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Páginas de Educación

versión On-line ISSN 1688-7468

Pág. Educ. vol.5 no.1 Montevideo  2012

 

 

EDUCACIÓN, LAICISMO AGGIORNADO E IGLESIA CATÓLICA

EDUCATION, THE CATHOLIC CHURCH AND A NEW VERSION OF SECULARISM

 

Carlos Daniel Lasa*

 

Resumen. El artículo refiere, en un primer momento, a la nueva versión habermasiana del laicismo y su traducción en el ámbito de la educación. Se muestra la filiación racionalista de esta versión aggiornada del laicismo y la contradicción que anida en el mismo punto de partida del propio racionalismo: su fundación no en una razón sino en una decisión. De esta realidad se desprende la necesidad, del racionalismo, de ejercer un férreo control sobre el pensamiento prohibiendo que el pensar se interrogue por las cuestiones últimas. Así la escuela, producto de este laicismo, es una escuela absorbida totalmente por las cuestiones inmediatas, lo cual priva al hombre de una auténtica cultura. En un segundo momento, el trabajo pone de manifiesto la impotencia que anida en la conciencia actual del católico para volver a poner en relación al hombre de hoy con estas cuestiones últimas.

Palabras clave: racionalismo, nuevo laicismo, escuela, totalitarismo, Iglesia Católica.

 

 

Abstract. Firstly, this paper analyzes Habermas's concept of new secularism and its effects on the field of education. It reveals the relationship between rationalism and this updated version of secularism and the contradiction that lies at the very starting point of rationalism: its foundation not on reason but on arbitrariness. Thus rationalism needs to keep an iron grip on thought while banning all considerations on the ultimate questions. In consequence, schools, as a product of this secularism, are completely taken by immediate concerns which deprive men of a genuine culture. Secondly, the paper presents the powerlessness that lies in the consciousness of modern Catholics to reestablish the connection between today´s man with such ultimate questions.

Keywords: Rationalism, Neolaicism, school, Totalitarianism, Catholic Church.

 

Recibido el 22 de octubre de 2012

Aceptado el 14 de noviembre de 2012

 

PRESENTACIÓN

 

Cuando nos detenemos a considerar la relación entre la concepción que se tiene de una visión laica de la vida y la educación, no podemos dejar de advertir, ante todo, que el segundo de los términos está determinado por el primero. Hace ya tiempo que “laicidad” se toma como sinónimo de “laicismo”, el cual se nos presenta hoy bajo un nuevo rostro: el de la razón procedimental habermasiana. De allí que nos sea imprescindible, en un primer momento de nuestro trabajo, detenernos a considerar esta nueva versión del laicismo que se muestra, aparentemente, con una actitud de mayor apertura al ámbito de lo religioso respecto del laicismo clásico, que sostenía la exclusión absoluta de la religión de la esfera pública.

En un segundo momento, intentaremos delinear los contornos de la concepción educativa que se desprende de esta nueva forma del laicismo. Finalmente nos preguntaremos si la Iglesia Católica está en condiciones, hoy, de hacer frente a esta nueva forma de laicismo mostrando al hombre su relación constitutiva con el Ser creador y redentor, que el laicismo se ha encargado de cercenar.

 

UN NUEVO ROSTRO DEL LAICISMO

 

El vocablo “laicidad” es utilizado en diversos sentidos. Es preciso señalar, ante todo, que el término en cuestión se ha generado en relación al ámbito de lo religioso. Precisamente, y como acertadamente lo señala Vittorio Possenti, el significado primario de “laico” es propio del ámbito eclesial. En este sentido, el laico es el miembro del pueblo de Dios (laos theou), el bautizado que no es sacerdote ni religioso. Luego, en la denominada “modernidad”, el término laicidad adquiere un significado cultural y civil (Possenti, 5-6). En los dos últimos siglos, en Europa, con el vocablo “laico” se designa al no-creyente, incluso al no-creyente activo, militante, caracterizado por una posición de hostilidad absoluta frente al posible influjo de la religión en la esfera de lo público. Y si la religión es exiliada de este ámbito, igual suerte correrá en la esfera de la educación estatal.

Otros autores, sin embargo, distinguen entre la referida posición, a la que califican de “laicismo”, de la auténtica “laicidad”. En este sentido, la filósofa italiana Maria Adelaide Raschini, sostiene que la persona humana es laica constitutivamente. “En efecto, ser ‘laico’ significa ser responsable de las propias acciones, de acuerdo a elecciones llevadas a cabo por el libre ejercicio de la razón” (2001, 464). Por esta razón, puede afirmarse que sin la existencia de este ámbito de la acción libre del hombre no tendría lugar una educación concebida como un proceso de construcción consciente; en su lugar, debería pensarse en la existencia de un adiestramiento según fines exteriores (Jaeger, 11).

Nos atrevemos a afirmar sin temor a equivocarnos que, en los ámbitos de la cultura rioplatense, ha sido el “laicismo” el que se ha impuesto en el ámbito de la cultura tomando, en la actualidad, un nuevo rostro configurado a partir de la razón procedimental habermasiana. Las dos formas de laicismo hunden sus raíces en la denominada “razón crítica”. Esta última se funda en un acto de ruptura para con todo aquello que no proceda de su propio acto: ruptura con la revelación, con la tradición y con la metafísica.

Ahora bien, este racionalismo se encuentra en la génesis de la constitución del Estado moderno. El Estado moderno no reconoce más a la religión como el fundamento de su universalidad sino que se declara “neutral” respecto de ésta. Al respecto, señalaba el Canciller del Rey de Francia, Michel de L’Hôpital, en la vigilia de las guerras contra los hugonotes, en 1562: “no interesa cuál sea la religión verdadera, sino cómo podemos vivir juntos” (en Bockenforde 2006, 35).

Hemos consignado entre comillas el vocablo neutral por considerar que este Estado hunde sus raíces en una concepción perfectamente determinada de lo que sea real, propia ésta del racionalismo. Como apunta Ernst-Wolfgang Böckenförde, desde el punto de vista del contenido, la laicidad del orden político-social está determinada por una visión antropocéntrica, individualista. Señala nuestro autor:

 

El orden político-social encuentra su legitimación fundante en el asegurar los objetivos vitales elementales del individuo, es decir, en realizar su naturaleza repleta de deseos (vida, seguridad, libertad externa, creación de la posibilidad del bienestar), y no perfeccionar su naturaleza en sentido ético… (vivir en la verdad o en la virtud). El punto de partida y objetivo del orden social y político es el individuo singular, que se determina por sí mismo al margen de todo contexto de un orden preconstituido. (2007, 124)

 

¿Cuál es, entonces, aquel principio estatal que permitirá vincular a los individuos? El criterio de regulación para la convivencia social y política será la ley que el propio Estado se otorgue a sí mismo, independientemente de toda consideración religiosa o metafísica. Böckenförde señala:

 

Garantizando el derecho y presidiendo a la iurisdictio, la organización política —en su forma estatal— está en posesión de un propio poder de creación del derecho, el cual es situado en posición de superioridad respecto a la condición jurídica transferida (soberanía interna). El derecho —bajo la forma de ley del Estado— se convierte en disponible en gran medida y puede ser utilizado como medio de configuración y de transformación de la sociedad. Se convierte en expresión de la voluntad formadora política. El derecho y el ethos se separan. El derecho, en su acción normativa, se pone en parte en contra del ethos incorporado en la vida, es decir, crea, de manera regulada, un pasaje hacia un tipo fundamentalmente nuevo de relaciones sociales (o sea, un instrumento reformador), y no se legitima más en base a aquello que es preexistente, a la tradición. (2007, 126)

 

La racionalidad que funda a este Estado es una racionalidad liberada de toda orientación vinculante; es una razón que establece, de modo absolutamente autónomo, sus propios objetivos. ¿Cómo hacer para que algunos de esos objetivos coincidan con los de un ethos determinado, por ejemplo, el del hombre religioso? La única manera que tendría un ethos religioso de ejercer algún tipo de influencia en la esfera de lo público sería la de atenerse al único principio universal (el cual posee rango dogmático) que es la razón discursiva tal como la concibe Habermas. Todo aquello que no llegue a legitimarse frente a la razón discursiva será relegado al ámbito de lo privado.

Observemos que esta visión laica del Estado pretende presentarse como “blanda” respecto a la que tuvieron los franceses: estos últimos no dejaban espacio alguno a la religión en el ámbito de lo público; en cambio, la visión habermasiana permitiría asegurar a la religión, si es que está dispuesta a asumir como propia a la razón procedimental, espacios de desarrollo en el ámbito de lo público.

Es dado observar que esta visión de la razón discursiva poco tiene de neutral. Para Habermas, el liberalismo político se entiende como la justificación no religiosa y postmetafísica de los principios normativos del Estado constitucional democrático (Ratzinger y Habermas, 27). No existen, para Habermas, fundamentos prepolíticos en la constitución del Estado democrático, v.g., creencias éticas de comunidades religiosas o nacionales. La asunción, por parte de Habermas, del concepto de “razón crítica” es total. Refiere Habermas: “Sólo bajo estas premisas de un pensamiento post-metafísico, que hace tranquila profesión de su carácter de tal, se desmorona ese concepto enfático de teoría, que pretendía hacer inteligible no solamente el mundo de los hombres sino también las propias estructuras internas de la naturaleza” (1990, 16).

Ya no es posible, como podrá advertirse, el acceso a la verdad por parte de la inteligencia humana. Pero si la verdad no puede ser aprehendida por el entendimiento humano, ¿cómo nos será posible escapar del relativismo nihilista?

Para dar una solución a esta cuestión, Habermas recurre a Kant. El filósofo de Königsberg le ofrece la noción de “razón crítica” y, por medio de ella, una estructura discursiva capaz de fundamentar un saber objetivo. De este modo, Habermas cree eludir tanto a la metafísica como al subjetivismo relativista.

Antes de determinar el modo como Habermas funda la existencia de un “saber objetivo” sobre la estructura discursiva de la razón, preguntémonos acerca del nuevo objeto que tendrá la filosofía. Si la inteligencia humana, como ha señalado Habermas, no puede tener un acceso privilegiado a la verdad del ser, su objeto no será otro más que el de la totalidad sociológica en términos de fondo o mundo de la vida, totalidad no-objetiva y preteorética. Expresa Habermas:

 

Lo que le queda y lo que está en su mano (se está refiriendo a la filosofía) es una mediación efectuada en términos de interpretación entre el saber de los expertos y una práctica cotidiana necesitada de orientaciones. Lo que le queda es la tarea de fomentar e ilustrar procesos de autoentendimiento del mundo de la vida. (Ratzinger y Habermas, 28).

 

Para Habermas, entonces, ese “todo” que es la vida y que se expresa en el lenguaje, puede tener una base objetiva para el conocimiento, siempre disponible a la verificación experimental y a la verificación de la validez intersubjetiva. Para el filósofo alemán, entonces, el punto de partida de su pensamiento no es el ser sino el mundo de la vida. De aquí obtiene dos presupuestos preteoréticos y universales: el obrar comunicativo y la praxis cotidiana orientada hacia el acuerdo, el entendimiento.

A partir de estos presupuestos, Habermas establece la estrategia ético-discursiva que se apoya sobre el discurso cual forma de comunicación que va más allá de las normas. Lo objetivo, las normas, no serían sino el producto de la comunicación. Lo objetivo, entonces, llega a alcanzarse sin tener que acudir a premisas metafísicas. Así, una norma será moralmente válida y universal cuando los participantes del debate hayan llegado o hayan alcanzado un entendimiento capaz de armonizar los intereses de todos. La ética, pues, no nos brindará contenidos o bienes sino sólo el procedimiento que se debe seguir para llegar a acuerdos entre los miembros de una comunidad. Señala Habermas:

 

Como racional no puede valer ya el orden de las cosas con que el sujeto da en el mundo, o que el propio sujeto proyecta, o que nace del propio proceso de formación del espíritu, sino la solución de problemas que logramos en nuestro trato con la realidad, atenido a procedimientos. La racionalidad procedimental no puede garantizar ya una unidad previa en la diversidad de los fenómenos. (1990, 45)

 

Hemos dado respuesta, entonces, al modo en que Habermas pretende escapar, fundado en su noción de razón procedimental, tanto de la metafísica como del subjetivismo relativista.

Como fácilmente se advierte, Habermas pretende erigir a la razón procedimental en una nueva instancia que permitirá fundar la unidad de las sociedades democráticas. El diálogo propuesto por Habermas supone adherir, ab initio, a la noción de razón procedimental (crítica) y a los presupuestos que ella conlleva. Esta posición, que no deja de ser laicista y que, en consecuencia, nada tiene de neutral, habrá de configurar una educación en la cual las cuestiones últimas no tendrán cabida alguna.

 

LA EDUCACIÓN EN EL NUEVO LAICISMO

 

Delinearemos, en este punto, las notas características de la educación pensada desde esta nueva versión del laicismo. Previamente, mostraremos la contradicción que anida en el racionalismo, presupuesto de toda forma de laicismo. El racionalismo, en efecto, limita el pensar humano impidiendo que éste se formule preguntas acerca de las cuestiones últimas. 

 

El totalitarismo de las preguntas

 

Las dos formas de laicismo, frutos del racionalismo, han clausurado al hombre dentro de sí mismo. Ello ha comenzado a partir de una apuesta inicial que ha consistido en negar la existencia de un orden fuera de la conciencia. Este pari (apuesta) que ha dado origen al racionalismo, se muestra, de modo harto palmario, en el pensamiento de Marx. Éste ha afirmado:

 

Un ser no se considera independiente si no es dueño de sí mismo y sólo es dueño de sí mismo cuando su existencia se debe a sí mismo. Un hombre que vive del favor de otro se considera un ser dependiente. Pero vivo totalmente del favor de otra persona cuando le debo no sólo la conservación de mi vida sino también su creación; cuando esa persona es su fuente. Mi vida tiene necesariamente esa causa fuera de sí misma si no es mi propia creación. (Marx, 146, énfasis en el original)

 

Comentando este parágrafo, Augusto Del Noce observa: “Lo que sorprende en este pasaje es la total subordinación de la metafísica a la axiología: la afirmación según la cual Dios no debe, precede a la de que Dios no es, y tal es el único argumento aducido; en una palabra, tenemos la exacta inversión del procedimiento kantiano” (1972, 146, énfasis en el original).

¿Qué pruebas ha dado Marx al respecto? Ninguna: ya hemos referido que se trata de una opción, de un rechazo del orden metafísico sin pruebas. De allí que, para Del Noce, el racionalismo padezca una grave contradicción que se sitúa en su mismísima constitución: por un lado, absolutiza la razón; por el otro, se encuentra fundado en una opción, en una apuesta.

¿Cómo salvar esta gravísima contradicción? Ejerciendo un severo control sobre el pensamiento concentrándolo en las cuestiones inmediatas en lugar de las cuestiones últimas. El laicismo no se propone establecer una dialéctica integrativa entre cuestiones últimas y cuestiones inmediatas sino una suerte de antidialéctica que tiene como finalidad la desaparición de uno de los términos: el de las cuestiones últimas. De este modo, el pensar sufrirá una seria mutilación por cuanto habrá preguntas que ya no podrá formularse.

Al respecto, Eric Voegelin acuñó la expresión “totalitarismo de las preguntas”. Para Voegelin se ha producido, en nuestras sociedades modernas, un fenómeno nuevo que es el de la prohibición de hacer preguntas (173). Del Noce ha abundado en esta tesis ofreciendo una respuesta a la razón de esta prohibición en cuanto a la formulación de determinadas preguntas. Señala al respecto que la contradicción que anida en la constitución misma del racionalismo lo conduce a enmascarar el acto de fe inicial. Las preguntas sobre las cuestiones últimas deben ser sistemáticamente prohibidas con el fin de alcanzar el consenso. Refiere Del Noce:

 

La unidad del bloque social sería alcanzada a través de la prevalencia de la coerción sobre el consenso, obtenido a través de una discriminación de las preguntas, prohibiendo aquellos que los intérpretes de la ideología, o sea los intelectuales orgánicos, definen como “reaccionarias”. O mejor, a través de la creación, a la cual se llega con el dominio de la cultura y de la escuela, de un nuevo “sentido común”, en el cual no vuelvan a florecer más las preguntas metafísicas tradicionales. Es a propósito de Gramsci que podemos entender en toda su profundidad la simplísima, en apariencia, fórmula a través de la cual Eric Voegelin define el totalitarismo: “la prohibición de hacer preguntas” (y, en efecto, la forma de pensamiento “ideológico” exige que las preguntas sobre su “verdad” no sean formuladas). En esta definición se expresa su novedad: porque el conformismo del pasado era un conformismo de las respuestas, mientras que el nuevo resulta de una discriminación de las preguntas por medio de la cual las indiscretas son paralizadas cuales expresiones de “tradicionalismo”, de “espíritu conservador”, “reaccionario”, “antimoderno”, o incluso, cuando el exceso de mal gusto alcanza el límite, de “fascista”; se llega a tal extremo en la cual el sujeto mismo llegar a prohibírselas en cuanto inmorales. Hasta llegar a que estas preguntas, por el proceso del hábito, o en virtud de la enseñanza, no surjan más… El disenso resulta imposible, aunque no por vías físicas sino por vías pedagógicas. (1992, 319-20, énfasis en el original)

 

El texto de Del Noce manifiesta el modo en que este racionalismo se vehiculiza por la vía pedagógica generando hábitos que obliteran definitivamente las preguntas acerca de las cuestiones últimas.

Jean-François Mattéi ha calificado de “barbarie” a esta necesidad imperiosa del hombre moderno de relacionar todo consigo mismo. Para Mattéi, la barbarie se produce (así como un barco que rompe sus amarras al primer golpe de viento) cuando el yo se separa de esa luz, o de esa exterioridad, que se denomina “idea” o “rostro” (Mattéi, 41).

A propósito de lo que venimos señalando, Giorgio Colli señala que los fundamentos de la civilización radican en reconocer aquello que está fuera de nosotros, aquello que es diferente de nosotros. Cuando ello no sucede, la inteligencia es devorada por una pura ratio que se convierte en instrumento de los instintos, de la pura vitalidad. Las cuestiones inmediatas, entonces, pasan a ocupar la totalidad de la vida del hombre, oscureciéndose su esencial dignidad fundada en una apertura a una realidad infinita que lo trasciende. El signo de la decadencia del hombre y de la civilización puede advertirse en el hecho de relacionar todo con nosotros mismos (Colli, 31).

¿Qué puede encontrar el hombre dentro de sí mismo desde estas coordenadas racionalistas? Tal como lo señala Mattéi, el hombre, producto del racionalismo, “no encontrará en él más que la forma vacía de una razón orientada hacia ella misma. La era del individuo comienza y, con ella, la era del vacío que insensiblemente hace desaparecer —haciendo de la necesidad humanismo— la propia figura del hombre” (Mattéi, 17).

 

La escuela del nuevo laicismo

 

Cabe preguntarse en este momento cómo se piensa la escuela a partir de los presupuestos de racionalismo en su nueva versión laicista. Ciertamente que la escuela no puede ser ya skholé, esto es, aquel ámbito reservado, regido por el ocio y propicio para el pensar, para un pensar que hará ver al hombre que su ser desborda absolutamente el contexto de relaciones histórico-sociales. Privar a la escuela del ocio equivale a obliterar la posibilidad de ejercitar el pensar. Permítasenos citar estas elocuentes palabras de Mattéi:

 

Por primera vez, Platón une al ocio (comprendido como una suspensión de las ocupaciones habituales y, por lo tanto, como un tiempo de pausa) con el ejercicio del pensamiento que es, en sí mismo, su propio fin. Durante esta pausa en el movimiento de la vida, el hombre puede consagrarse a la reflexión y dirigirse, más allá de las tensiones cotidianas, hacia el ser calmo de la verdad. Por lo tanto, no hay cultura posible, paideia, sino gracias a ese momento de reposo en el que el alma se vuelve a encontrar frente a sí misma, como lo precisa el famoso pasaje del Fedón dedicado al ocio: nuestra pereza para filosofar depende de las obligaciones de nuestro cuerpo que, dominado por los amores, los deseos y los temores, nos impide tener alguna tregua (skholé) para orientarnos al examen reflexivo de alguna cuestión. (153, énfasis en el original)

 

Contrariamente a lo requerido por Platón, la nueva versión del laicismo piensa a la escuela en función de la vida. ¿Pero de qué vida se trata? De la única instancia vital a la que ha sido reducido el hombre: la vida histórico-social. Esta afirmación, que hunde sus raíces en la tesis VI de Marx sobre Feuerbach, piensa que la dimensión histórico-social es constitutiva del ser del hombre. Habermas, fiel a esta concepción antropológica marxista, afirma que la filosofía ya no tiene más por objeto el ser sino el devenir histórico-social. En efecto, la inteligencia humana no puede tener un acceso privilegiado a la verdad del ser: su objeto no será otro más que el de la totalidad sociológica, en términos de fondo o mundo de la vida, totalidad no-objetiva y preteorética.

Si la escuela no mantiene ninguna diferencia cualitativa respecto del mundo de la vida (mundo, éste, mediado por la ética del consenso), entonces aquella deberá perseguir dos objetivos fundamentales: el de la fundación y mantenimiento de la razón procedimental discursiva, por un lado, y el de la propagación de una ratio tecnocientífica orientada a la satisfacción de las necesidades vitales. Se trata de la instauración de un dispositivo orientado a obliterar las preguntas que no deben formularse y a dar paso a todos aquellos conocimientos aportados por las ciencias humanas y sociales que resulten totalmente inocuos para poner en cuestión los presupuestos dogmáticos del laicismo autodenominado democrático.

Esta escuela ya no está al servicio de los grandes interrogantes de la existencia humana: no es escuela de sabiduría. La actual escuela es incapaz de elevar al hombre y ponerlo en relación a un fin que lo trascienda, lo eleve y le dé sentido. De allí el tedio generalizado que invade las almas de los estudiantes y de los maestros, a quienes se los priva de toda pasión por la educación. Cuando Nietzsche se quejaba del destierro de la filosofía de la universidad quería indicar que el pensar ya no era valorado en una sociedad que sólo tenía ojos para lo útil. Los fines propios de la filosofía y de la auténtica educación han sido fagocitados por los intereses inmediatos del Estado y de la sociedad (Nietzsche).

La forma mentis que imprime la escuela y la Universidad de hoy es la de un sociologismo, que se autotitula “progresista”, producto de la aplicación del concepto de ideología al propio marxismo. La génesis del mismo se encuentra en la aplicación de la noción de “ideología” —que aparece por vez primera en la Ideología alemana (Corallo, 440)]— al marxismo. Esto da paso a la ideología hegemónica actual: el “sociologismo”. Este sociologismo, que se presenta como “progresismo”, sostiene que todas las perspectivas de pensamiento, la marxista incluida, no expresan nada de eterno, de transhistórico, sino que están siempre ligadas a ciertas situaciones sociales y sólo en referencia a las mismas pueden ser entendidas.

El progresismo sociologista ha destruido a aquella “columna” que es el centro de todo hombre y que desde los albores de la filosofía griega se llama “ser”, “logos, “sentido”. Permítasenos citar estas palabras de Mattéi:

 

Delenda cultura est: éste es el tañido fúnebre moderno de la barbarie que descompone, deconstruye y destruye, arruina, en una palabra, todas las columnas de la civilización que elevan al hombre por encima de sí mismo. El bárbaro, tal como lo vieron Nietzsche, Simone Weil y Hannah Arendt, es el destructor de columnas, el que la derriba en el fango o la vacía de su interior, haciendo del mármol arena, y de la arena, nada. (177)

 

Sin la existencia de una realidad permanente (excepto la permanencia del eterno devenir), el progresista se ordena, con toda su libido dominandi, a la conquista de lo único indiscutible: las necesidades puramente vitales, las cuales deben ser aseguradas por un orden jurídico que debe, democráticamente, acompañar todas las peticiones de este “narciso” dominado por la fobia a lo universal, a la columna1.

Las cuestiones últimas ceden su paso a las inmediatas, que es como decir, lo esencial a lo superfluo. Franco Rodano ha calificado a esta sociedad sin valores como una “sociedad de la opulencia”. Es la sociedad, nos dice Rodano, de los hombres vacíos, “seres carentes de fines, sin valores… seres que sólo se sienten vivos en las pulsiones abstractas del sexo o en los sobresaltos súbitos e imprevisibles, en los desahogos de una esporádica y fatua anarquía” (Rodano, 324). De allí, refiere Del Noce, la unión entre “primitivismo instintivo” y “técnica” (1990, 319). Esta última permite al hombre de la sociedad opulenta satisfacer todo su eros instintivo. Liberarse de la alienación significa, para la sociedad progresista de la opulencia, liberarse de una secular represión e inhibición de los instintos.

La ética progresista encuentra su centro en el primado de la acción. “Primado de la acción” quiere decir interpretación de la vida espiritual como una permanente superación de todo aquello que es dado, lo que implica una desacralización y una negación de la tradición. De allí que la búsqueda del progresista no se ordene hacia la verdad sino hacia la novedad, hacia la eficacia. Su elección no se debate entre la verdad y el error sino entre lo nuevo y lo viejo: y lo nuevo siempre direccionado a las ventajas que pueda obtener en orden a un acrecentamiento puramente vital.

 

LA NECESIDAD DE LA RECUPERACIÓN DE LA COLUMNA

 

Cabe preguntarse, ¿llegará el día en que “el ojo del alma, verdaderamente enterrado en algún bárbaro lodazal, sea extraído muy dulcemente por la dialéctica y conducido hacia arriba?” (Platón, 533d). ¿Se podrá recuperar, definitivamente, la columna y, en consecuencia, lo “humano” del hombre?, ¿cómo volver a recuperar la dimensión vertical de éste y su relación constitutiva con el logos fundante?, ¿cómo hacerlo salir de una caverna construida por las constreñidas paredes de las cuestiones inmediatas?

Señalamos, precedentemente, que los cimientos de esta cárcel están fundados en una negación inicial: para que se mantengan inconmovibles es preciso ejercer una severa vigilancia sobre el pensar. Esta actitud está poniendo de manifiesto que sólo a través del acto de pensar puede salirse de la referida caverna. De allí que esta tarea sea, como lúcidamente lo refiere Viviane Forrester, “temible” (76).

La negación del logos fundante ha encadenado al hombre a un mundo de entes que se le aparecen como cosas meramente útiles, que les sirven para algo inmediato pero que lo sumergen en el sin sentido de la existencia. Refiere Alberto Caturelli:

 

Los que están situados en la servidumbre de la inmediatez, como los hombres del mito platónico de la caverna (Rep. VII), están “atados por las piernas y el cuello” y deben mirar siempre adelante “pues las ligaduras les impiden volver la cabeza” (ib., 514ab). Esto es un no poder ver sino las “sombras” de sí mismo y de las cosas proyectadas por la luz del fuego sobre la pared que está frente a los hombres; por eso, para este hombre de la medianía lo real es, precisamente, lo no-real, la sombra; la verdad, la no-verdad; el ser, el no-ser. (18)

 

Pero el pensar rompe el cerco de las cuestiones inmediatas por cuanto nos permite interrogarnos acerca del principio de unidad que reúne la multiplicidad de las cosas; de los entes que se me aparecen, incluidos nosotros mismos, pero que no encuentran su fundamento en sí mismos.

Sin embargo, la pregunta no podría formularse si negara la relación constitutiva con ese principio fundante. En efecto, toda pregunta supone un cierto conocimiento acerca de lo preguntado. Y de aquello primero que tengo conocimiento es de que hay ser y que gracias a su presencia yo puedo decir “yo”. El saber de mí mismo supone el conocimiento de aquella realidad de la cual me distingo y en la cual me recorto: el ser. La recuperación de este saber originario, del saber del ser y de mi ser, son instancias que ya suponen haber salido de la caverna y haber visto la luz del sol. Es por el acto de pensar que es posible ver la luz.

Este saber originario me pone de manifiesto que mi ser mantiene una relación primera y constitutiva con el ser total, lo cual equivale a afirmar que el dominio de las cuestiones inmediatas suponen la relación primera y constitutiva de mi ser con el ser infinito. La vida humana no puede ser pensada sin la columna, so pena de envilecerse. El dispositivo de la razón discursiva unido al de la razón puramente instrumental, fundados en el rechazo de la columna, reducen la vida humana a la pura dimensión biológica.

Para que esta barbarie no acontezca o, mejor dicho, no siga aconteciendo, será menester que la escuela recupere su método por excelencia: el pensar. Es preciso que el pensar, el diálogo del alma consigno misma, y que consiste en preguntar y en responder (Platón, 189e), sea extraído desde la potencialidad que anida dentro del ser de cada hombre en orden a su actualización. Para ello será imprescindible la presencia de auténticos maestros que susciten el acto de pensar en sus discípulos: maestros que sean capaces de cultivar en cada persona todos aquellos hábitos del intelecto que median entre la pregunta y la respuesta: la definición, la distinción, la relación, la causalidad, la sistematización, la crítica y la síntesis: necesitamos Sócrates.

La realización de este acto permitirá que cada estudiante sea él mismo por cuanto el camino de búsqueda de la respuesta a la pregunta formulada habrá sido transitado en primera persona. Sin este acto de pensar, ciertamente, no será posible ser diverso entre iguales, que es como decir, ser libres. Al respecto, permítasenos citar esta frase del filósofo Leo Strauss: “Al tomar conciencia de la dignidad del intelecto, entendemos el verdadero fundamento de la dignidad del hombre” (21).

Enseñarle al hombre a pensar es ponerlo en condición de un verdadero progreso, el cual siempre es progreso en la verdad. Refiere Raschini: “Nada de aquello que el hombre intenta, proyecta, organiza, y traduce en obras, puede ser juzgado como real adquisición si no se resuelve en un incremento de appagamento2 humano” (27).

La auténtica laicidad, aquella que asegura el libre ejercicio de las potencias específicamente humanas, permitirá que el hombre pueda dar respuesta a las exigencias poliédricas de su ser. Ninguna instancia quedará fuera sino que todas se integrarán desde esta inteligencia dialéctica et-et. A partir de esta dialéctica no tendrán lugar las dimensiones antagónicas propias de lo humano: religión o ciencia; teoría o práctica; ser o hacer; etc.

Una educación laicista, entonces, pensada y ejecutada desde una concepción antropológica autorreferente y autosuficiente, termina haciendo de cada hombre un adaptado social, homogéneo, que olvida su vocación a ser diverso entre iguales. Cambia su libertad por la uniformidad. Señala Mattéi al respecto:

 

Y lo más bárbaro de todo es el “contentamiento consigo” del señorito satisfecho que se cierra “para toda instancia exterior”, se hunde en la esterilidad de sus opiniones y su “barbarie íntima”, ya se trate del hombre medio o del hombre de ciencia, incapaces de escapar uno y otro al parcelamiento de los conocimientos y de abrirse a la unidad de la cultura occidental. (173, énfasis en el original)

 

El logos ha sido olvidado y, con ello, la columna es remplazada por la pobre experiencia individual y colectiva respecto de la riqueza de aquel Ser sin principio. En nuestros países, la actual educación no genera sino hombres-masa, hombres sin densidad interior, sin ese tiempo que contiene tanto el pasado en tanto recuerdo, el presente como instante y el futuro como prefiguración. El tiempo de la actual escuela se reduce al instante, el cual se sucede sin dejar huella alguna en el alma. El alma permanece in-culta, vacía, tal como un terreno que no ha sido arado.

 

LA IGLESIA CATÓLICA Y LA REINSTALACIÓN DE LA COLUMNA

 

Cabe preguntarse, en este momento, si la Iglesia Católica, que descansa sobre el Logos revelado, es capaz, actualmente, de ayudar a que la conciencia del hombre contemporáneo retorne hacia la columna que lo funda. La respuesta, creemos, dependerá de la consideración acerca de lo real que tengan los católicos de nuestros días. Desde nuestra perspectiva, la conciencia católica actual presente en escuelas, universidades católicas, parroquias, clero, etc., ha asumido, de modo totalmente acrítico, una “visión progresista de la historia”; como consecuencia de ello, ha abandonado la instancia metafísica.

Benedetto Croce, en su escrito Storia…, da cuenta de esta visión progresista de la historia a la que adhiere con fervor religioso. Para Croce, la historia es el escenario dentro del cual se desarrolla la marcha ineluctable hacia la conquista de la plena libertad para el hombre. Y la libertad es un poder de absoluta indeterminación, refractaria a todo orden que tenga una existencia independiente. De allí que Giovanni Gentile sostenga, dentro del racionalismo que le es propio, que la religión católica, tal como se presenta, resulta inconciliable con la libertad de espíritu que es el presupuesto esencial para hacer filosofía (1962, 8).

Dentro de esta misma lógica se mueve la posición que Croce expresa en su Storia d’Europa nel secolo decimonono (2007). Para él existen dos religiones que son inconciliables entre sí. Por un lado está el catolicismo de la Iglesia de Roma, opuesto a aquella otra concepción que sostiene que el fin de la vida se encuentra en la vida misma, con el consiguiente deber de acrecentarla a través de la libre iniciativa y la capacidad de inventiva (31-32). La Iglesia Católica, contrapuesta a la religión de la libertad, concibe el fin de la vida más allá de la vida misma: sería una realidad ultramundana, frente a la cual la vida mundana es una simple preparación. Esa vida ultramundana se debe alcanzar a través de la observancia de lo mandado por un Dios que reina en los Cielos y por medio de su Vicario y de su Iglesia en la tierra (32). Fiel a su concepción idealista de la historia, Croce termina afirmando que la historia, que es historia de la libertad, ha dejado fuera de su escenario a una Iglesia que se opone a la libertad. Por eso, afirma Croce, todos los ingenios originales y creadores, los filósofos, los naturalistas, los historiadores, los literatos y los periodistas se han apartado de la Iglesia Católica. La disyuntiva es de hierro: o se está con la fe en la libertad o se está con la fe propia de la Iglesia Católica.

Para Gentile, al igual que para Croce, la disyuntiva es radical: o fe o ciencia, o fe o filosofía. Afirma Gentile que “es necesario ser sinceros, jamás la fe abrazará a la ciencia por cuanto esta última es su enemiga mortal. Y digo mortal puesto que la inmediatez de la fe es la absoluta negación de la mediación demostrativa del pensamiento científico como, a su vez, ésta es la negación de aquella” (1962, 8). El intento del modernismo es, por eso, absolutamente fallido. Refiriéndose a uno de los modernistas, Lucien Laberthonière, Gentile expresa que su posición es absolutamente contradictoria, “puesto que quiere ser un método de inmanencia [. . .] y presupone un objeto trascendente” (24).

Según el método de la inmanencia, si la verdad está en nosotros, la hacemos nosotros, entonces no puede afirmarse la existencia de un Dios totalmente acabado, perfecto, más allá de la única verdad que es hechura totalmente humana. Los modernistas proponen un método de la inmanencia que consiste en encontrar a Dios sólo dentro de nosotros mismos y entenderlo según nuestras exigencias vitales; simultáneamente, pretenden sostener la validez objetiva de la revelación y del Dios Creador distinto del mundo. En realidad, aplicando rigurosamente el método de la inmanencia, se terminaría destruyendo a la mismísima revelación y a la Iglesia como tradición elaboradora de la revelación y, por lo tanto, a la tesis de la existencia de la Divinidad como extrínseca al espíritu humano (48). Gentile otorga toda la razón a la encíclica del Papa San Pío X, ya que no se pueden abrazar las tesis modernistas y ser, simultáneamente, católico apostólico romano. Llega incluso a elogiar a la encíclica papal en estos términos: “la encíclica Pascendi dominici gregis es una magistral exposición y una crítica magnífica de los principios filosóficos de todo el modernismo” (49).

Ahora bien, ¿por qué la fe y la razón son términos irreconciliables, tanto como la fe católica y la libertad? Entender esta cuestión supone tener presente el presupuesto que conduce a formular dicho juicio: la filosofía de la praxis o del devenir. El corazón de la misma está constituido por la dialéctica. Dialéctica procede del vocablo griego διαλέγω que significa, a un mismo tiempo, la “actividad de unificar” y la de “distinguir”. Así, en Platón, la dialéctica es el movimiento del conocimiento de análisis y de síntesis. Las Ideas, el ser, no son dialécticas. Ellas están acabadas, son absolutamente inmóviles. La dialéctica es propia del conocimiento del sujeto que pasa de Idea en Idea buscando la articulación entre las mismas.

Con Hegel, la dialéctica se aplica a la Idea misma: todo es dialéctico. A diferencia de la Idea en Platón que es inmutable, acabada, en Hegel, la Idea es movimiento, autoproducción. El dialéctico, al modo de Hegel, no busca un ser que esté realizado, acabado, hecho: todo está por hacerse y, entonces, dentro de esta concepción es posible entender al conocimiento y a la libertad como creatividad absoluta. El dialéctico hegeliano piensa que si la verdad, al modo de Platón, está constituida de una vez y para siempre por fuera de la historia, no tendría sentido alguno esta última por cuanto no se produciría nada nuevo en ella. Si, entonces, no es posible un incremento del ser, el devenir no tiene sentido alguno. Pero, de acuerdo al pensamiento de los filósofos de la praxis o del devenir, dado que lo verdaderamente concreto es el devenir, entonces no puede existir una verdad eterna, constituida, acabada, que exista fuera del tiempo.

Se puede advertir, aquí, el motivo por el cual Gentile como Croce (y nos atreveríamos a decir, la interpretación corriente de la historia occidental) presentan a la Iglesia Católica como autoritaria, negadora de toda libertad y de todo pensar. “Pensar” equivale a poner no sólo la forma del conocimiento sino también el contenido. Es una verdadera creatio ex nihilo. Toda novedad es valiosa por cuanto es manifestación del inacabado acto creador. De allí que la disyuntiva ética que se le presenta al hombre de hoy no sea ya la de verdad-error sino la de nuevo-viejo.

La libertad, entendida como una espontánea iniciativa, no puede estar condicionada por el conocimiento de un objeto dado por parte del intelecto humano (Gentile 2003, 3). Puede decirse que

 

una forma meramente teorética del espíritu no es concebible, puesto que no es concebible un espíritu que no sea autor de su propio ser [. . .]. Por eso, quien alcanza a entender la subjetividad del conocer, o el conocer como acto del Yo y, por lo tanto, la libertad, en eso, del Yo, no puede afirmar el concepto de una actividad espiritual teorética, y ve una contradicción entre el nombre actividad y el adjetivo teorética. (Gentile 1962, 35-36)

 

De las premisas asentadas se sigue esta afirmación: tanto la Iglesia Católica como toda otra forma de realismo negarán tanto el acto de pensar como el acto de libertad. Si la religión de la libertad, siguiendo la expresión de Croce, ha triunfado en la civilización occidental, es porque la filosofía de la praxis o del devenir, producto de una dialéctica del ser, se ha posesionado del modo de pensar del hombre occidental. Y si esto es un proceso irreversible, ¿cómo podrá la Iglesia Católica escapar del mismo?

Y por otra parte, ¿cuál es el elemento que obsta para que el catolicismo se adapte a la nueva visión progresista de la historia en lugar de aparecer como una religión que impide al hombre alcanzar la anhelada libertad? La respuesta es la siguiente: la mentalidad metafísica, el elemento griego que se encuentra presente en una unidad orgánica con la fe revelada. La cuestión resulta clara: el catolicismo romano, tal como se presenta, no tiene cabida alguna en el mundo moderno. De allí que sea preciso darle una forma nueva que se adapte a la mentalidad inmanentista de la modernidad. Para ello, el catolicismo deberá abandonar, de modo definitivo, toda instancia metafísica. El filósofo de Castelvetrano advierte que la única manera de salvar al catolicismo es separarlo completamente del pensamiento griego. Gentile califica a este pensamiento de “idealismo estático, intelectualista, gobernado por el ideal de una verdad absoluta, eterna, objetiva, frente a la cual el hombre se muestra como un espectador” (35-36).

La estructura mítica del catolicismo debe ser remplazada por otra nueva forma: la que le brinda la filosofía de la praxis o del devenir.

Esta nueva conciencia católica no tendrá dificultad alguna en asumir el pensamiento postmetafísico de Habermas y “comprar” la lógica del consenso en lugar de la lógica de la verdad. Estamos ante la presencia de un “catolicismo” postmetafísico que confirma la lógica imperante de la nueva forma de laicismo. Ciertamente que esta conciencia, en lugar de hacer volver la mirada del hombre contemporáneo a la columna, lo confirma en su rechazo inicial respecto de la misma.

El católico no puede sostener aquello que se encuentra como presupuesto en esta concepción de la razón del consenso y que Habermas lo asume: la primacía de la praxis. Para todo católico la primacía la tiene el Logos, la teoría. El hombre, de acuerdo a la concepción postmetafísica de Habermas, ya no es partícipe de una verdad eterna sino que su ser queda absorbido por la dimensión histórico-social a la cual se reduce su vida y en la cual encuentra la materia para su reflexión y comunicación entre los hombres.

Una filosofía que vuelva su mirada hacia la espesura del mundo de la vida, nos dice Habermas, será capaz de liberarse del logocentrismo, descubriendo una razón que opera en la práctica comunicativa misma (1990, 61). Eliminada, por parte de Habermas, la idea de Logos, es decir, de una razón superior de la cual el hombre participe, es menoscabada la posibilidad de la existencia de verdades eternas y, en consecuencia, la asunción de verdades suprahistóricas. En su lugar, se erigen máximas de acción que se transforman en universales por el consenso otorgado a las mismas por parte de los que dialogan teniendo como base la concepción de la razón procedimentalista. En la perspectiva antimetafísica de Habermas se cumple, una vez más y de modo inexorable, la absorción de la teoría por parte de la praxis, anunciada explícitamente por Marx en su tesis XI sobre Feuerbach.

En la posición habermasiana, entendemos, no existe un dominio propio de lo religioso, sino que lo religioso es sólo un epifenómeno más del flujo de la vida. Dentro del mismo se dan tradiciones religiosas que, a juicio Habermas, el Estado liberal debe reconocer. Habermas sostiene que en las religiones hay contenidos muy interesantes que no están presentes en la vida de las modernas sociedades laicas. Dichos contenidos, claro está, para transformarse en universales, deben ser validados por la razón procedimental, lo cual exige que sean traducidos a un lenguaje racional.

Para Habermas, una razón ordenada a la inteligencia de la fe permanece fuera del ámbito racional. Pero el problema reside en este punto: ¿cómo podrá efectuarse la operación planteada por Habermas sin perder los referidos contenidos? En efecto, si dichos contenidos fueron descubiertos a partir de una inteligencia de la fe, ¿cómo podrán seguir manteniéndose dejándose de lado las condiciones que los hicieron posibles?

Sin dudar de la buena intención del filósofo alemán, barruntamos que, detrás de su aparente esfuerzo de integrar la religión al Estado liberal moderno, se esconde un proyecto de hacer uso de la religión para ponerla al servicio de la consolidación de ese Estado liberal moderno. El hombre religioso será escuchado en la medida en que su discurso se mueva dentro de los cánones de la razón instrumental y de todos los presupuestos que subyacen en la misma. Su intento no escapa, como nos lo mostrara Étienne Gilson, al de todos aquellos que pretendieron poner en la razón humana el lazo de unión entre los hombres (330). El intento de Habermas es universalizar su concepción procedimental de razón humana y poner a la misma como unidad y fundamento del actual Estado liberal democrático.

Pues bien, ¿cómo podrá vivir un cristiano, un musulmán o un judío, su fe dentro de un Estado así constituido? El Estado moderno, nos lo señala el mismo Habermas, les exige a los hombres religiosos abdicar de su fe en lo que respecta a las cuestiones públicas, permitiéndoles mantenerla sólo en la esfera privada. La posición de Habermas, contrariamente, parece pretender que los hombres religiosos puedan extender sus concepciones de vida a la esfera pública. Afirma Habermas:

 

La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo. Los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones. (Ratzinger y Habermas, 46-7)

 

A nuestro juicio, la traducción que Habermas le pide a los contenidos de la fe de los creyentes, conduce a la pérdida de los mismos en virtud de exigir el abandono de las condiciones que les dieron nacimiento. La traducción de la lógica de la verdad” a la “lógica del consenso” que el nuevo laicismo exige del creyente, se traducirá, sin duda alguna, en un hábito que conducirá a la inteligencia del creyente al abandono de las cuestiones religioso-metafísicas y a la preocupación y ocupación por las solas cuestiones inmediatas. Es ésta la situación de innumerables conciencias de católicos que se manifiestan en escuelas y universidades católicas en las cuales casi no quedan huellas de su identidad.

Lo expresado nos muestra que la Iglesia Católica debe salir de la crisis grave en que encuentra haciendo que sus fieles recuperen, desde una filosofía del ser, una inteligencia de la fe que permita al creyente volver a recordar a todo hombre venido a este mundo que sólo en la Columna puede encontrar el hombre el sentido de su existencia y la plenitud de lo humano.

 

 

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Profesor Asociado de la Cátedra de Filosofía (Universidad Nacional de Villa María). Profesor de Filosofía en la Universidad Católica de Salta (Sede Villa María). Profesor de Ética en la Licenciatura en Educación y ex Profesor Titular de Metafísica en la Licenciatura en Filosofía (Universidad Católica de Córdoba). Profesor de la Maestría en Investigación Educativa de la Universidad Católica de Córdoba, del Doctorado en Educación de la Universidad Católica de San Juan y del Doctorado en Filosofía de la Universidad Autónoma de Guadalajara (México). Es investigador Independiente del CONICET y autor de varios libros y artículos de filosofía.

 

1 Utilizamos la imagen de la columna ya que ésta fue el primer símbolo de la elevación del hombre por encima de sí mismo, a la altura de lo divino.

2 Consignamos el vocablo italiano “appagamento” tal como lo usan Rosmini y Raschini. Con este vocablo, Antonio Rosmini indica que el ser del hombre está ordenado a la satisfacción total que sólo puede otorgarle un Ser al cual nada le falta. Sin la existencia de la columna no hay appagamento posible sino un insatisfecho y vano agitarse. La cursiva de appagamento es nuestra.

 

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