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Revista de la Facultad de Derecho

versión impresa ISSN 0797-8316versión On-line ISSN 2301-0665

Rev. Fac. Der.  no.41 Montevideo dic. 2016

https://doi.org/10.22187/rfd2016212 

Los imperativos culturales como garantía de los derechos del inmigrante

 

Cultural imperatives as guarantee for immigrants’ rights

 

Imperativos culturais como garantia de direitos dos imigrantes

 

DOI: http://dx.doi.org/10.22187/rfd2016212

 

Emilia Mª. Santana Ramos

Profesora Doctora del Área de Filosofía del Derecho. Facultad de Ciencias Jurídicas. Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (España). esantana@dcjb.ulpgc.es

 

Recepción: 15/08/2016

Aceptación: 10/10/2016

 

Resumen: Desde este trabajo se estudian los niveles de garantía que permiten la posibilidad de que el inmigrante pueda expresarse libremente sobre cualquier tema, sobre sus creencias, y en general, se valora si el inmigrante en su situación, puede actuar conforme a la cultura identitaria que le vio nacer y en la que ha ido conformando su personalidad. La tesis que defiende este trabajo es que esa función de la identidad cultural en el proceso de construcción de la personalidad del inmigrante constituye parte del derecho a la libertad que la ley natural reconoce. En este sentido, la construcción de la personalidad individual a través de la cultura identitaria es predicable de cada cultura e individuo, no siendo exclusiva de las culturas inmigrantes, de cualquier inmigrante en cualquier cultura. Pues, de forma general, cuando la sociedad receptora consciente o inconscientemente bloquea la cultura identitaria de la sociedad inmigrante, se constituye en el principal e insalvable escollo para éstos, que les limita y obstruye el camino hacia una determinación cultural propia.

 

Palabras clave: inmigrante, cultura identitaria, personalidad, autonomía, libertad

 

Abstract: This paper studies the guarantee levels that enable immigrants to express themselves freely on any topic, on their beliefs, and in general, it assesses whether immigrants, as such, are able to act  according to the identity provided by the culture into which they  were born and which has shaped their personalities. The premise argued herein is that this role of cultural identity in the  process of construction of immigrants’ personality is part of the right to freedom acknowledged by natural law. To that effect, the construction process of individual personality by means of the identity culture is predicable of each culture and individual, of any immigrant in any culture, and is not restricted solely to immigrant cultures, any immigrant in any culture. Thus, conscious or uncounscious obstruction of the  identity culture of immigrant communities by host societies, generally becomes the main insuperable obstacle for such communities, limiting and hindering their path towards their own cultural determination.

 

Keywords: immigrant, identity culture, personality, autonomy, freedom

 

Resumo: Este níveis de garantia de papel que permitem a possibilidade de que o imigrante pode expressar-se livremente sobre qualquer assunto, suas crenças são estudados e, em geral, se o imigrante é valorizado em sua situação, pode agir de acordo com a cultura de identidade Eu o vi nascer e na qual ele moldou sua personalidade. Defende a tese de que este trabalho é que o papel da identidade cultural no processo de construção da personalidade do imigrante é parte do direito à liberdade reconhece que a lei natural. Neste sentido, a construção da personalidade individual por meio da cultura é a identidade previsível de cada cultura e individual, não sendo exclusivo de culturas imigrantes, de qualquer imigrante em qualquer cultura. Bem, em geral, quando a sociedade de acolhimento consciente ou inconscientemente bloqueando a cultura de identidade da sociedade do imigrante, que constitui o principal e obstáculo intransponível para eles, limitando-os e obstrui o caminho para uma determinação cultural.

 

Palavras-chave: imigrantes, identidade cultura, personalidade, autonomia, liberdade

 

Planteamiento

 

Una de las premisas por las cuales un individuo pueda entender su entorno cercano seguro y cómodo en una adaptación a la vida social en general, debe partir, en principio, porque se sienta no solamente libre, sino respetado en sus valores, en sus costumbres, en definitiva, en su cultura identitaria. Esta premisa, cobra un significado especial cuando se habla de inmigrantes. Por cuanto, el inmigrante se encuentra ubicado en un entorno cultural difícil en el que su cultura identitaria puede sentirse oprimida en algún sentido, aun de manera inconsciente, por la cultura dominante. Verdaderamente puede afirmase, que un individuo se siente protegido cuando no es tratado con desconsideración y comprueba que la sociedad en que vive y desarrolla su vida, respeta sin recelos la cultura identitaria que le es propia por cuestión de nacimiento y en la que ha ido forjando su propio ser individual. De esta manera, se podrá comprobar que el inmigrante desarrolla su personalidad sin miedos, eliminando las indeseables situaciones de inseguridad en el desarrollo de su vida. Así, puede entenderse que un inmigrante se siente ciertamente protegido cuando no se coloque culturalmente en una posición inferior frente a la cultura mayoritaria receptora.

 

La función de la cultura identitaria

 

La función de la cultura identitaria con vistas a la construcción de la personalidad del individuo no es, desde luego, privativa del inmigrante. Así, lo entiende Ara Pinilla, cuando reconoce que “cumple también una función específica, por el mero hecho de existir y cualquiera que sea su contenido axiológico, como soporte de la personalidad del individuo” (Ara, 2014, 130). En este sentido, la cultura identitaria se constituye como base constructora de la personalidad del inmigrante, y así parece ser apoyado también por Laura Miraut cuando afirma que:

el libre desarrollo de la personalidad del inmigrante presupone el respeto a su identidad cultural. El inmigrante ha ido construyendo su personalidad en un determinado contexto cultural. Su cultura le ha proporcionado el marco para la conformación de su modo de ser. Su identidad individual es inconcebible al margen del entorno cultural en el que se ha ido gestando su personalidad. Este proporciona una cierta seguridad sobre cuya base cobran sentido sus juicios y decisiones fundamentales. La misma decisión de trasladar su residencia a una sociedad diferente en busca de un mayor nivel de vida es una decisión sustentada en un determinado fundamento cultural (Miraut, 2005, 55).

No obstante, puede afirmarse que la cultura identitaria cumple esa misma función en el caso de los miembros originarios de la sociedad de acogida. Siendo, por tanto, una función aplicable a cualquier individuo (Carrithers, 1995, 12). Una función que no permite sin embargo establecer a priori jerarquías entre los individuos por la pertenencia a una cultura identitaria o a otra. Porque, como bien se ha dicho, la diversidad “no hace de un hombre un ente superior o inferior a sus semejantes” (Zea, 1998, 197). Se afirma entonces desde este trabajo, que esta función identitaria de la cultura, cobra una relevancia especial en el caso de la población inmigrante, dadas sus circunstancias particulares, frágiles y vulnerables frente a la sociedad receptora. Por cuanto, el inmigrante debe sentir respetadas sus exigencias identitarias, de lo contrario, puede experimentar una muy preocupante situación de vacío y de despersonalización que provoca efectos desastrosos en el crecimiento personal del individuo afectado y la sociedad que le rodea. En este sentido, hay que tener en cuenta que la identidad cultural del individuo, también lógicamente del inmigrante, no es desde luego una identidad absolutamente estática. Se va modificando paulatinamente. En ocasiones de manera muy rápida, sobre todo, cuando se produce una convivencia de culturas en un mismo territorio que terminan influyéndose entre sí, generando situaciones de mestizaje cultural. En otras ocasiones, cuando se trata de grupos más homogéneos, de forma más lenta pero igualmente efectiva (Cárdenas Gutiérrez, 2007, 315 y ss.). De todos modos, puede constatarse como el individuo también modifica su propia identidad cultura a través de su sistema de relaciones personales. No hay, pues, un sistema de valores y creencias inmutables que se aplican al individuo a la hora de formar su personalidad (Baumann, 2001, 143). El grupo social en el que se inserta la vida del individuo contribuye en muy buena media a moldear esa misma identidad cultural. Y es que, como ha afirmado Charles Taylor, “el que yo descubra mi propia identidad no significa que yo la haya elaborado en el aislamiento, sino que la he negociado, en parte abierto, en parte interno, con los demás…mi propia identidad depende, en forma crucial, de mis relaciones dialógicas con los demás” (Taylor, 1993, 55). Así, el responsable de esa identidad cultural es, el grupo social al que hemos hecho mención porque no puede circunscribirse exclusivamente la responsabilidad de la cultura identitaria del individuo a su entorno familiar. Esto se debe a que la interrelación en el ámbito estrictamente familiar viene marcada por lazos genéticos y los patrones que nos pueden servir para extraer la información resultarían en este sentido, muy reducidos.

 

La importancia de la cultura identitaria en la autonomía del individuo

 

El nivel de autonomía que adquiere cada sujeto no es el resultado automático de la educación y de la relación social con los demás miembros y de su propia familia, sino también en muy amplia medida, el de la acción del entorno social en el que se mueve la citada familia y que impulsa a los progenitores a alcanzar un determinado nivel en la educación de sus hijos. La educación constituye así un muy relevante factor de relación entre identidades culturales que, en principio, no parecen coincidentes, debiéndose evitar el peligro de caer en situaciones de imperialismo cultural. De modo que el contacto entre las distintas identidades culturales se hace patente también en el mismo hecho de la convivencia en sociedad con sus semejantes, en los distintos ámbitos de actividad del individuo. Evidentemente el inmigrante entra en contacto, ante todo, con individuos que comparte los presupuestos de la cultura dominante, y ello contribuirá a moldear un nuevo sentido de su identidad cultural. Ello no es en principio preocupante si se trata de un proceso de influencias mutuas entre la cultura mayoritaria y las culturas minoritarias, de un proceso natural en el que ninguna de las culturas que entran en relación se encuentra expuestas a situaciones de opresión en las que los individuos que comparten los presupuestos culturales minoritarios se ven disminuidos en sus posibilidades de ejercitar esos mismos presupuestos o ven devaluada o ridiculizada la cultura concreta con la que en mayor medida se identifican. Una vez asumida la función de la cultura identitaria como soporte básico de la construcción de la personalidad individual, la cuestión es determinar cuál es el valor que puede verse en peligro y en todo caso, qué habría que salvaguardar por la acción de esos mecanismos de relación intercultural. Por lo cual, esa situación de peligro que ciertamente cabe, es muy probable que se produzca dado el diverso peso de las diferentes culturas identitarias en un mismo territorio, a lo que hay que añadir la especial situación de vulnerabilidad en la que se encuentra el inmigrante por su condición, en principio, ajena al grupo social en el que tienen lugar tales mecanismos de relación intercultural. Se hace pues presente, en este sentido, el valor superior que representa la autonomía individual. La autonomía individual constituye el presupuesto de cualquier sistema abiertamente democrático, abiertamente libre. De modo que no cabe hablar de libertad ni de democracia cuando la decisión colectiva es fruto de la voluntad de individuos que se encuentran dominados por otros. Se requiere que ese acto de voluntad sea la manifestación directa del individuo, una proyección de su propio modo de ser en libertad. Es verdad que ese modo de ser encuentra su soporte fundamental en la cultura identitaria del individuo, que es la que proporcionará seguridad y certidumbre en la formación de sus juicios y opiniones. Pero tampoco debe por ello quedar el individuo condenado a unos determinantes inamovibles que eliminen la posibilidad de configurar una personalidad autónoma, independiente de las creencias y costumbres que sirvieron de base a su formación. No hay personalidad sin una cultura identitaria detrás. Pero esa cultura identitaria no debe servir de lastre, sino que, por el contrario, debe constituir un instrumento para la mejor puesta en marcha de las potencialidades del individuo, que finalmente le permiten constituirse como un ser diferente a los demás. Es importante que esas diferencias personales se proyecten o tengan por lo menos posibilidad de proyectarse en la toma de decisiones relevantes para la realización de sus propios intereses. Si pensamos que la cultura identitaria no debe obstruir, sino estimular el modo de ser del individuo, lo mismo habría que decir de la acción de los mecanismos de relación intercultural, en los que se ve inmersa la existencia del individuo. Es una cuestión que, como decíamos, afectará de manera particular al inmigrante, que por su singular situación se encuentra especialmente expuesto a sufrir distintas formas de opresión cultural. Se da incluso, con cierta frecuencia, el caso del inmigrante que, para evitar encontrarse en situación de desigualdad social, olvida su cultura identitaria y se somete a la cultura y las costumbres propias del país de acogida, para así no sentirse discriminado. El resultado es lógicamente caer en otra discriminación. La discriminación de quien se siente forzado por un ambiente cultural opresivo al hacer dejación de su propia identidad cultural. La salvaguarda de la autonomía personal del inmigrante constituye, en este sentido, un principio que habría que instaurar como meta sociopolítica de los Estados acogentes. Constituirlo así en guía para la puesta en práctica de cualquier política pública de diversidad cultural. Es un principio, que tendrá diferentes proyecciones en los diversos ámbitos en que se desarrolla la actividad del inmigrante. Su aplicación requerirá, en cualquier caso, de la consideración de las circunstancias personales de cada inmigrante en particular, porque tampoco cabe pensar que todos los inmigrantes responden en sus condiciones y circunstancias a un género común absolutamente homogéneo. Esta consideración de la autonomía individual como criterio de valoración de las políticas públicas de la diversidad cultural, se encuentra expuesta a la crítica de quienes absolutizan la idea de la función de la cultura identitaria, como determinante de la construcción de la personalidad. Esta tesis debe ser desde luego matizada. La cultura identitaria no permite producir individuos en serie, idénticos unos a otros. Tampoco es lógico que se intente llegar a una situación semejante. La cultura identitaria constituye el soporte de la construcción de la personalidad de los distintos individuos, pero precisamente de los individuos como seres distintos e independientes unos de otros. No conviene tampoco evitar las relaciones interculturales, que sin duda provocan un cierto desprendimiento del peso de la cultura identitaria matriz. De lo que se trataría es que no haya opresión cultural, que no exista ejercicio del dominio de unas pautas de comportamiento y creencias sobre otras. Salvada esta situación, lo que es ciertamente difícil, por cuanto la relación intercultural se produce entre culturas identitarias con un diferente peso específico y que virtualmente pugnan por imponerse abiertamente sobre las demás. Entra en juego la idea de que el diálogo intercultural, resultaría no sólo beneficioso, sino incluso imprescindible, para la consecución del objetivo último que representa la realización del individuo como un ser autónomo y libre, culturalmente hablando. De este mismo modo, la compatibilidad entre el respeto a las culturas identitarias y las exigencias que impone la opción por la autonomía individual, ha sido valiosamente destacada por Ara Pinilla en estos términos, cuando defiende que:

La cultura y autonomía no son entidades disyuntivas, ni mucho menos excluyentes, al contrario son entidades que se implican necesariamente en la medida en que no cabe ejercicio alguno de la autonomía que no se enmarque en unas concretas coordenadas culturales (la cultura como sede ineliminable de la autonomía). Otra cosa es pensar que en su dimensión ideal el ejercicio de la autonomía debiera estar liberado de cualquier condicionamiento, y también desde luego de los condicionamientos culturales. Pero la dimensión real del problema no puede escamotear su planteamiento estrictamente realista dirigido a garantizar las mejores condiciones posibles (también desde una perspectiva cultural) para hacer más autónomas las decisiones relevantes del individuo (Ara, 2003, 281).

La cultura identitaria representa, como vemos, un papel de primer orden en la construcción de la personalidad del individuo. Esa cultura identitaria se encuentra expuesta a múltiples influencias que vienen, sobre todo, dadas por la relación del individuo con otros individuos, que tienen presupuestos culturales diferentes. Se trata entonces de conseguir que los mecanismos establecidos para preservar las exigencias inherentes a la cultura identitaria del individuo en su relación con los demás miembros del grupo social, mantengan en su horizonte la finalidad ideal que supone la realización del individuo como ser independiente y autónomo. Los distintos obstáculos que encuentra esa realización del denominado objetivo ideal, se hacen particularmente visibles en el caso del inmigrante. Es por ello, que habrá que ser extremadamente cuidadoso en el hecho de que las acciones públicas no desvíen su atención del objetivo último en sí, que debiera estar encaminado a guiar la puesta en marcha de las políticas culturales más aceptables y convenientes para cada individuo y su desarrollo personal dentro de su propia cultura identitaria base o matriz. En este sentido, se observa la necesidad de acentuar el reconocimiento cultural del inmigrante, de eliminar las situaciones de discriminación cultural en las que con mucha frecuencia se encuentran inmersos; y de llevar a cabo un planteamiento respetuoso. Siempre que, lógicamente, no se produzca con ello un daño relevante a terceros, sobre todo con respecto a las actitudes del inmigrante que pudieran constituir proyecciones inmediatas de sus presupuestos culturales identitarios.

 

Autonomía y reconocimiento cultural

 

Ya hemos comprobado que la inseguridad es uno de los elementos que pueden interferir a la hora que el individuo desarrolle su personalidad en el entorno que le es propio. Para superar esa situación de inseguridad es conveniente que el sujeto se sienta cómodo en su grupo social. En este sentido, el concepto de integración responde a esa ubicación del inmigrante como un miembro más de la comunidad social, comprometido con la idea de progreso y bienestar de la misma, que en último término habrían de redundar en su propio beneficio personal. En muchas ocasiones, la misma integración lleva consigo la idea de la asimilación a la cultura dominante del país de acogida. Queremos decir con ello, que ya el mismo término conlleva la obligación de integrarse o ajustarse a las formas y vivencias del territorio que le acoge. Esto lleva a pensar que los seres humanos que provienen de otros territorios o naciones tengan la imperativa “obligación” de asumir culturas que, en principio, no son ni siquiera parecidas a las suyas, y en cuyo marco ha ido formando su propia personalidad. Pudiendo resultar una acepción perniciosa para la mejor realización del postulado que supone el libre ejercicio de la personalidad del inmigrante. Muchos entienden que las personas extranjeras que se sirven de las condiciones de acogida en el país receptor tienen, como contraprestación, el deber de asimilar las costumbres y modus vivendi de dicho territorio; de lo contrario, se les supone un peligro para la unidad y la soberanía. Un buen ejemplo, es la tesis de la reciprocidad en la relación entre población inmigrante y población de la sociedad receptora, que sostiene Giovanni Sartori, señalando que:

el que una diversidad cada vez mayor, y por tanto como, radical y radicalizante, sea por definición un enriquecimiento es una fórmula de perturbada superficialidad, porque existe un punto a partir del cual el pluralismo no debe y no puede ir más allá; y mantengo que el criterio que gobierna la difícil navegación que estoy narrando es esencialmente el de la reciprocidad, y una reciprocidad en la que el beneficiado (el que entra) corresponde al benefactor (el que acoge) reconociéndose como beneficiado, reconociéndose en deuda (Sartori, 2001, 54).

Entonces, la cuestión, a la sazón, es determinar cuál es el comportamiento que ha de mantener el supuestamente beneficiado, ese inmigrante, en definitiva, para así corresponder a la generosidad del benefactor. Giovanni Sartori aplica en este punto la lógica de la reciprocidad, advirtiendo de las consecuencias negativas en términos de rechazo y marginación que provocará la no prestación del comportamiento debido al benefactor. Así, señala que “entrar en una comunidad pluralista es, a la vez, un adquirir y un conceder. Los extranjeros que no están dispuestos a conceder nada a cambio de lo que obtienen, que se proponen permanecer como extraños a la comunidad a la que entran hasta el punto de negar, al menos en parte, sus principios mismos, son extranjeros que inevitablemente suscitan situaciones de rechazo, de miedo y de hostilidad. Idea representada en el típico dicho inglés “la comida gratis, no existe”. ¿Debe y puede existir una ciudadanía gratuita concedida a cambio de nada? Desde el punto de vista de Sartori, no. El “contraciudadano” es inaceptable” (Sartori, 2001, 54-55). De este modo, se trataría, en definitiva, de pedirle al inmigrante que a cambio de los beneficios que recibe en la sociedad receptora, se olvide de sus propios presupuestos culturales, para así asimilarse sin más en sus comportamientos y manifestaciones externas a las exigencias que impone la cultura dominante. Por lo cual, las consecuencias de esta actitud; y llegado el punto de no respetar la cultura identitaria del inmigrante hasta el extremo de exigirle cumpla con un contrato social sinalagmático, conllevaría reconocer que estaríamos alterando todo el ciclo de vivencia del inmigrante. En consecuencia, si una persona pierde su identidad, puede perder con ello su razón de ser, de existir o, su mayor razón para respetar la identidad cultural del otro. Desde esta visión, se puede comprobar cómo en muchas ocasiones es el propio Estado quien crea la situación de diferenciación, ubicando a los inmigrantes en una escala diferente a la de los ciudadanos originarios de la sociedad de acogida. Se remarca así al inmigrante su condición de inferioridad, para a continuación, ofrecerle como única posibilidad de escape, esa incómoda situación provoca despersonalizársele completamente a través de la ejecución de una táctica de asimilación a unos presupuestos culturales que muchas veces ni siquiera es capaz de comprender. La sociedad en la que se enmarca un sujeto es el caldo de cultivo apropiado para su crecimiento personal. De ahí, que sea necesaria la preservación de la cultura identitaria del inmigrante en el grupo social al que se adscribe. Máxime si se pretende que disponga del abanico de posibilidades reales que conformen sus valores, para así poder elegir su proyecto de vida y su sistema de integración social al medio en que se desarrolla. La pretensión de asimilar sin más al inmigrante a las exigencias culturales de la sociedad receptora supone, de inicio, privarle del sostén de su autonomía personal. Pasando con ello a convertirle en un elemento despersonalizado al servicio de la realización de las necesidades y los planes de vida ajenos. Es decir, el inmigrante no sólo debe aspirar a tener los mismos derechos que los sujetos que pertenecen al grupo dominante, sino que además aspira a poder llevar a cabo sus propias costumbres, lo que le da el sello de auténtica identidad. En realidad, cuando reivindica el respeto a sus costumbres, a sus creencias y a sus modos de ser identitarios, el inmigrante está simplemente reclamando el ejercicio de su derecho a la identidad cultural, que es un derecho común a todos los individuos pero que, en su caso, como sujeto integrante de una determinada minoría cultural, se proyecta en unas pretensiones específicas en torno incluso, a los derechos humanos que le son exigibles. En este sentido, Asís Roig considera que el lugar de nacimiento no debe tener importancia para el reconocimiento de los derechos humanos del individuo. El inmigrante, sería entonces titular en igualdad de condiciones del derecho a la identidad cultural, y el reconocimiento de su cultura propia sería la consecuencia directa del ejercicio de ese derecho, que en definitiva es un derecho de carácter universal (Asís, 2004, 57). Del mismo modo, la multiculturalidad debe ser asumida como una parte más de los derechos de ese inmigrante si deseamos que pueda desarrollar libremente su personalidad en el país de acogida. Es decir, el abanico cultural que se le ofrezca al inmigrante debe contener las exigencias inherentes a su propia cultura, no sólo para que se sienta seguro, sino para que la oferta que le garantiza el Estado de acogida, sea completa. La cuestión está, en cómo se puede proteger y fomentar una cultura identitaria, que, en principio, nos es ajena. Los poderes públicos han de reconocer esa vertiente cultural, que debe respetarse y reconocerse en las políticas que busquen implementar un desarrollo cultural plural, abierto y compartido. Desde ese punto de partida, la gestión del respeto y la tolerancia social pasa por admitir el valor intrínseco de las distintas culturas identitarias que conforman cualquiera de las sociedades modernas.

 

Reconocimiento de la cultura identitaria

 

Resulta difícil estimar el valor que supone el reconocimiento de la cultura identitaria para los inmigrantes. Todo dependerá, en principio, de la fortaleza de cada uno de ellos para vivir en un entorno social que pueda resultar más o menos agresivo a las creencias y modos de ser que dan fundamento a su personalidad. Lo que resulta evidente es que el no reconocimiento de los valores identitarios como la lengua, la educación, la religión, las costumbres, entre otros, distanciará más al inmigrante de la sociedad de acogida. Llegando a entrar, incluso, en sociedades muy restrictivas, previsiblemente, en una situación de aislamiento y desprotección. En este sentido, esta falta de protección como respuesta al no reconocimiento y respeto a su cultura identitaria minaría las posibilidades de desarrollo personal en la sociedad que supuestamente desea integrar al inmigrante. Consiguiendo efecto contrario al deseado. Es por ello, que la búsqueda de una solución a ese efecto vendría dada por la acción de las instituciones. De modo que se convencieran de velar por el reconocimiento de esa cultura identitaria, que se plasma sobremanera en el derecho del inmigrante a ser diferente por una razón de su propio interés, por cuanto su cultura identitaria le ayuda a crecer personalmente. Y es que, si las instituciones reconocen la cultura identitaria del inmigrante haciéndola suya en cierta manera, la sociedad de acogida no manifestaría desconfianza hacia aquello que en principio ella misma contempla como diferente, tolerable y habitual. Un argumento que suelen esgrimir los grupos sociales mayoritarios del país de acogida es precisamente el temor a ser invadidos culturalmente, a perder las señas de identidad de su propia cultura identitaria. En este sentido, no cabe duda que algunas prácticas realizadas en la aplicación de los principios particulares de determinadas culturas identitarias, pueden atentar directamente contra los principios rectores de la vida social. Por cuanto de forma general las sociedades establecen normas mínimas de convivencia que deben limitarse, en este sentido, a la defensa de exigencias de dignidad e integridad personal de los individuos de la sociedad en general. Pues de lo contrario, se estarían usando como excusa para restringir el acceso de los inmigrantes a su propia cultura identitaria. Hacemos referencia, por ejemplo, a la ablación del clítoris, práctica que en la actualidad se sigue llevando a cabo en algunas sociedades al ser entendidas como presupuesto histórico de una manifestación cultural identitaria. Este argumento que llama la atención sobre una actitud lesiva contra el ser humano y a todas luces injusta y deplorable, y no constituye un argumento suficientemente poderoso para concluir automáticamente con el rechazo a las sociedades multiculturales (Marcos, 2009, 235-256). Hay que decir, en este sentido, que el rechazo a ese hábito, de las sociedades receptoras de inmigrantes en cuya cultura la ablación del clítoris resultaba aceptada socialmente, ha provocado que en sus propios países se modifiquen las normas que permitían ese tipo de hábito social. Es por ello que, en muchas ocasiones se afirma que la inexistencia de reconocimiento de los derechos humanos ha favorecido la adopción de prácticas tan aberrantes como la que anteriormente comentamos. Pues esa percepción de los miembros de la sociedad de acogida frente a los peligros de dichas prácticas se derrumba cuando se constata que precisamente en las sociedades que suelen ser elegidas por el inmigrante como sociedades de destino se articulan fuertes mecanismos de protección nacional e internacional de los derechos humanos. Desde una perspectiva lógica, la integración real de los inmigrantes en el país de acogida necesita como mínimo del reconocimiento que supone su persona como ser humano, con los derechos que le corresponden por esa misma condición universal. Esa integración, en principio, podrá hacerse valer cuando al inmigrante se le hace sentir partícipe y protagonista de los progresos del país de acogida. Porque con esa participación en los diferentes estamentos de la vida social, su encaje en la sociedad receptora resultará más efectivo y real, propiciando que el propio inmigrante reconozca también, llegado el caso, las bondades que pudieran tener también los rasgos fundamentales de la cultura hegemónica en la sociedad de acogida, o se plantee cuando menos un juicio crítico al respecto, dentro de un marco de colaboración y cooperación ciudadana. Es precisamente por ello, que una de las formas principales que tiene el valor de la cultura para expresarse, será la de unificar criterios valorativos que identifiquen en mayor o menor medida a la comunidad social con carácter general, sin menoscabar las tradiciones de los inmigrantes en el país de acogida, invitándoles, no precisa y exclusivamente a asimilar ciegamente los presupuestos de la cultura dominante, sino a considerar a esos mismos presupuestos como un elemento a conocer por su parte, para así poder tener una opinión más informada y libre sobre las cuestiones más relevantes en relación a su propia vida personal. Cuanto más identificado esté el inmigrante con respecto a los derechos y obligaciones que le corresponden en el país de acogida mayor será desde luego su integración. Pero esa identificación con las obligaciones no podría nunca ser una identificación con la obligación de asimilar de manera automática y ciega su modo de ser a las exigencias impuestas por la cultura mayoritaria. Aunque deba, como el resto de los ciudadanos, tender a identificarse con el grupo en la obligación de contribuir con su esfuerzo y su trabajo al progreso de una sociedad que le reconoce sus derechos, entre ellos, el derecho a la identidad cultural. Este derecho emana de forma vinculante, principalmente, de una actitud de respeto y de reconocimiento por parte de todos a la función que la cultura identitaria “del que llega”, del que se incorpora a una sociedad o grupo ya instalado; del inmigrante, y que, cumple la misión de soporte del largo proceso que conlleva su desarrollo personal. La posible inseguridad que pueda tener el inmigrante en el país de acogida será saldada con la responsabilidad que tienen, no sólo los gobiernos de los Estados, sino también en general, la comunidad social en torno a su participación como individuo, permitiéndole en este sentido, ser un sujeto activo dentro del grupo que puede expresar y desarrollar su personalidad específica sin el temor a verse rechazado. Es, en definitiva, una responsabilidad pública que tiende a salvaguardar, junto a la libertad material de acción del individuo, en este caso del inmigrante, la posibilidad de sentirse confiado y seguro en las decisiones que pudiera adoptar y las acciones que puede esperar de su entorno. Por otro lado, la desconfianza que en los miembros de la sociedad de acogida genera la creación de situaciones nuevas, es decir, de comportamientos que dan respuestas a costumbres y tradiciones que históricamente resultan inherentes a la relación entre el individuo y la sociedad, debe ser superada con la expectativa de que en la variedad cultural está la elección acertada. La actitud abierta al reconocimiento del valor de la cultura identitaria de quienes en principio nos resultan ajenos es así una actitud en último término beneficiosa, no sólo para los intereses del inmigrante, sino también para los miembros originarios de la sociedad de acogida. En este sentido, puede afirmarse que será siempre más rica la personalidad de los individuos si el conocimiento de las demás culturas les permite eliminar la presencia de conflictos culturales y la asunción crítica del valor de su propia cultura. En esta misma línea, la tesis del reconocimiento cultural ha sido sostenida principalmente por Charles Taylor argumentando que el daño efectivo que produce al individuo la falta de reconocimiento. Señala, en este sentido, que:

nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste; a menudo también, por el falso reconocimiento de otro, y así un individuo o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una autentica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, degradante o despreciable de sí mismo. El falso reconocimiento o la falta de reconocimiento puede ser una forma de opresión que aprisione a alguien en un modo de ser falso, deformado y reducido (Taylor, 1993, 43).

Una negativa abierta al reconocimiento cultural generaría un daño psicológico, no material, pero que no por ello menos relevante y lesivo. La consideración de la incidencia del daño que produce la falta de reconocimiento o el falso reconocimiento cultural habrá de partir de la idea de la cultura identitaria como soporte de los juicios y valoraciones del individuo, entendiendo que éstos perderían toda su firmeza y seguridad en el momento en el que fallara el soporte sobre el que se sustenta su formación. En este sentido, en una expresión desgarrada del desencuentro que significa el no reconocimiento, afirma Taylor que:

dentro de esta perspectiva el falso reconocimiento no sólo muestra una falta de respeto debido. Puede infligir una herida dolorosa, que causa a sus víctimas un mutilador odio a sí mismas. El reconocimiento debido no sólo es una cortesía que debemos a los demás: es una necesidad humana vital (1993, 98-99).

No se trata, pues, de que con la política de reconocimiento se ha de postular el igual valor intrínseco de todas las culturas identitarias. Se trata simplemente de afirmar que todas ellas tienen un valor relevante como soporte de la personalidad individual, y que ese valor relevante puede quedar sustancialmente disminuido, cuando el individuo no encuentra una actitud de respeto por parte de la mayoría de la sociedad en la que se encuentra ubicado a sus propias exigencias culturales. Hay que advertir que, para el inmigrante, la mayor parte de las veces, el estar en un país que no es el suyo, no ha sido una decisión calculada y elegida; y que aun siéndolo, se encuentra inmerso en una sociedad diferente y culturalmente diversa respecto de la suya. Donde su identidad cultural puede chocar frontalmente con las propias aspiraciones que la sociedad acogente tiene en torno al trato que ha de recibir y las expectativas que cumplirá hacia los inmigrantes. Por lo demás, la propia valoración de una cultura identitaria requerirá también un cierto punto de vista aproximado a ella, porque es muy difícil que se lleguen a apreciar adecuadamente las bondades de una realidad cuyas claves de funcionamiento nos resultan por completo ajenas (Taylor, 1993, 98-99). En este sentido, Charles Taylor aboga por una presunción del valor intrínseco de las culturas que han sobrevivido durante un largo tiempo manteniendo la esencia de sus notas tradicionales. Es, desde luego, una presunción que sólo vale y puede mantenerse en tanto que no haya prueba en contrario, lo que queda muy claro en sus propias palabras:

deseo sostener aquí que esta suposición posee cierta validez; no obstante, lejos está de no ser problemática, y además exige a algo parecido de un acto de fe. En calidad de hipótesis, la afirmación es que todas las culturas que han animado a sociedades enteras durante un periodo considerable tienen algo importante que decir a todos los seres humanos… cuando digo que esto es una suposición quiero decir que se trata de una hipótesis inicial que nos permitirá aproximarnos al estudio de cualquier otra cultura (1993, 98).

En todo caso, ese carácter de presunción no impide que cómo tal presunción, desarrolle su papel imponiendo la necesidad de preservar el reconocimiento por parte de las mayorías culturales de las diferentes culturas identitarias. Y es que, conforme señala este mismo autor:

si sostener esta presunción equivale a negar la igualdad; y si de la ausencia de reconocimiento se derivan consecuencias importantes para la identidad de un pueblo, entonces es posible establecer todo un argumento para insistir en que se universalice esa presunción como una extensión lógica de la política de la dignidad; y así como todos deben tener derechos civiles iguales e igual derecho al voto, cuáles quiera que sean su raza y su cultura así también todos deben disfrutar de la suposición de que su cultura tradicional tiene un valor (Taylor, 1993, 100).

En definitiva, el daño que produce la falta de reconocimiento o el falso reconocimiento de la cultura identitaria de cada individuo, en especial cuando se trata de individuos que pertenecen a minorías culturales, no es sólo la constatación de un hecho, sino que tiene en la obra de Charles Taylor un específico fundamento teórico que aquí se ha determinado plasmar o aproximar a una idea básica en torno a la presunción de lesión al inmigrante ante el no reconocimiento o falso reconocimiento de su identidad cultural. Por su parte, y atisbando que pueda tener bastantes puntos en común con esta última tesis, la de la profesora Añón Roig, también hablará de una presunción de valor de las culturas, con el carácter no obstante limitado que caracteriza a toda presunción. Así, señala que:

la hegemonía de una cultura sobre otras u otras a las que infravalora, invisibiliza o fagocita, se considera como una situación de injusticia. De ahí se desprende una presunción en virtud de la cual toda cultura es valiosa, en principio en tanto que potenciadora de identidad y de humanidad, por cuento todas las culturas han contribuido a hacer algo, a dar un sentido a la vida de los seres humanos. Ahora bien, esta es una presunción que admite prueba en contrario y sólo indica que podemos reconocer valor o considerar que todas las culturas tienen valor para los seres humanos (Añón, 2001, 229-230).

Puede entonces deducirse que son dos cuestiones diferentes las que entran en valoración. Por un lado, el significado valioso de la cultura identitaria de cada individuo como soporte de su personalidad, en particular de las culturas identitarias de los individuos propensos a sufrir situaciones de opresión cultural, como es el caso de los inmigrantes. Por otro lado, el juicio que se pueda tener acerca del carácter en sí mismo valioso de la cultura identitaria de que se trate. La primera valoración es un informe, tiene un carácter universal, porque la cultura identitaria juega esa función valiosa para todos los individuos, aun cuando en relación a quienes sufren situaciones de opresión cultural exija un esfuerzo concreto su restablecimiento por parte de las políticas culturales que emprendan los poderes públicos. La segunda valoración es una valoración diferente, porque las culturas identitarias son distintas, tiene un contenido normativo muy diverso, que además puede entrar en colisión con el contenido normativo de otras culturas identitarias que convivan en un mismo espacio territorial.

 

La función libertad de la identidad cultural

 

La primera valoración de las culturas identitarias apunta a la función que cumple el respeto de sus presupuestos fundamentales para la formación de la personalidad. Hay que tener en cuenta en todo caso que la confrontación cultural que se produce en el ámbito territorial de la sociedad de acogida puede conducir a una influencia negativa sobre el desarrollo de la personalidad del inmigrante, en cuanto puede éste ver devaluadas las características y notas distintivas consonantes de la cultura identitaria propia que entra en relación con las demás culturas identitarias. Se trataría, en este sentido, de buscar que de esa confrontación cultural no resulte este efecto negativo implicando para ello la activación de políticas públicas de la diversidad cultural destinada a restablecer el equilibrio que pudiera romper la hegemonía de la cultura identitaria de los miembros originarios de la sociedad receptora. En este sentido, la libertad se contempla como una libertad social. Es la libertad que se da en un determinado marco social, condicionada en su realización por la acción de distintos elementos sobre la base del entendimiento de que debe ser también respetuosa con la libertad de los demás. Está claro que el hombre es un ser social por naturaleza, y esto significa que para realizarse como persona necesita a los demás. Por sí mismo podría sobrevivir en soledad, pero no podríamos hablar de vida, en sentido estricto, sino de supervivencia. Y la búsqueda de la autonomía individual no puede perder de vista el carácter necesariamente social del desarrollo de la vida del individuo. Por cuanto este sacia sus necesidades únicamente en sociedad. Utiliza al grupo social para satisfacer sus necesidades y apetencias. Así, la consideración de la autonomía presupone a su vez la de la consiguiente ubicación del individuo en un entorno social. Para Will Kymlicka el mundo moderno está formado por lo que denomina culturas societales, donde se englobarían todas las funciones del individuo, que incluirían no sólo las actividades de la vida pública sino también la vida privada, de manera que la elección individual “depende de la presencia de una cultura societal, definida por la lengua y la historia”, subrayando que “la mayoría de las personas se sienten fuertemente vinculadas con su propia cultura” (2001, 21). Así defiende que “es necesario relacionar la libertad individual con la pertenencia a una cultura”, porque “el valor liberal de la libertad de elección tiene determinados prerrequisitos culturales y por tanto estas cuestiones de pertenencia cultural deben incorporarse a los principios culturales”(Kymlicka, 2001, 21). No existiría, por tanto, una contradicción necesaria entre el respeto a las exigencias que imponen los derechos de las minorías y la realización de la libertad, porque ésta se enmarcaría precisamente en un determinado entorno social en el que los individuos necesitan restablecer la situación de equilibrio cultural que les permita aprovechar el papel que cumple la cultura identitaria como instrumento para la formación de la personalidad. Así puede concluir Kymlicka, señalando que “los derechos de las minorías no son sólo consistentes con la libertad individual, sino que en realidad pueden fomentarla” (2001, 21). Se deduce entonces que la dimensión social del desarrollo autónomo del inmigrante implica, lógicamente, la necesidad de que el grupo social en el que él mismo se inscribe adopte una actitud favorable a la integración, asumiendo que “tanto desde el punto de vista económico como social la integración de los emigrantes no puede plantearse nunca como una especie de carrera de obstáculos o como una tarea ulterior que cae sobre los hombros de estas poblaciones”(Martínez, 1997, 280). Pues parece ser que esa actitud favorable se proyecta de manera especial en el cumplimiento de los deberes que impone el reconocimiento cultural del inmigrante, porque, como bien ha señalado Will Kymlicka , “la pertenencia cultural tiene un alto perfil social, puesto que afecta a la forma en la que los demás nos perciben y nos responden, lo que a su vez modela nuestra identidad”(1996, 128). Puede por tanto afirmarse que los ataques o los menosprecios de la cultura identitaria de los inmigrantes se manifiestan así como ataques o menosprecios al propio inmigrante, porque éste resulta inevitablemente devaluado en su autoestima por la visión que los miembros originarios de la sociedad de acogida puedan tener de sus presupuestos culturales básicos. Por su parte, Kymlicka mantenía que, sin duda:

el respeto a sí mismo de la gente está vinculado con la estima que merece su grupo nacional; si una cultura no goza del respeto nacional, entonces la dignidad y el respeto así mismo de sus miembros también estarán amenazados (1996, 129).

Por lo cual, se puede establecer que el reconocimiento cultural por parte de los miembros originarios de la sociedad de acogida constituye en este sentido, un prerrequisito imprescindible de la autonomía individual del inmigrante, pero es un prerrequisito que debe entenderse en un marco más amplio que comprende también la realización de otras operaciones culturales cuya responsabilidad corre lógicamente a cargo de la sociedad receptora. Lo entiende en este sentido, Ara Pinilla cuando defiende que no podemos concebir la autonomía individual sin vincularla a la cultura identitaria del sujeto, y por otra parte, la realización plena de la autonomía per sé es una utopía, porque el individuo está fuertemente influenciado por el entorno en el que desarrolla su existencia, no sólo el entorno cultural, sino también el entorno político, económico, etc., (2003, 282). Y esto hace que sus decisiones personales no sean completamente libres. En todo caso, se hace imprescindible la realización de un programa de desarrollo de la autonomía que tienda a hacer más real su presencia en el individuo. Pues, según el autor, la realización de las exigencias que impone la autonomía depende de tres factores principales (Ara, 2003, 282):

• el conocimiento (el individuo debe conocer para poder elegir).

• el discernimiento (debe saber sopesar las consecuencias de cada una de las opciones que pueda elegir).

• la autoestima del sujeto (si no valora sus propias decisiones lo anterior no servirá de nada).

Por lo cual, de la suma de estos tres valores dependerá la posibilidad de hacer más efectiva la autonomía individual. La diversidad cultural, no obstante, debe coincidir en determinados puntos, para que la reivindicación tenga éxito; ya que si cada uno de los grupos, por separado, es capaz de identificarse con esas reivindicaciones, será más fácil lograr la meta. Como ejemplo podemos hablar de la importancia que cobra la circunstancia de que España sea un país aconfesional y por tanto no deban existir signos religiosos preponderantes. Así, esto ha provocado la retirada de símbolos religiosos de las escuelas y centros públicos. Medida que no fue solicitada exclusivamente por grupos minoritarios que profesan otras religiones diferentes a la cristiana, sino incluso por grupos cristianos, no afectos al catolicismo. Pero, se ha de tener en cuenta que para alcanzar el punto anterior en otras cuestiones, es necesario por un lado, que el Estado se implique ofreciendo toda la información posible acerca de los diversos grupos y culturas existentes en los distintos puntos geográficos, ya que esto servirá para que los grupos contrarios a esas ideas controlen su ansiedad y no perciban el problema de una forma agresiva. Por otro, serviría también para “escuchar” y valorar críticamente de manera constructiva los usos y costumbres de esos otros grupos culturales (Ara, 2003, 283-287). La razón es que en ocasiones la animadversión hacia otras culturas les impide conocer la realidad de las mismas, y estos grupos hegemónicos funcionan, en gran medida y a nivel social, a la hora de la verdad, a base de leyendas y rumorología negativa hacia ellas. En principio, la muestra objetiva de los contenidos normativos de otras culturas identitarias es la mejor herramienta para evitar los conflictos. Pues, en muchas ocasiones, se rechazan otras costumbres sin saber qué significan para los individuos de origen. En la mayor parte de las veces, una vez que se sabe su significado, disminuye la ansiedad y se tiende a ser más tolerante con ellas. Esto sucede, muy en particular, siempre y cuando el reconocimiento de esas costumbres sea recíproco. Cuanta más información se posea, más contrastes de pareceres habrá y más libre será la adopción de la decisión del individuo. Por lo demás, también se mostrará más receptivo el individuo hacia las costumbres que proyectan las culturas identitarias que él en total libertad, decide no asumir como propias, pero respetarlas. Se pronuncia a tal respecto Laura Miraut cuando señala que:

cabe esperar de la reflexión crítica comúnmente asumida sobre el valor de las distintas opciones culturales reconocidas una mayor aproximación entre las conductas y situaciones que unos y otros consideren aceptables o inaceptables, o, por lo menos, una mejor comprensión del sentido que estas conductas y situaciones adquieren en un determinado contexto cultural (2008, 59).

Como hemos comentado anteriormente, los grupos sociales cerrados en ambos sentidos, es decir, los grupos que no son permeables a la influencia de ningún factor externo, tienden a rechazar de una forma irracional cualquier otra variante cultural. Además, sus líderes se encargarán normalmente de hacer que las diferencias culturales sean cada vez más pronunciadas e incluso ligarán el seguimiento de determinadas costumbres a hechos penados por la ley de su propio sistema. El discernimiento es una cualidad que admite grados, pero para ser autónomo hacen faltan unos mínimos datos que le permitan conocer las diferentes opciones y qué consecuencias derivarán de la elección de alguna de ellas. Derivado de esto, el individuo debe tener el mayor conocimiento posible de las distintas ofertas culturales y así alcanzar una suficiente capacidad para discernir adecuadamente los elementos positivos que pueda encontrar en cada una de ellas mediante el contraste con el contenido normativo propio de su cultura identitaria originaria. Los elementos descritos no llevarán en ningún caso a la realización de la autonomía del individuo, si el sujeto no dispone de los medios de subsistencia fundamentales para que pueda disponer de todo su tiempo y energía con miras al desarrollo de su personalidad. Porque es obvio que, si el individuo no tiene cubiertos unos mínimos indispensables para el desarrollo de las actividades de la vida diaria, difícilmente podrá dedicarse a pensar cuál es la mejor opción que en cada momento se le presenta al desarrollo personal. O al menos, se le dificulta notoriamente la subsistencia vital, lo que conllevaría no tener energías ni voluntad de cuestionar su crecimiento personal y afirmar su identidad cultural en beneficio de ese crecimiento personal. Básicamente, y tal y como afirmara Ara Pinilla, estos derechos sociales son la condición sine qua non para el ejercicio en las debidas condiciones del desarrollo de su personalidad (2003, 287-295).

 

Conclusiones

 

El entorno cultural determina en amplia medida el desarrollo de la personalidad del individuo según el esquema social tasado por la comunidad en la que se inserte su estadio vital. El inmigrante entra en necesario contacto con la sociedad acogente que le marcar cotas a sus elecciones personales y le impide con ello su crecimiento personal individual y su correcta integración cultural. Las relaciones con los demás, son una elección individual del sujeto, pues de facto, debe ser él quien seleccione los elementos que conformarán su identidad, y esto lo hará en función de los valores que extraiga del aprendizaje social y de lo que se supuestamente se espera de él. Cuando un sujeto se encuentra en situación de inferioridad respecto a los demás, como puede ser el caso de los inmigrantes, el desarrollo de su personalidad estará condicionado plenamente a lo que opine el resto y no a su propio criterio, puesto que éste puede llegar casi a desaparecer, si la sociedad en la que reside estipula separaciones dramáticas de su propia cultura y le obliga a elecciones vinculantes de que abandone la identidad cultural propia y asuma la del Estado acogente. Esta actitud taxativa de la sociedad de acogida, provocaría una pérdida paulatina de autoestima y autodeterminación. Y esta pérdida o falta de autoestima provocada por los propios poderes públicos al no reconocer las señas de identidad del grupo al que pertenece el individuo, o bien al resaltar en exceso las del grupo mayoritario como el ejemplo a seguir, lesiona derechos inalienables del ser humano a elecciones básicas de forma de vida y personalidad. Es por ello que no se pueden cerrar los ojos ante esta responsabilidad por acción de quienes por su condición de autoridad pública debieran encargarse de crear las mejores condiciones para que se hiciera realidad el desarrollo autónomo del individuo, de todos los individuos de la sociedad. Para evitar las consecuencias de esto, las instituciones públicas, las legislativas y la sociedad política en general deben tratar de gestionar la educación de los sujetos en un ámbito de diversidad cultural y de tolerancia al diferente. De este modo, tanto los que pertenecen al grupo mayoritario como los demás se verán reconocidos en los modelos que la sociedad les ofrece para el desarrollo de la personalidad, repercutiendo en un beneficio para la sociedad en general. Una forma de evitar el ostracismo cultural, por parte del Estado, consistiría en distribuir equitativamente todos los medios de promoción cultural de los grupos que conformen la sociedad, en propiciar el reparto proporcional que les permita acceder a sus señas de identidad de igual modo que los individuos que pertenezcan al grupo de referencia. Ciertas cualidades o capacidades del individuo, son necesarias para la consecución del objetivo que representa el libre desarrollo de su personalidad, y hay que tener en cuenta que sólo se pueden desarrollar en el entorno social y para ello, han de ser integrados en el grupo. En caso contrario, ahogaremos cualquier intento del individuo por autoafirmarse como persona. El deber fundamental del Estado, en este sentido, consistirá en que no se produzca esa despersonalización. Para ello, será imprescindible que las políticas públicas de inmigración tomen como referencia fundamental la necesidad de producir la mejor realización posible de la autonomía individual del inmigrante. Y también que reconozcan la función trascendental que cumple la cultura identitaria como soporte de la personalidad. Para con ello, evitar así, que haya situaciones de falta de reconocimiento cultural que deriven en el perjuicio de la autonomía individual de quien no comparte los presupuestos fundamentales de la cultura dominante en el ámbito geográfico de la sociedad receptora. Estas son condiciones mínimas necesarias para garantizar el mayor respeto posible al principio de autonomía individual. Así, las políticas de la diversidad cultural incrementarían, desde luego, su eficacia, si se hiciera al conjunto de la sociedad plenamente consciente del objetivo que con ellas se persigue. Conviene por ello que no sólo se tomen las medidas culturales referidas, sino que, además, se expongan pública y razonadamente, de modo que el establecimiento de estas medidas sea una política garantizadora de derechos sociales y en beneficio de todos, intentando así un mayor grado de autonomía individual del inmigrante que redunde en beneficios sociales generales de la sociedad común. Esa información y promoción de esta política provocaría a la vez, la mejor aceptación de las políticas culturales por parte de los miembros originarios de la sociedad receptora, y garantizaría una mayor satisfacción por parte de la población inmigrante. Una efectiva garantía de que la sociedad debe asumir estas políticas resultaría una ineludible responsabilidad propia dentro del Estado de bienestar que defiende el actual Estado de Derecho en la mayor parte de los países acogentes y cumpliría con las expectativas mínimas de quienes han decidido acceder a la sociedad receptora en búsqueda de un mejor futuro. Además, puede derivarse en un beneficio para el crecimiento y desarrollo de la sociedad común e igualitaria que conformarán los ciudadanos, procedan o no de una misma cultura identitaria natural.

 

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