Planteo del problema y marco de análisis
Numerosos países de América Latina, y antes que ellos la Unión Europea, han introducido en sus legislaciones la denominada “regla fiscal”. En Uruguay, por su parte, se ha anunciado la intención de establecerla legislativamente. De acuerdo con un texto muy primario que circuló a principios de 2020, el Poder Ejecutivo proponía incluir en un proyecto de ley de urgente consideración una regla fiscal “programática” (luego veremos por qué este adjetivo), pero adelantando una regla “efectiva” en el futuro proyecto de ley de presupuesto.
En este artículo me propongo analizar desde el punto de vista de la Constitución uruguaya la viabilidad de las varias propuestas de “regla fiscal”. Muy preliminarmente podemos decir que bajo esta denominación se incluyen a normas jurídicas, constitucionales o legales, que establecen límites duraderos a uno (pocas veces a ambos) de los siguientes elementos de las finanzas públicas:
En la enorme mayoría de los casos la regla fiscal refiere sólo a este último aspecto: establece límites, de diverso tipo, para el aumento del gasto público.
Luego de demarcar el campo conceptual y disciplinar desde el que trabajaré, trataré de enumerar diversos tipos de regla fiscal propuestos al día de hoy, para seleccionar los que, primariamente, parecen problemáticos desde el punto de vista de la Constitución uruguaya. Seguidamente, se considerará la posibilidad de sostener que existen reglas fiscales en la propia Constitución, o de establecerlas a nivel legal.
Marco conceptual
Asumiendo la división entre un abordaje teórico del Derecho, que ―con todas las reservas del caso― podríamos llamar “científico”, y un abordaje interno del Derecho, que podríamos llamar “dogmático”, mi trabajo se enmarcaría en principio en el terreno de la dogmática. Eso requiere algunas precisiones epistemológicas, y también algunas aclaraciones del contenido de la dogmática.
En primer lugar, creo que la distinción es epistemológicamente indudable e insalvable, pero a la vez ella no supone, ni por asomo, que la teoría del derecho y la dogmática sean compartimientos aislados; la dogmáticase alimenta permanentemente de visiones teóricas y de discursos normativos no jurídicos, y este artículo no es una excepción. En efecto, la distinción es insalvable puesto que si por “teoría” o “ciencia” entendemos un discurso que apunte a describir y explicar un fenómeno, por ejemplo el Derecho, sin comprometerse ni favorable ni adversamente en su producción o existencia, una “teoría del Derecho” debería limitarse a describir este fenómeno normativo y explicarlo en su dimensión lingüística y social (Aarnio, 2000, 82-83)(Blanco, 2007, 78-90)(en contra Vernengo)(Vernengo, 1986). Con el mismo supuesto, es imposible que la dogmática, es decir el discurso típico de los juristas académicos orientado a resolver “problemas jurídicos”, sea una ciencia o una teoría, puesto que por definición está comprometida con la práctica jurídica.El objeto casi exclusivo de la dogmática es guiar al jurista profesional y a los hacedores de derecho, sean abogados, jueces, parlamentarios, etc., en ciertos sentidos en desmedro de otros, sin que sea imprescindible que proporcione una explicación del derecho como fenómeno social, en el conjunto de fenómenos del mismo tipo (Blanco, 2007, 113 y ss.).
Me interesa para el presente trabajo es destacar el carácter normativo de la dogmática. En efecto, y como sucede con la dogmática en general, si bien tomaré como punto de partida algunos elementos que podríamos llamar “objetivos”, como textos constitucionales uruguayos y extranjeros, la respuesta al problema de si puede o no incluirse, y con qué alcance, una regla fiscal en Uruguay, es una propuesta normativa. De manera que mis afirmaciones acerca de la “constitucionalidad” o “inconstitucionalidad” de ciertas soluciones no deben verse como descripciones de estados de cosas, sino como propuestas de decisión y su fundamentación, para juristas prácticos, sean abogados o jueces. Es más: parto del supuesto de que la dogmática, y el resto de las formas de producción del derecho, sean la legislativa, administrativa o judicial, son formas de “ingeniería social” (Sarlo, 2006, 178), lo cual supone que las propuestas dogmáticas son siempre visiones políticas en tanto suponen proposiciones de solución de aspectos de la vida social (con distintos enfoques: Vernengo (Vernengo, 1986),Haba (Haba, 1995). Por lo tanto, entre una solución “inconstitucional” y una solución “políticamente inadecuada” no hay una diferencia de naturaleza, sino de contexto respecto del cual se formula el rechazo normativo: en el caso de la inconstitucionalidad, los motivos del rechazo están dados por el contexto de lo que los juristas admiten como “discurso jurídico”.
Ahora bien, la dogmática, y por añadidura la producción de leyes, reglamentos y sentencias, no sólo no están separadas de otros discursos normativos, sino que se alimentan permanentemente de ellos. Los discursos morales complejos de origen académico, los discursos morales simples que circulan entre la gente, los discursos religiosos, los discursos políticos, etc., representan intereses de diferentes grupos sociales, frecuentemente contrapuestos (a veces radicalmente) entre sí. Dado que el Derecho ocupa un lugar totalmente preeminente entre todos los discursos y prácticas normativas de las sociedades contemporáneas, es natural que:
a) estos discursos normativos no jurídicos influyan en el Derecho, puesto que es la forma más plausible de lograr sus objetivos; y
b) los juristas echen mano permanentemente de esos otros discursos normativos no jurídicos, puesto que los hacedores del Derecho están, casi invariablemente, comprometidos con alguna propuesta normativa no jurídica.
Por este motivo es que se pueden hablar de “programas”, “paradigmas” o “ideologías” jurídicas que alimentan la construcción de soluciones jurídicas particulares, tanto dogmáticas como judiciales (Kennedy, 1997, 287 y ss.)(Habermas, 1998, 469 y ss.), además de un gran “metaprograma” que compromete a prácticamente toda la sociedad, y en particular a los juristas, y que podríamos sintetizar como “aceptación del Derecho” (Blanco, 2016, 120-122).
Todo lo anterior implica que es absolutamente normal que los argumentos dogmáticos contrapuestos acerca de un cierto problema jurídico, sean la transposición de argumentos políticos, de la misma manera que los textos de la Constitución y las leyes son, sin excepción alguna, derivaciones de programas políticos muy concretos. Es decir, existe un proceso de construcción del discurso jurídico que se inicia con explicaciones generales de la sociedad, o de ciertos sectores de la misma, ciertos discursos normativos vinculados a las mismas, y finalmente un discurso jurídico que plasma esas visiones normativas.
Pero todavía hay más. Tanto la dogmática como los programas políticos que la alimentan están asociados a descripciones y explicaciones de la vida social, eso también es el fruto de una visión teórica generalmente porque cualquier solución normativa se funda en la creencia de que la misma tendrá un efecto social. Ese deseo de un efecto social que está detrás de toda norma, tiene como antecedente una creencia acerca de un estado de cosas en la sociedad que se quiere conservar o alterar, y eso también es el fruto de una visión teórica de la sociedad, de tipo sociológico o económico, principalmente (Sarlo, 2006, 197-198). Y ello es así aun cuando el productor o reproductor de normas, como lo es el jurista o el parlamentario, no crea estar influido por ninguna visión teórica.
Lo anterior viene a cuento porque, como veremos más adelante, la “regla fiscal” como norma jurídica, real o hipotética, es una proyección de la parte normativa de la corriente neoclásica del pensamiento económico. Dicha concepción normativa neoclásica, por añadidura, tiene como base la explicación teórica de la economía de la misma corriente neoclásica. Por su parte, los argumentos en contra de la regla fiscal están o bien emparentados con la economía normativa de las teorías rivales de la neoclásica (como el poskeynesianismo), o bien son proyecciones de concepciones políticas en las que se prioriza la investidura democrática de la autoridad, la decisión por mayoría y la deliberación amplia. En una palabra, es inevitable que las concepciones no dogmáticas a favor y en contra de las reglas fiscales, se pongan sobre la mesa en una discusión dogmática, porque en el fondo son ellas las que están en pugna en la arena jurídica.
Agrego algunas aclaraciones para el análisis que se realizará sobre todo en el capítulo 4:
― Cuando se hable de “constitucionalidad”, “prohibido por la Constitución”, “contrario a la Constitución” y otras expresiones semejantes, ello no significa que se trate de cualidades o propiedades intrínsecas de una eventual ley que prevea la regla fiscal. El supuesto que manejaré es que un texto normativo nunca es en sí “violatorio” de ningún otro texto, sino que hay órganos (por ejemplo, la Suprema Corte de Justicia uruguaya) que permiten u ordenan que un texto sea desconocido, porque las personas que integran ese órgano dicen que es contrario a otro texto, por ejemplo la Constitución. Fuera de eso, los juristas profesionales como abogados o dogmáticos, o cualquier otra persona, simplemente proponen argumentos y modelos de decisión con la expectativa de que ese órgano decisor los tome. Eso significa que la “constitucionalidad” o “inconstitucionalidad” es un proceso constructivo de argumentos contrapuestos, en los que unos tienen éxito y otros no. Esta idea está emparentada con la “jerarquía normativa” que se enunciará de inmediato.
― En segundo lugar se utilizará el concepto de “jerarquía normativa”, en un sentido proveniente de Kelsen: una “norma”, es decir un texto normativo autorizado, se considera “subordinado” a otro cuando existe un órgano que puede desconocerlo invocando otro texto normativo que se considera “superior” (Kelsen, 1997, 273 y ss.). Claro que en un nivel dogmático la “jerarquía normativa” se desenvuelve en un plano no decisorio, sino argumentativo: lo que puede hacer un dogmático, como máximo, es recomendar que por tales y cuales argumentos, se ordene desaplicar una ley.
― En tercer lugar, la búsqueda de soluciones en los textos de la Constitución responde a una de las reglas principales del metaprograma común de política jurídica, que es la preeminencia de los “textos autorizados”, esto es, de lo que comúnmente se llama “derecho positivo”. No obstante, esto no es en absoluto excluyente de otras técnicas argumentativas, como la que expondré en el párrafo siguiente.
― En cuarto lugar, la discusión del problema y las conclusiones no renunciarán, sino que abordarán, siempre que sea necesario, las bases teóricas y políticas a favor y en contra de las reglas fiscales, por las razones dichas más arriba.
Los diferentes conceptos de “regla fiscal”.Delimitación de los casos problemáticos desde el punto de vista constitucional
La expresión “regla fiscal” puede tener una acepción amplia: toda limitación o restricción permanente a algún componente de las finanzas públicas de un país o un conjunto de países, como la deuda pública, el gasto público en general, ciertos tipos de gasto público, el déficit o superávit públicos (esto es, la diferencia entre gastos e ingresos del Estado), etc. Una característica importante de estas “reglas”, cualquiera sea su tipo, es que sólo calificancomo tales las restricciones que sean permanentes y estables (Kopits y Symansky, 1998, 2).Este concepto de “estabilidad” merece alguna aclaración.
En el discurso jurídico sólo se cómo realmente “estable” o “permanente” un enunciado o conjunto de enunciados normativos que no pueden ser cambiados con relativa facilidad, por medio de los mecanismos ordinarios de creación del Derecho. Por ejemplo, una simple ley no se considera dotada de una gran estabilidad, puesto que puede ser alterada por otra ley, si bien suele ser más estable que una tendencia de los tribunales. Desde este punto de vista, sólo podemos referirnos a un grado relevante de “estabilidad” jurídica cuando una prohibición, obligación o permiso se encuentran en la Constitución, y hay un órgano facultado para desconocer una ley alegando que contraviene la Constitución. Fuera de ese caso, también podría hablarse de “estabilidad” en sentido jurídico si ciertos tipos de leyes tienen, para su modificación, restricciones más severas que las leyes ordinarias (por ejemplo, un Tratado internacional del que no es fácil desligarse). Por ejemplo, un caso de estabilidad fuerte en sentido jurídico en materia de reglas fiscales es el de la Constitución española, en la que el artículo 135.3 expresamente prohíbe los déficits, se compromete a respetar las reglas de relación entre gastos e ingresos de la Unión Europea, y delega en una ley la regulación de otras cuestiones relativas a la regla fiscal. Lo anterior significa que sólo puede hablarse de “estabilidad” de la regla fiscal cuando ella es supralegal.
Sin embargo, la economía normativa neoclásica que defiende la regla fiscal nos suele hablar de una “estabilidad” o “permanencia reputacional”, refiriéndose a los casos en los que simples leyes, o incluso reglamentos, jurídicamente no estables ni permanentes, igualmente perduran durante largos lapsos a causa del descrédito social que generaría su alteración. Personalmente creo que, al menos en la economía normativa neoclásica que defiende las reglas fiscales, la “estabilidad reputacional” se maneja de un modo excesivamente ligero, ya que si apela a un consenso social (no meramente a un consenso o inercia de los partidos políticos), debería fundarse en alguna constatación empírica. Pero en cualquier caso, como este trabajo se enfocará en los problemas de las reglas fiscales desde el punto de vista dogmático jurídico, no analizaré la “estabilidad reputacional”.
Volviendo al contenido de las reglas fiscales, podemos decir que ellas tienen dos grandes grupos: reglas que imponen un límite cuantitativo a la deuda pública, y reglas que imponen un límite al gasto público, sea en volumen absoluto o relativo, o a su incremento (Kopits y Symansky, 1998, 2).
Las reglas que limitan el volumen de la deuda pública son menos frecuentes, si bien uno de sus ejemplos es Uruguay. La ley Nº 17.947, en efecto, establece topes de deuda pública expresados en volúmenes absolutos de dólares estadounidenses. El fundamento de estas reglas fiscales que limitan el endeudamiento se encuentra, en principio, en el mismo marco teórico que aquellas que restringen el gasto público. Sin embargo, también algunos sectores de la teoría económica marxista, sin proponer explícitamente una regla en tal sentido, podrían ser el fundamento de un límite al endeudamiento público en el entendido de que es una forma de aumentar la plusvalía por la vía de forzar el aumento de los impuestos que directa o indirectamente afectan a los trabajadores (Bin,2015).
En lo que respecta a las reglas fiscales que restringen el gasto público, su fundamento está, como se dijo, en la teoría económica dominante, que por comodidad podemos llamar “neoclásica”, que es la heredera intelectual directa del liberalismo económico clásico (entre muchos otrosBarro (Barro, 1981); Giavazzi y Pagano (Giavazzi y Pagano, 1990),Gavin y Perotti (Gavin y Perotti, 1997)(1)). En efecto, para esta corriente teórica:
a) El gasto público tiene casi inevitablemente un efecto distorsionante de la economía, ya que, tanto por la vía de las compras directas a las empresas como a través de los salarios y otras transferencias (subsidios, jubilaciones, etc.), cambia la cantidad y calidad de bienes y servicios que se venden y se compran, desplazando algunos sectores en desmedro de otros, o incluso desplazando la actividad económica privada en favor del Estado (efecto crowding out).
b) Como consecuencia de ello, el gasto público debe limitarse de principio, y en particular debe evitarse su expansión en gran escala.
c) El gasto público está condicionado por la obtención previa de dinero por el Estado, sea por la vía del endeudamiento o por la vía de los tributos.
d) Como el endeudamiento supone un incremento futuro del gasto, en realidad el único ingreso estatal “genuino” es el tributo, u otras formas análogas de tributos “encubiertos” (por ejemplo, “precios” de servicios estatales monopólicos).
Estos conceptos teóricos tienen como natural corolario normativo la propuesta de una contención permanente para el incremento del gasto público, mucho más que de los ingresos públicos, como forma de estabilizar la economía. La consecuencia política de esta concepción neoclásica es, entonces, la regla.
Desde el punto de vista teórico los fundamentos de la regla fiscal han sido duramente controvertidos desde la teoría económica poskeynesiana, la cual, tomando la herencia ―entre otros― de Keynes y Kalecki, concibe a la demanda como el único determinante de la dinámica de la economía capitalista, y al gasto público en particular como el elemento crucial de la política económica, ya que su incremento es la única herramienta política segura de prevención y reversión de las recesiones. En el universo teórico poskeynesiano, por lo tanto, la regla debería ser la total flexibilidad, y todavía más la tendencia al alza, del gasto público, y no su rigidez (Parguez, 2002)(Bougrine y Seccareccia, 2002). La regla fiscal también ha recibido críticas dentro del propio marco teórico neoclásico, ya que el menos en Europa no cumplió con su promesa de estabilización económica sino que, al contrario, produjo efectos negativos en el consumo que no evitaron, sino que agravaron, las crisis a principios de este siglo (Correa, Ferrada, Gutiérrez y Parro, 2014).
La discusión sustancial acerca de la conveniencia o inconveniencia de las reglas fiscales aplicadas al gasto público, siquiera somera, se realizará en el capítulo 4, cuando se analice un conjetural “principio de equilibrio presupuestal”. Por ahora me centraré en los diseños jurídicos propuestos para las mismas, a fin de compararlos con las reglas para la fijación y estructuración del gasto público en la Constitución uruguaya. En ese sentido, el diseño más habitual para las reglas fiscales sobre el gasto público es el siguiente, en forma simplificada:
― Se establece un límite cuantitativo para el aumento anual del gasto público total, que puede ser una relación con un elemento externo al gasto (por ejemplo, el porcentaje del incremento esperado del producto bruto interno para el año entrante, una parte de ese porcentaje, etc.), o bien una relación interna de las finanzas públicas (por ejemplo, una relación entre ingresos y gastos en los cuales estos últimos no superan en un cierto porcentaje los primeros, etc.).
― Se crea un “comité” (las denominaciones varían) separado de los órganos administrativos normales y del Poder Legislativo, a quien se encarga la fijación de los elementos sobre los cuales se estimará el límite del gasto público. Si el límite es una relación externa, ese comité realiza una estimación del elemento externo comparable (por ejemplo, la evolución posible del producto); si la relación es interna a las finanzas públicas, este comité tiene facultades mayores ya que estima directamente el incremento del gasto público. En algunos casos, como en Europa, ese comité puede ser supranacional.
― Se establecen sanciones para el desvío de los límites de incremento del gasto público por parte de los organismos del Estado.
En Uruguay, se ha propuesto desde el ámbito académico un texto legal con las citadas características (Barquin y Zufriategui, 2018). Asimismo, un anteproyecto de ley que se elaboró por el Poder Ejecutivo en 2020 también preveía una regla fiscal con esos rasgos esenciales: una limitación general e intemporal al incremento del gasto público, en función de una pauta fijada por un comité “técnico”. Hay una diferencia, sin embargo, entre el texto propuesto por Barquin y Zufriategui y el anteproyecto del Poder Ejecutivo: mientras el primero establece en sí mismo la restricción al incremento del gasto público, con vocación de aplicación temporal indefinida, el texto del Poder Ejecutivo se comprometía a incluir en el proyecto de ley de Presupuesto del período una solución de esas características. En este segundo caso, pues, la regla fiscal era sólo “programática”.
En forma preliminar, podemos decir que las reglas fiscales que, de cualquier forma, limitan la deuda pública, no parecen ser problemáticas desde el punto de vista de la Constitución uruguaya. El literal 6º del artículo 85 de la Constitución uruguaya incluye entre las competencias de la Asamblea General (parlamento) el “autorizar” la Deuda Pública, lo que razonablemente indica que la ley puede establecer límites de endeudamiento, circunstanciales o permanentes, para el Poder Ejecutivo. En ese texto también se establece que es competencia del parlamento “reglamentar el crédito público”, lo que permitiría establecer, sin perjuicio de límites objetivos de endeudamiento, criterios más complejos e incluso órganos especiales, como comités técnicos, para determinar el volumen de la deuda pública. Además, el hecho de que en el texto de ese artículo separe la autorización de la deuda pública de la aprobación del presupuesto (del que se habla en el numeral 13) permite sostener que es posible, y quizás hasta necesario, que las cuestiones referidas a la deuda pública se separen de las leyes presupuestales.
Las reglas fiscales que involucran al gasto público, en cambio, parecen ser problemáticas. Por ese motivo, analizaré dichas reglas fiscales en el marco constitucional uruguayo en el capítulo siguiente.
Las reglas fiscales sobre el gasto público en la Constitución uruguaya
¿Existen reglas fiscales sobre el gasto público en la Constitución uruguaya?
En el texto constitucional, es indudable que no existen reglas fiscales referidas a la deuda pública, ni tampoco al crecimiento del gasto público. Sin embargo, existen reglas referidas a la relación entre gastos e ingresos en el momento de aprobación de los presupuestos.
Empezando con el caso más simple, existe una regla referida al gasto público en materia departamental. El artículo 225 de la Constitución expresamente prohíbe a las Juntas Departamentales (que son los “poderes legislativos” de cada Departamento uruguayo) la aprobación de un presupuesto “que signifique déficit”. Sin embargo, el término “déficit” empleado por este texto razonablemente no puede entenderse como referido al caso en que el total del gasto del Departamento supere el total de ingresos departamentales fijados por el propio departamento.
En efecto, cuando el artículo 297 de la Constitución enumera las “fuentes de recursos” de los gobiernos departamentales, no sólo establece varios ingresos (entre ellos varios tributos) creados y regulados por cada gobierno departamental, sino al menos tres ingresos que dependen de decisiones de la Asamblea General (parlamento nacional:
a) el impuesto a la propiedad inmueble rural, en el numeral 1;
b) cualquier impuesto que libremente establezca la Asamblea General con destino a los Gobiernos Departamentales, lo cual incluye tanto a impuestos que recauden directamente los Gobiernos Departamentales, como a impuestos que recaude el estado central para luego transferirlos a los Gobiernos Departamentales (numeral 3); y
c) una parte del gasto público nacional, según se defina en la ley de presupuesto nacional (numeral 12).
Por lo tanto, y dado que existen ingresos que no dependen en absoluto de su voluntad, pero que a los efectos presupuestales cuentan para medir si existe o no déficit, no hay obstáculo para que la Junta Departamental apruebe un presupuesto en el que la diferencia entre los ingresos decididos por el propio departamento, y el gasto total, se cubra con una “estimación” de los ingresos provenientes del estado central. Con respecto a los impuestos que dependen de decisiones de la Asamblea General podría sostenerse que cada Gobierno Departamental no tiene por qué suponer una variación normativa de los mismos a la hora de estimar los ingresos que ellos le generan. Pero en el caso de la cuota parte del Presupuesto Nacional decididamente no es preciso realizar ninguna “estimación conservadora” de las transferencias, ya que la Constitución no establece ninguna condición en tal sentido.
En el ámbito nacional, la sección de la Constitución referida al presupuesto (Sección XIV) no incluye ningún texto que establezca una prohibición del déficit. Podría esgrimirse como un argumento favorable a la prohibición del déficit el texto del inciso segundo del artículo 86 de la Constitución. El primer inciso de ese artículo establece que la creación de empleos públicos, la fijación de sus “dotaciones” (es decir, salarios), y la fijación de los gastos, en general, serán materia de las leyes de presupuesto. Pero el inciso segundo nos dice que “toda otra ley que signifique gastos para el Tesoro Nacional, deberá indicar los recursos con que serán cubiertos”. Uno podría sostener que la expresión “serán cubiertos” refiere a que los ingresos deberán igualar, al menos, a esos gastos extrapresupuestales, y que ese requisito es una regla general en materia presupuestal nacional.
Los textos de la Sección XIV de la Constitución, sin embargo, no apoyan esa extrapolación. Si bien el literal C) del artículo 214 expresa que el proyecto y la ley de presupuesto deben incluir los “recursos y una estimación de su producido”, no existe ningún texto semejante al del artículo 86, y menos al del artículo 226, en cuanto a una exigencia de “cobertura” total de los gastos previstos con los ingresos estimados. En ausencia de limitación, pues, no hay por qué suponer, al menos de acuerdo con los textos constitucionales, que el presupuesto nacional tiene que ser equilibrado o superavitario.
Queda por examinar la propuesta de un “principio del equilibrio presupuestal”, que ha propuesto un sector de la dogmática jurídica (Vidal, 2015, 85). Ante todo, debemos precisar ese concepto de “equilibrio”: si del lado de los ingresos incluyéramos los flujos derivados de la deuda pública, el “principio” sería ilusorio, porque ese ingreso tendría como contrapartida una deuda, que es un gasto futuro. Si este fuera el sentido del “equilibrio”, por lo tanto, no merecería discutirse, puesto que implicaría admitir presupuestos económicamente deficitarios. El único presupuesto realmente equilibrado sería aquel en que los ingresos tributarios (o similares) igualaran o superaran el gasto. Supongamos, pues, que alguien propone el “principio del equilibrio presupuestal” en esos términos.
Si, como en tantas ocasiones ha sucedido, la dogmática propone, bajo el rótulo de “principio”, un enunciado no incluido en un texto positivo, pero igualmente un tribunal lo considera una razón para decidir, ese “principio” tendrá exactamente el mismo efecto que un texto expreso. Por lo tanto, ese “principio del equilibrio presupuestal” podría considerarse añadido a la Constitución si la Suprema Corte de Justicia, u otro órgano, lo usara como argumento para ―por ejemplo― invalidar una ley de presupuesto, o gastos concretos previstos en dicha ley, en el entendido que no tienen cobertura. Al día de hoy esto no ha ocurrido, ya que la Asamblea General ha aprobado sistemáticamente presupuestos deficitarios y ningún tribunal de ningún rango ha objetado dicha circunstancia. Lo que sí puede darse, en este momento, es un debate propositivo: ¿sería recomendable o bueno que se adoptara un “principio” de esa índole por un tribunal, para invalidar o desconocer en todo o en parte una ley de presupuesto?
En ausencia de textos constitucionales, la discusión sobre este hipotético principio necesariamente debe hacerse desde las concepciones teóricas que sustentan o rechazan el equilibrio presupuestal (Blanco, 2019, 28). Mi propuesta es que no sería recomendable adoptar el “principio de equilibrio presupuestal” como una regla constitucional para invalidar, total o parcialmente, leyes presupuestales deficitarias.
En primer lugar, materialmente no existe una restricción para que el gasto del Estado sea superior a los ingresos. La suposición de que el Estado tiene que hacerse de dinero extraído de la economía privada para luego gastar se basa en una falsa analogía con la economía privada, ya que el Estado puede crear dinero, cosa que no pueden hacer la mayoría de los sujetos privados. Existe, sin embargo, un sector de la economía privada que puede crear dinero tanto como el Estado: el sector financiero, especialmente los Bancos. De la misma manera que el Estado, los Bancos conceden créditos literalmente de la nada: no es necesario que en sus bóvedas existan billetes o monedas por montos equivalentes a dichos créditos. El dinero que circula en la economía, creado por los Bancos o por el Estado, debe luego tener un reflujo hasta un punto en que deje de circular y se anule, para que la masa monetaria no crezca indefinidamente y provoque inflación de los precios monetarios. Ese reflujo se materializa en los depósitos bancarios, y en los tributos.
Todavía en ese escenario podría decirse que igualmente es recomendable el equilibrio presupuestal, ya que la igualación entre tributos y gastos podría tener un efecto antiinflacionario que en sí es deseable. Sin embargo, para que no se genere inflación no es preciso que se alcance el equilibrio presupuestal, ya que más tarde o más temprano todo del dinero emitido se anulará. El déficit es en definitiva una ampliación de la cantidad de dinero que en un tiempo está circulando en la economía privada. Si admitimos que el dinero, sea público o bancario, es lo que permite que tanto los particulares como las empresas compren tanto bienes como servicios, se comprende que la recaudación de tributos, al quitar dinero de circulación, reduce las posibilidades de compras tanto de empresas como de particulares. Si, por otro lado, admitimos que la demanda es el factor excluyentemente decisivo de la dinámica económica, no puede ser deseable una política de finanzas públicas en la que la reducción del poder de compra sea superior a su aumento (Blanco, 2019, 9-13).
Por lo tanto, y dado que es el gasto público el que aumenta el poder de compra, toda regla que imponga la contracción o restricción de su aumento necesariamente opera en contra del uso de la política fiscal con fines de evitar o revertir las recesiones, e incluso en contra del uso de la política fiscal con fines de redistribución del ingreso. Por lo tanto, asumiendo esas funciones del gasto público es que no puede aceptarse una política fiscal en la que los ingresos sean iguales o superiores al gasto. Este rechazo del equilibrio presupuestal como política fiscal se convierte en un argumento dogmático en contra de su admisión como un límite a la legislación, de la misma manera que los que proponen dogmáticamente el principio también lo extraen de una concepción de política fiscal.
¿Podría establecerse una regla fiscal sobre gasto público fuera de las leyes de presupuesto y rendiciones de cuentas?
Luego debemos examinar es si en Uruguay sería admisible una regla fiscal sobre gasto público en una ley autónoma de las leyes de presupuesto y de rendición de cuentas. A mi entender, la respuesta es negativa.
La dogmática uruguaya tradicionalmente ha afirmado la universalidad de las leyes de presupuesto (y rendiciones de cuentas): es decir, todos los textos que impliquen una disponibilidad efectiva del gasto público, deben estar en las leyes de presupuesto y rendiciones de cuenta, y no pueden existir normas que dispongan sobre el gasto público fuera de dichas leyes (Jiménez de Aréchaga,1947, 147-148)(Vidal, 2015, 121-122). Otra vez nos encontramos con un “principio” dogmático; sin embargo, existen en este caso algunos textos constitucionales que lo apoyan, siguiendo una técnica dogmática habitual de proponer premisas a partir de textos autorizados.
Si se lee en su totalidad la Constitución uruguaya, se advierte que la regulación de los presupuestos, en todos los niveles (nacional, departamental y de entes autónomos y servicios descentralizados), es invariablemente una materia tratada en forma específica, separada del resto de la legislación. A nivel nacional, por ejemplo, los artículo 214 y siguientes de la Constitución establecen con precisión los momentos en los que deben presentarse los proyectos de ley de presupuesto, los plazos para considerarlo, las formas de modificar el proyecto inicial, y su iniciativa (que corresponde en exclusividad al Poder Ejecutivo, con el asesoramiento preceptivo de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto).
¿Qué sucedería si se pudiera legislar en materia de gasto público por fuera de las leyes de presupuesto y rendición de cuentas? Razonando de forma consecuencialista, el efecto de esa hipotética legislación sería la inoperancia del régimen previsto en los artículos 214 y siguientes de la Constitución. Por lo cual, la preservación de esos textos como el marco general para los presupuestos nacionales requiere que no se legisle sobre gasto público fuera de las ocasiones y de los límites, de esos artículos. Por lo tanto, este criterio de la universalidad implicaría una prohibición de establecer una regla fiscal en una ley diferente a la ley de presupuesto, o a las leyes de rendiciones de cuentas.
El inciso segundo del artículo 86 de la Constitución admite que leyes no presupuestales “signifiquen gastos” para el Estado. Esa referencia, sin embargo, parece orientada a leyes no presupuestales que establezcan ciertos cometidos al Estado (por ejemplo, creando una oficina de control de una actividad privada), y con ello incrementen el gasto más allá de lo previsto en el presupuesto. Se trata pues de un texto que autoriza a aumentar, no a reducir ni a limitar, el gasto público por fuera de las leyes de presupuesto y de rendición de cuentas.
Quedaría la posibilidad de que una regla fiscal se estableciera en una ley diferente a la ley de presupuesto o las leyes de rendición de cuentas, en forma de directriz para las leyes presupuestales, tal como lo proponía el anteproyecto del Poder Ejecutivo que nombré más arriba. Sin embargo, desde el punto de vista jurídico una solución de ese tipo sería totalmente inocua, ya que una ley no puede condicionar el contenido de otra ley, por ser dos textos de igual jerarquía normativa. De esa manera, si la ley presupuestal o la ley de rendición de cuentas incumplieran el eventual mandato de la ley previa que estableció, no se produciría ningún efecto. En particular, la idéntica jerarquía de la ley común respecto de la ley presupuestal impediría que se estableciera cualquier sanción al parlamento por no cumplir con la “regla fiscal programática”. También debe entenderse que está prohibido aplicar sanciones al propio parlamento por incumplir la “regla fiscal programática”, ya que si se acepta la regla de la universalidad de las leyes de presupuesto y rendición de cuentas, se estaría sancionando al parlamento por cumplir la Constitución, lo cual naturalmente debe descartarse.
En síntesis, mis propuestas son las siguientes:
a)Salvo la limitación a los Departamentos para que aprueben presupuestos con déficit, no existe en la Constitución uruguaya ninguna regla que limite el crecimiento del gasto público o condicione el presupuesto nacional a un equilibrio entre ingresos y gastos.
b)Una regla fiscal propiamente dicha, en una ley distinta de la ley de presupuesto o las leyes de rendición de cuentas, no sería constitucionalmente admisible.
c)Una regla fiscal programática en una ley distinta a la ley de presupuesto o las leyes de rendición de cuentas, sería o bien inocua, o bien inconstitucional si estableciera sanciones por su no observancia por el parlamento a la hora de aprobar la ley de presupuesto o una ley de rendición de cuentas.
¿Podría establecerse una regla fiscal sobre gasto público en la ley de presupuesto o en las leyes de rendiciones de cuentas?
Si aceptamos que las leyes de presupuesto y de rendiciones de cuentas son el instrumento excluyente para regular el gasto público en el marco de la Constitución uruguaya, en principio deberíamos admitir que pueden establecerse al menos algunos tipos de reglas fiscales en estas leyes. De hecho, la propia estructura de la ley de presupuesto y las leyes de rendiciones de cuentas son reglas fiscales: dado que establecen montos de gasto público para cada repartición del Estado, por lo pronto impiden que cada órgano estatal, y el Estado en su conjunto, gaste más de lo aprobado por el parlamento. Sin embargo, la conclusión de que es posible (o mejor dicho, que es un contenido ínsito de la ley) la fijación de límites de gasto público, tiene algunas salvedades importantes.
La primera es que cualquier regla fiscal contenida en la ley de presupuesto, o en la ley de rendición de cuentas, tendría el alcance temporal propio de dicho tipo de ley. De acuerdo con el artículo 214 de la Constitución, las leyes de presupuesto (y por añadidura las leyes de rendición de cuentas, que pueden incluir enmiendas al presupuesto inicial) sólo abarcan al período de gobierno en el que se aprueban. Por lo tanto, ninguna regla fiscal en Uruguay puede tener una vigencia más prolongada que el período de gobierno respectivo. De cualquier manera, y como las leyes de rendición de cuentas que se aprueben durante el período de gobierno pueden modificar el presupuesto inicial, cualquiera de esas leyes de rendición de cuentas puede derogar la regla fiscal inclusive antes de que expire el período de gobierno. De no derogarse, la regla fiscal perderá vigor por la simple aprobación de la ley de presupuesto del período ulterior, salvo ―naturalmente― que esa ley ulterior la renueve expresamente.
La única excepción sería el caso en que si el proyecto de ley de presupuesto posterior es rechazado expresa o fictamente (por la falta de pronunciamiento del parlamento, de acuerdo con los artículos 217 y 218 de la Constitución), una hipotética regla fiscal incluida en una ley de presupuesto o rendición de cuentas anterior, proseguiría en vigor. Pero en todo caso, y dado su mero rango legal, inclusive en ese caso dicha regla fiscal siempre podría ser derogada expresamente por una ley de rendición de cuentas posterior.
De manera que toda regla fiscal que, incluyéndose en una ley de presupuesto o de rendición de cuentas, se atribuyera una vigencia más extensa, sería inconstitucional.
Lo que resta examinar es el contenido posible de la regla fiscal que podría incluirse en una ley de presupuesto o de rendición de cuentas. Mi propuesta es que sería inconstitucional la previsión de un comité técnico, o de cualquier otro carácter, que tenga la potestad de decidir directa o indirectamente, inclusive en base a criterios preestablecidos en la misma ley, la evolución del gasto público. Varios argumentos militan en ese sentido.
El primer argumento es que, centrándonos en el texto constitucional (lo cual es la técnica de argumentación típica de la dogmática), el proceso de determinación del gasto público termina con la aprobación del presupuesto por el parlamento, y no admite instancias ulteriores de revisión. Es decir, la aprobación del presupuesto, como la de toda ley, es una competencia del órgano “Asamblea General”, que debe ejercerla exclusivamente este órgano. Si bien la posibilidad de que el parlamento delegue en otros órganos competencias que le asigna la Constitución es rechazada por la dogmática pero admitida en varios casos por la Suprema Corte de Justicia, tal no debería ser el caso del presupuesto, inclusive aceptando en otros casos la delegación. En efecto, la Constitución se ocupó expresamente de establecer un mecanismo de revisión anual del presupuesto quinquenal, que son las leyes de rendición de cuentas. Esto entraña un diseño institucional del gasto público en el que el Poder Ejecutivo propone y el parlamento, y sólo el parlamento, decide, con las limitaciones que la propia ley fija. Las correcciones al presupuesto tienen lugar sólo mediante las rendiciones de cuentas, y no mediante decisiones de un órgano extraparlamentario, sin importar su integración o su ubicación en la estructura del Estado.
El segundo argumento parte de la tesis dogmática de que las asignaciones presupuestales son compromisos de gasto, y no simplemente autorizaciones para gastar hasta un cierto límite (Blanco, 2019, 36-40). Si esta concepción es correcta, ella es incompatible con la existencia de un órgano que, aun actuando a partir de criterios fijados por la ley, pueda disminuir el gasto que debe ejecutar un órgano por debajo del monto fijado por el parlamento. De forma parecida a lo que se señaló en el argumento anterior, la concepción de las asignaciones como compromisos de gasto y no como meras autorizaciones parte, en definitiva, de la idea de que en un régimen democrático el parlamento es quien tiene la última palabra en cuanto al gasto público. Por lo tanto, si se admitiera que un grupo de personas diferente del parlamento corrigiera el volumen de gasto público decidido por la Asamblea General, la asignación de gasto dejaría de ser un mandato definitivo del parlamento al órgano ejecutor, para pasar a ser un mandato modificable por ese órgano encargado de determinar el nivel de gasto.
El tercer argumento, que es en realidad el que está en la base de los dos primeros, refiere a la legitimidad democrática del parlamento, de la que carecería un órgano integrado por técnicos, o de cualquier otra manera, que decidiera sobre el nivel de gasto público. Si admitimos que la Constitución uruguaya adopta la democracia como régimen político, la misma implica, sin perjuicio de otros elementos, dos cosas:
a) la legitimidad deriva de la investidura de la autoridad a través de una elección democrática;
b) la primacía absoluta en las decisiones que atañen a la sociedad la tienen los órganos colectivos que deciden por mayoría, luego de una deliberación amplia (Cohen, 1999).
Estas características no se cumplen en absoluto en un hipotético órgano que decidiera el nivel de gasto, o las variaciones del mismo, año a año. Es decir que, desde el punto de vista de la legitimidad democrática, la creación de un órgano cuyas decisiones corrijan las decisiones del parlamento, es inconstitucional.
Tenemos que agregar que, en el fondo, la creación de un “órgano técnico” cuyas decisiones primen por sobre las del parlamento, se basa en una (a veces disimulada) desconfianza en la democracia por muchos de los teóricos que defienden la regla fiscal. Los orígenes de las limitaciones al parlamento para sus decisiones en materia de gasto público e impuestos, se pueden remontar a Wicksell, y se basaban explícitamente en la creencia de que las decisiones de la mayoría parlamentaria suelen “errar” por ser permeables a las presiones de los grupos sociales (Wicksell, 1994)(Brennan y Eusepi 2004, 59-60). Pero precisamente la superioridad de la democracia sobre otros sistemas políticos radica en la posibilidad de que los intereses y pretensiones de los grupos de personales penetren en las decisiones del gobierno. Es decir, la contemplación de intereses y pretensiones para delinear el gasto público es una virtud que debe conservarse a toda costa, no un defecto del sistema político vigente. Es importante resaltar que, en contra de lo sostenido por los defensores de la regla fiscal (Wyplosz, 2012, 5) no se trata de que la democracia signifique que se adopten decisiones por meras estrategias electorales, sino que los aumentos de gasto no financiero están impulsados por intereses reales de grupos de la sociedad civil. En cualquier caso, si el régimen democrático reposa en la elección popular de los gobernantes, no sólo no tiene nada de malo, sino que es deseable, que los intereses de loa grupos sociales permeen las decisiones del parlamento, particularmente en materia de gasto público y tributos.
Pero además, la proposición de un “comité técnico” que decida sobre la evolución del gasto público, excluyendo la deliberación del parlamento, se basa en un grave error epistemológico en cuanto al discurso normativo. Reservar las decisiones normativas en materia de gasto público a un grupo reducido de personas, supone que las creencias de esas personas deben primar por encima de cualquier otra. Esta concepción no puede aceptarse si partimos del supuesto de que la corrección, en materia normativa, sólo puede provenir del debate amplio, el cual puede instalarse en el ámbito del parlamento, y que se decida por mayoría en el entendido que allí están presentes la mayor cantidad de intereses divergentes. Esta concepción, que es aplicable a todos los ámbitos normativos, es mucho más pertinente en el terreno del Estado, por lo cual Nino se refería a la “superioridad epistemológica” de la democracia (Nino, 1989, 124 y ss.). De esa forma de ver los problemas normativos deriva que un “órgano técnico” no puede cumplir nunca con los requisitos para proponer soluciones normativamente correctas en materia de decisiones del Estado, como lo es el gasto público.
El único caso, pues, en el que una regla fiscal sobre gasto público podría admitirse, sería aquel en el que la misma ley de presupuesto estableciera ciertos criterios objetivos, sustraídos a la decisión de terceros, para limitar la variación periódica del gasto en general. Desde luego que en tal caso la ley también debería establecer criterios para la distribución de las variaciones, entre las diferentes reparticiones del Estado, de los aumentos o reducciones que resultaran de dichos criterios. Pero, como se expresó más arriba, esa regla fiscal nunca tendría estabilidad, ya que podría ser modificada o suprimida por una ley de rendición de cuentas o por una ley de presupuesto cronológicamente posteriores.
Viabilidad de la declaración de inconstitucionalidad
En el capítulo 2 se expresó que la “inconstitucionalidad” no era una cualidad intrínseca de un texto: ella consiste en la autorización o la orden de un tribunal para que una ley se desaplique transitoria o definitivamente. Hasta ahora, pues, simplemente he examinado argumentos acerca de las reglas fiscales y los textos constitucionales; resta por ver si es posible que, ante una ley, presupuestal o no, que la estableciera, prospere una acción o excepción de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia. El punto problemático es el concepto de “interés directo, personal y legítimo” que el artículo 258 de la Constitución uruguaya exige para iniciar un proceso de declaración de inconstitucionalidad.
Las reglas fiscales, si existen, están pensadas para tener efectos reales sobre el gasto público: limitando su aumento, o reduciéndolo. Pero como el presupuesto tiene una estructura de asignaciones de gasto para distintas unidades del Estado, la contención o reducción del gasto debe, de alguna manera,repercutir en asignaciones concretas a ciertos órganos y actividades. Podría establecerse que operara a prorrata de todas las unidades (“incisos” como le llama la Constitución uruguaya), o focalizarse en sólo algunas de ellas. Pero en todo caso, lo que es indudable es que grupos de personas serán afectados por la contención o reducción del gasto. Esto incluye tanto a personas que son beneficiarios directos de transferencias de dinero (por ejemplo, empleados o receptores de subsidios), como también a terceros que vieran limitada una actividad en virtud de la restricción del gasto derivado de la aplicación de la regla fiscal. Estas personas, pues, tendrían legitimación activa para iniciar proceso de inconstitucionalidad contra las reglas fiscales respecto de las cuales pudiera argumentarse su inconstitucionalidad (Blanco, 2019, 45-46)