1. Introducción
Comenzaremos este artículo arriesgándonos a proponer la impronta poética del poeta peruano Jorge Eduardo Eielson (= JEE), como la devenida de un viaje erótico -físico y anímico-, con el que intentó a través de su producción agenciar poesía y plástica. Un viaje permanente como una obra en construcción, de orden textual y perfomático, donde el sujeto intenta diseminarse y a la vez unificarse en los distintos nudos con los que ha hilvanado un lenguaje.
Viaje a la nostalgia cuyo carácter atrae los elementos propios de una memoria emotiva, un yo poético que en su escenificación persiste en fusionar su producción artística y testimonio, lo cual nos mueve a proponer la siguiente hipótesis: que el khipu1, en tanto objeto sistemático en la obra poética y plástica de Eielson, puede funcionar como estrategia socioestética de análisis, lo cual permitirá leer sus objetos culturales desde una lógica de cruce trenzado entre experiencias, emociones y territorios. A saber, es el mismo cuerpo en Eielson el que deviene el nudo, al apostar por una poética del cuerpo cuyo motor es la memoria y el extrañamiento. Esta poética operará también como umbral entre lo corpóreo y místico, y como una huella del tránsito neovanguardista que resumen lo local (de Perú) y lo global (Europa).
El corpus se enfoca en textos producidos principalmente en la etapa romana de JEE, periodo en el que, estando en Roma, desarrolla Doble Diamante, Temas y Variaciones y Noche oscura del cuerpo, publicados original y respectivamente en 1947, 1950 y 1955. En términos plásticos, en el corpus se considerará la escultura “Nudo”, perteneciente a una instalación de 1993; y los lienzos “Cabeza de Chamán V” (Eielson y Márquez Pecchio 1985), “Quipus 49 R (red and black)”, también de 1993 y “Quipus 59-T-1”, de 1976. Los criterios unificadores del corpus seleccionado ponen atención en algunos de los objetos que consolidan un cruce entre lo semiótico, estético y testimonial (Elleström 2010) y que caracterizan el global de la producción del artista nacido en Perú. Al respecto, Eielson abandona el país sudamericano en los años cuarenta, cruzando, digamos así, un primer umbral, cuyos imaginarios incaicos y de desértica tierra se instalarán en sus creaciones a través de la figura del khipu: lo cual exhortará un retorno, puesto que los tejidos producidos no abandonarán la usanza quechua, lo cual evidencia una de las múltiples amarras que propicia este objeto, lo cual sostiene la hipótesis propuesta.
2. El khipu como diálogo nostálgico entre poesía y plástica
Eielson, como inquieto buscador inicia un viaje sin retorno a Europa, entusiasmado por el incipiente escritor José Miguel Arguedas, el cual quedó “impresionado por el talento del adolescente (Eielson), se hizo su amigo y a pesar de su joven edad lo introdujo en los círculos artísticos y literarios (de Lima)” (Canfield 2002b: 18). A esta invocación, se suma la aparición del director de la Academia de Bellas Artes de Lima, el pintor surrealista peruano Ricardo Grau, quien lo incita a abandonar el aprendizaje académico de la plástica y a dejar cierta reticencia al “llamado a la aventura”. Eielson parte a Francia atravesando posiblemente el primer umbral de su posterior narración de la nostalgia, respecto de lo cual escribe:
Camino entre mi sombra / Y la sombra de los pinos. Mi cuerpo / Es un puñado de hierba a la deriva / Y el bosque azul que me rodea / Soy yo mismo que respiro. Ya no distingo / Entre el abeto y mi barba crecida. Camino / Y cada resplandor cada penumbra / Cada cereza esmaltada / Son una sola cosa con mi paladar / Y con mi sexo (Eielson 2002a: 29).
Guiado por una especie de canto de sirena -en términos mitológicos (Campbell 1972)-, Jorge E. Eielson cual príncipe/león se adentra por el bosque que será Europa2, la cual lo comienza a anudar y a hibridar (Bhabha 1994). Se aprecia en el poema “Gardalis”, antes citado, ya los primeros nudos que articula el artista: sombra propia y la de los pinos; cuerpo y bosque; árbol y barba; fruto y paladar y sexo.
El sujeto textual se abre a Europa, emancipando su concepción de belleza y de placer, de abismo y de luz, ya que “(l)as regiones de lo desconocido (desiertos, selvas, mares profundos, tierras extrañas, etc.) son libre campo para la proyección de los contenidos inconscientes” (Campbell 1972: 79). El mismo JEE, a modo de testimonio, narra este cruce del primer umbral acaecido en la década de los cuarenta:
La memoria de este nuevo territorio, este primer umbral cruzado, comienza a adentrarse en el cuerpo de JEE, testimonio que es poetizado en uno de sus ulteriores poemas: “Y Roma es también Nueva York / O Lima. En todas partes respiro / Me pongo un pantalón y sonrío / En todas partes me levanto / Y me acuesto mirando las estrellas / Aunque no haya ninguna de ellas / Mi nombre es Jorge y soy el mismo / Mozalbete que leía Rimbaud / Y Mallarmé llorando como un niño / Todos mis sueños y mis heces / Son las mismas en París Roma / Nueva York o Lima” (“Todo es París para mí”, Eielson 2002b: 158).
El nudo que habita parte importante de su obra plástica, también es un símbolo cuya acción inicial es la de volverse a sí mismo, de enroscarse sobre su propia experiencia para anudarla y hacer de varias piezas de ella una misma materialidad, movimiento que se evidencia con fuerza en la figura 1.
El khipu como diálogo nostálgico en JEE trae hacia sí las experiencias, y junto a ellas las emociones y los territorios. En él se anuda lo que está y lo que ya no, el pasado y el presente, es un ejercicio de introspección que a su vez amarra la historia y la memoria, donde “el anhelo y el pensamiento crítico no se oponen entre sí, ya que los recuerdos afectivos no absuelven a nadie de la compasión, el juicio o la reflexión crítica” (Boym 2001: 50). La poesía y la obra plástica de Eielson (escultura, la instalación, el performance y la fotografía) se entretejen gracias a esta nostalgia reflexiva, cuya envergadura existencial exige abordarla desde distintas acciones y materialidades.
Es difícil y quizás inútil hacer una genealogía de la poética de JEE, ubicar con precisión exacta sus directrices y torceduras estéticas, ya que más bien pareciera existir un diálogo infinito “con las cosas y con la nada”, una constante destrucción y reconstrucción de contrarios, un “todo y nada recíprocos” (Canfield 2002a: 45-51), donde lo uno también es lo otro y viceversa. Lima es Roma y no “como” Roma, Jorge Eduardo Eielson es Jean Arthur Rimbaud y no como él. Los sueños más pulcros cohabitan con las heces en esta nueva territorialidad que familiariza el deseo y el desgarro ya vividos. El concubinato de elementos obliga a leer su poesía desde la visualidad o directamente nos exige una lectura erótica: el poeta también es artista, no como metonimia, sino como nudo que ata dos disciplinas distintas pero dialogantes. Traspasado (o intencionado) este primer umbral, los aliados no tardaron en coincidir en el camino de Jorge Eduardo Eielson y su estadía en ese centro de creatividad en el que se transformó París, después de la Segunda Guerra (Canfield 2002b). Arden Quin y Raymond Hains, ambos artistas visuales, lo acogen, asimismo el pintor Fernando de Szyszlo, amigo y camarada de artes, cercano a Eielson, incluso antes de su partida del Perú. A los anteriores, súmese el famoso crítico de arte Pierre Restany, quien también será su mentor en el viejo mundo. El arte plástico abre caminos que la poesía aprovecha para su despliegue, este encuentro potencia toda una producción, complejizándola y trasladando símbolos de una parte y materiales físicos de la otra. Este diálogo o trasvase integra signos, materiales y códigos que, de forma independiente, buscan unicidad, buscan corporizarse texto.
En la figura 2, por ejemplo, el nudo arrastra no solo dos cabos que se intersectan en un punto de una determinada área -que semiológicamente puede representar el orbe o el radio de mundo del artista-, sino que también engarza plástica y una serie de fórmulas y escritura cuneiforme que transforman a estas piezas en elaboradas tablas de información y sensaciones, las cuales devienen en un sistema complejo e íntimo de comprensión. Lydia Fossa profundiza en la estética e intención de la ancestral fabricación de estos nudos, en los cuales:
el signo conlleva una carga semántica que conduce al concepto. Sus unidades mínimas (nudos, cuerdas) representan conceptos de variada complejidad. Una vez que se establezcan estas unidades mínimas de significado, se puede abordar el tema de su combinación (Fossa 2019: 127).
Es decir, el objeto khipu no podría comprehenderse como una totalidad de buenas a primeras, sino que cada uno de ellos abre capas de conocimiento e información, cuya combinación recién abriría la posibilidad de una lectura concatenada y armónica. Eielson, heredero de las usanzas incas, construye cada khipu como una unidad semántica que, estructuralmente, opera como un poema dentro de un texto lírico mayor. Cada una de las obras plásticas es integrada por instalaciones que desarrollan conceptos y propósitos de manera independiente, los cuales también inducen una lectura hipertextual. Con esto, Eielson no sólo ha explorado “una relación armónica con ciertas tradiciones precolombinas del Perú, con las grandes y enigmáticas obras de las distintas culturas anteriores al Imperio Inca” (Canfield 2002b: 251), a nuestro modo de ver, la construcción de los khipu también ha devenido en un ethos articulador de elementos antitéticos que conviven, armoniosamente, en cada objeto producido. Un “todo y nada recíprocos”, como propone Chiappini respecto a JEE (Canfield 2002a: 45-51), donde lo uno también es lo otro, y viceversa: Lima es Roma, Eielson es Rimbaud, Perú es Europa, los sueños y los amores son heces (Eielson 2002c: 65). Observamos en el embrión de esta decisión estética, el khipu eielsoniano, “un enlace que lleva a un centro; es también un lenguaje, pero sin confines. Ya lo dijimos: universal” (Sologuren 2002: 247). Es forma arquetípica que representa “la universalidad de una idea: nudo es atadura, enlace, centro, causa” (247) capaz de aglutinar en sí mismo elementos de naturaleza (aparentemente) contraria. Esta atadura consolida una estética que hace de sí los atributos más arriesgados del simbolismo francés, sobre todo de la impronta rimbaudiana, con los cuales el artista peruano formula una suerte de categoría identitaria, cuya representación inevitable es la nostalgia, pero no una evasiva, sino que una que transmuta la pérdida atándose a la memoria, lo que termina afirmando al sujeto.
3. Los nudos del desplazamiento emocional: hacia una poética del cuerpo y el extrañamiento
Dormido así, su vida es sólo baba y olvido,
Y viento que abriga y perdona, económico y dulce
Y un saxofón perdido, como una ola de oro,
Salpica su corazón sin despertarlo.
JEE
En el epígrafe de este apartado, que es fragmento del poema “Serenata” (del libro Doble diamante), el cuerpo del poeta yace tumbado, arrobado por la ganancia de belleza, aunque con su cuerpo desfallecido, es “sólo baba y olvido”. Aquí coincidimos uno de innumerables gestos donde la escritura poética corporiza un extrañamiento que despuebla elementos identitarios. Particularmente, en este poema el autor se agencia con el encarnizado propósito de “cantarse a sí mismo”, por esto lo encontramos escenificándose como el “dulce caco” (apodo de Eduardo), donde su carne es objeto tanatológico que ausculta cierta muerte o pérdida, cierta belleza que desea exhumar: “El dulce Caco clama entre sus joyas, sus amores y sus heces./ Quieto animal de hastío: cubridlo de rocío” (Eielson 2002c: 65). La última invocación promueve una arenga fatal: la de dejarlo morir a la intemperie, por eso el verso opera con un cariz lapidario. La vitalidad es recuerdo y vestigio de tiempos pasados, el “viento que abriga y perdona” remite persistentemente a la fabricación de analogías que involucran lo corpóreo, que hacen, por ejemplo, del extrañamiento una emoción imposible de estructurar fuera del impacto físico (es por eso, que el poeta pareciera desaparecer en el poema).
Esta unión vitalista (arte/vida), tan asidua en algunos neovanguardistas, exige el templar de los objetos plásticos y líricos producidos por JEE, fenómeno que es mayormente visible en su etapa romana.
Al empalmar dos disciplinas, una abstracta y otra física, el ejercicio exige un grado concreción en la mixtura, lo cual problematiza las formas que navegan en el caudal del arte. A saber, Hal Foster (2001) propone que, mientras “la vanguardia histórica se centra en lo convencional, la neovanguardia se concentra en lo institucional”. En aquella misma línea, señala que: “Una reconexión del arte y la vida ha ocurrido, pero en términos de la industria cultural, no de la vanguardia” (23). El arte vuelve -una vez más- a mirarse a sí mismo, torcedura que involucra potentemente al artista. Volvemos a “Serenata”:
“Mujer vestida de iguana, arrodillarte y decirle:/ Bendito seas, amor mío, por luminoso e imbécil,/ Por desordenado y triste, porque te comes las uñas/ Y los piojos y los lirios de tu santa axila,/ Y amaneces como un loco sentado en una copa” (Eielson 2002c: 67).
La apelación a una potencial mujer, a través del juego ventrílocuo de una voz lírica soterrada, la transforma en musa “vestida de iguana”, elemento que puede, en tanto símbolo histórico, sujetar un subdiscurso relacionado al placer, sin embargo, esta musa anudada a la figura de una bestia americana, a un animal autóctono del Perú, promueve el devorar la divinidad e imbecilidad de un poeta que, paulatinamente, deja de sentirse americano y europeo, y a través de esta autofagia, reconoce que el extrañamiento lo consume:
Bendito seas por gruñón, por delicado y estúpido, / Por no tener infierno ni cielo conocido, ni muerte / Ni vida, ni hambre ni comida, ni salud ni lepra; / Medusa de tristes orgías, de penas jubilosas, / De torpes esmeraldas en la frente, y bosques / De cabellos devorados por el viento (Eielson 2002c: 67).
En estos últimos versos de “Serenata”, se despliega la Musa como una ficción que describe al poeta y no al revés, quien lo observa y deshuesa conceptualmente. El artista queda reducido a un retrato brutal, donde su delicadez y estupidez, su incapacidad de vida y de muerte, donde su eternidad a base de vacíos y contradicciones vitales, son alabadas desde el contrapunto de querer integrar tan diferentes estéticas y territorios en sí mismo, en una producción que ya ve en este acto una especie de monstruosidad. Su destino de “Medusa de tristes orgías”, asevera que el poder del poeta (“esmeraldas en la frente”), es uno torpe, sin destino épico, es uno que destruye a la vez que intenta unir con cierta estética. El extrañamiento es un infierno que deviene de la imagen arquetípica del no tener “dónde caerse muerto”, no en términos económicos, son por no tener tierra, no tener una nación, ni siquiera en los territorios del arte. El poeta agenciado y lanzado en el poema, luego de la escritura y antes del amor, debe supervivir al limbo que es la existencia misma, la que construida a partir de armónicos e irreconciliables elementos. Por eso duerme en esta “Serenata”, porque el sueño todo lo aguanta, es el sueño y sus babas los que estructuran en definitiva su muerte y su vida. Por eso las imágenes oníricas se propagan, abisales: la iguana, la Medusa, la belleza agusanada. Su vida es sistemáticamente ultrajada con cierto placer por la muerte, porque en su vida cotidiana de artista los khipu se deshilachan (“cabellos devorados por el viento”).
El khipu de la Figura 3 está construido a partir de una camisa blanca, es decir, de una vestidura cotidiana de la cual emerge un nudo que endilga hacia dos puntos. Este ropaje representa, primero lo que un khipu puede trenzar/tensionar, pero lo simbólico de ser una prenda cotidiana hace entrar con fuerza al cuerpo del artista, de su concepción de arte, arrojando además la imagen de una identidad tirante, a punto de cortarse, donde el tránsito entre cuerpo y arte es acelerado por esta correspondencia entre plástica y vida:
Los denominados quipus generan en el artista una idea de ligar el mundo cósmico con el mundo moderno mediante un sistema de nudos complejos, que unidos al color intenso forman un vocabulario, una liberación interna del propio artista donde ya no solo son nudos, sino cuerpos que se conectan con la vida y el arte (Huyra 2003).
Lo físico embiste al sujeto textual, el cual hala el cosmos hacia su cuerpo, cual “impulso erótico hacia sí mismo” (Marcolin 2002: 69), es decir, en el cuerpo “se puede encontrar un posible denominador común, que comprende su visión visceral de la corporeidad y del erotismo, su concepción de lenguaje, los diferentes códigos expresivos que utiliza (Eielson)” (Marcolin 2002: 63). El cuerpo se hace lenguaje visceral, plástico y también emocional, y en este plano, podemos decir que el deseo de muerte ha sido históricamente lo que ha promovido el misticismo en gran parte de las religiones. La luz y la sombra de la Figura 3 redefinen la concepción de sacralidad, exhibiendo un cuerpo imperfecto, tanto las formas tirantes de esta figura y como las vacilantes anteriormente expuestas, habitan “entre lo divino y lo creado, su ausencia de fronteras entre el más allá y el mundo inmediato” (Eielson 2002c: 68). Si bien el arte es khipu que amarra la vida y la muerte (y cuyo nudo in situ es la del poeta extrañado), también el nudo que religa continentes, disciplinas y épocas. Religa el cuerpo con su memoria, y a ésta con el olvido; la plástica con la poesía; y los vestigios de una nación en un campo intempérico, donde el artista se cubre cada día de roció u olvido.
4. Tránsitos neovanguardistas de lo local y lo global
En este último apartado, repararemos en el arte poética de JEE, rastreando aquellos tropos que nos permitan profundizar en algunas consecuencias de las decisiones estéticas que provocaron el vínculo entre poesía y plástica. Partiremos, precisamente, con un fragmento de “Arte poética”, de 1965:
Olvidarse de Lima para siempre / Pero también de Florencia / De París y de Roma / No arrodillarse ante Venecia / Ni ante su mar Tintoretto / Ni ante su cielo violeta / No sonreír con Leonardo / No emborracharse con Bach / No amanecer con Rimbaud / No escribir sobre el amor / En Europa / No venerar sus columnas / Sus palacios ni sus templos / Sus jardines ni sus libros / No sollozar junto al Sena / No contemplar el Tirreno / Que todo lo llena de luz (Eielson 2002d: 43).
En el texto se puede escrutar nuevamente esa construcción lírica a partir de contrarios: olvidarse aquí es gravar a fuego y en la memoria, una ciudad, un elemento. “No arrodillarse” es el llamado a conmoverse ante un determinado paisaje; “No sonreír” es convivir, no emborracharse es perder la cabeza por completo; estar fuera de la nación es amarrarse a ella. “No amanecer con Rimbaud” es fusionarse con su Virgilio, con su amante de cabecera, abrir los ojos y verlo antes que el mundo. Junto y debido a estas paradojas, se muestra el arte poética de Eielson en todo su esplendor y complejidad: la poética del amarre de antípodas, de contrarios que devienen en sistémicos complementarios que aperturan un objeto o espacio nuevo o genuino. Es la conversión -como se puede leer en otro poema de este momento titulado “Ser artista” - de la materia, de los significados, sentidos y estados: “Es convertir la desventura/ La imbecilidad y la basura/ En un manto luminoso/ Es padecer día y noche/ De una enfermedad deslumbrante/ Es saborear el futuro/ Oler la inmensidad/ Palpar la soledad/ Es mirar mirar mirar mirar” (Eielson 2002e: 434). A partir de este poema, del libro Mutatis Mutandi, es posible especular sobre un concepto que será clave para comprender su arte poética: el de la permanente transformación. Lo uno unido a lo otro, construyen un tercero único, aglutinante y en permanente tensión. La producción poética, por ejemplo, puede resignificarse en estribo, en agencia de dos potencialidades que dan vida a una tercera vida o representación, la cual no abandona los dos amarres (o más) con los cual fue articulada. Reinventar Latinoamérica (Eielson 2002f: 446), indicando aquel eufemismo del Tercer Mundo, uniendo ese cabo físico y memorial con otro: Europa. Ese nudo no solo crea un objeto distinto sino que abre un espacio nuevo o genuino, donde el poeta habita junto con el artista. A ese espacio lo llamamos nostalgia, que es el territorio frecuente para Eielson, que es su nación más vívida, el territorio de su cotidianidad y de su creación poética/plástica. Estos khipu se transforman más en un sistema que en simples hitos de una producción, y junto con dar cuenta de conceptos y de una memoria, reinventan una historia a través del arte. Resignifican, transforman desde cuerpos hasta ciudades.
Ahora, a nuestro modo de ver, para alcanzar este espíritu radical y peligroso de la reinvención total, es necesario tener esa capacidad de mirar como veíamos en el poema “Ser artista”. De observar y observarse, de contemplar desde lo invisible de lo cotidiano a lo absoluto.
Como es sabido, a Jorge Eduardo Eielson se le considera un renovador de las vanguardias, no así un postvanguardista, pues no hay pliegues de decadencia en su producción. Por el contrario, al menos en el ámbito propiamente lírico, enfrentamos a un poeta de enorme compromiso con su proyecto de arte plástico, y cuya poesía asimila una musicalidad desiderativa. En su plástica, el paisaje se hace personaje, no sólo escenografía. A través del khipu, Eielson amarra en sí lo americano con lo europeo, el poeta con el artista visual, lo incaico con lo budista, lo banal y con lo maravilloso, lo efímero y con lo eterno.
Estos nudos amplían el campo del arte, los nudos explicitan la simetría posible de hallar en el caos, donde, en palabras del propio Eielson: “(l)a poesía de la vida y la poesía de la muerte se dan la mano en el hombre y es imposible separarlas” (Fossey 2002: 243). Por ejemplo, en la figura siguiente (N°4), colores y sombras nace y/o se encaminan hacia un nudo, el cual puede leerse como vórtice o punto de inicio, como sima o cima de la cual surgen o caen los pliegues del género. La muerte y la vida, interpretadas bajo el negro y rojo, respectivamente, no parecieran fundirse en completitud, pero tampoco se ubican en sectores muy distantes de la obra, es decir, operan integradas, paralelas, como necesitándose. Interesante también es observar que, en ambos vértices (superior-derecho e inferior-izquierdo), los colores se difuminan en el otro: en sus puntas logran difuminarse, posesionándose en el “otro”.
Al observar gran parte de la obra de Eielson, es frecuente apreciar que las cuerdas madres de los khipu han sido tejidas por hebras de distinto grosor, materialidad y color, procurando con ello hilar una memoria capaz de almacenar “datos” y producir un aprendizaje en el decodificador, es decir, a la usanza inca. Lo que almacenan los khipu enhebrados por Eielson son las heridas y regeneraciones que en él produce habitar tres territorios: Perú, Europa y la nostalgia. Lo de hilar una memoria es una acción que no ha pasado inadvertida para la antropología, la cual ha reparado en esta labor como una de las principales para atesorar las tradiciones en diversos pueblos originarios de América Latina.
El acto de hilar la memoria es otro de los umbrales que habita el artista/poeta, un espacio si bien concreto, también simbólico que 'reconstruye' y reorganiza el pasado, y al hacerlo también organiza la experiencia del presente y del futuro (Kaulicke 2001), intencionando cierta continuidad cíclica. Al hilar un khipu, el artista desea enlazarse con su tierra/arena natal, como descubre en su poema “Nazca”: “Madre nuestra que estás en la arena/ Y en el aire del desierto” (Eielson 2002g: 323). Pero también el nudo que laza la tradición ata la ruptura, para religar asimismo un arte ancestral con el ser humano moderno y, en palabras del mismo artista, religar a Oriente con Occidente (Eielson 2002c: 68).
5. Conclusiones
El cuerpo en Eielson opera como una suerte de carne del mundo, la representación de un proyecto de conservación y expansión a través del arte (Nietzsche 2012: 604), desde donde surge una singularidad y una libertad, abiertas y lanzadas a la historia, a través de una memoria emotiva y de una inatajable nostalgia. De hecho, la poética del cuerpo desplegada por el autor se activa a través de este sentimiento y se tensa, y casi corta, debido a su sensación de extrañamiento. Cuerpo y nostalgia se hace amarra que desnuda, como un khipu entre lo físico y lo místico, lo cual es sustrato finalmente de “lo humano” (Merleau-Ponty 1966: 178). Además, en esa tensión, atadura, estribo, no se puede obviar el arriesgado gesto, la decidida búsqueda eielsoniana de unir y redefinir “los símbolos -astros y cenizas- llevándolos desde lo cósmico y místico hasta otro modo de conocimiento” (Usandizaga 2002: 44). Es decir, la belleza puede y quizás hasta “debe”, provenir de las miserias humanas, la luz desde la oscuridad, las heces de sueños, la belleza del abismo; un khipu soporta el que puedan convivir en el paisaje interior de un artista tanto la nostalgia como el extrañamiento.
Y en esta poética del cuerpo, no sospechamos que el sujeto agenciado conserve parte importante del “elemento” carne (Merleau-Ponty 1966: 174) en sus textos líricos como resabios de órganos esparcidos sobre versos construidos a partir de blasfemias y de términos como agusanada, podrido y heces. Por ello, no desconoceremos el gesto sostenido y visible de agenciarse a su obra e incidir físicamente en su propia estética.
Esto, por supuesto, es fascinante aunque discutible, no obstante, damos el beneficio de la duda a Jorge Eduardo Eielson y quizás también, por qué no, a otros creadores cuyo proyecto estético esté fraguado intensamente bajo la tortura o éxtasis de un viaje y testimonio o basado en la nostalgia, el cuerpo y una reflexión sobre el propio arte, mientras se le construye.