee, no se limita a los hechos narrados y a saber “qué sucedió después”; experimenta en sí mismo la fuerza y la coacción de las palabras; éstas no se limitan a indicar, sino que literalmente tienen color, sabor, textura. Las palabras parecen imponernos su voluntad y nos guían hacia los ámbitos más recónditos del psiquismo humano o permiten hacernos palpar el horror del Infierno de Dante o la Metamorfosis de Kafka. Leer bien es experimentar la fuerza de realidad y el poder que las palabras ejercen sobre nosotros. Por ello doy por supuesto que hay impacto en el lector cuando se trata de una buena obra y quien lee es un buen lector. Demás está decir que esa disciplinada recepción de la obra sólo la resisten aquellas obras que verdaderamente merecen el nombre de artísticas; asimismo, las grandes obras literarias o artísticas se resisten a un uso inadecuado de ellas. Es más, muchas de ellas (La Divina Comedia, Fausto) no invitan o proponen una buena lectura, no sólo la suponen, sino que, para poder apreciarlas, simplemente la exigen y de alguna manera la imponen.
“Leer bien -dirá Steiner- significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nuestra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos. En las primeras etapas de la epilepsia se presenta un sueño característico (Dostoievski habla de él). De alguna forma nos sentimos liberados del propio cuerpo; al mirar hacia atrás, nos vemos y sentimos un terror súbito, enloquecedor; otra presencia está introduciéndose en nuestra persona y no hay camino de vuelta. Al sentir tal terror la mente ansía un brusco despertar. Así debiera ser cuando tomamos en nuestras manos una gran obra de literatura o de filosofía, de imaginación o de doctrina. Puede llegar a poseernos tan completamente que, durante un lapso, nos tengamos miedo, nos reconozcamos imperfectamente. Quien haya leído La metamorfosis de Kafka y pueda mirarse impávido al espejo puede ser capaz, técnicamente, de leer la letra impresa, pero es un analfabeto en el único sentido que cuenta”30.
Es una supina ingenuidad, contraria a la evidencia de los hechos, tomarse a la ligera el profundo impacto ético y vital que supone en el buen lector una obra de arte. Sólo merecen ser tomadas en serio las obras que operan en nosotros esa transformación, las que nos abren a nuevas dimensiones de la realidad, o las que la hacen más “habitable” y permiten dar voz a nuestros anhelos y necesidades interiores. El resto pertenece a lo que Steiner denominó despectivamente «pornografía de la insignificancia».
Las obras, designémoslas clásicas, permiten ver por nosotros con más precisión y variedad, afinan nuestra conciencia con más experiencia humana y sus voces penetran en los recovecos de nuestra propia sensibilidad configurando nuestro modo de conocer e interpretar la realidad.
“En la medida en que un hombre o una mujer son susceptibles a la poiesis, al significado hecho forma, están abiertos a las incursiones y las apropiaciones por parte de agentes de deleite o tristeza, de seguridad o miedo, de ilustración o perplejidad, cuyos modos de operación se hallan, en última instancia, más allá de la paráfrasis. (..) La «otredad» que entra en nosotros nos hace otro (...) La épica y la lírica, la tragedia y la comedia, la novela ejercen la autoridad más penetrante sobre nuestra conciencia. Por medio del lenguaje somos «traducidos» del modo más marcado y perdurable”31.
Somos en verdad “traducidos”, se les presta voz a nuestros sueños y fantasmas, a nuestras aspiraciones íntimas y universales. Se nos dice “lo que nos pasa”, reconocemos nuestros anhelos y afanes cristalizados en esas palabras que no sólo son un espejo de la verdad sino también la forma vital e inagotable de ésta. A este tema alude Jacques Maritain cuando escribe: “El arte y la poesía suscitan los sueños del hombre, sus recónditos anhelos, y le revelan algo de los abismos que existen en el propio hombre. El artista no lo ignora”32.
Cuando la lectura es algo más que fantaseo, evasión imaginaria o un apetito indiferenciado emanado del tedio, la lectura es un modo de acción. Se permite la entrada a personajes y situaciones que acometen y asedian nuestra ciudadela interior ejerciendo un contundente señorío sobre nuestros deseos, imaginaciones y anhelos. Creo que fue Yeats el que dijo que la belleza era irrefutable; en este sentido se puede decir que el artista es una fuerza incontrolable. Los hombres que quemaban libros sabían lo que hacían, y al hacerlo estaban haciendo un grotesco homenaje, pero homenaje, al fin y al cabo, a la fuerza del arte. Se podrá decir que la censura no funciona y por su constitutiva torpeza no conviene que la haya, pero otra cosa es negar el fuerte impacto de la obra, ya sea enriquecedora o degradante33.
Existen riesgos, ningún buen lector puede ignorar que ciertas presencias se vuelven hipnóticas, obsesivas y crueles. Pero esos riesgos hay que correrlos, sobre todo por el papel decisivo que juegan los libros en la formación del adolescente. De otro modo se produce un estrechamiento y muerte prematura de la imaginación y de la afectividad. Las historias y cuentos narrados a un niño son tomados en serio; es llamado y convocado por seres a participar de diversas aventuras en la isla desierta, en la cueva de ladrones, a la Edad Media o para recorrer los espacios intergalácticos. Spranger, en su clásica Psicología de la edad juvenil, decía que la fantasía que se proyecta anhelosamente en las cosas es un medio de “ampliación de las almas”34. En la lectura buscamos una ampliación de nuestro ser. Queremos ser más de lo que somos; ver por otros ojos, imaginar con otras imaginaciones y sentir con otros corazones. Hemos salido de nosotros mismos para entrar en otros caracteres; nos convertimos en otras personas, con otro temperamento y adoptamos una perspectiva de las cosas distinta de la nuestra. Esto permite una mayor comprensión de los demás porque aprendemos a ver el mundo y la realidad con otros ojos. Así lo ve también Alejandro Llano:
“Todos los mundos posibles se dan cita ante el lector. Quienes adquirieron en la infancia o en la juventud un amor a los libros que los acompañará hasta la ancianidad, son personas que viven muchas vidas. Expanden y enriquecen la suya al entreverarla con la de otros. Su inteligencia crece, su imaginación se agranda. Se pasean por los vericuetos de la historia, por los laberintos de la ciencia, por las maravillas de la fantasía. Tienen una mente educada que les torna capaces de plantearse alternativas inéditas y recorrer sendas inexploradas (…) Como yo soy un obsesionado de los libros, un letraherido, como dicen los pedantes, invito a todos los que me escuchan a que adquieran precisamente la manía de leer: que se despreocupen de todo lo demás (que es irreal) para abocarse a los libros, donde se encuentra la verdadera realidad”35.
Todo esto lo ha planteado C.S. Lewis con la agudeza que acostumbra y con el trasfondo de una verdadera antropología:
“Por tanto, leer bien, sin ser una actividad sentimental, moral o intelectual, comparte algo con las tres. En el amor salimos de nosotros mismos para entrar en otra persona. En el ámbito moral, todo acto de justicia y de caridad exige que nos coloquemos en el lugar de otra persona y, por tanto, que hagamos a un lado nuestros intereses particulares. Cuando comprendemos algo descartamos los hechos tal como son para nosotros y nos quedamos con los hechos tal como son. El primer impulso de cada persona consiste en afirmarse y desarrollarse. El segundo impulso consiste en salir de sí misma, en corregir su provincianismo y en curar su soledad. Esto último es lo que hacemos cuando amamos a alguien, cuando realizamos un acto moral o cognoscitivo y cuando «recibimos» una obra de arte. Sin duda este proceso puede interpretarse como una ampliación o como una momentánea aniquilación de la propia identidad. Pero se trata de una vieja paradoja: «el que pierde su vida la salvará»”36.
La creación artística es posibilidad de vivir más. Ello es posible en la medida que abre nuevas dimensiones y perspectivas a una realidad en la que no habíamos reparado y, por tanto, no se habían “vivido”. Este es el sentido heideggeriano de expresiones como “el arte redime lo real, lo hace habitable” o cuando decimos que el arte potencia la vida, la amplifica. Se hace habitable o “vivible” el dolor y la lucha, la nostalgia y los celos, el amor y la muerte. O, utilizando palabras de Jacinto Choza,
“lo que yo viví, Bécquer lo ilumina, lo hace permanentemente habitable, lo reduplica y lo pone a mi disposición «liberándome» de ello. Aquí el arte ha abierto cauces para vivir lúcidamente lo que oscuramente se vivenciaba; ha posibilitado el paso de la monotonía o de la opacidad a la novedad radiante. El influjo de la literatura en la configuración de las actividades humanas es este precisamente: hacerlas más conscientes, iluminarlas, simplificarlas y darles cauces para su desarrollo”37.
Parece claro el influjo de la literatura en la configuración de mentalidades y actitudes, en la amplitud y en las atmósferas de los mundos interiores, en la lógica de potencialidad total que parece presidir los mundos imaginarios. Hasta el momento se carece de pruebas para poder dictaminar si la exposición sistemática a obras e imágenes pornográficas, sádicas, violentas o degradantes tiene o no relación causal con conductas de esas mismas características. En todo caso,
“los censores, los quemadores de libros y los pornógrafos -ha dicho Steiner- son un testimonio corrupto pero inequívoco sobre la ambigua dominación de los textos sobre la vida. Los efectos son los de una reacción en cadena, tal como los describe la física de alta energía. La sugerencia verbal, las asociaciones tonales o de imágenes liberadas por las formas estéticas generan, a su vez, secuencias ulteriores de formulación análoga, fiel y variante dentro de nosotros. Los deseos dormidos reciben habitación y nombre. Se desarrolla el guion de la posibilidad imitativa. Una verdad radical subyace a la loca prolijidad de Sade, la garantiza. Una vez escritos, la sexualidad y los fantasmas de explotación y esclavitud que siguen ensombreciendo nuestra frágil educación en humanidad no están puntuados”38.
En abstracto y desde fuera es difícil adivinar la actitud del lector o espectador; puede ser verdaderamente contemplativa o estética, meramente pragmática o animado por diversos móviles e impulsos. En todo caso, la actitud del sujeto parece ser clave: se puede hacer un uso vil y grotesco incluso de las mejores obras de arte, aunque lógicamente son las que menos se prestan a esos usos indebidos. Hay goces que no son del todo contemplativos y estéticos como se proclaman, sino que subrepticiamente se introduce el sentido del tacto. Lo propio de la contemplación estética es ser un goce exclusivo de la vista y sólo de ella, que mantiene la distancia y deja ser con libertad. Lo peculiar de una mirada no estética es la de un mirar “alargando la mano”, una mirada que se convierte en abastecedora del deseo, inficionada por el sentido del tacto y cuya intencionalidad es ahora la posesión y el dominio. Es difícil establecer reglas generales o una casuística detallada porque lo decisivo siempre radicará en la actitud del sujeto. Desde fuera y desde reglas abstractas no es posible penetrar en la interioridad del sujeto y en la intencionalidad de su actitud.
En todo caso, la actitud e intencionalidad del lector es muy diferente a la del crítico. Este último voluntariamente adopta cierta distancia frente a la obra para posibilitar el análisis, la glosa o el comentario crítico. El movimiento propio de la crítica es el de “retroceder” en el mismo sentido en el que se retrocede frente a una pintura para contemplarla mejor, para observarla de modo más objetivo y racionalmente distanciado. El movimiento del lector, en el entendido de que se trata de una buena obra y una verdadera lectura, es la de implicarse y participar afectivamente en lo narrado, intenta negar la distancia que hay entre el texto y él.
Para el lector, la obra no es un “objeto” externo, un dato que nos es dado, una cosa, ni siquiera “estética”, que está en el mundo. Steiner sugiere con radicalidad que se trata de una “presencia real”, con toda la fuerza y carga de este símil eucarístico, es decir, que se opera una verdadera transubtanciación. Leer bien una obra de arte es, momentánea y provisionalmente, durante el período que dura la lectura, exponer nuestra identidad y hacerla vulnerable a las “presencias reales” que la habitan39.
Hablar de “presencia real” y de signo o presencia sacramental, es insinuar un sentido “icónico” diferente y más intenso que el mero signo representativo. Revirtiendo la idea platónica de que se trata de una mímesis de tercera mano, Heidegger otorga categoría ontológica a la presencia estética. Tomando su conocido comentario al cuadro de Van Gogh relativo a un par de botas gastadas, podemos decir con total naturalidad que esas botas enmarcadas en el cuadro tienen más “realidad”, intensidad y necesidad fenomenológica que el par de botas de verdad e infinitamente más que los datos objetivos procedentes de un análisis químico del material de las botas. Para Steiner, como vemos, las contigüidades del “lector” con el texto son de tipo ontológico, mientras que para el crítico son de índole epistemológica. El lector no se encuentra ni se orienta hacia la objetivización, sino a la implicación en la posibilidad, en el “como si” de la presencia real.
Para Steiner una lectura estéril de la obra es la que se queda en la simple dimensión técnica y prescinde de su dimensión ética. En cambio, una lectura es buena y fecunda, si se opone a cualquier distancia entre el texto y el comentario, de modo que el primero se convierte en mero pre-texto para el segundo. Se trata de una reciprocidad vitalizante en la que la prioridad siempre radicará antes en la obra que en el comentario.
Reciprocidad, porque el correlativo dialéctico de la operación de escribir es la de leer y ambos actos se necesitan mutuamente. Lo que hará surgir esa “presencia real” concreta e imaginaria procede del esfuerzo conjugado del autor y del lector. Pero también vitalizante, pues soy yo mismo el que le presto a esa obra toda su fuerza y energía que simultáneamente me traduce y se nutre de mí. Como bien lo veía Sartre, la lectura es una creación dirigida, “un sueño libre”, una credulidad consentida, y a cada paso el objeto literario se alimenta de la subjetividad del lector: la angustia de Rakolnikoff es mi angustia, su espera es la que yo le presto, su odio ante el juez de instrucción es el odio que yo tengo a través de él, es decir, si mi subjetividad no los hace vivir esos signos y palabras serían opacos y languidecientes.
“De este modo, la lectura es un ejercicio de generosidad y lo que el escritor pide al lector no es la aplicación de una libertad abstracta, sino la entrega de toda la persona, con sus pasiones, sus prevenciones, sus simpatías, su temperamento sexual, su escala de valores. Cuando esa persona se entrega con generosidad, la libertad le atraviesa de parte a parte y transforma hasta las masas más oscuras de su sensibilidad. Y, como la actividad se ha hecho pasiva para crear mejor el objeto, la pasividad, recíprocamente, se convierte en acto: el hombre que lee ha subido a lo más alto. Tal es la razón de que se vea a personas que tienen fama de duras derramar lágrimas ante el relato de infortunios imaginarios; se habían convertido por unos instantes en lo que hubieran sido si no hubiesen pasado su vida ocultándose su libertad”40.
De modo semejante a Borges (“Los Grandes Lectores -y él era uno de ellos- son más escasos que los grandes escritores”), Steiner se definía a sí mismo como un maestro de lectura, y a contrapelo de las novísimas disciplinas ya sea críticas, deconstruccionistas o semióticas, consideraba que cualquier buena lectura paga una deuda de amor: “Me gustaría que, si perduro en las memorias, el recuerdo que de mí se guarde sea el de un maestro de lectura, alguien que ha pasado su vida leyendo con los demás (...) Leer es estar dispuesto a recibir un invitado en casa, cuando cae la noche”41. Lo que en términos de C.S. Lewis es la recepción disciplinada, para Steiner consiste fundamentalmente en un acto de cortesía propio de quien sabe ser un buen huésped, el que se atiene a las reglas tradicionales que rigen las relaciones entre el anfitrión y su invitado. Lo invitamos a que se acomode en la casa de nuestro ser y aceptamos por una temporada vivir juntos.
Esta hospitalidad, el abrir de par en par las puertas de nuestro yo a nuestro invitado, nos torna vulnerables a su presencia y actuación. Incluso puede llegar a alterar la textura de nuestra conciencia.
“El texto canónico entra en el lector, ocupa su lugar dentro de él por un proceso de penetración, de intimación luminosa cuya ocasión puede haber sido enteramente mundana y accidental -los encuentros decisivos suelen serlo- pero no, o no principalmente, deseada. Los «grandes invitados» entran sin invitación, aunque se les espere (...) Cuando son plenamente aceptados, cuando son recibidos y vitalmente asumidos gracias al recuerdo y el estudio precisos, estos penetradores e intrusos dominantes echan raíces. Se mezclan con el tejido del yo; los textos se convierten en parte de la identidad”42.
Acontece que el texto junto con leerlo “nos lee” y nos dice lo que nos pasa. Traduce nuestras oscuras e intensas vivencias a un lenguaje inteligible, preciso y luminoso. Y en Presencias reales, Steiner escribe:
“El arte y la literatura seria son de una indiscreción total. Preguntan por las más hondas intimidades de nuestra existencia (...) En un sentido fundamental y pragmático, el poema, la estatua o la sonata, en lugar de ser leído, contemplada o escuchada, son más bien vividos. El encuentro con lo estético es, junto con ciertos modos de la experiencia religiosa y metafísica, el conjuro más «ingresivo» y transformador a que tiene acceso la experiencia humana. De nuevo, la imagen adecuada es la de una Anunciación, la de «una belleza terrible» (Yeats) o gravedad que irrumpe en la pequeña morada de nuestro cauto ser. Si hemos oído correctamente el aleteo y la provocación de esta visita, la morada ya no es habitable de la misma manera que antes”43.
Siempre conservaremos un vivo recuerdo de aquellas obras que mayormente han afectado nuestro ser y, de algún modo, han contribuido a forjar nuestra identidad. Pero ser hospitalario conlleva sus riesgos. Perfectamente puede ocurrir que el invitado no sólo se encuentre a gusto en la casa de nuestro ser, fomente nuestra amistad y para nosotros ésta sea grata y constructiva de nuestra identidad, sino que también nos arriesgamos a que cierta noche, una determinada obra llame a la puerta y el invitado nos desvalije, destruya e incendie por completo nuestra casa. En la niñez y juventud, cuando los espacios interiores no están llenos de ideas, prejuicios y principios ni tampoco entrenados para una recepción estética, su actuación puede ser más intensa -benéfica o corrosiva- en la forja de la identidad. Es en esos períodos, además, cuando más indiscriminadamente hospitalarios y vulnerables somos y cuando no discernimos bien las reales cualidades artísticas de los textos a los que nos exponemos. Sin embargo, a pesar de estos riesgos, el buen lector siempre conservará, incluso en plena madurez, esa vulnerabilidad y hospitalidad, tanto a la luz como a la amenaza, y especialmente mostrará su desvalimiento y desprotección ante la irrefutable belleza de la excelencia artística.
Somos responsables de los invitados que albergamos en la morada de nuestro ser y de la actitud que adoptamos tanto frente a esos que hemos decidido considerar verdaderos amigos más que huéspedes, como frente a las visitas inesperadas y los visitantes desconocidos. La reflexión sobre el profundo impacto que la obra de arte ejerce en la textura psicológica, moral y espiritual de nuestro yo, la consideración tanto de los hilos narrativos reales como imaginarios, históricos como ficticios que confluyen en la forja de nuestra identidad, legitima y hace necesaria una ética de las ficciones e incluso una ética de lo imaginario.