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Revista de la Facultad de Derecho

Print version ISSN 0797-8316On-line version ISSN 2301-0665

Rev. Fac. Der.  no.55 Montevideo June 2023  Epub June 01, 2023

https://doi.org/10.22187/rfd2023n55a6 

Doctrina

Justicia constitucional, discrecionalidad judicial, y principialismo

Constitutional justice, judicial discretion and principialism

Justiça constitucional, discricionariedade judicial e principialismo

Enlil Iván Herrera Pérez1 
http://orcid.org/0000-0002-0050-2882

1Universidad Privada de Tacna


Resumen:

La discusión acerca de quién debe ser el defensor de la Constitución, es una cuestión clásica en la justicia constitucional tan importante como la pregunta acerca de cómo debe actuar dicho defensor. En el presente artículo se pretende abordar la pregunta acerca de si es posible prescindir de la tesis de la discrecionalidad en la justicia constitucional. Para tal propósito se efectúa una revisión de la discusión entre Kelsen-Hart, para luego realizar una evaluación de la tesis de la discrecionalidad judicial frente a las teorías principialistas de Dworkin y Alexy sobre el derecho y sobre cómo debe actuar el defensor de la Constitución.

Palabras clave: Derecho; justicia constitucional; discrecionalidad judicial; positivismo jurídico; principialismo.

Abstract:

The discussion about who should be the defender of the Constitution is a classic question in constitutional justice as important as the question about how should act that defender. This article aims to address the question of whether it is possible to dispense with the thesis of discretion in constitutional justice. For this purpose, a review of the discussion between Kelsen-Hart is done, to then carry out an evaluation of the thesis of judicial discretion against the principlist theories of Dworkin and Alexy about the law and on how the defender of the Constitution should act.

Keywords: Law; constitutional justice; judicial discretion; legal positivism; principialism.

Resumo:

A discussão sobre quem deve ser o defensor da Constituição é uma questão clássica na justiça constitucional tão importante quanto a questão de como deve agir esse defensor. Este artigo visa abordar a questão de saber se é possível prescindir da tese da discricionariedade na justiça constitucional. Para tanto, é realizada uma revisão da discussão entre Kelsen-Hart, para então realizar uma avaliação da tese da discricionariedade judicial frente às teorias principialistas de Dworkin e Alexy sobre o direito e sobre como o defensor da Constituição deve agir.

Palavras chave: Direito; justiça constitucional; discricionariedade judicial; positivismo jurídico; principialismo

Introducción

La discusión sobre cómo debe operar la justicia constitucional, es uno de los desacuerdos que más debate ha suscitado en la filosofía jurídica y que no se limita a una cuestión sobre qué órgano debe garantizar la vigencia de la constitución, sino, además, a cómo debe actuar dicho órgano.

En el presente artículo, se pretende analizar los desacuerdos sobre el cómo de la justicia constitucional en las discusiones entre Schmitt-Kelsen, Hart-Dworkin, y Alexy. Abordando la pregunta acerca de si es posible prescindir de la tesis hartiana de la discrecionalidad judicial, como parece pretenderse en las teorías principialistas.

Para tal propósito, en primer lugar, se analiza el debate Schmitt-Kelsen de manera contextualizada, esto es, presentando las diferencias socio-políticas en las que se desarrolla la postura de ambos juristas, así como sus concepciones filosóficas. En segundo lugar, a partir de Kelsen se introduce la teoría de Hart, nuevamente contextualizando las diferencias entre ambos autores, para luego analizar las objeciones y propuestas del principialismo de Dworkin, así como de aquella otra versión de principialismo sostenida por Alexy. Finalmente, se efectúa un balance general sobre las propuestas de Schmitt, Dworkin, y Alexy, para así responder a la pregunta planteada en el párrafo anterior.

1.La justicia constitucional en el debate Schmitt-Kelsen

A. Contexto histórico-político

Abordar el surgimiento del Tribunal Constitucional como órgano de control constitucional, obliga a hacer referencia a Austria, haciéndose necesario además presentar el contexto previo a dicho surgimiento del Tribunal como institución.

En el siglo XIX Austria tenía un modelo de gobierno monárquico, y poseía más de un Tribunal Supremo, cada uno con distintas funciones, siendo los siguientes:

  • 1.el Oberster Gerichtshof, vigente desde 1848, el cual constituía un Tribunal Supremo como máxima instancia de la jurisdicción ordinaria;

  • 2.el Staatsgerichshof, o Tribunal del Estado, vigente desde 1867, competente para casos de responsabilidad ministerial, aunque no operó en la práctica;

  • 3.el Reichsgericht, o Tribunal del Imperio, que surgiría entre 1867 y 1869, cuya competencia se centraba en el control de actos administrativos bajo el estándar de la constitución, aunque sus funciones se limitaban a declaraciones enunciativas que no llegaban a ser vinculantes; y

  • 4.el Verwaltungsgerichtshof, o Tribunal Administrativo, vigente desde 1875, cuya competencia también se enfocaba en el control de actos administrativos, pero bajo el estándar de la legislación ordinaria.

A partir del surgimiento de este último Tribunal, se estimó referirse al Reichsgericht como Tribunal Administrativo Especial, o incluso como “Tribunal Constitucional” por el estándar bajo el cual actuaba para ejercer control sobre los actos administrativos, y a fin de diferenciarlo del Tribunal Administrativo General (Olechowski, 2020). En todo, aunque en la práctica las decisiones del Reichsgericht no lograban el propósito por el cual fue creado, esto es, servir de control constitucional para ciertos actos administrativos, juristas como Jellinek (1885) destacaron dicho propósito, proponiendo dotar de mayor fuerza a la competencia del Reichsgericht, pues se trataba de un Tribunal con competencia sobre las competencias de los distintos órganos públicos.

A esto, se agregarían distintos cambios políticos que favorecerían al planteamiento de Jellinek. La transformación del Imperio Austro-Húngaro a un Estado Federal, a propuesta de Karl Renner, y la posibilidad de conflictos que podrían suscitarse entre el Reicht (Estado Federal) y los Länder (Estados individuales), requerirían de un control más sólido sobre las competencias. Para hacer frente a dicha problemática, se elaboraría un proyecto de ley para modificar ciertos aspectos en el Reichsgericht. Dicho proyecto de ley sería remitido a la Cancillería, donde sería asignado a Hans Kelsen para su revisión. Kelsen, quien esbozaría duras críticas a dicho proyecto, elaboraría un contraproyecto en el que se propondría la creación de un Tribunal Constitucional como tal (Verfassungsgerichtshof, VfGH), y ya no la modificación (o ampliación) de funciones del Tribunal del Imperio, pues carecía de sentido hablar del mismo (Olechowski, 2020).

La propuesta de Kelsen sería promulgada como ley el 25 de enero de 1919, reemplazando al Tribunal del Imperio y asumiendo además las competencias del Tribunal del Estado; quedando en funciones tres Tribunales en Austria: el Tribunal Supremo ordinario, el Tribunal Administrativo, y el recientemente formado Tribunal Constitucional (Olechowski, 2019).

A este cambio se sumaría la promulgación de la constitución austriaca en 1920, la cual ya contendría competencias explícitas para el Tribunal Constitucional, y en cuya elaboración participaría Kelsen por encargo del propio Renner, en coordinación con el Departamento de Constitución de la Cancillería, además de Adolf Merkl, tal como relata Olechowski (2020).

Un contexto distinto al de Alemania, donde, si bien también se optó por un cambio hacia un modelo de Estado Federativo, en esta última nación no existían las mismas bases institucionales e ideológicas. El Reichspräsident o Jefe de Estado, era una institución suprema del Estado, prevista en la constitución de Weimar, elegida por el pueblo como representante de la nación y símbolo de garantía de su mantenimiento y subsistencia. Asimismo, aunque se tenía un Staatsgerichtshof o Tribunal del Estado, cuya función consistía en pronunciarse sobre las competencias entre el Reich y los Länder, la Constitución almena no reguló el reconocimiento de dichas funciones. Ante este silencio, el Reichgericht o Tribunal Supremo de Alemania, comenzó a desautorizar ciertas leyes emitidas por ser contrarias a la constitución, ejerciendo una suerte de control difuso, al no ser propiamente un órgano de jurisdicción constitucional, situación que no tuvo la misma aceptación a diferencia de lo acontecido en Austria (Lombardi, 2018).

B. La discusión sobre el guardián de la constitución

Antes de abordar la discusión, es necesario señalar que, en primer lugar, tanto Schmitt como Kelsen, reconocían la relevancia de garantizar la constitución. En segundo lugar, que la discusión entre ambos juristas no se limitó a quién debía ser el guardián de la constitución, sino que sus diferencias de pensamiento involucraban también la manera de concebir al derecho, la constitución, y la justicia constitucional, es decir, a cómo tendría que actuar un guardián de la constitución.

El modelo propuesto por Kelsen, sería ávidamente cuestionado por Schmitt (2018), quien objetaría la entrega del control de la constitución a manos de los jueces, pues según el citado jurista, estos carecerían de legitimidad democrática y de capacidad institucional para tener dicha competencia. Para Schmitt, la idea de una jurisdicción constitucional era inadmisible, pues las cláusulas de la constitución eran tan complejas como para otorgar dicho control a los jueces, y no podrían cumplir con dicho ejercicio al tener que limitarse a aplicar el texto de la ley; de lo contrario, se entregaría un poder tan amplio a los jueces constitucionales que debilitaría la división de poderes y a una “aristocracia de la toga”.

Y es que Schmitt (1996) concebía a la constitución como un conjunto de valores éticos y políticos, y fruto del poder constituyente; en otras palabras, la constitución era concebida como una manifestación concreta del Volksgeist. En ese sentido, según el citado jurista, el control de la constitución debía estar en quien encarnase la voluntad popular, una característica sólo atribuible al Jefe de Estado, el único que podría interpretar los valores éticos y políticos de la constitución y garantizar su continuidad en el tiempo (Schmitt, 2009).

Ante estos cuestionamientos, Kelsen (2018) en primer lugar, replicaría la visión que Schmitt parecía sostener de los jueces como “autómatas”, resaltando la implausibilidad de la idea de los jueces como meros aplicadores del texto de la ley, pues en todos los casos la interpretación precede a la aplicación, y la aplicación supone un ejercicio discrecional de cierto modo creativo y, por ende, de carácter irreductiblemente político (cfr. Kelsen, 1933; 1982; 1995; 2011a; 2011b; 2018). En segundo lugar, Kelsen cuestionaría la objeción de falta de legitimidad aducida por Schmitt, expresando que la introducción de mecanismos de elección de magistrados del Tribunal, por parte del Parlamento, o de la misma sociedad, harían desaparecer dicha objeción de manera sencilla. Y, en tercer lugar, Kelsen insistiría en que el control tendría que estar en un órgano independiente, tal como lo es un órgano jurisdiccional, y con una facultad discrecional limitada, a fin de garantizar que el control fuese hecho por un tercero neutral, evitando así que el defensor de la constitución fuese al mismo tiempo juez y parte -como ocurriría bajo la propuesta de Schmitt.

Para Kelsen, la constitución no era un conjunto de “valores éticos y políticos”, sino un conjunto de disposiciones jurídicas. Una idea que partía de su concepción filosófica de la política, que lo llevó a decir que “la concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo” (Kelsen, 1934, p. 156). Por tanto, era evidente que la idea de que el defensor de la constitución tendría que ser aquel que pudiese conocer “los valores éticos y políticos que conformaban la constitucíon”, pues Kelsen no concebía la posibilidad de que tales valores sean cognoscibles. Es sobre dicha base, además del contexto histórico-político austriaco, que se explica el modelo kelseniano del Tribunal Constitucional. Un Tribunal concebido como un órgano jurisdiccional de capacidad política -pero limitada-, cuya organización debía responder a las particularidades de cada constitución, y su conformación tendría que obedecer no a la elección arbitraria de un único poder, sino al resultado de una participación plural (Kelsen, 2011a).

2. El objeto de la interpretación luego de Kelsen

A. Derecho y norma: de Kelsen a Hart

Con el paso del tiempo, el establecimiento del paradigma del Estado Constitucional en un contexto postguerra en el que se gestó una preocupación más intensa por los derechos que por las reglas de competencia; la discusión acerca de por qué y cómo debía actuar un órgano de control constitucional, alcanzó mayores enfoques.

Esta preocupación impulsó a la revisión de conceptos en la filosofía jurídica y en la teoría general derecho. En un primer momento, la concepción kelseniana de norma jurídica, como un supuesto al cual se le imputa una (necesaria) sanción, no parecía dar cuenta de la práctica jurídica (y cultural) existente en otros países (Botero Bernal, 2017). De hecho, fue insatisfactorio para Kelsen introducir su teoría en el common law precisamente a razón de su caracterización de norma y del derecho -como sistema de castigos-, aun sus esfuerzos vertidos en una segunda edición de su Teoría Pura (Kelsen, 1982) no cumplirían dicho objetivo. Esto, debido a que la propuesta de Kelsen partía de formas -o conceptos- mejor establecidos en Austria, cuya práctica social y jurídica era distinta a la inglesa, en la que las normas no eran tendientes a la sanción, sino al otorgamiento de permisos o incluso de incentivos. No sería sino a través de H. L. A. Hart (2009), influenciado más por Hume que por Kant, que este objetivo -introducir la Teoría Pura al common law- se cumpliría, a través de tan sólo 273 páginas, tal como relata y reconoce el propio Olechowski (2020, p. 889).

Y es que, en lugar de partir de formas (o conceptos formales) elaboradas en la doctrina, Hart parte de las prácticas sociales presentes en su tiempo, llevándolo a argumentar que las normas pueden diferenciarse y explicarse según la función social que persigan. De este modo, se distingue entre reglas primarias, destinadas a ser obedecidas, y reglas secundarias, destinadas a la formación, identificación y aplicación de regulas primarias válidas. Y es a través de ambas reglas que permiten resolver los problemas de interacción social. Ahora bien, tal como en Kelsen, Hart reconoce que la interpretación procede a la aplicación de dichas reglas, situación en la que distingue entre dos escenarios debido a que toda regla se expresa a través de palabras, y las palabras tienen una textura abierta. En el primer escenario, sencillamente es posible ubicar el caso en lo regulado por la regla, según el significado comúnmente atribuido al lenguaje en el que se expresa la regla; pero en el segundo, el caso se sitúa en una zona de penumbra, al existir menos claridad sobre el significado del lenguaje en el que se expresa aquella regla, tornándose en un caso difícil. En este segundo escenario, la necesidad de discrecionalidad del juez se hace más notable: debe optar por atribuir alguno de tantos significados posibles a la regla para así resolver el caso, aunque para ello apele a consideraciones o pautas extrajurídicas.

B. Dworkin: el soñador más noble

Posteriormente, aquella misma objeción de reduccionismo que Hart denunció contra Kelsen, la argumentaría Dworkin, pero ahora contra la concepción jurídica de Hart a la cual acusaba como un modelo restringido a las reglas que no consideraba ni daba cuenta de otro tipo de normas: los principios.

En primer lugar, para Dworkin (1986) la concepción de Hart, asentada sobre un convencionalismo interpretativo, no daba cuenta de los desacuerdos existentes en la práctica, los cuales no se limitan a desacuerdos sobre casos en zonas de penumbra, sino incluso respecto de casos centrales. En segundo lugar, aquellas consideraciones o pautas extrajurídicas a las que los jueces acuden, según Hart, no pueden ser sino principios, los cuales se distinguen de las reglas al presentar una estructura diferente y tener una dimensión de peso. Sobre esta base, Dworkin (1967) argumenta que, rechazar que los principios forman parte del derecho junto con las reglas, implicaría en el modelo de Hart que (1) si se defiende una discrecionalidad en sentido fuerte, se negaría la vinculatoriedad tanto de principios como de reglas; y (2) si se defiende una discrecionalidad en sentido débil, entonces no supondría mayor aporte, y tampoco permitiría explicar aquellas pautas a las que los jueces acuden para resolver los casos. De este modo, para Dworkin, la propuesta de Hart es una propuesta basada por y para las reglas, no dando cuenta de los principios -y por ende de las obligaciones y los derechos (Dworkin, 1978)-, ni de su rol en el razonamiento jurídico; lo que lleva al citado jurista a rechazar la propuesta de Hart.

Aunque pueda disentirse de la lectura (y las críticas) que Dworkin realiza sobre las tesis de Hart, es pertinente resaltar que la obra de Dworkin impulsa la preocupación por la interpretación, el razonamiento, y los fundamentos del derecho. Dicho esto -y entre tantas preguntas y problemáticas que podrían abordarse- surge la cuestión acerca de mediante qué pautas los jueces podrían interpretar el derecho y con ello resolver los casos.

A diferencia de la propuesta analítica de Hart, que concluye que las normas -sin negar la posibilidad de incluir principios en su teoría (Hart, 1997)- se interpretan discrecionalmente, esta se trata de una discrecionalidad limitada por el derecho positivo y orientada por prácticas y objetivos sociales, por ende, no existe una única pauta para interpretar y resolver cada caso, ni tampoco algún tipo de pauta trascendente ni menos universal. Para Dworkin (1986) dichas pautas son precisamente los principios, a los que el juez puede (y debe) aproximarse mediante la interpretación de la estructura política, así como de la doctrina jurídica, correspondiente a su comunidad.

Asimismo, cabe señalar que Dworkin no concibe a la interpretación como actividad cognitiva, sino constructiva, la cual consiste en mostrar al objeto interpretado en su mejor perspectiva; lo que lleva a Dworkin a formular el principio judicial de integridad, según el cual los jueces deben aspirar a la única -rectius, a la mejor- respuesta correcta. Ello, a partir de la concepción que Dworkin tiene del derecho, al que entiende como una integridad que coloca a la virtud política, junto con otros conceptos como la justicia y la equidad. Esto, sin embargo, no supone que Dworkin considere que la interpretación sea una actividad neutral, pues es consciente que la neutralidad no es una condición existente en los jueces, aunque sí un ideal (Dworkin, 2019).

De este modo, mientras Hart, como Kelsen, admiten la idea de la jurisdicción constitucional como órgano político y con funciones legislativas -aunque de alcance limitado-, Dworkin coincidiría en lo primero, pero no en lo segundo. Para Dworkin el juez constitucional no crea derecho, sino que lo aplica a partir de “pautas” presentes en la comunidad. Esto lleva a Hart a caracterizar a Dworkin como “el soñador más noble de todos” (Hart, 1994, p. 341).

C. Alexy, principialista continental

De otro lado, y asentado en una tradición continental, Alexy también resaltará la necesidad de destacar el rol de los principios en el derecho. Sin embargo, no en un mismo sentido como el que Dworkin plantea, sino bajo otro abismalmente distinto.

Alexy (1997) considera que el discurso jurídico es sólo un caso especial del discurso práctico general, o, en otras palabras, del discurso moral; es decir, de un discurso acerca de lo que puede, debe, o no debe, hacerse. Por tanto, para el citado autor, los argumentos morales se incorporarían en el razonamiento jurídico. Es así como se explica que Alexy (2008) conciba una doble dimensión en el derecho. Por un lado, una dimensión real o fáctica, enfocada en la autoridad y en la eficacia social del derecho, y, por otro, una dimensión ideal o crítica, enfocada en la corrección moral del mismo.

De este modo, Alexy cuestiona que la interpretación del derecho se deba guiar por objetivos sociales con independencia de su valor moral (Hart, 1958), pues -según Alexy- ello no permitiría explicar la pretensión de corrección que es propia del derecho, y sin la cual el derecho caería en una contradicción performativa (Alexy, 2004), puesto que el derecho no podría aspirar a ser “injusto”.

A partir de esta concepción, Alexy define al derecho como

un sistema de normas que (1) formula una pretensión de corrección, (2) consiste en la totalidad de las normas que pertenecen a una Constitución en general eficaz y no son extremadamente injustas, como así también a la totalidad de las normas promulgadas de acuerdo con esta Constitución y que poseen un mínimo de eficacia social o de probabilidad de eficacia y no son extremadamente injustas y al que (3) pertenecen los principios y los otros argumentos normativos en los que se apoya el procedimiento de aplicación del derecho y/o tiene que apoyarse a fin de satisfacer la pretensión de corrección. (Alexy, 2004, p. 123)

Sin embargo, cabe resaltar que Alexy no tiene un enfoque naturalista acerca de la moral o el derecho. La moral a la que el citado autor hace alusión, se trata de una moral crítica; y la pretensión de corrección del derecho, que Alexy sostiene, supone un ejercicio crítico que se logra en base a la ponderación de principios (1993; 2013) y de aquellos “otros argumentos normativos” (Alexy, 2004, p. 123). Esto, en otras palabras, implica que para Alexy el derecho es un sistema compuesto, además de reglas, por principios, los cuales -entre otros- identifica con los derechos fundamentales (Alexy, 1993; 2013), y cuyo contenido (así como el razonamiento jurídico en general) se nutre, además de los elementos antes mencionado, de razones morales, las que concibe como aquellos “otros argumentos normativos”. Lo que se explicaría a partir de la tesis del caso especial (Alexy, 1997) anteriormente descrita.

Si esto fuese posible, entonces Alexy probaría que existe una vinculación necesaria entre derecho y moral -rechazada por Kelsen y por Hart- y un modo de que aquello existente en el plano ideal, se manifieste directamente en la práctica del derecho.

De este modo, a diferencia de Dworkin, para Alexy (1997) el discurso jurídico, como todo discurso normativo, es parte de un discurso más amplio: el discurso moral. Por ende, en Alexy la actividad interpretativa excede a la mera construcción de pautas a partir de la estructura política y la doctrina jurídica de una comunidad -como plantea Dworkin-, pues más bien aspira a ser trascendente y universal -como lo es el discurso moral en Alexy.

3. ¿Aplicación sin discrecionalidad?

Tal como se ha visto, en la discusión abordada acerca del objeto de la interpretación -requerida para la aplicación de los derechos- se identifican reglas, como también principios, pero con enfoques -para su interpretación y aplicación- distintos.

Una discusión presente y necesaria de abordar, sobre todo en el contexto de la justicia constitucional, y no sólo a razón de la primacía de la constitución en los ordenamientos jurídicos, sino en atención a la estructura de los derechos fundamentales, los cuales usualmente se expresan mediante fórmulas genéricas, y muchas veces sin establecer las obligaciones concretas que se derivan de los mismos.

Tal como se ha hecho notar anteriormente, la discusión sobre la interpretación y aplicación de los derechos, requiere -para su debida comprensión- entender el concepto acerca del derecho sostenido por los participantes de la discusión. Incluso desde el debate Schmitt-Kelsen, se pudo evidenciar que los desacuerdos entre dichos autores no partían de la quién debía ser el órgano de control constitucional, sino del propio concepto de derecho y constitución. Desacuerdo que se trasladó al debate sobre el objeto de la interpretación constitucional, y su posibilidad en los operadores. Para Schmitt, un objeto constituido no sólo por disposiciones normativas, sino también por valores éticos y políticos de la comunidad. Estos últimos, no compartidos por Kelsen, debido a la falta de instrumentos epistemológicos que permitiesen aceptar tanto la existencia de dichos valores, como su acceso; lo que impulsó a Kelsen a tomar partido por una postura escéptica de la política (Kelsen, 1934) y. por tanto, de la justicia constitucional (Kelsen, 2011a; 2018). De este modo, la única respuesta de Kelsen sobre el rol del juez en las controversias constitucionales, consistió en resaltar lo delicado de dicho rol, pues implicaba un ejercicio político en el que el juez cuidadosamente tendría que valorar los intereses en juego.

Con una postura similar a la de Kelsen, Hart (2009) dedicaría una mayor atención al rol del juez en la resolución de controversias, destacando la discrecionalidad del mismo a razón de la textura abierta del lenguaje en el que se formula toda regla. Esto es que, siendo que el derecho positivo se manifiesta a través del lenguaje natural, y que dicho lenguaje -a diferencia del lenguaje formal- tiene una textura abierta por su ambigüedad y vaguedad, lo transmitido a través de dicho lenguaje puede ser interpretado de diversas maneras; de ahí que, ante diversas interpretaciones, se hace necesario optar por alguna de aquellas. De este modo, este ejercicio de discreción es -para Hart- inescindible de la práctica de los jueces.

Asimismo, Hart llamaría la atención a la función social que tiene derecho, como pauta -además del lenguaje- a seguir para la aplicación del mismo en la práctica. Una explicación que para Dworkin sería insatisfactoria, puesto que tendría que haber algún estándar, y no la mera atención a funciones sociales sin precisión de sus objetivos -los cuales tendrían que ser políticos. Para Dworkin (1978; 1986), esas pautas podrían ser explicadas como principios, distintos a las reglas, pero como tales, elementos del derecho. Así, el conocimiento (y la aplicación) del derecho, no sólo consistiría en el análisis de las normas a través del lenguaje -lo que sería plenamente insatisfactorio para interpretar principios- sino en la construcción (o reconstrucción) de conceptos a partir de la estructura política y la doctrina jurídica de la comunidad. Este planteamiento podría hacer recordar a la concepción sustancialista de Schmitt, sin embargo, Dworkin no comete el error de atribuir una condición epistemológica única al Mandatario de conocer los “valores éticos y políticos” de su comunidad. Sin embargo, el problema de Dworkin nuevamente lo constituyen los instrumentos epistémicos para la interpretación del derecho, una actividad que no es neutral (Dworkin, 2019) y que, por ende, tiene un grado de subjetividad en la que el operador decide: un acto discrecionalidad, aunque con pautas adicionales -mas no fáciles de procesal- a tener presente.

Con una insatisfacción similar, también participa Alexy (1993; 2002), con un modelo de derecho basado en reglas y principios, los que -a diferencia de Dworkin- trascienden a la estructura política y la doctrina jurídica de la comunidad, pues parten del discurso moral. Por tanto, el operador tiene que basar sus decisiones en los principios (o derechos), cuyo contenido se delimita a través de la ponderación, y cuyo razonamiento parte no sólo de razones jurídicas, sino también de razones morales. Alexy intenta resolver el problema epistémico de la moral (o su idea de moral), proponiendo como instrumento a la ponderación, la cual expresa a través de una fórmula aritmética. El problema es que, dicho instrumento (1) no resuelve el problema de falta de claridad conceptual de los derechos; (2) tampoco constituye un instrumento epistémico para conocer las razones normativas (jurídicas y morales) trascendentes que permitan resolver cada caso, sino que incluso es posible afirmar que la ponderación requiere de un ejercicio discrecional; y, (3) aún si se quisiese considerar al mismo como un método para exponer la motivación de una decisión, podría ser útil sólo para dicho objetivo, mas no para que aquello existente en el plano ideal, se manifieste directamente en la práctica del derecho.

A esto se suma un riesgo mayor, y es que, a diferencia de Dworkin, Alexy parece colocar a la jurisdicción constitucional en un plano epistémico (de la moral) más elevado que al resto de órganos políticos públicos. Una condición inaceptable, como la que también sugeriría -aunque de manera expresa- Schmitt respecto del Mandatario. En todo, se trata de un aspecto criticable del cual Alexy parece haberse dado cuenta en estos últimos años, y que trata de evitar dando un “giro copernicano” (Portocarrero Quispe, 2016) en su teoría al otorgar un mejor reconocimiento (aunque quizá no preeminente) a los principios formales (Alexy, 2016).

En conclusión, la carencia de un instrumento epistémico que acredite la existencia de, y posibilite el acceso a, un estándar para resolver cada caso, reconduce toda teoría a la necesidad de admitir un margen de discrecionalidad en la justicia constitucional, evidenciando así el carácter político del derecho.

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Nota de contribución autoral: La elaboración del artículo es obra únicamente del autor.

Nota de aprobación del editor: El editor es el responsable de la publicación del presente manuscrito

Recibido: 21 de Marzo de 2022; Aprobado: 27 de Abril de 2023

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