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Revista de la Facultad de Derecho

Print version ISSN 0797-8316On-line version ISSN 2301-0665

Rev. Fac. Der.  no.46 Montevideo June 2019  Epub June 11, 2019

https://doi.org/10.22187/rfd2019n46a15 

Doctrina

La negación de la finalidad del proceso penal por acción del neo punitivismo. El caso peruano. El caso de la prohibición del beneficio de la suspensión del cumplimiento de la pena privativa de la libertad

The Denial of the Punishment of the Criminal Procedure for the action of Neo Punitivism. The Peruvian Case. The Case of the Prohibition of the Benefit of the Suspension of the Execution of the Punishment of Deprivation of Liberty

A negação da penalização do processo penal para a ação do neo punitivismo. O caso peruano. O caso da proibição do benefício da suspensão da execução da pena de privação de liberdade

1Universidad de San Martín de Porres, Facultad de Derecho. Perú. Contacto: griosp@usmp.pe


Resumen:

En el artículo se expone el problema que entraña para la finalidad de un proceso judicial y del sistema de garantías, principios y valores correspondientes a un Estado democrático, social y de derecho, la dación de la Ley N° 30710( ), vigente desde el 30 de diciembre de 2017, que modifica el último párrafo del artículo 57° del Código Penal peruano, estableciendo la prohibición de otorgar el beneficio de la suspensión de la pena en el caso del delito de lesiones leves contra la mujer. El objetivo es fundamentar la caracterización de dicha medida como populismo punitivo y poner de manifiesto que, al prohibirse al juez decidir sobre la efectividad de la pena, se prefiere el neo punitivismo. El autor concluye principalmente en que se está gobernando a través del crimen, mediante normas penales meramente simbólicas e ineficaces, con lo cual se debilita la independencia judicial.

Palabras clave: Proceso penal; populismo punitivo; finalidad del proceso; eficientismo penal de emergencia; suspensión de la pena

Abstract:

In the article we examine the negative effects on the purpose of the process, the punitive populism that prohibits the judge from granting the benefit of the suspension of the sentence in the case of the crime of minor injuries against women; assuming the position that in these times the criminal normativity is purely symbolic, ineffective and lacking interest in the system of guarantees, principles and values of the social State and of law.

Keywords: Criminal Process; Punitive Populism; Purpose of the Process; Emergency Criminal Efficiency; Suspension of the Sentence

Resumo:

O artigo examina os efeitos negativos sobre o propósito do processo, o populismo punitivo que proíbe o juiz de conceder o benefício da suspensão da sentença no caso do crime de ferimentos leves contra as mulheres; assumindo a posição de que, nestes tempos, a normatividade penal é puramente simbólica, ineficaz e sem interesse no sistema de garantias, princípios e valores do Estado social e do direito.

Palavras-chave: Processo criminal; populismo punitivo; propósito do processo; eficiência criminal emergencial; suspensão da sentença

Introducción

En el siglo XXI el proceso penal es, en Occidente, garantista y acusatorio, en virtud del cual el juez ya no investiga como en el modelo inquisitivo, solo juzga, esto es, decide con base en las pruebas aportadas la responsabilidad de la persona por la comisión de hechos ilícitos y fija la pena individualizada que le corresponde al infractor, sin contaminación ni interferencia alguna.

Sin embargo, en este siglo también, se presenta un fenómeno relativo a una tendencia muy marcada de neo punitivismo y de populismo punitivo, que pone de manifiesto una invasión legislativa en el fuero del juzgador, esterilizando la finalidad del proceso penal, conducido por el juez, cual es, componer un conflicto pacíficamente, para coadyuvar al mantenimiento de la paz social.

¿Cuán necesario es que un Estado democrático, social y de derecho adopte resueltamente una política de neo punitivismo y de populismo punitivo, como radical amplificación inmoderada de leyes penales? ¿Es razonable que, en un Estado democrático, social y de derecho persista el dogma mesiánico de que el ius puniendi debe inundar toda la vida social, intensificando las sanciones? ¿Es posible cumplir con el fin del proceso penal de resolver conflictos, empleando intensivamente el ius puniendi?

El análisis que se desarrollará permitirá apreciar que en el centro de un Estado caracterizado por la separación de las funciones del poder político, en el cual ―en materia penal― los roles de legislador, que define las conductas criminales y establece las penas abstractas; de juzgador, que asigna la responsabilidad penal e impone la pena individualizada; y de administrador, que ejecuta la pena y resocializa al infractor; presentan un interés pragmático que no atiende a la ciencia o la filosofía políticas para conducir la organización social, sino a un pragmatismo profano que pone en marcha un avasallamiento irrefrenable de positivismo jurídico que atenta contra las garantías procesales y libertades fundamentales.

Entonces, el sistema democrático que incuba el proceso penal garantista, como espacio dialéctico acusatorio y contradictorio, presidido por el juez que decide en aras de resolver un conflicto intersubjetivo de intereses, resulta menos democrático en la medida que el juzgador resuelve menos, por estar encorsetado por la ley en el último tramo del proceso, en el que impone la pena pero no puede decidir si ella será ejecutada o suspendida, porque la ley ya decidió adelantadamente por él, impidiendo el cumplimiento de la finalidad del proceso y, por ende, su negación teleológica.

La finalidad del proceso penal

Históricamente, el proceso penal nace como un medio para dar solución a los conflictos violentos que configuran los crímenes, utilizando un camino racional y pacífico, que reemplaza precisamente al uso de la fuerza que dio lugar al conflicto de intereses que debe resolver.

Esa vía razonada es legítima porque la sociedad se ha constituido y organizado en un sistema político y jurídico que recusa la violencia y adopta el diálogo como forma de vida, teniendo en cuenta que el respeto de la dignidad de la persona humana son el fin supremo de la sociedad y del Estado, por lo que el proceso judicial en general y el proceso penal en particular tienen base constitucional.

Para cumplir con la finalidad del proceso, el agente del Estado designado para dirigirlo, esto es, el juez, busca la verdad legal de los hechos, pues la verdad real es inasible, de ahí que resulte imparcial y objetivo reconstruir los hechos a partir de las pruebas aportadas. La búsqueda de la verdad es necesaria porque es la única manera de garantizar una decisión justa que cumpla con la finalidad procesal de resolver el conflicto. El proceso sirve, así, para materializar la justicia y acercarla a la población.

La base democrática del proceso, su fundamento constitucional, es el de ser un instrumento de pacificación social, de convicción y seguridad en las relaciones armoniosas de las personas en una sociedad. Ergo, cualquier intromisión o interferencia que impida el logro de la finalidad democrática del proceso, es una negación del mismo.

Como a través del proceso ―espacio compuesto por actos encaminados a la realización de una decisión estatal justa en Derecho― se realiza la actividad jurisdiccional del Estado, es de esperar que se llegue a una conclusión congruente con lo que ha sido materia de juzgamiento, con lo que ha sido su objeto.

El proceso judicial, en consecuencia, se justifica en la división de funciones del poder político ―esto es la función jurisdiccional independiente e imparcial― para la composición de los conflictos intersubjetivos de intereses, razón por la cual es imprescindible que sea cumplido y llevado a cabo con plena autonomía, independencia e imparcialidad, para que no pierda eficacia. No debe ser debilitado con injerencias ajenas que menoscaben la labor jurisdiccional.

En este orden de ideas, el proceso penal es una manifestación legítima del poder del Estado y crea una obligación inexcusable para cualquier autoridad, en el sentido de que deben respetar el rol jurisdiccional ―exclusivo y excluyente― de conducir el proceso de manera tal que se alcance la justicia material como fin primordial, conforme con los principios constitucionales que se desarrollan por medio del derecho sustancial y el derecho procesal.

Parafraseando a Bordalí, A. (Bordalí Salamanca, 2004) no es dable, desde ninguna posición y menos desde el propio Estado, interferir con el órgano jurisdiccional estatal en la resolución de un conflicto concreto, sin romper con uno de los pilares básicos de la construcción moderna del Estado constitucional, democrático, social y de derecho. De ahí que las leyes cuyo contenido resiente el sistema de garantías procesales sea un acto de intromisión del órgano legislativo en el órgano jurisdiccional, pues el rol del juez no está limitado a declarar el derecho o decidir quién tiene la razón, sino a motivar y fundar sus decisiones en derecho con una perspectiva que pueda determinar la justicia material del caso concreto.

Así, el juzgador no es un mero autómata ni un aplicador mecánico de la norma, sino que debe interpretar ésta para determinar su aplicación o no al caso concreto, dentro del marco constitucional, específicamente respecto a los derechos y libertades fundamentales, como apunta el maestro Antonio Lorca Navarrete, encontrando de esta manera su encuadre con la norma constitucional, que es el único referente con el que se debe comprobar la validez de las demás normas jurídicas

En ese sentido, siguiendo al ilustre procesalista español, la punibilidad del culpable no es la finalidad del proceso penal, pues el Estado democrático, social y de derecho consagra como garantía la efectiva tutela judicial de los derechos. En efecto, nada debe imponer al Estado, titular del ius puniendi, la promoción de una justicia penal represiva en todos sus sentidos y momentos, por el contrario, los derechos humanos se sintetizan en el proceso penal y la norma penal debe realizarse jurisdiccionalmente.

El neo punitivismo

Sin embargo, viene ocurriendo algo muy diferente que atenta contra la concepción misma del proceso como mecanismo legítimo y garantista de solución de conflictos intersubjetivos de intereses en un Estado constitucional, democrático, social y de Derecho, convirtiéndolo en un dispositivo cuasi inquisitivo.

El derecho penal es una garantía contra el poder. Es un freno intra institucional del ius puniendi estatal. Debe hacer frente a cualquier abuso, exceso y desviación de poder. Por ello está inspirado en los principios penales liberales, como el de proporcionalidad y el de humanidad, entre otros, según el cual, respectivamente, la pena a imponerse debe ser proporcional al crimen cometido y debe imponerse teniendo en cuenta los principios humanitarios. De esta manera, el castigo que impondrá el Estado debe estar ajustado racionalmente al daño infligido por la conducta del infractor, teniendo en cuenta que el Estado no debe devolver daño por daño, como reminiscencia de la Ley del Talión (“ojo por ojo y diente por diente”).

Sin embargo, en tiempos actuales, el derecho penal viene mostrando una faz hiper punitivista, lo cual revela una vocación penal más que una disposición garantista en el acto de sancionar, es decir, una inclinación a punir excesivamente en la creencia mesiánica que así se afronta exitosamente la lucha contra la criminalidad.

Este fenómeno contemporáneo que se ha venido en llamar neo punitivismo, revela que el ejercicio del ius puniendi se ha convertido en una praxis cotidiana que intenta dar solución a los más diversos conflictos sociales de manera enérgica y severa, en muchos casos cruel e irracional. Como apunta Pastor D. (Pastor, 2005) el derecho penal ha sido elevado ―ilusamente añadimos― a la categoría de octava maravilla del mundo, pero lamentablemente el efecto de esta política criminológica neo punitivista es que el derecho penal ha dejado de ser liberal, para convertirse en un “derecho” penal no vinculado a los límites y controles garantistas. En realidad, de derecho ya no le queda nada, pues las garantías procesales han sido pulverizadas por una legislación penal inflacionaria y draconiana. Ha quedado reducido a penal, nada más.

En un Estado democrático y de derecho, esto es, en un Estado liberal, el derecho penal debe regirse por los principios de fragmentariedad y subsidiariedad, para que solo pueda ser aplicado allí donde otros medios de control social han fracasado, solo como última ratio en las infracciones más graves. Lamentablemente, en la actualidad, por efecto de la globalización, la tecnología y el neo liberalismo, la influencia de los mass media es tal que el colectivo social cree que los principios penales liberales no protegen a la sociedad, sino por el contrario, la debilitan, por lo que vemos cómo los legisladores se avocan a producir una inflación de normas penales y los jueces penales a aplicar dicha normatividad con inusitada severidad.

Es inocultable la ilegitimidad del sistema penal todo, desde la definición de las conductas como criminales, a partir de representantes al Congreso Nacional que no representan los intereses de sus electores o de los altos funcionarios del Poder Administrador del Estado que no han sido elegidos por el pueblo y pese a ello legislan en materia penal; pasando por la asignación de la condición de criminal por agencias penales (policía, fiscalía y judicatura) que reproducen las condiciones de violencia de la sociedad y actúan arbitrariamente, hasta la ejecución inhumana de la pena en establecimientos hacinados, tugurizados y, en el caso del Perú, situados a más de 4.000 metros sobre el nivel del mar.

Específicamente, el proceso penal se ha convertido en un instrumento útil para la ejecución de una política social que impone la ideología del control a cualquier precio, por lo que se ha vuelto meramente simbólico y ha perdido la importancia que tenía como espacio garantista de acusación y defensa, así como sistema de desarrollo de valores humanos fundamentales. Peor aún, se le viene dando al proceso penal un uso político con efectos teatrales, que es consumido por la población a través de los medios de comunicación, convirtiéndolo en persecución penal más que en proceso penal. Toda esta situación configura la gobernanza a través del crimen, que crea pánico moral a la sociedad, que se debate entre el miedo a la delincuencia y el miedo a las sanciones penales, para clamar más dureza en el castigo penal, la cual sin embargo no reduce la criminalidad, que se incrementa incesantemente porque no se trabaja en neutralizar sus causas.

Pese a que la historia del derecho penal y del derecho procesal penal demuestra la preeminencia, en épocas pasadas, que creíamos superadas, de penas muy rigurosas y la ausencia de garantías mínimas, de un proceso sumario e inquisitivo, producto del absolutismo monárquico, explicado por la pretensión de la justicia como un escarmiento divino, que terminó gracias al Iluminismo y la Reforma en los siglos XVII y XVIII; las seudo razones actuales de la política penal siguen en el camino que parecía concluido, retornándose de la desaceleración a la expansión del derecho penal, expresada en el aumento de los tipos penales, entre ellos los de peligro abstracto, el agravamiento de las condenas penales, la relajación de principios y garantías procesales, entre otros, no obstante encontrarnos en un Estado democrático, constitucional, social y de derecho, al extremo que podemos decir que actualmente el derecho penal se ha acelerado y se encuentra en una posición intermedia entre la tercera y la cuarta velocidad, como prefiere llamarlas Silva, J. (Silva Sánchez, 2001), pues ha superado la primera velocidad de un derecho penal clásico liberal, que se basa en las garantías individuales inamovibles; a la segunda velocidad que flexibiliza ciertas garantías penales y procesales pero adopta alternativas a la privación de libertad como penas restrictivas de derechos, multas, entre otras; y a la tercera velocidad que introduce el derecho penal de expansión, emergencia y urgencia, denominado por Jakobs, G. (Jakobs y Cancio Meliá, 2003) como derecho penal del enemigo para eliminar a los criminales mayores, tales como terroristas, narcotraficantes, entre otros.

Es, precisamente, en este ordenamiento sustantivo y adjetivo penal de la tercera velocidad que se considera radicalmente al enemigo como no persona, excluyéndolo de las garantías penales y procesales, calificándolo de un no sujeto procesal, sometiéndolo a un proceso de guerra y no judicial, para su abatimiento.

Es en este contexto que el enemigo, aquel al que el Estado señala como tal, no tiene un espacio para defenderse conforme a Derecho, pues el proceso penal no existe para él, existe un procedimiento arbitrario e inicuo.

En la cuarta velocidad o panpenalismo o expansión del derecho penal, el sujeto es aquel que teniendo el poder del Estado violó la ley pese a que debía cumplirla y proteger a los ciudadanos.

La posición intermedia viene dada por los enemigos fabricados por el Estado con motivo de ideologías de moda, como la de género, que lejos de pretender una igualdad, busca hacer prevalecer un género sobre otro. De esto da cuenta la legislación penal y procesal penal que se ha dictado para criminalizar y sancionar gravemente al varón, cuyos derechos humanos parecen no existir, atropellando toda forma de razonabilidad y proporcionalidad. ¿Por qué se utiliza de una manera ajena a su finalidad ontológica y teleológica al sistema penal, haciendo del proceso un aspecto meramente simbólico?

La violencia contra de la mujer es una penosa realidad, pero ello no nos debe llevar a creer que se solucionará alimentando una lucha en la que los varones sean los malos y las mujeres las buenas, solo por el hecho de ser varón o mujer. Comprendamos que como sociedad somos afectados, pues el derecho y la libertad de todos afirman el derecho y la libertad de cada uno.

Contreras, J. (Contreras Ugarte, 2019) citando a Graciela B. Ferreira, nos recuerda que para tratar el tema de la violencia contra la mujer hay que tener honestidad intelectual y afectiva, ya que ello no se inscribe en la “guerra entre sexos” sino en la lucha por un mundo más justo para todos.

De la igualdad ante la ley, principio liberal máximo, deriva la igualdad ante el procedimiento. Luhmann (Luhmann, 1969) sostiene que “todos son iguales ante el procedimiento”, agregamos que ello es así por el vínculo entre el Derecho y la Moral, de tal manera que la exigencia moral de la igual consideración y respeto de sus miembros debe manifestarse en los derechos asignados a los individuos. Aquella debe concretarse positivamente en las decisiones políticas y jurídicas, como exige Faralli, C. (Faralli, 2007).

El populismo punitivo

El término del epígrafe expresa un concepto que se encuentra íntimamente relacionado con las políticas globales de índole económica y social instauradas desde 1980, las cuales se caracterizan por la invariable mengua del Estado social y el creciente incremento del Estado penal, mostrando el consenso de la clase política sobre la visión de la criminalidad y la función de los mass media en una sociedad de consumo, con relación a la construcción de un clamor social de punición en la errónea idea de lograr la seguridad a cualquier costo.

Hasta fines del siglo XX, el modelo de la justicia penal ―desde el final del siglo XVIII― fue la idea del progreso, evidenciado con el tránsito de las penas corporales hacia la pena privativa de libertad, de la cual se decía que podía lograr resocializar a los infractores. A medida que se aplicaba este modelo la experiencia demostraba la ineficacia de la cárcel para la resocialización de los internos, sencillamente porque la inclusión a través de la exclusión es materialmente imposible. No es razonable extraer a alguien de la sociedad, ingresándolo a un establecimiento penitenciario, para resocializarlo. Dicha experiencia permitió postular otras penas alternativas a la prisión con la finalidad de cumplir los objetivos sociales del castigo. Lamentablemente, en los países periféricos la pena privativa de la libertad sigue siendo la reina de las penas.

En el cambio de siglo, sin embargo, el sistema penal comenzó a ser utilizado por políticos para obtener beneficios políticos, esgrimiendo ideas trasnochadas, como las del efecto inhibidor que tendría el incremento de las penas en la tasa de criminalidad y en el reforzamiento de consensos sociales, como apunta Larrauri, E. (Larrauri, 2005). En este nuevo enfoque hay, como se puede apreciar, una mención expresa o una insinuación indirecta a la opinión pública para explicar la mayor criminalización, mayor penalización y menores beneficios procesales y penitenciarios. En buena cuenta, se trata de la materialización política de los efectos del neo liberalismo, como son la criminalidad y la inseguridad, en la cual el castigo, la sanción penal viene a cumplir un nuevo rol, de instrumento de dominación de parte del grupo que dicta las políticas de dirección del Estado hacia la población, la que se sume en dos miedos, de un lado el miedo al castigo y de otro lado el miedo al crimen, para así mantener el statu quo y que nada cambie en la sociedad.

La política penal del populismo punitivo hace prevalecer el simbolismo sobre la racionalidad, convirtiendo el derecho penal en un instrumento de primera mano para hacer frente a cualquier tipo de conflicto social y afectando las bases de la sociedad.

Para Harvey, D. (Harvey, 2007) el populismo punitivo tiene su origen en el neoliberalismo, al que define como la política económica que se cree el medio más adecuado para promover el bienestar, el cual está basado en la no limitación del libre desarrollo de las capacidades y libertades empresariales, la entronización de la propiedad privada, el libre mercado y la libertad de comercio. Esta política tiene graves efectos no solo económicos, sino también políticos y sociales, porque en nombre del delirio y la exacerbación por la libertad económica, se eluden los intereses generales o colectivos. Por ello, las decisiones democráticas de bien común quedan sometidas a la supremacía del mercado, relegando cualquier idea de redistribución para asegurar menor desigualdad. En otras palabras, se pasa a consentir las desigualdades sociales antes que las prohibiciones que afectan la libertad económica.

El neoliberalismo, en suma, derriba las garantías sociales y fortalece el paradigma de que los seres humanos son desiguales y que solo puede existir igualdad en el mercado.

¿Cuál es la influencia que tiene el modelo neo liberal en el proceso y la justicia penal, como políticas criminológicas? La forma de responder al delito con el castigo ha cambiado. Todo el sistema punitivo neoliberal invisibiliza los problemas sociales que el Estado no quiere resolver desde sus causas. En este contexto, el proceso judicial no persigue componer o resolver los conflictos. En materia penal, que es el objeto de este trabajo, la cárcel se presenta como siempre en el bote de basura de la sociedad donde se colocan los trastos humanos de la sociedad de mercado que no son funcionales al sistema neoliberal de consumo.

Aquí subyace la idea criminológica positivista, según la cual el delincuente es el enemigo de la sociedad por haber decidido infringir la ley, razón por la cual son un peligro social. Y claro, frente a los conflictos de intereses por subsistir, que los tienen en mayor medida los que menos poseen, el Estado criminaliza más conductas e intensifica el castigo haciendo caso omiso a la crítica del orden económico neo liberal. Por eso los índices de criminalidad se incrementan; la cantidad de procesos judiciales crece desmesuradamente, dando lugar a la conocida sobrecarga procesal que contribuye a hacer inalcanzable la justicia; y la población penitenciaria aumenta. Tal situación pone de manifiesto la relación que existe entre el castigo penal y la desigualdad económica y social, Basta observar que las cárceles latinoamericanas están hacinadas de personas de escasos recursos económicos. Son los excluidos del sistema neoliberal.

Gargarella, R. (Gargarella, 2008) recuerda que existe siempre un problema de imparcialidad cuando la ley es creada sólo por unos pocos y no es producto de un diálogo colectivo equitativo. Ello permite deducir, como lo hace Von Hirsch, citado por Gargarella, que cuando un sector importante de la población ve negadas las oportunidades de subsistencia, cualquier castigo resulta moralmente imperfecto, de ahí que la justicia neo liberal de un Estado neoliberal proteja un orden de cosas intrínsecamente injusto, consecuentemente el castigo penal que impone mediante un proceso penal resulta inmoral. Entonces, el mismo proceso no cumple su finalidad de componer los conflictos, sino los agudiza.

Pavarini, M. (Pavarini, 2012) apunta que a medida que el Estado de bienestar se va reduciendo, se le ve al pobre como un elemento más peligroso, porque la única manera que tiene de sobrevivir es involucrarse en un mercado ilegal y criminal.

El populismo punitivo, entonces, se origina en el neo liberalismo, que es un fenómeno hegemónico a nivel global, en el que se privilegia la libertad económica y de mercado por encima de las demás libertades, afectando la igualdad, y se refuerza por la acción conjunta de la clase política, los medios de comunicación y la opinión pública, esta última manipulada por aquellos, de ahí que la legislación, el proceso y la ejecución penal, pongan de manifiesto un sesgo selectivo y discriminador en perjuicio de los ciudadanos menos favorecidos y más vulnerables.

En esa línea, es manifiesta la interferencia del legislador penal (en principio el Poder Legislativo, pero desde hace algunos años lo es generalmente el Poder Ejecutivo, por delegación de facultades, afectando el principio de reserva de ley penal) en el ámbito funcional del juzgador, estableciendo o aumentando penas privativas de la libertad bastante altas, cumpliendo un rol de reproducción de las desigualdades sociales y la función de proyectar la sensación de disminución de la ansiedad ciudadana por la inseguridad, lo que pretende direccionar el problema hacia los crímenes callejeros contribuyendo a reforzar la invisibilidad de la criminalidad de cuello blanco.

La sociedad debe informarse sobre las verdaderas causas de la criminalidad, que se encuentran en las estructuras económicas y sociales y no en el individuo; a fin de detener ―para después reemplazar― el castigo carcelario y la exclusión que conlleva la cárcel, con su perniciosa cuota de etiquetamiento y estigmatización, que dañan la cohesión social, la cual no se logra con este tipo de castigos.

La prohibición del beneficio de la suspensión de la pena

Para iniciar el abordaje de esta sección es conveniente hacer referencia a que se trata de una institución procesal antigua. En efecto, Maqueda, M. (Maqueda, 1985) da cuenta que en el Derecho de Asilo hebreo; en la Severa interlocutio del Derecho romano; en la Cautio de pace tuenda del Derecho germánico; en las prácticas anglosajonas de la Recognizance for the perce good behaviour; en la Partida N° 7 al final de la Ley 8° del título 31; y en el Derecho Canónico, como la Absolutium ad reincidentiam; la suspensión de la pena existía como medida de indulgencia y clemencia, junto a la amnistía y el indulto.

En todos esos antecedentes históricos se aprecia, asimismo, que el fundamento era la subordinación del castigo al comportamiento, como acostumbraba el añejo derecho sancionador familiar. En otras palabras, se debe preferir la prevención a la represión, lo que no hace el Estado neo liberal.

Foucault, M. (Foucault, 2002) señala que la cárcel tiene un fin económico y reparador a la sociedad, que también resulta lesionada por el delito, por lo que resulta ser, para sus partidarios, la pena ideal. Pero fracasó porque reproduce de manera agravada el sistema de exclusión y violencia social, consecuentemente incrementa la delincuencia al ser estructuralmente improductiva, ya que no disuade ni contra motiva, mucho menos intimida a su huésped.

Ante ello, como afirma Maqueda, M. (op. cit.) hubo de conocerse antes la criminología positivista con sus conceptos de peligrosidad e infalibilidad de la pena, para que surgiera el concepto de la suspensión de la ejecución de la pena, la cual se hizo necesaria al perderse el temor a renunciar a la ejecución de la pena ante la afirmación científica positivista de la relativa moralidad del delincuente, a la cual se le oponían las orientaciones sociológicas de Franz Von Liszt, entre otros.

No obstante este desarrollo histórico que ha tenido el instituto procesal materia de análisis, el Estado peruano lo ha eliminado para determinados delitos, olvidando los fundamentos éticos que supone la suspensión de la pena privativa de la libertad en delitos penados con una corta duración de privación de la libertad y las condiciones personales del infractor.

Una de las manifestaciones en el proceso penal, del populismo punitivo, producto del neo punitivismo, consecuencia nefasta del neo liberalismo, se ha dado con el asunto de la prohibición del beneficio de la suspensión de la pena.

En efecto, en el Perú, el Código Penal establece en el artículo 57° los requisitos para la suspensión de la ejecución de la pena, señalando los siguientes:

1. Que la condena se refiera a pena privativa de libertad no mayor de cuatro años. 2. Que la naturaleza, modalidad del hecho punible, comportamiento procesal y la personalidad del agente, permitan inferir al juez que aquel no volverá a cometer un nuevo delito. El pronóstico favorable sobre la conducta futura del condenado que formule la autoridad judicial requiere de debida motivación. 3. Que el agente no tenga la condición de reincidente o habitual.

El plazo de suspensión es de uno a tres años.

(…) De acuerdo con el artículo 58° del Código Penal, al suspender la ejecución de la pena, el juez impone las siguientes reglas de conducta que sean aplicables al caso: 1. Prohibición de frecuentar determinados lugares. 2. Prohibición de ausentarse del lugar donde reside sin autorización del juez. 3. Comparecer mensualmente al juzgado, personal y obligatoriamente, para informar y justificar sus actividades. 4. Reparar los daños ocasionados por el delito o cumplir con su pago fraccionado, salvo cuando demuestre que está en imposibilidad de hacerlo. 5. Prohibición de poseer objetos susceptibles de facilitar la realización de otro delito. 6. Obligación de someterse a un tratamiento de desintoxicación de drogas o alcohol. 7. Obligación de seguir tratamiento o programas laborales o educativos, organizados por la autoridad de ejecución penal o institución competente. 8. Los demás deberes adecuados a la rehabilitación social del agente, siempre que no atenten contra la dignidad del condenado.

Asimismo, el artículo 59° del mismo Código dispone que si durante el período de suspensión el condenado no cumpliera con las reglas de conducta impuestas o fuera condenado por otro delito, el Juez podrá, según los casos:

  • 1. Amonestar al infractor.

  • 2. Prorrogar el período de suspensión hasta la mitad del plazo inicialmente fijado. En ningún caso la prórroga acumulada excederá de tres años.

  • 3. Revocar la suspensión de la pena.

La suspensión será revocada, conforme lo dispone el artículo 60° del acotado Código, si dentro del plazo de prueba el agente es condenado por la comisión de un nuevo delito doloso cuya pena privativa de libertad sea superior a tres años; en cuyo caso se ejecutará la pena suspendida condicionalmente y la que corresponda por el segundo hecho punible.

Todas estas prescripciones son, más o menos, idénticas en todos los países; sin embargo, la Ley N° 30710, vigente desde el 30 de diciembre de 2017, modifica el último párrafo del pre citado artículo 57° del Código Penal como sigue:

La suspensión de la ejecución de la pena es inaplicable a los funcionarios o servidores públicos condenados por cualquiera de los delitos dolosos previstos en los artículos 384 (Colusión simple y agravada), 387 (Peculado doloso y culposo), segundo párrafo del artículo 389 (Malversación), 395 (Cohecho pasivo específico), 396 (Corrupción pasiva de auxiliares jurisdiccionales), 399 (Negociación incompatible o aprovechamiento indebido de cargo), y 401 (Enriquecimiento ilícito) del Código, así como para las personas condenadas por el delito de agresiones en contra de las mujeres o integrantes del grupo familiar del artículo 122-B, y por el delito de lesiones leves previsto en los literales c), d) y e) del numeral 3) del artículo 122 (Lesiones leves).

La ley ha ampliado la prohibición de la suspensión de la pena para los funcionarios y servidores públicos en cinco delitos; y se ha considerado en la prohibición del beneficio a los condenados por violencia de género y violencia familiar, hasta el nivel de lesiones leves.

En este último caso, para que sea lesión leve en violencia familiar y violencia contra la mujer, la Ley N° 30364 dispone que requiera más de diez y menos de treinta días de asistencia o descanso, o nivel moderado de daño psíquico, según prescripción facultativa, en cuyo caso será reprimido con pena privativa de libertad no menor de dos ni mayor de cinco años, lo cual significa que por este tipo de conductas de mínima lesividad se puede originar una pena privativa de libertad efectiva.

Igualmente, no perdamos de vista que el uso de un automóvil del Estado para asuntos particulares por única vez; el soborno por un monto nimio; el desbalance patrimonial por una cantidad insignificante; entre otros casos de bagatela que pueden darse en la realidad cotidiana y que seguramente se dan, son pasibles de originar una pena privativa de libertad efectiva.

El hecho de tratarse de conductas poco dañosas que han sido seleccionadas por el legislador penal para merecer pena efectiva de cárcel, contrasta con otras conductas que pudiendo merecer también una pena privativa de libertad menor a los cuatro años, sin embargo, continúan con la posibilidad de que los responsables puedan ser beneficiados con una pena suspendida.

Pero más allá de esta selectividad penal que no tiene criterios de razonabilidad en los cuales se sustente, por lo que termina violando el principio de igualdad ante la ley, que toda política criminal debe cumplir, más aún si se trata de introducir normas sancionadoras, restrictivas o prohibitivas; es insólito y preocupante que desde el Estado constitucional, democrático y de derecho siga manifestándose una clara tendencia al uso intensivo de la cárcel, a sabiendas de la sobrepoblación penitenciaria existente, el hacinamiento y la tugurización, como lo señala el Informe Estadístico del Instituto Nacional Penitenciario al mes de febrero de 2018.

Esta prisionización exacerbada que llega en nuestros tiempos a límites insospechados, revela de hecho que en materia de punición la civilización occidental no ha progresado, pues la existencia de la cárcel y el estado en que permanecen los internos en ella, es de raigambre medieval y no resocializa al penado, por el contrario, un padre de familia o un cónyuge que sea sancionado por haber cometido una lesión leve mínima, con quince días de pena privativa de libertad, tendrá ahora que cumplir prisión efectiva, sin considerarse además si lo hizo por primera vez.

La cárcel continúa siendo así el emblema del punitivismo, que lejos de readaptar al penado lo inicia o mantiene en la carrera criminal, debido a que reproduce las condiciones de violencia y exclusión de la sociedad, además de que es irrazonable, en principio, excluir para incluir, esto es, quitar a una persona de la sociedad para resocializarlo.

Esta modalidad de prisionización del neo punitivismo, prohijada por el neo liberalismo, afecta sensiblemente el proceso, en cuya última etapa, la de imposición de la pena, el juzgador debía fundamentar y determinar la pena individual, partiendo de los límites mínimos y máximos de la pena abstracta correspondiente al delito, a los efectos de decidir luego la suspensión de la pena con arreglo a los requisitos antes señalados, así como los presupuestos del artículo 45° del Código Penal peruano, que son las carencias sociales que hubiese sufrido el agente o el abuso de su cargo, posición económica, formación, poder, oficio, profesión o la función que ocupe en la sociedad; su cultura y sus costumbres; los intereses de la víctima, de su familia o de las personas que de ella dependan, así como la afectación de sus derechos y especialmente su situación de vulnerabilidad.

Además de la responsabilidad y gravedad del hecho punible cometido, en cuanto no sean específicamente constitutivas de delito o modificatorias de la responsabilidad, para lo cual, conforme con lo establecido en el artículo 45-A del Código acotado, cuando no existan atenuantes ni agravantes o concurran únicamente circunstancias atenuantes, la pena concreta se determina dentro del tercio inferior y, por debajo de éste, cuando concurran circunstancias atenuantes privilegiadas.

La carencia de antecedentes penales; el obrar por móviles nobles o altruistas; el obrar en estado de emoción o de temor excusables; la influencia de apremiantes circunstancias personales o familiares en la ejecución de la conducta punible; procurar voluntariamente, después de consumado el delito, la disminución de sus consecuencias; reparar voluntariamente el daño ocasionado o las consecuencias derivadas del peligro generado; presentarse voluntariamente a las autoridades después de haber cometido la conducta punible, para admitir su responsabilidad; y la edad del imputado en tanto que ella hubiere influido en la conducta punible; son las circunstancias atenuantes que señala el artículo 46° del Código Penal.

Sin embargo, nada de lo anterior, que está basado en el importante principio de la co-culpabilidad de la sociedad en la comisión del delito, cuando las normas citadas prescriben, por ejemplo, que el juzgador deberá tener en cuenta, al momento de fundamentar el fallo y determinar la pena, las carencias sociales que hubieren afectado al agente; sirve ahora para que la imposición de una pena mínima sea efectiva y evite que el condenado ingrese a la cárcel.

De esta forma, el proceso ya no cumple su finalidad, que es la de componer un conflicto en términos de justicia, porque ya no reconoce que no brinda iguales posibilidades a todas las personas para que su conducta se adecúe a los intereses generales, basados en el respeto al otro, lo que implica no aceptar una responsabilidad parcial en la conducta delictiva, lo cual tendría el efecto de enervar el derecho de castigar que el Estado ejerce en nombre del pueblo.

El análisis crítico que hacemos de la excesiva prisionización que nos trae el neo punitivismo no está encaminado a cuestionar la odiosidad y el reproche social que deben merecer las conductas que afectan el correcto funcionamiento de la administración pública ni, por cierto, las que atentan contra los derechos de la mujer o de la familia; sino a poner de manifiesto cómo el legislador invade el ámbito funcional del juzgador, que es el proceso, para obligarlo a que, en la última etapa de éste, la pena que imponga sea necesariamente efectiva o, dicho de otro modo, eliminando las posibilidades que tiene de hacer justicia como corolario de un proceso justo o debido proceso, con criterio de conciencia y en nombre del pueblo.

La judicatura, entonces, se encuentra encorsetada al no poder decidir por sí misma, en el proceso, conforme a los presupuestos para fundamentar y determinar la pena que debe imponer. Ocurre, lamentablemente, que, en el momento culminante y final del proceso, el juez deja de dirigirlo y debe cumplir con lo que le dice el legislador en algo tan sensible y delicado como es castigar a una persona en nombre del pueblo.

Todo Estado constitucional, democrático y de derecho, tiene un ordenamiento jurídico conformado por normas, principios y valores, de tal modo que aquellas deben estar integradas a éstos cuya consagración se encuentra en el orden constitucional. Así, una norma resultará válida siempre que sea conforma con el sistema de principios y valores democráticos contenido en la Constitución. En el caso sub examen, la norma legislativa afecta el principio constitucional de separación de funciones del poder político y los valores democráticos en los que dicho principio se asienta, como son los de control y balance del poder, a fin de impedir el abuso, la desviación y la arbitrariedad. Recuérdese que todo lo que es irrazonable es inconstitucional, pues el constitucionalismo representa la lucha por controlar el poder.

El legislador no debe disponer, desde afuera del proceso, que la condena a una pena privativa de libertad en determinados delitos sea indefectiblemente efectiva y que la persona condenada no goce del beneficio de la suspensión de la pena si cumple con los requisitos establecidos por el Código Penal, como ocurre con otros delitos. Y no debe hacerlo, en principio, porque la imposición de una pena, su fundamentación y determinación en el tiempo corresponde al juzgador, quien desde adentro del proceso es el único encargado por la Constitución para llevar adelante un proceso penal y decidir todo lo concerniente a dicho proceso con base en lo actuado, esto es, las pruebas aportadas por las partes, que el legislador ignora por no estar vinculado al proceso. Tampoco debe hacerlo porque no es una sana política criminológica, ya que hacer efectiva la pena privativa de libertad significa enviar a personas a la cárcel, cuando éstas se encuentran sobre pobladas, hacinadas y tugurizadas, y ello además no readapta ni resocializa al infractor, sino por el contrario, al reproducir las condiciones de violencia y exclusión de la sociedad, lo inicia o refuerza en la carrera criminal, etiquetándolo y estigmatizándolo.

En materia criminal, corresponde al legislador definir cuáles son o dejan de ser conductas criminales; al juzgador le concierne declarar el derecho determinando la responsabilidad ―en este caso― penal, imponer una pena y asignar, por ende, la condición de criminal a una persona; y al órgano de ejecución penal le compete hacer cumplir la condena impuesta por el juez. Para esto existe el debido procedimiento en sede parlamentaria o congresal, esto es, para la formación y promulgación de las leyes, así como en sede administrativa para hacer cumplir la pena judicial siguiendo el trámite reglamentario; de igual manera el proceso justo o debido proceso en sede jurisdiccional, plena de independencia, imparcialidad y garantías. Así como no es posible que el juez intervenga en la dación de una ley, tampoco lo es que el legislador se entrometa en la imposición de una pena decidiendo ex ante si debe ser suspendida o efectiva, obligándole al juez a someterse a ello.

La exposición de motivos de la Ley N° 30.710

De la revisión de la Exposición de Motivos aparece como ideas rectoras que han dado lugar a la sanción de la ley, (I)“la sensación de impunidad que despiertan los diferentes hechos de violencia contra las mujeres”; (II) “en la mayor parte de casos de violencia contra la mujer e integrantes del grupo familiar, es posible inferir que los hechos volverán a repetirse por la dinámica propia del círculo de la violencia”; (III) “según estadísticas oficiales, los condenados por delitos no graves a penas limitativas de derechos no cumplen con la sentencia impuesta”; (IV) “esta reforma penal retoma una antigua demanda de las organizaciones de mujeres”; (V) “la Recomendación General N° 35 sobre la violencia por razón de género contra las mujeres, del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, de julio de 2017, concretamente en el plano legislativo señala como obligación de los Estados adoptar legislación que prohíba todas las formas de violencia por razón de género contra la mujer y que todas las leyes que constituyan discriminación contra la mujer, en particular aquellas que causen, promuevan o justifiquen la violencia de género o perpetúen la impunidad por esos actos deben ser derogadas”; (VI) “que existen supuestos penales que causan grave alarma social, la lógica comisiva es su reiteración y el nivel de progresión en la agresión contra la mujer es una constante, si es que no se trata psicológica y psiquiátricamente al agresor y a la agredida”; y (VII) “que por razones de prevención general y especial no es adecuado suspender la ejecución de la pena, por lo que la respuesta punitiva debe ser más intensa”.

Analicemos uno por uno los motivos expuestos para sancionar la ley:

  • (I) La sensación de impunidad que despiertan los diferentes hechos de violencia contra las mujeres.

  • Es tan baja la confianza en los órganos del sistema de justicia (Poder Judicial), como lo da a conocer el Informe 2018 de la Corporación Latinobarómetro (p. 50) que su punto más alto fue apenas de 36% entre 1997 y 2006 y el punto más bajo fue de 19% en 2003. En 2014 alcanzó 30% y descendió a 24% en 2018. Hay quince países de la región donde no alcanza a tener la confianza ni de un tercio de la población, tal el caso de El Salvador 14%, Nicaragua 15% y Perú 16%, en el extremo que más confían se encuentran Costa Rica 49%, Uruguay 39% y Brasil 33%.

  • Al mismo tiempo, la violencia es una de las enfermedades más profundas que tiene América Latina. Entre 2016 y 2018, la violencia intrafamiliar hacia las mujeres fue en promedio del 64%, en el último año fue del 26% (Informe Latinobarómetro, p. 57).

  • Teniendo en cuenta estos índices es evidente que la sensación de impunidad no es privativa del tema en cuestión sino de todo hecho violento que es criminalizado y procesado judicialmente. El sistema penal es ilegítimo, ilegal, falso, perverso y alucinante, según Zaffaroni, R. (1998), agrego selectivo y discriminador, de tal manera que la respuesta penal no depende del género sino del poder.

  • (II) En la mayor parte de casos de violencia contra la mujer e integrantes del grupo familiar, es posible inferir que los hechos volverán a repetirse por la dinámica propia del círculo de la violencia.

  • Criminológicamente, las causas de la violencia contra la mujer son la desigualdad de género y la segregación, derivadas de las estructuras sociales patriarcales, que han configurado en el transcurso de la historia usos, costumbres, hábitos, acciones, reacciones, comportamientos, paradigmas y demás actitudes odiosas que preceptúan los roles masculinos y femeninos en relaciones de mando obediencia a favor de los varones, de tal modo que tanto al menor atisbo de resistencia cuanto a la modificación impuesta normativamente, el varón se opone y adopta actitudes defensivas enfatizando esa carga cultural de siglos. Entonces, las preguntas que describen el círculo o dinámica de la violencia, tales como ¿por qué la mujer no denuncia ni deja a su agresor? ¿Por qué si denuncia luego la retira? Para quebrar ese ciclo perverso de violencia y dependencia emocional es necesario que la víctima sea consciente de su situación para que reciba ayuda moral y profesional. La dinámica de la violencia no se rompe con más criminalización ni peor punición. El Derecho Penal no está diseñado para solucionar conflictos. El ejercicio del ius puniendi estatal es un instrumento de castigo. La repetición de los hechos violentos no cesará internando al varón agresor en la prisión. Otras parejas varones reproducirán el mismo patrón conductual. La cárcel no es solución.

  • (III) Según estadísticas oficiales, los condenados por delitos no graves a penas limitativas de derechos no cumplen con la sentencia impuesta.

  • Nuevamente se incurre en el error de la prisionización como panacea de todos los males, pese a reconocer expresamente que se trataría de delitos no graves, es decir, de escasa lesividad. Como no cumplen, entonces hay que afectar su libertad ambulatoria. Lo que demuestra el nulo valor que el Estado democrático, social y de derecho concede al derecho fundamental de la libertad. En lugar de diseñar otro tipo de controles y mecanismos para garantizar el cumplimiento de las medidas limitativas de derechos, se prefiere atentar contra un derecho fundamental, sin necesidad, proporcionalidad ni idoneidad.

  • (IV) Esta reforma penal retoma una antigua demanda de las organizaciones de mujeres.

  • El activismo en ningún caso debe constituir el único fundamento para sancionar una ley, pues en la formación de ésta intervienen otros factores y componentes de diverso tipo.

  • (V) La Recomendación General N° 35 sobre la violencia por razón de género contra las mujeres, del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, de julio de 2017, concretamente en el plano legislativo señala como obligación de los Estados adoptar legislación que prohíba todas las formas de violencia por razón de género contra la mujer y que todas las leyes que constituyan discriminación contra la mujer, en particular aquellas que causen, promuevan o justifiquen la violencia de género o perpetúen la impunidad por esos actos deben ser derogadas.

  • La ley sub análisis es una norma procesal. La normatividad penal prohíbe y castiga la violencia contra la mujer. El hecho de que no existiese antes pena de prisión efectiva para los casos de violencia leve, no significa que se haya estado causando, promoviendo, justificando o perpetuando la impunidad, porque las causas ya sabemos que son culturales, antropológicas; las normas penales castigan y no promueven, salvo las premiales que promueven la delación; desde que penalizaban la violencia no la justificaban; y desde que castigaban los actos no quedaban impunes sino registrados como antecedentes. Entonces, este motivo expuesto no resulta pertinente.

  • (VI) Que existen supuestos penales que causan grave alarma social, la lógica comisiva es su reiteración y el nivel de progresión en la agresión contra la mujer es una constante, si es que no se trata psicológica y psiquiátricamente al agresor y a la agredida.

  • Este motivo expuesto más bien pone al descubierto que el Estado no cumple, como es público y notorio, y está corroborado con el índice de reingresos al penal, que el agresor no recibe tratamiento rehabilitador o reeducador. Pero imaginemos por un instante que un condenado por violencia contra la mujer luego de purgar su condena sale y enfrenta nuevamente la realidad. ¿Se cree que la realidad ha cambiado? No. Los patrones machistas estarán ahí esperándolo, pues el Estado no hace nada efectivo desde el ámbito extra penal.

  • (VII) Que por razones de prevención general y especial no es adecuado suspender la ejecución de la pena, por lo que la respuesta punitiva debe ser más intensa.

  • Una de las finalidades de la pena es la prevención. Si se cumpliera, la criminalidad descendería (prevención general), sin embargo va en aumento; y la tasa de reingresos al penal (prevención especial) se reduciría, sin embargo se incrementa. De ambas situaciones da cuenta el Informe Estadístico 2018 del Instituto Nacional Penitenciario del Perú

El garantismo constitucional del proceso penal

El proceso penal es ―debe ser― una garantía fundamental que el Estado debe respetar, como único medio que asegura el descubrimiento de la verdad y una decisión equitativa, razonable y proporcional. Por ello, además de servir a la persona humana como barrera infranqueable del exceso de poder, sirve también como un dispositivo de autocontrol del Estado, a fin de no incurrir en acciones o decisiones opuestas a los valores democráticos. El proceso penal resulta siendo una especie de registro del cumplimiento o incumplimiento de los preceptos constitucionales, porque en él debe discurrir la tensión entre el poder del Estado y la libertad de la persona.

La técnica cognoscitiva del proceso penal apunta a descubrir y declarar la verdad legal basada en la acreditación de lo fáctico, para imponer al responsable la pena correspondiente, para lo cual no es válido cualquier tipo de realización ni que el Estado proceda sin sujeción a límites, pues ello sería, por irrazonable, inconstitucional.

Así como una norma que permita al Estado investigar a cualquier costo, sería inconstitucional; así también una norma que establezca que para ciertos delitos la pena privativa de la libertad no podrá ser suspendida, resultaría irrazonable por interferir en la función que le corresponde al juzgador y por atentar contra la dignidad humana. En efecto, la actuación estatal en el proceso penal está sujeta a los límites y condiciones impuestos por las normas constitucionales establecidas en pro de su eficacia, como es en el caso materia de análisis la separación y división de las funciones del poder. El Estado debe mantener su interés exclusivamente en componer un conflicto, no así en enviar a la cárcel a los condenados. De ahí que si normas como la criticada en este análisis evidencian esto último, están negando su verdadera finalidad al proceso penal.

Reiteramos que el proceso penal debido y justo debe ser cuidadoso con los derechos fundamentales, en cambio un proceso penal que atropella las garantías, no es idóneo para solucionar los conflictos que erosionan la seguridad integral que el Estado debe cumplir con dar a la población. Por ello, la norma legislativa que prohíbe al juez otorgar el beneficio de la suspensión de la pena privativa de la libertad para ciertos delitos y lo obliga a hacerla efectiva, no procura una seguridad integral sino tan solo una falsa sensación de seguridad para fines propagandísticos.

En este sentido, de acuerdo con Fernández, F. (Fernández Segado, 1994) el proceso judicial en general y el proceso penal en particular se han constitucionalizado, lo que quiere decir que el orden axiológico de la Constitución, conformado por el sistema de valores que vincula directamente a los tres poderes del Estado, debe encontrar su manifestación en la vigencia real de los derechos fundamentales, los cuales ante una violación hallan la posibilidad de ser tutelados y amparados por medio del proceso.

A partir de esta premisa, si el Perú ―y todos los países de la región― se han constituido como un Estado democrático y de derecho, como lo establecen las respectivas constituciones políticas, deben protegerse la libertad, la justicia, la igualdad, entre otros valores superiores del ordenamiento jurídico, razón por la cual la ley que prohíbe (al juez penal) otorgar el beneficio de la suspensión de la condena a los responsables de ciertos delitos, que es materia de análisis crítico en este artículo, no solo perturba el proceso al negar su finalidad de que el juzgador llegue finalmente a un resultado de composición del conflicto con equidad, sino también está afectando el cumplimiento de la misión a cargo del Estado y apartando al ordenamiento jurídico de su relación con esos valores.

Dicha ley, por ende, no está legitimada por sí misma, esto es, por provenir del órgano legislativo del Estado con arreglo al procedimiento establecido al efecto, sino que debe realizar su legitimación si y solo si resulta ser un medio para cumplir con los fines que la Constitución expresa como valores. Si así fuere, entonces, la ley manifestará la categoría axiológica del Derecho.

A este respecto, el artículo 1° de la Constitución Política del Estado peruano consagra el fin supremo de la sociedad y del Estado en el respeto a la dignidad de la persona humana. Como en cualquier otra constitución demo liberal.

La significación de este enunciado es grandiosa, quiere decir que la dignidad de la persona humana es un valor supremo que preside toda la pirámide jurídica y política, exigiendo garantía para el mejor desarrollo del hombre. Por tanto, la acción política de dar leyes, aplicarlas al caso concreto y hacerlas cumplir, no serán actos legitimados si es que no se fundamentan en la Constitución material.

De ahí que todos los derechos humanos proclamados constitucionalmente se deben a la misión estatal de facilitar el desarrollo integral de la persona humana, que su dignidad exige, como ha quedado dicho líneas arriba, deponiendo cualquier impedimento que problematice o niegue su logro.

La impronta de lo expuesto anteriormente no es que los derechos fundamentales, como el de la igualdad ante la ley, el debido proceso y la tutela jurisdiccional efectiva, que en el caso de la ley que prohíbe (al juez penal) otorgar el beneficio de la suspensión de la condena a los responsables de ciertos delitos, que es materia de análisis crítico en este artículo, son solamente derechos frente al Estado, sino fundamentalmente un medio de integración objetiva entre el Estado y el pueblo, no una muralla, antes bien, un vínculo intenso que expresa un sentido cultural de la vida en una nación, como recuerda Rudolf Smend citado por Segado, F. (op. cit.)

Conclusiones

El ius puniendi es una praxis de ejercicio del poder de castigar que busca mantener el statu quo. Lo hace a través del proceso de criminalización, esto es, definiendo conductas (proceso de definición); asignando responsabilidad penal e imponiendo penas (proceso de asignación o rotulación); y ejecutando las penas impuestas (proceso de ejecución).Formalmente se trata de una clásica separación y división de las funciones del poder político en un Estado democrático y de derecho, encargadas al órgano legislativo, judicial y ejecutivo; sin embargo, en el fondo, es un mecanismo de control y dominación del grupo dominante que tiene el poder del Estado, que lo ejerce contra las clases marginales, vulnerables y desfavorecidas económicamente, situación que acusa la criminología crítica.

El ejercicio del poder en cada una de esas fases está sometido al debido proceso en el caso del ámbito jurisdiccional; y al debido procedimiento parlamentario y administrativo en el caso de los ámbitos congresal y ejecutivo, respectivamente.

La criminología, que postula la prevención de la criminalidad una vez que ha establecido sus causas, por considerarla mejor que la mera represión, peor si es con la aplicación de la pena privativa de la libertad, es de prevención primaria cuando se aplica a la generación de conductas criminales debido a las injustas estructuras económicas, a la desigualdad y exclusión sociales, así como a la definición penal de dichas conductas; es de prevención secundaria cuando vela por un debido proceso o un proceso justo, a fin de que la persona humana no sea objeto de persecución penal arbitraria por las agencias policial, fiscal y judicial del sistema de control formal; y es de prevención terciaria cuando está encaminada a su readaptación y resocialización durante el cumplimiento de la pena.

En el caso de la prevención primaria, se ve que al órgano legislativo le compete decidir, en nombre del pueblo, cuáles conductas son criminales y perseguibles por el sistema de control penal. Ergo, le concierne también decidir cuáles conductas dejan de ser criminales y perseguibles. Igualmente le incumbe decidir la pena abstracta (mínimo y máximo).

En la prevención secundaria, le atañe al juzgador decidir en el marco del debido proceso, quién es responsable e imponerle la pena individualizada, dentro de los parámetros normativos establecidos por el órgano legislativo. De igual manera tiene la facultad de suspender la ejecución de la pena, por ser este instituto un mecanismo criminológico alternativo de prevención, pues en determinados casos, por la condición personal del agente infractor y la corta duración de la pena, entre otros factores, es previsible que el efecto resultará mejor que el resultado carcelario en la persona condenada.

Lamentablemente, el ius puniendi, que debe ser ejercido sólo en los casos más graves ―última ratio― es ejercido cotidianamente, en cualquier caso, debido al neo punitivismo, en virtud del cual se afectan los derechos y libertades fundamentales que el sistema axiológico de la Constitución Política consagra.

Estamos afrontando en la actualidad, una legislación penal intervencionista, que restringe el rol del juez en el proceso, la cual nos ha hecho transitar de un derecho penal liberal o garantista, a un derecho penal liberado de los límites y garantías, que han dado lugar a términos nunca antes conocidos y que ahora son lugar común de la legislación penal, tales como, inflación penal, expansionismo penal, hipertrofia del derecho penal, derecho penal simbólico, panpenalismo, populismo punitivo, entre otros.

Asimismo, proceden del neopunitivismo las expresiones más restringidas de los derechos fundamentales en el proceso penal, originándose un quiebre de los fundamentos axiológicos de la jurisdicción penal, sin justificación razonable alguna. Este talante metastásico, exaltado y eufórico del derecho penal ha afectado a la judicatura y al proceso, porque encorseta al juez en su misión neoliberal de aplicar el derecho penal omnímodamente, afectando también los cánones penales clásicos para aplicarlos a las políticas de prisionización a más situaciones que no justifican una pena privativa de la libertad efectiva.

Este neo punitivismo, del que deriva el populismo punitivo cuando hay utilización de la opinión pública en materia penal con fines político electorales, es hijo del neoliberalismo, que entroniza la libertad económica por encima de las demás libertades humanas, originando más desigualdad entre los hombres, que son excluidos hacia los márgenes del clientelismo penal. Por ello, cuando la forma de castigar cambia, como aquí ocurre con el uso intensivo y extendido de la cárcel efectiva a que se ve obligado a aplicar el juez por imperio de una ley irrazonable, es porque la estructura misma de la sociedad ha cambiado. Esto confirma la premisa acerca de la fuerza centrífuga que el neo liberalismo ejerce sobre las personas carenciadas en una suerte de separación punitiva.

En épocas de neoliberalismo el Estado tiene pocos espacios para arrogarse el bienestar de sus ciudadanos, por eso recurre al alegato punitivo para legitimarse. Así, la limitación de las medidas de individualización de la pena, en lo que consiste la ley materia de análisis en el presente artículo, se logra a través de medidas para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas. El escenario que traen consigo estas modificaciones normativas es que lo estándar es que los condenados cumplan la pena impuesta en la sentencia, y, por el contrario, que la suspensión de la ejecución de la pena es un absurdo.

En consecuencia, estas medidas normativas de orden limitativo al impedir los sanos efectos prácticos de la individualización de las penas, principalmente la suspensión del cumplimiento efectivo de las mismas; están negando la finalidad del proceso penal, que es la de componer un conflicto intersubjetivo de intereses en equidad y propender a la resocialización del infractor, el que de ingresar a un centro penitenciario a cumplir su pena, quedaría etiquetado y estigmatizado ad perpetuam e iniciaría su carrera criminal debido al carácter criminógeno que tiene la cárcel.

El análisis efectuado nos revela un entusiasmo infundado en el objetivo de luchar contra la violencia de género endureciendo las penas, que en criminología contemporánea se conoce como fervor punitivo. Empero, esta pasión por punir conductas -cada vez más duramente- para desterrarlas, tiene un efecto contrario, cual es el de estimular más conductas violentas contra la mujer. La situación problemática se mantiene, sin mejoras. Contreras, J. (Contreras Ugarte, 2019) afirma que no se debe errar en creer que criminalizando al hombre por razón de su sexo, se puede resolver un problema que reside en la estructura social; y pretender corregir la violencia de género solo a través del aumento de las penas y del endurecimiento de las normas procesales, estableciendo tratos privilegiados es absurdo y lo único que origina es una esperanza vana sobre un resultado imposible de alcanzar por esa vía.

La violencia contra la mujer se origina y proyecta durante toda la vida, a través de los mass media, la publicidad, las películas, la escuela y las costumbres en el comportamiento. Nada de esto le interesa modificar al Estado.

Se mantienen las estructuras sociales merced a la mala educación de la población. Contrariamente, con una buena educación, el ser humano se empodera, aprende, puede estar en desacuerdo, indaga y cambia. En suma, es libre e independiente.

Las políticas criminales no deben ser únicamente penales. El Derecho Penal es última ratio. Lo que no conozca la conciencia a través de la educación, no penetrará nunca mediante el mayor castigo. La realidad es diáfana, no hay motivo para continuar aplicando pseudo soluciones penales, salvo que se desee perpetuar los problemas sociales

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Nota: La elaboración del artículo es obra únicamente del autor

Recibido: 07 de Noviembre de 2018; Aprobado: 18 de Enero de 2019

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