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Psicología, Conocimiento y Sociedad

On-line version ISSN 1688-7026

Psicol. Conoc. Soc. vol.6 no.2 Montevideo Nov. 2016

 

El psicoanálisis como alternativa en la hipermodernidad

 

Psychoanalysis as an alternative to hypermodernity

 

Patricia Villar Boullosa

Facultad de Psicología, Universidad de la República (Uruguay)

Historia Editorial

 

Historia Editorial

Recibido: 26/03/2016

Aceptado: 25/07/2016

 

Resumen

Corren tiempos hipermodernos. ¡Vaya si corren! En esta hipermodernidad descrita por Lipovetsky en occidente, las subjetividades contemporáneas viven a ritmo acelerado, sufren a ritmo acelerado y buscan sacudirse ese sufrimiento antes, incluso, de sentirlo. El vértigo de la vida cotidiana produce individuos que huyen del dolor y se precipitan a anestesiarse en el hiperconsumo de bienes, sustancias, sexo o internet. ¿Qué lugar tiene el psicoanálisis en este nuevo orden (desorden) de cosas? El siguiente trabajo invita a un recorrido de mirada freudiana, en diálogo con Lipovetsky y otros autores, a través de los principales desafíos que se le plantean actualmente al psicoanálisis, para luego reposicionar esta práctica centenaria como una valiosa alternativa a la vorágine hipermoderna.

Palabras clave: psicoanálisis, Freud, hipermodernidad

 

Abstract

We’re living in hypermodern times. Or actually running in them! In this Hypermodernity described by Lipovetsky in Western societies, contemporary subjectivities live at an accelerated pace, suffer at an accelerated pace and seek to shake off such suffering before even feeling it. Everyday life’s vertigo produces individuals who run away from pain to numb themselves in the hyperconsumption of goods, substances, sex or the internet. What place does psychoanalysis have in this new set of circumstances? The following paper is an invitation to a journey, from a Freudian point of view and in dialogue with Lipovetsky and other authors, across the main challenges faced by psychoanalysis today, eventually repositioning this centenary practice as a valuable alternative to the hypermodern turmoil.

Keywords: Psychoanalysis, Freud, Hypermodernity

 

 

Pensar el lugar del psicoanálisis en la sociedad contemporánea es abrir un abanico de preguntas difíciles y polémicas. Situar esas interrogantes en el marco de las reflexiones sobre los desafíos y las alternativas que se presentan en la hipermodernidad contribuye a dar una dirección a dicha reflexión. Por lo pronto, conviene comenzar con una breve consideración sobre lo que se entiende por hipermodernidad. A partir de allí, se pueden tomar algunas características hipermodernas que cuestionen la vigencia del psicoanálisis como vía de tramitación del padecimiento psíquico en la actualidad. Finalmente, se propondrá contemplar el estatus del psicoanálisis desde una perspectiva que lo posiciona, paradójicamente, como una práctica alternativa de salud mental en los tiempos que corren, cobrando especial valor la literalidad de dicha expresión.

Hipermodernidad es un neologismo del sociólogo y filósofo contemporáneo Gilles Lipovetsky, mediante el cual dicho pensador francés conceptualiza nuestras sociedades actuales. Su libro Los tiempos hipermodernos (Lipovetsky, 2006) presenta claramente tres etapas en la historia de la humanidad de los últimos siglos: la modernidad, la posmodernidad y la hipermodernidad. Si bien no se ofrecen delimitaciones cronológicas precisas, la modernidad se extiende, aproximadamente, desde la Revolución Francesa hasta mediados del siglo pasado, caracterizada por un desplazamiento del emplazamiento imaginario de la felicidad: se pasó de añorar un tiempo pasado nostálgicamente maravilloso a confiar con entusiasmo en las promesas de un futuro mejor, desde todo punto de vista: político, social, económico, científico.

En cada uno de esos ámbitos, la modernidad produjo un discurso totalizante e ideológico, con sus vertientes tanto prácticas como utópicas: liberalismo, marxismo, capitalismo y positivismo, respectivamente. Ciertos pensadores hablan de fin de la historia para referirse a la caída de todos estos discursos como organizadores de la trama y la actividad sociales (Vattimo, 1990). Lipovetsky, por su parte, sitúa esta caída, esta transformación, en los años 60, y la denomina posmodernidad, poniendo el acento en aquello que quedaba atrás, que parecía superado: la presión sobre las libertades individuales ejercida por las instituciones que sostenían los discursos mencionados, principalmente por el Estado, como institución donde todos, en cierta medida, confluían. El individuo posmoderno gozó, durante un tiempo, de la liberación de las pesadas ataduras sociales, perdiéndose en búsquedas hedonistas. La lógica de la moda comenzó a prevalecer como organizador social, infundiendo el predominio de lo superficial y lo efímero.

Sin embargo, ese carpe diem frívolo y sensual no fue más que un brevísimo paréntesis en lo que, a la luz de las últimas décadas, continuaría siendo la era moderna, solo que ahora elevada a la máxima potencia: la hipermodernidad. Aquel Narciso hedonista ha trocado placer por angustia, libertad por incertidumbre, goce por eficacia. La falta de ataduras sociales ya no es vivenciada como un privilegio liberador sino como un desamparo angustiante. La mira sigue puesta en el futuro, solo que ya no en la persecución de una utopía de progreso, igualdad y riqueza universales, sino que en la lucha descarnada por asegurarse un lugar de supervivencia individual en un escenario social y mundial, por regla, cambiante.

Zygmunt Bauman, otro filósofo contemporáneo que ha reflexionado sobre las características de nuestro tiempo, también sostiene que vivimos una especie de prolongación de la época moderna, en lo que esta tiene de proyección hacia el futuro, pero puntualiza dos diferencias fundamentales: en primer lugar, el avance hacia el futuro carece hoy de una orientación teleológica, lo cual puede relacionarse con la caída de los grandes discursos mencionada más arriba; en segundo lugar, ya no hay dispositivos sociales que regulen la vida de los individuos, lo cual se vincula, sin lugar a dudas, con la caída del poder del Estado. Vamos en un barco sin timonel (Bauman, 2003).

¿Qué hace este Narciso hipermoderno, entonces, cuando siente angustia, cuando no sabe cómo lidiar con el miedo y la incertidumbre de ser un pasajero a bordo de este barco con rumbo desconocido? ¿Acude a un psicoanalista? ¿Ve, en el psicoanálisis, un camino posible hacia el alivio de su sufrimiento? ¿Es el psicoanálisis una vía adecuada a la satisfacción de sus necesidades?

Dice Lipovetsky (2006): “Por todas partes, aumenta la rapidez de las operaciones (…) el tiempo falta y se vuelve problemático” (p. 61); “el mercado aumenta su dictadura del corto plazo” (p. 72); “en la sociedad hipermoderna (…) el tiempo se vive de manera creciente como una preocupación fundamental” (p. 79); “nos quejamos menos de tener poco dinero o poca libertad que de tener poco tiempo” (p. 82). Todas estas observaciones hacen eco con nuestras vivencias cotidianas. El tiempo se ha vuelto un bien preciado que, casi siempre, escasea y, siempre, cuesta manejar. ¿Tiene tiempo, el sujeto hipermoderno, de hacer un psicoanálisis de varios años de duración? ¿Tiene tiempo, siquiera, de hacer una terapia psicoanalítica de varios meses?

Llámese lógica de la moda o del mercado, nuestras sociedades están insertas en una temporalidad que ya no es ni siquiera la del reloj, otrora símbolo de la regulación de la vida desde una racionalidad industrial, por oposición a aquella época en que los ciclos de luz y de sombra organizaban las actividades de la jornada. Ahora, se busca una inmediatez absoluta, casi imposible, tanto en el goce como en el rendimiento productivo. Salta a la vista que, desde esta perspectiva, hay un desencuentro entre la propuesta del psicoanálisis y las demás propuestas que recibe el Narciso de hoy, tanto de la sociedad en general (fast food, cursos intensivos de casi todo, Llame ya! y compre el último modelo de algún aparato tecnológico que, de ser especificado aquí, ya estaría caduco cuando el lector tomara contacto con este texto), como de la vasta oferta psicoterapéutica que se ha desarrollado en las últimas décadas.

Es interesante considerar, no obstante, que el problema de la duración de un tratamiento psicoanalítico no es algo nuevo. Ya en 1937, Freud (1986b) abría su trabajo “Análisis terminable e interminable” con esta observación:

La experiencia nos ha enseñado que la terapia psicoanalítica, o sea, el librar a un ser humano de sus síntomas neuróticos, de sus inhibiciones y anormalidades de carácter, es un trabajo largo [énfasis añadido]. Por eso desde el comienzo mismo se emprendieron intentos de abreviar [énfasis añadido] la duración de los análisis. Tales empeños no necesitaban ser justificados: podían invocar los móviles más razonables [énfasis añadido] y acordes al fin. Pero es probable que obrara en ellos todavía un resto de aquel impaciente menosprecio con que en un período anterior de la medicina se abordaban las neurosis [énfasis añadido], como unos resultados ociosos de daños invisibles (p. 219).

Cabe detenerse a comentar ciertos fragmentos de esta cita. En primer lugar, el psicoanálisis lleva tiempo. Ya lo había dicho el mismo Freud (1986a) claramente, dos décadas antes, al afirmar que “la falta de intelección [énfasis añadido] de los enfermos [énfasis añadido] y la insinceridad [énfasis añadido] de los médicos [énfasis añadido] se aúnan para producir esta consecuencia: hacer al análisis los más desmedidos reclamos y concederle el tiempo más breve” (p. 130). Y agregaba:

Nadie esperaría que se pudiera levantar con dos dedos una mesa pesada (…) no obstante, tan pronto como se trata de las neurosis, que por el momento no parecen todavía insertas en la trama del pensar humano [énfasis añadido], aun personas inteligentes olvidan la necesaria proporcionalidad entre tiempo, trabajo y resultado (p. 130).

La actitud de Freud oscila entre, por un lado, la comprensión y la tolerancia hacia el reclamo por un tratamiento más corto, observables también en la cita de 1937; y, por otro lado, su propio reclamo ético hacia la comunidad psicoanalítica, de sinceridad para con los pacientes a la hora de comenzar un tratamiento. Esta reivindicación ética cobra particular pertinencia en la hipermodernidad: los psicoanalistas se enfrentan al dilema de posicionarse con su saber frente a un mercado de promesas de cura inmediata con el cual no es fácil competir. Y la cuestión no se agota en optar por mantener un discurso completamente sincero acerca de lo que dura un tratamiento analítico (lo cual el propio Freud matiza, a efectos prácticos, en el mismo artículo de 1913), desatendiendo así el riesgo de que el psicoanálisis desaparezca debido al desencuentro entre oferta y demanda. Lo interesante es buscar la manera de hablar un idioma que la hipermodernidad entienda, sin perder lo esencial del psicoanálisis. Tarea, por cierto, nada fácil. Se volverá sobre esto hacia el final de este trabajo.

Otro elemento a comentar de la primera cita freudiana es relativo a la razón por la cual habría una resistencia a la larga duración de una terapia psicoanalítica. En su contexto histórico, Freud la vincula a la persistente falta de reconocimiento, en el ámbito médico, de la neurosis como enfermedad propiamente dicha, válida y, por ende, tratable desde su abordaje específico. De alguna manera, esa misma idea está presente en la segunda cita freudiana, de 1913, extendida a la población en general, al plantear que la neurosis todavía era algo muy reciente y no podía ser pensado e integrado a otros conocimientos, incluso por personas inteligentes.

Más adelante, en el artículo de 1937, Freud (1986b) apunta que uno de los mencionados intentos por abreviar la duración de los análisis es “hijo de su época” (p. 219). O sea, desde sus orígenes, el psicoanálisis tuvo que lidiar con resistencias en torno a su duración (entre otros tantos frentes). La diferencia sería que al inicio, la cuestión pasaba por la falta de legitimación de la neurosis como enfermedad mental y no como enfermedad neurológica o mera simulación histérica, lo cual descalificaba cualquier especificidad en su forma de tratamiento. En nuestra época, la dificultad estaría más vinculada a la manera en que el tiempo es vivenciado en la sociedad, cuyos miembros están sumidos en una vorágine fast que parece no permitir un punto de encuentro con el psicoanálisis.

El factor tiempo es, incuestionablemente, uno de los aspectos que más fuertemente pone en jaque al psicoanálisis en la hipermodernidad. Sin embargo, conviene no dar por terminada tan pronto esta consideración. ¿Qué hay detrás de ese rechazo a la larga duración de un proceso de cura? El libro de Lipovetsky anteriormente citado comienza con un comentario de Sébastien Charles. Allí, este destaca que el sujeto de la actualidad está movido por una “moral indolora [énfasis añadido], optativa (…) movida por emociones” (Lipovetsky, 2006, p. 40). El mismo Lipovetsky retoma esta idea más adelante, al destacar que los sujetos actuales van en busca de una “comodidad existencial” y albergan “exigencias de sensaciones agradables” (Lipovetsky, 2006, p. 96). En otras palabras, lo que ambos filósofos nos están diciendo es que, en la sociedad hipermoderna, no hay un verdadero lugar para el dolor.

Vale la pena detenerse en este punto y precisar lo que se quiere decir. No se trata de que los sujetos hipermodernos no sufran. Muy al contrario, “cuanto más libre e intensa se quiere la vida, más se recrudecen las expresiones del dolor de vivir” (Lipovetsky, 2006, p. 89). ¿Por qué sucede esto? En “Más allá del principio de placer” publicado en 1920, Freud (1984c) se detiene sobre la manera en que una situación traumática causa dolor, al provocar que un quantum exagerado de estímulos del mundo exterior irrumpa inesperadamente en el aparato psíquico, destruyendo en un punto su coraza protectora frente al ambiente, y generando así contenidos representacionales que circulan de manera no ligada, no integrada, por el interior del psiquismo. Y puntualiza:

Un sistema de elevada investidura en sí mismo es capaz de recibir nuevos aportes de energía fluyente y trasmudarlos en investidura quiescente, vale decir, “ligarlos psíquicamente”. Cuanto más alta sea su energía quiescente propia, tanto mayor será también su fuerza ligadora; y a la inversa: cuanto más baja su investidura, tanto menos capacitado estará el sistema para recibir energía afluyente, y más violentas serán las consecuencias de una perforación de la protección antiestímulo como la considerada (Freud, 1984c, p. 30).

O sea que dolor y ligadura psíquica parecen ser inversamente proporcionales. Lo que duele, lo que desordena, es el tremendo impacto y la imposibilidad de ligar psíquicamente grandes cantidades de sensaciones provenientes del mundo exterior, que permanecen dando vueltas al seno del psiquismo en calidad de intrusos. Si hay algo que caracteriza la hipermodernidad, como se viene diciendo, es la constante afluencia de estímulos, el desfile interminable de imágenes y actividades posibles con las cuales distraerse y obtener satisfacción. Paradójicamente –utilizando un término de Lipovetsky para caracterizar nuestra era– los aparatos psíquicos de estos sujetos hipermodernos hiperestimulados poseen menos “energía quiescente propia” y menos “fuerza ligadora” que los de sus antecesores modernos, tal como se observa en las últimas décadas con el surgimiento de las patologías del déficit y los trastornos narcisistas de la personalidad (Kohut, 1971). Los sujetos hipermodernos están, al mismo tiempo, más expuestos al dolor que antes, y peor equipados para lidiar con él.

Esta afirmación parece contradecir lo sostenido anteriormente en torno a la falta de un lugar para el dolor en la hipermodernidad. ¡Habría, por el contrario, más dolor que antes! Tal vez sea el momento de afinar los términos y decir que no se trata de si hay más o menos dolor en la subjetividad hipermoderna. Lo que sí se puede observar es que en nuestras sociedades no hay un espacio legítimo para sentir, y luego procesar, el dolor. Cuando duele, mejor salir corriendo. ¿Hacia dónde? ¿Sexo, drogas y rock and roll? La lista hipermoderna es un poco más larga: habría que agregar internet y shopping. En palabras de Bauman (2003), “los consumidores están corriendo detrás de sensaciones placenteras (…) pero también tratan de escapar de la angustia causada por la inseguridad” (p. 87). Las vías de escape son múltiples y variadas. El denominador común suele ser la promesa de satisfacción inmediata, la vehiculización del goce a través de sensaciones corporales intensas, pero desprovistas de sentido.

Procesar el dolor es un trabajo largo y difícil. Por lo pronto, hay que empezar por reconocerlo, por habilitarlo, por sentirlo. En una sociedad donde los analgésicos, los ansiolíticos y los antidepresivos alcanzan récords de ventas, esta premisa básica parece no cumplirse. Si el dolor y la angustia no cuentan con un lugar autorizado en el entramado psíquico, su irrupción no puede más que ser vivida como intrusiva y altamente desestructurante, y, por lo tanto, hay que escapar de ella como se pueda. Ahora bien, ¿cómo vivir una vida sin dolor ni angustia? ¿Cómo transitar por la existencia sin perder objetos y situaciones que impongan un trabajo de duelo? He aquí un mandato hipermoderno tan lógicamente imposible como el de la inmediatez absoluta mencionado anteriormente.

En “Duelo y melancolía” de 1917 y 1915, Freud (1984a) explica en qué consiste el trabajo de duelo: “El examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda la libido de sus enlaces con ese objeto” (p. 242). Se trata de una operación que implica “un gran gasto de tiempo [énfasis añadido] y de energía de investidura [énfasis añadido]” y que resulta “extraordinariamente dolorosa [énfasis añadido]” (p. 243). De acuerdo a lo dicho hasta aquí, queda claro que tiempo, energía de investidura y dolor no están en el haber de la subjetividad hipermoderna, por lo cual no sorprende, aunque sí preocupa, que en nuestras sociedades contemporáneas falten instancias para procesar el dolor.

Surge, entonces, la siguiente pregunta: ¿se puede tramitar el padecer psíquico sin sentir dolor? Si “tomar una pastilla” aspira a dar una respuesta afirmativa a tan descabellada pregunta, seguro que “hacer una terapia psicoanalítica” apunta en el sentido contrario. Sea cual sea la lectura de la obra freudiana de la que se trate, todas coinciden en que el alivio del sufrimiento pasará, inevitablemente, por una emergencia de la angustia y un trabajo de reelaboración a partir de allí. Y eso no sucede de una vez y para siempre. Es un movimiento espiralado, de ensayo y error, paso a paso, que se va desplegando en el tiempo en el marco de una relación transferencial. Dar por concluido el proceso a la primera remisión de la sintomatología es algo así como bajarse del avión justo cuando está pronto para despegar.

La instalación de la neurosis de transferencia traerá aparejada, inevitablemente, una disminución o cuasidesaparición de los síntomas: “El domeñamiento de esta nueva neurosis artificial coincide con la finiquitación de la enfermedad que se trajo a la cura, con la solución de nuestra tarea terapéutica” (Freud, 1984b, p. 404). Ahora bien, desde la subjetividad hipermoderna, una vez que el dolor se haya atenuado, que los síntomas hayan cedido, el proceso de cambio se dará por concluido. Nunca fue fácil sostener el largo trayecto desde la instalación de la neurosis de transferencia hasta la terminación del análisis. Esta tarea resulta doblemente ardua en la actualidad, cuando ella está inserta en una sociedad regida por la lógica de la eficacia, la inmediatez y la huida del dolor.

Dice Lipovetsky (2006): “En la hipermodernidad todo es si como viera la luz una nueva prioridad: la de ser perpetuamente ‘joven’” (p. 84). ¿Cómo no va a ir a contramano de la hipermodernidad el psicoanálisis, con su propuesta de alivio sintomático mediante el crecimiento y la madurez? En palabras del propio Freud (1986b): “el análisis hace que el yo madurado y fortalecido emprenda una nueva revisión de estas antiguas represiones” (p. 230). Pasar por un psicoanálisis, o por una terapia psicoanalítica, implica crecer. Y es cierto: un adulto maduro no necesita andar comprando artículos compulsivamente para paliar sus problemas de autoestima. Una sociedad psicoanalizada pondría ciertamente en entredicho a la hipermodernidad. Los discursos circulantes en los medios masivos de comunicación no incitarán jamás a los sujetos a psicoanalizarse, sino que, más bien, tenderán a expulsar del sistema esta práctica terapéutica que se presentará, fácilmente, como pasada de moda.

Ante este estado de situación, si uno alberga el deseo de insertarse en la trama social de la salud mental, ¿qué hacer? ¿Cómo posicionarse? ¿Cómo entablar un diálogo real, eficaz, con las subjetividades hipermodernas de la satisfacción instantánea? Hay, sin dudas, muchas posibilidades. ¿Cuáles incluyen al psicoanálisis? ¿Le sigue quedando, a este discurso, a esta práctica, un verdadero lugar en el nuevo mapa social? Dar respuesta a semejante pregunta es, claramente, una tarea difícil e incierta. De lo que no hay dudas es de lo siguiente: si el psicoanálisis tiene un lugar en el nuevo escenario de la hipermodernidad es desde lo alternativo: el psicoanálisis se presenta, ciertamente, como una propuesta terapéutica alternativa. En un contexto signado, como se ha visto, por la lógica de la inmediatez, la eficacia, lo efímero, lo superficial, la huida del dolor y la eterna juventud, ¿habrá alguna propuesta terapéutica, entre todas las existentes, más alternativa que la del psicoanálisis?

A fin de cuentas, el psicoanálisis, tal como lo testimonia la historia de su surgimiento y de su permanencia, es inherentemente alternativo. Surge como una alternativa al discurso médico y moralista acerca de la histeria, y luego evoluciona, a través de todo un siglo, gracias a su perenne capacidad de adaptación permanente a nuevos contextos y realidades sociohistóricas, como bien lo prueban las múltiples líneas que han aparecido y siguen apareciendo al seno de la corriente psicoanalítica. En nuestra sociedad hipermoderna, el desafío que se presenta al psicoanálisis es el de sostener su discurso a contracorriente del aluvión mediático y fast.

Conviene, en este punto, definir aquellas características que todo abordaje debería tener para seguir enmarcándose dentro del psicoanálisis. Se habló más arriba de la difícil tarea de encontrar un idioma común en el cual psicoanálisis e hipermodernidad puedan entablar un diálogo. Valga, a este respecto, hacer un pequeño alto sobre la conceptualización de Bauman acerca de lo sólido y lo líquido. El filósofo se refiere a los tiempos que corren no como hipermodernidad sino como modernidad líquida. Su metáfora gira en torno a las propiedades de los sólidos y de los líquidos: “los líquidos, a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su forma (…) no se fijan al espacio ni se atan al tiempo” (Bauman, 2003, p. 8). Y más adelante agrega: “para ellos, lo que cuenta es el flujo del tiempo más que el espacio que puedan ocupar (…) los sólidos cancelan el tiempo; para los líquidos (…) lo que importa es el tiempo” (Bauman, 2003, p. 8). Aplicando lo anterior a la evolución de la sociedad en los últimos siglos, Bauman sostiene que la modernidad fue un proyecto de disolución de ciertos sólidos que ya eran inoperantes en el sistema feudal, para reemplazarlos por nuevos sólidos de mayor eficacia, lo cual dio lugar al Estado moderno, liberal y capitalista. Sin embargo, la disolución de la solidez habría alcanzado proporciones inesperadamente fluidas, sumiéndonos actualmente en la perpetua liquidez de la falta de regulación estatal o ideológica.

Si se retoma esta metáfora para referirse al psicoanálisis, puede decirse que hay ciertos aspectos de la técnica que constituyen sus sólidos, y otros que pueden licuarse para adaptarse con más facilidad a las circunstancias. Dentro del núcleo sólido del psicoanálisis se encuentra, como roca esencial, la atención parejamente flotante, que inaugura y sostiene la escucha analítica, y que remite a su verdadera piedra fundante: el inconsciente. Cualquier abordaje psicoanalítico del padecer psíquico escuchará el decir inconsciente del sujeto que sufre y que consulta. Para completar la serie de piezas constitutivas del núcleo esencial de la práctica psicoanalítica, aparece la transferencia, lo cual constituye, no obstante, un elemento polémico.

¿Qué pasa con la transferencia en la hipermodernidad? ¿Puede hablarse de neurosis de transferencia y de su resolución cuando una intervención terapéutica dura, por ejemplo, tres meses, cosa habitual en estos días? ¿Ha habido suficiente tiempo, en ese lapso, para que se despliegue toda la fantasmática del sujeto en torno a la figura del analista? Por supuesto que no. ¿Hay que concluir, entonces, que esa intervención no se ha realizado desde el psicoanálisis?

Se dijo, al introducir la cuestión de la transferencia, que se trataba de un asunto polémico, y ahora se ve por qué. A diferencia del consenso mencionado anteriormente entre todas las corrientes psicoanalíticas, a la hora de considerar la importancia de la angustia en todo abordaje del padecer psíquico, quizás sea en torno a la conceptualización sobre la cuestión de la transferencia donde surge uno de los mayores polos de conflicto. Excede el alcance de este trabajo especificar las posturas de las diferentes corrientes psicoanalíticas en torno a esta temática. Vale resumirlas en dos grandes puntos de vista: por un lado, se encuentran quienes han flexibilizado su posición, hablando no de trabajo “de la transferencia”, sino de trabajo del material traído por el paciente “en transferencia”. Esto busca rescatar una forma de escucha de aquellos aspectos transferenciales desplegados por el consultante en el marco de consultas e intervenciones de corta duración. Por otro lado, están quienes consideran que ya no se hace psicoanálisis si no se trata la transferencia respetando los tiempos de su despliegue y llevando su trabajo hasta los límites de su agotamiento. Desde esta perspectiva, el psicoanálisis no tiene cabida en determinados ámbitos como, por ejemplo, las instituciones de asistencia en salud mental a nivel estatal, o incluso privado, donde se imponen tiempos predefinidos y breves. Volviendo sobre la metáfora de la solidez o liquidez, hay quienes incluyen el trabajo de la transferencia entre los sólidos del psicoanálisis y quienes admiten que se lo incluya entre los líquidos.

La ausencia de referencias específicas en este último punto es adrede, ya que no se busca dar voz, en este trabajo, a las diferencias existentes al seno mismo del psicoanálisis. No parecía atinado, no obstante, obviar la polémica, ya que es casi imposible proponerse enumerar las notas esenciales, los sólidos del psicoanálisis, sin hacer referencia a un concepto tan central como la transferencia. Si hay algo que esto pone de manifiesto es que encontrar la manera de poner a dialogar al psicoanálisis con la hipermodernidad no es algo que pueda hacerse de manera simple. Pero no por eso hay que recular ante el desafío. ¡Si de desafíos se trata, justamente!

De desafíos y alternativas. En la era de lo líquido y lo fast, lejos de ahogarse y desaparecer en la incomprensión y el desencuentro, el psicoanálisis puede constituirse en un novedoso archipiélago de solidez, en un conjunto de islas donde los sujetos hipermodernos puedan dejar de flotar, o de correr, por un rato, y poner pie en tierra; detenerse y pensar(se); salirse del mar de incertidumbre que navegan a diario, y en la relación con otro ser humano, construir su propia manera de estar en el mundo, y de compartirlo.

 

Referencias bibliográficas

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Kohut, H. (2001). Análisis del self. Buenos Aires: Amorrortu.

 

Lipovetsky, G. (2006). Los tiempos hipermodernos. Barcelona: Anagrama.

 

Vattimo, G. (1990). La sociedad transparente. Barcelona: Paidós Ibérica.

 

 

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