Introducción
La creación de los modernos Estados latinoamericanos dividió a los actores eclesiásticos. Mientras los obispos y las congregaciones religiosas fueron mayoritariamente hostiles al movimiento independentista, un sector del clero secular se mostró en ocasiones abiertamente comprometido con el proceso.2 Sin embargo, el balance general indica que las instituciones eclesiásticas se debilitaron, pues numerosas diócesis estuvieron vacantes por décadas, el clero secular descendió a la mitad, los conventos fueron abandonados o expropiados y los seminarios, cerrados.3 La vacancia de las sedes era sin duda el problema más común y urgente. Durante el pontificado del papa Gregorio xvi (1831-1846), la Santa Sede erigió nuevas diócesis y nombró obispos para las vacantes, además de designar representantes pontificios en el continente para estrechar los lazos entre las diócesis americanas y Roma.4 Estos nombramientos fueron usualmente objetados por los gobiernos republicanos, quienes retuvieron las bulas de institución o algunas de sus cláusulas en nombre del patronato que pretendieron heredar de la Corona.5 Si bien la tensión jurídica entre los gobiernos republicanos y la Santa Sede no se resolvió rápidamente, se establecieron soluciones de compromiso que permitieron reorganizar las diócesis tras el proceso independentista.
Desde mediados de siglo, esta reorganización sentó las bases para una expansión de las estructuras eclesiásticas. Una nueva generación de obispos fundó o reformó los seminarios diocesanos, como el de Santo Toribio de Lima, restaurado por el arzobispo Luna Pizarro en 1847; el de los Santos Ángeles Custodios de Santiago de Chile, cuyo proceso de reforma comenzó desde 1844 o el de Buenos Aires, creado por el obispo Escalada en 1857. Los obispos promulgaron una copiosa normativa con el objetivo de disciplinar, uniformar y regular tanto al clero secular como a las actividades de su diócesis, compilada, por ejemplo, en el Boletín Eclesiástico del arzobispado de Santiago de Chile o en el Repertorio eclesiástico de la diócesis de Salta. Impulsaron la creación de publicaciones periódicas, como La Revista Católica en Chile, El Redactor Eclesiástico y El Católico en Perú o La Relijión de Buenos Aires. Fomentaron el retorno de los jesuitas y la implantación de congregaciones religiosas extranjeras, como los lazaristas, las Hijas de la Caridad, las religiosas del Sagrado Corazón de Jesús y las Hermanas del Huerto, entre muchas otras. Lideraron la creación de asociaciones laicas, como las conferencias de San Vicente de Paul en Santiago y Buenos Aires o la Sociedad Católico-Peruana.6
Esta expansión fue el rostro más visible del proceso de construcción, con mayor o menor éxito según la república que se considere, de una Iglesia centralizada y jerárquica, diferente de las muy autónomas instituciones eclesiásticas propias del período colonial.7 Simultáneamente, los obispos que guiaron esta consolidación estrecharon sus vínculos institucionales y simbólicos con el Papa, tras décadas de incertidumbre sobre la relación entre las desorganizadas diócesis americanas y la Santa Sede, la cual vivió su propio proceso de reorganización tras el ciclo revolucionario liberal de 1848. Esta nueva relación de las Iglesias latinoamericanas con Roma se estableció sobre la convicción ultramontana según la cual la autoridad papal estaba sobre la de los gobiernos nacionales, obispos y concilios, en las amplias materias que se consideraron propias de jurisdicción pontificia. La romanización o el giro ultramontano de la Iglesia en América Latina en la segunda mitad del siglo xix fue un proceso exitoso e irreversible, sobre todo desde 1870 en adelante.8
Sin embargo, Roma no fue la única fuente de la cual bebió la expansión de la Iglesia en América Latina. Se ha estudiado el rol central que tuvo París como polo de atracción intelectual, editorial y misionero.9 Sabemos también que la experiencia de las iglesias belga, irlandesa y chilena fueron seguidas con atención por los católicos latinoamericanos, pero esta relación no ha sido investigada en detalle.10 Gracias a los trabajos de Francisco Ramón Solans conocemos la admiración que provocó el catolicismo estadounidense en algunos miembros del clero latinoamericano y, específicamente, chileno.11 Este trabajo se orienta en esta última dirección. Se argumenta que algunas instituciones del catolicismo estadounidense fueron modélicas para un actor central de la Iglesia chilena no solo por las ventajas eclesiásticas que tendría su implantación, sino también por el rol político que podían jugar en detener la expansión de las ideas revolucionarias que habían amenazado el orden político chileno en 1851.
Este actor central es Joaquín Larraín Gandarillas, miembro de las Facultades de Teología y de Humanidades de la Universidad de Chile, decano de la Facultad de Teología, diputado de la República, rector del Seminario Conciliar, obispo auxiliar, vicario capitular y primer rector de la Universidad Católica de Santiago, entre muchas otras responsabilidades menos visibles. La bibliografía sobre su desempeño en estas tareas es amplia pero, en general, apologética y pobremente basada en fuentes primarias.12 Este trabajo, que investiga su estadía en Estados Unidos entre septiembre de 1851 y mediados de junio de 1852, está basada en la correspondencia que estableció con el arzobispo de Santiago, Rafael Valentín Valdivieso, y con el futuro obispo de Concepción, José Hipólito Salas, contenida en volúmenes inéditos disponibles en el Archivo del Arzobispado de Santiago.13 El trabajo con estos relatos de viajes exige una breve consideración previa. Carlos Sanhueza informa que cierta historiografía ha mirado con desconfianza estos intercambios epistolares por el carácter impresionista, subjetivo y parcial de la información que contienen. Sin embargo, destaca que estos relatos constituyen un lugar privilegiado para investigar las percepciones, deseos y prejuicios de los emisores, sobre todo cuando se trata de textos que se escribieron sin tener en mente su publicación, como es el caso de las cartas que analizamos en este trabajo.14
Este artículo tiene tres secciones. La primera describe la trayectoria académica y eclesiástica de Larraín previa a su llegada a Estados Unidos, en el contexto de la temprana expansión y romanización de la Iglesia Católica chilena. La segunda sección analiza el primer contacto decepcionante con el colegio jesuita de Georgetown para luego estudiar, en la sección final, la impresión que le provocaron tanto el primer concilio plenario de Baltimore como las asociaciones de caridad y las congregaciones femeninas de vida activa, que lo llevaron a reflexionar sobre el papel político que podían cumplir en el convulsionado contexto chileno.
La joven promesa ultramontana
Nacido en una acaudalada familia de Santiago, Joaquín Calixto Larraín Gandarillas cursó las humanidades y las materias teológicas y jurídicas en el Seminario Conciliar, donde rápidamente obtuvo el puesto de profesor de Legislación. Mientras realizaba sus estudios, colaboró con los futuros obispos Valdivieso y Salas en la creación de La Revista Católica (1843), primera expresión de la prensa católica moderna, en la cual se publicaban los decretos y edictos de la jerarquía, traducciones de artículos y noticias de periódicos europeos y latinoamericanos y polémicas con los puntos de vista de la prensa liberal, lo que habla de un circuito intelectual y editorial donde ya eran habituales la controversia y el disenso público.15 Tras aprobar los exámenes correspondientes, obtuvo en 1844 los grados de bachiller en Teología y licenciado en Leyes en la Universidad de Chile.16 El reglamento indicaba que uno de los requisitos para la obtención del grado de licenciado era la presentación de una memoria de un tema a elección. Larraín defendió en la suya el derecho del papa a instituir obispos en las naciones católicas, una tesis polémica en la disputa -a veces abierta, comúnmente soterrada- sobre el derecho de patronato de la república. Larraín sostenía en su tesis que el proceso de institución de un obispo comprendía la presentación, la confirmación y la consagración. Reconocía que el papa había concedido a algunos soberanos el derecho de presentar a un candidato idóneo para el episcopado, pero que el pontífice se reservaba para sí la facultad de confirmar al presentado, acto mediante el cual se convertía al presentado en un obispo. La consagración, concluía, debía ser realizada por otro obispo en comunión con el papa. Desde su punto de vista, el derecho del papa a confirmar a los obispos garantizaba la unidad de la Iglesia, pues cualquier autoridad eclesiástica o secular que interviniera en la institución de los obispos volvía a la cristiandad un conjunto de sociedades independientes entre sí. El joven abogado ultramontano terminaba su memoria objetando la pretensión de los gobiernos de intervenir en lo que consideraba un derecho exclusivamente papal, mediante lo cual asumía una clara posición en el debate jurídico del momento.17
Tras un período de dudas vocacionales, Larraín fue ordenado presbítero en marzo de 1847. Junto al curso que enseñaba en el Seminario, predicaba y confesaba en la iglesia de la Compañía de Jesús; enseñaba Religión en el Instituto Nacional, la institución educativa ejemplar de la república y dirigía una escuela gratuita para clérigos minoristas que no podían cursar sus estudios en el Seminario. Fue incorporado por decreto a la Facultad de Teología de la Universidad de Chile en 1851, pero no pudo realizar el tradicional discurso de incorporación porque cinco días después de su nombramiento se embarcó a Estados Unidos con sus hermanos menores Ladislao, José y Guillermo, su sobrino Manuel José Irarrázabal y el joven Isidoro Errázuriz. Los viajes de chilenos a Europa y Estados Unidos a mediados del siglo xix tuvieron diversas razones, como la formación intelectual, el exilio, la búsqueda de aventuras y la representación política y diplomática.18 En este caso, las fuentes no revelan el motivo original del viaje, pero sí sabemos que se planificó a raíz de una necesidad no especificada de Manuel José Irarrázabal, del cual Larraín había sido nombrado su tutor legal tras la temprana muerte de su padre en 1848.19 Una carta del arzobispo Valdivieso a Larraín indica que «U. sabe que no era la perfección de su instrucción científica lo que motivaba esta medida; sino consideraciones de otro género (…) Me he fijado únicamente en su sobrino, porque el solo ha entrado como principal en el proyecto, los demás forman en parte accesoria».20 Si bien no sabemos en qué consistían tales «consideraciones de otro género», conocemos que el viaje y la estadía de Larraín, sus hermanos y su sobrino en Estados Unidos fueron financiados con el patrimonio de la familia Irarrázabal Larraín. Por otra parte, Isidoro Errázuriz había sido expulsado del Instituto Nacional por haber participado en manifestaciones públicas a favor del general José María de la Cruz, candidato presidencial de los liberales para las elecciones de 1851. Su abuelo, Ramón Errázuriz, escribió a su amigo Manuel Carvallo, ministro plenipotenciario de Chile en Estados Unidos, para que ubicara a su nieto en un colegio de Washington, sugiriéndole evitar una institución jesuita. Errázuriz aprovechó el viaje de Larraín para confiarle a su nieto, a pesar de las ideas conservadoras y la afinidad con los jesuitas del presbítero. La confianza que generaba el prestigio de su familia fue probablemente más importante que sus opiniones doctrinales y políticas.21 Los jóvenes se dirigieron a Estados Unidos con el objetivo de perfeccionar su educación pero, como ya señalamos, la motivación primera nos es desconocida.
La comitiva se embarcó en Valparaíso el 26 de julio de 1851. La duración de su estadía en Estados Unidos era incierta, como se desprende de las emotivas palabras que el sacerdote dedicó a Hipólito Salas antes de partir: «dentro de pocas horas voy a dejar, Dios sabe si temporalmente o para siempre, el suelo querido de la patria».22 Inicialmente, el vapor se detuvo en Lima, donde el grupo se alojó en el mismo hotel donde residían los exiliados liberales chilenos Manuel Recabarren, Juan de Dios Pantoja, Luis Bilbao y su célebre hermano Francisco Bilbao, quien había participado en una agria polémica con la jerarquía eclesiástica.23 Por este antecedente, el presbítero confesó que se sintió obligado a saludar a los hermanos Bilbao, aunque admitió que luego tuvieron una breve conversación.24 Larraín visitó la Biblioteca Nacional, tuvo una amable reunión con el arzobispo de Lima y visitó al deán Lucas Pellicer, futuro vicario capitular, quien le regaló un número del periódico conservador La civilización de Bogotá, donde se condenaba la eliminación del fuero eclesiástico en Nueva Granada. Este tipo de intercambios permite ver el surgimiento de una temprana red entre los periódicos ultramontanos y conservadores que se publicaban en las repúblicas latinoamericanas, red que Larraín se preocupó de expandir durante su estadía en Estados Unidos y, posteriormente, en Europa. El presbítero estimó que las opiniones de la jerarquía de Nueva Granada debían ser publicadas en La Revista Católica, junto a un artículo donde se defendiera la independencia judicial de la Iglesia y se protestara «con nueva energía contra las impías tendencias de los rojos de la N. Granada».25 La publicación chilena se mantenía atenta a la política eclesiástica del continente, pues ya se habían expuesto en ella extensos artículos desaprobando la expulsión de los jesuitas de Nueva Granada.26
Tras dejar Perú, la embarcación atracó en Guayaquil el 13 de agosto. En esta ciudad, el sacerdote conoció personalmente a Luis Tola y Avilés, corresponsal de La Revista Católica en Ecuador. Larraín sugirió a Salas la publicación de un nuevo informe sobre el restablecimiento legal de la Compañía de Jesús en Ecuador,27 aunque el órgano de prensa chileno ya había publicado artículos al respecto.28 Si bien en Chile los primeros jesuitas de la era republicana habían llegado en marzo de 1843, la Compañía no había sido restablecida legalmente.29 Larraín insinuó que el nuevo edificio que se quería construir para albergar al Seminario podía localizarse en la casa de los jesuitas de Santiago, pues las ordenanzas reales vigentes lo permitían.30
El presbítero reconocía no ser un buen viajero. Consideraba que la vida sobre el barco era ociosa y monótona; extrañaba a su familia, a sus amigos, al arzobispo y, sobre todo, temía secarse espiritualmente. Rogó a Salas que rezase por él, de lo contrario, se lamentaba, «llegaré a E.U. con el corazón más duro que pedernal».31
Estados Unidos
La supresión de la Compañía de Jesús en 1773 motivó a exjesuitas a fundar Georgetown College en 1786, con el objetivo de formar al clero que sirviera a la creciente población católica de la nación. Pero solo fue oficialmente un colegio jesuita tras la restauración de la Compañía en Estados Unidos en 1804.32 Esta institución recibió al grupo liderado por Larraín el 15 de septiembre de 1851. La primera impresión que le provocó la educación jesuita fue decepcionante:
La ilimitada libertad de que particularmente gozan los jóvenes en este país, ha obligado a los Jesuitas a renunciar a sus tradiciones y a tolerar desórdenes que tal vez no se sufren en el más indisciplinado colegio de Chile. En la capilla, en las clases, no hay respeto a los superiores, ni moderación, ni buena crianza; en la primera se leen novelas y cartas, se duerme, echándose sobre las bancas, se conversa, etc., sin reparo; y en las segundas se grita, juega e insulta a los profesores impunemente. No puede U. formar idea de la rusticidad y falta de modales de los americanos. He descubierto que los jóvenes salen cuando y por el tiempo que quieren con grande facilidad, y algunos abandonan sus camas por la noche para irse a pasear, sin ser casi nunca descubiertos. Aquí no se da a los grandes castigo alguno: y así imponen la ley a sus maestros casi siempre. Cuando ya son intolerables, se les expulsa; pero ha habido caso en que los colegiales amotinados han obligado a admitir de nuevo a un expulsado.33
Opinaba que, debido al bajo nivel académico y disciplinar de los colegios jesuitas, «ninguno puede compararse con el Instituto N. o el Seminario de Santiago».34 Los jesuitas con los que convivía en Georgetown, además, dibujaron un panorama muy poco auspicioso del catolicismo estadounidense: salvo tres o cuatro, los obispos trabajaban poco; el clero secular asumía toda la carga por la displicencia de los prelados; muchos presbíteros no leían latín; no había parroquias en las diócesis, sino misiones dirigidas por clérigos que eran removidos de sus puestos a voluntad del prelado y que los concilios provinciales promulgaban decretos perjudiciales y, algunos de ellos, no aprobados por la Santa Sede.35
La inesperada indisciplina del más antiguo colegio católico de Estados Unidos afectó fuertemente el ánimo de Larraín. Temía que el desorden escolar perjudicara la salud espiritual de sus hermanos y su sobrino, por lo que se replanteó la continuidad del grupo en Estados Unido. Dubitativo sobre el camino a tomar, buscó insistentemente los consejos de su madre y de sus confidentes Salas y Valdivieso. El escenario ofrecía tres alternativas: permanecer en Estados Unidos buscando un nuevo colegio para sus tutorados, emprender un viaje a Europa tras mejores oportunidades o volver a Chile. A pesar de que consideraba un deshonor volver a Chile tan pronto, declaró que «consultando solo con mi corazón, me iría inmediatamente a Chile a trabajar cuanto lo permitieran mis pobres fuerzas».36 Sin embargo, resolvió ubicar a Ladislao y José en el colegio de St. John, que posteriormente fue renombrado como Universidad de Fordham, a pocas millas de Nueva York. Decidió que, provisoriamente, Guillermo y Manuel continuaran en Georgetown junto a Isidoro Errázuriz. No obstante, podemos sostener en base a la evidencia que volver a Chile no era su único deseo.
Esperaba viajar a Europa y lo hizo saber a sus interlocutores de múltiples formas. Antes de recibir una respuesta de su madre y el arzobispo, había dado algunos pasos en esa dirección. En caso de que le aconsejaran viajar, sugirió hacerlo sin sus pupilos, en compañía de Blas Cañas, antiguo compañero del Seminario, quien también estaba planificando un viaje a Europa. Expuso razones de diversa naturaleza para su traslado: podía mejorar su inglés y aprender francés e italiano; estudiar la organización parroquial en Francia, Alemania, Bélgica e Italia; conocer el régimen de los seminarios; frecuentar las congregaciones religiosas y asociaciones de caridad más idóneas para que se instalaran en Chile y cerrar un acuerdo para cumplir un antiguo sueño del arzobispo: que tres seminaristas de Santiago fueran a estudiar a la Universidad católica de Lovaina. La mirada internacional de Larraín confirma que, en el contexto de la romanización de la Iglesia latinoamericana, los focos de interés eran múltiples, aunque aún limitados, hasta este momento, a Europa. Larraín exploró la posibilidad de que seminaristas chilenos cursaran estudios en Europa con el padre Clément Boulanger, provincial de los jesuitas de la provincia de París, quien se encontraba en Estados Unidos. Boulanger le sugirió como alternativas el recién fundado Seminario Pío en Roma (destinado para los seminaristas de los Estados Pontificios), el Colegio Romano de la Compañía de Jesús y los seminarios de Saint-Sulpice, Besançon y Bayona en Francia. De hecho, Larraín le propuso a Valdivieso que si se inclinaba por aprobar su viaje a Europa, podía reunirse con los eventuales seminaristas seleccionados y viajar con ellos a Europa en enero o febrero de 1852. Solicitó incluso cartas de recomendación de eclesiásticos europeos avecindados en Chile, como Megliore Doumer y Luis Federico Chiaissi, para abrirse paso por las instituciones del viejo continente.37 No obstante, a pesar de su evidente interés e impaciencia, afirmó con determinación que se sometía a los dictados de su madre y del arzobispo antes que a sus propias expectativas.
Las respuestas no llegaban y Larraín desesperaba: «yo estoy perplejo sobre mi futura suerte. Ignoro si me llegarán de esa las instrucciones y dinero que desde octubre tengo pedidas. Ignoro el sentido de las que puedan enviarme. Ignoro si las revoluciones de Europa permitirán llevar jóvenes a sus colegios. Me tiene pues aquí vegetando sin hacer casi nada de provecho y atormentado por la incertidumbre del porvenir».38 Finalmente llegaron a Georgetown los consejos desde Santiago. Valdivieso proponía tres alternativas: encontrar otro colegio en Estados Unidos que satisficiera sus expectativas, confirmar con sus contactos de Georgetown si la situación política en Europa convenía para un viaje o, en caso que ninguna de las dos anteriores fuera posible, volver a Chile. El arzobispo trató de persuadirlo para que viajara a Europa, calmándole por la larga ausencia de la diócesis que este viaje significaba y exponiéndole múltiples dimensiones del trabajo eclesiástico cuyo funcionamiento en los países europeos deseaba conocer.39 La romanización de la Iglesia chilena era, pues, decididamente global. Por su parte, Salas reconocía que el conocimiento directo que podía obtener de colegios, seminarios, personalidades y acontecimientos eran útiles para él, para la Iglesia y para el país; pero concluía que los peligros tanto de dejar a sus tutorados en el poco propicio ambiente escolar de Georgetown como de viajar a un continente aún conmocionado por las revoluciones eran mayores que las ventajas. De todas maneras, como conocía que el arzobispo se inclinaba por la realización del viaje, le adjuntó las cartas de recomendación que había solicitado.40
El arzobispo propuso a Larraín un ambicioso y desorganizado plan de trabajo para su estadía europea. Deseaba conocerlo todo: las medidas que habían adoptado los seminarios para mejorar la instrucción y la educación (asignaturas, didáctica, relaciones entre alumnos y profesores y entre profesores y el obispo); el modo y el grado en el cual los prelados influían en las opiniones de su clero; el procedimiento para la entrega de licencias para confesar y predicar; la relación de los obispos con los regulares exentos y no exentos; la organización de la administración diocesana; la relación de los obispos con los cabildos y la conducta de éstos; la relación de los obispos con los regulares; el modo en que se financiaba a los sacerdotes y el culto en las parroquias; la forma en la que los párrocos enseñaban, administraban los sacramentos y ayudaban en las necesidades económicas a su feligresía; los recursos que empleaban para animar a los fieles a observar la enseñanza de la Iglesia, corregir los vicios y proteger la parroquia; las relaciones de los obispos entre sí y los medios para enfrentar la oposición externa. Junto con solicitarle copias de las reglas y constituciones de las nuevas congregaciones en caso de solicitar su venida a Chile, le pidió la formación de una estadística de las Iglesias de los países que visitase, con su organización, los empleados que poseía la admnistración diocesana con sus respectivos oficios y la relación de la institucionalidad eclesiástica con las necesidades de la población. Por si esto fuera poco, le apremió a investigar sobre las casas de orates, introducirse en el círculo de Montalembert mediante la amistad con el escritor argentino Félix Frías y explorar la posibilidad de que los escolapios u otra congregación viniera a Chile a trabajar en la educación primaria.41 El arzobispo decidió no avanzar con las conversaciones para enviar a seminaristas a Lovaina u otros seminarios, ya que la situación política en Chile impedía obtener recursos de parte del gobierno y, dada la experiencia en Estados Unidos, declaró «tener mucho miedo que peligre la moral, o por lo menos de que cambie el espíritu, y no me arriesgo a adquirir datos del entendimiento a costa de los del corazón».42
Con la venia de su madre y el arzobispo, decidió emprender el viaje a Europa en compañía de su sobrino Manuel, principalmente debido a la fragilidad de su salud y a la perniciosa influencia que podían ejercer en él sus compañeros de clase. Aun cuando en principio había manifestado viajar en febrero de 1852, resolvió retrasar su partida hasta junio, porque aún no había escogido colegio en Europa para Manuel ni éste había concluido sus estudios de filosofía en Georgetown. Larraín creía que los gastos de este nuevo viaje debían ser cubiertos por su pupilo, pues su rol como tutor no podía exigir «estos sacrificios pecuniarios»,43 considerando que, por encontrarse en el extranjero, no contaba con su ingreso anual de 800 pesos y debía gastar en habitación, comida, vestuario, limosnas y algunos regalos inevitables. Guillermo y José volvieron a Chile en abril de 1852,44 Ladislao se quedó en el colegio de St. John y Errázuriz, quien estaba cansado de la educación jesuita y soñaba con viajar a Europa, debía esperar la decisión de su abuelo y su apoderado, Manuel Carvallo.45
Mientras esperaba que Manuel concluyera sus estudios para viajar juntos a Europa, Larraín fue nombrado rector del Seminario Conciliar de Santiago. Valdivieso le expuso la precaria disponibilidad de personal calificado con la que contaba: José Manuel Orrego había renunciado a la dirección del Seminario para asumir como rector de la sección preparatoria del Instituto Nacional; Vicente Tocornal y José Hipólito Salas eran seguros candidatos para ser presentados como obispos de Ancud y Concepción respectivamente y el presbítero Pedro Reyes, quien hace siete meses había sido nombrado decano de la Facultad de Teología, había fallecido tras contagiarse de disentería. Valdivieso resolvió nombrarlo rector a la distancia y nominar al jesuita Francisco Colldeforns como rector interino.46 Larraín, cuyo interés previo en el Seminario ya ha sido señalado en este trabajo, propuso inmediatamente dos medidas: por un lado, el cultivo intensivo de la lengua latina en los cursos de humanidades, mediante el desarrollo de la oralidad, la escritura y la lectura en latín de las Escrituras, la historia eclesiástica, el martirologio o extractos seleccionados de los pontífices. Por el otro, el establecimiento de una clase de Canto Llano, para la cual se comprometía a adquirir un órgano para la capilla del Seminario durante su estadía europea. Estaba tan interesado en esta adquisición, que propuso comprarlo con sus recursos si es que el Seminario no tenía los fondos.47 Desde ese momento, jamás dejó de pensar en las reformas que podía implementar en el Seminario, cuyo gobierno recién pudo asumir presencialmente el 30 de octubre de 1853, más de un año y medio después de su nombramiento.
Un catolicismo audaz
Con el transcurso de los meses, Larraín cambió su opinión inicial del catolicismo estadounidense. Reconoció que su crítica inicial al colegio de Georgetown había sido exagerada y apresurada, aunque no modificó la resolución de viajar a Europa.48 Por otra parte, se maravilló con el crecimiento de los fieles católicos: «El catolicismo progresa en los E. U. en escala inmensa, merced en principalísima parte a la intrepidez, al santo arrojo del clero católico para emprender nuevas y nuevas obras cada día».49 La pobreza de los fieles no impedía que los obispos iniciaran grandes empresas, como la construcción de catedrales en Filadelfia, Pittsburg, Charleston, Buffalo y New York, financiadas «con el óbolo de la viuda del Evangelio».50 Sin embargo, hubo dos fenómenos de este popular y expansivo catolicismo norteamericano que llamaron su atención: la realización del primer concilio provincial de Baltimore y la vitalidad de las congregaciones femeninas de vida activa.
Baltimore fue la cuna del catolicismo en Estados Unidos: allí se erigió la Prefectura apostólica en 1784, la primera diócesis en 1789 y la primera arquidiócesis en 1808. A mediados del siglo xix, ya se habían erigido seis arquidiócesis en Estados Unidos: Baltimore, St. Louis, Cincinnati, New Orleans, New York y Oregon, a las que estaban sujetas veintiséis diócesis sufragáneas y dos vicariatos apostólicos.51 La coronación de este crecimiento espectacular fue el primer concilio plenario, celebrado en Baltimore entre el 9 y el 20 de mayo de 1852. Su inauguración impresionó a Larraín: «Yo no había pensado que nuestra santa religión pudiera presentarse con tanto esplendor y majestad en los E.U. Los protestantes han quedado muy admirados de la belleza de nuestro culto, y los periódicos de todos los colores religiosos y políticos unánimemente han declarado que la apertura del sínodo ha sido el más grandioso espectáculo que se ha presentado en esta tierra».52
Larraín no solo fue un espectador de la solemne apertura, sino que participó como teólogo en representación del obispo de Richmond, John McGill. La correspondencia no muestra cuándo y por qué fue invitado al concilio pero, según lo que Larraín comentó a regañadientes a uno de sus alumnos en el Seminario, el obispo vio que «yo era un clérigo desocupado entonces y andariego y me confió aquel honroso cargo».53 Sí sabemos que sentía vergüenza de participar porque consideraba que poseía una instrucción escasa y un manejo rudimentario del inglés y el latín.54 Su pudor no evitó que la noticia de su participación fuese publicada con orgullo por La Revista Católica.55 Los decretos que emanaron de la asamblea fueron el paso más importante hacia la uniformidad de la Iglesia Católica en Estados Unidos.56 Entre ellos, el que más atrajo la atención del presbítero fue la recomendación de crear seminarios provinciales en vez de diocesanos, debido principalmente a la dificultad financiera y de personal para mantener un seminario por diócesis, como indicaba el decreto tridentino. Por otra parte, a partir de la experiencia de Baltimore, reflexionó sobre la utilidad de un concilio provincial en Chile, en el cual los obispos discutieran sobre clero secular, clero regular, seminarios, parroquias, relaciones con el poder civil y la erección de nuevas diócesis. Específicamente, le parecía que debía crearse con urgencia una diócesis en Valparaíso, pues creía que la dedicación de sus habitantes a la actividad comercial y la influencia de los núcleos protestantes podían amenazar la piedad católica. En este momento de su viaje, el presbítero juzgaba como una ventaja que el erario financiara la renta de los obispos y la erección de las diócesis, pero con el tiempo iba a matizar esta posición regalista.57
Pero lo que le cautivó definitivamente fueron las congregaciones femeninas, como las Hijas de la Caridad y la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús, las cuales tenían a su cargo hospitales, orfanatos y, lo que le resultó más impactante, escuelas y academias para niñas y jóvenes en las que se enseñaban idiomas, ciencias y artes y no tan solo las actividades que tradicionalmente se consideraban femeninas, como bordar, cantar y tocar instrumentos. La clausura, que era el tipo de vida consagrada que el sacerdote conocía, estaba reservada solo para aquellas que no se dedicaban a las tarea educativa. Según la opinión de los jesuitas de Georgetown, «hacen más por la religión católica estas congregaciones de mujeres que el mismo clero secular y regular, y que ellas son el principal instrumento de que la Providencia se ha valido para hacerla conocer y propaganda, y vencer la herejía».58 Ignatius Brocard, superior de la provincia jesuita de Maryland, aseguró a Larraín que las religiosas del Sagrado Corazón de Jesús habían obrado prodigios con las niñas pobres y adineradas en Francia, Italia y Estados Unidos. Brocard consiguió que la superiora, radicada en Nueva York, se comprometiera a realizar las gestiones necesarias con la Superiora General en Francia para fundar una casa en Santiago.59 El interés no era nuevo. Ya en 1844 se habían aprobado fondos estatales para el viaje de las Hijas de la Caridad de México, pero no fueron suficientes para su instalación. El político conservador Rafael Larraín Moxó consiguió en su viaje a Europa una promesa del General de la congregación sobre el viaje de las religiosas a Chile, pero la promesa tardaba en cumplirse.60 Mientras estaba en Georgetown, Larraín Gandarillas escribió al superior de las Hijas de la Caridad en México para que efectivamente un contingente viajara a Chile.61 Finalmente, en marzo de 1854 llegaron las primeras treinta religiosas, acompañadas por dos lazaristas y un coadjutor, para dedicarse principalmente a labores en el hospital.62
Si bien Larraín se preguntaba qué dirían las religiosas de Chile de estas modernas congregaciones femeninas, estaba muy entusiasmado con su instalación en el país. Imaginaba que «el establecimiento de las Hermanas de la Caridad, o de las religiosas del Sagrado Corazón o del Buen Pastor, sería bellísima ocasión para iniciar esta revolución religiosa en Santiago».63 Se aferraba con fuerza a esta revolución religiosa porque desde noviembre de 1851, en la escasa prensa que informaba sobre Chile, solo se hablaba de otra revolución.
El viajero recibió las primeras noticias de los levantamientos armados de La Serena y Concepción a principios de noviembre, gracias a una inserción en el New York Herald. Una amplia y variada oposición -compuesta por liberales de la élite, artesanado urbano, caudillos militares e indígenas- organizó levantamientos armados en las provincias de Coquimbo y Concepción, que el ejército nacional logró sofocar no sin dificultad a fines de 1851. El objetivo principal de estos levantamientos era denunciar el carácter autoritario, antidemocrático y antirepublicano de la constitución de 1833 y, en particular, del recién electo presidente Manuel Montt. Si bien ambas insurrecciones expresaron aspiraciones liberales, también fueron visibles, sobre todo en Concepción, rasgos aristocráticos y regionalistas.64 Tras las primeras reacciones de estupor y preocupación por parte de Larraín, en diversas misivas trazó una posición política conservadora y autoritaria.
Consideraba que la obediencia a la autoridad y el respeto a la propiedad eran las bases del orden social.65 Particularmente, que la autoridad garantizaba el orden y era la condición de la libertad y el progreso.66 Estas bases, sostenía, se habían deteriorado por la acción del socialismo y el comunismo.67 Estados Unidos, por ejemplo, le parecía una democracia débil, «la patria de la inmoralidad gubernativa y de la licencia popular, en que el poder público tiene que ser el juguete de los caprichos de una multitud cuyas pasiones adula».68 Juzgaba que el escrutinio público de la conducta de los gobernantes por parte de una ciudadanía ignorante y ambiciosa era casi incompatible con la obediencia debida a la autoridad política.69 Presagiaba que si la revolución triunfaba en Chile, la religión iba a ser perseguida.70 Específicamente, temía por la integridad del arzobispo Valdivieso.71 Instaba a Hipólito Salas a que predicara al gabinete que si se consideraba un gobierno conservador, «obren como conservadores y como gobierno, es decir, mirando a los enemigos que amargan a la sociedad, y atacándolos cual cumple a los que ella ha confiado sus intereses».72 Respaldaba cualquier medida del gobierno de Montt contra los revolucionarios, incluso las más severas.73 Las revoluciones, afirmó sin complejos, merecían ser odiadas.74 Si bien el gobierno podía sofocar las amenazas, creía que la desobediencia solo podía ser erradicada mediante la acción organizada de la Iglesia.
Por un lado, era imprescindible que el clero enseñara la obediencia a la autoridad y el respeto por la propiedad. Larraín se culpaba por no haber utilizado La Revista Católica como una tribuna para tales enseñanzas, por temor a que la revista fuera juzgada por el público como un instrumento político. Sin embargo, tras los levantamientos de 1851, reflexionaba que estas enseñanzas debían difundirse a través de misiones, ejercicios espirituales, instrucciones, prensa, etc.75 La Iglesia debía considerar todos los medios posibles para desterrar la revolución del país, pero Larraín privilegiaba uno sobre todos: la fundación de asociaciones de caridad.
Estimulado por el exitoso ejemplo de las congregaciones femeninas en Estados Unidos, defendió que las asociaciones de caridad podían, simultáneamente, fomentar la piedad entre sus miembros, aliviar la miseria de las clases populares y esparcir la influencia de la religión. Estas asociaciones, pronosticaba, quizás podían convertirse en congregaciones religiosas. Opinaba que lo único que impedía formarlas era la apatía, la timidez y la pusilanimidad de la Iglesia chilena, pues «aún en este país de hielo, sin alma, en que tiene tantos adoradores el dios maldito del oro, el espíritu de asociación católica lo está invadiendo todo. Las asociaciones religiosas de ambos sexos son aquí el brazo derecho del catolicismo, no solo para curar la miseria, la enfermedad y la ignorancia, sino para combatir la herejía y la indiferencia religiosa, que es la mortal plaga de los E. U.».76 No solo admiró el ejemplo de las asociaciones en Estados Unidos. Gracias al testimonio del provincial de los jesuitas en Nueva York, Clément Boulanger, conoció la experiencia de las congregaciones femeninas francesas, que tuvo la oportunidad de conocer personalmente en Europa.
Estas estrategias solo iban a tener resultado, según su perspectiva, si el clero mantenía una estricta neutralidad política. Es decir, debía limitarse a enseñar la obediencia a la autoridad y el respeto a la propiedad, sin inmiscuirse en debates que lo convirtieran en un agente político: «es preciso que el pueblo esté persuadido que los sacerdotes solo hablan en nombre de la religión, que los oyentes los supongan libres de las pasiones, ajenos de los manejos de los partidos».77 Un muy cercano caso motivaba estas reflexiones: José Ignacio Víctor Eyzaguirre, quien había sido rebautizado como el abate Sieyès por los políticos e intelectuales liberales conocidos como los «girondinos chilenos». Según José Victorino Lastarria, Eyzaguirre era uno de los líderes de la oposición a Montt, pero rechazaba con vigor las posturas anticlericales de algunos de sus miembros.78 Su papel en la guerra civil de 1851 quedó envuelto en el misterio, aunque su biógrafo indica que en los momentos de mayor agitación política, se había limitado a ejercer su ministerio sacerdotal.79 El triunfo de Montt, del cual era opositor, motivó su decisión de realizar un viaje por el mundo, para lo cual solicitó las testimoniales correspondientes al arzobispo Valdivieso, las cuales debían dar fe de las buenas costumbres del sacerdote que se trasladaba fuera de su diócesis. El arzobispo firmó las testimoniales, pero agregó que el presbítero salía de Chile ob adjuncta rerum politicarum República (a causa de la situación política de la República).80 Dicho de otro modo, creía que Eyzaguirre había trabado amistad con los líderes de la derrotada revolución de 1851, por lo cual esperaba que en el extranjero estuviesen al tanto de las razones de su viaje.81 Si bien Valdivieso suprimió esta cláusula tras las súplicas de Eyzaguirre, la relación entre ambos se deterioró para siempre.82 Eyzaguirre emprendió su viaje en marzo de 1852 y en abril ya se encontraba en Estados Unidos, donde tras muchos desencuentros logró reunirse con Larraín para viajar juntos a Europa. El arzobispo le sugirió a Larraín que fuera cauteloso en su trato con Eyzaguirre, no solo por la inclinación política de este último, sino sobre todo por un complejo asunto interno de la Iglesia chilena. El 12 de abril de 1851, la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares dispuso la restauración tanto de la vida en común como de la observancia de las constituciones en los conventos y noviciados de las congregaciones religiosas en Chile. Inicialmente, esta reforma debía ser llevada a cabo por los superiores de cada congregación, pero finalmente la Sagrada Congregación nombró ejecutor de la reforma al arzobispo Valdivieso. Los provinciales dominico, franciscano, agustino y mercedario protestaron contra este nombramiento. Valdivieso se enteró que Eyzaguirre llevaba a Roma cartas de dos de estas congregaciones religiosas, en las cuales se exponía su malestar por el nombramiento del arzobispo como ejecutor de la reforma de los regulares.83
La neutralidad política del clero no implicaba, sin embargo, que la Iglesia rechazara las oportunidades que ofrecía el gobierno. Larraín esperaba que tras la guerra civil de 1851 el gobierno favoreciera los intereses de la Iglesia, sobre todo en el ámbito educativo: deseaba que la educación en el Instituto Nacional estuviera absolutamente confiada al clero, pero como era consciente de la escasez de personal calificado entre sus filas, se conformaba con el que gobierno apoyara financieramente a la sección accesoria del Seminario (donde los estudiantes cursaban las humanidades) y respaldara la apertura de colegios dirigidos por congregaciones religiosas, como los jesuitas, lazaristas y sulpicianos.84 La Compañía de Jesús aún no gozaba de reconocimiento legal en el país, pero Valdivieso sugirió al provincial de la congregación que ingresaran al país para fundar colegios como particulares, para lo cual estaban amparados por la constitución.85 Larraín temía que, como había ocurrido en Nueva Granada, los jesuitas fueran expulsados después de un engañoso reconocimiento legal.86
Si bien Larraín seguía de cerca los pormenores políticos, eclesiásticos y educativos de Chile, tenía su propia agenda que cumplir. A fines de mayo dejó Washington junto a su sobrino Manuel en dirección a Nueva York, donde finalmente se encontró con Eyzaguirre, el liberal chileno Francisco Echaurren y el destacado político y eclesiástico ultramontano peruano Bartolomé Herrera, que recientemente había sido nombrado ministro plenipotenciario ante la Santa Sede. El 12 de junio de 1852, el heterogéneo grupo se embarcó hacia Liverpool.
Conclusión
La estadía de Larraín en Estados Unidos ocurre en el inicio del giro ultramontano de la jerarquía de la Iglesia chilena. A diferencia del arzobispo Valdivieso, quien creció y se educó en una cultura política regalista, Larraín ya había manifestado posiciones romanistas desde su memoria de 1845. Los referentes de la Iglesia chilena y latinoamericana en su proceso de expansión en la segunda mitad del siglo fueron variados: Roma, por supuesto, pero también Francia, Bélgica y Estados Unidos.
La naturaleza familiar del viaje de Larraín a Estados Unidos ha sido usualmente ignorada por la bibliografía, pero no olvidemos que Larraín viajó como tutor de su sobrino y sus hermanos, financiado, hasta donde las fuentes permiten observar, por el patrimonio familiar de su sobrino y que parte importante del tiempo que residió en Estados Unidos fue invertido en ubicar a los pupilos en los colegios jesuitas y en atender sus necesidades. Sin embargo, el presbítero también aprovechó de conocer de primera mano el rostro conciliar, educativo y misionero del catolicismo estadounidense. Este conocimiento fue significativo porque descubrió la utilidad que podían tener las asociaciones de caridad y las congregaciones femeninas de vida activa en la erradicación de las tendencias revolucionarias que habían hecho peligrar el orden político conservador en Chile. La experiencia estadounidense y la revolución de 1851 en Chile convencieron a Larraín de la fragilidad del principio de autoridad sobre el cual se erigían los gobiernos. Por tal razón, el asociacionismo católico debía fomentarse no solo por el bien de la religión, sino también para asegurar la estabilidad política y el orden social. El estudio de la expansión y romanización de la Iglesia chilena y latinoamericana debe considerar los objetivos políticos que perseguían tanto las instituciones eclesiásticas como los gobiernos que protegían o restringían las facultades de la Iglesia.