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Psicología, Conocimiento y Sociedad

versión On-line ISSN 1688-7026

Psicol. Conoc. Soc. vol.6 no.2 Montevideo nov. 2016

 

Lenguaje y performatividad

 

Language and performativity

 

Sergio Rozas

Facultad de Psicología, Universidad de la República (Uruguay)

 

Historia Editorial

Recibido: 25/05/2016

Aceptado: 27/09/2016

 

Resumen

El siguiente artículo hace una revisión sobre las distintas formas de interacción lingüísticamente mediadas y sus racionalidades subyacentes en los procesos de acción y comunicación humana. Como perspectiva privilegiada tomaremos la Teoría de los Actos de Habla propuesta por John L. Austin, su recepción, deconstrucción y resignificación en la obra de Jaques Derrida y Judith Butler, así como el esfuerzo analítico y las nuevas categorías aportadas por Jürgen Habermas en su Teoría de la Acción Comunicativa. Como modelo interpretativo de las nociones de acción y comunicación, nuestro principal referente será la obra de Habermas, su introducción del concepto de Lebenswelt, la lectura crítica que realiza de las racionalidades weberianas, así como la reconversión que hace de las mismas en la introducción de una nueva racionalidad comunicativa.

Palabras clave: lenguaje, acción, comunicación, racionalidades.

 

Abstract

The study reviews different types of linguistically mediated interactions, and the underlying rationalities present in processes of human action and communication. The focus is on John L. Austin’s Speech Act Theory, and its deconstruction and resignification by Jaques Derrida and Judith Butler. Also considered are the analytical proposal and new categories provided by Jürgen Habermas’ Theory of Communicative Action. His approach to the concept of Lebenswelt, his critical reflections on Weber’s rationalities, as well as subsequent reformulations of them that emerge in the introduction of a new communicative rationality, are here considered the interpretative model for the notions of action and communication.

Keywords: language, action, communication, rationalities

 

 

“En las relaciones humanas no hay un orden ontológico al que se le superponga un orden axiológico, sino que con lo que una relación vale se muestra lo que una relación es” (Sambarino, 1968, p. 11).

 

La acción humana no están precedida por la existencia de una ontología fuerte y natural, sino por un conjunto de prácticas lingüísticas que, incluso, instauran nuevas realidades: hacen cosas con palabras. De tal manera, haremos una aproximación a ciertos contextos que entendemos como teóricamente relevantes y que nos presentan modos de comprensión y discusión de aspectos emocionales, axiológicos y comunicacionales presentes en toda acción humana.

Es desacertado pensar que ciertas estructuras ontológicas originarias sean el fundamento de las distintas formas de valer. Contrariamente, a partir de la vigencia de un orden axiológico es que una relación humana puede inscribirse ontológicamente y propiciar un encuentro entre un otro y otro “otro”, “que lo son por el enjuiciar de cada uno acerca de sí y del otro, al tiempo que cada uno cuenta con el juicio de sí y del otro que en el otro se realiza” (Sambarino, 1968, p. 11). Es en este último marco dialéctico de impronta hegeliana en donde se produce el “fenómeno de reconocimiento”, en correspondencia a mostrar como “modo-de-ser” algo imposible de configurarse sin un “haber-de-ser”.

Esto supone un tercer plano participante: el plano del “otro otro que es otro que el uno y el otro que están en juego” (Sambarino, 1968, p. 12). Ese otro “otro” que está en juego refiere fundamentalmente a los lazos éticos, jurídicos y a la dimensión moral, que propiciarán experiencias de injusticia, menosprecio, privación de reconocimiento o, por el contrario, resultarán habilitantes para llevar a cabo una vida lograda.

El individuo es portador de historia y productor de historia. Si bien es producto de la historia, es igualmente su protagonista (De Gaulejac, 1999).

Es portador de historicidad en la medida en que tiene capacidad para intervenir y actuar sobre lo que produjo, sobre las determinaciones que se abren como consecuencias de su curso de acción, mediante otro curso de acción que lo posiciona dialécticamente como sujeto “entre lo que él es y en lo que se convierte” (De Gaulejac, 1999, p. 47).

En tanto, su protagonismo implica un proceso en el que han de ser reconocidos tanto el contexto sociohistórico como la dimensión piscosimbólica (Araújo, 2013, p. 12).

Es productor de historia en la medida en que tiene la capacidad de reasignar sentido o significatividad en la reconstrucción de su pasado. El plano de la memoria, la palabra enunciada tanto oralmente como mediante la escritura y los aspectos fantasmáticos imbricados en su psiquismo se convierten en operadores eficaces de lo que fabrica como pasado. Por tanto, el orden sociohistórico es insoslayable como orden habilitante en la construcción del individuo como “sujeto sociohistórico”, portador y productor de significado.

Este sujeto queda debidamente habilitado si es capaz de contar y hacer su historia dentro de un marco comunicacional que permita dicha construcción. En este proceso comunicacional ha de hacerse presente “el reconocimiento y la capacidad de articulación entre la escucha racional, la escucha empática, la escucha existencial” (Araújo, 2013, p. 15).

El “contar historias” implica un modo de realizar acciones, una suerte de performance expresada en comportamientos desarrollados por un sujeto. A su vez, estas acciones y comportamientos revelan que su modo de ser está íntimamente ligado al valor que se les atribuye y por tanto enraizado en aspectos convencionales que habilitan su aparición como nueva realidad (performatividad).

En ella entran en interdependencia dos registros: el registro del inconsciente, de lo pulsional, de lo imaginario, en donde el individuo es “sujeto de deseo”, y el registro de lo simbólico, el lenguaje.

No consideramos este último registro como un elemento neutro o como un instrumento descriptivo de lo humano-real, sino, en consonancia con la sociología clínica y la etnometodología, como elemento constitutivo del mundo humano o social (Weisz, 2011).

Los seres sociohistóricos construyen su historicidad, y sus respectivas visiones del mundo son función de un lenguaje-en-interacción, cuyas secuencias estructurantes no son abordables fuera de los múltiples lazos que la mediación simbólica ha articulado. Sus vivencias, más o menos integradoras, son función del significado de que dichas articulaciones ofician como portadoras. El sentido o significado es concomitante a la gama de valoraciones, las cuales, en cuanto trama axiológica, señalan como posibles o imposibles los distintos modos de articulación, reconociendo o negando legitimidades.

Lo posible o lo imposible enlazan afectiva y simbólicamente los modos de ser con los modos de reconocer. Asimismo, la integración sociohistórica de un sujeto es codependiente del reconocimiento recíproco.

Axel Honneth (1997) señala la dedicación emocional, el reconocimiento jurídico y la acción solidaria como diferentes dimensiones de la vida social que han de ser tenidas en cuenta en la conformación y reconocimiento de las distintas identidades en sus peripecias históricas.

Entonces, es la intersección compleja de estos diferentes registros y planos lo que, a modo amniótico, hace posible la producción de sentido para un sujeto actuante.

Respecto de los procesos intelectivos y reflexivos involucrados en los distintos cursos de acción llevados adelante por un sujeto, el registro del lenguaje se hace plenamente sustantivo: “Solo podemos pensar dentro del lenguaje, y esta inserción de nuestro pensamiento en el lenguaje es el enigma más profundo que el lenguaje propone al pensamiento” (Gadamer, 1992, p. 487).

El lenguaje es el ámbito de la convivencia humana, el ámbito de los consensos y disensos, la membrana indeleble y holística dadora de sentido a nuestros deseos, apetencias, miedos, expectativas, etcétera, involucrados en nuestros cursos de acción.

Entendemos por “sentido” o “significado”, la producción lingüística que hace referencia al uso de una palabra u oración. El sentido siempre encuentra o toma una dimensión simbólica. Tanto las acciones como las intenciones de los sujetos han de adoptar una forma simbólica para poder ser expresadas o manifestadas (Habermas, 1989). Las expresiones de sentido pueden estar vehiculizadas por un lenguaje natural o por un derivado de las lenguas naturales estructuradas en un sistema de símbolos. Incluso, las expresiones pueden ser extraverbales, adoptar las formas de una expresión ligada al cuerpo, artística, musical.

Es así que todo lo que puede ser pensado, puede ser dicho (Searle, 1986), aunque no es verdad, a la inversa, que todo lo que puede ser dicho puede ser expresado en términos extralingüísticos. Esto último implica al lenguaje como marco holístico.

El carácter holístico del lenguaje obliga a considerar la comunicación lingüística como constitutiva del ámbito de objetos susceptibles de ser investigados filosófica, sociológica y psicológicamente.

Si ignoráramos el aspecto constitutivo del lenguaje como ámbito de nuestras interacciones, quedaríamos atrapados en un ejercicio de mera descripción de comportamientos. Los procesos lingüísticos descritos a partir de una teoría del comportamiento apuntarían a todas nuestras interacciones estructuradas en términos de sentido, como un conjunto de objetos parecidos a los objetos físicos y susceptibles de ser abordados por una teoría empírica. Por el contrario, si relevamos que el ámbito objetual está estructurado y articulado en términos de “sentido” y tomamos a este último como un concepto filosófico, sociológico y psicológico básico, se nos abre la posibilidad de distinguir el concepto de “acción” del concepto de “comportamiento”.

Mientras la acción implica la intencionalidad del sujeto, dirigida y orientada por reglas intersubjetivamente reconocidas y susceptibles de ser puestas en tela de juicio, el comportamiento designa el cumplimiento de una norma anteriormente establecida y es observable como tal en tanto el sujeto agente coincida fácticamente con lo que ella establece. Así, el comportamiento y las regularidades comportamentales pueden ser observadas, mientras que las acciones pueden ser entendidas. De tal modo, es la categoría de sentido la que establece la distinción entre ambos modos de experiencia” (Habermas, 1989).

En acuerdo con lo anteriormente dicho, los procesos vitales que hacen a una sociedad no pueden ser abordados desde una perspectiva descriptiva, un programa “objetivista” y moderno que entienda dichos procesos como regularidades empíricamente observables y explicables con la asistencia de hipótesis nomológicas (teorías comportamentales). Por el contrario, un programa “subjetivista” que conciba nuestros cursos de acción como un plexo estructurado simbólicamente y generado en términos de “sentido” permite un abordaje complejo del sujeto acorde a los desafíos de la peripecia hipermoderna.

Tomar esta perspectiva subjetivista permite entender el significado de cierto conjunto de acciones lingüísticamente mediadas y no meramente describir estados de cosas expresados en enunciados observacionales. Si bien esa estrategia implica un posicionamiento hermenéutico en vistas a la explicación o interpretación de cursos de acción lingüísticamente mediados y, por lo tanto, a la interpretación y explicación de sus racionalidades subyacentes, no se agota en él.

Una teoría de la comunicación que toma el ámbito del lenguaje común o “lenguaje ordinario” en 1962 (Austin, 1982) es también capaz de echar luz sobre la construcción de significación en el decurso de nuestros actos de habla, que no solo dan cobertura simbólica a nuestras acciones sino que les son constituyentes. El análisis y relevamiento de los distintos actos de habla en una Teoría de los Actos de Habla (de aquí en más, TAH) resulta también un insumo teórico y metodológico sustantivo para el esclarecimiento de los distintos tipos de racionalidades puestas en juego en nuestros contextos dialógicos históricamente situados.

La TAH expuesta en 1962 por John L. Austin (1982), grosso modo, suscribe cuatro tesis fundamentales. En primer lugar, que la tarea de la filosofía consiste básicamente en la elucidación de conceptos incorporados al lenguaje común u ordinario. Las otras tesis están tomadas del pensamiento expuesto en Investigaciones filosóficas por el filósofo Ludwig Wittgenstein (1988) en 1968 suscribiendo: a) el tratamiento de los problemas filosóficos ha de evitar la jerga altamente especializada; b) el significado de una palabra es su uso en el lenguaje; c) el lenguaje es una forma de vida.

El planteo de que el “sentido” se define en el uso de las expresiones lingüísticas en la comunicación recibe una formulación importante en la TAH.

La TAH señala que deben darse dos instancias o condiciones mínimas para que haya trasiego informativo: a) tomar como supuesto básico que el hecho comunicativo no debe buscarse en el símbolo, palabra u oración, puesto que excede a cada uno de ellos para articularse y estructurarse bajo ciertas reglas condicionantes, y b) reconocer una cierta intencionalidad del agente comunicador susceptible de ser interpretada por el receptor.

La TAH surge del descubrimiento de Austin de que no todas las expresiones lingüísticas son actos descriptivos, fáticos o constatativos. La creencia de que se reducen solo a ello conduce a caer en una falacia descriptiva (Austin, 1982). En tanto, lo que las caracteriza es que al ser emitidas realizan una acción. El rasgo distintivo de estas expresiones hace que Austin les asigne el nombre de “expresiones realizativas” o “expresiones performativas”. El material con el que trabaja Austin refiere a expresiones del tipo “yo bautizo...”, “yo prometo...”, “apuesto...”, “por la presente usted está autorizado a...”, entre otras, en las cuales aparecen, implícita o explícitamente, verbos en la primera persona del singular, del presente del indicativo de la voz activa. Este criterio sintáctico es la fórmula general de todo “performativo”. El criterio gramatical se refuerza en la asimetría sistemática que se observa entre expresiones del tipo “yo aposté” o “él apuesta”, siendo este último tipo meras descripciones y, por lo tanto, no configuran ninguna acción.

Las expresiones performativas no son ni verdaderas ni falsas sino, de acuerdo al lenguaje de Austin, acertadas o desacertadas.

Del relevamiento y aceptación de las anteriores condiciones se desprende que una teoría del lenguaje ha de formar parte de una teoría de la acción.

Respecto de las circunstancias que rodean la emisión de un acto de habla, entendido ya como una acción y no como un comportamiento verbal, dicha emisión implica la realización de un acto fonético mediante la emisión de sonidos. La organización de esos sonidos o ruidos en un vocabulario y una gramática es señalada por Austin como la realización de un acto fático (fatic, en la terminología propuesta por Austin). Por último, la capacidad de adscribirle a una secuencia o a sus partes constituyentes un sentido más o menos definido y una referencia más o menos definida, hace a un acto rético (rethic, en la terminología propuesta por Austin). La confección teórica del acto rético revela nítidamente el giro pragmático que Austin introduce a la semántica. La pregunta por el sentido debe ser respondida en términos distintos a los de “referencia”, “predicación” o “contenido proposicional”, como indican las teorías semántico-formalistas.

Distintos actos de habla pueden tener la misma referencia y la misma predicación y, sin embargo, seguir siendo distintos. A estos actos, tales como preguntar, aseverar, ordenar, etcétera, Austin les llamó, en 1962, “actos ilocucionarios”, y a la intencionalidad que conllevan, “fuerza ilocucionaria” (Austin, 1982).

Jacques Derrida (1989) reconoce en el concepto de “fuerza ilocucionaria” connotaciones nietzscheanas y freudianas, entendiéndolo como la fuerza o el “impulso de una marca”. Indica, además, que en todo acto de habla. al tomar ellos mismos su forma de elementos codificados, serán dichos elementos los que hagan del acto de habla una función del contexto. Por otra parte, dichos elementos conforman un acto mismo en función del contexto. Se manifiestan en un código, siendo los elementos de ese código grafemáticos. Esto hace imposible, entonces, detener el análisis del sentido de un acto de habla, dado que el código puede tomar distintos contextos y, por otra, el contexto, al incluir estados intencionales de los hablantes nunca puede ser analizado exhaustivamente. Un acto de habla puede ser deconstruido e iterado en un nuevo contexto, cambiando así su sentido.

Concomitantemente, Judith Butler (2001), recepcionando a Derrida, asume la idea de “performatividad” y su capacidad para crear la situación que se nombra. En la medida en que el acto de habla se reitera, oficia de sedimento, donde el aspecto ritual y la capacidad performativa del lenguaje instalan efectos ontológicos. Analizando al género como norma, Butler señala que la autoridad de la norma se acumula en cada reiteración, al mismo tiempo que su capacidad está en devenir otra cosa. Por tanto, sostiene, la subversión performativa de la norma es esencial en la medida de que depende de su propia ruptura para poder ser.

Jürgen Habermas (1987) también deudor de la TAH, toma en cuenta la lectura que hace de ella John Searle (1986) en 1962, y la articula con las nociones de juego de lenguaje y de regla presentes en la filosofía del segundo Wittgenstein, así como la tesis wittgensteniana de que el pensamiento es analizable en el ámbito del lenguaje.

Del modelo del juego, a Habermas le interesa recalcar la conexión existente entre lenguaje y práctica, así como la dimensión pragmática en la cual se constituye el “sentido”; de la noción de regla o del concepto de seguir una regla, le importa el famoso y fuerte argumento contra el lenguaje privado y el solipsismo semántico que apuntaba Wittgenstein.

Habermas sostiene que si bien Wittgenstein situó la noción de sentido en el reconocimiento intersubjetivo de reglas, la relación recíproca entre los sujetos que reconocen una regla no es investigada. Para Habermas, esa relación se plasma en el acto de habla. Serán los actos ilocucionarios y sus fuerzas ilocucionarias candidatos privilegiados para revelar esta relación.

Los rasgos ilocucionarios nos llevan a la base de la validez del habla. Alguien que conviene en un curso de acción lingüísticamente mediado, pretende verdad para el contenido proposicional enunciado, pretende adecuación a normas o valores y veracidad para el conjunto de vivencias manifestadas. Estas pretensiones de validez se encuentran presentes en un participante que aspira a comunicar y actúa orientándose al entendimiento.

Entonces, el uso cognitivo, el uso expresivo del lenguaje, se aparejan en la trama que el propio lenguaje provee y que cada individuo encarna en sus distintos actos de habla. Ellos expresan los distintos tipos de racionalidades empleadas en la actuación lingüística.

Respecto de las racionalidades, Habermas reconoce en Max Weber el tratamiento de distintas estructuras de conciencia que se filtran desde el plano de la cultura al plano de la personalidad, encarnando distintos tipos de acción racional. Encuentra antecedentes de tres tipos de racionalidades distintas: a) la racionalidad instrumental, dependiente del saber empírico, guiado, en general, por la costumbre, b) la racionalidad estratégica, consistente en una elección dada en vistas a oponentes racionales o máximas de decisión, y c) la racionalidad normativa regida por principios o reglas morales.

Esta tipología es subsidiaria de un modelo constreñido de acción racional: el modelo de “la acción racional con arreglo a fines” (acción teleológica).

Pero Habermas (1987) discutirá otro modelo de racionalidad, la “racionalidad orientada al entendimiento”, que dará sustento a su concepto de “acción comunicativa”.

En su Teoría de la Acción Comunicativa (de aquí en más, TAC) nos propone un modelo de análisis que permite dar cuenta de la sociedad como dos formas principales de racionalidad imbricadas y puestas en juego simultáneamente. Por una parte, la racionalidad sustentada en el mundo de la vida (Lebenswelt), que representa una perspectiva interna de los sujetos que actúan en la sociedad, y, por otra, una racionalidad que representa una perspectiva externa, estructurada a modo de sistema, técnica y altamente burocratizada.

Concomitantemente, estas dos maneras de exponer la racionalidad están indisociablemente ligadas a la acción intencional. La acción intencional es, para Habermas, un concepto básico de la teoría de la sociedad, y ha de conceptualizarse como acción racional con arreglo a fines (acción instrumental) o en forma de acción comunicativa.

La acción racional con arreglo a fines, parte de la base de que el actor tiene un objetivo preciso en relación a fines concretos y somete a cálculo las consecuencias de su acción. Puede ser una acción instrumental o una acción estratégica. Es instrumental cuando se rige por reglas técnicas de acción y evalúa el grado de eficacia de la intervención en un estado físico. Es estratégica cuando se rige bajo la observancia de reglas de elección racional y evalúa la eficacia de su cosecha con la intención de influir en un oponente racional.

La acción instrumental se orienta por reglas técnicas fundamentadas en un saber empírico, cuyas directivas implican el conocimiento sobre sucesos observables, tanto físicos como sociales, los cuales, a su vez, pueden mostrarse como condicionados y pronosticables.

Tanto la manera de evaluar las condicionalizaciones como los pronósticos establecidos pueden ser, tomando los términos de Austin, “acertados” o “desacertados”. De todas maneras, las estrategias racionales que le subyacen descansan siempre en un saber analítico.

Posteriormente, Habermas (1989) señala una variante de la acción estratégica; “la acción estratégica encubierta”. Al menos uno de los participantes se comporta estratégicamente, simulando atenerse a las condiciones de la acción comunicativa. Este es el caso de la manipulación.

A este tipo de acciones Habermas opone lo que él denomina “acción comunicativa”. Este tipo de acción hace que los actores participantes no queden coordinados principalmente en base a cálculos egocéntricos de interés, sino a través del entendimiento. Cuando esto sucede, los participantes quedan habilitados para el establecimiento de un acuerdo racionalmente motivado por convicciones comunes, y el establecimiento del mismo hace a sus prácticas dialógicas. Las interlocuciones, los argumentos, las motivaciones, las fuerzas ilocucionarias, etcétera, se trasiegan en un ámbito de pretensiones de validez susceptibles de crítica (Habermas, 1987). Se orientan por normas que definen expectativas recíprocas de comportamiento que han de ser, al menos, entendidas por dos sujetos agentes. El contenido semántico se fragua en expresiones simbólicas, y el único medio en que acontecen es el medio del lenguaje ordinario. Aunque las acciones no tengan una forma verbal explícita, el marco racional y lingüístico les asigna su función comunicativa.

Ese marco está provisto por un tipo de razón argumentativa (Habermas, 1989). Los argumentos sobre los que se acuerda o desacuerda no son verdaderos o falsos por adecuación ontológica (teoría correspondentista de la verdad), sino como producto del acuerdo comunicativo entre los participantes.

En el centro de este planteo Habermas (1987) propone, como principio, una situación ideal de habla, cuyas características son:

- Todos los participantes han de tener las mismas oportunidades para expresarse.

- Serán libres de reflexionar y cuestionar sobre las pretensiones de validez de lo dicho o propuesto.

- Han de tener las mismas oportunidades de expresarse respecto de sus sentimientos, deseos, expectativas y actitudes.

- Todos tendrán la misma oportunidad de producir actos de habla regulativos (permitir, prohibir, mandar, etcétera).

Asume este principio como ideal contrafáctico, es decir, como una ficción normativa que nos permite contrastar los contextos de acción lingüísticamente mediados y evaluar su carácter racional. La situación ideal de habla cumpliría todos los requerimientos necesarios para que pudiese desplegarse la acción comunicativa.

Ahora, debemos retomar el horizonte de sentido desde el cual es posible aceptar o discrepar respecto a un acto de habla orientado al entendimiento y aparejado como un hecho comunicativo.

A modo de concepto complementario al de acción comunicativa, Habermas introduce el concepto de mundo de la vida, acuñado en 1936 por Edmund Husserl (1991) como concepto fenomenológico.

Para Husserl el “mundo de la vida” es el dominio de evidencias originarias sobre el cual reposa como fundamento toda construcción teórica. La pretensión del discurso científico, de constituirse como regulador de la razón y matriz de sentido, es desplazada a un a priori puro y universal que se extiende como fundamento de todo nivel objetivo-lógico. “El mundo de la vida es la puerta de entrada al dominio jamás explorado de los orígenes del conocimiento.” (Husserl, 1991, p. 50).

Habermas entiende el concepto de mundo de la vida como un horizonte de convicciones comunes aproblemáticas, que se extiende como telón de fondo de las prácticas intersubjetivas asociadas a los actos de habla (Rona & Rozas, 1991). Estos últimos también son entendidos como prácticas que permiten la coordinación de acciones, al posibilitar acuerdos racionalmente motivados, y como medios tendientes al fin general de entenderse. Si bien es verdad que dichos actos de habla traducen un saber proposicional susceptible virtualmente de producir disenso,

la mayor parte de lo que se dice en la práctica comunicativa cotidiana permanece aproblemáticamente presupuesto, escapa a la crítica y a la presión que ejercen las sorpresas provenientes de las experiencias críticas, porque vive del excedente de validez que representan las certezas sobre las que de antemano estamos de acuerdo, es decir, de la obviedad de las certezas de las que está tejido nuestro “mundo de la vida” (Habermas, 1989, p. 142).

Es de esta manera que lo que se presenta proposicionalizado a través de los actos de habla no adhiere a una modalidad de racionalidad productora de disenso, sino comprometida con el establecimiento de pretensiones de validez susceptibles de crítica, las cuales se incorporan a un modelo de racionalidad que estimula las propiedades que el lenguaje posee en lo tocante a crear vínculos. El fin de entenderse abre una dimensión de trasfondo que representa el mundo de la vida, en el que las interacciones se concatenan y estabilizan.

Habermas (1989) nos presenta este saber de fondo como un saber atemático. Si bien este saber integra el mundo de la vida, no todo saber atemático es también constitutivo de dicho mundo. El saber que pertenece a la competencia lingüística no es relevante para un determinado mundo de la vida. Aquel saber generativo universal que capacita a los hablantes competentes para emplear correctamente oraciones gramaticales en emisiones, es un saber dominado intuitivamente y no aparece tematizado en los actos de habla. Este saber atemático genera acción comunicativa, pero no sirve para complementarla; será el saber de fondo que es el mundo de la vida el que nos provee de tal complementación, operando como cobertura que se encarga de absorber disensos, así como de horizonte de convicciones comunes aproblemáticas. Así, “En la medida que entra en consideración como recurso de los procesos de interpretación, podemos representarlo como acervo lingüísticamente organizado de supuestos de fondo, que se reproduce en forma de tradición cultural” (Habermas, 1989, p. 112).

El mundo de la vida se extiende, por tanto, como fundamento de sentido, constituyendo un saber ante-predicativo y precategorial, y “ocupa, frente a las emisiones comunicativas que se generan con su ayuda, una posición en cierto modo trascendental” (Habermas, 1989, p. 113).

Entendemos que esta posición de relativa trascendencia hace a uno de los motivos por los cuales se configura como olvidado y reprimido fundamento de sentido, es decir, como un saber que en realidad es un no-saber.

Su situación, así como sus características, dan al mundo de la vida un cierto carácter paradójico.

Lo que lo caracteriza, en primer lugar, es el modo de una certeza directa, a la que le falta la interna conexión con la posibilidad de volverse problemático. En segundo lugar, es un saber que se caracteriza por su fuerza totalizadora, puesto que todo saber del “mundo” toma su carácter configurador de ese trasfondo en que está enraizado. Y, en tercer lugar, su holismo, que conjuntamente con la inmediatez y la totalización, lo torna impenetrable pese a su aparente transparencia: el mundo de la vida como espesura.

Lo paradojal de esta situación con respecto al lenguaje es que el analista del lenguaje deba, a posteriori, al preguntarse por el saber del lenguaje o relativo al lenguaje, dirigir su mirada al mundo de la vida, teniendo en cuenta que este conocimiento representa un saber a priori. Esta paradoja, con resonancias kantianas, es para Habermas una paradoja que se funda en que en el transfondo que es el mundo de la vida están integrados saber relativo al mundo y saber relativo al lenguaje (Habermas, 1989).

En lo que respecta a la impronta kantiana, fuertes rasgos de la misma podemos encontrarla presente también en Honneth en la medida en que, para Honneth, la autorrealización individual o personal dependerían de relaciones de reconocimiento que son trascendentales al vínculo entre dos o más sujetos y se inscribirían dentro del orden generalizado de un fundamento normativo de lo social. Por su parte, para Habermas, lo que hace posible a la comunicación, como ya hemos visto, también ha de inscribirse en el horizonte trascendental que es el mundo de la vida concomitando con su concepción de situación ideal de habla. Honneth y Habermas, aun incorporando el plano de la intersubjetividad dentro del paradigma del giro lingüístico, se interrogan, a modo kantiano, sobre las condiciones universales y necesarias que puedan dar base a esta nueva forma de crítica que ha de tener en cuenta a la intersubjetividad. Esta postura deja un flanco abierto a un posible llamado de atención desde una concepción más hegeliana que señale que dichos horizontes trascendentales con pretensiones de validez universal obliteran la posibilidad de tener en cuenta la realidad histórica y las peripecias históricas reales en las que se encuentran sumidos los sujetos que interactúan, poniendo en juego un conjunto de aspectos normativos pero también disruptivos que son esenciales para su inscripción como sujetos históricos.

Por último, desde el punto de vista de nuevas performatividades, de nuevas formas de subjetivación, de generación de identidades que puedan encontrar plexos de sentido en sus acciones, se hace importante el abordaje de contextos de acción lingüísticamente mediados que nos muestren su trama profunda. La trama de tales contextos es imposible de instalarse sin el lenguaje y toda la constelación de sentidos que en el mismo se articulan a partir de distintos actos de habla. Para el abordaje de aquello que se juega en el plano del lenguaje, tampoco es suficiente una descripción de las superficies discursivas que se agote en un “análisis del discurso”. Por el lenguaje, los “juegos de lenguaje” (Wittgenstein, 1988) son una forma de vida. En ellos, las formas de vida se vehiculizan en un campo articulado donde las propias racionalidades proveen los marcos instituyentes, estableciendo el juego de lo posible y lo imposible, así como de la posibilidad de ser subvertidos (Butler, 2001).

En el mundo actual “hipermoderno” (Lipovetsky, 2006) ese otro “otro” mencionado al comienzo del artículo y en donde entran en juego los lazos éticos, jurídicos y de dimensión moral, también encontraría la alteración de los horizontes comunes dentro de un campo global y local, en el cual se pueden subvertir los órdenes en la trama de las racionalidades puestas en juego, así como los marcos instituyentes de los distintos juegos de lenguaje.

 

Referencias bibliográficas

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