Gotszche, médico danés, experto en farmacéutica, continúa la crítica iniciada en Medicamentos que matan (2014). Esta vez con la denuncia sistemática y documentada del proceder de la psiquiatría y la industria farmacéutica. Es un intento de incriminar a quienes con sus acciones, al empujar al paciente al uso de psicofármacos, provocan el aumento de suicidios solapando dichos hechos como consecuencias de la enfermedad. Denuncia la corrupción generalizada en la realización de los ensayos clínicos y en la obtención de la autorización para la comercialización de los psicofármacos. Frances (2014), también ha blandido su espada contra sus colegas, cuestionando los métodos de la psiquiatría contemporánea. Aún así, Gotszche lo acusa de lucrar con los fármacos y aliarse a los intereses de la industria. Acusa públicamente a los psiquiatras por el daño que producen al diagnosticar al paciente y rápidamente prescribir psicofármacos. El uso de psicofármacos podría justificarse como excepción: “cuando sufren ataques de pánico o alucinaciones tan fuertes que puede ser recomendable apaciguar su estado” (Gotszche, 2016, p. 21). Sostiene que el daño se inicia en el primer encuentro con la prescripción de un fármaco y en ocasiones, toma la forma de la mayor iatrogenia con la aplicación de tratamientos forzosos. Dice que la terapia electroconvulsiva no es eficaz y produce daño cerebral. Del lado del paciente la única opción de salvarse sería evitar concurrir a la consulta con un psiquiatra. El profesional está atrapado en la ecuación diagnóstico- fármaco como terapéutica adecuada, pues sucumbió ante la publicidad de las farmacéuticas y vive en la convicción de hacer el bien, al indicar un tratamiento que en realidad puede resultar nocivo. Gotszche analiza la frecuencia de ciertos diagnósticos. La depresión se presenta como epidemia que debe ser abordada con diagnósticos certeros y con los antidepresivos. Se asevera que éstos protegen a los pacientes de sí mismos, pero el autor advierte que los riesgos aumentan en lugar de disminuir y apela a narrar historias de muertes bajo el efecto de psicofármacos. Lo testimonial da consistencia subjetiva a la denuncia sostenida. Proclama que es un engaño hacer creer a los pacientes que los antidepresivos protegen a los niños y jóvenes del riesgo del suicidio. Alerta: “Los pacientes más vulnerables de todos (los niños) están abocados al suicidio debido a unas ‘astillas de la felicidad’ que jamás tendrían que haberles sido recetadas” (Gotszche, 2016, p. 72). Asevera que no hay estudios que confirmen la relación entre un uso ampliado de antidepresivos y la disminución de los suicidios. Bielli (2012) afirma que la
difusión y aceptación de los antidepresivos tuvo como telón de fondo el establecimiento de nuevas relaciones entre industria farmacéutica y academia que se guiaron por un imperativo económico que trastocó las prácticas científicas de los investigadores en psiquiatría y trató enfermedades y terapéuticas como si fuesen mercados y mercancías (p. 371).
Gotszche incrimina a los integrantes del grupo que define los diagnósticos de trastornos del ánimo por sus relaciones económicas con la industria farmacológica. Reivindica el derecho de las personas de pasar por períodos de tristeza. Así como se da la medicalización de la depresión también se da sobre la ansiedad, para la cual propone la psicoterapia como alternativa a los fármacos. Tone (2008) ya había abordado el consumo creciente de tranquilizantes, interrogándose sobre si se producía un aumento en la prevalencia de trastornos de ansiedad, o si los diagnósticos respondían al interés de la industria de ampliar el campo de consumidores de psicofármacos. Patologizar los problemas de la vida cotidiana ha ocasionado distorsiones en el territorio de la psiquiatría de la infancia. Gotszche sentencia que en el TDAH los que fallan son los médicos y los padres. Los antidepresivos, los estimulantes, los antipsicóticos producen efectos nocivos, y no son “anti” ninguna patología, ni curan las supuestas causas del trastorno. Desde la psiquiatría se argumenta que la enfermedad es producida por una alteración cerebral o desequilibrio químico que precisamente la farmacología se propondría solucionar. Sin embargo, Pignarre (2003) habla de pseudociencia: “las herramientas de diagnóstico existentes en psiquiatría se basan en el interrogatorio y la observación de los pacientes, nunca en la evidencia de un testigo biológico fiable /…/ el fármaco es, en sí, su propio testigo fiable” (p. 74). En este contexto ha sido necesario comprar la fidelidad de los facultativos; ciencia y marketing se confunden. Kristeva (1993) aseveró: “¿No es fabuloso que nos deje satisfechos una pastilla o una pantalla?” (p. 16). Gotszche diría que poca satisfacción puede obtenerse de un fármaco que deshumaniza y priva al sujeto de vínculos auténticos o incluso lo lleva al suicidio. Propone al paciente que oponga resistencia y a los psiquiatras que reciban formación en psicoterapia; diseñen y ejecuten ensayos clínicos fuera del poder de la industria farmacéutica. Si los psicofármacos matan y los pacientes están atrapados en explicaciones etiológicas donde su malestar se remite a un desequilibrio químico; se excluye la historia de vida y hasta los niños reciben psicofármacos ¿podremos escapar a una muerte dosificada en comprimidos?