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Revista de la Facultad de Derecho

versión impresa ISSN 0797-8316versión On-line ISSN 2301-0665

Rev. Fac. Der.  no.40 Montevideo jun. 2016

 

Ética, política y teoría en cuestiones fiscales

Fiscal ethics, policies, and theories


Andrés Blanco

Profesor de Derecho Financiero, Facultad de Derecho – UDELAR
andresblanco@adinet.com.uy


Recepción: 25/11/2015
Aceptación: 23/01/2016


Resumen Las relaciones entre la ética, la política y la teoría económica en materia fiscal requieren de un análisis más detallado que el emprendido hasta ahora. Por un lado, aunque existen ciertas propuestas éticas con contenido tributario, normalmente ellas no se han apoyado en teorías explicativas de la economía. Por otro lado, las corrientes de pensamiento económico comúnmente omiten una justificación ética de sus propuestas políticas. Sin embargo, estas separaciones no pueden sostenerse racionalmente: toda propuesta ética de contenido fiscal supone una explicación de la economía, y a la inversa toda propuesta de política fiscal no sólo supone una teoría sino también una concepción ética. En este artículo se examinarán dichas relaciones y se aplicarán las conclusiones generales a dos casos particulares: primero se hará una crítica a la propuesta tributaria de Rawls a partir de una crítica a sus supuestos descriptivos, y segundo se examinará la ausencia de un puente ético entre la teoría poskeynesiana del circuito monetario y sus propuestas fiscales. Finalmente, se analizará en la misma perspectiva una posible «ética del cumplimiento tributario» de los contribuyentes.

Palabras clave: ética; política; economía; fiscal; teoría; Rawls; poskeynesianismo; contribuyentes

Abstract The connections between ethics, policies and economic theories regarding fiscal matters need a more thorough analysis than the one carried out so far. On one hand, even though there are some ethical proposals on taxation, in general such proposals have not been grounded on explanatory theories of the economy. On the other hand, schools of thought about economy usually fail to ethically justify their political proposals.
However, such distinctions cannot be sustained rationally: any ethical proposal concerning fiscal matters involves an explanation of economy, and conversely any proposal related to fiscal policies does not only involve a theory but also an ethical understanding. This article will review such connections, and general conclusions will be applied to two specific cases: first, Rawls’s proposal concerning taxation will be reviewed, having previously studied its descriptive assumptions, and then the lack of an ethical connection between the post Keynesian theory on the monetary circuit and its fiscal proposal will be examined. Finally, a possible “taxation compliance ethic” of tax-payers will be likewise analysed.

Keywords: ethics, policies, economy; fiscal; theory; Rawls; post Keynesianism; tax-payers



Planteo de los problemas

La justificación ética de las políticas fiscales, en especial de política tributaria, ha concitado un cierto grado de atención. El caso más evidente es el de Rawls, quien propuso a los impuestos generales al consumo, sumados a impuestos progresivos a las herencias, como la estructura tributaria éticamente más aceptable (Rawls, J., 1997, 249 y ss.). En Uruguay también se intentó establecer un marco general para la valoración ética de los tributos (Blanco, A., 2003), así como una propuesta concreta para un objetivo ético y político específico, como la redistribución del ingreso y el poder (Blanco, A. 2008,144-150). El tema, no obstante, merece una revisión profunda. En primer lugar, muchas de las propuestas que se asumen a sí mismas como éticas dejan en un segundo plano las teorías de la sociedad y la economía en las que, explícita o implícitamente, se asientan. De esa forma, es frecuente que dichas propuestas aparenten ser ahistóricas y totalmente abstractas, y ese despegue de las condiciones materiales de la vida social las expone fácilmente a críticas fundadas en su ignorancia de la vida social. En segundo lugar, los proyectos fiscales que se justifican desde teorías éticas aparentan ser algo distinto a las políticas tributarias o fiscales como se las entiende normalmente. En efecto, los discursos autocalificados como «político fiscales» pretenden (a diferencia de las «éticas fiscales») aproximarse a teorías que, a su turno, pretenden ser descriptivas de las economías capitalistas, con lo cual las autocalificadas «políticas» aparentan un mayor grado de «realismo». Empero, esta idea de las «políticas fiscales en sentido propio», como algo despegado de la ética y supuestamente cercano a la «teoría», tiene las siguientes debilidades: 1) como las políticas no suelen enlazarse explícitamente con objetivos profundos y a largo plazo respecto de la sociedad, de lo cual sí se ocupan las éticas, normalmente no pueden proponer motivos últimos para defender una decisión de política fiscal antes que otras; y 2) las «descripciones» de la economía capitalista en las que explícitamente se apoyan las políticas fiscales –al menos las que están en boga– suelen proponerse en forma simplificada, por lo que las debilidades o fortalezas de dichas teorías, que objetivamente se transmiten a las políticas que inspiran, quedan soslayadas. De esa forma las políticas fiscales se resguardan estratégicamente de críticas intensas de tipo teórico. Es más: como se observará más abajo, muchas de esas «teorías» que son el sostén de las políticas fiscales han perdido su contenido descriptivo, y son hoy estructuras ideológicas sin virtudes explicativas. Estos desencuentros entre ética, política y teoría en materia fiscal son simples requieren explicitar: 1) que las «propuestas fiscales de origen ético» tienen carácter político; 2) que las «políticas fiscales» descansan en éticas generales implícitas; y 3) que unas y otras fueron concebidas a partir de visiones aparentemente descriptivas (erradas o no, eso es otro tema) de las sociedades y las economías. Con ello pretendo demostrar que es ilusorio discutir abstractamente de «ética» o de «políticas» en materia fiscal, y que los debates en esta materia son pujas entre bloques conceptuales: cada discusión significa que una política, una ética y una teoría asociadas, confrontan con otro bloque semejante. En segundo lugar, un aspecto poco analizado de las relaciones entre el discurso ético y las políticas fiscales de los estados, radica en las connotaciones éticas de la conducta de los contribuyentes frente a los tributos existentes: en concreto, ¿existe alguna razón ética para que las personas cumplan las obligaciones tributarias, más allá del uso de la violencia, o el temor a la violencia, que es uno de las características esenciales de la práctica jurídica y que acompañan al tributo cuando se convierte en «derecho»? La respuesta a esta pregunta también está condicionada por la visión que se mantenga acerca de cómo funciona la sociedad y la economía: las exigencias éticas a las personas variarán según la función social que se atribuya al tributo.

El plan del artículo es el siguiente:

En el capítulo 2 se reducirá a su forma más elemental el concepto de «norma», para delimitar lo más exactamente posible qué podemos entender por «ética».
En el capítulo 3 se establecerá el enlace entre la «ética» y la «política» como discursos y prácticas sociales.
En el capítulo 4 de establecerá por qué la «ética» y la «política» suponen siempre ciertas descripciones de la vida social.
En el capítulo 5 se analizará la propuesta tributaria de John Rawls, en apariencia de corte puramente ético, para descubrir su trasfondo teórico.
En el capítulo 6 se recorrerá el camino inverso: a partir de la teoría poskeynesiana del circuito monetario y la concepción teórica del tributo que de ella deriva, se determinarán ciertas consecuencias éticas y políticas.
En el capítulo 7, se tratará la propuesta de Thomas Piketty, que trata de articular una visión política, teórica y ética de un nuevo esquema tributario mundial.
En el capítulo 8, finalmente, se tratará de dilucidar en qué medida las éticas, y las visiones de la sociedad con las cuales ellas se enlazan, constituyen razones para el cumplimiento o el incumplimiento de las obligaciones tributarias.

La ética: regla, discurso y práctica

Partamos del supuesto muy grueso de que hablar de «ética» es igual a hablar de «normas». Es común hablar de las «normas» con diversos fines, pero sin indagar exactamente qué son las normas. Esto es, a todas luces, un déficit: ¿cómo podemos decir cualquier cosa sobre «normas», si no proponemos una definición de ellas? A ese fin, adoptaré una actitud epistemológica según la cual: 1) «norma» es un nombre; 2) todo nombre es la denominación de un conjunto: y 3) para discutir racionalmente sobre la extensión de un conjunto (es decir, qué elementos lo integran), el mismo (o los subconjuntos que lo integran, en caso de tratarse de un conjunto de conjuntos) debe definirse en función de alguna propiedad identificable empíricamente1. Si en última instancia un conjunto no puede reducirse a objetos empíricamente asequibles, la discusión será metafísica, retórica, emotiva, etc., pero no racional. El primer aspecto claro es que al hablar de «normas» nos referimos a lenguajes o discursos. Por ejemplo, tomemos el imperativo categórico de Kant: «Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda siempre ser considerada como un principio de legislación universal» (Kant, I., 2001, 53). Este «imperativo» es el nombre de un conjunto de objetos lingüísticos: el o los manuscritos originales de Kant; la oración respectiva en cada uno de los libros impresos de cada una de las ediciones del libro de Kant, desde la primera en alemán hasta las últimas, en todos los idiomas a los que se tradujo el libro; las múltiples versiones de ese enunciado que están publicadas en internet; el enunciado transcripto en español en este mismo artículo; etc. ¿Qué hay en común entre todos esos enunciados? Esto: todos ellos generan representaciones psíquicas, reiteraciones escritas o verbales, etc., que de algún modo identificamos como semejantes. Pero no hay un «significado» universal de todos los enunciados, entendido como un objeto real del que cada enunciado particular sea una suerte de proyección: ese «significado» no es más que un consenso, es decir, un hecho social consistente en que la mayoría de las personas están dispuestas a aceptar que todos esos enunciados son, de algún modo, equivalentes entre sí, y además que son equivalentes con otros enunciados lingüísticamente diversos.
Dejo de lado de antemano la definición de conjuntos a través de la enumeración individual de sus elementos, dado que no es una estrategia relevante para los objetivos trazados.
La «norma en sí» debería ser ese «significado» como objeto que comparten todos los enunciados particulares. No obstante, como no hay un objeto empíricamente identificable como «significado universal» de varios enunciados prescriptivos, se concluye que tampoco hay una «norma en sí». A ese conjunto de enunciados podemos llamarlo por comodidad «imperativo categórico de Kant» (o «constitución», o «principio de justicia»), pero el simple uso de un nombre no estamos introduciendo al mundo fáctico un objeto independiente, sino –valga la perogrullada– que estamos introduciendo un nombre, esto es, la denominación de un conjunto (en este caso de enunciados). Con Wittgenstein digamos que cuando las personas «siguen una regla» podemos identificar la conducta que desarrollan, y darle un nombre a ese conjunto de conductas (por ejemplo, «está prohibido matar» si observamos que reiteradamente la gente considera que no hay que matar), pero no podemos decir cuál es la regla que la gente está siguiendo. Alguien podrá decir «¡pero si es obvio que la regla es ‘está prohibido matar’!». Aquí volvemos a lo anterior «está prohibido matar» es un enunciado que otro, o yo mismo, escribo o digo, y así sucesivamente; la suma de todos esos enunciados no es una «regla» con vida propia, sino simplemente un conjunto de enunciados u oraciones a las que por simple comodidad llamo «prohibición de matar» o «norma que prohíbe matar», o cosas por el estilo (Wittgenstein, L., 2002, 199 y ss.). Podemos recapitular entonces diciendo que lo que conocemos como «normas», y en particular la ética, se componen de: 1) discursos que pretenden dirigir la conducta, y que son ellos mismos el fruto de conductas; y 2) conductas que se desarrollan al influjo de esos discursos directivos. Indaguemos algo más en esos discursos que pretenden orientar la conducta. Su propiedad más visible es su uso prescriptivo, es decir, su pretensión abierta de determinar la acción de las personas en general, o de un grupo de personas (Wittgenstein, L., 2002, 205). Si aceptamos que la «ética» refiere a los discursos y las prácticas normativas diferentes del «derecho», nuestra materia estará centrada pues en los discursos prescriptivos no jurídicos. Es bueno aclarar que esta demarcación es, objetivamente, artificial, ya que el discurso jurídico permanentemente está absorbiendo piezas del discurso ético (Blanco, A., 2014, 22); mantengamos la división, por lo tanto, como estrategia expositiva. Dentro de esos discursos prescriptivos no jurídicos es importante distinguir dos conjuntos: algunos que se generan de modo no deliberado en los colectivos sociales, y que llamaré «éticas espontáneas», y otros que son consciente y deliberadamente construidos por ciertos grupos reducidos de personas (como una agrupación religiosa), o una persona en particular (un filósofo moral, por ejemplo), y que a diferencia de las éticas espontáneas normalmente incluyen justificaciones más o menos complejas. A este segundo subconjunto de discursos prescriptivos no jurídicos los llamaré «éticas articuladas» (Weber, M., 1998, 295 y 400 y ss.). Desde el punto de vista lingüístico, podríamos decir con Bajtin que las éticas espontáneas son un “género discursivo primario”, dado que surge en el habla común, mientras que las éticas articuladas son un “género discursivo secundario”, dada su creación deliberada y su complejidad (Bajtin, M., 2011, 14). De manera que la ética conforma una «praxis» especial; hay discursos que orientan la conducta (llamémosles «discursos guía»), y conductas que se desenvuelven a partir de esos discursos, todos ellos orientados a la acción social directa (Marx, C., 1995, 130-131). Podemos hablar entonces de la ética como una de las «praxis normativas».

Praxis normativas y política

Definida pues la ética como una praxis normativa, hay que concluir que lo que se llama «política» también lo es. En efecto, si identificamos como «política» el conjunto (sumamente heterogéneo, por cierto) de prácticas tendientes a conservar o modificar conjuntos de relaciones sociales, principalmente –pero no exclusivamente– teniendo como eje el Estado, es muy fácil incluir ese conjunto de acciones en el conjunto más amplio de «praxis normativas». Así, invariablemente en la política hay discursos prescriptivos: en primer lugar se «dice» qué debe hacerse con las relaciones familiares, con los salarios de los trabajadores, con el gasto público, etc.; y luego hay acciones, que en la mayoría de los casos desembocan, más tarde o más temprano, en discursos y prácticas jurídicas: una ley, un reglamento, un contrato, etc. Tanto pertenece la «política» a las praxis normativas, que generalmente termina fundiéndose con el Derecho, que reconocemos como la praxis normativa por excelencia en las sociedades contemporáneas (Kelsen, H., 2003, 144-147). Aquí tenemos una conclusión importante: no existe una diferencia relevante entre una «ética social» y la política. Desde luego que una ética articulada y un discurso «político», desde el más refinado al más burdo, tienen diferencias, pero ellas no radican en el uso de los lenguajes, sino en su presentación externa: uno y otro tienen vocabularios específicos, y las éticas articuladas suelen presentarse como ahistóricas, como es el caso de Kant y Rawls, o con pretensiones de «universalidad» más vasta que la política clásica. Eso implica que la ética y la política en su versión estándar son géneros discursivos diversos (Bajtin,M., 2011, 10 y ss.). No obstante, los géneros discursivos se distinguen por propiedades lingüísticas externas, como el vocabulario o el estilo, pero no necesariamente suponen que los usos o las funciones sociales de unos y otros difieran. Eso significa que las éticas articuladas de proyección social, no son sino propuestas políticas revestidas de lenguajes no usuales en la política ordinaria, por su léxico y –sobre todo– por la forma de justificarse. Ahora bien, lo dicho también implica que cuando se hacen propuestas dentro del estilo lingüístico de la política, aunque no se quiera o no se diga, se está asumiendo una cierta ética, esto es, un discurso acerca del deber ser social. Por lo tanto, no sólo las éticas de proyección social son propuestas políticas, sino que todas las propuestas políticas suponen una cierta ética. No hay, pues, discusiones sobre cuestiones sociales que podamos llamar «éticas pero no políticas» o «políticas pero no éticas»: toda discusión sobre la dirección de la vida social es, necesariamente, ética y política a la vez.

Ética, política y descripciones de la sociedad

Las pretensiones de construir éticas intemporales, como es el caso de Kant y Rawls, son de concreción imposible: toda concepción ética tiene como punto de partida y como destino contextos sociales específicos. Dado que en el punto anterior se concluyó que las propuestas políticas son invariablemente éticas, y que las éticas de alcance social son invariablemente políticas, se deduce de lo dicho que los discursos ético-políticos, como conjuntos, son inescindibles de visiones concretas de la sociedad Analizaré este aspecto a partir de las reflexiones de Habermas acerca del marxismo, y las precisiones del mismo Marx acerca de cómo nacen las teorías sociales. Habermas sostuvo que el marxismo es la primera teoría que reflexiona sobre el contexto en el que ella misma surgió y que, sobre esa base, pretende explícitamente dirigir prácticas sociales (desde organizaciones políticas y sindicales hasta la labor de construcción de teorías), marcando así un hito en las relaciones entre teoría y praxis (Habermas, J., 2000, 13 y ss., 216 y ss.). Cuando Habermas se refiere a «teorías» que anteceden a la praxis, no lo está haciendo simplemente a los discursos prescriptivo de alcance social, como la ética o el derecho (que forman parte de la praxis misma), sino a la explicación de la estructura social que propuso Marx y los autores marxistas, que también constituyen antecedentes de las praxis marxistas. Analizando la tesis de Habermas, es totalmente cierto que Marx apuntó a generar una teoría explicativa del funcionamiento social que, sin perder su carácter descriptivo, no fuera simplemente contemplativa sino que sirviera de herramienta para la acción social. También es cierto que Marx autoexplicó su teoría como un fruto del capitalismo desarrollado, pues sólo en ese contexto es posible comprender las fuerzas motrices de la historia social, especialmente económica, y sobre esa base proponer un proyecto de sociedad «conscientemente constituida». No obstante, la contribución de Marx es mucho más amplia que una autoexplicación de su propia teoría económica y social. En efecto, lo que Marx sostuvo es que no sólo su teoría, sino todos los discursos, desde la ética hasta las ciencias sociales, desde la religión hasta las «ciencias duras», surgen en la medida en que el contexto social lo permite y –lo que es más importante– para cumplir demandas del contexto social (Marx, C., 1978, 250-251; Marx, C. y Engels, F., 1968, 25-27). Esto supone una imbricación entre teoría y praxis, y en particular entre teorías y praxis normativas, mucho más vasta que el vínculo «marxismo teórico-marxismo práctico (o político)», como lo sugiere Habermas: toda praxis está atada a una teoría, o al menos a una visión descriptiva (verdadera o falsa, eso es secundario) de la sociedad. Los tributos son un ejemplo bien sencillo de lo dicho. El tributo es un fenómeno esencialmente monetario, de modo que si no hay dinero (como en las economías primitivas) el tributo no existe, y si el dinero pervive pero en ámbitos estrechos (como en la economía feudal, donde gran parte de la circulación no tenía carácter monetario), el tributo tiene un alcance limitado. En esos contextos es visible que las reflexiones políticas y éticas sobre los tributos son nulas o incipientes. El diseño de políticas tributarias, y sobre todo el enlace de la tributación con las éticas articuladas, aparecen cuando la economía se vuelve radicalmente monetaria, y por lo tanto cuando el tributo también se convierte un fenómeno en gran escala: ello sucedió en Europa con la consolidación del capitalismo, y creció en la medida en que el capitalismo también creció. Esto parece bastante obvio: nadie puede reflexionar en ningún sentido sobre un fenómeno, si este fenómeno no es claramente visible. Pero por ello también debería ser obvio que son los fenómenos sociales los que crean la base para la reflexión ética y política, y por lo tanto es un error creer que se pueden hacer estas reflexiones en forma pura y abstracta. Ahora bien, la «realidad social» no se aparece ante los ojos de las personas como un cúmulo de hechos categorizados y explicados en sí mismos: los datos de los sentidos no están «autoexplicados». Cuando se introducen categorías y explicaciones de la sociedad, ellas no están dadas en los hechos sociales desnudos, sino que son fruto de ciertos lenguajes específicos, que median entre los datos de los sentidos y la comprensión humana del mundo. Por eso es que todas las «éticas» y «políticas», del sesgo que sean, tanto espontáneas como articuladas, están ligadas a determinadas visiones de la sociedad y, en el caso de las éticas y políticas de Occidente desde el siglo XVI hasta hoy, a visiones de la sociedad capitalista. Estas visiones de la sociedad pueden ser simplemente intuitivas o –lo que es más interesante–discursos con pretensiones explicativas más profundas, como las corrientes del pensamiento económico o sociológico. De manera que, de la misma manera que hay una imbricación entre política y ética, al punto que podemos hablar de un complejo «ético-político», ese complejo está a su vez enlazado inevitablemente con teorías sobre el funcionamiento de la sociedad. Así, si se dice –por ejemplo– «las desigualdades de ingresos deben mitigarse a través de tal tipo de impuesto», no sólo estoy expresando una directriz, sino que también estoy introduciendo un conjunto de descripciones, y más aún, de descripciones «filtradas» por una o más teorías. Por lo pronto, tengo que tener alguna herramienta de medición de los «ingresos» globales y de cada persona; tengo que tener algún criterio para medir la «desigualdad», lo cual no es para nada trivial, habiéndose desarrollado métodos divergentes para medirla (Sen, A., 1979, 45 y ss.); y, lo que es más relevante, sólo es razonable proponer medidas contra la desigualdad si se asume alguna visión teórica según la cual la desigualdad de ingresos, o algún grado de ella, tiene un efecto valorado negativamente. Ahora bien, un corolario de la implicación «teoría-ética-política», es que una forma de invalidar una ética o una política cualesquiera, es refutar su base descriptiva o teórica. Si alguien propone como «buena», «correcta», etc., cualquier acción social o cualquier estado de cosas en la vida social, al caer la base teórica sobre la cual se construye la propuesta ética o política, esta última por fuerza también debería caer. Quiere decir que las éticas y políticas no son sólo susceptibles de crítica directa, sino que también las afecta sobremanera la crítica a su base descriptiva y teórica. Desde luego que cuando utilizo el verbo «caer» para referirme a la refutación de una teoría social y la invalidación de las políticas y éticas que se basan en ella, no quiero decir que eso signifique que quienes las sostienen las abandonen. Antes bien, la ideología es precisamente eso: mantener una tesis en contra de las evidencias empíricas adversas y cerrarse a la crítica, y las «ciencias sociales» (si se las puede llamar «ciencias»), y más aun la política y la ética, están plagadas de ideologías. Por lo tanto, cuando digo «caer» me refiero a algo bastante más modesto: en una discusión abierta a la crítica sobre una política o una ética, si la teoría sobre la sociedad que las sostiene es refutada, la política y la ética derivadas de ella también se invalidan. Sobre todo esto me extenderé en los capítulos siguientes, cuando me encamine a aplicar estas ideas a las éticas y políticas tributarias.

La propuesta tributaria de Rawls: base teórica y crítica de la misma

Rawls fue un filósofo moral con una propuesta tributaria muy concreta: según su opinión, el impuesto más «justo» es el impuesto general al consumo (Rawls, J., 1997, 260). Curiosamente, esta propuesta parece estar fundamentada en razones éticas desconectadas de los famosos «principios de justicia» que Rawls propuso con carácter general en el mismo libro (Rawls, J., 1997, 67 y ss.). En efecto, para este autor la preferencia por un impuesto general al consumo se basa en la creencia de que «es más justo gravar a las personas según lo que sacan del acervo común (el consumo), que hacerlo según lo que aportan al acervo común (los ingresos)». Esto no parece relacionarse con las propuestas de Rawls de «tratar imparcialmente» a todas las personas (primera regla de justicia), pero propendiendo a dar mayores beneficios a los más desfavorecidos para equilibrar su «punto de partida» en la búsqueda de oportunidades (segunda regla de justicia). En su lugar, Rawls parece estar proponiendo una directriz independiente, que en sí misma resulta bastante discutible; literalmente, el autor basa su propuesta tributaria en un «sentido común de justicia». Esto permite una primera crítica a la propuesta de Rawls: desde el punto de vista estrictamente ético, ese «sentido común» no tiene nada de obvio para un interlocutor social cualquiera. Aun suponiendo que es correcta la idea del «acervo común» (cosa que, como veremos de inmediato, es muy poco plausible), ¿por qué es más «justo» gravar a las personas cuando «sacan» del acervo común que si «aportan» a él? Esta afirmación, que es crucial pues de ella Rawls desprende la propuesta concreta del impuesto general al consumo, se plantea en forma totalmente arbitraria. Pero lo que me interesa es observar la relación entre la propuesta ética tributaria de Rawls con una visión descriptiva de la sociedad. Este «principio» del discurso ético que Rawls introdujo ad hocpara los tributos, se basa en supuestos descriptivos: la existencia de un «acervo común», y operaciones consistentes en «sacar» y «aportar» a dicho acervo. Veamos pues: ¿a qué se refiere Rawls con el «acervo común»? Parece claro, por el tono del discurso del autor, que esa expresión denomina al conjunto de bienes de una sociedad, en su más amplia expresión: bienes de uso privado, bienes afectados a actividades empresarias, dinero, bienes públicos, etc. Tenemos pues que toda la propuesta de Rawls parte del supuesto de que ese conjunto de bienes, es «común», esto es, que su dueño es toda la sociedad. Este es un supuesto descriptivo de la ética tributaria de Rawls, pues su punto de partida está dado por al menos dos hechos sociales que hay que suponer como ciertos para que el resto de la propuesta tenga sentido: a) existe un conjunto de bienes; y b) ese conjunto es de propiedad común. Ahora bien, el que este «acervo» sea de propiedad común es algo total y notoriamente falso: en todas las economías mercantiles, y desde luego en el capitalismo más que en ninguna otra, casi nada es de propiedad común, sino que casi todas las cosas, desde el dinero hasta los animales salvajes y la atmósfera, son de propiedad específica de conjuntos de personas o individuos aislados. Para justificar esto es preciso hacer una pequeña reflexión sobre la «propiedad». La palabra «propiedad» denomina a un conjunto de una o más relaciones sociales (Weber, M., 1998, 21 y ss.): cuando en una sociedad dada las personas reconocen que tal objeto es «de propiedad de X», están orientando su acción en el sentido de abstenerse de hacer respecto de ese objeto ciertas conductas (moverlo, utilizarlo, etc.), y admitirlas sólo si las hace X. Estos son conjuntos de comportamientos recíprocos entre los seres humanos: la tierra, los objetos producidos en una fábrica, los animales, los vegetales, el agua, no son capaces de tener ningún «comportamiento» hacia un humano o grupo de humanos que permita decir que lo «admiten» como su propietario (Weber, M., 1998, 35). En sí, el mundo no humano no es naturalmente «propiedad» de nadie en el sentido que le damos quienes vivimos en las sociedades mercantiles; la «propiedad» es pues una forma de denominar a un tipo de comportamiento humano respecto de ese mundo no humano (aunque en el pasado también se habló de «propiedad» de otros humanos, como los esclavos, los niños y las mujeres). Viendo así las cosas, no hay nada parecido a un «acervo común» en las sociedades mercantiles, y especialmente no la hay en el capitalismo. El comportamiento social de las personas hacia las cosas invariablemente implica que algunas personas pueden hacer lo que deseen con ciertas cosas, y el resto no tiene ninguna posibilidad de decir ni hacer nada al respecto. Si hubiera un «acervo común», todos los integrantes de una sociedad tendrían, de alguna forma, un poder de decisión sobre todos los bienes; pero esto es lo más alejado de la vida real que pueda pensarse. Queda así refutada fácticamente la idea matriz de Rawls para justificar los impuestos al consumo: los bienes están asignados a sujetos que son propietarios exclusivos, y además esa asignación es radicalmente desigual, originando una división de la sociedad en función de la cantidad y calidad de bienes que se poseen. Pero no sólo eso: en el capitalismo no sólo las cosas no pertenecen a ningún acervo común, sino que también son, casi sin excepción, mercancías: casi todo se intercambia por dinero (Marx, C., 1995, 3 y ss.). Esto comprende no sólo los objetos tangibles, sino que incluso los mismos comportamientos humanos de la más variada índole son mercancías: son mercancías el alimento que se compra, y también el dolor por la muerte de una persona con quien hay un vínculo que se «indemniza» con dinero por quien causó la muerte, ya que esa «indemnización» es en esencia el precio que paga alguien por dar sufrimiento a otro. Por tanto, cuando se «consume» no se está «sacando» algo que es de todos a cambio de nada: quien consume está entregando a otros sujetos una cantidad de dinero, tras lo cual cambia la «propiedad» de aquello que se compró, es decir cambia el sentido en que se orientan las acciones sociales hacia otros respecto del objeto comprado. Por ese mismo motivo, es falso que «obtener un ingreso» sea «aportar al acervo» sin «recibir nada a cambio». En efecto, la obtención de un ingreso es la contracara de un intercambio: se entrega a un sujeto concreto, no a la comunidad, una mercancía, que puede ser desde un bien a la fuerza de trabajo, a cambio de dinero. Es decir, nadie «aporta» gratuitamente nada a la comunidad, sino que todos producen mercancías (como una empresa), o simplemente la lleva en su cuerpo (como el trabajador que vende su fuerza de trabajo), y las entregan a cambio de dinero. El lector habrá advertido que mi crítica a los supuestos descriptivos de la propuesta ética orientada a los tributos de Rawls, se hizo desde una explicación basada en una concepción de las relaciones sociales y la economía que combina elementos de Weber y Marx: del primero la idea de «relación social» y del segundo la noción de «mercancía». De todos modos, la descripción implícita en la propuesta de Rawls también sería refutable desde la teoría económica neoclásica: ésta imagina a la economía capitalista como un «sistema de flujo circular» de bienes y factores productivos, en el cual las personas los intercambian por dinero (Fischer, S., Dornbusch, R., Schmalensee, R. (s.f), 28-30). A diferencia del marxismo, la teoría neoclásica no ubica a las personas en la economía en función de su clase social, sino que imagina que todos intercambian cosas en términos de igualdad y todos obtienen la máxima utilidad. Pero en todo caso está presente la idea de que cuando se consume y se tiene un ingreso hay un intercambio, no operaciones «gratuitas» respecto de objetos previamente integrantes de un «acervo común». Por lo tanto, tampoco en perspectiva neoclásica podría decirse que el consumo es sólo «sacar del acervo común», y que el ingreso es «aportar» al acervo común. Y tampoco en perspectiva neoclásica sería posible hablar de un «acervo común», ya que esta corriente de pensamiento no niega el hecho obvio de que la economía capitalista está signada por la propiedad privada. En suma, la propuesta tributaria de Rawls se funda en una cadena de descripciones rotundamente falsas del entramado de relaciones sociales, que hace imposible hablar de un «acervo común», ni calificar como «extracción del acervo común» al consumo. Necesariamente, pues, deben caer las calificaciones éticas de esos actos, ya que están basadas en descripciones falsas de la sociedad. Si refutamos la base teórica de Rawls, y desaparecen las calificaciones éticas del «consumo» y el «ingreso» que ese autor nos propone, por fuerza cae también la preferencia ética por un impuesto al consumo antes que por los impuestos a la renta. La propuesta de Rawls, pues, no puede resistir en su conjunto la crítica a su base teórica.

Las consecuencias éticas de la teoría del circuito monetario respecto de los tributos

En el capítulo anterior tomé como punto de partida una ética tributaria aparentemente abstracta, intentando desentrañar las visiones implícitas de la economía y la sociedad que ella supone, y transformando luego la crítica a estas «descripciones» de la economía en críticas a la ética tributaria que aparentaba construirse en forma pura, pero que en realidad se basaba en las mencionadas descripciones. En este capítulo me propongo recorrer el camino inverso. En efecto, si en los capítulos 2 a 4 se propuso que las éticas y políticas están inevitablemente enlazadas con teorías sobre la sociedad y la economía, ello supone que existen consecuencias éticas y políticas para todas las teorías sobre la economía que pretenden ser descriptivas, aun cuando estas teorías «renuncien» a formular explícitamente una ética o una política asociadas a ellas. Tomaré a esos efectos la teoría poskeyenesiana del circuito monetario, advirtiendo al lector que se trata de una concepción con la que personalmente tengo afinidad. Dicha teoría sostiene que el dinero equivale, en esencia, al crédito, especialmente el crédito bancario. Ello por cuanto los bancos, cuando otorgan créditos (y esto puede decirse respecto de cualquier sujeto que tenga esa posibilidad), no necesitan de ningún «respaldo» o «disponibilidad» consistente en dinero estatal, ni en ningún otro tipo de documento ni «derecho»: sencillamente otorgan el crédito y éste, en manos de quien lo solicita, se convierte instantáneamente en poder de compra, expresado simplemente en una sucesión de asientos contables o documentos que se intercambian. Luego, el sujeto a quien se ha otorgado el crédito «utiliza» ese poder de compra realizando otra serie de actos (entregando cheques o realizando transferencias, principalmente) que tampoco requieren ninguna mediación de dinero estatal. El estado también crea dinero, sea a través de crédito (al igual que los bancos) o emitiendo billetes y monedas, pero ese dinero estatal es sólo una fracción del dinero total (Parguez, A., 2005). Es decir: el dinero se crea, literalmente, de la nada, como si fuera una mercancía nueva, tesis que tiene su antecedente en Rosa Luxemburg quien, desde una óptica marxista, propuso que en rigor la producción de dinero debería implicar un tercer sector de la producción capitalista junto con el sector de la producción de bienes de capital y el sector de la producción de bienes de consumo (Luxemburg, R., 2007, 34-36). Esa síntesis, sumamente apretada, de la teoría del circuito monetario, nos alumbra acerca de la concepción de los tributos que se mantiene en la misma. A diferencia de otras teorías, y también a diferencia de la idea intuitiva que normalmente se tiene de las finanzas públicas, la teoría del circuito no cree que el tributo sirva para allegar recursos al Estado. Como éste puede crear dinero en forma autónoma, a través de la emisión o el crédito, puede también fijar el volumen del gasto público en el nivel que desee sin necesidad de contar con la contrapartida de fondos provenientes de terceros, sea a través de tributos, de deuda pública o cualquier otra vía. El tributo no es, pues, una herramienta que desvíe recursos del sector privado de la economía hacia el Estado. En su lugar, la recaudación de tributos implica destruir dinero generado antes, tanto en el sector privado como en el público: cuando se recaudan tributos, a diferencia de lo que sucede cuando se paga por bienes o servicios en intercambios normales, el dinero recaudado (billetes, asientos contables que reflejan créditos, etc.) no es «utilizable» por el Estado, sino que se anula. Esa destrucción sistemática y permanente de dinero a través de la recaudación de tributos es necesaria para controlar la masa monetaria, ya que si así no sucediera el dinero disponible crecería incesantemente, aumentando también incesantemente los precios monetarios (Parguez, A., 2005, 47-48; Bougrine, H. y Seccareccia, M., 2006, 155-157). Esta teoría tiene consecuencias éticas primarias muy evidentes y relevantes. La concepción tradicional del tributo, tanto de los autores clásicos del liberalismo (Ricardo, D., 1985, 114-117), como también los neoclásicos (Stiglitz, J., 2002, 475-477) e incluso los marxistas (Marx, C., 1946, 31), lo concibe como una apropiación por el estado de una parte del valor generado en el sector privado de la economía. Asumiendo, además, que esa apropiación de valor económico por parte del estado no lo destruye, en la concepción tradicional el tributo deviene en una forma de socialización (o al menos estatización) de la riqueza, que luego se distribuye a través del gasto público de acuerdo a parám etros que no siguen las reglas de asignación de recursos del mercado capitalista (Gallo, F., 2011, 37 y ss.). Por otro lado, en la concepción tradicional es fácil afirmar que el tributo es una herramienta de redistribución del ingreso y de mitigación de las desigualdades, por lo cual, suponiendo que esos son objetivos deseables, el tributo tiene un papel esencial en las éticas articuladas (así sucede con Rawls, según se vio en el capítulo anterior), y también en las políticas redistributivas (Piketty, T., 2014, 456 y ss.). También es visible que esa concepción del tributo es la que intuitivamente se genera en la sociedad, lo que en paralelo otorga al tributo ese halo solidario que tiene en las éticas espontáneas que circulan en el discurso social. Ahora bien, esas ideas de «socialización» de la riqueza y «solidaridad a través del tributo» quedan, en la teoría del circuito, eliminadas. En primer lugar, el tributo aparece como mucho más funcional con el entramado ordinario de la economía capitalista, ya que su papel de estabilizador de la masa monetaria y los precios es de esencia a ese modo de producción: desde Weber está claro que una necesidad social ínsita al capitalismo es la predictibilidad de los efectos de las decisiones de los capitalistas, la cual se vuelve dificultosa si los precios son muy inestables (Weber, M., 1998, 307 y ss., entre otros). Esto no quiere decir que el tributo no tenga algún grado de contrafuncionalidad, ya que incluso en el marco de la teoría del circuito monetario supone una expropiación de dinero, y también es indudable que una pieza esencial del modo de producción capitalista es la propiedad privada de todas (o casi todas) las cosas. Esta contrafuncionalidad es obviamente generadora de tensiones, evidenciados en la generación de discursos «antitributarios» en las doctrinas económicas liberales (Ricardo, D., 1985, 115116), y también en la dogmática jurídica (Blanco, A., 2013, 32 y ss.). Pero dada la funcionalidad del tributo desde el punto de vista monetario, dicha tensión con la propiedad privada es fácilmente absorbible y resuelta sin sobresaltos por la praxis jurídica, como sucede con miles de conflictos de intereses en las sociedades capitalistas. Lo importante es que, dado que el nivel del gasto público se determina con independencia de la recaudación tributaria, siendo ésta el final, no el inicio, del circuito monetario, pasa a ser ilusoria la creencia de que el tributo implica una transferencia forzada de riqueza de unos grupos sociales a otros. De manera que se aleja la suposición, abierta o soterrada, de que el tributo es una suerte de «germen de socialización» del ingreso: no hay en él ninguna solidaridad implícita, sino un mecanismo frío de estabilización de los intercambios de mercancías. En segundo lugar, las pretensiones de utilizar el tributo para fines ético-políticos de redistribución e igualdad, quedan sumamente menguados. No es que el tributo carezca totalmente de efectos redistributivos, ya que las mermas en las disponibilidades de dinero a través de la recaudación tributaria pueden traducirse, por lo pronto, en ciertas variaciones en las disponibilidades de dinero destinadas al consumo (Bougrine, H., y Secareccia, M., 2006, 160). Sin embargo, el carácter principalmente monetario del tributo resalta la posibilidad de su traslación, esto es de que sus deudores en sentido jurídico desplacen hacia otros el efecto de detracción de dinero a través de la elevación de sus precios, la cual a su vez es tanto más fácil cuanto más elevado sea el grado de monopolio de ese deudor, especialmente cuando se trate de empresas. Desde el punto de vista ético, la aceptación de la teoría poskeynesiana del circuito económico fuerza a abandonar todas las construcciones que vean al tributo como una herramienta de solidaridad social en un sentido estrictamente económico: es muy poco lo que cabe esperar por la vía de modificar, en todo caso modestamente, los niveles de consumo y de ahorro de las personas. Eso no quita que ciertos objetivos políticos alcanzables a través del tributo, por ejemplo el estímulo a la inversión, no puedan fundarse en términos de un discurso ético. Pero en el marco del poskeynesianismo ya no es posible mantener la idea del tributo como transferencia forzada de ingresos de unos grupos sociales a otros. Su «valor ético intrínseco», pues, queda totalmente menguado desde este punto de vista. Desde una teoría poskeynesiana del circuito también es insostenible la visión del tributo como «costo de los derechos» (Gallo, F., 2011, 84 y ss). Como el gasto público se determina en forma independiente de la recaudación, encarar el volumen y la distribución de dicho gasto no depende de que se recaude más o menos y, lo que es más importante, recaudando tributos no se está «contribuyendo a la satisfacción de derechos». Las connotaciones éticas de esta conclusión son patentes: queda todavía más menguada la estatura ética del tributo, ya que no sólo es, a lo sumo, una herramienta modestísima de redistribución del ingreso, sino que además no es el supuesto indirecto para que se atiendan necesidades de las personas más postergadas y perjudicadas por el funcionamiento «normal» de la economía capitalista. Por otro lado, la teoría del circuito monetario desplaza el centro de atención de las finanzas públicas hacia el gasto. En efecto, si el gasto público es la instancia a través de la cual el estado crea dinero, es evidente que es de ese lado, y no del de los tributos, desde donde es posible articular intervenciones eficaces del estado en la economía capitalista y en función de ellos trazar objetivos éticos y políticos. Ello incluye tanto el desarrollo de objetivos redistributivos, a través del pago de salarios o subsidios directos a las personas de bajos ingresos, así como también la regulación general de la economía capitalista. En lo que concierne a esto último, es sabido que el poskeynesianismo sostiene firmemente que las crisis capitalistas y sus efectos más temidos, como el desempleo y la baja de ingresos, pueden evitarse o atenuarse manteniendo en niveles elevados el gasto público, ya que en definitiva las recesiones son déficits de demanda y el gasto público es un componente de la demanda cuyo manejo puede compensar el descenso de los otros (Kalecki, M., 1984, 25 y ss.). La propuesta poskeynesiana de incrementar el gasto público como defensa ante las crisis se hace con el fin explícito de evitar el desempleo y la baja de los ingresos de los trabajadores, lo cual es primeramente un objetivo político, que a su vez no puede sostenerse al margen de un discurso normativo de alcance social, esto es, de una ética, sea espontánea o articulada. En efecto, orientar la economía capitalista desde el estado en un sentido favorable a los trabajadores y, en general, a las personas de bajos ingresos, suponer por lo pronto que el discurso respectivo tiene al menos tres componentes prescriptivos: a) debe mejorarse la situación de los trabajadores y, en general, de las personas de más bajos ingresos (jubilados, desocupados, marginados, etc.); b) está permitido postergar la intervención en favor de otros intereses para priorizar el señalado en a); y c) se debe actuar en favor de los trabajadores y otras personas de bajos ingresos incluso sin tener como fin mediato o inmediato la abolición del capitalismo. Ahora bien, estos mandatos, dado su carácter prescriptivo, no pueden justificarse simplemente a partir de la teoría poskeynesiana, por fuerte que ésta sea. Aunque se cuente con una explicación de la economía capitalista muy sólida, que nos permita prever razonablemente que –por ejemplo– manteniendo un nivel elevado de gasto público se menguará el desempleo, eso no nos dice nada acerca de por qué hay que menguar el desempleo, y por qué hay que actuar en esa dirección aquí y ahora, y no –como por ejemplo proponen las versiones más radicales del marxismo– orientarse sólo hacia un cambio integral de la estructura económica. Hasta el momento, las propuestas políticas del poskeynesianismo, que sin dudas son explícitas, no parecen empero apoyarse en ninguna ética articulada, sino en una ética espontánea: favorecer a los trabajadores, evitar el desempleo, proteger el salario, etc., son mandatos que «circulan» en el colectivo social con alto grado de aceptación. El primer problema que surge a este respecto es saber si es posible una ética articulada específicamente asociada a la propuesta poskeynesiana, que otorgue a las políticas respectivas un apoyo más fuerte que la mera conexión con las éticas espontáneas de la sociedad. Quizás este problema no sea muy trascendente desde el punto de vista puramente práctico, de la «táctica política»; no obstante, uno de los objetivos de este trabajo es, precisamente, tratar de cerrar las fracturas discursivas entre política, ética y teoría en el plano fiscal, y ello sólo es posible si, para las tres dimensiones del tema, construimos sendos discursos racionales. En este punto se vuelven relevantes las variedades internas del poskeynesianismo. Es evidente que la vertiente del poskeynesianismo heredera de Kalecki tiene un origen marxista; ello es transparente en los escritos del propio Kalecki (Kalecki, M., 1984, 167 y ss.). Esto tiene consecuencias importantes: dado que el marxismo mantiene un compromiso último con un cambio revolucionario de la sociedad, nunca ha logrado explicar sólo desde el marxismo en forma acabada por qué es imperioso generar condiciones de vida mejores en el marco del capitalismo, que constituyan objetivos en sí mismos y no meros caminos tácticos hacia otro orden social (Lukacs, G., 1980, 307 y ss.). Para cerrar ese déficit se han intentado caminos diversos en el plano de las éticas articuladas: agregar al marxismo como teoría descriptiva la ética de Kant (por ejemplo Mehring, F., 1980, 117 y ss.), o construir una ética específica que justifique objetivos políticos consistentes con la explicación marxista pero que no suponen la eliminación del capitalismo; en buena medida, esto se logra retomando algunas bases hegelianas del pensamiento temprano de Marx. Eso sucede con las «éticas del reconocimiento» (Pereira, G., 2010, 26 y ss.). El problema también se plantea, aunque con menor agudeza, con las vertientes del poskeynesianismo más próximas al mismo Keynes: si bien este último nunca propuso, ni remotamente, un objetivo revolucionario, tampoco intentó nunca vincular su propuesta política con ninguna ética articulada. No es posible desarrollar extensamente en este artículo las posibilidades de articular algunas de estas propuestas éticas con la teoría económica poskeynesiana. Sin embargo, se puede decir sin temor que cualquiera de esas éticas podría, con los ajustes del caso, enlazar sin dificultad la explicación poskeynesiana de la dinámica capitalista y la función de los tributos y el gasto, con las políticas también sugeridas desde el poskeynesianismo en esa materia. Pongamos por ejemplo la propuesta de Pereira, entroncada con la ética del reconocimiento de Axel Honneth: dado que la misma incorpora la obtención de bases materiales para alcanzar las bases del reconocimiento intersubjetivo, explícitamente se justifican éticamente condiciones materiales de vida alcanzables mediante políticas de gasto público y de tributos consistentes con las poskeynesianas. De todos modos, hay una conclusión interesante que se desprende de las propuestas de Pereira cuando se las observa en la perspectiva de las teorías económicas, poskeynesianas o de otro signo. Primero, si bien no es difícil enlazar –por ejemplo– la ética del reconocimiento, en su versión original o con las modificaciones que introduce Pereira, con la teoría económica poskeynesiana, no hay en dicha ética prácticamente referencia alguna a ninguna explicación articulada de la economía capitalista, sobre la cual se pretende actuar, más allá de un trasfondo general de distanciamiento de la teoría neoclásica. A mi juicio esto explica dos rasgos de esta propuesta ética: a) la vaguedad de sus propuestas estrictamente económicas, lo cual es inevitable si no se trabaja sobre la base de una explicación estructurada de la economía capitalista; y b) consistentemente con lo anterior, centrar las propuestas en los aspectos procedimentales de la política. En segundo lugar, y si bien en este capítulo he propuesto que sería consistente un enlace entre teoría y políticas económicas poskeynesianas y las éticas del reconocimiento, lo cierto es que estas últimas serían compatibles con otras teorías y políticas económicas, dada la pobreza de su base descriptiva de la economía. De hecho, las pocas referencias a teorías económicas que existen en la propuesta de Pereira, si bien indirectas, nos remiten a Amartya Sen, que si bien es un crítico del pensamiento neoclásico sin dudas que no es clasificable entre los poskeynesianos ni tampoco entre los marxistas.

En tercer lugar, la suma de lo dicho en los dos párrafos anteriores conduce a una reflexión sobre las éticas articuladas recientes, advirtiendo al lector que la misma tiene carácter provisorio. Sea que hablemos de Rawls (en su propuesta general, ya que vimos que su propuesta tributaria tiene una justificación autónoma), Sen, Honneth, Pereira u otros, la ausencia sistemática de referencias a los mecanismos concretos de desenvolvimiento de la vida social, especialmente económicos, lleva a una correlativa ausencia o vaguedad de propuestas concretas en esa materia. Por ejemplo, tomemos el caso del «desarrollo de las capacidades», que tiene un lugar importante en Sen, y que también es tomado por Pereira: ¿tiene ello alguna relación con el nivel general del gasto público, y los debates acerca de si es deseable o indeseable ampliar el déficit fiscal, que ocupan un lugar importante en la discusión política real y también en los debates teóricos sobre la economía? Podríamos decir que, dado que lo único concreto que se deduce de esas propuestas consiste en dar prioridad a las necesidades materiales de la gente, y en el caso de Sen atender a la pobreza extrema, a lo sumo podrían derivarse de ellas la existencia de subsidios públicos a grupos de personas desaventajados, o beneficios tributarios orientados a los mismos, pero no mucho más. Por ejemplo, esas propuestas no pueden darnos ninguna herramienta para definir un debate central de la política de las finanzas públicas como lo es si es necesario el equilibrio fiscal o si es positivo mantener un déficit público importante como forma de elevar la demanda agregada y mantener el crecimiento y el empleo en porcentajes altos. A la inversa, esa vaguedad de las propuestas éticas en boga las hace compatibles con muchas teorías económicas a la vez, desde el poskeynesianismo a la corriente neoclásica. Esto es significativo, porque si una propuesta ética es tan maleable que termina siendo compatible con visiones contradictorias del mundo en términos descriptivos, podemos poner en tela de juicio su utilidad como herramienta para justificar o rechazar acciones sociales concretas. No quiere decir esto que estas propuestas carezcan de toda solución concreta para el desarrollo de la vida social, que sí las tienen; pero su cantidad es limitada, y en pocas ocasiones (una sería la propuesta de Rawls) se atreven a llegar hasta la estructura general de la tributación y el gasto público, que es el corazón de las políticas económicas de los estados en las sociedades capitalistas.

La propuesta de Thomas Piketty

La reciente propuesta de Thomas Piketty merece destacarse porque, más allá de ciertas debilidades en algunos eslabones de su cadena argumentativa, es un intento de enlazar en forma consistente una teoría acerca de la economía capitalista, una propuesta política coherente con esa teoría, y una ética explícita que justifique esta última. En pocas palabras, la tesis de Piketty es que, en contra de lo sostenido por algunos autores neoclásicos como Kuznets, la tendencia natural del capitalismo es a acentuar las desigualdades de ingresos y patrimonio, puesto que la tasa de rendimiento del capital, simbolizada por una r, tiende a superar la tasa de crecimiento económico simbolizada con la g; es decir, que naturalmente la relación es r. Esto conduce a mayor desigualdad, porque implica que una parte sustancial de los ingresos se acumula como capital improductivo (fundamentalmente, activos financieros), y por ese mismo motivo acentúa la desaceleración del crecimiento económico (Piketty, T., 2014, 385 y ss.). Es decir, hay naturalmente en el capitalismo un círculo vicioso de acumulación, desigualdad y baja del crecimiento. Piketty propone como remedio para esta situación dos medidas tributarias: hacer que los impuestos a la renta personal vuelvan a ser progresivos, pero además que lo sean en forma expropiatoria, llevando sus tasas más altas hasta encima del 80% (Piketty, T., 2014, 546 y ss.), y establecer un impuesto mundial a los activos, con una tasa reducida (no más del 2%), y que grave los patrimonios personales realmente grandes (tomando como referencia la Unión Europea, los que superen el millón de euros) (Piketty, T., 2014, 574 y ss.). Según el autor, se trataría de medidas que mitigarían la desigualdad en sus formas más escandalosas, y además serían funcionales al propio capitalismo. Como vimos antes, Piketty sostiene que la excesiva acumulación de capital desincentiva la inversión, por lo cual el gravamen a las acumulaciones altas reorientaría capital hacia la inversión. Pero, y he aquí lo interesante, Piketty no sólo aduce en favor del impuesto a los activos y la restauración del impuesto fuertemente progresivo a las rentas una razón consecuencialista de funcionalidad para la estructura económica vigente, sino que también vincula esas propuestas de política tributaria con una ética de derechos. Si bien el tema no se desarrolla extensamente, Piketty comparte el marco general de la organización política del modelo democrático occidental, y advierte que el mismo está basado en la idea normativa de igualdad. Como ésta presupone, para Piketty, no sólo el establecimiento «formal» de derechos sino puntos de partida materiales no idénticos, pero sí cercanos, para todas las personas, los impuestos orientados a los más ricos evitarían la excesiva desigualdad en dicho punto de partida y serían piezas del entramado democrático (Piketty, T., 2014, 528-531). Por otro lado, como el control de dichos impuestos supone la total transparencia de la información de la que disponen los bancos, ella tiene un valor ético asociado a la democracia (Piketty, T., 2014, 577-581). Tanto la propuesta de política fiscal de Piketty como su ética pueden ser objeto de críticas. Por lo pronto, el autor ignora la posibilidad de que la carga de estos impuestos se traslade, lo cual diluiría su efecto redistributivo. Por otro lado, su propuesta ética está someramente justificada, si bien es cierto que ella está sostenida con referencias pertinentes a autores que han elaborado éticas articuladas como Sen y Rawls. Pero me interesa destacar que la propuesta fiscal de Piketty es, desde el punto de vista de su racionalidad, quizás la más completa de las que se dispone hoy en día, ya que cubre en forma consistente y explícita la faz teórica, política y ética del problema.

Los deberes éticos de los contribuyentes como un caso especial de la legitimidad del derecho

Un problema interesante que se deriva de la interrelación entre políticas fiscales, ética y teorías económicas es el siguiente: ¿es posible establecer un deber ético de los contribuyentes de tributos, de cumplir con éstos, más allá del simple temor a la coacción estatal? El tema es importante, porque no son raros los discursos «propagandísticos» tendientes al cumplimiento de los contribuyentes, discursos que casi siempre se asientan en lo que más arriba llamé «halo solidario» del tributo en las éticas espontáneas: la idea de que, pagando el tributo, se está contribuyendo a financiar gastos socialmente útiles del estado (construir escuelas, brindar salud, etc.). El primer punto que debe señalarse a ese respecto es que la proposición de razones éticas como verdaderos motivos para el cumplimiento de las obligaciones tributarias (esto es, como verdaderos impulsos de las conductas de cumplimiento de pago), es algo totalmente innecesario. La función de impulsar las conductas socialmente funcionales se cumple suficientemente por la praxis jurídica, sin necesidad de justificación alguna, o mejor dicho, a despecho de las perplejidades y dudas acerca de la justificación ética de esas conductas. Eso es lo que muy razonablemente hizo pensar que el problema ético es nada o poco relevante. Pero en todo caso, el problema ético tiene poco que decir una vez que el tributo se ha instalado como parte del discurso jurídico autorizado, esto es, se ha vuelto «ley»: ésta se tenderá a cumplir siempre que se ponga a su disposición el aparato coactivo del estado, sin importar qué relación tenga con tal o cual idea moral (extensamente Kelsen, H., 1997, 71 y ss.). Con esto ya podemos extraer una conclusión importante. Las estructuras tributarias contemporáneas, como todas las estructuras jurídicas, proponen justificaciones para reforzarse y lograr lo que en términos de Weber se llama dominación: la aceptación del poder por quienes están sujetos a él. La propagación de discursos que otorgan a una conducta prescrita por el derecho cualidades socialmente aceptadas contribuye decisivamente a la dominación, ya que a partir de ellos las personas creen que están cumpliendo no sólo porque la autoridad los manda, sino porque ello tiene un sentido más profundo. En el caso particular de los tributos, ese discurso legitimador tiene que contar con que la conducta que impone el derecho (entregar dinero a cambio de nada) es contrafuncional, ya que va directamente en contra de la propiedad privada de las cosas que es la raíz de todas las economías mercantiles. En la teoría poskeynesiana emparentada con Kalecki, dada su raíz marxista, el discurso que vincula tributos con «solidaridad» y «justicia» tiene ese papel legitimador y, especialmente, se erige en una ideología: un discurso que pretende ser descriptivo del funcionamiento social pero que se sustrae a la crítica para cumplir una función de justificación y consolidación de una estructura social, frecuentemente distorsionando esta última (Marx, C., y Engels, F., 1968, 25-27). De esa manera, en la teoría poskeynesiana sobre los tributos se ha propuesto que, sin perjuicio de sus efectos económicos «reales», el sistema tributario tiene en su conjunto un papel ideológico centrado en las suposiciones de que entraña una socialización del ingreso y tiene un papel solidario, extremos ambos que para el poskeynesianismo son falsos (Laramie, A. y Mair, D., 2000, 39). Ello tiene consecuencias para la justificación del cumplimiento por los contribuyentes más allá de la simple coacción estatal. En efecto, si el tributo carece de una función solidaria que encaja con la ética espontánea y también con la descripción espontánea de los tributos que circulan en la sociedad, desaparece toda razón profunda para cumplir con ellos, más allá de las razones generales que existen para cumplir con las leyes. Cuando se paga un tributo, en la concepción poskeynesiana, no se está costeando ningún gasto favorable a los desaventajados, sino algo tan poco épico como mantener controlada la masa monetaria total y estabilizar el sistema de precios. No hay, pues, en perspectiva poskeynesiana, una justificación ética especialmente dedicada al cumplimiento tributario: ésta no es más que un caso especial de la justificación ética de cumplir con las órdenes de las autoridades. Desde luego que esto no quiere decir que no exista ninguna razón ética para cumplir con los tributos, sino que simplemente no hay ninguna razón específicamente tributaria. Dado que, en su mayoría, en las éticas contemporáneas la justificación para cumplir con la ley es de tipo procedimental, y se vincula casi en exclusividad con el carácter democrático del sistema político, podemos decir que la única razón para cumplir con los tributos es la investidura democrática de quienes los establecen.

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