Los jardines surgen siempre ante el deseo de producir o alcanzar una mayor dosis de bienestar. Se vinculan a una necesidad específica, resultado de demandas humanas de carácter sensorial e instintivo. Aunque tal función no es básicamente fisiológica sino fundamentalmente psíquica o espiritual, el jardín es también el espacio de ciertas expectativas, donde se expresan ideas como paz, tranquilidad, reposo o felicidad; todas ellas, son propias e inherentes al ser humano común, pero, por supuesto que también, los jardines son lugares para la proyección intelectual.
El concepto de jardín y la idea de «espacio feliz» confluyen desde tiempos muy antiguos, fenómeno que se traduce en el uso de ciertos términos de clara filiación religiosa o metafísica: «Jardín del Edén», «Jardín de las Delicias», «Campos Elíseos». En este sentido, los jardines son un estímulo para soñar una vida y un mundo mejor, al tiempo que han sido ámbitos de teofanías y relaciones empáticas con lo sacro. Podríamos afirmar que detrás de ellos hay, casi siempre, un verdadero imago mundi, es decir, una mirada o imagen del mundo. En esta línea, es posible suscribir lo afirmado M. Foucault «el jardín es la parcela más pequeña del mundo, pero, por otro lado, puede ser la totalidad del mundo».4
Lo anterior nos conduce a otra idea y es la capacidad de los jardines de constituirse en lugares de utopía, aun cuando muchas veces sólo alcancen a ser la manifestación de un cuerpo ideológico o de un modelo más bien ideal, estableciendo aquí la diferenciación conceptual que entre ambos términos planteó oportunamente Karl Manheim.5 Los jardines pueden operar entonces como espacios de crítica o de escape al mundo presente, pero también como instrumentos para consolidar un determinado statu quo imperante. Los vínculos del jardín con la utopía son múltiples y van desde la idea de un «regreso a la Arcadia» a intentos algo más subversivos y de resistencia respecto de la realidad imperante. Son ejemplos, la solidaridad buscada por un posible jardín comunitario, la sostenibilidad alternativa de una huerta orgánica contemporánea o el simple intento de separarse y aislarse que tienen muchos parques. Más frecuentes aún son los jardines ideales que, como los de Niccoló Tribolo en el siglo XVI o los de André Le Nôtre en el XVII, buscaron consolidar la importancia, la jerarquía y el derecho al poder de sus correspondientes mecenas.
Por todo esto los jardines exponen, de manera más clara que muchos otros bienes culturales, la compleja y ambigua relación de los humanos con la naturaleza, traduciendo a su vez la dimensión más abstracta de un ideario o de una doctrina -de su diseñador o de su cliente- en su base planimétrica y en los componentes de mayor sentido plástico-sensorial, así como en las múltiples representaciones o manifestaciones que agregarán distintos artistas, en pos de su interpretación visual.
El jardín es una obra viva, capaz de llevar consigo un valioso cuerpo simbólico, resultado de una profunda elaboración intelectual. En él puede hacerse manifiesta una teoría estética donde encuentren su lugar conceptos como armonía, equilibrio, orden, vértigo, terror, emoción, etc. Pero es en su relación con el pensamiento, con la arquitectura conexa y con su propio diseño en particular, que intentaremos analizar estos dos jardines de referencia, concebidos en el Uruguay de las primeras décadas del siglo XX.
Terra patrum
La historia de la casa y el jardín de Juan Zorrilla de San Martín comienza en 1904, cuando el poeta adquirió un terreno alejado del centro de la ciudad, ubicado en Punta Brava -como se le llamaba, por entonces, a este lugar- o Punta Carretas. Su proceso de construcción comenzó temprano pero su consolidación definitiva debió esperar hasta fecha más cercana a su muerte, producida en 1931. En este sentido, deberíamos decir que ambos -vivienda y parque- son el resultado de una larga labor, desarrollada en diversas etapas.
Ese extendido proceso permite identificar, igualmente, algunos momentos de particular importancia en relación a las obras materializadas. Una «primera casita» producida de manera inmediata a la compra del terreno -y en la cual parece haber intervenido el arquitecto Juan Aubriot6- conforma su verdadero embrión: «era todo cuanto yo podía hacer, cuando la hice», dice el poeta en un libro referencial para poder entender este lugar y su arquitectura: El Sermón de la paz,7 escrito en 1924.
Inmediatamente le sigue la construcción de una torre «o atalaya», que permitió ganar visión «sobre el azul del mar» y, algo más tarde -en 1921-, se inicia la definitiva gran ampliación que describe en aquella obra:
Se le agregaron entonces, a un lado y a otro, dos cuerpos cuadrados de edificios: bajo el uno, con su chimenea; alto el otro, con su tosco balconcillo de madera y su cobertizo de tejas en el ángulo, como las casonas montañesas; se corrió entre ambos cuerpos un portal de tres arcos lisos, de medio punto; se cubrieron los techos de tejas coloradas; se utilizaron viejas puertas y ventanas conocidas , azulejos arrancados a casas demolidas de la ciudad antigua, alguna alacena de las que se empotraban en el espesor de los muros, rejas desdeñadas auténticas, y otros materiales inservibles.8
Este texto, de pura referencia arquitectónica, está acompañado de otras interesantes descripciones y observaciones críticas, donde Zorrilla analiza su propiedad bajo una mirada de conjunto: jardín y huerta parecen indivisibles entre sí y ambos, a su vez, lo son también de la casa. Hay, en esa mirada integradora un concepto análogo al del οἶκος griego, ya sea en lo que hace al papel de la tierra como fuente productiva y ámbito de solaz, como también en lo referente al vínculo del predio con su familia, entendida como parte unitaria de aquel conjunto, donde el poeta se constituye en un insustituible pater.
El lugar es para Zorrilla un activador de ideas, al tiempo que aprende nuevos conocimientos y condensa un imaginario en vínculo con la naturaleza.9 Un espacio elocuente donde percibir el ciclo de la vida, atado a diferentes actores vegetales y animales: los ombúes prexistentes, la plantación de nuevos árboles, la producción de frutales, hortalizas y, por supuesto, flores variadas «cargadas de perfume»;10 a esto se agrega un mundo animal de producción -vacas, gallinas- pero también de ornato, como las tortugas de la fuente o los pavos reales que recorrerán libremente su jardín.11 En ese texto de Zorrilla se destaca una profunda sinestesia que no es sólo ocurrencia literaria sino también intención buscada y materializada en el jardín real. Todo afecta los sentidos y las ideas; todo es el resultado de lo construido y trabajado por su propio dueño, estableciendo a partir de allí una vinculación empática que lleva a Zorrilla a conectar su propiedad -y también el paisaje que lo rodea- con el lugar de la patria:
Nadie ha dejado de traslucir, sin embargo, en mi amor ingenuo a mí paisaje y a mi casa rústica, el predominio, en mi vida psíquica, de un sentimiento (…); hablo, claro está, del amor a la tierra en que uno ha nacido y que es la casa de la Patria.12
Esta interpretación del jardín como terra patrum se centra, precisamente en esa capacidad de producir lo propio: un espacio cultivado por su dueño y una arquitectura casi artesanal, también propia, materializan la primera de las patrias posibles. Algo del Walden de Thoreau y de la belleza y la moral pregonada por Ruskin parecen filtrarse en su texto:
La casa no debiera ser, efectivamente, el individuo de un rebaño (…); ella será, tanto más bella cuanto más tenga del caracol, hecha de la propia sustancia, voluta perfecta. Debiera como ésta, nacer con su dueño, parecérsele, crecer con él y aún sobrevivirlo, como el tejado de la tortuga (…). La permanencia de la casa no se obtiene con dinero. La del millonario desaparece y queda la del aldeano. Y hay más de nosotros mismos en nuestra casa que en nuestro sepulcro.13
Esta idea lo lleva, en forma directa, a reflexionar y criticar parte de lo producido en la arquitectura uruguaya del momento, enfatizada en ciertos pintoresquismos de moda. El lenguaje de su casa -cree Zorrilla- no debería ser el resultado de un aparente capricho, ni del gusto socialmente impuesto que depende, exclusivamente, del instante temporal. El lenguaje de su casa se vincula, obviamente, con la patria que siente como herencia:
Cobró así todo aquello el carácter de casona española que hoy tiene; pero no como simple fantasía, como hubiera podido cobrar el de un chalet suizo o el de una villina italiana, comprados con dinero, sino como expresión de su vida interior (…). Esta misma descripción de mi casa colonial, más que una descripción, es toda una doctrina, como se ve…14
El discurso de Zorrilla parece atravesado por una fuerte carga moral, donde el jardín podría alcanzar la dimensión de un paysage moralisé, que se expresa, precisamente, en la incompatibilidad de «comprar» belleza, pues esta sólo se produce cuando surge de un proceso de construcción-apropiación, o sea de una relación intrínseca entre pöiesis y resultado final:
(…) obra no de dinero anónimo sino del ingenio mío y de los míos, está lleno de recuerdos que lo habitan y son inseparables, mientras no sea ¡ay! demolido por algún nuevo dueño (…). Ese nuevo dueño embellecerá el barrio agregando su casa al rebaño arquitectónico que por allí caminará en larga hilera (…), tendrán entonces sus perinolas o grandes trompos de metal estampado, sus tapas de sopera a guisa de cúpula suntuosa que nadie ocupará, sus puertas por las que nadie entrará y sus ventanas de invierno (bow windows) para verano. No le faltarán sus columnas que no soportarán peso alguno y sus ménsulas o repisas de forma historiada.15
El párrafo sirve para instalar también una crítica al pintoresquismo de aquellos años que él rechaza, a pesar de que su propia vivienda no elude referencias directas al pasado y a la tradición. Pero por ser hispánica -España es para Zorrilla parte de su propia historia y de la historia de la patria- y por estar fundada en la tradición de la casa solariega perteneciente a sus antepasados -la casa en el valle del Soba, Santander- justificará plenamente su discurso dominante. Por la misma razón no eludirá incorporar el viejo escudo de la casa peninsular en la fachada y en la chimenea de su comedor,16 así como un retablo, también evocativo del gusto barroco, en su pequeña capilla interior.17
Dentro de esta terra patrum, tendrán valor significativo los árboles de su jardín y, muy especialmente, los ombúes.18 Ubicados con mayor cercanía al mar dentro de los límites de su predio -algunos de esta especie ya estaban crecidos cuando Zorrilla adquirió su solar, tal como lo corrobora una fotografía del año 1920- el conjunto de ombúes conforma un factor de identidad que parece trascender al propio jardín. Zorrilla ve en ellos una relación profunda con la patria que queda subrayada en distintos pasajes literarios.19 «Un árbol es tanto o más que una bandera» afirma en su texto, agregando más adelante: «La imagen o fantasma del ombú en mi espíritu no es idéntica, ni mucho menos, a la del Pircunia Dioica del botánico español; pero sí muy parecida, quizá idéntica, en el alma de todos mis compatriotas».20
Una imagen que recoge precisamente esta estrecha relación entre la patria y sus ombúes, se vuelve a presentar años más tarde, luego de muerto el poeta, en una pintura de 1942 realizada por su hijo José Luis y concebida bajo el nombre de «La Patria Vieja». Un rapsoda criollo -¿cantante, payador, poeta?- nuclea en esa pintura a un conjunto de hombres y mujeres que lo escuchan junto a su guitarra, bajo la sombra de un gigantesco ombú. No es difícil reconocer entre los personajes de esta pintura al artista autorretratado como parte misma de aquella patria social representada, así como también la manifestación del vínculo estrecho de su obra con las ideas del padre.
Pero asumir su casa solariega como primera patria es establecer, asimismo, una posible alternativa a la más política de las definiciones de patria, que tanto había diezmado a la humanidad -según Zorrilla- con el desarrollo de la primera guerra mundial. Todo El Sermón de la Paz es, en este sentido, una reflexión sobre el estado del mundo luego de aquella gran conflagración y por eso Dardo Regules lo ha leído como «una revisión de la teoría del patriotismo».21 Se trata pues, de un extenso hilo argumental que ocupa todo el libro y que le permite al poeta reflexionar sobre su contemporaneidad, sobre el estado del mundo, pero partiendo siempre de la historia y el estado de su propia casa y su jardín. Cabría entonces volver a Foucault con aquella aguda observación, antes mencionada: «el jardín es la parcela más pequeña del mundo, pero, por otro lado, puede ser la totalidad del mundo».
Huerto cerrado
Como sabemos, la idea del huerto cerrado encuentra su origen en el Antiguo Testamento, más concretamente en el Cantar de los cantares, representado a su vez en múltiples iconografías medievales, con fuertes derivaciones en la arquitectura y -muy especialmente- en ámbitos como los claustros monacales. La asimilación del cuerpo de María a la imagen del jardín hebreo surge de la particular interpretación de ese texto de Salomón realizado por la antigua patrística -«Huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía; fuente cerrada, fuente sellada»- en los más tardíos y agotados tiempos de la antigüedad. La frase sería una suerte de adelanto de la historia evangélica que los Padres de la Iglesia quisieron ver en el Antiguo Testamento. Más tarde, las reivindicaciones de un sostenido inmaculadismo, a partir del Renacimiento, aumentaron esta relación metafórica del jardín como cuerpo de la Virgen María, además de subrayar una serie de símbolos asociados -la fuente, el pozo, la torre, la palmera, el ciprés, la puerta, etc.- todos ellos incorporados en las llamadas Letanías Lauretanas.
En el jardín de Zorrilla podríamos reconocer este cuerpo metafórico a través de una cantidad de elementos simbólicos que se hacen presentes en él y donde las propias figuras de las letanías se verifican casi en su totalidad. Sin embargo, no es razonable fundar en ellas la idea del hortus conclusus, que opera aquí como imagen de conjunto más que como sumatoria de símbolos aislados; es, una idea asociada al cuerpo de la familia y su traducción al espacio más íntimo de la casa y el jardín. Es allí, precisamente, donde podemos rastrear mejor esta idea.
Mediante su ejercicio literario, fuertemente fundado en un catolicismo militante, Zorrilla estableció diversos mensajes -sobre todo aquellos con mayor contenido moral- que se materializaron a través de distintos canales: en la prensa, en los discursos públicos, en artículos de revistas, en tertulias intelectuales y, por supuesto, en el propio espacio de su residencia. Es posible ver la significación -a través de lo escrito en El sermón de la paz y de lo materializado en su casa de Punta Carretas- de ideas fuertemente rectoras como lo son «herencia», «raza»22 y, el concepto de «patria», tal como lo vimos aplicado al solar de la familia. Pero a efectos de agotar otros sentidos y metáforas en su jardín, no debe obviarse un texto escrito en el año 1900 y titulado, precisamente, Huerto cerrado.23 Este texto no sólo es rastreable en ciertos componentes simbólicos aislados sino en la idea visual que transmite el conjunto, donde todo el jardín conforma una icono-esfera simbólica, un espacio de carácter moralizado y, a su vez, representativo de un modo de vivir y entender el ámbito familiar.
Tal como dijimos antes, en el año 1921 se procesó un cambio trascendente en su propiedad de Punta Brava, lo que también implicó algunos cambios en las formas del uso familiar. Se trata de una transformación de imagen, pero, en alguna medida también, de un cambio aparente en el sentido de este οἶκος que, por un lado, comienza a cerrarse en términos físicos y, por otro, parece abrirse a una cantidad de nuevos visitantes -entre los que estarán presentes personajes políticos y autoridades de la iglesia, así como amigos de sus hijos- y nuevos integrantes de la familia. Los registros fotográficos son, en este sentido, más que elocuentes.
Se podría pensar que hasta esa fecha el sitio fue, básicamente, un ámbito restringido al núcleo familiar más íntimo, donde el poeta solía encontrar lugar de inspiración y escritura dentro de su limitada torre,24 tarea solo interrumpida por una suerte de ora et labora, es decir por el tiempo de la oración introspectiva y del cultivo del huerto. Este sentido de lugar, profundamente propio y recogido, no se traducía exactamente en la realidad material, tal como lo exponen algunas fotografías de la época. La finca -abierta, poco estructurada, cuyos límites con el paisaje de mar eran algo difusos- mostraba el espacio propio de una huerta productiva, dominando sobre el sentido estético del jardín. Para entonces, no estaban realizados los portones de acceso y sus respectivos pórticos en ladrillo, revoque y tejas que podemos ver hoy sobre los frentes de la calle J. Zorrilla de San Martín y la Rambla; las marcadas fronteras de la propiedad, así como sus reservados filtros de ingreso25 debieron esperar hasta el año 1921 para su definitiva materialización.
En ese año, precisamente, se producirá aquel cambio fundamental. Su inicial falta de fronteras dará lugar ahora a un ámbito más estructurado en cuanto a sus formas y destinos, estableciendo una demarcación contundente entre el afuera y el adentro. Este último aspecto aportará carácter al lugar,26 al tiempo que el jardín ganará en magnitud y diseño, incorporando una nueva caminería y distintos componentes artísticos de carácter simbólico. Los cambios fueron introducidos a instancias del poeta, pero uno de sus hijos -el escultor José Luis Zorrilla de San Martín- fue quien propuso las formas y materialidades definitivas, conjugando su vocación artística con el ideario del pater.
El área de jardín más consolidada será entonces el espacio lateral orientado al este, vinculando longitudinalmente las dos entradas. La diferencia de nivel topográfico entre la actual calle Zorrilla y la rambla será salvada mediante pocos y amables escalones o aterrazados, construidos en ladrillo, que evocan la organización de ciertos jardines andaluces y, muy particularmente, algunos de los espacios entre edificios que identificamos hoy en la Alhambra. Todo ese ámbito se transformará entonces en un eje relevante de la vida familiar, fuertemente vinculado al interior de la casa. En el mismo se ubicará una nueva fuente de agua y un banco en mampostería con vocación escultórica, ambos revestidos con azulejos Pas de Calais.27 Se trata de un lugar a recorrer, pero, al mismo tiempo, se ha constituido en un espacio de descanso y contemplación: un verdadero locus amoenus.28 Así, jardín y arquitectura se asocian bajo un origen hispánico común, pero la idea de ámbito cerrado, de huerto concluso, es ahora un factor caracterizador del sitio.
Hemos dicho ya que, luego de esta reforma, el solar se abre a un mayor número de visitas, fundamentalmente amigos o personajes ilustres. Se trata de una cierta apertura social de la propiedad, aunque siempre bajo una graduación restrictiva donde prima el valor de lo familiar.29 La familia es y debe ser el eje de ese ámbito, núcleo inviolable y esencia fundamental de lo íntimo. La familia misma es la que se reúne disciplinadamente en la mesa, pero también en el oratorio, tal como lo recuerda su hija Concepción en alguno de sus versos.30
La imagen protectora -el ícono cretense de la Virgen del Perpetuo Socorro- ubicada con cierto protagonismo sobre una pared frentista al jardín se enlaza con otra imagen sacra -la Virgen del Carmen- que reina en el oratorio interior de la casa; ambas establecen vínculos de carácter milagroso con el mar, es decir en relación también con el paisaje exterior, con el contexto que rodea a la casa: las olas, la brisa marina, los pescadores, los naufragios, el faro de Punta Carretas. Pero, y por, sobre todo, ambas conectan con la idea de proteger el cerno común que es la familia, tal como lo indica la representación tácita de las propias imágenes. Digamos entonces que puede percibirse un vínculo algo complejo entre lo propio y lo ajeno, entre el adentro y el afuera, a partir de algunas referencias simbólicas del jardín solariego. Sin embargo, es necesario afirmar que para Zorrilla la defensa de lo íntimo familiar primará siempre sobre lo social y lo político.
El área oriental ya mencionada adquiere especial significación, tanto en términos arquitectónicos como paisajísticos, razón por la que muchos artistas -tentados a representar la casa durante los primeros años de su transformación en museo público, cuando todavía su jardín mantenía todos los rasgos definidos por el poeta- se centraron en ella como motivo plástico. Como ejemplo particular, vale la pena señalar la interpretación que de este espacio hiciera Petrona Viera, en una de sus xilografías.31 La artista entendió aquel sitio como un auténtico huerto cerrado, donde el recuerdo del Jardín de Salomón parece filtrarse en la impronta de una exuberante vegetación, definida por una organización casi arquitectónica de árboles y donde destaca la presencia de la fuente de agua. Todo sugiere una extrema interioridad, un espacio casi hermético al que ha costado ingresar. Hay también en esa imagen una atmósfera silente, donde la ausencia de la figura humana evoca el ya citado tópico del locus amoenus. Se trata, por cierto, de una imagen plástica que bien podría compararse con la realizada precisamente por José Luis Zorrilla para la ilustración de tapa de Huerto cerrado,32 el texto de su padre. La relación entre ambas imágenes se da en la expresión y la atmósfera general, pero también en la comunidad de elementos vegetales: palmera, ciprés, setos verdes, fuente, etc., donde la representación que el escultor realiza de aquel espacio bíblico se identifica fuertemente con el jardín paterno, fortaleciendo así las relaciones con la idea o metáfora referida. Por otra parte, cuando Juan Zorrilla explica la selección del lugar realizada por el rey hebreo para diseñar su huerto, nos dice:
Sin duda, para hallar silencio e inspiración, buscó Salomón un sitio propicio y alejado del estrépito de la gloria humana. Allí a dos leguas de Jerusalén, estaba el Huerto Cerrado. En él se construyó una residencia.33
Podríamos pensar que este texto adelanta, en cuatro años, la decisión final del poeta de alejarse de Montevideo para construir aquel jardín y encontrar la soledad que sus escritos demandaron. Bien cabe entonces la pregunta de si lo que exclamó Zorrilla en relación al huerto cerrado de Salomón -«¡cuántas de esas mañanas de soledad habrán quedado infundidas en los cinco mil cantos que escribió el suntuoso poeta hebreo!»- no podría trasladarse a lo que fue la producción de la Epopeya de Artigas, concebida bajo el silencioso encanto de aquel huerto creado en Punta Carretas.
El jardín del filósofo-investigador
Carlos Vaz Ferreira es, posiblemente, el nombre de mayor referencia de la filosofía en el Uruguay. Una extensa producción de conferencias y una intensa labor docente fueron los canales fundamentales para la difusión de sus ideas, las que lograron una alta socialización y publicación mientras vivió y también después de muerto.
Me centraré en su jardín como espacio de experimentación y exposición de algunas ideas que fueron defendidas por él, en diferentes décadas y en distintos espacios académicos. Pero, me interesa explorar ciertas correspondencias que existen entre el jardín, su dimensión pedagógica y la vivienda que habitó, traduciendo -al igual que en Zorrilla, aunque bajo una concepción bastante distinta- su particular cosmovisión.
Previamente, es necesario descubrir ciertas transformaciones acerca del concepto de jardín que empezaba a plantearse por entonces: el jardín entendido como espacio vivencial y, simultáneamente, lugar de belleza. Distintos experiencias modernas e innovadoras parecen conectar, de manera directa, con la lógica que nuestro filósofo infringió a su jardín, no como resultado de un único y premeditado acto sino de un proceso extendido en el tiempo. Me refiero a aquel ámbito verde que Vaz Ferreira cultivó, durante muchos años, en su casa del barrio Atahualpa.
Como sabemos, este siempre ha sido identificado como un lugar de potentes sombras, cuando sus árboles aumentaron de tamaño, dejando cada vez más oculto el frente de la casa, sobre todo si lo comparamos con los que fueron sus tiempos iniciales. Un dejo de abandono parecía reinar en él, al observar el crecimiento algo desordenado de sus plantas, las que podían llegar a invadir gran parte de la caminería existente. Se trataba, por cierto, del espacio lateral y frontal del predio -por tanto, la parte más expuesta al espacio público- que rodeaba la vivienda y cuyo predio ocupaba una esquina, definida por las calles C. Vaz Ferreira -entonces Cubo del Norte- y Juan J. Arteaga.
El límite del terreno quedó definido por un muro bajo, de mampostería revocada y un alambrado superior que permitía mirar hacia el interior del predio. Con los años, este muro sufrió los efectos de las presiones que los árboles ejercieron sobre él, dado el proceso de libre crecimiento que siempre alentó su propietario. Aunque todo pareciese el resultado propio de un abandono -de hecho, mucha gente y varios vecinos creían o suponían esto-, el jardín quedaba determinado por la concepción estética de su propietario y, también, por una comprensión especial acerca de cómo debía ser la naturaleza que rodeaba su casa. Las investigaciones más recientes y el tratamiento llevado adelante por parte del especialista Arq. Luis Carrau,34 han permitido verificar que ese jardín sólo estuvo abandonado a la muerte de Carlos Vaz Ferreira, en parte por una falta de definición acerca de qué hacer y, también, por un celo enorme de sus descendientes quienes decidieron no innovar sin un plan o una investigación previa.35
Durante los tiempos en que habitó aquella quinta, el autor de Lógica viva mantuvo una línea de control sobre su jardín en lo que hace al tratamiento de árboles y plantas, donde aplicó limitadas acciones de corrección, estableciendo podas muy dosificadas.
En esta línea, a su vez, su jardín parecía encaminado hacia una confluencia de interés entre distintas esferas como la estética, la biológica y la social. Si bien esta no era la tendencia más general en lo que hace al tratamiento del verde en su época, es necesario reconocer que por entonces ganaron lugar nuevas miradas que intentaban acentuar las diferencias estacionales a través de especies diversificadas, incorporar ejemplares nativos asociados a lo exótico y apreciar las posibles interacciones entre la flora y la fauna que cohabitarían el jardín. Esto daría lugar a una ars topiaria diferente, marcada por un fuerte valor de lo rústico, la fuerza de las sombras y los variados pasajes de la luz a lo largo de las sucesivas estaciones del año. Muchas de estas ideas pueden rastrearse en el pensamiento de importantes paisajistas como Frederick Law Olmsted o Gertrude Jekyll, aunque desconocemos en forma certera si nuestro filósofo conoció aquellas experiencias o si accedió al cuerpo teórico que las respaldaban. Lo que parece cierto es que, desde una mirada estética, este jardín -además de la experiencia vivencial y pedagógica- parece tener una relación más fuerte con lo pictórico y lo musical que con lo arquitectónico, aun cuando no fuese un espacio particularmente representado por los artistas visuales. No obstante, este jardín establecerá, a partir de su condición de espacio formativo, algunos considerables enlaces con la programática pedagógica y la arquitectura de la enseñanza.
Para Vaz Ferreira el jardín era un lugar de cambios y transformaciones, un espacio dinámico que parecía adelantarse a ideas tan contemporáneas como la del «jardín en movimiento» de Gilles Clément. Nuestro filósofo expresó, en este sentido, su permanente rechazo hacia los cipreses -y a tantos otros árboles de hoja perenne- por considerarlos «árboles sin invierno», es decir, especies sin posibilidad de transformaciones temporales.36 Así también, la caída de una gran rama por acciones del viento no era motivo para su retiro del sitio, aun cuando generara dificultades en el recorrido de su caminería, porque entendía que ese componente muerto se transformaría en el lugar de nuevas colonizaciones animales y vegetales y, por tanto, de nuevos movimientos de luz y color dentro del jardín.
Al mismo tiempo, el filósofo dejaría lugar a un espacio verde alternativo dentro de la propiedad, diferente por sus características, pero más del gusto de su esposa y su suegro. En él emergía el perfume de las flores cultivadas, así como el azahar que aportaban los naranjos amargos. Este espacio, que exponía un carácter más tradicional, daba lugar al ejercicio productivo -si bien era algo limitado- dentro de la Quinta de Atahualpa. Se trata, tal como era y como lo podemos ver hoy también, un espacio de mayor regularidad en cuanto a su imagen de conjunto, al tiempo que resultaba menos visible desde la calle. Este ocultamiento podría traducir, en cierta forma, el gusto refractario del filósofo hacia los jardines y las huertas tradicionales, aunque es necesario admitir que esto es apenas una suposición.
Jardín y escuela
Carlos Vaz Ferreira entendió que sus hijos debían formarse en su casa, bajo la dirección de Elvira Raimondi, su esposa, maestra que abandonaría su profesión para iniciar la enseñanza directa y exclusiva de aquellos.37 Detrás de la tarea de enseñar estaría aquel particular escenario de naturaleza, capaz de proveer múltiples conocimientos y experiencias directas.38 El jardín de la quinta se establecía así, como un eje vertebrador de la vida familiar y, en alguna medida también, como espacio experimental para una idea que sería sostenida durante largos años: la de los Parques Escolares, programa que tenía como centro conceptual el desarrollo de la enseñanza dentro de un marco natural y cuyo propósito no solo era contemplativo sino también productivo.39
No es fácil comprobar que este ámbito verde fuese, exclusivamente, resultado del proceso de enseñanza buscado para sus hijos, fenómeno que les permitió a estos una mejor comprensión de los distintos fenómenos biológicos. Pero sí podemos afirmar que la idea de los Parques Escolares antecedió a la compra de esta propiedad y, por tanto, constituye un marco de reflexiones fundamentales acerca del tipo de enseñanza que Vaz Ferreira aplicaría luego en aquel jardín familiar.
Podemos asegurar también que, en aquellos tiempos de pedagogía doméstica, Vaz Ferreira debió vivir un importante proceso introspectivo acerca del significado y alcance de la evolución biológica; desarrollar también el perfeccionamiento de su modelo de enseñanza infantil, así como su sistematización y aplicabilidad en la época. Finalmente, acompañando este flujo de ideas y ejercicios pedagógicos, el filósofo debió pensar y vivenciar también las posibles relaciones entre estética y naturaleza, a partir de un proceso de construcción del jardín, tan empírico como permanente.
En aquel espacio verde sus hijos se vincularon con la vida animal y vegetal de una forma bien directa -y bastante diferente- al común de los niños de su época. Se trató de un ciclo de enseñanza donde los procesos de aprendizaje fueron algo desparejos, aunque finalmente bien procesados.40 La quinta era el coto de una vida diferente, un lugar bastante cerrado como resultado del sedentarismo propio de Vaz Ferreira, donde los niños «muy pocas veces salíamos de sus confines», según dirá su hijo Raúl. Desde allí se multiplicó la capacidad infantil de ver y observar la naturaleza en estado libre -o bien apenas controlada- a efectos de una mejor experiencia. «Afortunadamente, mi inclinación hacia la vida libre de los animales vivos y las observaciones sobre su conducta me llevaron (…) a ser un observador incansable de la naturaleza» afirma el mismo Raúl Vaz Ferreira, al recordar los tiempos de infancia vividos en aquel jardín.
La presencia de espacios de control animal no fueron ajenas a ese ámbito verde, donde el filósofo mandó construir «cuatro enormes pajareras»,41 además del gallinero,42 permitiendo «observaciones sobre aves exóticas e indígenas», desarrollando en sus hijos la capacidad de traducir conocimientos hacia pequeñas publicaciones caseras.43 Como vemos, aquel jardín adquiría la lógica de un espacio para el conocimiento -alentado por su propietario, quien tenía «un interés contagioso por los animales», tal como afirma su hijo-; un locus de observación y desarrollo de las personalidades infantiles, fenómeno que nos conecta, de manera muy directa, con el ya citado proyecto de Parques Escolares.
Pero es en su disposición de las especies arbóreas donde el jardín adquiriría su imagen de conjunto y su relación singular con el contexto urbano. Relación a veces conflictiva desde lo social,44 ya que un jardín debía ser para el común de las familias burguesas, un espacio ordenado y absolutamente controlado. Es esta misma imagen pictórica, de masa verde abigarrada más que de cuerpo arquitectónico gobernando sus espacios enjardinados, la que domina hoy; una imagen donde el parque expone el fuerte gusto por lo umbroso, por lo ajeno al orden geométrico, aun cuando siempre exista un orden orgánico que domina al conjunto.
En este sentido, el jardín de Vaz Ferreira parecía invertir las tradicionales ideas del adentro y del afuera. Ese afuera natural era la quinta y el adentro antropizado era la misma ciudad, carente de la necesaria impronta natural. Esa ciudad «del adentro» era la que le imponía la obligatoriedad de límites a sus árboles y de verdaderos controles a sus raíces «del afuera»; era lo urbano un ámbito de restricciones a la vida animal y vegetal; por tanto, era un lugar inhóspito e inadecuado para la buena formación de los niños. El «afuera de la Quinta» permitía una vida abierta, donde el contacto con la tierra era inevitable y cotidiano -las reiteradas imágenes fotográficas de sus hijos siempre descalzos- y el acceso a la vida animal quedaba absolutamente establecida a través del contacto visual y sonoro -escuchar los sonidos de los animales y dibujar sus características físicas era un ejercicio necesario dentro de aquella formación- así como el reconocimiento manual de plantas y árboles. Un crecimiento sensorial que era tan fuerte como el ejercicio intelectual desarrollado.
Sin embargo y tal como se dijo antes, la naturaleza de su jardín no era anárquica, ni librada al exclusivo movimiento que impone la naturaleza, sino que tenía sus propias reglas y acentos característicos. Básicamente, este jardín obedecía a una organización signada por la altimetría, donde es clara la importancia del porte arbóreo, como es el caso de la especie grevillea australiana, de unos 10 metros de altura, fundamental para la organización y caracterización del jardín y que, por esto, Vaz Ferreira consideró muy especialmente como pieza a conservar siempre.45 Otros árboles, también importantes, comandaron la imagen del jardín, como son los casos del eucalipto bosistuana -que vino del Parque Lussich, en Maldonado-, el jacarandá y el timbó oreja de negro, siempre acompañando especies más locales, como el canelón. Separados -en un marco de distinto orden- aparecerán los frutales y las flores en cantero, que representan el espacio femenino dentro de aquella quinta, coto reservado a Elvira.
Todo aquel parque privado era también, el escenario de una abundante presencia de aves, entre las que se encontraban especies rapaces,46 como las que recuerda el vitral de acceso a la vivienda y que forma parte de lo producido por la Escuela de Artes y Oficios, en tiempos de Pedro Figari. También, una presencia variada de distintos animales terrestres convivía en aquel microclima formado por plantas bajas y hiedras, espacios iluminados y oscuros, todo resultado de un pensamiento abierto al crecimiento y la transformación permanente de la vida orgánica.
Colofón
Ambos jardines -el de Zorrilla y el de Vaz Ferreira- han sido escenarios centrales para la vida familiar, de forma permanente y continua, aun cuando en el caso del primero su propietario alternara parte de los días de la semana en su casa de Ciudad Vieja. Para ambos, el jardín es un ámbito de reflexión y de proyección de ideas acorde al marco intelectual de cada uno.
El jardín fue para ellos un espacio de consolidación y formación de la familia, un lugar de acceso al saber y, también, al modelo de vida que entendieron como adecuado y necesario. En estos jardines las formas planimétricas o volumétricas son el resultado de procesos diferentes, pero, en ambos, es posible identificar un gran respeto y veneración hacia la naturaleza como estadio bien provisto para la formación educacional y social.
Mientras en Zorrilla el sentido del jardín se carga de una dimensión mística, en clara consonancia con su sentir religioso, en Vaz Ferreira -en cambio- parece filtrarse cierta impronta utópica, tal como la que se define en su proyecto de los Parque Escolares. El jardín es para este actor intelectual un lugar para la construcción del conocimiento, pero al mismo tiempo es el sitio donde será posible una humanidad mejor; de ahí ese rasgo utópico que es más fuerte en él que en Zorrilla.
Finalmente, hay en ambos jardines un sentido estético que no debe ser olvidado. Tampoco es conveniente aislarlo y entenderlo como mera experiencia de los sentidos. Se trata de una dimensión estética que está acompañada de ideas y proyectos, donde la belleza como concepto consolida ciertas modelos de sociedad familiar y de país. No obstante, importa señalar que los jardines de Zorrilla y de Vaz Ferreira se forman en un tiempo donde la plástica nacional adquiere una enorme fuerza y desarrollo, donde los espacios parquizados se presentan como escenarios indispensables de la representación pictórica, siendo a su vez, ámbitos para una producción visual innovadora, capaz de permitir nuevas experiencias en el manejo del color y de la luz.