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Páginas de Educación

versión On-line ISSN 1688-7468

Pág. Educ. vol.5 no.1 Montevideo  2012

 

LIBERTAD DE ENSEÑANZA, LIBERTAD RELIGIOSA, SECULARIZACIÓN Y LAICIDAD: LÍMITES CONFUSOS Y FALSAS ASOCIACIONES

 

FREEDOM OF EDUCATION, RELIGIOUS FREEDOM, SECULARIZATION AND LAICISM: CONFUSING BORDERS AND FALSE ASSOCIATIONS

 

Pablo da Silveira*

 

Resumen. En este artículo no me propongo defender ninguna tesis sustantiva, sino realizar un esfuerzo de clarificación y delimitación. En particular, quisiera distinguir entre las nociones de libertad de enseñanza, libertad religiosa, secularización y laicidad. Intentaré mostrar que, si bien se trata de ideas que tienen vínculos evidentes, no deben ser tratadas como sinónimos ni se las debe asociar con demasiada ligereza. Si consiguiéramos avanzar en esta dirección, nos ahorraríamos muchos de los falsos debates en los que suelen empantanarse las sociedades democráticas.

Palabras clave: gobierno de la educación, libertades fundamentales, religión, padres, libertad de elección.

 

 

Abstract. In this article I do not intend to defend any substantive argument but a clarification and delimitation of a specific topic. I will distinguish between the notions of teaching freedom, religious freedom and secularism. The article tries to show that, while there are obvious links among these concepts, these should not be treated as synonymous or lightly associated. If we could move on in this direction, we would save a lot of false debates that very often end up giving very few answers in democratic societies.

Keywords: government of education, basic liberties, religion, parents, freedom of choice

 

Recibido el 19 de octubre de 2012

Aceptado el 8 de noviembre de 2012

 

 

El debate en torno a la enseñanza, la religión y la libertad ha sido siempre arduo y cargado de tensiones. Este fenómeno se explica ante todo por razones históricas: de manera general, los intercambios de argumentos sobre el tema estuvieron asociados a duras pujas por el poder y a enfrentamientos ideológicos que tenían un fuerte componente emocional. Sin embargo, al menos parte de las dificultades tiene un origen conceptual: con demasiada frecuencia, los participantes en la discusión otorgan significados diferentes a las mismas palabras o establecen límites confusos y falsas asociaciones. Este último factor tiende a ganar peso en una época en la que el fragor de las viejas guerras escolares parece haber quedado atrás.

En este artículo no me propongo defender ninguna tesis sustantiva sino realizar un esfuerzo de clarificación y delimitación. En particular, quisiera distinguir entre las nociones de libertad de enseñanza, libertad religiosa, secularización y laicidad. Intentaré mostrar que, si bien se trata de ideas que tienen vínculos evidentes, no deben ser tratadas como sinónimos ni se las debe asociar con demasiada ligereza. Si consiguiéramos avanzar en esta dirección, nos ahorraríamos muchos de los falsos debates en los que suelen empantanarse las sociedades democráticas.

 

LIBERTAD DE ENSEÑANZA

 

Educación” y “enseñanza” no son sinónimos. Al menos en contextos de discusión mínimamente rigurosos, conviene distinguir entre ambas.

De manera muy general, la educación es una relación social caracterizada por dos rasgos. En primer lugar, se trata de una relación donde una de las partes transmite y otra recibe al menos una de las siguientes cosas:

 

   conocimientos empíricos o teóricos sobre el mundo natural o social.

   entrenamiento de capacidades psicológicas, intelectuales o morales.

   socialización deliberada en ciertos valores culturales, políticos o religiosos.

 

En segundo lugar, se trata de una relación en la que una de las partes sólo ha desarrollado de manera incipiente sus capacidades psicológicas, intelectuales o morales mientras se supone que la otra lo ha hecho en un grado significativo.1

La educación así entendida es un fenómeno que podemos encontrar en todas las épocas y lugares. Los padres educan a sus hijos, los ancianos a los miembros más jóvenes de la tribu, los sacerdotes a los nuevos fieles. Pero no todas estas formas de educación son formas de enseñanza.

El término “enseñanza” refiere a aquella parte de la educación que ha pasado a ser objeto de decisiones públicas, es decir, aquella parte de la educación que la sociedad asume como tarea a su cargo. La enseñanza así entendida también se caracteriza por dos rasgos. En primer lugar, sus objetivos y sus métodos están sometidos al control de los poderes públicos. En segundo lugar, la evaluación de sus formas de organización y de sus resultados es puesta en manos de expertos.

Desde el punto de vista conceptual, la enseñanza implica una división de tareas entre el hogar (o las comunidades) y el Estado. Sin embargo, la escuela materialmente separada del hogar es sólo una de las formas que puede adoptar. La enseñanza no es sinónimo de educación en la escuela sino de educación sometida a control público y evaluada por expertos.2

La libertad de educación consiste en la libertad de los padres (y, por extensión, de las comunidades locales, culturales o religiosas) de educar a los miembros de las nuevas generaciones en función de sus propias convicciones. La libertad de enseñanza consiste en la libertad de los padres (y, por extensión, de las comunidades) de satisfacer las exigencias educativas impuestas por el Estado en las formas que resulten más acordes con sus propias convicciones.

Así entendida, la libertad de enseñanza tiene dos caras, que, siguiendo el lenguaje de la teoría económica, pueden denominarse “libertad de oferta” y “libertad de demanda”.

La libertad de oferta es la libertad que tiene cualquier particular o grupo de particulares de abrir un establecimiento educativo y ofrecer la propuesta que considere más adecuada, siempre y cuando esa iniciativa no entre en conflicto con los derechos fundamentales de ningún ciudadano ni con las normas generales impuestas por el Estado. Cuanto más amplias y flexibles sean esas normas, mayor será la libertad de oferta. En una sociedad donde esta libertad efectivamente se respeta, encontraremos normalmente escuelas identificadas con distintos métodos pedagógicos, orientaciones religiosas o tradiciones culturales.

Pero la libertad de oferta es compatible con una total ausencia de libertad de demanda, es decir, de libertad de elección por parte de los padres. Un Estado podría permitir que funcionaran escuelas de toda clase y luego distribuir a los alumnos en forma compulsiva entre ellas (por ejemplo, mediante una distribución territorial o mediante sorteos cuyo resultado sea considerado obligatorio). En este caso, la libertad de impulsar emprendimientos educativos estaría protegida pero la libertad de elección de los padres sería inexistente.

La libertad de demanda es, justamente, la libertad de los padres de elegir para sus hijos los establecimientos, métodos y orientaciones que resulten más adecuados a sus preferencias.3 Una vez más, esto tiene como límite el respeto de los derechos fundamentales de los propios hijos (por ejemplo, no se puede elegir una escuela que aplique tormentos físicos) y las orientaciones generales establecidas por el Estado en materia de enseñanza (por ejemplo, debe cumplirse un mínimo de años de estudio, o deben alcanzarse los objetivos de aprendizaje fijados por las autoridades públicas). Una vez más, cuanto menos interferencias generen las orientaciones generales establecidas por el Estado, mayor será la libertad de demanda.

La libertad de oferta es una condición para que exista una real libertad de demanda. Para que alguien pueda elegir el tipo de educación que prefiere para sus hijos es necesario que exista una diversidad de opciones. También debe existir la libertad de crear (o contribuir a crear) una nueva opción en el caso de que ninguna de las existentes resulte satisfactoria. Dicho de otra manera, la libertad de oferta tiene para los padres un valor instrumental. Este no es el caso de los docentes y creadores de escuelas, para quienes la libertad de oferta tiene un valor de primer orden.

Para los padres, lo que tiene un valor de primer orden es la libertad de demanda. El derecho a elegir el tipo de educación que queremos dar a nuestros hijos forma parte de nuestro propio derecho a elegir una concepción del bien (es decir, un conjunto de ideas sobre lo que da valor a la vida) y a ponerla en práctica sin sufrir la interferencia de los poderes públicos. Este argumento es de una extrema importancia para el debate sobre la libertad de enseñanza, de modo que conviene formularlo con cierta precisión.

Las decisiones que los padres toman en relación a sus hijos son casi siempre derivaciones de sus propias ideas sobre cómo vale la pena vivir. No se trata de una imposición injustificable ni arbitraria sino de una realidad muy humana: “Educar a un niño nunca es meramente brindar un servicio a otra persona, sino compartir una vida” (Reich, 149).

No existe una distinción clara entre nuestras convicciones personales y las que queremos transmitir a nuestros hijos, del mismo modo que no existe una distinción clara entre nuestra felicidad y la de ellos. Por esta razón (y tal como sostiene Charles Fried, autor de lo que puede considerarse la formulación canónica de este argumento) el derecho a elegir los valores que queremos transmitir a nuestros hijos y el derecho a poner en práctica estos valores en la vida que compartimos con ellos “son extensiones del derecho fundamental a no ser interferidos al hacer las mismas cosas respecto de nosotros mismos” (152).

Si el Estado limita nuestra libertad de elección educativa sin fundamento adecuado (por ejemplo, si impide que los padres con creencias religiosas den una formación religiosa a sus hijos o si impone una formación religiosa a los hijos de quienes no profesan ninguna fe) estará limitando de manera injustificada nuestra capacidad de vivir en función de nuestras ideas acerca de cómo vale la pena vivir. A ojos de los padres, por lo tanto, existe una prioridad normativa a favor de la libertad de demanda. La libertad de oferta es importante porque es importante la libertad de demanda, no al revés.

Respetar la libertad de elección educativa no equivale a decir que su ejercicio no pueda ser limitado. Lo único que implica es que las eventuales restricciones sólo pueden ser justificadas en términos de libertad, es decir, en la medida en que pueda mostrarse que el ejercicio irrestricto de la libertad de elección educativa puede poner en peligro otras libertades fundamentales.4

El argumento más poderoso en este terreno es el que apela a la protección de los derechos de los hijos. La libertad de elección de los padres puede ser limitada para proteger derechos presentes de los hijos (por ejemplo, su integridad física) o para proteger derechos que sólo podrán ejercer en el futuro, como su derecho a ejercer plenamente su autonomía moral. Según las palabras clásicas de Joel Feinberg, los miembros de las nuevas generaciones tienen derecho a “un futuro abierto” (127). Esto no obliga a los padres a abstenerse de toda decisión que tenga algún impacto sobre la vida de sus hijos (cosa que es imposible, porque aun no hacer nada tendrá consecuencias) pero sí los obliga a no tomar decisiones que anulen o hipotequen gravemente su autonomía moral futura (por ejemplo, mantenerlos en un estado de total ignorancia o someterlos a procedimientos de manipulación psicológica próximos al “lavado de cerebros”).

El respeto de los derechos actuales y futuros de los hijos impone una serie de límites significativos a la libertad de elección de los padres (es decir, a la “libertad de demanda” en el terreno de la enseñanza). Esos límites estarán adecuadamente fijados en la medida en que sean formulados en términos de libertad. Pero la existencia de estos límites no conduce a una única manera legítima de educar a nuestros hijos. Muchas opciones posibles son compatibles con ellos. En un texto clásico y polémico, Bruce Ackerman llama a este fenómeno “la multiplicidad de caminos hacia la ciudadanía” (“the multiplicity of paths to citizenship”). Hay muchas vías por las que alguien puede llegar a ser una persona moralmente independiente y un ciudadano en condiciones de ejercer sus derechos.5

 

LIBERTAD RELIGIOSA

 

La libertad religiosa es una garantía institucional mediante la que se intenta dar respuesta a las eventuales tensiones creadas por un hecho histórico específico: la coexistencia de diversas posturas religiosas (incluyendo distintas confesiones y posiciones contrarias a la fe) dentro de una sociedad específica. Este hecho es relevante en términos políticos porque la fe religiosa (o su ausencia) no suele ser un acontecimiento puramente interno sino una definición que tiene consecuencias sobre las prácticas individuales y colectivas.

Entendida en estos términos (es decir, no como una eventual situación de hecho sino como una garantía institucional), la libertad religiosa nació en las sociedades occidentales al cabo del trágico período de guerras de religión que siguió a la Reforma protestante. Pero lo que importa aquí no es esa historia,6 sino el modo en que el concepto es entendido en las sociedades democráticas del presente. Y esta cuestión no tiene una respuesta unívoca porque, tanto en el terreno jurídico como en el debate público, esta libertad puede ser vista de dos maneras: como un derecho de las iglesias (o más precisamente, de las confesiones religiosas) o como un derecho de los individuos (Da Silveira 2006).

Entender la libertad religiosa como un derecho de las confesiones religiosas implica reconocerles dos libertades fundamentales. La primera es la libertad de funcionar según sus propias reglas (celebrar sus cultos y festividades, designar sus ministros, etc.) sin sufrir represalias ni interferencias que no estén fundadas en la protección de los derechos fundamentales. La segunda es la libertad de hacer proselitismo, entendido como el intento de captar nuevos adeptos (una tarea considerada esencial por casi todas las grandes religiones que no se sienten portadoras de un mensaje para consumo interno sino dirigido a la humanidad en su conjunto). Una confesión religiosa disfruta de un estatuto de libertad cuando puede hacer ambas cosas. Si una de las dos le es prohibida, la libertad religiosa está cuestionada.

En los países donde predomina esta visión, las iglesias aparecen como interlocutores del Estado altamente institucionalizados. Probablemente, el ejemplo más claro sea el derecho constitucional alemán. Desde que en 1919 fue aprobada la Constitución de Weimar, en Alemania no existe ninguna Iglesia de Estado (Staatskirche) pero sí se reconocen iglesias del pueblo (Volkskirchen), es decir, iglesias a las que históricamente han adherido y siguen adhiriendo los alemanes. A estas iglesias se las reconoce como “corporaciones de derecho público” (“Körperschaften des öffentlichen Rechtes”), es decir, organizaciones que no sólo son oficialmente reconocidas por el Estado sino que reciben un apoyo explícito de su parte.7

Una de las principales consecuencias de este ordenamiento jurídico es que el Estado se ocupa de recaudar dinero en nombre de las iglesias. Cerca del 10% del impuesto a los ingresos personales tiene este destino y se distribuye en función de la declaración de fe religiosa hecha por cada contribuyente.8 A esto se suman subvenciones para el mantenimiento y restauración de los edificios de culto y para el desarrollo de ciertas funciones consideradas de interés público, tales como servicios médicos, educativos y sociales. Además, las iglesias integran los organismos reguladores de los medios de comunicación, participan en la formación del personal de la policía, cuentan con una legislación especial para regular las relaciones laborales con sus funcionarios y tienen representantes oficiales ante el gobierno.

Esta manera de concebir la libertad religiosa (es decir, como un derecho o prerrogativa de las iglesias) pone a las confesiones reconocidas a salvo de toda forma de hostilidad o persecución pero, al mismo tiempo, genera dificultades importantes.

La primera tiene que ver con los efectos discriminatorios a los que puede conducir, aun sin que exista una intención deliberada de hacerlo. Cuando las fidelidades religiosas cambian en lapsos relativamente breves, las instituciones políticas tienen dificultades para adaptase. Esto es justamente lo que ocurre en Alemania. Los católicos y los protestantes están amparados por el régimen institucional establecido, pero no ocurre lo mismo con los varios millones de musulmanes que, inmigración mediante, hoy viven en territorio alemán. Otro caso es el de las confesiones religiosas que tienen un bajo número de adeptos. ¿Qué umbral mínimo debe ser alcanzado para que pueda aspirarse al reconocimiento? ¿Cómo definirlo de un modo que no sea arbitrario?

La segunda dificultad puede describirse del siguiente modo: si bien la libertad religiosa entendida como un derecho de las iglesias protege adecuadamente a las confesiones religiosas respecto de los abusos que eventualmente provengan de la sociedad o del Estado, no es igualmente eficaz para proteger a los individuos respecto de los abusos que sean eventualmente cometidos por las propias iglesias. Imaginemos una organización religiosa que obstaculiza seriamente la salida de quienes alguna vez han entrado en ella o que desarrolla ritos que atentan contra la integridad física de sus miembros. Si vemos a la libertad religiosa como un derecho o prerrogativa de las iglesias, no tenemos criterios ni un vocabulario adecuado para atacar este problema.

Algunos desarrollos teóricos intentan dar respuesta a esta dificultad. Por ejemplo, el filósofo canadiense Will Kymlicka propone distinguir entre dos tipos de derechos: aquellos que las comunidades (ya sea religiosas, étnicas o culturales) pueden hacer valer ante el Estado y aquellos que esas mismas comunidades pueden hacer valer ante sus propios miembros. La idea de Kymlicka es que el Estado debe ser muy sensible ante los reclamos del primer tipo, pero muy restrictivo en relación a los segundos (Kymlccka; Kymlicka y Norman, 375). Se trata de una solución interesante aunque no libre de dificultades. Desde el punto de vista conceptual, implica reconocer la existencia de derechos colectivos, lo que genera una serie de problemas bien conocidos.9 Desde el punto de vista práctico, establecer el límite entre esos dos tipos de derechos puede ser más difícil de lo que parece.

Estos problemas no se plantean si se adopta la concepción alternativa, que consiste en ver a la libertad religiosa como un derecho de los individuos y no de las iglesias. Según esta visión, al Estado no debe importarle si hay o no hay iglesias activas en la sociedad ni si existen o no autoridades religiosas suficientemente reconocibles. Lo único que debe importar desde el punto de vista institucional es la libertad de cada individuo de vivir la clase de vida que quiere vivir, siempre que respete el mismo derecho en los demás. En una sociedad plural es normal que haya gente con convicciones religiosas que quiera vivir una vida fuertemente centrada en ellas, así como habrá gente que quiera vivir una vida desprovista de compromisos religiosos. El papel de las instituciones consiste en otorgar garantías para que unos y otros puedan vivir la vida que prefieren.

Si el derecho constitucional alemán es un ejemplo de la primera forma de concebir la libertad religiosa, el constitucionalismo estadounidense es un ejemplo de la segunda. La Primera Enmienda de la Constitución estadounidense prohíbe al Congreso aprobar ninguna ley que establezca una religión oficial, ni ninguna ley que restrinja el ejercicio de una religión específica.10 Dicho en otras palabras, la Primera Enmienda prohíbe que el Estado se pronuncie a favor o en contra de las diferentes confesiones religiosas por las que pueden optar los ciudadanos, con la única restricción de que esas religiones no atenten contra los derechos fundamentales de nadie.

Si vemos a la libertad religiosa como un derecho de los individuos y no de las iglesias, las consecuencias institucionales inmediatas quedan formuladas en un lenguaje diferente: todo individuo tiene derecho a involucrarse en las prácticas religiosas que considere adecuadas (o a no involucrarse en ninguna) siempre y cuando no afecte derechos ajenos; y todo individuo tiene derecho a intentar reclutar a otros individuos para participar en las prácticas religiosas que considere adecuadas, siempre y cuando respete el conjunto de derechos que protegen la libertad de decisión de los demás.

Para esta segunda visión no es importante contar con criterios que permitan distinguir entre una confesión religiosa digna de reconocimiento y una que no lo sea. Puede ocurrir que un individuo practique la violencia física en nombre de alguna religión tradicional, que lo haga en nombre de una secta recién surgida o que lo haga por motivos que no tengan ningún vínculo con lo religioso. A ojos del Estado, lo único importante es determinar si hubo o no alguna violación de los derechos individuales. Lo mismo ocurre si alguien utiliza métodos próximos al lavado de cerebro para conseguir adhesiones a alguna causa. En este caso, lo que importa no es la causa sino que se está atentando contra la capacidad de desempeñarse como un agente moral independiente.

Poner el centro en la libertad religiosa de los individuos nos ahorra problemas de definición y nos evita caer en prácticas discriminatorias. Pero esta visión no implica que el Estado deba volverse completamente indiferente a la existencia de las confesiones religiosas. En primer lugar, el Estado puede mantener buenas relaciones con las iglesias establecidas como parte de una política de tratamiento civilizado hacia los diferentes actores sociales. En segundo lugar, y más importante, el Estado puede verse obligado a intervenir si se verifica que la libertad religiosa de algunos individuos está siendo restringida, aun cuando no exista una intención deliberada de hacerlo. De hecho, la jurisprudencia construida sobre la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense muestra que un Estado que ve a la libertad religiosa como un derecho de los individuos puede ser más amigable hacia las prácticas religiosas que un Estado que la percibe como un derecho de las iglesias. Algunos ejemplos bien conocidos permiten ilustrar el punto.

El primero es el caso Wisconsin v. Yoder (406 U.S. 205), un proceso concluido en 1972, en el que la Suprema Corte concedió a los miembros de la Old Amish Order (una comunidad de origen menonita que se niega a incorporarse a la vida moderna) una reducción del período de escolarización obligatoria. Los miembros de la comunidad Amish entendían que el largo período de escolarización compulsiva, durante el cual sus hijos estaban en contacto con otros niños y eran expuestos a ideas y valores propios del mundo moderno, atentaba contra sus creencias y contra la estabilidad de su vida comunitaria. En consecuencia, los padres reclamaban que sólo se obligara a sus hijos a asistir a la escuela el tiempo necesario para aprender a leer, a escribir y a dominar las técnicas básicas de la aritmética. Luego recibirían una formación de carácter técnico dentro de su propia comunidad. La Corte falló en su favor porque entendió que la práctica de la religión, tal como los Amish la entienden, exige la protección de sus condiciones de vida y que esa forma de vida no pone en cuestión ningún derecho fundamental de los niños ni de los demás ciudadanos.

Algunos años más tarde se produjo otro caso de similar importancia. Se trata del contencioso Mozert v. Hawkings County Board of Education (484 U.S. 1066) ventilado entre 1983 y 1988. Este caso opuso a un grupo de familias pertenecientes a una iglesia protestante de orientación fundamentalista contra las autoridades educativas de un condado de Tennessee. Los padres, que enviaban a sus hijos a diferentes escuelas públicas, protestaron contra el uso de un libro de lectura que incluía algunos textos que consideraban contrarios a su religión. Entre otras acusaciones menos sostenibles, los padres alegaban que esos textos predicaban el relativismo moral, atacaban el rol tradicional de la mujer en el hogar e insinuaban que toda forma de creencia religiosa tenía el mismo valor que cualquier otra. Los demandantes sostuvieron que su religión les exigía proteger a sus hijos contra este tipo de influencia: si las autoridades educativas declaraban obligatoria la lectura de esos textos, entonces ellos no podían practicar su religión tal como ellos mismos la entendían y se estaba violando la Primera Enmienda. Por eso solicitaban que sus hijos tuvieran el derecho de no participar en las horas de lectura mientras se trabajara con ese libro.

Los padres finalmente perdieron el caso. El veredicto estableció que la lectura obligatoria podía mantenerse porque la simple exposición a esos textos no podía asimilarse —como los demandantes pretendían— a un caso de adoctrinamiento. La resolución, sin embargo, no ponía en duda lo bien fundado de la invocación a la Primera Enmienda. Al contrario, la imposibilidad de cumplir con un deber religioso a causa de una intervención estatal indebidamente justificada fue reconocida como el criterio que permite identificar una limitación a la libertad de culto. El argumento de la Corte fue que en este caso específico no había ocurrido nada semejante (Stolzenberg, 601).

Un tercer caso judicial igualmente conocido data de 1990 y tuvo como origen una legislación contra el consumo de drogas aprobada por el estado de Oregon.11 Entre las sustancias prohibidas se encontraba el peyote, un alucinógeno que se extrae de ciertos tipos de cactus y es usado desde hace siglos como sustancia ritual por algunas tribus indígenas de Norteamérica. Los miembros de estas tribus no son consumidores de droga en el sentido estricto de la expresión: no consumen peyote en cualquier momento ni por razones recreativas sino exclusivamente en el marco de ciertas ceremonias. Pero el hecho objetivo es que los indígenas consumen peyote y que el peyote estaba prohibido por la ley. De modo que el estado de Oregon empezó a perseguir a los indígenas.

La defensa de los indígenas sostuvo que la nueva legislación les impedía practicar su religión tal como ellos la entienden, de modo que estaba en juego la Primera Enmienda. La Suprema Corte, en una decisión sumamente controvertida, se abstuvo de pronunciarse sobre este punto y falló a favor del estado de Oregon por entender que tenía potestades para decidir si el consumo de peyote podía o no ser autorizado dentro de su propio territorio. Pero el debate había sensibilizado a los políticos de Oregon y la ley fue modificada en 1991: el uso sacramental del peyote, sometido a ciertos controles y restricciones, fue finalmente autorizado. Algunos memoriosos recordaron que un hecho similar había ocurrido en tiempos de la Ley Seca, cuando muchos estados autorizaron la utilización del vino en las misas católicas.

 

SECULARIZACIÓN

 

Secularización” es una palabra que se usa para aludir a dos procesos diferentes: la secularización de la sociedad y la secularización del Estado. Se trata de dos fenómenos distintos, hasta el punto de que uno de ellos puede producirse sin que se produzca el otro.12

La secularización de la sociedad es el proceso mediante el cual los hábitos y formas de vida de las personas se desvinculan del funcionamiento de las instituciones religiosas y se ajustan a normas que no necesariamente coinciden con las predicadas por las iglesias establecidas. La disminución de las tasas de asistencia a ceremonias religiosas o la aceptación generalizada de métodos anticonceptivos que son rechazados por iglesias son ejemplos típicos de este proceso.

La secularización del Estado es el proceso de separación entre el Estado y las confesiones religiosas. Cuando este proceso se cumple, normalmente deja de existir una religión oficial, los ritos civiles se independizan de los religiosos y la capacidad de los líderes eclesiales de influir sobre las decisiones políticas se reduce significativamente.

Es importante distinguir entre estos dos procesos porque, si bien es frecuente que se produzcan en forma más o menos simultánea, también pueden darse por separado. Hay países donde coexiste un Estado muy secularizado con una sociedad fuertemente religiosa (típicamente, México). Hay países donde coexiste una sociedad muy secularizada con un Estado confesional (típicamente, Inglaterra). Y hay países que han visto secularizarse tanto al Estado como a la sociedad (típicamente, Uruguay).

Desde el punto de vista conceptual, la libertad religiosa requiere un grado importante de secularización del Estado. Si existe una religión oficial y si las jerarquías de una o varias iglesias tienen un peso significativo en las decisiones de gobierno, se hará difícil tratar en pie de igualdad a los fieles de esas confesiones con los de aquellas que no tienen reconocimiento oficial. Este es un argumento muy fuerte, entre otras cosas porque es un argumento formulado en términos de libertad.

Pero, desde el punto de vista histórico, las cosas son bastante más complejas. Algunos de los Estados que más vulneraron la libertad religiosa fueron Estados sin religión (por ejemplo, la Unión Soviética de Stalin o la China de Mao). En sentido inverso, algunos Estados confesionales (por ejemplo, Inglaterra o los países escandinavos) han tenido niveles de respeto comparativamente elevados hacia la diversidad religiosa. Como de costumbre, la claridad de ideas ayuda a entender el mundo pero no hay que esperar encontrar en el mundo la misma nitidez que es posible encontrar en las ideas.

 

LA LAICIDAD COMO ESTRATEGIA DE SECULARIZACIÓN

 

Laicidad” es una manera específica en la que se puede concebir la secularización del Estado. Se trata de una idea nacida en Francia en el siglo XVIII y luego exportada a otras regiones. Entre los países que adoptaron esta doctrina se cuentan algunos latinoamericanos, como México y Uruguay.

Lo específico de la perspectiva laicista13 consiste en afirmar que, para asegurar la separación entre el Estado y las confesiones religiosas, hace falta tratar a la fe religiosa como un hecho puramente privado, es decir, como un hecho que eventualmente puede tener algún significado para la vida de algunas personas, pero no tiene ninguno para la sociedad en su conjunto.

La ley de 1905 que estableció la separación entre el estado francés y las confesiones religiosas resume esta doctrina en una frase célebre: “la República no reconoce ningún culto”. Como muchos analistas han observado, esta afirmación es mucho más que una simple declaración de independencia. La ley no dice que el estado francés no se identifica con ningún culto o no privilegia ningún culto, sino que no los reconoce: se declara ciego, insensible a la significación social del fenómeno religioso. El derecho público francés se organiza del mismo modo en que podría hacerlo si las religiones no existieran (Robert, 95). En palabras de Jean Baubérot —antiguo director del Laboratorio de historia y sociología de la laicidad de la Sorbona—, “la religión no es considerada oficialmente como una de las instituciones que estructuran la sociedad en su conjunto” (Baubérot 1985, 301-2).

Esta solución general fue aplicada con especial vigor en el terreno educativo14. El Estado francés decidió organizar la enseñanza tal como lo hubiera hecho si las religiones no existieran o, al menos, como si no tuvieran ningún impacto sobre la actividad pedagógica. Los padres son, por supuesto, libres de complementar la formación laica que reciben sus hijos con una formación complementaria de carácter confesional, o aun pueden optar por una enseñanza privada de carácter religioso. Pero los costos de esta decisión corren exclusivamente por su cuenta. La educación religiosa es considerada (al igual que los autos de lujo) como un gusto dispendioso que cada uno deberá solventar en la medida que pueda hacerlo.

Para entender el lugar que ocupa el concepto de laicidad en el debate contemporáneo sobre la secularización y la libertad religiosa, es importante retener tres ideas que parecen estar más allá de toda controversia razonable.

La primera es que la palabra “laicidad” no es sinónimo de “separación entre las confesiones religiosas y el Estado” sino el nombre de una de las maneras en las que esa separación puede ser entendida. Muchos estados democráticos se declaran separados de toda confesión religiosa pero no se definen como laicos, en el sentido de que no se proponen ignorar la fe religiosa como fenómeno social. Un ejemplo clásico al respecto es el principio de separación-reconocimiento (séparation-reconnaissance) que ha predominado en el derecho constitucional belga desde la aprobación de la Constitución de 1831. Según este principio, el Estado se declara separado de toda confesión específica pero reconoce la relevancia del fenómeno religioso para la vida de buena parte de los ciudadanos (Champion, 51). Nos guste o no nos guste, el hecho es que la religión existe. Si las autoridades públicas fingen ignorarla, esto puede tener consecuencias negativas sobre la vida de muchas comunidades e individuos.15

La segunda idea a retener es que esta manera específica de entender la separación entre el Estado y las confesiones religiosas es minoritaria en el mundo democrático. Un estudio realizado en 1994 sobre educación y religión en la “Europa de los doce” (es decir, en la Unión Europea antes de su última expansión) revelaba que: en todos los países comunitarios excepto Francia se impartía educación religiosa en las escuelas públicas; en todos los casos, salvo Francia, el costo de esa educación era asumido por el Estado; y en nueve países sobre doce, la definición de los contenidos a impartir así como la selección del personal docente estaban a cargo de las propias autoridades eclesiásticas (Baubérot 1994, 260). La laicidad no era la norma sino la excepción.

Esta excepcionalidad es reconocida por los propios franceses, que han pasado de reivindicarla con orgullo a vivirla con cierto sentimiento de inseguridad. Hasta tal punto es así que, en 1987, Claude Nicolet, profesor de la Sorbona y laicista confeso, se preguntaba si la laicidad no sería finalmente “una originalidad francesa con aroma anticuado, que tal vez nos sea perdonada gracias a nuestros vinos y nuestros quesos” (Nicolet, 11). Tres años más tarde, la Facultad de Teología Protestante de la Universidad de Montpellier organizó un coloquio sobre la laicidad. En ese contexto, Régis Debray presentó una ponencia titulada: “La laicidad, una excepción francesa”. Mucho discutieron el contenido, pero nadie objetó el título. En noviembre de 1993, la prestigiosa revista parisina Le Débat (sobre la cual no pesa la menor sospecha de filiación religiosa) publicó un extenso informe en el que se decía, en la introducción al dossier: “toda una serie de factores se ha conjugado en el curso de los últimos años para hacer problemática la figura canónica de la laicidad a la francesa. Para empezar, hemos debido reconocer —a contrapelo del universalismo espontáneo de nuestra cultura política— que la versión francesa del principio de laicidad representa un caso muy particular en Europa” (45). Hasta tal punto el concepto de laicidad es una excepción que ni en inglés ni en las lenguas germánicas existe una palabra que permita traducirla.

La tercera y última idea que importa subrayar es que, tal como sugiere el texto recién citado, el concepto de laicidad se ha vuelto crecientemente controvertido. Mientras sus defensores siguen viéndola como la única modalidad confiable de secularización del Estado, sus críticos son cada vez más contundentes al presentarla como un régimen hostil a la religión y, en última instancia, a la libertad. Un ejemplo al respecto se tuvo en 2004 cuando, apelando una vez más a la idea de laicidad, la Asamblea Nacional francesa aprobó una ley que prohíbe usar “signos religiosos ostentosos” en establecimientos públicos. En aquella ocasión (y pasando por encima de toda norma de prudencia diplomática) el secretario de justicia de Estados Unidos, John Aschcroft, declaró públicamente que esa ley habría sido declarada inconstitucional en su país por violar la libertad religiosa.16

Al menos en parte, la intensificación de las objeciones contra el concepto de laicidad se deben a un cambio de sensibilidad en las sociedades democráticas contemporáneas. El viejo programa jacobino, que impone un total abandono de las identidades de origen (lengua, religión, vestimenta, costumbres) como condición para la integración política, resulta demasiado impositivo y autoritario para nuestra época. Lo importante para la sensibilidad actual es que todos quienes viven en una sociedad democrática acepten respetar los principios que aseguran la igualdad de base de todos los ciudadanos. Más allá de ese límite, es legítimo cultivar diversas formas de particularidad y pertenencia.17

En este contexto, una de las principales objeciones que se dirigen contra la solución laicista consiste en señalar que no es suficientemente neutra entre la religión y la no-religión. Fingir que la fe religiosa no existe cuando es un dato de primera magnitud para buena parte de los ciudadanos conduce a tomar decisiones públicas que tendrán efectos discriminatorios. Por ejemplo, distribuir los recursos públicos ignorando el hecho de que muchos ciudadanos prefieren escuelas confesionales para sus hijos, implica premiar a quienes prefieren una escuela sin religión (otorgándoles un subsidio total) y castigar a quienes prefieren establecimientos religiosos (obligándolos a pagar para obtener lo que los demás obtienen gratis, es decir, la escuela que prefieren para sus hijos).

Otros críticos acusan a la laicidad de aplicar la misma voluntad de imposición que se le ha criticado a las grandes religiones. Ante la visión religiosa del mundo, la laicidad intentaría imponer una contra-religión constituida por una doctrina moral específica —mezcla de kantismo y republicanismo jacobino— y una concepción del mundo de inspiración positivista. El socialista Edgard Morin (uno de los principales porta­voces de esta crítica) ha hablado así de una “religión cato-laica” fundada “sobre la trinidad providencial Razón-Ciencia-Progreso” (38). Si esto fuera correcto, el Estado estaría tomando partido a favor de una concepción del mundo tan controversial como la de un creyente.

Pero, de manera muy especial, la laicidad aparece como un concepto controvertido a ojos de quienes conciben la libertad religiosa como un derecho de los individuos. Para quienes ven las cosas de este modo, la cuestión central consiste en saber si una persona puede ser racional, responsable y moralmente confiable al mismo tiempo que tiene convicciones religiosas. Si la respuesta es positiva, hay fuertes razones para respetar su libertad de practicar la religión que considere adecuada, incluyendo la eventual decisión de dar a sus hijos una educación confesional que no amenace sus derechos presentes ni futuros. Si la respuesta es negativa, no habría espacio para la laicidad porque no hay espacio para una verdadera libertad religiosa en ningún sentido del término.18

 

MODALIDADES NO LAICAS DE SECULARIZACIÓN

 

La discusión anterior no es un simple ejercicio intelectual sino una cuestión con fuertes consecuencias prácticas. Que una sociedad adopte la laicidad “a la francesa” o prefiera otra concepción de la secularización del Estado conduce a ordenamientos institucionales muy diferentes. La concepción laica lleva a un Estado separado de toda religión y a una enseñanza pública igualmente secularizada. La posibilidad de ofrecer una enseñanza confesional a sus hijos queda reservada a quienes puedan encontrarla (y pagarla) en el sector privado. Las sociedades que aceptan la secularización del Estado pero rechazan la “laicidad a la francesa” se orientan hacia soluciones diferentes. El principio general consiste en decir que el Estado debe estar separado de la religión, pero la enseñanza debe estar tan separada como quiera la gente. Dado que este principio general puede ser aplicado de maneras variadas y difíciles de resumir, voy a limitarme aquí a recordar dos casos que han sido abundantemente tratados por la literatura: los de Bélgica y Holanda.

El caso belga es interesante porque bien pudo ser una repetición del caso francés. Bélgica es pequeño un país limítrofe con Francia y muy expuesto a su influencia. Esto explica por qué, a fines del siglo XIX, los liberales y los católicos belgas se enfrentaban con la misma violencia que los franceses, en un intento descarnado por ampararse del poder del Estado y excluir al otro de toda participación en la toma de decisiones. Los hechos parecían seguir una evolución paralela a la de Francia, hasta el punto de que, en 1879, un gobierno liberal vota una ley de laicización de la enseñanza muy próxima a lo que será la Ley Ferry de 1882.

Pero las similitudes terminan aquí porque en 1958 (y en parte debido a una situación de eterno empate electoral) los principales partidos políticos belgas llegaron a un acuerdo con el que intentaban poner fin a décadas de “guerra escolar”.19 El contenido de ese pacto no era más que la aplicación a la realidad educativa del principio constitucional de la “separación-reconocimiento” vigente desde 1831: creyentes y no creyentes tienen opiniones diferentes pero igualmente respetables acerca de la mejor educación que pueden dar sus hijos. El Estado no puede tomar partido en favor de una y en contra de otras. Su tarea consiste en asegurar a cada ciudadano la mayor libertad de elección que sea compatible con los principios democráticos.

El “pacto escolar” se tradujo en una organización escolar radicalmente distinta de la francesa. El sistema educativo belga está estructurado hasta hoy en dos “redes” denominadas “oficial” o “pública” y “libre” o “subsidiada”. La primera está compuesta por institutos cuya gestión está directamente en manos del Estado —sea a nivel provincial o municipal— y absorbe algo más del 20% de los alumnos. La segunda está compuesta por institutos gestionados por grupos privados —congregaciones religiosas, asociaciones de padres, grupos de vecinos, etc.— y agrupa aproximadamente al 80%de la matrícula total.20 Unas y otras son subvencionadas por los poderes públicos en estricto pie de igualdad. Lo que se tiene en cuenta a la hora decidir cuánto dinero se vuelca a cada escuela no es su carácter oficial o libre sino el número de alumnos que atrajo.

Sería un error creer que este esquema bipartito reproduce la oposición entre la enseñanza laica y la enseñanza confesional. Por una parte, si bien es cierto que la mayoría de las escuelas subvencionadas son confesionales, hay muchas que no lo son e incluso hay una buena cantidad que se identifican con los valores del laicismo. Por otro lado, las escuelas estatales se consideran neutras desde el punto de vista religioso, pero no laicas. En cualquiera de esos establecimientos los padres tienen derecho a elegir para sus hijos un curso de religión entre seis opciones posibles (católica, protestante, judía, musulmana, anglicana u ortodoxa) o bien pueden optar por un curso de “moral laica” que predica un humanismo libre-examinista. Este mismo esquema ha sido recogido por una gran cantidad de escuelas subvencionadas (muchas de ellas confesionales), de modo que se ha convertido en un rasgo característico de la enseñanza de ese país.21

El caso holandés también muestra una evolución opuesta a la francesa22. A principios del siglo XIX, los holandeses se embarcaron en una gran empresa de secularización que se adelantaba en décadas a lo que ocurriría más tarde en Francia: en 1806 se aprobó una ley que daba al Estado el monopolio sobre toda la actividad educativa. Las escuelas privadas necesitaban la aprobación explícita del Estado para poder funcionar (cosa que en los hechos era casi imposible) y no recibían ningún apoyo.23

Sin embargo, desde entonces los holandeses no han hecho más que alejarse de aquella solución. En 1848 se aprobó una nueva Constitución que abolía el monopolio estatal sobre la enseñanza. Todo grupo privado tenía derecho a abrir una escuela en la medida en que pudiera financiarla. Ya no era necesaria ninguna aprobación previa aunque, una vez puesta en funcionamiento, los poderes públicos podían ejercer controles. En los años noventa del siglo XIX se dio un nuevo paso al aprobarse una política de subsidios parciales a los institutos privados, cualquiera fuera su inspiración o su orientación religiosa.

El cambio fundamental se produjo en 1913, cuando se aprobó la subvención total de todos los institutos privados en proporción directa al número de alumnos, con la sola condición de que cumplieran ciertos mínimos. Una vez asegurado este punto, su capacidad de acceder a recursos públicos dependería de su capacidad de atraer a alumnos. En 1917 este principio se incorporó a la Constitución. En 1920 los holandeses dieron todavía un paso más, al aprobar una ley que obliga al Estado a proporcionar un edificio y un capital inicial a todos aquellos grupos privados que conformen una asociación sin fines de lucro para fundar un establecimiento de enseñanza.24

Como resultado de este proceso, la educación holandesa se estructura hoy en tres grandes sectores subvencionados: una red pública de enseñanza laica, una red de escuelas protestantes y una red de escuelas católicas. Últimamente se han agregado escuelas judías, musulmanas e hindúes. La coherencia del conjunto se logra mediante procedimientos que se aplican a todos los sectores: hay un currículum básico en algunas asignaturas; hay un examen nacional al final de la educación primaria y, en algunas materias básicas, al final de la educación secundaria. También existe un sistema de inspecciones y ciertos controles que procuran evitar la discriminación económica en el momento del reclutamiento.25

Dentro de este esquema general, los actores educativos gozan de una total libertad de acción. Los padres puede elegir libremente entre establecimientos, los responsables de los establecimientos pueden elegir libremente a sus colaboradores, y los docentes pueden definir la organización cotidiana de la enseñanza aún en aquellas asignaturas que forman parte del curriculum común (hay que cumplir ciertos mínimos de horas y alcanzar ciertos objetivos generales, pero el docente elige el modo de hacerlo).

Tres de cada cuatro centros de estudio en Holanda son confesionales, pero esto no ocurre por decisión de ningún funcionario sino por la agregación de las preferencias de los padres. Si mañana los padres cambiaran de idea, la distribución de alumnos se modificaría pero el gasto total seguiría siendo el mismo. Este esquema de funcionamiento poco burocrático y descentralizado es uno de los más exitosos del mundo en términos de aprendizajes.

El modelo holandés aparece así como una radicalización del modelo belga: no hay distinción entre religiones reconocidas y no reconocidas ni se intenta reducir el punto de vista humanista-laico a una única versión. Pero las diferencias no son una simple cuestión de grado. El Estado holandés no reconoce el valor social de los diferentes cultos sino que se limita a respetar las opciones de sus ciudadanos. Las subvenciones escolares no son otorgadas a las comunidades religiosas sino a comisiones de padres que se encargan de contratar a las autoridades y docentes del establecimiento. En este sentido, el modelo belga parece estar fundado en una concepción de la libertad religiosa entendida como un derecho de las iglesias, mientras que el modelo holandés parece estar fundado en una concepción de la libertad religiosa entendida como un derecho de los ciudadanos.

 

CONCLUSIÓN

 

Mientras los ciudadanos de las sociedades democráticas sigamos discrepando sobre si existe o no existe Dios, y sobre las mejores maneras de honrarlo en el caso de que exista, seguiremos teniendo razones para buscar dos tipos de garantías.

En primer lugar, necesitamos asegurar que el Estado mantenga su independencia respecto de cualquier religión establecida. La seguridad de que ninguna iglesia podrá servirse de ese inmenso poder para forzar a los ciudadanos es una condición básica para el ejercicio de las libertades. En segundo lugar, hacen falta garantías que protejan a los creyentes ante cualquier acto de hostilidad eventual, ya sea que se realice en nombre de otras religiones o de ninguna religión. Estos actos pueden provenir tanto de otros particulares como del propio Estado, y las garantías institucionales deben ser eficaces en ambos casos.

Un argumento similar puede aplicarse al caso de la libertad de enseñanza. Mientras los ciudadanos discrepemos acerca de la mejor manera de educar a nuestros hijos, tendremos necesidad de dos tipos de garantías.

En primer lugar, necesitamos que el Estado proteja los derechos presentes y futuros de los miembros de las nuevas generaciones asegurándose de que adquirirán los saberes y destrezas necesarios para ejercer plenamente la ciudadanía y su propia independencia moral.

En segundo lugar, necesitamos que el Estado se abstenga de imponer una manera concreta de alcanzar este doble propósito, así como se abstenga de premiar o castigar a los ciudadanos según las vías que elijan para alcanzarlo.

Cumplir estos objetivos es lo esencial. Todo lo demás son instrumentos más o menos adecuados. Ponernos de acuerdo en torno a los instrumentos no es algo sencillo, pero la tarea se facilita si distinguimos claramente entre conceptos y si, al menos, podemos precisar el alcance de nuestras discrepancias.

 

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* Doctor en Filosofía por la Universidad de Lovaina (Bélgica). Profesor de Filosofía Política y Director del Programa de Gobierno de la Educación en la Universidad Católica del Uruguay. Investigador categorizado del Sistema Nacional de Investigadores uruguayo. Ha publicado, entre otros, La Segunda Reforma (Montevideo: CLAEH-Fundación Banco de Boston, 1995), Le débat libéraux-communautariens (París: Presses Universitaires de Franc, 1997, en colaboración con André Berten y Hervé Pourtois), Historias de Filósofos (Buenos Aires: Alfaguara, 1997), Política & tiempo (Buenos Aires: Taurus, 2000), John Rawls y la justicia distributiva (Madrid: Campo de Ideas, 2003), Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista (Montevideo: Taurus, 2003, en colaboración con Susana Monreal), Padres, maestros y políticos. El desafío de gobernar la educación (Buenos Aires, Taurus, 2009).

 

1 Esta definición sólo tiene en cuenta la formación de niños y adolescentes. Queda fuera por lo tanto la llamada “educación de adultos”. Decir que una parte “transmite” y otra “recibe” no tiene aquí valor metodológico: la definición es compatible con metodologías más verticales o más horizontales dentro del salón de clase. Esta definición tampoco implica que, como una cuestión de hecho, todos los adultos hayan desarrollado plenamente sus capacidades psicológicas, sociales y morales sino que un significativo grado de desarrollo de esas capacidades está dentro de lo que razonablemente esperamos encontrar en un adulto, pero no en las edades más tempranas. Para una discusión más detallada ver Da Silveira (2009, 43ss).

2 Para un mayor desarrollo de este punto ver Da Silveira (2011).

3 La normativa vigente en muchas sociedades democráticas asume esta distinción entre libertad de oferta y libertad de demanda. Un ejemplo es el artículo 68 de la Constitución uruguaya. El artículo empieza con una afirmación general (Queda garantida la libertad de enseñanza”), luego incluye una fórmula de protección de la libertad de oferta (“La ley reglamentará la intervención del Estado al solo efecto de mantener la higiene, la moralidad, la seguridad y el orden públicos.”) y enseguida agrega una fórmula de protección de la libertad de demanda (“Todo padre o tutor tiene derecho a elegir, para la enseñanza de sus hijos o pupilos, los maestros o instituciones que desee.”)

4 Para una formulación clásica de esta idea, ver Rawls (289ss.)

5 Para una formulación del concepto original, ver Ackerman (141). Para una discusión más detenida del punto, ver Da Silveira (2009, 45ss.)

6 Para una discusión sobre el punto ver, por ejemplo, Zagorin (2003).

7 Esta fórmula figuró por primera vez en el artículo 137 de la constitución de Weimar y es recogida en el artículo 140 de la actual versión de la Ley Fundamental (texto de 1949, revisado en ocasión de la reunificación de junio 1993).

8 La mayoría de los alemanes se declara adepto a una religión en el momento de completar su declaración de ingresos. Aún luego de la reunificación, que aumentó significativamente la proporción de ciudadanos sin religión, tres de cada cuatro alemanes seguían pagando el impuesto eclesiástico.

9 Para una discusión de este punto, ver, por ejemplo, Kukathas (1992; 2007).

10 El texto incluye dos cláusulas que son usualmente llamadas la Establishment Clause y la Free Exercise Clause. La primera establece la separación entre el Estado y las confesiones religiosas prohibiendo que los poderes públicos favorezcan o auspicien el establecimiento de una religión específica. La segunda protege la libertad de los ciudadanos de elegir libremente su fe y de vivir en función de sus dictados.

11 Employement Div. v. Smith, 494 US 872.

12 Para un tratamiento reciente del tema, ver Taylor (2007).

13Con alguna frecuencia se propone distinguir entre “laico” y “laicista” y, consecuentemente, entre “laicidad” y “laicismo”. Según esta visión, el punto de vista laico sería aquel que defiende de manera general la separación entre el Estado y las confesiones religiosas, mientras que el punto de vista laicista sería aquel que propone tratar a la religión como un asunto exclusivamente privado. En mi opinión, esta distinción, además de torturar al idioma, confunde más de lo que aclara. Por eso voy a utilizar indistintamente los términos “laico”, “laicidad” y “laicismo” para referirme a la posición “privatizadora” de la fe religiosa, y voy a hablar de separación entre el Estado y confesiones religiosas para referirme a… ¡la separación entre el Estado y las confesiones religiosas!

14 Para ser exactos, la laicización del estado francés empezó por la laicización de la enseñanza. El proceso se inicia con las leyes de Jules Ferry de 1881 y 1882, aplicables exclusivamente al sistema educativo. Luego, en 1884, se extendió al derecho civil (leyes de matrimonio y de divorcio). La separación total es aprobada en 1905, al cabo de una evolución que generaliza pero que también radicaliza el impulso iniciado veinte años antes.

15 La Constitución belga de 1831 sólo reconocía los cultos católico y protestante. A ellos se agregaron sucesivamente los cultos anglicano (1835), judío (1870), islámico (1974) y ortodoxo-griego (1985).

16 El carácter crecientemente controvertido del concepto de laicidad suele ser reconocido por los propios defensores de la idea. Hace ya casi dos décadas, un conocido especialista escribía lo siguiente: “la legislación francesa en este tema es antigua, obsoleta e inadaptada. A estos efectos convendría preparar, mediante la concertación y teniendo en cuenta el contexto europeo, una gran ley sobre la libertad religiosa que responda a las necesidades y a los problemas actuales. [. . .] En lugar de soñar un poco ingenuamente con exportar su laicidad (¿pero cuál?) Francia podría así, manteniéndose fiel a su tradición laica, superar un lamentable retraso respecto de los demás países europeos” (Barbier, 87).

17 Para un desarrollo de esta idea ver da Silveira (2009, 147ss).

18 Para un desarrollo de esta discusión ver da Silveira (2004).

19 Ver al respecto Martin; Glenn (2011).

20 Existe un pequeño número de escuelas privadas “puras” que atiende a un porcentaje insignificante del alumnado.

21 Para más detalles ver Mouw; Walberg; Glenn (2011).

22 Ver al respecto James; Elmore; Glenn (2011).

23 Ver al respecto Martin.

24 Ver James (114-16); Glenn (1989; 2011); Mouw.

25 Ver Elmore (308); James (123); Glenn (2011)

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