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Páginas de Educación

versión On-line ISSN 1688-7468

Pág. Educ. vol.6 no.1 Montevideo jun. 2013

 

EDUCACIÓN EN VIRTUDES CÍVICAS, GÉNERO Y FAMILIA

Education in civic virtues, gender and the family

 

Laura Gioscia*

 

Resumen. Este artículo muestra cómo las teorías predominantes mainstream de diseño institucional siguen desatendiendo la diferencia sexual al referirse a los individuos que habitan, actúan y encarnan virtudes en instituciones que estructuran sus vidas y cómo esto repercute en el modo en que los individuos se comprometen (o no) con dichas instituciones. En primer lugar, para llevar a cabo este análisis, me detengo en la familia, institución que construye y moldea el comportamiento de los sexos; luego presento algunas posturas feministas en los debates en torno a la familia y las virtudes cívicas, con ejemplos en el caso uruguayo. A consecuencia de consideraciones que surgen de estos debates, por último, me refiero brevemente a las posibilidades de rediseño insitucional.1

Palabras clave: género, familia, virtudes cívicas, educación

 

Abstract. This paper shows that mainstream institutional theories fail to attend to sexual difference when analyzing the manner in which individuals inhabit, act within and are treated by the institutions that structure their lives. Firstly, the article analyzes the institution of the family which constructs and shapes the behavior of both sexes. Secondly, outlines some feminist perspectives regarding debates about the family and the civic virtues providing some examples in the uruguayan case. I will finally refer to the possibility of reshaping institutions taking into account some considerations that emerge from these debates,

Keywords: gender, family, civic virtues, education

 

Recibido el 2 de mayo de 2013

Aceptado el 30 de agosto de 2013

 

El debate sobre virtudes cívicas se ha revitalizado durante las últimas décadas tanto en ámbitos académicos como extra-académicos (Kahane 1996, 699). Sin embargo, no resulta evidente qué entendemos por “virtud cívica” y menos evidentes resultan aún las implicaciones prácticas de la utilización de estos términos. En los debates normativos tradicionales se sostiene que cualquier modelo de ciudadanía debe completar, por lo menos, dos tareas complementarias: primero, debe especificar los derechos que le pertenecen a los ciudadanos y las condiciones bajo las cuales esos derechos son negados o fomentados; segundo, debe especificar las virtudes cívicas ideales que los ciudadanos deberían desarrollar así como los deberes que éstos deberían cumplir para legitimar y dar estabilidad a la comunidad política a la que pertenecen (Callan, 73). Este planteo se basa en el supuesto de que la democracia ya no puede asegurarse mediante la implementación de dispositivos institucionales restando importancia al concepto de ciudadano virtuoso (Galston; Kymlicka y Norman)2.

En términos generales, estos debates utilizan el concepto de “virtud cívica” para indicar la excelencia de una persona en el cumplimiento de un rol determinado: el de ciudadano (McClain 2001). Pero ¿quién y cómo, define lo que constituye dicha “excelencia”? Este trabajo intenta mostrar cómo las teorías mainstream predominantes de diseño institucional siguen desatendiendo a la diferencia sexual a la hora de referirse a los individuos que actúan, habitan y encarnan virtudes en las instituciones que estructuran sus vidas y cómo esto repercute en el modo en el que los individuos se comprometen (o no) con dichas instituciones. En primer lugar, me detengo en la familia, que es la institución que construye y moldea el comportamiento de los sexos; luego presento algunas posturas feministas en los debates en torno a la institución de la familia y las virtudes cívicas, con ejemplos del caso uruguayo. A partir de consideraciones que surgen de estos debates, me refiero brevemente, por último, a las posibilidades de rediseño de las insituciones.

 

GÉNERO Y FAMILIA

 

Las instituciones son el resultado histórico de la acción humana y el marco de referencia que da sentido y significación a quienes actúan en ellas. Es decir, los individuos se forman en la cultura a través de las diversas instituciones que, a su vez, están gobernadas por normas de género. La familia ha sido comprendida tradicionalmente como una institución atemporal, “básica” y “natural”, y no como resultado de la evolución social y política, permaneciendo en el ámbito de lo privado a la hora de los análisis de diseño institucional (Gatens 1998; Gioscia 2005). De hecho, algunas familias están compuestas por sus padres biológicos y sus hijos “legítimos”, pero esto está lejos de ser la norma. Hay familias “extendidas¨, monoparentales; algunos niños o niñas son educados por padres homosexuales o lesbianas, otros son hijos o hijas adoptivos y hay niños y niñas cuya crianza tiene lugar en instituciones estatales. Podemos afirmar que no tenemos un marco de referencia universal para la institución familiar; sin embargo, lo que sigue persistiendo a través del tiempo son las generalizaciones sobre la influencia de la familia o la carencia de ésta a la hora de la educación de sus integrantes para la vida cívica. A su vez, y de modo general, todas las instituciones siguen presuponiendo un actor racional neutro, abstracto, no dando cuenta de la diferencia sexual y el modo en que ésta afecta las motivaciones de las personas para actuar. Por este motivo, las teorías de análisis institucional no logran detectar que idénticos constreñimientos institucionales tienen consecuencias distintas en personas de carne y hueso —ya sea, para el caso, si son mujeres o varones.

En este trabajo entendemos por institución social un “patrón de comportamiento recurrente, estable y valorado, que coordina y conducta de los individuos en sus interacciones sociales” (Goodin en Gatens 1998, 3, traducción de L.G.). Por género nos referimos a un conglomerado de normas y valores que regulan la formación de sujetos dicotómicamente sexuados, y por familia a la institución que construye y moldea el comportamiento, las preferencias y las posibilidades de acción de ambos sexos, pero de modo diferenciado. En este trabajo nos detendremos en los dos géneros tradicionales, considerados “naturales”: el masculino y el femenino.

Las normas que gobiernan la diferencia sexual operan de modo interdependiente. Éstas se perpetúan en la familia y son reforzadas a través de todas las demás instituciones que interactúan con ella, las educativas, el mercado de trabajo o el sistema legal, por poner sólo algunos ejemplos. Además, se debe tomar en cuenta que el desafío a la norma sobre el lugar de la mujer” opera como un desafío al rol del varón. En última instancia, lo que se desafía potencialmente es el conglomerado o cluster de normas que están interrelacionadas de diversos modos (Gatens 1998).

En tanto todas las instituciones están interconectadas, la inequidad en un contexto institucional lleva a la inequidad en los otros. Por ejemplo, la inequidad de las mujeres en el mercado laboral conlleva el menor poder de negociación de las mujeres dentro de la familia, que luego refuerza la inequidad de acceso de éstas al mercado laboral. Analizar una institución de manera aislada nos conduce a entender la desigualdad entre hombres y mujeres como una cuestión “natural”. En consecuencia, el tratamiento analítico diferenciado de las esferas pública y privada3 impide un adecuado análisis del poder en las versiones de la teoría del diseño institucional, puesto que es preciso tener en cuenta el modo en que las normas que gobiernan las instituciones inhiben la adquisición y el desarrollo, así como la expresión de ciertas capacidades y preferencias. Por ello, la familia constituye una institución fundamental para comprender la acción social en todos los contextos.

Entendemos la diferencia sexual como el resultado de las normas de género que no nos preexisten, es decir, nos constituyen desde el comienzo de la vida. Aunque tendemos a pensar en estas normas como si “sobrevolaran” a los sujetos para constreñir cierto tipo de comportamientos, las normas de género ya están implicadas en la propia formación del sujeto humano sexuado. De esta manera, para Moira Gatens, al igual que para Judith Butler y Michel Foucault, la diferencia sexual vivida es un efecto de las normas de género y no su causa. Es decir, en términos de la teoría institucional lo podríamos expresar de la siguiente forma: las normas de género son el input de la institución de la familia y los sujetos sexuados el output de la misma. Esta perspectiva permite mostrar cómo las relaciones de poder entre los sexos son intrínsecas a la propia formación de los sujetos sexuados. Los individuos no pueden ser vistos como la “sustancia neutral” sobre la que actúa el poder sino que son productos vivientes y dinámicos de las relaciones de poder (Gioscia 2007).

En este sentido, cada actor individual se forma y se encuentra constreñido por las normas de género masculina y femenina que involucran fuertes componentes psicológicos y morales. La falla con relación a vivir según la norma de masculinidad (si se es varón) o de femineidad (si se es mujer) no supone sólo verse como un “jugador-perdedor” en un determinado arreglo institucional sino que implica una falla como persona, es decir, ser un fracaso. Cuando una comunidad juzga el comportamiento de mujeres y varones como “apropiado” o “inapropiado”, como “bueno” o “malo”, refiere, en definitiva, a los modos en los que estamos involucrados tanto afectiva como intelectualmente en la preservación de nuestras identidades según los valores prevalecientes en la comunidad (Gioscia 2007).

Por otra parte, las normas de género han de entenderse como lo que Edna Ullman-Margalit (en Gatens 1998), denomina las “normas de parcialidad”; esto es, normas que operan tapando el privilegio acordado a los varones en diferentes arreglos sociales. Para ser efectivas, estas normas han de ser aplicadas imparcial y universalmente, pero es posible suponer que la aplicación de dichas normas “imparcialmente” impacta, sin embargo, de modo diferente en mujeres y en varones de carne y hueso, como en el caso del aborto o en el del cuidado de niños y enfermos (Gatens 1998, 5).

En función de lo dicho, la perspectiva de un agente neutro y descontextualizado en la que se basan las teorías institucionalistas, es indisociable —excepto analíticamente— del entramado de normas e imaginarios sociales que circulan en la sociedad y que estructuran, a su vez, las identidades encarnadas. Solamente algunos individuos son reconocidos como sujetos “autorizados” a ejercer sus derechos (siempre son sujetos “civilizados”, capaces de ejercer sus derechos en forma responsable y decente)4, en tanto las acciones expresivas de otros se consideran o bien irrelevantes para la política o se constituyen como “problemas sociales” o patologías endémicas que afligen al cuerpo político. En este sentido, los derechos (como norma legal) son una forma de producción cultural que también constituye y regula el comportamiento ciudadano “decente” y “civilizado” puesto que, tal como se señaló antes, las instituciones que encarnan las leyes, los derechos, la cultura y la política son factores interrelacionados (Gioscia 2005, 297).

Como han demostrado varias teóricas feministas, los valores supuestamente universales, objetivos, racionales y desapasionados de la esfera pública se basan, de hecho, en las cualidades y los valores tradicionalmente asociados a los varones. Las teorías liberales particularmente contrastan a su vez estos rasgos con aquellos que encontramos en la esfera privada —el mundo femenino de las relaciones personales, la emoción y la subjetividad— conceptualizándola como inherentemente “inferior”. Más allá de que el liberalismo político contemporáneo, tanto en sus teorías como en los regímenes de gobierno concretos, afirme incluir a las mujeres del mismo modo que a los varones, y en tanto esta dicotomía público/privado se mantenga cargada de género e inequidades, el ciudadano individual no se relacionará con estas esferas de manera abstracta sino como individuos varones y mujeres concretos. En la práctica, esto se traduce en que las cualidades —por ejemplo, un estilo discursivo combativo— y las experiencias asociadas a los varones —lo militar, lo sindical o los negocios— son vistas como lo propiamente “político”. Luego, los varones son admitidos “tal como son” en la esfera pública, porque su sexo es tratado como una norma no problemática mientras que las mujeres son más fácilmente admitidas si hablan y actúan “como hombres” y, en general, se espera que así lo hagan (Bryson 1999, 91).

Una paradoja histórica de la relación de las mujeres con los discursos de virtudes cívicas consideraba posible que éstas cumplieran con su deber ciudadano —y en ello se constituyeran como “ciudadanas virtuosas”— mediante el cumplimiento de las tareas domésticas y el cuidado de su esposo e hijos, en tanto que, simultáneamente, les era negado su estatuto como ciudadanas en la esfera pública, tanto en lo civil a la mujer casada como en lo político a todas las mujeres (McClain 2001). Resulta esperable entonces que las concepciones contemporáneas de virtudes cívicas, y las instituciones, que se han encargado de la tarea de promoverlas, trasmitan en alguna medida estos sesgos.

Repasemos, por ejemplo, el catálogo de virtudes que habitualmente se toma en consideración: el honor, la fortaleza, el coraje, el sacrificio por la patria, la priorización del bien público a los intereses privados, la participación en la esfera pública. Evidentemente, esto expresa una concepción masculina y una valoración positiva de lo masculino, que se toma como patrón al que las mujeres se incorporan, o se “agregan”, y al que deben amoldarse para ser consideradas “ciudadanos virtuosos” (Phillips; Lister). Asimismo, las oportunidades de participación en la vida pública han sido históricamente menores para las mujeres.

Y, aunque de modo general, en algunos países no existan impedimentos legales a la participación de las mujeres en la vida pública, desde líneas republicanas las mujeres que no “elijan” participar activamente en política serán vistas como ciudadanas “no virtuosas”, egoístas, que privilegian sus propios intereses y preocupaciones privadas en lugar de los asuntos generales. Aunque, en verdad, en base a lo dicho antes, esto constituye una falsa elección (Amdur).

En definitiva, el punto central de la argumentación hasta aquí es que una comprensión fácil de las preferencias y de los intereses de los agentes que no dé cuenta de las relaciones de poder, es decir, que no capte el hecho de que la voluntad está formada bajo las constricciones impuestas por las normas y condiciones sociales existentes, coloca a las mujeres en una situación de desventaja. En este caso, frente al ideal del “ciudadano virtuoso”.

 

FAMILIA Y EDUCACIÓN EN VIRTUDES CÍVICAS

Las teorías políticas mainstream predominantes sobre virtudes cívicas argumentan básicamente que el gobierno debería cumplir un rol importante en la formación de los ciudadanos. En general, se suelen identificar como “escuelas de ciudadanía” a la familia, las organizaciones religiosas y otras asociaciones civiles, la educación formal, el mercado y los medios de comunicación (Kymlicka y Norman 1994). Sin embargo, la familia ha recibido menor atención en el análisis. Generalmente, desde discursos conservadores, se la vincula a la “salud” moral de nuestras sociedades partiendo de la comprensión tradicional de la familia nuclear como “semillero de virtudes cívicas” 5 (McClain 2001, Kymlicka y Norman). La crisis de valores de la que tanto se habla en la actualidad está vinculada de diversos modos y, desde estas perspectivas, a la desestructuración familiar, producto de fenómenos tales como la salida de las mujeres al mercado laboral o la disminución de los matrimonios, entre otros factores6.

Aunque este debate teórico se ha venido desarrollando intensamente en el mundo angloparlante, el mismo resulta pertinente en nuestro medio y a nivel regional puesto que, desde ciertas líneas ideológicas, siempre vuelve a colocarse en el centro de los discursos políticos el mito de una familia que “se caracteriza por ser el núcleo básico, de carácter comunitario y solidario, que asegura a sus miembros estabilidad, seguridad y algún sentido de identidad” (Gioscia 2005, 297), así como es recurrente la alusión a “los valores familiares”7.

Sin embargo, como han analizado extensamente las académicas feministas, esta familia que se pretende “salvar” ha estado signada históricamente por la desigualdad en la asignación de responsabilidades y privilegios entre sus miembros adultos, por relaciones de poder e, incluso, de violencia y dominación. En este sentido, la primera pregunta que surge cuando pensamos en la relación entre las familias y la promoción de valores y virtudes ciudadanas es de índole fáctica: ¿las familias fomentan realmente valores y virtudes beneficiosas para la sociedad?; ¿qué tipo de familia(s) lo hace(n)? Más aún, ¿qué evidencia existe (y qué garantías tenemos) de que las familias actúen como trasmisoras de valores sociales, en vez de personales, y de virtudes cívicas, en lugar de “vicios” cívicos? (Hirschmann 2008a). Como afirmaba Susan Moller Okin (1996, 137): “resulta difícil ver cómo las familias que no están reguladas por principios de justicia y equidad podrían desempeñar un papel positivo en la educación moral de los ciudadanos para una sociedad justa”.

Linda McClain (2001; 2008) ofrece una alternativa feminista al debate mainstream sobre el rol del gobierno en la formación de ciudadanos democráticos. Desde su perspectiva, la familia es un lugar central de formación de ciudadanos y ciudadanas y es, por lo tanto, el lugar apropiado para fomentar sus capacidades, responsabilidades y, en definitiva, promover equidad. La pregunta que se hace es ¿cuáles son los principios en base a los cuales se deberían reestructurar las políticas públicas para proveer a las familias de apoyos suficientes, a fin de transformarlas en instituciones que sostengan una democracia activa? En su propuesta, la autora argumenta que el Estado debería intervenir apoyando a las familias “democráticas”, “no violentas” y “equitativas”, con el propósito de promover las capacidades y las responsabilidades que las instituciones exigen de los ciudadanos manteniendo, al mismo tiempo, el respeto a los derechos de varones y mujeres a decidir libremente sobre el modo en que desean organizar su vida familiar.

Aunque McClain pretende ejercer una mirada feminista en torno al debate sobre las virtudes, el modelo normativo que propone enfrenta por lo menos dos dificultades. En primer lugar, sigue colocando a las familias —más allá de que la autora admita una comprensión plural del término— como un “valor” a sostener y como el “lugar” de promoción de valores sin reconocer la contingencia de las familias desconociendo que hoy las mismas funcionan más como encuentros que como causas fundacionales, como acontecimientos más que como cimientos (Gioscia 2005). En segundo lugar, plantea el problema en términos de “políticas”: su preocupación reside en cómo rediseñar la institución familiar a través de políticas públicas a fin de obtener resultados más democráticos para nuestras instituciones así como ciudadanos más comprometidos con ellas. Pero ese énfasis en las “políticas” ha sido criticado por autoras que insisten en la necesidad de incluir las relaciones de poder en el análisis. ¿Por qué?

Porque el problema consiste en que, aunque estas políticas sean, en principio, “neutrales”, impactan diferencialmente en la vida de los varones y las mujeres de carne y hueso. Esto nos enfrenta a un círculo vicioso: las familias no cambian sin la ayuda del Estado, pero el Estado no puede hacer nada por las familias si éstas no están dispuestas a cambiar. Por consiguiente, una estrategia feminista más eficiente debería partir del reconocimiento de que el Estado no es neutral en términos de género (Bryson, 1999, 122). Ni el Estado ni las políticas son neutrales sino que, como se ha señalado, reflejan y reproducen valores, normas y sesgos vigentes en la sociedad en la que están inmersos, incluidas las percepciones acerca de lo femenino y lo masculino. Así, las políticas públicas son el resultado del conjunto de procesos mediante los cuales las demandas sociales se transforman en opciones políticas y pasan a ser tema de decisión de las autoridades públicas como productos sociales emanados de un contexto cultural y económico determinado, insertas en una estructura de poder y en un proyecto político específico (Batthyány, Genta y Perrotta, 2012, 15).

El debate sobre el sistema de cuidados, que se está llevando adelante en nuestro país,8 resulta ilustrativo como ejemplo de las dificultades involucradas en nuestros esfuerzos por rediseñar las instituciones. Es moneda corriente que cuando existen políticas “amigables” en esta dirección, muchos varones no las aprovechan, ya sea por miedo al estigma, a las sanciones sociales, o simplemente porque no les conviene. Esto es así debido a que, por ejemplo, la dedicación que implica ser ama de casa o estar al cuidado de los niños, ancianos y enfermos sigue siendo considerada como una obligación para las mujeres, pero no para los varones.9 Es necesario señalar que, si no cambian las actitudes, los valores y las opciones asociadas a ambos sexos, la mera existencia de las políticas sin una mirada desde el lugar de quienes se ocupan de la tarea del cuidado, puede generar un efecto boomerang contra las mujeres reproduciendo o incrementando su inequidad.

La expresión “acommodate care to work” (adecuar el cuidado al trabajo) pone de manifiesto la prioridad social que se otorga a los roles de productor y consumidor en detrimento del de cuidador y el de ser cuidado (Josephson). Muestra además las limitaciones implicadas en la creencia de que es suficiente con “acomodar” los roles familiares tradicionales en lugar de cambiarlos, incentivando y obligando a los varones a trabajar más en la casa, en lugar de fomentar meramente que el Estado se haga cargo, cuando las mujeres no pueden hacerlo (Bryson). En suma, siguiendo a Shanley (63), resulta apropiado abordar el problema desde una perspectiva más amplia que considere las dificultades que impone el actual contexto socioeconómico capitalista y neoliberal con referencia al reconocimiento social y al apoyo al “cuidado” como valor público, a sabiendas de que lo primero sería reorganizar nuestras sociedades de modo tal que se coloque verdaderamente en un primer plano la relevancia de la interdependencia humana.

 

¿REDISEÑO INSTITUCIONAL?

 

Cuáles son las posibilidades de rediseño de instituciones en general y de la familia en particular, y cuáles los medios más idóneos, legítimos y eficaces para llevarlo adelante, son preguntas que sólo podemos dejar planteadas como problema. Lo que es preciso considerar es que cualquier intento de rediseño institucional, tanto para la afirmación de las instituciones vigentes como sus posibles modificaciones, ha de realizarse desde perspectivas que ubican a los individuos en roles, actividades y preferencias que fusionan lo psicológico con lo corporal, lo simbólico con lo material, el lenguaje con los sentimientos.

Desde perspectivas teóricas liberales del contrato social, los hombres blancos de clase media fueron inicialmente considerados “naturalmente” libres e iguales. Esta idea moldeó el modo de ver y comprender a los individuos y a las instituciones políticas, las prácticas normativas y las relaciones sociales. Esto afectó los modos de comprender la raza, el género, la etnia, la clase social y la religión. A modo de ejemplo, la violencia doméstica está ineludiblemente relacionada con la realidad empírica, pero contiene a su vez, una larga historia de discursos y marcos ideológicos que involucran concepciones sobre masculinidad y femineidad, matrimonio, política, autoridad del Estado, división sexual del trabajo, heterosexualidad como norma, imaginarios sociales, rasgos individuales y concepciones de virtudes cívicas que constituyen el carácter engendrado de las relaciones de poder. La cuestión no es solo “incluir” mujeres en instituciones y otorgarles la capacidad de educar en virtudes cívicas, sino cambiar desde el punto de partida el modo de comprender la diferencia sexual e incorporar el análisis de las relaciones de poder en las teorías en uso.

Los roles tradicionales asignados a hombres y mujeres reproducen la asunción de que la mayoría de las mujeres han de ser las encargadas de los cuidados. El mundo productivo a su vez penaliza a las mujeres al superponer al rol de cuidadoras de otras personas el rol de productoras y, de modo general, al menos en nuestro país y en otros de la región, no se ha logrado alterar la división sexual del trabajo predominante. Como señala Karina Batthyány (en Rico y Maldonado, 71), es preciso abordar el tema de la división sexual del trabajo fundamentalmente en relación con el trabajo no remunerado doméstico y de cuidado como un problema público y no como un problema privado. La autora lo fundamenta en base a tres puntos: a) que los hechos relativos al cuidado de los dependientes no son algo propio y exclusivo de la esfera privada sino que deben formar parte del debate sobre los derechos de ciudadanía y sobre la democracia b) que tanto las ciudadanas como los ciudadanos son autosuficientes y dependientes, a la vez, aunque hay períodos de la vida en que prevalece la autosuficiencia y otros en los que prevalece la dependencia. Dependemos unos y unas de otros y todas las personas necesitan de las familias, u operadores sustitutos, de la sociedad y de la comunidad, como soporte a lo largo del curso de la vida y c) que siendo las mujeres quienes contribuyen en forma desproporcionada al bienestar social por medio de todos los servicios no remunerados, es justo establecer como principio básico el de la corresponsabilidad. En definitiva, la discusión sobre el cuidado ha conducido a colocarlo como un problema de política pública al que debe responder el Estado.

Si las virtudes cívicas están vinculadas a la ciudadanía y a la participación en la esfera pública, el primer paso a dar es atender a la división sexual del trabajo. La institución familiar y las normas de género que las gobiernan están asociadas a significados y prácticas culturales y, a pesar de que estamos lejos del concepto de familia tradicional, aún persiste la desigual división de trabajo que constriñe de modo diferente la vida de hombres y mujeres. Si los derechos producen, constituyen y regulan el comportamiento ciudadano, éstos, a su vez, reproducen el poder normativo de la diferencia de género, por lo que, más allá de la importancia de los adelantos que se puedan realizar para mejorar la vida de las mujeres, la esperanza de un cambio profundo nos remite al vasto terreno de los cambios culturales.

Las grandes narrativas que describen la vida social están siendo puestas en cuestión tanto como los roles tradicionales de hombres y mujeres. A diferencia del rediseño de otras instituciones, el cambio en la familia supone estar preparados para reformar no sólo nuestras acciones y comportamientos sino también, y esto escapa a cualquier previsión, la voluntad de reformar nuestra propia cultura y a nosotros mismos (Gatens 1998, 14). Esto implica el intento de realizar cambios tanto individual como colectivamente, en pos de futuros posibles, menos deterministas y quizás, más justos.

 

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* Doctora en Ciencia Política por la Unstituto Universitario de Rio de Janeiro, Magister en Filosofía, por la Universidad Federal de Rio de Janeiro y Licenciada en Filosofía por la Universidad de la República (UdelaR). Es docente e investigadora en Teoría Política en el Departamento de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la UdelaR. Coordina el Programa de Estudios sobre Ciudadanía, Teoría Política e Historia de las Ideas y varios proyectos de investigación con el Grupo Estudios sobre Ciudadanía. Integra el Área Política, Género y Diversidad Sexual en esa Facultad. Es editora de la revista digital Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Política. Har realizado numerosas publicaciones y presentaciones sobre filosofía política moderna y contemporánea, ciudadanía, crítica cultural, filosofía del género y feminismos.

 

1 Agradezco los comentarios críticos recientes de María Luisa Femenías, Fabricio Carneiro y Sabela de Tezanos. El primer borrador de este trabajo fue realizado en conjunto con Cecilia Rocha bajo el título ¨Género, virtudes cívicas y diseño institucional en el marco del proyecto de investigación ¨Valores y virtudes cívicas” (CSIC 2009) y presentado en las Primeras Jornadas CINIG de Estudios de Género y Feminismos: “Teorías y Políticas: desde el Segundo Sexo hasta los debates actuales” con la ponencia ¨Género, virtudes cívicas y diseño institucional” en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina, 29 y 30 de octubre.

2 Este punto se desarrolla en Gioscia y Pérez (2009).

3 Acordamos con Karina Batthyány (2011) en que el tema de la división sexual del trabajo, sobre todo en relación con el trabajo no remunerado doméstico y de cuidado es un problema público y no privado. La autora constata cómo la división sexual del trabajo no remunerado, la falta de una oferta pública de servicios de calidad y las inercias culturales que siguen predominando, hacen de las mujeres las depositarias de una carga desproporcionada de trabajo, en desmedro de la posibilidad de obtener mayor calificación e ingresos lo que, a su vez, limita mejores oportunidades de inserción laboral y constituye un factor claro de vulnerabilidad para las más pobres. Este aspecto lo desarrollaremos en el último apartado.

4 De modo general, mujeres cuya sexualidad ha de ser confinada a la familia patriarcal, hombres y mujeres heterosexuales con impulsos sexuales moderados, etc. Decencia como construcción normativa de la sexualidad que entiende cualquier tipo de crisis como “marcha atrás” en el camino de la moralidad.

5 Esta idea también se encuentra en los llamados “teóricos de la sociedad civil” (Kymlicka y Norman 1994) que consideran a la familia como “semillero de virtudes” siempre y cuando ésta sea efectivamente un ámbito privilegiado de transmisión del “respeto a la tradición” y de la autoridad. Considerar (o no) empíricamente a las familias como “semillero de virtudes” depende fuertemente del catálogo de virtudes al que se adhiera, de ahí la diversidad de posiciones que podemos encontrar al respecto.

6 Por ejemplo, durante las elecciones presidenciales uruguayas de 2009, en los discursos políticos se menciona frecuentemente la “crisis de valores”, “los valores perdidos”, “la necesidad de la educación en valores”. Más allá de las múltiples comprensiones y apropiaciones de dichas expresiones según qué actores políticos locales se analicen, lo llamativo para los propósitos de este trabajo es el énfasis explícito que se hizo en el papel de la familia (tradicional) en la educación de valores, en desmedro de otros arreglos familiares. Véase para el caso uruguayo el trabajo de Wanda Cabella (2006; 2007), especialmente sobre los cambios familiares en Uruguay y el rol de las mujeres en estas. En este marco, explicaciones sobre el aumento de la criminalidad, por ejemplo, se adjudican a la decadencia de la familia o el alejamiento de “los padres” —es decir, las madres— respecto de los hijos. A modo de ejemplo, entre otros, el programa del Partido Nacional de Uruguay del 2009 enfatiza en la necesidad de “Promover el rol de la mujer como madre y primera educadora y trasmisora de valores” y presenta la centralidad de “la familia” en el orden político afirmando que: “El desarrollo del ser humano debe ser la base y la meta de la siempre perfectible tarea de construir una sociedad mejor cuyo fin es el Bien Común y en el que la familia se constituye en unidad esencial” (en Johnson y Pérez 2010).

7 Un debate vinculado en varios puntos al que aquí se trata es el del matrimonio igualitario (entre personas del mismo sexo) aprobado en Uruguay en mayo de 2013, a partir del cual se revitalizó la discusión en torno al matrimonio como institución y la relación de los “valores familiares” y los arreglos familiares not radicionales. También véase, por ejemplo, Shanley, Cohen y Chasman.

8 Además, los actores (especialmente los estatales) implicados en el debate en torno a la construcción de un Sistema Nacional Integrado de Cuidados (SNIC) vacilan en su consideración de las desigualdades en el uso del tiempo de varones y mujeres y en incluir la perspectiva de género y de derechos en sus argumentaciones privilegiando los derechos o las necesidades de “los cuidados” en lugar de la importancia de mirar la cuestión desde “los que cuidan” y las desigualdades de género implicadas en este fenómeno. Para una visión aggiornada sobre el tema del cuidado ver Batthyány, Genta y Perrotta (2012).

9 Piénsese, por ejemplo, el caso de la licencia por paternidad en Uruguay.

 

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