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Revista de la Facultad de Derecho

versión impresa ISSN 0797-8316versión On-line ISSN 2301-0665

Rev. Fac. Der.  no.40 Montevideo jun. 2016

 

La idea de una autoridad democrática


The Idea of a Democratic Authority


Ricardo Marquisio Aguirre

Profesor Adjunto de Filosofía y Teoría General del Derecho (Facultad de Derecho-UDELAR). Magister en Ciencias Humanas-Filosofía Contemporánea (FHCE-UDELAR).
rmarquisio@gmail.com

Recepción: 01/04/2016
Aceptación: 03/05/2016


Resumen: ¿Tiene una sociedad organizada derecho a prescribir reglas de conducta que creen para los ciudadanos un deber moral de obediencia hacia ellas y puedan ser impuestas coercitivamente? ¿Es la democracia especial en cuanto a la justificación de tal derecho? Contestar afirmativamente ambas preguntas requiere formular, como en un ideal regulativo de democracia, una propuesta de justificación de la autoridad democrática. Una concepción de la autoridad democrática tiene que proporcionar un argumento que supere las objeciones básicas contra la autoridad política, planteadas de modo paradigmático por el anarquismo filosófico. Y debe hacerlo de un modo tal que la justificación de la autoridad sea específicamente democrática, es decir, mostrando que el procedimiento de decisión en condiciones de igualdad política puede prestar al ciudadano un servicio específico, inaccesible a cualquier otra forma de ejercicio del poder político. Los objetivos de este trabajo son explicitar algunos de los problemas teóricos que plantea la democracia como autoridad política, presentar comparativamente algunas de las propuestas contemporáneas más influyentes de justificación y concluir en una idea básica de la autoridad democrática.

Palabras clave: autoridad democrática; autonomía moral; democracia; filosofía política; filosofía del derecho


Abstract: Does an organized society have the right to prescribe rules of conduct that create for the citizen a moral duty of compliance with them and can be enforced coercitivily? Is Democracy special about the justification of that right? To answer affirmatively both questions requires to formulate, as a regulative ideal of Democracy, a proposal of justification of Democratic Authority. A conception of Democratic Authority has to give an argument that overcome the basic objections against political authority, paradigmatically posed by philosophical anarchism. And must do it in a way that the justification of authority be specifically democratic, that is to say, showing that the decision procedure under conditions of political equality is able to serve the citizen in a specific manner, not available to any other form of exercising political power. The purposes of this paper are to make explicit some theoretical problem of Democracy as political authority, to pose comparatively some of the most influent contemporary proposals of justification and to conclude with a basic idea of Democratic Authority.

Keywords: democratic authority; moral autonomy; democracy; political philosophy; jurisprudence


Introducción

Las sociedades requieren la continua adopción de decisiones colectivas. Para ello, establecen procedimientos e instituciones y atribuyen a ciertas personas la última palabra a la hora de decidir. En este sentido, la democracia es fundamentalmente una vision sobre cómo debe ser adoptada la decision colectiva: por procedimientos que permitan que los resultados sociales respondan sistemáticamente a las preferencias que expresen los afectados, siendo el voto el mecanismo típico para asegurar esa clase de respuesta. La idea de una democracia que carezca de un sistema electoral diseñado con ese objetivo resulta un sinsentido (Goodin, R., 2005). Si atribuimos a la igualdad política un valor fundamental –todos deberíamos, en principio, tener impacto e influencia en las decisiones que nos afectan como individuos y como miembros de una comunidad– podemos caracterizar a la democracia como un método de decision donde el procedimiento tiene un valor en sí mismo y constituye el fundamento o, al menos, el límite del poder politico. En una democracia, las políticas públicas y los funcionarios que las llevan adelante se determinan por voto popular directo o indirecto y ese aparece como su rasgo más característico e irreductible. Sin embargo, la identificación del componente procedimental como esencial da paso a una serie de disputas normativas vinculadas a si el método democrático es el mejor mecanismo o, incluso, si resulta en absoluto apropiado para guiar por las mejores razones al poder politico (Cunningham, F., 2002,15). Existen criterios sustanciales para valorar las decisiones, además del procedimiento por el cual han sido adoptadas. La sustancia de las decisiones son sus resultados, es decir, los estados de cosas que ellas generan en el mundo social y que se pueden discutir desde distintos parámetros valorativos (intereses, derechos, concepciones de justicia social, bien común) e instrumentales (¿son las decisiones tomadas el mejor medio para llevar a cabo el fin que invocan quienes las adoptaron?). Cuando introducimos estos stándares será inevitablemente discutible la idoneidad del voto popular para cumplir con ellos. Es una cuestión normativa abierta si la democracia está, considerados todos los aspectos y circunstancias relevantes, en mejores condiciones de cumplir con las exigencias sustanciales de las decisiones que otras formas de gobierno existentes o hipotéticas.

Tratándose la democracia de un concepto socialmente contestado, no hay un concepto verdadero de ella y sí muchas concepciones que compiten sobre su mejor interpretación 1. Una herramienta conceptual valiosa a la hora de clarificar la discusión normativa es la noción de ideal regulativo, que hace referencia a las instituciones democráticas desde una cierta articulación de los valores específicos que pueden identificarse en ellas, buscando una atribución común de sentido que opere como parámetro de justificación. Se trata de un expresión que proviene de Kant y hace referencia a conceptos que no son realizables (al menos en su plenitud) en instancias particulares pero que, sin embargo, tienen un rol consistente en establecer ciertos estándares para el ejercicio de la razón y marcar el rumbo de una determinada práctica o actividad, operando como un argumento contra su abandono o reemplazo. La relación de una práctica con un ideal regulativo que se plantea como su justificativo no es de medios a fines. Mientras que los medios se emplean para obtener fines que (es razonable pensar que) pueden ser alcanzados, un ideal regulativo se presenta como irrealizable. Sin embargo, resulta posible y pertinente discutir como sería en la realidad su (imposible) realización. (Emmet, D., 1994). Se trata, en palabras de Martí, de «un horizonte normativo hacia el que debemos tender en la medida de lo posible» (Martí, J. L., 2006, 25). Consiste, por tanto, en un estado de cosas que podemos anticipar como deseable o correcto, una especie de ser aspiracional. El ideal regulativo define aquello a lo que debemos aspirar a partir de las instituciones existentes y permite pensar a la democracia en términos de gradación y mundos posibles que se acercan en mayor o menor medida al horizonte planteado. Una de las cuestiones centrales de la teoría normativa de la democracia es el problema de su autoridad. Pero este tema no se puede resolver con independencia de otras cuestiones fundamentales como el valor intrínseco o instrumental del método democrático, o las obligaciones morales del ciudadano en una sociedad que lo adopta. Cualquier propuesta de solución requiere, entonces, la formulación de un ideal regulativo que brinde respuestas coherentes a estas interrogantes. En particular, se requiere atender a la totalidad de aspectos involucrados en la decisión política. La idea de una autoridad democrática plantea la necesidad de articular diversos sentidos de legitimidad (que afectan a la democracia precisamente porque se trata del ideal que apela a todos ellos): la fuente de la autoridad (quién decide), el procedimiento (cómo se decide) y la sustancia (qué se decide) (Martí, J. L., 2006; Marquisio, R., 2014).

Autoridad: teórica, práctica

Mientras que el corazón de la idea de autonomía es ubicar a la propia voluntad racional como fuente de una decisión, lo central en el concepto de autoridad es la aceptación del juicio o criterio de otro por encima del de uno mismo, ya sea en el plano de las creencias o en el de la acción. En el primer caso hablamos de autoridad teórica y en el segundo de autoridad práctica. Alguien se vuelve una autoridad teórica por ser experto en un campo determinado y resultar, por tanto, confiable a la hora de establecer como son las cosasen ese campo. Alguien se constituye en autoridad práctica cuando está en condiciones de proporcionar directivas que constituyan buenas razones para que otro actúede determinada manera 2. En el plano teórico, las razones para aceptar la autoridad son evidentes: vivimos en un mundo natural y social cuya complejidad es tan vasta que no podemos confiar en que nuestro propio criterio será suficiente para respaldar la veracidad de todas las creencias que podamos llegar a sostener. En múltiples áreas tenemos la necesidad de confiar en el criterio de otras personas, tomando como verdaderas o, al menos, plausibles sus informaciones. Sería irracional negar que, en las sociedades contemporáneas, cada uno de los individuos resulta menos competente que otros en casi todos los temas y ello es inherente a la división del trabajo y la consiguiente compartimentación del conocimiento especializado. Si no dependiésemos en buena medida del conocimiento de otros tendríamos muchas menos creencias que las actuales. La gran mayoría de nuestras creencias tiene origen externo, por lo que sí, epistémicamente, confiamos en nosotros mismos también tenemos que confiar en otros. Un ideal de «autosuficiencia epistémica» o «egoísmo epistémico extremo», es decir, el punto de vista de una persona que rehúsa a tomar el hecho de que alguien mástiene una creencia como una razón para sus propias creencias y pretende que estas descansen exclusivamente en sus propias razones (aquellas directamente adquiridas), no resulta razonable por el grado en que limitaría las posibilidades cognoscitivas del sujeto que lo adoptare (Zagzbsky, L. T., 2012) En el caso de la autoridad teórica, su valor depende por completo de que quien alega la experticia en un determinado tema, la posea en forma efectiva. Resulta claro que ningún ser racional debería creer o actuar sobre la base de la opinión teórica de alguien cuando sabe que ésta es equivocada. Aunque el meteorólogo me anuncie que en este momento está lloviendo en Montevideo, no resulta racional creer que realmente está lloviendo y, en consecuencia, tomar un paraguas para cruzar la calle, cuando puedo constatar mirando por la ventana que hay un sol radiante y no se aprecia ninguna nube en el cielo (Shapiro, S., 2002).

En el plano práctico o de la acción la cuestión parece ser más complicada. Aceptar que alguien es una autoridad práctica implica que mi propio juicio sobre lo que hay que hacer en ciertos casos (o en toda clase de casos) será reemplazado por el de esa otra persona y, en consecuencia, que mis acciones serán determinadas por lo que ella decida. Esto hace que, de modo inevitable, aquellos seres que valoran la autonomía (los agentes morales) se pregunten si pueden tener razones para aceptar que su conducta sea dirigida por el juicio de otros (Gaus, G., 2000, 237). El conflicto de la autonomía con la autoridad práctica no radica en la posibilidad o conveniencia de tener en cuenta la opinión, los deseos o las preferencias de otros sobre lo que deberíamos hacer como razones para nuestras acciones. El problema es la necesidad de que, para que la autoridad sea efectivamente tal, debemos permitir que sus directivas reemplacen nuestros propios juicios, esto es, cumplirlas aunque no estemos de acuerdo con ellas (Raz, J.,1990a). La obediencia a una autoridad práctica es diferente de la mera deferencia del propio juicio a la autoridad. La deferencia puede ser razonable, por ejemplo, cuando alguien está en una posición de desventaja epistémica como es el caso de quien acepta el consejo del médico o la sugerencia de un funcionario sobre cómo tiene que realizar un trámite. La deferencia está vinculada primariamente con la prudencia antes que con lo que es moralmente correcto. Si la deferencia no fuera prudente (el médico ha demostrado antes su incompetencia o tengo buenas razones para creer que el funcionario pretende engañarme) entonces tengo una buenas razones para no deferir mi propio juicio al ajeno. La obediencia a la autoridad práctica, en cambio, se requiere incluso en casos donde el agente se encuentra mejor situado epistémicamente que ella y puede creer fundadamente que tiene un juicio superior sobre el punto en cuestión (King, C. S., 2012). La idea de autoridad práctica es especialmente problemática porque parece exigir a los agentes autónomos el abandono de la razón en ciertas circunstancias. Consideramos un estándar básico de la razón práctica actuar de acuerdo con el mejor balance de las razones disponibles y, sin embargo, un gobierno tiene autoridad si puede ordenarnos a hacer cosas que se contradigan con dicho balance. En consecuencia, la obediencia cívica violaría un principio central de la racionalidad (Hurd, H.,1991). Por tal motivo, algunos autores hablan de la naturaleza paradojal de la autoridad práctica que requiere del reclamo de un inmenso poder que aparentemente nadie estaría en condiciones de poseer, lo que derivaría en su irremediable falsedad. Las autoridades pretenden el derecho de imponer su voluntad sobre otros con independencia de si sus juicios son efectivamente correctos. ¿Pero cómo alguien podría dar razones concluyentes a otra persona para hacer algo que no es correcto? ¿No debería triunfar la obligación de actuar correctamente por encima de todas las restantes obligaciones del individuo autónomo? (Shapiro S., 2002). Otra cuestión problemática es la llamada redundanciade la autoridad práctica. Sería completamente anulatorio de la autonomía y la libertad de las personas sostener que una autoridad práctica como el Derecho debe ser incondicionalmente obedecida, incluso en un Estado al extremo injusto como el Tercer Reich, que pretendería con frecuencia hacer valer mandatos evidentemente inmorales. Sin embargo, el problema no desaparece en el caso de los Estados razonablemente justos. Si las prescripciones de la autoridad son justas se supone que proporcionan al destinatario razones para obedecerlas. Por ejemplo, si la autoridad prohíbe el homicidio, eso me daría una razón para no matar a una persona (salvando circunstancias excepcionales como la legítima defensa o el estado de necesidad). Pero, aun si no existiera la prescripción de la autoridad, matar personas seguiría siendo incorrecto, por lo que parece que, aunque tengo razones para actuar conforme al mandato de la autoridad (absteniéndome de matar), no las tengo para obedecer a la autoridad, esto es, no matar porqueella me lo ordena (Raz, J., 1994, 343; Hershovitz, S., 2012, 66). Una de las formas más prometedoras de disolver la paradoja, en cuanto permite dar cuenta del carácter distintivamente moral de la autoridad y al mismo tiempo de la necesidad de compatibilizarla con las exigencias de la autonomía moral, es la tesis de la autoridad como servicio que defiende Raz. Plantea Raz que la fuerza bruta, la influencia o el poder no pueden ser suficientes para constituir a una persona o un cuerpo de personas en autoridad legítima. Una importante distinción en este sentido es entre autoridad legítima y autoridad (meramente) de facto. Mientras que las autoridades legítimas tienen derecho a actuar como tales, las que son (meramente) de facto (por fuerza bruta, influencia o poder) no lo poseen en verdad, aunque sí reclaman ese derecho. Toda autoridad de facto reclama ser legítima (esta es una pretensión conceptual) por lo que siempre se plantea la cuestión de si la pretendida autoridad legítima es efectivamente tal y las condiciones bajo las cuales puede establecerse tal afirmación (Raz, J., 1990a). De acuerdo con Raz, una autoridad solo puede justificarse en función de la tarea que está llamada a cumplir: el derecho de alguien a gobernar únicamente puede derivarse de la necesidad de otro de ser gobernado. Esa necesidad surge de los requerimientos de la comunidad y sus miembros en resolver problemas colectivos para mejorar las vidas de las personas. La autoridad solo puede ser justificada si sirve (y en la medida que sirve) ciertas necesidades e intereses. En ese sentido la autoridad práctica tiene una similitud con la autoridad teórica, que sirve una necesidad epistémica proporcionando un conocimiento al que se puede acceder de modo independiente a la palabra de dicha autoridad (por ejemplo, las fuentes empíricas o teóricas de las que el experto obtiene su conocimiento). La directiva de una autoridad política legítima es una razón para la acción porque cumplir con ella es una manera de servir intereses y necesidades que tenemos razones para servir con independencia de la existencia de la propia directiva (Raz, J., 1990a). Una autoridad práctica es, entonces, alguien con un poder moral, derivado del servicio de intereses y necesidades que tenemos razones para servir, de requerir una acción. Es evidente que cualquier poder no implica autoridad en este sentido. La sola posibilidad de lograr que otra persona haga algo a través de la amenaza de coerción o el ejercicio de ésta, no supone que se posea autoridad práctica sobre esa persona, incluso si se está justificado en el ejercicio del poder. Por ejemplo, si la policía sanitaria encierra a un grupo de enfermos para aislarlos del resto de la población es porque tiene el poder de hacerlo y ese poder puede inclusive estar justificado desde una cierta interpretación de los fines del gobierno. Sin embargo, eso no implica que tales funcionarios tengan autoridad práctica sobre los enfermos si no se les proporcionan a ellos razones para el cumplimiento de la directiva, a través de instrucciones de algún tipo u otra forma de comunicación. Ciertas acciones justificadas no se pueden cumplir dando razones a sus destinatarios y por eso no se tiene autoridad sobre un bebé al que se encierra en corralito para protegerlo de sus propios desplazamientos o sobre un perro al que se inmoviliza para que permita ser vacunado (Ver Raz, J., 1990b). Una persona puede tener autoridad práctica sobre otra solo si sus directivas son, por sí mismas, razones para la acción de esta última. Estas directivas son razones independientes del contenidoporque no hay conexión directaentre la razón y las acciones para las cuales es una razón. Pero no todas las razones independientes del contenido pueden ser tomadas como directivas de una autoridad. La amenaza de un ladrón para que le entregue mi dinero, por ejemplo, claramente no lo es. También son razones de segundo orden en tanto reemplazan, desplazándolas, a las demás razones que el sujeto pueda tener para actuar en determinados sentidos contrapuestos (Preemption Thesis). Por ejemplo, si reflexiono sobre la justicia social puedo preguntarme cuál es el porcentaje de mis ingresos que debería destinar a ayudar a otros que se encuentran en peor situación que la mía o para contribuir a que la sociedad de que soy miembro cumpla con fines que creo justificados. En un caso como éste, la deliberación práctica puede llevarme a un conflicto entre la interpretación que hago de mis propios intereses y las creencias normativas que sustento. Las razones prudenciales pueden aconsejarme destinar todo el dinero que recibo a mis necesidades (presentes y futuras) teniendo en cuenta factores como la incertidumbre económica, las probabilidades de que pueda perder mi empleo o que no reciba una jubilación suficiente. Mis intuiciones de justicia, en cambio, pueden sugerirme destinar una cantidad importante para contribuir a financiar los beneficios que surgen de la vida en sociedad y para ayudar a los menos favorecidos. El estado, al dictar una ley impositiva, pretende proporcionar ciertas razones que me hagan dejar de lado todas las demás (razones de primer orden), fijando el porcentaje que obligatoriamente debo pagar. Las directivas de la autoridad también tienen las características de dependencia (Dependence Thesis) y de justificación normal (Normal Justification Thesis). Según la tesis de la dependencia, estas directivas deben estar basadas en razones relevantes para la acción que, de modo independiente, ya se aplican a sus destinatarios. De acuerdo con la tesis de la justificación normal (NJT) la forma de justificar la autoridad de una persona sobre otra es mostrar que la segunda está en mejores condiciones de cumplir con las razones que ya se le aplican si sigue las directivas de la primera que si actúa directamente en función de esas razones (Raz, J., 1986). ¿Cómo es posible que un sujeto dotado de autonomía moral acepte ser guiado por razones independientes de contenido? Solo, de acuerdo con Raz, si suponemos que la autoridad nos permite cumplir con las razones que ya se nos aplicaban. Estas últimas son las razones dependientes, es decir aquellas que se conectan directamente con los cursos de acción que debemos realizar. Por tanto, la autoridad sólo se justifica si nos presta un servicio muy particular: establecer el curso de acción que concuerda con las razones que ya teníamos para actuar. Toda autoridad de facto pretende cumplir con este requisito, reclamando conceptualmente ser una autoridad legítima, o es aceptada como tal. Y para ello la pretensión de poder prestar el servicio que le es específico tiene que ser al menos plausible. Existen, de acuerdo con Raz, cinco formas en que la autoridad puede prestar este servicio y adquirir legitimidad: cuando es más sabia que el destinatario en cuanto a establecer cómo éste debería actuar; cuanto está menos sujeta a factores como la impetuosidad o la parcialidad que afectan la recta razón; cuando permite evitar aquellos casos en que seguir el propio criterio es auto-contradictorio y resulta preferible una estrategia indirecta; cuando posibilita evitar el costo exorbitante que puede llegar a tener para los individuos decidir continuamente por sí mismos; cuando la autoridad está en mejor posición para obtener algo que el individuo tiene razones para procurar pero se encuentra en una posición desventajosa para hacerlo (Raz, J., 1986) 3.

La democracia como autoridad política legítima

Es imposible negar que las estructuras políticas que ejercen soberanía sobre las sociedades nacionales modernas –Estados y gobiernos– prestan servicios a las poblaciones que se encuentran comprendidas en sus territorios. Si un grupo que controla el poder no logra solucionar algunas necesidades mínimas de (al menos un número significativo de miembros de) la población sobre la que reclama obediencia (seguridad, alimentación, atención médica, intercambio económico y en general coordinación de actividades) es poco probable que su estancia en el poder sea larga. La autoridad estatal, aun la más abyecta, conlleva la pretensión de que, al menos en última instancia, actúa en beneficio de los individuos a los que se dirige. Todos los Estados reclaman autoridad legítima sobre sus ciudadanos y ese es un elemento esencial para diferenciar a las organizaciones estatales de los grupos de delincuentes organizados (Green, L.,1988). La creencia en la legitimidad de la autoridad estatal está tan incorporada a nuestras actitudes hacia los gobiernos que (salvo el anarquista filosófico) consideramos permisibles para ellos algunas acciones que condenamos cuando son realizadas por personas u organizaciones particulares: quitar compulsivamente dinero u otros bienes, privar de la libertad, obstaculizar la circulación, utilizar la fuerza para castigar desviaciones de las normas de la comunidad. La autoridad política constituye un especial estatus que asignamos al gobierno y que como tal requiere algún tipo de justificación. El problema filosófico de la autoridad política consiste en determinar si esta justificación es posible (Huemer, M., 2012). El argumento de que una sociedad mínimamente viable y compatible con las cosas que los seres humanos coincidimos en valorar requiere una autoridad política suprema es de larga data en la filosofía política y fue expresado con precisión por Hobbes. Para Hobbes, la autoridad estatal es una restricción imprescindible que los seres humanos, que aman tanto conservar la propia libertad como dominar a otros, se hacen a sí mismos para escapar de la condición miserable de potencial guerra permanente en la cual sus inclinaciones naturales tenderían a ubicarlos. Esta restricción es racionalmente necesaria porque está impuesta por las leyes naturales, imperativos de prudencia que los individuos fallarían en seguir de dos maneras diferentes, si no fuera por el terror generado por un poder supremo (Hobbes, T., 2010). La autoridad política es, desde la perspectiva hobbesiana constitutiva tanto de la moral como de la propia comunidad política. Sin las reglas que hacen posible la coordinación de las acciones auto-interesadas de una multitud de personas y que posibilitan que haya criterios de justicia y bien común compartidos, no es posible la primera. Sin el miedo que impone la existencia de un poder supremo, carece de viabilidad la segunda. No hay moralidad ni comunidad en el estado de naturaleza, un tipo de (des)orden social en el que los seres humanos librados a su arbitrio pueden caer en cualquier momento y que para Hobbes no era meramente hipotético sino muy real, en cuanto lo ejemplificaba la Inglaterra de su tiempo (Shapiro, I., 2010). La filosofía política contemporánea no suele compartir el punto de partida de Hobbes para justificar la autoridad política, basado esencialmente en el miedo a los costos exorbitantes de la anarquía 4. Ese rechazo se basa principalmente en tres tipos de argumentos. Uno es la virtual imposibilidad de que una caída generalizada del mundo social en la anarquía sea de hechoposible. En ese sentido, plantea Green que la preocupación por la anarquía no es un punto de vista válido para justificar la autoridad política porque las condiciones en que se desarrolla la civilización moderna, con estructuras estatales en general sumamente estables (lo que no quiere decir que todos los gobiernos sean siempre estables) hacen improbable la vuelta a algo parecido al estado naturaleza (Green, L., 1988). Otro argumento es la posibilidad de concebir un estado de naturaleza mucho más favorable que el que presentaba Hobbes, lo que está planteado con claridad en Locke (1980) y retomado por Nozick (1974). Desde esta óptica, la existencia de una sociedad desprovista de autoridad política, no significaría necesariamente ni la anarquía ni la imposibilidad de cooperar. Los seres humanos pueden reconocerse unos a otros derechos naturales o fundamentales, y mantener relaciones de ayuda recíproca sin que el temor a un poder supremo los obligue a ello. Para estos autores se justifica la autoridad política porque incluso en condiciones favorables de estabilidad social y prevalencia de la cooperación, resulta imprescindible para dar certeza sobre los derechos y protegerlos de aquellos que no están dispuestos a respetarlos. Aquí, la autoridad política ya no es constitutiva de la moral, como pensaba Hobbes, sino que debe justificarse ella misma por razones morales, que las personas pueden alcanzar de modo independiente y derivan de la necesidad de la protección recíproca de sus derechos. Por eso, la autoridad política legítima es ahora vista como un derecho moral a ejercer el poder coercitivamente, justificado en los beneficios sustanciales que promete ese ejercicio. Aun cuando sin el poder estatal no exista riesgo de que los seres humanos caigan en la anarquía, sus derechos fundamentales estarían comprometidos de diferentes formas si no existiera algún tipo de gobierno y éste no ejerciera el poder coercitivo. Finalmente, el problema de la autoridad política se puede plantear no desde el derecho del Estado a ejercer el poder coercitivo sino desde la óptica del ciudadano, concebido como un agente moral autónomo al que un gobierno le reclama obediencia. ¿La debe realmente? ¿Existe algún gobierno que, más allá de su pretensión de ser autoridad práctica, lo sea efectivamente, esto es, al que los gobernados le deban en general obediencia cuando ordena, incluso en circunstancias en que no estarían obligados a obedecer órdenes similares dictadas por agentes no gubernamentales (Huemer, M., 2013). Esta última forma de plantear el problema es distintivamente moral en tanto implica dejar de lado a la coerción como nota conceptual de la autoridad política y concentrarse en su condición de guía práctica. La coerción puede ser una herramienta necesaria para cualquier gobierno y su uso inclusive puede considerarse no solo un derecho sino también un deber moral de los gobernantes, pero eso no la hace ni necesaria ni suficiente para que exista la autoridad legítima. Sin embargo, aunque el motivo primario y generalizado de la obediencia no pueda ser la coerción, ante el hecho de que en todo orden social algunas personas tenderán a privilegiar sus intereses de corto plazo y sacar provecho de la violación de las reglas a expensas de los demás, las sanciones aparecen como una especie de garantía de que quienes obedezcan no serán sacrificados en beneficio de aquellos que no lo hagan (Hart, H. L. A., 1994, 198). La significación de la democracia como ideal moral depende de que la decisión colectiva pueda entenderse legitimada por el procedimiento, es decir, que las condiciones bajo las cuales se decidió proporcionen una razón específica para que sus destinatarios puedan considerarse sujetos de obligaciones políticas. Existen distintos grados en que el Estado puede ser una autoridad legítima. El primero, más débil, es el derecho a imponer sus reglas a quienes integran su territorio pero ello no implica que sus decisiones generen deber de obediencia alguno. El segundo, supone la primera condición y a ella se añade que las decisiones colectivas generen deberes de obediencia en los ciudadanos pero éstos no son necesariamente hacia el Estado (el deber de cumplir puede provenir de razones independientes al origen de la decisión colectiva). El tercer sentido, más fuerte, presupone la primera condición pero respecto de la segunda se requiere que el deber de cumplimiento sea correlativo con el derecho de gobernar, es decir, que la propia decisión colectiva genere el deber de obediencia ante el Estado que la emite (Christiano, T., 2006 y 2010). El caso central de la autoridad democrática estaría en la tercera interpretación de la noción de autoridad. El primer sentido puede ser satisfecho por cualquier gobierno que tenga el control de un territorio dado (un dictador despótico, un ejército de ocupación), siendo el único que puede proporcionar a los ciudadanos ciertas acciones requeridas para la satisfacción de sus necesidades. Las personas pueden cumplir, por ejemplo, por miedo al castigo y abstenerse de obedecer cada vez que tengan la oportunidad de hacerlo cuando eso les proporcione alguna ventaja. El segundo también es débil por cuanto podría ser satisfecho por cualquier clase de gobierno que cumpliera con ciertos objetivos mínimos de justicia sustancial. Las personas podrían cumplir por la conciencia de un deber moral derivado de ciertas convicciones particulares (como por ejemplo los mandamientos de una religión) o por el sentido de deber que proporciona la disposición a no tomar ventaja del cumplimiento de otros, el denominado fair play (Barry, B., 2003). El tercer sentido, en cambio, se asocia con la idea de que la decisión política democrática tiene un valor intrínseco y proporciona una clase de legitimidad que no puede encontrarse en otras formas de gobierno. Solo de esa manera puede generar obligaciones independientes de contenido hacia la sociedad que adoptó esas regulaciones. La obediencia puede ser caracterizada como la aceptación de los resultados como legítimos incluso en casos donde el ciudadano crea (y tenga alguna justificación para creer) que son incorrectos. En este contexto, se presume que no hay un derecho de resistencia o rebelión fundada en las meras diferencias de opinión. La noción de autoridad democrática presupone la idea de autonomía moral porque el problema de la obediencia en este sentido (aceptar que la incorrección de un resultado no implica que no sea autoritativo o que deba ser desobedecido) solo puede ser planteado a seres dotados de autonomía, es decir, capaces de actuar directamente por las propias razones y también de elegir no hacerlo (King, C. S., 2012).

Objeciones a la autoridad democrática

Una justificación de la autoridad democrática requiere cumplir con dos condiciones esenciales. En primer lugar, mostrar que las pretensiones de autoridad legítima que caracterizan conceptualmente a los Estados pueden ser justificadas y en qué casos. En segundo lugar, la justificación propuesta debe ser reconocible como democrática, teniendo en cuenta que involucran un concepto contestado. Por tanto, el argumento debe superar dos tipos de objeciones. Algunas se sostienen contra la autoridad práctica en general. Otras son dirigidas específicamente contra la autoridad democrática. Entre las primeras, figuran los argumentos del anarquismo filosófico contra la compatibilidad de la autoridad política con la autonomía moral. Entre las segundas, se puede mencionar la objeción sobre la imposibilidad de un ideal normativo de democracia, la inexistencia de un derecho fundamental a regular las vidas de otros y la dependencia de la igualdad política.

El anarquismo filosófico

El anarquismo filosófico sostiene, como tesis fundamental, la ilegitimidad de todos los Estados existentes. La defensa de esa tesis se hace, principalmente, desde alguna forma de voluntarismo que se considera de importancia fundamental para concebir a los seres humanos (la autonomía moral, la libre elección, la autodeterminación) y se presenta como incompatible con el carácter no voluntario o coercitivo del Estado. Lo distintivo del anarquismo filosófico con respecto a otras formas de anarquismo (políticas o revolucionarias) es que sus defensores no lo entienden como implicando un imperativo moral de oposición a la autoridad estatal o de eliminación de los Estados existentes. El alcance de sus argumentos sobre la ilegitimidad del Estado se limita a remover cualquier presunción moral de obediencia a la autoridad estatal, de cumplimiento de la obligación política o de apoyo a las autoridades existentes. Sin embargo, los Estados pueden tener virtudes no afectadas por los defectos que determinan su ilegitimidad fundamental y muchas de sus prescripciones pueden ser defendibles con argumentos morales independientes (Simmons, J., 1996). Con la publicación de In Defense of Anarchismen 1970, Robert Wolff dirigió un ataque frontal a cualquier forma de autoridad estatal legítima defendiendo al anarquismo filosófico como la teoría política apropiada para los individuos racionales y dotados de buena voluntad. La defensa de Wolff del anarquismo filosófico parte de la base de considerar a la autonomía moral como un deber irrenunciable para los individuos. El problema fundamental de la filosofía política radica en compatibilizar la autonomía individual con la pretendida autoridad legítima del Estado. La conclusión a la que arriba el autor es simple: un Estado moralmente legítimo es lógicamente imposible. Wolff concibe a la autoridad como «el derecho a ordenar y, correlativamente, el derecho a ser obedecido» (Wolff, R. P., 1998, 4). La autoridad se distingue del poder, que constituye la posibilidad de lograr el cumplimiento de los mandatos por cualquier medio, inclusive la fuerza y la amenaza . ¿Cuál es la relación entre el Estado y la autoridad? Desde el punto de vista descriptivo, es incuestionable que el Estado tiene una autoridad de facto (sobre un territorio y una población determinada), esto es, se atribuye el derecho de ordenarnos a través de sus normas y el derecho de que le manifestamos obediencia a través de nuestras conductas. ¿Pero la autoridad de facto tiene por sí relevancia normativa o puede concebirse como implicando también una autoridad de jure? La respuesta debe ser contrastada con la idea fundamental de autonomía moral kantiana, según la cual los seres humanos son (y tienen el deber de ser) responsables por sus acciones. Esto requiere según Wolff dos condiciones: la posibilidad de elegir (libertad de elección) en qué sentido actuar es una condición necesaria pero no suficiente pues se requiere también la de poder determinar lo que se va a hacer, lo que significa cargas adicionales a la pura elección que son, entre otras, reflexionar sobre los propios motivos, predecir los resultados y poder someter a crítica los principios de acción (Wolff, R. P.,1998,12). El agente responsable no actúa caprichosamente pues se limita a sí mismo por principios morales pero es crucial que juzgue por sí mismo qué determinan dichos principios. La autonomía consiste en una combinación de libertad y responsabilidad que supone que el individuo se dé a sí mismo, como imperativo, una ley de actuación y no se someta a la voluntad de otros. Desde luego, alguien puede solicitar el consejo de otro e inclusive seguirlo sin perder autonomía moral, pero para eso debe juzgar por sí mismo si lo que se le ofrece es el mejor criterio, lo que implica no solo involucrarse en reflexión y deliberación sino también la búsqueda de la información técnica o científica pertinente. Por más demandante que sea la carga, la responsabilidad es irrenunciable lo que significa que solo puede recaer en el propio agente autónomo la decisión final sobre qué hacer. (Wolff, R. P.,1998, 15). Si todos los seres humanos tienen la obligación de alcanzar el más alto grado de autonomía posible no puede, entonces, existir ningún Estado cuyos súbditos tengan la obligación moral de obedecer sus mandatos. La idea de una autoridad estatal legítima es un concepto vacuo y el anarquismo filosófico aparece como la única creencia política razonable para el individuo ilustrado (Wolff, R. P.,1998, 19).

La imposibilidad de la democracia como ideal normativo

Mientras que las objeciones anteriores se dirigían a toda forma de autoridad estatal, las siguientes no cuestionan la idea de que pueda justificarse un derecho a gobernar sino a la posibilidad de hacerlo específicamente desde alguna concepción de la democracia. Ovejero afirma que el problema fundamental de la disputa sobre la justificación de la democracia no radica en que haya diferentes ideas acerca de qué es la democracia sino en que la discusión alcanza a la propia noción de fundamentación. Las propuestas en tal sentido aparecen asociadas a diferentes teorías sobre qué es la democracia y cada una de ellas asume otros objetivos además de la justificación de aquella. Aunque, en el enfoque de Ovejero, sólo la perspectiva epistémica podría ser considerada un verdadero proyecto de justificación todas tienen falencias decisivas que hacen que su objetivo final quede necesariamente sin cumplir (Ovejero, F., 2008, 279-334). Ovejero distingue tres proyectos de fundamentación: instrumental, histórico y epistémico, asociados respectivamente a las teorías de mercado, comunitaria y deliberativa. La objeción de inconmensurabilidad parece minar todo esfuerzo de justificar la autoridad democrática pues claramente las distintas concepciones de democracia dirigen sus argumentos justificativos a sets de valores diferentes, a los que puede servir de diferentes modos la decisión democrática. En otros términos, habría una diferencia radical en los criterios sobre como caracterizar el derecho democrático a gobernar bajo la cual no tendría sentido discutir si efectivamente existe ese derecho. Sin embargo, la objeción resulta más bien artificial pues, más allá del nombre que se le atribuya a un determinado problema filosófico, lo importante debería ser el problema en sí y no la denominación que le damos. El problema de la autoridad democrática debe resolverse a partir de una definición mínima de democracia, con la presentación de un ideal regulativo que, partiendo de las premisas menos controversiales posibles, permita articular esos conceptos e indagar si esa articulación cumple con algunas condiciones razonables de justificación de la autoridad democrática. Las propuestas de justificación en las que se detiene Ovejero están pensadas desde concepciones de filosofía política más amplias que las que puede incluir un ideal regulativo de democracia que aspira a articular los valores de una definición mínima. La posibilidad de justificación de la autoridad democrática requiere dejar lado la pretensión de abarcar no solo cualquier interpretación del concepto de democracia (algo lógicamente imposible) sino también la posibilidad de hacerlo con respecto a una concepción completa de filosofía política, que siempre incluye objetivos más amplios que la fundamentación de la democracia. Si un ideal regulativo derivado de una definición mínima de democracia puede ser exitoso en dar cuenta del valor intrínseco del proceso y cumplir con los requisitos de justificación de la autoridad democrática, tal éxito solo podría ser posible a costa de una importante modestia en su ambición. Una definición mínima en tal sentido, que combina las adoptadas por Thomas Christiano y Joshua Cohen, puede enunciarse del modo siguiente: método de decisión colectiva caracterizado por una igualdad fundamental entre los participantes y donde la justificación de las decisiones se conecta con sus intereses y juicios. De modo que, a los efectos del problema normativo de justificación de la autoridad democrática se debe responder a las preguntas de por qué es necesario ese método, cuál es la justificación de la igualdad atribuida a los participantes en el proceso de decisión y la razón por la que éste debe conectarse con sus intereses y juicios (Marquisio, R., 2013 y 2014).

Inexistencia de un derecho a decidir sobre las vidas de los otros

Desde el instrumentalismo democrático se plantea que los sistemas de gobierno deberían ser valorados por sus consecuencias y el ejercicio de poder político solo podría constituir un derecho para quien garantizara producir las mejores consecuencias. Es equivocado sostener que cada miembro de la sociedad, solo por el hecho de su nacimiento en ella, tiene derecho a una igual opinión e influencia en el ejercicio del poder político, a iguales derechos de ciudadanía política y, en definitiva, a que se le garanticen instituciones de democracia política. La opción entre la democracia y la autocracia debería ser realizada, desde una perspectiva instrumental, de acuerdo con los estándares que definen los mejores resultados (que son conceptualmente independientes de los que definen el ideal democrático), como respuesta a la pregunta sobre cuál sistema político promueve el bien común en el largo plazo. Aunque se acepte que hay evidencia de que las democracias constitucionales producen los mejores resultados, se trata de un juicio contingente que no debería ser sostenido dogmáticamente. Hay mundos posibles donde la autocracia obtendría los mejores resultados y sería el régimen político justificable. Por tanto, la democracia es sólo extrínsecamente y no intrínsecamente justa (Arneson, R. J., 2004, 41). Para Arneson la objeción central al valor intrínseco de la democracia radica en que, si alguien tiene derecho incondicional a una opinión democrática en el proceso político que determina las leyes que van regir en la comunidad y las personas que ocuparán los cargos de gobierno, ello supone que tiene también el poder de establecer reglas coercitivas que limitarán significativamente los modos en que las personas vivirán sus vidas. Este derecho confiere un poder (aunque limitado) sobre las vidas de otros. La posición de Arneson es que no hay un derecho moral cuyo contenido sea ejercer poder significativo sobre las vidas de otros (Arneson, R. J., 2004, 46).

El carácter dependiente de la igualdad política

Otra objeción a la posibilidad de justificar a la autoridad democrática legítima se basa en que la igualdad política no puede ser considerada un ideal independiente. Esta es la postura que defiende Ronald Dworkin. Dworkin también plantea una justificación de la democracia que también puede considerarse instrumental («dependiente») y afirma que si una comunidad es genuinamente igualitaria en sentido abstracto –si acepta el imperativo de que debe tratar a sus miembros con igual consideración individual– no puede considerar el impacto o la influencia política como recursos que hay que dividir de acuerdo con alguna métrica de la igualdad, al modo en que se dividen la tierra o la materia prima. En una comunidad como ésa la política es cuestión de responsabilidad y no constituye otra dimensión de la riqueza. La objeción básica al valor intrínseco de la democracia radica en que el procedimiento de decisión política debería siempre ser instrumental respecto de algún ideal de justicia y, por consiguiente, al estado de cosas que debería producirse de acuerdo con éste. Esto es, la democracia sólo se justifica si es el régimen político que permite alcanzar en general los mejores resultados sustantivos. Desde esta visión, la igualdad política no tiene prioridad sobre la igualdad total sino que es un mero instrumento para la producción del estado de cosas más igualitario posible (Dworkin, R., 2000).

Algunas propuestas influyentes de justificación

La consideración conjunta de las objeciones mencionadas permite plantear cuatro condiciones que debe satisfacer una teoría de la autoridad democrática. Debe proponer una justificación compatible con la autonomía moral (derrotando al anarquista filosófico), construida sobre la base de una definición mínima (no puede tomarse como una concepción robusta de democracia), procedimental (para superar la objeción del instrumentalismo) e intrínseca (implicando la independencia de la igualdad política como ideal). Dentro de las teorías procedimentales que aspiren a cumplir con esos requisitos, una distinción relevante es entre las epistémicas y no epistémicas. Como ejemplos contemporáneos influyentes de esas categorías podemos encontrar, entre las primeras, al procedimentalismo epistémico de Estlund y, entre las segundas, la democracia adjudicativa de Gaus y la democracia como procedimiento intrínsecamente justo de Christiano. David Estlund desarrolla una teoría de la autoridad democrática basada en que los resultados de las decisiones políticas producidas por los arreglos políticos democráticos, cuando son limitadas por ciertos principios, resultan superiores a los de otras formas de gobierno. Por autoridad, Estlund entiende el poder moral de un agente de exigir o prohibir acciones a otros a través de mandatos. ¿Puede la democracia aspirar a esa clase de poder moral? En principio tal cosa no parecería plausible. En general, en los ámbitos donde es necesaria la posesión de ciertos conocimientos resulta razonable que sean los ex pertos quienes tomen las decisiones del caso. Tenemos, por ejemplo, los casos donde el riesgo que se asume al tomar la decisión es de vida o muerte. Parece absurdo dejar la decisión de realizar un tratamiento para salvar la vida de un paciente médico quede librada a la decisión de un cuerpo electoral o representativo. Es cierto que, al menos en el caso de los adultos competentes, el poder del médico de suministrar el tratamiento no deriva en última instancia de la propia experticia sino del consentimiento del paciente. A nivel del Estado, la analogía no es posible porque la mayoría de las personas jamás han consentido la autoridad política. En la decisión política, la autoridad tampoco puede provenir directamente de la experticia. El hecho de que alguien invoque que dispone del punto de vista correcto sobre lo que colectivamente hay que hacer (por ejemplo, un líder religioso o un revolucionario) no pone a fin a la cuestión de qué hay que hacer. La experticia tiene que ser aceptada efectivamente como fuente de autoridad y eso parece exigir que las personas de algún modo consientan que el autodenominado «experto» tenga la última palabra. Esto conduciría al requisito del consentimiento expreso de cada individuo a la autoridad política, algo que Estlund considera implausible. Sin embargo, hay ciertas visiones que intuitivamente parecen inaceptables como fuente de objeción a la autoridad política. Por ejemplo, si alguien objeta decisiones estatales que lo obligan a respetar los intereses de todas las personas sin importar su condición racial con el argumento de que pertenece a una raza superior y tiene, por tanto, un derecho moral a esclavizar a los que no comparten esta condición, tenemos que suponer que su visión es irrelevante para quitar legitimidad a la autoridad en cuestión (Estlund, D., 2008, 4). Estlund descarta la visión puramente procedimental de la democracia apelando a un ejemplo contraintuitivo: si lo que importa es la igualdad en el proceso de decisión por qué no dejar todos los procedimientos de decisión colectiva librados al azar, que respeta estrictamente la igualdad política (todos tienen la misma chance de influir en el resultado, es decir, ninguna) y conlleva costos muy inferiores en términos de tiempo, recursos, incomodidades, etc. La autoridad democrática requiere algo más que la igualdad política. Por ejemplo, se espera que las personas tengan una cierta inteligencia que, aunque no alcance un estándar de suprema elevación, sea superior en términos de promesa de resultados que el hecho de tirar una moneda (Estlund, D., 2008, 6). La cuestión es, entonces, como incorporar el conocimiento al procedimiento de decisión política sin postular una clase de expertos que por su condición de tales tengan un derecho inherente a gobernar (epistocracia). La justificación de la autoridad democrática no requiere de razones epistémicas (que demuestren que es el mejor instrumento epistémico disponible) sino de valores epistémicos que, asociados al procedimiento, impliquen razones morales para obedecer las leyes o conformarse con ellas. La analogía que Estlund tiene en mente es la del jurado en un proceso penal. La decisión de un jurado adoptada en las condiciones adecuadas tiene fuerza jurídica y moral pues genera deberes de obedecerla o al menos de no interferir con ella. No esperamos que esa decisión sea siempre correcta pues no hay jurados infalibles, pero la fuerza moral del veredicto de un jurado depende de que le atribuyamos considerables virtudes epistémicas: un procedimiento detallado de producción y valoración de la prueba, recepción de los argumentos de las partes en disputa y deliberación colectiva. Estos valores epistémicos permiten que supongamos que los jurados tienen una tendencia (imperfecta por supuesto) a adoptar decisiones correctas y esa es la razón por la cual respetamos moralmente sus veredictos aunque discrepemos con su contenido. Aquí la fuerza de la legitimidad de la decisión no surge de su corrección sustancial sino de la clase de procedimiento por la cual se adoptó. Pero lo importante es un rasgo central de ese procedimiento: su valor epistémico. Estlund denomina a esta estructura teórica procedimentalismo epistémico (epistemic proceduralism). Aplicado a las estructuras de justificación política, el principio del procedimentalismo epistémico es que la democracia produce leyes que son legítimas y autoritativas porque surgen de procedimientos con tendencia a arrojar las decisiones correctas (Estlund, D., 2008, 7-8). ¿Cómo es posible, sin embargo, superar el clásico problema que plantea entender la autoridad como consentimiento? Pues, aunque se mostrara que las decisiones democráticas son las que producen los mejores resultados, el hecho de que dichas instituciones no han sido aceptadas expresamente por sus destinatarios persiste. Estlund plantea una simetría entre dos situaciones: consentimiento y no consentimiento. Mientras que cuando hablamos de consentimiento exigimos ciertas condiciones de validez para su obligatoriedad moral (por ejemplo, que no sea arrancado bajo amenazas), deberíamos tomar en cuenta exigencias similares para el no-consentimiento. A estos efectos, Estlund introduce la idea de consentimiento normativo. La autoridad es la capacidad de poner a alguien bajo ciertas obligaciones. Si el destinatario tiene un deber moral de aceptar esa autoridad, entonces la base de ella es el consentimiento normativo. La autoridad de hecho no ha sido aceptada pero quien se rehusa a esa aceptación actúa inmoralmente y por tanto su no aceptación resulta inválida. ¿Por qué la idea de consentimiento normativo es aplicable a la autoridad democrática? Primero, tener leyes y políticas justas es un gran valor que no puede negarse desde ningún punto de vista calificado. Segundo, un procedi miento democrático, como el jurado, es demográficamente neutral (bloqueando las objeciones de privilegio a los más sabios por su «superioridad» epistémica). Tercero, un procedimiento democrático involucra a muchos ciudadanos pensando juntos, (potencialmente) aprovechando los beneficios epistémicos que ello conlleva y promoviendo decisiones sustantivamente más justas que un procedimiento basado en el azar. Cuarto, no puede haber ningún arreglo no-democrático en el que todos los puntos de vista calificados deberían acordar y que sirva mejor a la justicia sustantiva. Por tanto, bajo estas condiciones sería requerido moralmente a todos los ciudadanos consentir la autoridad si tuvieran la opción de hacerlo (Estlund, D., 2008, 9-12). En definitiva, las condiciones que plantea el procedimentalismo epistémico son: 1) que los ciudadanos aspiren a adoptar soluciones de justicia sustantiva a través de los procedimientos políticos y que, por tanto, se comprometan con el procedimiento que bajo este supuesto permite anticipar los mejores resultados; 2) que las personas se comprometan a obedecer las leyes que resulten del procedimiento, en tanto tienen la obligación de hacerlo, lo que es lo mismo que decir que el procedimiento está normativamente (aunque no de hecho) consentido. Entendida bajo estos supuestos, la legitimidad política implica autoridad y no hay forma de evadir su existencia. No podemos vivir colectivamente como moralmente deberíamos y, al mismo tiempo, permanecer solo bajo nuestra propia autoridad (Estlund, D., 2008, 20). Un problema con una justificación epistémica como la de Estlund es que el modelo presupone que hay algún criterio para que podamos considerar que un punto de vista está «calificado» para participar en el proceso. Pero, en tanto la teoría no proporciona ese criterio, el supuesto epistémico como legitimador descansa simplemente en la confianza de que la generalidad de las personas, a través de una deliberación similar a la de los jurados, tendrá buenas probabilidades de alcanzar «los mejores estándares de decisión». El problema es que presuponer esos estándares tiene como implicancia reconocer que habrá personas que los dominen mejores que otras, es decir, los expertos. Recuérdese la analogía con la medicina. Aun cuando en condiciones normales la autoridad del médico para proponer el tratamiento deriva del consentimiento del paciente, éste se presta sobre la base de la creencia en la experticia del médico. Nadie que busca curarse prestaría consentimiento a un tratamiento indicado por alguien sobre quien descree completamente que tenga conocimientos sobre como curar. Pero en el modelo de Estlund no hay tal justificación para lo que denomina consentimiento normativo de las decisiones políticas. Estlund rechaza la epistocracia afirmando que, aunque haya quienes afirmen ser expertos en cuestiones políticas (los guardianes platónicos) no puede haber un consenso calificado sobre quienes ostentan ese mejor conocimiento. Cualquier pretensión sobre el tema se plantea como inherentemente controversial ¿Por qué, entonces, suponer que la decisión democrática tenderá a alcanzar los mejores estándares, cuando no podemos establecer cuáles son éstos, de una forma que no sea inherentemente controversial? Estlund argumenta sobre la evidencia empírica de que la democracia evita los peores resultados sociales, como hambrunas y genocidios, pero no ofrece prueba alguna de que pueda alcanzar los mejores. El problema es que no puede ofrecerla porque establecer cuáles estándares transformarían a los resultados en «los mejores» implicaría aceptar que la decisión política debería ser una cuestión de expertos. El procedimentalismo epistémico está así en una encrucijada: o renuncia al supuesto epistémico o abandona el procedimentalismo. Al depender el criterio de justificación del propio proceso político que se pretende justificar, el procedimentalismo epistémico adquiere una forma de círculo vicioso, cuya única salida es la renuncia a uno de sus componentes (Gonzalez Ricoy, 2010). Sin embargo, la idea que presenta Estlund de un consentimiento normativo, esto es, aquel que, desde un punto de vista «especialmente calificado», no puede dejar de prestarse, puede disociarse del modelo epistémico si se justifica un criterio diferente para establecer cuál es ese punto de vista. Los modelos procedimentales de Gaus y Christiano pueden tomarse como versiones no epistémicas de ese punto de vista calificado. El primero, el del árbitro que resuelve (adjudica) entre las diferencias intratables en el debate público. El segundo, el del ciudadano dispuesto a contribuir a la realización pública de la justicia social. Una teoría de la autoridad democrática interpretada como una forma de arbitraje es defendida por Gerald Gaus, que la denomina democracia adjudicativa (Gaus, G.,1991, 1997, 2000, 2003 y 2011). Aceptar que alguien está en una posición de autoridad requiere obedecer directivas sin creer, necesariamente, que esas directivas sean correctas. El punto es: ¿por qué X debería aceptar la autoridad práctica Z cuando no hay razones para creer que Z sabe más que X sobre los asuntos a decidir’ (Gaus, G., 2000, 242). Una respuesta hobbesiana consiste en considerar a la justicia como un problema de pura coordinación. Hobbes argumentaba que la libertad ilimitada en el estado de naturaleza traería a los seres humanos conflicto e inseguridad. Por tanto, los individuos racionales consentirían en entregar su libertad a un soberano para que instituya reglas de justicia. Desde esta óptica, cualquier set de reglas de justicia es mejor que la ausencia total de reglas. Si se acepta la postura hobbesiana la autoridad política es ilimitada porque todos los ciudadanos tienen buenas razones para seguir cualquier regla establecida por la autoridad política. Aquí la justicia está completamente atada a la legalidad y carece de sentido cuestionar por injustas las reglas impuestas por la autoridad. Otra respuesta, inspirada en Locke y Kant, que Gaus denomina justificación liberal, es diferente. Aquí se parte de la base de que existen algunos principios sustantivos de justicia como los clásicos derechos liberales (vida, libertad, propiedad) que las personas, sin embargo, interpretan de modo diferente. En las disputas interpretativas, las personas tenderían a favorecer sus propios intereses si no fueran constreñidas de alguna manera. Locke y Kant apuntaban a que es necesario un árbitro –que no puede encontrarse en el estado de naturaleza– para resolver las disputas acerca de lo que la justicia requiere. ¿Qué clase de autoridad es ese árbitro? Para Gaus, se trata de una mezcla de experticia (ser una autoridad) y dirección práctica (estar en una posición de autoridad). El cometido del árbitro es adoptar las decisiones prácticas que mejor se acomoden a lo que las reglas requieren (por ejemplo, al conjunto de derechos liberales) pero las partes no necesitan reconocer que es un experto ni que sus decisiones son siempre correctas. Sin embargo, deben estar preparadas para aceptarlas cuando creen que son incorrectas. Como un juego de fútbol, el juego de la justicia no puede jugarse si no se acepta que ciertas decisiones del árbitro serán controversiales y algunos las considerarán equivocadas. Aunque necesitamos un árbitro para resolver cuestiones de justicia, cada uno de los destinatarios de las decisiones autoritativas del referí debe examinarlas para determinar si están más allá de los límites de las reglas. Por tanto, el inconveniente que había llevado a adoptar un set de reglas para resolver problemas de coordinación y discrepancias en los criterios de justicia no se ha removido del todo pues sigue existiendo la necesidad de determinar si la autoridad está en cada caso actuando dentro de los límites que impone una razonable interpretación de los principios de justicia (Gaus, G., 1991; 2003, 251). La mejor forma de interpretar la democracia es, por tanto, como un mecanismo de arbitraje donde, en el debate público, cada ciudadano presenta la que cree es la mejor justificación de una propuesta práctica. La votación constituye una forma justa de adjudicar el desacuerdo profundo, su objetivo no es el consenso sino el debate razonado y sus procedimientos se ajustan al propósito de obtener la mejor justificación. La democracia adjudicativa plantea que el compromiso ciudadano con la justificación pública sincera es lo que produce el desacuerdo. La necesidad de la democracia surge, precisamente, porque el consenso no es un ideal político plausible. Contra lo que creía Rousseu, las «visiones contradictorias y debates» así como «el disenso y el tumulto» son el verdadero corazón de la democracia (Gaus, G., 1997). De acuerdo con Thomas Christiano (2004, 2010) el procedimiento de decisión democrática tiene dos aspectos evaluativos irreductibles que a veces coliden pero que usualmente se complementan. Juzgamos las decisiones democráticas por la cualidad de sus resultados (dimensión sustantiva) pero también por la calidad del procedimiento de decisión (si incluye a todos los que debiera incluir y si es justo con respecto a todos los participantes). Christiano se diferencia de las posturas que denomina monistas, según las cuales solo hay una dimensión de valoración en las instituciones de decisión política. Algunos monistas defienden un instrumentalismo (como Van Parijs o Raz) que implica una desagregación de la justificación de la autoridad, desde la cual preguntar si una autoridad está justificada depende de qué autoridad y para quien: cada uno de los destinatarios debe tener sus propias razones para cumplir los mandatos de la autoridad. También están quienes defienden un puro procedimentalismo (como algunos deliberativistas) donde la autoridad está basada por completo en una propiedad del procedimiento de decisión y no en hechos particulares vinculados con los destinatarios de esa autoridad. Christiano defiende una versión de la autoridad democrática que es holística y a la que denomina dualismo evaluativo. Valoramos a las instituciones democráticas por los fines a los que sirven (hacen la justicia social posible y avanzan el bien común). Pero también porque el proceso democrático tiene una justicia intrínseca. Christiano presenta un principio de igual avance de intereses como la concepción básica de justicia. La democracia es requerida por la justicia entendida como la pública realización del igual avance de intereses. Los intereses son entendidos como parte del bienestar total de las personas. La justicia requiere un balance apropiado de los intereses de los individuos cuando éstos coliden. El balance apropiado es dado por la idea de una igualdad fundamental: los intereses de nadie pueden ser más importantes que los de cualquier otro (Christiano, T., 2004, 269). Una condición esencial de la autoridad democrática es, para Christiano, la publicidad. No es suficiente que la justicia sea realizada en una sociedad. Es necesaria su realización pública: cualquier persona, dadas facultades cognitivas normales y un esfuerzo razonable de su parte, debe poder apreciar que su sociedad está avanzando igualitariamente los intereses de todos y que, por tanto, está siendo tratada justamente (Christiano, T., 2004, 270-271). Cuando existen desacuerdos morales en la sociedad, una manera justa de adoptar decisiones tratando a los juicios e intereses de las personas con respeto es dar a cada uno una voz razonablemente igual en los procesos de decisión. Eso significa la oportunidad de contribuir a las discusiones políticas de los temas con troversiales, recursos para hacer compromisos con otros formando coaliciones y finalmente el voto en la decisión final acerca de cómo los aspectos compartidos de la vida deberían ser arreglados. Este abordaje, dice Christiano, permite tratar públicamente a cada uno como a un igual y respetar los juicios de todos los ciudadanos, sin requerir que cada uno consienta el resultado final o esté igualmente satisfecho por éste. Christiano considera a la legislativa como la clase fundamental de autoridad que debe ser incondicionalmente democrática mientras que otras pueden quedar en manos de expertos. La asamblea democrática tiene el derecho a gobernar e imponer deberes a los ciudadanos. Los ciudadanos que desobedecen leyes democráticamente hechas actúan de modo contrario al derecho igual de todos los ciudadanos a tener opinión en la legislación cuando hay un desacuerdo sustancial e informado. La igualdad democrática tiene precedencia sobre las otras formas de igualdad en disputa. Ello es por su naturaleza pública y por los intereses fundamentales que están involucrados en la publicidad. Si lo anterior es correcto, entonces solo a través de la obediencia a las decisiones democráticamente adoptadas se puede actuar justamente. (Christiano, T., 2004, 284-287).

Conclusiones

Un primer rasgo común a estas tres teorías es que conciben al procedimiento democrático como autoritativo en tanto sea idóneo para proporcionar razones moralespara la acción a los ciudadanos autónomos que integran una cierta comunidad. La legitimidad democrática es una legitimidad moral solo si la forma en que se ha constituido el procedimiento se vincula con la necesidad de obtener resultados justificables (las mejores decisiones, la adjudicación razonada de las disputas interpretativas sobre principios morales o la realización pública de la justicia social) según algunos estándares aplicables al agente moral autónomo con independencia del propio procedimiento. Un segundo rasgo común es que las tres versiones (aunque Gaus es el más explícito en este punto) toman a la decisión democrática mayoritaria como una suerte de árbitro entre posturas confrontadas en un debate público. En una democracia que cumpla con las condiciones normativas que puedan justificarse, los ciudadanos resuelven cómo actuar colectivamente en un contexto de desacuerdo moral. Tienen, por tanto, razones morales para aceptar y obedecer leyes con cuyo contenido no concuerdan y que inclusive les pueden parecer (desde una concepción completa de justicia) injustas. Un tercer rasgo común es que no se plantea al consenso como ideal de la política sino la justa resolución de las diferencias. Incluso Estlund que rechaza el «justo procedimentalismo» (en cuanto no cree que el procedimiento pueda ser constitutivo de la «verdad política») toma a la decisión democrática, cuya autoridad no puede legítimamente «dejar de ser consentida», como la palabra final en cuestiones de disenso público, Un cuarto rasgo común es la conexión entre procedimiento democrático y una responsabilidad fundamental de los agentes morales autónomos. La justificación del valor intrínseco de la democracia como autoridad legítima surge de la necesidad que tienen los agentes de realizar conjuntamente ciertas acciones: la instauración de instituciones cuya ausencia sería una suerte de catástrofe humanitaria (Estlund), la provisión de bienes públicos y la distribución equitativa de los costos y beneficios a ellos asociados (Gaus) o la realización del mundo social común según un principio igualitario de avance de intereses (Christiano). El procedimiento democrático se justifica intrínsecamente por la necesidad de cada uno de los miembros de una sociedad de decidir –en condiciones de diferencia de opinión intratable- los mejores cursos de acción para cumplir con esas responsabilidades. Y porque solo la decisión colectiva en un contexto de igualdad política y sensibilidad a los juicios e intereses de todos puede prestar ese servicio. Se puede concluir, a partir de estos elementos comunes, en una idea básica de la autoridad democrática, formulada de la siguiente manera: se trata de la autoridad que los agentes morales autónomos, motivados por una disposición a realizar acciones necesarias por las que son conjuntamente responsables, atribuyen a los procedimientos igualitarios de decisión que adjudican entre las propuestas confrontadas de acción colectiva.


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Notas:

1 Ente las más influyentes se pueden mencionar: liberalismo, populismo, deliberativismo, pluralismo, participacionismo, elitismo competitivo y agonismo. Para una aproximación al debate contemporáneo sobre las concepciones de democracia, ver Marquisio, 2013 y 2014.

2 Los límites entre ambos tipos de autoridad a veces son difusos. Un médico es para mí una autoridad teórica porque, desde mi aceptación de que su conocimiento en la materia es confiable y notoriamente superior al mío, me informa (dándome razones para creer) que si sigo fumando tendré una probabilidad más alta de contraer cierto tipo de enfermedades que si dejo de hacerlo. Pero, en tanto esa información tiene un propósito primariamente prescriptivo (lograr que modifique mi conducta) su intención es que la tome como la directiva de una autoridad práctica y, en consecuencia, deje de fumar. A su vez, el líder de una congregación religiosa que pretende obediencia de sus fieles manifiesta una indudable pretensión de constituirse en autoridad práctica. Sin embargo, en tanto el motivo del acatamiento probable de sus órdenes por parte de los fieles es la creencia de que el líder tiene acceso a alguna verdad no disponible públicamente, que incluye justificativos últimos de las acciones buenas o correctas (basadas en hechos del mundo espiritual), puede decirse que el fundamento de la autoridad práctica que pretende es su invocada condición de autoridad teórica.

3 Desde la perspectiva de Raz, aunque la autoridad práctica se justifica por el servicio que presta al destinatario de sus directivas nunca se vuelve una autoridad teórica porque el servicio que presta no es, en última instancia, epistémico (Raz, J., 1990a). Un ejemplo de disolución conceptual de la autoridad práctica en la teórica es la teoría de Heidi Hurd según la cual las directivas de la autoridad práctica (por ejemplo, la mayoría de un poder legislativo democrático) no son ellas mismas razones para la acción sino para creer en la existencia de razones para la acción. Ello supone la necesidad de una justificación epistémica fuerte de las reglas establecidas que, en principio, solo la decisión democrática estaría en condiciones de producir: (si las condiciones de decisión son las adecuadas) deberíamos cumplir con las leyes adoptadas democráticamente no porque hayan sido votadas por la mayoría sino porque (en tanto no hay razones que lleven a pensar lo contrario) el hecho de que han sido favorecidas por la mayoría es una prueba de otro hecho: que son las reglas correctas. Si el derecho puede tener algún tipo de autoridad ello solo puede ser cierto, en la visión de Hurd, en virtud de reflejar adecuadamente otras obligaciones (obligaciones morales que existen con anterioridad al dictado e imposición de la ley), esto es, por ser una autoridad teórica. Así, no hay obligaciones jurídicas distintas de las obligaciones impuestas por la moral y el derecho solo puede obligar en virtud de funcionar como una guía epistémica hacia ellas. El derecho es, en este sentido, no solo necesariamente conectado con la moral sino completamente dependiente de ésta (Hurd, H., 1991).

4 Puede encontrarse una interesante excepción en Ladenson, 1980.

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