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Páginas de Educación

versión On-line ISSN 1688-7468

Pág. Educ. vol.12 no.1 Montevideo mayo 2019  Epub 01-Mayo-2019

https://doi.org/10.22235/pe.v12i1.1769 

Artículos

Migrantes en la escuela: propuesta de un modelo de evaluación intercultural de los aprendizajes

Migrants in the School: A Proposal of an Intercultural Evaluation Model of Learning

María Loreto Mora Olate1 
http://orcid.org/0000-0002-7631-9179

1Universidad del Bío-Bío/CONICYT. Chile. Grupo de investigación “Literatura y Escuela”. Universidad Autónoma de Chile. Chile. Correspondencia: mlmora@ubiobio.c


Resumen:

La escolarización de niños y jóvenes migrantes constituye un desafío que aún no ha sido afrontado por la política educativa chilena. Dicho alumnado se enfrenta a un currículum monocultural y a formas de evaluación derivadas de un paradigma técnico que invisibilizan la diversidad de saberes. El presente artículo describe la primera fase de diseño de un modelo de evaluación intercultural de los aprendizajes, a partir de un paradigma crítico reflexivo, que opera una concepción emancipadora de la evaluación como diálogo de saberes para la mejora y equidad educativa en contextos de escolarización de migrantes. En el diseño del modelo evaluativo intercultural se consideran como sustentos teóricos la evaluación formadora, la regulación continua de los aprendizajes, los procesos de metaevaluación de los docentes y un concepto más amplio de interculturalidad

Palabras clave: migrantes; escuela; evaluación; aprendizaje; interculturalidad crítica

Abstract:

The schooling of migrant children and young people is a challenge that has not yet been faced by the Chilean educational policy, facing such students to a monocultural curriculum and forms of evaluation derived from a technical paradigm, which make the diversity of knowledge, invisible. The article describes the first phase of the design of a model of intercultural evaluation of learning from a critical reflexive paradigm, using an emancipatory conception of evaluation as a dialogue of knowledge for the improvement and educational equity in migrant education contexts. In the design of the intercultural evaluative model, we considered the theoretical support of the formative evaluation, continuous regulation of learning, teacher meta-evaluation processes and a broader concept of interculturality

Keywords: migrants; school; evaluation; learning; critical interculturality

Introducción

La migración es un fenómeno social que de forma creciente se hace ver en el sistema escolar chileno, donde la matrícula de niños y jóvenes extranjeros ha experimentado un crecimiento de un 39%, entre los años 2010 y 2015, según información entregada por el Ministerio de Educación (2016a). Esto ha provocado que las aulas se conviertan en espacios de diversidad cultural y de saberes que tensionan a la escuela. En el plano investigativo de la región, la escolarización de niños y jóvenes migrantes es un tema que no se ha convertido en un campo de investigación (Hernández, 2016), según lo documentado por el autor tomando datos de la Organización de los Estados Americanos (2011), explicando que el foco recurrente en la investigación académica transite en temas como el tráfico, la explotación, la reunificación familiar o “la integración general de la infancia migrante, donde entra la educación como un tema secundario” o bajo el amparo de la políticas públicas relacionadas con diversidad étnica (p.152).

En Latinoamérica, las políticas educativas interculturales están focalizadas en la diversidad cultural indígena, situación de la cual Chile no está exento, porque ha concebido a la educación intercultural como “un tema de los pueblos originarios, por tanto se focaliza solo en las regiones con mayor presencia indígena” (Abett, 2011, p. 116). Por ello se señala que Chile ha pendulado históricamente entre una visión multiculturalista conservadora o monoculturalista, donde el eje es la asimilación (Abett, 2011). A esto se suma lo planteado por Hevia (2005) en relación con los estereotipos sociales que generan expectativas en los docentes, “quienes se conducen de una manera diferencial y transforman la predicción en profecías autocumplidas” relacionadas con la capacidad de aprender y de rendimiento académico de los alumnos que pertenecen a una determinada etnia o nacionalidad (Meeus, González y Manzi, 2016).

En cuanto a la evaluación, Hevia (2005) alude a los estudios de Williamson (2003) y Cañilef et al. (2002) quienes coinciden en que las prácticas docentes tradicionales continúan sin modificarse, a pesar de la diversidad cultural de tipo étnico de los alumnos, donde la evaluación “no es concebida como una instancia adicional de aprendizaje, sino más bien como un instrumento de medición de la retención y reproducción de conocimientos” y tampoco contempla “modalidades pertinentes a la realidad cultural, lingüística o social de los estudiantes” (Hevia, 2005, p. 205). Es decir, la evaluación de los aprendizajes responde a un paradigma técnico y un modelo de gestión de la diversidad cultural predominantemente asimilacionista (Jiménez, 2014), que invisibiliza los saberes que portan los alumnos.

En términos de cómo es abordada la escolarización de migrantes, una revisión documental crítica de la política educativa vigente en Chile permite constatar contradicciones y ausencias, a pesar de los compromisos asumidos por el Estado chileno con la comunidad internacional, a partir del año 1990, (Palma, 2015, p. 4) enfocados a velar por los derechos de los niños y niñas.

En cuanto a la evaluación de los aprendizajes, el paradigma de evaluación que predomina en el sistema escolar es de tipo técnico, el cual persigue comprobar resultados y se convierte en un medio de control social, otorgando legitimidad a los saberes occidentales de tipo monocultural que han sido seleccionados por el poder hegemónico y que, consecuentemente, invisibiliza a los diferentes tipos de diversidades que conviven en las aulas, como las originadas por la migración, donde la escuela revela la tendencias de infravalorar la cultura del migrante (Carrasco, Pàmies y Bertrán, 2009) a través de procesos de asimilación (Terrén, 2004). En el caso chileno, la evidencia investigativa indica que en el sistema escolar “existen acciones más de integración que de inclusión, dadas las lógicas asimilacionistas propias de la cultura escolar, con un fuerte énfasis, por ejemplo, en un currículo nacionalista y monocultural, con menos espacios para el diálogo del otro diferente, tanto cultural como socialmente” (Joiko y Vásquez, 2016, p. 139).

En consecuencia, la diversidad cultural migrante viene a tensionar también los procesos de evaluación de los aprendizajes en la escuela. Por lo tanto, se ha considerado de interés diseñar una propuesta de modelo de evaluación intercultural de los aprendizajes en la escuela con el objetivo de proponer operativamente, desde un paradigma crítico reflexivo, la concepción de evaluación emancipadora como diálogo de saberes para la mejora y equidad educativa en contextos de escolarización intercultural migrante.

Marco teórico

Concepto de evaluación

Si bien el concepto de evaluación proviene del mundo industrial, ya en la década de los 30 ingresa al contexto educativo con Ralph Tyler quien introduce el término “evaluación educacional”, entendiéndolo como “el proceso de determinar hasta qué punto los objetivos educativos ha sido actualmente alcanzados mediante los programas y currículos de enseñanza (Castillo y Cabrerizo, 2008, p. 6). Castillo y Arredondo (citado en Castillo y Cabrerizo, 2008), conceptualizan la evaluación como un proceso que

por un lado, debe permitir, adaptar la actuación educativo-docente a las características individuales de los alumnos a lo largo del proceso de aprendizaje; y por otro, comprobar y determinar si éstos han conseguido las finalidades y metas educativas que son el objeto y la razón de ser de la actuación educativas (pp. 8-9).

En la evolución del concepto decantan aspectos básicos que estructuran su conceptualización, constituyéndose en sus características fundamentales que permiten definir la evaluación educativa como un proceso integrado por tres acciones, a través del cual se 1) obtiene información para 2) formular juicios y 3) tomar decisiones.

Por su parte, Sanmartí (2007), retomando dichas acciones, explica el concepto de evaluación, según sea la finalidad de la evaluación; es decir, si esta tiene un carácter social o un carácter pedagógico, regulador. En el primer caso, la evaluación persigue “certificar ante los alumnos, los padres y la sociedad en general, el nivel de unos determinados conocimientos al finalizar una unidad o una etapa de aprendizaje” (Sanmartí, 2007, p. 21); es decir, se trata de una evaluación sumativa. En el segundo caso, evaluar tiene como finalidad “identificar los cambios que hay que introducir en el proceso de enseñanza para ayudar a los alumnos en su propio proceso de construcción del conocimiento” (p. 21), lo cual se denomina evaluación formativa.Sanmartí (2007) realiza la diferenciación entre una evaluación formativa tradicional y la evaluación formadora; la primera, adjudica al docente el rol de “detectar las dificultades y los aciertos del alumnado, analizarlos y tomar decisiones” (p. 21); en cambio, la segunda, propone que la función reguladora sea compartida con el estudiante.Según los momentos de la enseñanza, Castillo y Cabrerizo (2008), siguiendo a Casanova (1995), señalan que la evaluación educativa puede ser inicial, procesual o final:

Evaluación inicial: se desarrolla al inicio de una unidad de aprendizaje o al iniciar una determinada asignatura, donde el docente recoge información, tanto de carácter personal como académica, lo que se denomina “estructuras de acogida” (Halwachs citado en Sanmartí, 2007, p. 34); es decir, concepciones alternativas, experiencias personales, hábitos y actitudes, prerrequisitos de aprendizaje, estrategias espontáneas de razonamiento y campo semántico del vocabulario utilizado; información que reporta insumos para la planificación de la enseñanza de acuerdo a las características del grupo. En esta etapa la evaluación cumple su función diagnóstica.

Evaluación procesual: consiste en la recogida de información durante el proceso de aprendizaje, sirviendo como una “estrategia de mejora para ajustar y regular sobre la marcha los procesos educativos” (Castillo y Cabrerizo, 2008, p. 25). En esta etapa la evaluación cumple su función formativa y es por eso que se la relaciona con la evaluación formativa y con la evaluación continua. A juicio de estos autores, la evaluación procesual-formativa cumple un rol de importancia dentro del concepto de evaluación educativa, porque se puede actuar “sobre el sujeto que aprende, poniendo de manifiesto dónde se han producido los errores de aprendizaje, si es que los hay, a fin de poder corregirlos teniendo en cuenta para ello la relación entre situación de partida (inicial) y una situación de llegada (final)” (Castillo y Cabrerizo, 2008, p. 26). A juicio de Sanmartí (2007), la evaluación durante el proceso de aprendizaje es la más importante, porque la calidad de dicho proceso depende de si se “consigue ayudar a los alumnos a superar obstáculos en espacios de tiempo cercanos al momento en que se detectan”, sumado a la relevancia que el propio alumno sea capaz de identificar sus dificultades, comprenderlas y autorregularlas (p. 35).

Evaluación final: la recogida y valoración de la información se efectúa al final de una determinada unidad o curso y pretende determinar “la valía final del mismo, el grado de aprovechamiento del alumno y el grado de consecución de los objetivos planteados al término del proceso o de un periodo instructivo y los resultados que aporta puede ser el punto de arranque de la evaluación inicial del siguiente periodo” (Castillo y Cabrerizo, 2008, p. 26), a lo cual Sanmartí (2007) denomina mirar a la evaluación final desde su finalidad formativa, permitiendo “ayudar a los alumnos a reconocer qué han aprendido y a tomar conciencia de las diferencias entre el punto de partida y el final” (p.36).

En esta etapa, la evaluación tiende a cumplir una función sumativa, que emite un juicio de valor acerca de un proceso finalizado. Por eso adquiere una función sancionadora, ya que a partir de ella depende la promoción del estudiante y por lo tanto, en la práctica, la mirada formativa de la evaluación final propuesta por Sanmartí (2007), se diluye, debido a que aún predomina un paradigma de evaluación educativa objetivista. Esta función sancionadora es criticada por Santos Guerra (1998), quien destaca la dimensión sociológica de la evaluación al convertirse en la criba que selecciona estudiantes, pero “cuando no existe igualdad de oportunidades, una pretendida evaluación justa y objetiva lo que hace es perpetuar y acentuar las diferencias” (p.14). Es decir, el autor avanza en su reflexión y consigna la naturaleza política y ética de la evaluación, que “encierra mecanismos de poder que ejerce el profesor y la institución, quien tiene capacidad de evaluar establece los criterios, los aplica de forma e interpreta y atribuye causas y decide cuáles han de ser los caminos de cambio” (Santos Guerra, 1998, p. 16).

Por su parte, Ravela (2009) manifiesta una postura crítica frente a la discusión referida a la evaluación formativa y sumativa, argumentado que es “una falsa oposición predominante en el discurso pedagógico, entre evaluar procesos (que sería formativo, cualitativo y “bueno”) y evaluar resultados (que sería sumativo, cuantitativo y “malo”)” (p. 52), ya que el problema no es la certificación, sino el uso que se hace de ella. Además, el autor, producto de una investigación desarrollada en ocho países de Latinoamérica en aulas de sexto grado de primaria, revela que la evaluación formativa también posee vicios, porque la devolución es predominantemente de tipo valorativa, existiendo “poca descripción de lo producido por el alumno, poca orientación y pocas oportunidades para reflexionar sobre las tareas y sus dificultades” (Ravela, 2009, p. 79). De esto, se deriva entonces una visión de aprendizaje que depende del “esfuerzo, pero que desconoce la importancia y peculiaridad de los procesos cognitivos de los estudiantes” (p. 79).

Funciones de la evaluación

A partir de esta estructura básica y según sean sus aspectos y aplicaciones, es posible ampliar el concepto de evaluación de acuerdo con: la intencionalidad educativa, los momentos del proceso de enseñanza y aprendizaje, los ámbitos de aplicación, los agentes de su ejecución, etc. Este concepto puede complejizarse más al considerar las “circunstancias de la evaluación educativa” el momento (cuándo evaluar), las funciones (para qué evaluar), los contenidos (qué evaluar), los procedimientos (cómo evaluar), los ejecutores (quiénes evalúan) (Castillo y Cabrerizo, 2008). Es así como, de acuerdo a la finalidad o función, la evaluación puede ser de tipo diagnóstica, formativa y sumativa. Castillo y Cabrerizo (2008) siguiendo a Casanova (1995), describen cada tipo de la siguiente forma:

Evaluación diagnóstica: tiene por objetivo iniciar el proceso de enseñanza y aprendizaje accediendo a un “conocimiento real de las características de los alumnos, tanto en lo personal como en lo académico”. Se considera como un paso fundamental para el diseño de estrategias que permite al docente acomodar su práctica para que sea del todo pertinente a la realidad del grupo curso.

Evaluación formativa: constituye una “estrategia de mejora para ajustar y regular la marcha de los procesos educativos, de cara a conseguir las metas u objetivos previstos” durante el proceso de enseñanza y aprendizaje, permitiendo obtener información de los integrantes del curso con el fin de “reorientar, modificar, regular, reforzar, comprobar, etc., los aprendizajes”.

Evaluación sumativa: se desarrolla al final de un terminado periodo para determinar el grado de consecución de los objetivos propuestos. También recibe la denominación de evaluación certificativa, debido a que su foco principal es constatar el aprendizaje y certificarlo públicamente, es decir “dar fe pública de cuáles son los conocimientos y desempeños logrados por cada estudiante” (Ravela, 2009, p. 53).

Modelos de evaluación

Conforme a las funciones atribuidas a la evaluación emergen diversos modelos predominantes. Según un criterio diacrónico, Alcaraz (2015) ha organizado los modelos de evaluación predominantes a lo largo de la historia en un ordenamiento por generaciones:

1° Generación pretyleriana (2000 a. C. hasta 1930). Generación de la medida. Impera el uso de los test estandarizados con la intención de “medir las destrezas escolares, basados en procedimientos de medida de la inteligencia para utilizar con grandes colectivos de estudiantes” (Alcaraz, 2015, p.13).

2° Generación tyleriana (1930-1957): Ralph Tyler es considerado el padre de la evaluación educativa, por ser el primero en acuñar el término, sistematizándola en el campo educativo, dejando atrás la “mera evaluación psicológica” (Alcaraz, 2015, p.14) y dando paso a la evaluación criterial.

3° Generación del juicio y valoración (1957-1972): Surgen los nombres de Cronbach y Scriven, quienes critican algunas ideas de Tyler y son considerados los padres de la evaluación curricular moderna, quienes estimaron necesario introducir la valoración, el juicio como un contenido intrínseco en la evaluación, donde el evaluador “no solo analiza y describe la realidad, además la valora, la juzga con relación a distintos criterios” (Hernández Guzmán citado en Alcaraz, 2015, p.16).

4° Generación de la profesionalización (década del 70 y del 80): Predomina la pluralidad conceptual y metodológica, donde destacan, a juicio de Alcaraz (2015) los modelos alternativos de la evaluación responsable de Stake, la evaluación democrática de MacDonald, la evaluación iluminativa de Parlett y Hamilton y la evaluación como crítica artística de Eisner. Para Guba y Lincoln (citado en Alcaraz, 2015) esta eclosión de modelos da lugar al agrupamiento de modelos cuantitativos y cualitativos, emergiendo la generación “sensible y constructivista” (Alcaraz, 2015, p.17). Dicho modelo emergente, de corte más naturalista, considera importante “la necesidad de fomentar el intercambio de opiniones, valores y experiencias de las personas implicadas en la evaluación, a través de la utilización de métodos participativos” (Alcaraz, 2015, p.19).

Finalmente, la autora propone que en la actualidad nos encontramos en una 5° Generación, a la que ella denomina “generación perdida o ecléctica”, argumentando que, al tiempo que se “sofistican los conceptos” (de la evaluación), se mantienen las prácticas “más propias de la calificación” (Alcaraz, 2015, p.22), que resultan tensionadas críticamente a propósito de la creciente diversidad cultural que viene a desafiar el paradigma tradicional de evaluación, convirtiéndose en un imperativo repensar la evaluación en contextos de diversidad cultural migrante.

Evaluación y diversidad cultural migrante

Los niños y jóvenes migrantes llegan a un espacio escolar de imposición cultural, donde confluyen la diversidad étnica y cultural; la escuela los mira homogéneamente, valorando sus experiencias extraescolares de manera negativa e, incluso, como entorpecedoras del trabajo en aula, donde la construcción de esta diferencia cultural en la escuela, con atributos superpuestos de clase, etnia y nacionalidad, suele constituirse en un dato central del discurso docente para dar cuenta de las limitaciones que introducen los sujetos para el despliegue de sus proyectos de trabajos en aula. (Diez, 2011, p. 172)

Los estudiantes hijos de migrantes enfrentan entonces una serie de dificultades con las que se encuentran tanto a nivel idiomático-lingüístico, como a nivel cultural, siendo una de las más complejas, la situación de discriminación o racismo, que afecta el proceso de escolarización. Esto ocurre especialmente cuando dicha discriminación está presente en las actitudes y discurso de los docentes, constituyéndose en una violencia simbólica (Bourdieu y Passeron, 1996). Esta violencia simbólica se refleja, consecuentemente, en las prácticas pedagógicas de los docentes (Tijoux, 2013; Riedemann y Stefoni, 2015). La evaluación, uno de los componentes de las prácticas pedagógicas, es un proceso que atraviesa todos los niveles educativos, y se espera que aporte información para la mejora de los procesos, ya sea a nivel de sistema educacional, institución escolar, desempeño docente y rendimiento escolar.

La matriz que transversaliza el currículum educativo es de naturaleza técnica, el cual realiza “una selección regulada de los contenidos a enseñar y aprender que, a su vez, regularán la práctica didáctica que se desarrollará en la escolaridad” (Gimeno Sacristán, 2010, p. 22), y también regulará las prácticas evaluativas, perpetuando así dicha una racionalidad en las actuales Bases Curriculares, en el caso de Chile, configurando un orden escolar funcional al orden social dominante (Oliva, 2017). Este antecedente podría explicar que aún “gran parte de los establecimientos con alumnado migrante no ha logrado implementar un enfoque intercultural que supere la etapa del reconocimiento para trascender la interacción entre todas las culturas” (Hernández, 2016).

La escuela constituye un terreno en disputa donde la migración ha puesto sobre la mesa la categoría conceptual denominada “diversidad”, planteando interrogantes referidas a los contenidos que deben enseñarse, a cómo evaluar los aprendizajes, a cómo compatibilizar la enseñanza de un sentido de pertenencia nacional con la transmisión de contenidos particulares y en cómo evitar la folclorización de las culturas que portan los alumnos migrantes no “como productos de las permanente producción cultural inmersa en determinadas relaciones sociohistóricas” (Montesinos, 2012, p. 215). Por lo tanto, la diversidad cultural no es vista como un recurso pedagógico relevante para producir aprendizajes y generar diálogo intercultural (Hernández, 2016); al contrario, ella es asumida desde una supuesta carencia, y desde los proyectos institucionales y del currículum, la diversidad cultural no se asocia como una posibilidad de abrir “nuevas oportunidades de construcción de conocimientos, que permitan acercar visiones y saberes distintos, e historizar acerca de las experiencias humanas (Diez, 2011, p. 172).

La interrogante referida a cómo evaluar los aprendizajes en contextos de diversidad cultural migrante se enfrenta a la representación de evaluación presente, tanto en docentes como en estudiantes, como un sometimiento a una determinada norma, debido a la preponderancia de la función social de evaluación, es decir, como certificación y promoción del alumnado (Jorba y Sammartí, 1994, p.17). Esto podría obedecer a una confusión conceptual entre evaluación, calificación y medida; especialmente, como lo señala Casanova (citado en Castillo y Cabrerizo, 2008, p.14) “la evaluación ha sido interpretada como sinónimo de medida durante el más largo periodo de la historia pedagógica”. Además, no deja de ser menor la forma que los docentes representen la evaluación, porque ella determina la concepción de enseñanza (Santos Guerra, 1998).

Desde una racionalidad evaluativa crítica/transformativa, la evaluación constituye una estrategia de retroalimentación y de valor agregado al aprendizaje efectivo del educando o la educanda, dejando de ser castigo, sino más bien un “estímulo deseado por él o ella para corregir o superar sus errores normales en todo proceso de aprendizaje” (Pinto y Osorio, 2014, p. 84).

Interculturalidad: sentidos y usos

La década de los noventa es señalada como el inicio de la predominancia del concepto de interculturalidad en los discursos oficiales, tanto políticos y educativos. Tubino (2004) señala que los Estados Nacionales definen interculturalidad “como un nuevo enfoque pedagógico que debe atravesar la educación bilingüe para los pueblos indígenas”, haciendo ver un sesgo en dicho enfoque, calificándolo como excesivamente unilateral. El autor, a su vez, distingue las significaciones semánticas y usos políticos del concepto de interculturalidad, uno de tipo neoliberal (interculturalismo funcional) y otro de corte crítico (interculturalismo crítico).

El interculturalismo funcional plantea al diálogo y al reconocimiento entre culturas, pero invisibiliza la condición de pobreza en las cuales viven los integrantes de las culturas subalternas, por lo tanto “no cuestiona el sistema postcolonial vigente y facilita su reproducción. El concepto funcional (neoliberal) de interculturalidad genera un discurso y una praxis legitimadora que se viabiliza a través de los Estados nacionales, las instituciones de la sociedad civil” (Tubino, 2004, p.6).

En contraste, el interculturalismo crítico, no solo evidencia y cuestiona las condiciones generadoras de asimetría cultural, sino que también persigue eliminarlas, porque solo así podría existir un verdadero diálogo. Tubino destaca la necesidad de realizar un ejercicio de memoria, con la finalidad de “visibilizar los conflictos interculturales del presente como expresión de una violencia estructural más profunda, gestada a lo largo de una historia de desencuentros y postergaciones injustas” (2004, p.7).

Siguiendo a Tubino, quien asume el interculturalismo crítico como una propuesta práctica de cambio sustancial, que más adelante es profundizada por Walsh (2005, 2009 y 2010), se distinguen dos momentos: uno de tipo descriptivo, y otro de tipo normativo. En el primero importa esclarecer e interpretar los hechos, “identificar, con conciencia hermenéutica, el carácter de las hibridaciones culturales que existen de hecho” (Tubino, 2004, p. 8); y el segundo momento, de tipo ético y político, persigue “la transformación sustantiva, en democracia, del marco general implícito que origina las inequidades económicas y culturales” (p.8). Tubino (2005), al vincular interculturalidad con democracia avecina el concepto de “ciudadanía intercultural”, que implica desde la educación intercultural crítica, “la formación de ciudadanas y ciudadanos interculturales comprometidos en la construcción de una democracia multicultural inclusiva” (Tubino, 2005, p. 3).

Walsh, en sentido crítico, indica este hecho como una “moda”, al develarnos que las reformas educativas de la década del noventa siguen la lógica del capitalismo transnacional (Walsh, 2009), ya que las políticas que emergen en este nuevo siglo entienden lo intercultural como “parte de aparato de control y de la política educativa estatal” (Walsh, 2010, p. 81). Entonces dichas políticas profundizan las desigualdades, dejando intactas las estructuras de poder; es decir, responden a una interculturalidad funcional al sistema.

De acuerdo a los planteamientos de Walsh (2009) el término interculturalidad adquiere tres sentidos distintos: interculturalidad relacional, funcional y crítica. La interculturalidad relacional alude “al contacto e intercambio entre culturas” (p. 3); la interculturalidad funcional está “enraizada en el reconocimiento de la diversidad y diferencia cultural con metas hacia su inclusión al interior de la estructura social establecida” (p.4). La interculturalidad crítica asume una postura más transformadora, cuestionadora de las disciplinas y estructuras, “pues busca su transformación y, a la vez, la construcción de estructuras, instituciones, relaciones, pero también modos y condiciones de pensar diferentes” (Walsh, 2005, p. 46).

En el plano educativo, el enfoque intercultural crítico demanda acciones en varios niveles (Lara, 2015), en especial la “transformación de acciones pedagógicas como la organización temática de los currículos, las didácticas a utilizar para el desarrollo de enseñanza-aprendizaje y las formas de evaluación de esos esos aprendizajes” (p. 227), procesos que deben estar sustentados en un diálogo horizontal, que “permita zanjar los abismos entre la academia y sus saberes y las acciones que se desarrollan en el aula” (p. 231). Sin duda que lo anterior supone realizar ajustes en la dinámica de la escuela, en cuanto a los tiempos, espacios, recursos, y como señala Leiva (2015), voluntad de cambio e innovación.

Fornet-Betancourt (2006), destaca la insistencia de la interculturalidad en promover una pedagogía que

en lugar de despreciar los llamados saberes tradicionales generados en y para los diversos mundos de vida de la humanidad recupere esos saberes contextuales como parte indispensable de la diversidad cognitiva que debemos seguir fomentando de cara a la universalización de la humanidad (p. 38).

La función de la educación se relaciona con “ser gestora de pluralidad epistemológica enseñando a reaprender lo que sabemos con el saber del otro”, lo cual implica pluralizar epistemológicamente la educación para que esta sea un servicio a favor del equilibrio de los saberes (Fornet-Betancourt, 2006, p. 39). Entonces, la idea de educación que se desprende desde el enfoque intercultural está en la línea de ser articuladora de realidades, es decir, “como educación que contribuye al crecimiento real de la realidad; o sea, a la universalización por la capacitación para participar con el otro en y de su real diferencia” (p. 41). En consecuencia, la educación intercultural carga la impronta de cuestionar los modelos pedagógicos existentes (Higuera y Castillo, 2015), y por lo tanto, también tensiona los modelos evaluativos. Es así como Diez (2011) documenta que, en la segunda mitad del siglo XX, frente a la diversidad cultural surgieron programas para atender las “dificultades escolares” de niños indígenas y migrantes, quedando su repertorio cultural excluido, y han dejado inalterados modos de organización de tiempos, de espacios, relaciones de poder, contenidos y prácticas de la “escuela moderna”. La escolarización ha sido planteada como política educativa compensatoria de déficit, reduciendo el tratamiento de la diversidad cultural a experiencias focalizadas para población específica, propuestas que han abrazado los nuevos discursos del multiculturalismo (Walsh, 2009; Diez, 2011, p. 157). En medio de estas tensiones entre lineamientos que se cruzan y conviven en las escuelas, es poco lo que se dice respecto a las asimetrías sociales y las identidades silenciadas. Empezar a referirnos a asimetrías en términos de conocimientos, saberes, experiencias, de biografías y trayectorias que se encuentran, debaten y tensionan en la escuela, es un desafío que nos incluye. (Diez, 2011, p. 159).

Por su parte, la propuesta de la interculturalidad crítica que considera este diseño de modelo de evaluación, aspira a la construcción de una educación intercultural para todos (Riedemann, 2016), donde se hagan presentes, siguiendo a Walsh (2010) otros modos del poder, saber, ser y vivir, más allá de las actuales expresiones de educación intercultural bilingüe o de la relación entre los diferentes grupos culturales, y que aboga por “visibilizar, enfrentar y transformar las estructuras e instituciones que diferenciadamente posicionan grupos, prácticas y pensamientos dentro de un orden y lógica que, a la vez y todavía, es racial, moderno-occidental y colonial” (Walsh, 2010, pp. 91-92). Por lo tanto, Walsh, junto con conceptualizar la interculturalidad crítica como un proyecto, proceso y lucha de tipo política, social, epistémica y ética, también la consiga como una herramienta pedagógica, que “pone en cuestionamiento continuo la racialización, subalternización e inferiorización y sus patrones de poder, visibiliza maneras distintas de ser, vivir y saber, y busca el desarrollo y creación de comprensiones y condiciones que no solo articulan y hacen dialogar diferencias en un marco de legitimidad, dignidad, igualdad, equidad y respeto, sino también -y a la vez- alientan la creación de modos “otros” de pensar, ser, estar, aprender, enseñar, soñar y vivir que cruzan fronteras” (Walsh, 2010, p. 92).

Enfoque intercultural y diálogo de saberes

Un análisis de la política educativa y curricular que norma la educación en América Latina permite encontrar trazas de una concepción funcional de interculturalidad, que la entiende como “parte del aparato de control y de la política educativa estatal” (Walsh, 2010) y que viene a profundizar las desigualdades, dejando intactas las estructuras de poder. Como contraparte, la evidencia investigativa y de reflexión coinciden en señalar como necesidad el desarrollo de una educación intercultural, pero aún no se observa como aspiración un sentido más crítico de ella, como proyecto político y epistémico (Walsh, 2005). Desde el enfoque intercultural crítico, la diversidad cultural es exigencia de diálogo y apertura, exigencia de acogida y de compartir “lo propio” con el otro para redimensionarlo en común” (Fornet-Betancourt, 2006, p. 29).

La evidencia investigativa indica que, mayoritariamente, los docentes no consideran en sus planificaciones actividades que fomenten la educación intercultural y tampoco estiman que sea necesario implementar un currículo intercultural como tampoco estiman la necesidad de evaluar teniendo en cuenta la diversidad cultural (Matencio, Miralles y Molina, 2013).

Lo anterior podría atribuirse a una debilidad detectada en formación inicial del profesor, la cual entrega escasas herramientas para enseñar en contextos interculturales (Sanhueza et al., 2016). Entonces, el estudiantado migrante se enfrenta a un currículum monocultural (Sanhueza, Friz y Quintriqueo, 2014) y es clasificado de acuerdo a sus capacidades de adaptación a “un patrón académico-cultural, contrariando así el derecho de toda persona a beneficiarse de la escolaridad obligatoria” (Essomba, 2007, p. 91); y además, es atendido por docentes que adolecen de formación en el ámbito de la planificación curricular y evaluación en contextos de diversidad cultural.

Una de las funciones de la educación intercultural es su función transformadora (Essomba, 2007), que no solo remite al campo pedagógico y que la hace vincularse con los demás subsistemas sociales que conforman la comunidad, estableciendo relaciones de interdependencia para promover no solo cambios a nivel actitudinal, sino también en el “marco jurídico y normativo con respecto a la igualdad de derechos de todos los ciudadanos y ciudadanas, sea cual sea su nacionalidad o situación legal” (Essomba, 2007, p.11).

Desde el enfoque intercultural, uno de los aspectos esperables en los docentes, es el referido a los objetivos y contenidos, que debe ser variados, es decir, académicos, sociales y afectivos, donde la metodología debe apuntar a la promoción de un trabajo cooperativo, que propicie la búsqueda teniendo en cuenta los bagajes culturales de los estudiantes, generando un diálogo que problematice los contenidos y donde la evaluación “debe estar encaminada a la reflexión y mejora de los procesos” (Matencio, Miralles y Molina, 2013, p. 273).

Este enfoque asume la interculturalidad como un “concepto pedagógico polisémico que hace referencia a una valoración positiva de la diversidad cultural, a la vez que favorece espacios socioeducativos de diálogo, enriquecimiento y fructífero intercambio cultural y emocional” (Leiva, 2015, p. 49) que, en unión con una concepción crítica/transformadora de la evaluación, legitima “los saberes emergentes, los instrumentales y los saberes necesarios nuevos, tanto sociales, como individuales, que se considerarán en la acción formativa” (Pinto y Osorio, 2014, p. 88).

Propuesta de un modelo de evaluación intercultural de los aprendizajes

La presente propuesta de modelo de Evaluación de los aprendizajes en la escuela se vincula con el concepto de interculturalidad, a través del paradigma de Evaluación Emancipadora, propuesto por la investigadora brasileña Ana María Saul, a inicios de los años 80, en su tesis doctoral titulada “Evaluación emancipadora: una propuesta democrática para la reformulación de un curso de postgrado”, investigación que fue publicada como libro en el año 2001 (Calderón y Maciel, 2013).

La evaluación emancipadora surge en respuesta a los postulados clásicos de la evaluación educacional que imperaban en Brasil en la década del 80, proponiendo un carácter político-pedagógico de la evaluación, al incorporar una “perspectiva crítico-transformadora de la realidad educacional como fundamento de una práctica democrática” (Calderón y Maciel, 2013, p.85).

Considerando lo anterior, el diseño de esta propuesta evaluativa recoge el concepto de interculturalidad, ampliando el foco problemático desde lo indígena hacia las diversidades culturales que se derivan de la presencia de inmigrantes en nuestra sociedad, porque “la interculturalidad no reside solamente en las poblaciones indígenas afrodescendientes, sino en todos los sectores de la sociedad, con inclusión de los blanco-mestizos occidentalizados” (Rivera Cusicanqui citado en Walsh, 2010, p. 79).

Marco de referencia

En Chile, la Ley General de Educación enmarca el proceso de educación desde el “respeto y valoración de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, de la diversidad multicultural y de la paz, y de nuestra identidad nacional” (Ministerio de Educación de Chile, 2010).

Recientemente, la Política Nacional de Desarrollo Curricular, avanza discursivamente en el reconocimiento de la realidad “pluricultural, plural y diversa en distintos sentidos de nuestra sociedad chilena” (Ministerio de Educación de Chile, 2016b), estableciendo que el currículum nacional debe sustentarse en “un diálogo armónico entre las perspectivas local, nacional y global” (Ministerio de Educación de Chile, 2016b, p.21). En este sentido, el currículum nacional debe partir de la base que los pueblos indígenas existentes en el país “son portadores de culturas específicas y, en consecuencia, es necesario reconocer que la diversidad y pluriculturalidad constituyen la identidad nacional” (p.21).

Al mismo tiempo, se establece que la lógica de construcción de un currículum nacional “ha de ser pensada desde una perspectiva de inclusividad fundada en una comprensión compleja de la diferencia, que no busque normalizarla o asimilarla. Esto implica una prescripción curricular flexible, relevante y pertinente, para el despliegue de la máxima potencialidad de la diversidad de estudiantes” (Ministerio de Educación de Chile, 2016b, p.21), lo cual implica un rol más activo de las comunidades educativas, que les permita recuperar su capacidad de reflexión.

En cuanto al ámbito de la evaluación, las recomendaciones de la Política Nacional de Desarrollo Curricular (Ministerio de Educación de Chile, 2016b) otorgan relevancia a la evaluación de aprendizajes, ya sea externa como interna, siendo esta última el escenario donde se instala el Modelo de Evaluación que a continuación se detalla. Dicha política estima que la centralidad de la evaluación interna, por un lado, radica en su capacidad de generar evidencias para el mejoramiento permanente de los procesos de enseñanza y aprendizaje y “donde se juega la capacidad de los equipos docentes de retroalimentar tanto sus prácticas pedagógicas como el aprendizaje de sus estudiantes”; y por otro, conduce a que los propios “centros educativos fortalezcan el reconocimiento de los logros de aprendizaje y mejoren con ello la toma de decisiones para el mejoramiento de los procesos educativos” (p.19). Por lo tanto, dichos procesos entrañan procesos colaborativos de reflexión, basándose en evidencias pedagógicas sobre el aprendizaje de los estudiantes (Ministerio de Educación de Chile, 2016b), los cuales son considerados en la presente propuesta de Modelo de evaluación intercultural de los aprendizajes.

Fundamentación

Teniendo en cuenta los planteamientos anteriores, se estima que para atender a dicha realidad pluricultural que se hace presente en la escuela, se hace necesario avanzar hacia una comprensión de la evaluación de los aprendizajes, desde un paradigma técnico a uno crítico, el cual entiende la evaluación como un diálogo de saberes.

Esto es, en igualdad epistémica entre los agentes involucrados, cuestionar la pertinencia de los contenidos impuestos por el currículum oficial, y cuestionar también la educación en su sentido de escolarización, abriendo su significado a otras instituciones sociales, reconociendo de esta forma que “fuera de la escuela hay saberes que se van transmitiendo a las nuevas generaciones” (Comboni y Juárez, 2013, p. 18). Nos referimos a igualdad epistémica que permita “generar las condiciones que emparejen el terreno para que niños y jóvenes negocien y construyan su identidad con mayor libertad. En eso consiste unos de los retos de la educación intercultural” (Comboni y Juárez, 2013, p. 22).

La evaluación de los aprendizajes desde un enfoque intercultural se concibe como una acción que está atravesada por la crítica, el debate, el análisis y la reflexión, apoyada en evidencias de la realidad. En este aspecto, resulta orientador el enfoque de evaluación para el aprendizaje, el cual profundiza el sentido de la evaluación formativa desde una perspectiva constructivista, que Nunziati (citado en Jorba y Sanmartí, 1994), denomina “evaluación formadora”, que unida a la postura crítica de la evaluación apela a desarrollar procesos de democratización y de metaevaluación.

En este desplazamiento, desde una concepción técnica a una dimensión crítica de la evaluación con enfoque intercultural, para esta propuesta, se retoman y enriquecen los aportes de Santos Guerra (1998, p. 29) quien propone centrarse en tres funciones que estima relevantes, y que resultan pertinentes para un modelo intercultural de evaluación de aprendizajes en la escuela:

Diálogo: la evaluación como plataforma de debate entre los diversos agentes educativos, profesores y alumnos como portadores y sus saberes.

Comprensión: la reflexión sobre la evaluación conduce a la comprensión de sus sentidos profundos vinculados a la evaluación formadora, regulación continua de los aprendizajes y metaevaluación.

Mejora: el cambio depende de la preparación, el compromiso y la reflexión conjunta de los actores involucrados en los procesos evaluativos; en primera instancia, profesores y estudiantes.

El modelo que a continuación se describe (Figura 1) pretende evaluar objetivos de aprendizaje, a través de procesos de regulación continua, desarrollados por docentes y alumnos ya sea al inicio, durante y al final del proceso, con la finalidad de establecer un diálogo de saberes que comprenda la diversidad de culturas de los participantes como una posibilidad de avanzar hacia la mejora educativa.

Figura 1: Modelo de evaluación intercultural de los objetivos de aprendizaje en la escuela 

Actores y componentes del modelo de evaluación intercultural de los aprendizajes en la escuela

Actores: docentes y alumnos

La forma que los profesores representen la evaluación determina la concepción de enseñanza que ellos desarrollen. Por lo tanto, se hace necesario fortalecer sus competencias docentes pedagógicas-evaluativas, iniciando procesos de metaevaluación al interior de las unidades educativas, para que el propio docente desde su contexto revise sus formas de evaluar e implemente mejoras capitalizando su saber pedagógico y los saberes de sus alumnos, y no solo se remita acríticamente a seguir los lineamientos de la institucionalidad ministerial, los cuales hasta el momento son aún limitados, debido a su carácter monocultural.

Desde esta perspectiva, el proceso de enseñanza y de aprendizaje no estaría disociado de los procesos evaluativos, sino que está presente a lo largo del proceso de formación (antes, durante y después), con la finalidad de “mejorar el aprendizaje cuando todavía se está a tiempo”, tomando decisiones orientadas a “regular, en el sentido de adecuar, las condiciones de dicho aprendizaje” (Jorba y Sanmartí, 1994, p. 17), con el objetivo de prevenir el fracaso.

La regulación también es ejecutada por el estudiante en forma individual, proceso denominado autorregulación, que se basa en la autoevaluación (Castillo y Cabrerizo, 2008), en una capacidad de “construcción intersubjetiva, significada en la acción formativa colectiva” (Pinto y Osorio, 2014, p. 90).

Componentes

Evaluación del contexto de diversidad cultural: se enfoca a analizar los problemas, las necesidades educativas y los elementos del entorno (Castillo y Cabrerizo, 2008) que pueden afectar el proceso de aprendizaje y de evaluación, procurando su pertinencia cultural. Como instrumentos, resultan de utilidad para los docentes las entrevistas con los alumnos y sus familias, así como gestionar un registro de bitácora.

Evaluación inicial-diagnóstica: se desarrolla al inicio de una unidad de aprendizaje o al iniciar una determinada asignatura, donde el docente recoge información, tanto de carácter personal como académica, a través de instrumentos como Q-sort, observación directa en el aula, cuestionario, estudio de documentos, sociometría, pruebas breves.

Evaluación procesual-formativa: consiste en la recogida de información durante el proceso de aprendizaje, sirviendo como una “estrategia de mejora para ajustar y regular sobre la marcha los procesos educativos” (Castillo y Cabrerizo, 2008, p. 25). A juicio de Sanmartí (2007), la evaluación durante el proceso de aprendizaje es la más importante, porque la calidad de dicho proceso depende si se “consigue ayudar a los alumnos a superar obstáculos en espacios de tiempo cercanos al momento en que se detectan”, sumado a la relevancia que el propio alumno sea capaz de identificar sus dificultades, comprenderlas y autorregularlas (Sanmartí, 2007, p. 35). Se sugieren como instrumentos: Observación directa en el aula, revisión de cuadernos, corrección de tareas y ejercicios, listas de cotejo, pruebas cortas, debates, coevaluación.

Evaluación final-sumativa: la recogida y valoración de la información se efectúa al final de una determinada unidad o curso y pretende determinar “la valía final del mismo, el grado de aprovechamiento del alumno y el grado de consecución de los objetivos planteados al término del proceso o de un periodo instructivo y los resultados que aporta puede ser el punto de arranque de la evaluación inicial del siguiente periodo” (Castillo y Cabrerizo, 2008, p.26), a lo cual Sanmartí (2007) denomina mirar a la evaluación final desde su finalidad formativa permitiendo “ayudar a los alumnos a reconocer qué han aprendido y a tomar conciencia de las diferencias entre el punto de partida y el final” (p.36). Como instrumentos idóneos destacan: Pruebas, exámenes (escritos, orales, de ensayo, de comentario de texto) análisis de la evolución del alumno y de los registros acumulativos.

Metaevaluación: Santos Guerra explica la metaevaluación a partir de un trabajo de McCormick y James, en el que afirman que esta “implica que comprendamos cómo aprenden las personas a partir de la actividad de la evaluación” (citado en Santos Guerra, 1998, p. 257). Es decir, se hace necesario comprender el rol de la evaluación más allá del credencialismo y la rendición de cuentas. Por lo tanto, los docentes bajo este modelo están llamados a realizar procesos de autoanálisis de la práctica docente y a su vez, en equipo con sus colegas, y también a desarrollar procesos analíticos de los propios instrumentos evaluativos, como las pruebas de papel y lápiz que aplican.

Evaluación Formadora: enfatiza la regulación de las actuaciones pedagógicas, interesándose más por los procedimientos implicados en la realización de las tareas que en los resultados. Tiene como objetivos la gestión de los errores, la consolidación de los éxitos y la regulación pedagógica (Jorba y Sanmartí, 2008, p. 27), tal como se describe en el siguiente punto.

Regulación continua de los aprendizajes: permite atender la diversidad cultural, ya que persigue adecuar de manera permanente “los procedimientos utilizados por el profesorado a las necesidades e intereses del alumnado” (Jorba y Sanmartí, 2008, p. 22) a través de los siguientes procesos:

Regulación: la mejor regulación es aquella que el docente plantea “inmediatamente después de detectar las dificultades y mucho antes de las actividades de evaluación finales” (Sanmartí, 2007, p. 94) y que puede adoptar tres formas: regulación interactiva, que está integrada a la situación de aprendizaje, siendo una consecuencia inmediata de la interacción del docente con el alumno y de este con sus pares y con los materiales de enseñanza; regulación retroactiva, que contempla actividades de refuerzo a posterior de la evaluación final y la regulación proactiva, que incluye las actividades de aprendizaje que persiguen profundizar y consolidar las capacidades de los estudiantes.

Autorregulación: La autorregulación permite al estudiante “darse cuenta mejor de las modificaciones que tiene que introducir para lograr un determinado objetivo y seleccionar las estrategias que permitan actuar en consecuencia” (Castillo y Cabrerizo, 2008, p. 94).

Interregulación: la responsabilidad del aprendizaje también recae en el alumno no solo en solitario, sino en relación con sus pares, por lo tanto, resulta de importancia “propiciar situaciones didácticas que favorezcan interacciones que promuevan la regulación mutua pues los alumnos no aprenden solos” (Jorba y Sanmartí,1994, p. 20).

La regulación continua de los aprendizajes permitiría atender a la diversidad de saberes que portan lo estudiantes migrantes. Esta evaluación es asumida como un instrumento que ayuda tanto al educando como al educador a comprender la progresión tanto cognitiva y humana y su aporte a la producción colectiva, considerando como protagonista al sujeto que aprende, en términos de sus “umbrales afectivos y culturales que determinan intereses y conocimientos previos” (Pinto y Osorio, 2014, p. 85).

Conclusiones

La consignación en la Política Nacional de Desarrollo Curricular (Ministerio de Educación de Chile, 2016b) de la realidad pluricultural y diversa en el contexto chileno resulta un dato esperanzador, porque aquellos conceptos no solo estarían aludiendo a un tipo de diversidad derivada de los pueblos originarios, sino que abarcaría a la realidad migrante que, día a día, se hace más presente en las calles y aulas chilenas. No obstante, el concepto de interculturalidad o educación intercultural permanece ausente en esta política.

La forma como los profesores representen la evaluación determina la concepción de enseñanza que ellos desarrollen, por lo tanto, se hace necesario fortalecer sus competencias docentes pedagógicas-evaluativas, iniciando procesos de metaevaluación al interior de las unidades educativas. Se aspira a que el propio docente, desde su contexto, revise sus formas de evaluar e implemente mejoras, capitalizando su saber pedagógico, y no solo se remita a seguir los lineamientos de la institucionalidad ministerial, los que hasta el momento son limitados en relación con la evaluación de los aprendizajes en contextos de diversidad cultural migrante, antecedente que motivó a proponer el modelo descrito.

Si bien el modelo de evaluación intercultural de los aprendizajes es descrito desde su fase inicial de diseño, puede concluirse que la diversidad cultural migrante en el sistema escolar chileno no solo tensiona el currículum en términos de la pertinencia de los contenidos que la escuela trasmite, sino que también conflictúa las formas de evaluación vigentes que validan el conocimiento hegemónico desde un paradigma técnico. Por lo tanto, la perspectiva intercultural de la evaluación constituiría una posibilidad de recuperar el sentido pedagógico de ella con la aspiración también de construir una educación intercultural con sentido crítico.

Agradecimientos

Al programa de Doctorado en Educación en Consorcio, Universidad del Bío-Bío, en la persona del Dr. Iván Sánchez Soto

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Contribución de autoría: La totalidad del trabajo fue realizado por la autora María Loreto Mora Olate

Recibido: 08 de Mayo de 2017; Revisado: 28 de Julio de 2017; Aprobado: 02 de Enero de 2018

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