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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión impresa ISSN 0797-9789versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.32 no.1 Montevideo  2023  Epub 01-Jun-2023

https://doi.org/10.26851/rucp.32.1.4 

Artículo original

Mouffe versus Laclau. Las (dis)continuidades entre el populismo de izquierda y el populismo sin adjetivos1

Mouffe versus Laclau. The (dis)continuities between left populism and populism without adjectives

Mouffe contra Laclau. As (des)continuidades entre o populismo de esquerda e o populismo sem adjectivos

Julián González Scandizzi1 
http://orcid.org/0000-0001-8513-7863

1Universidad de la República (Uruguay) jgonzalez@cienciassociales.edu.uy


Resumen:

Tras la extendida discusión contemporánea sobre el populismo subyace el interrogante por sus posibles articulaciones con la democracia. Ciertas expresiones políticas e intelectuales de izquierda ven en el populismo un valioso recurso para la radicalización de la democracia. En esta línea, Chantal Mouffe aboga por un populismo de izquierda que se proclama en continuidad con la teoría de Ernesto Laclau. Este trabajo pone en cuestión dicha continuidad al enfatizar alguna de las importantes diferencias que existen entre ambas conceptualizaciones. Luego de reconstruir sus respectivos trayectos y preocupaciones intelectuales, se argumentará que el populismo de izquierda defendido por Mouffe abreva en una comprensión agonística de la democracia difícilmente compatible con la teoría formalista y ontológica del populismo que desarrolla Laclau.

Palabras clave: populismo; antagonismo; agonismo; democracia; izquierda

Abstract:

Contemporary discussion about populism lies the question about its possible articulations with democracy. Certain leftist political and intellectual expressions understand populism as a valuable resource for democracy radicalization. In this way, Chantal Mouffe advocates a left populism that is proclaimed in continuity with Ernesto Laclau’s theory. This paper questions this continuity by emphasizing some important differences between both conceptualizations. After reconstructing their respective paths and intellectual concerns, it will be argued that Mouffe’s left populism adopts an agonistic democracy understanding that is hardly compatible with formalist-ontological populism theory developed by Laclau.

Keywords: populism; antagonism; agonism; democracy; left

Resumo:

Na ampla discussão contemporânea sobre o populismo reside a questão de suas possíveis articulações com a democracia. Certas expressões políticas e intelectuais da esquerda entendem o populismo como um recurso valioso para a radicalização da democracia. Nessa linha, Chantal Mouffe defende um populismo de esquerda que se proclama em continuidade com a teoria de Ernesto Laclau. Este trabalho questiona essa continuidade e enfatiza algumas das diferenças importantes que existem entre ambas as conceituações. Após reconstruir suas respectivas trajetórias e preocupações intelectuais, argumentar-se-á que o populismo de esquerda defendido por Mouffe se vale de uma compreensão agonística da democracia dificilmente compatível com a teoria formalista e ontológica do populismo desenvolvida por Laclau.

Palavras-chave: populismo; antagonismo; agonismo; democracia; esquerda

1. Introducción

En las últimas décadas, los estudios sobre el populismo han inundado los debates en la teoría y la ciencia política. A los clásicos detractores de esta escurridiza categoría se suma, con idéntica productividad, una extensa gama de trabajos reivindicativos que encuentran en el populismo un elemento de radicalización de la -no menos escurridiza noción de- democracia. Entre los principales impulsores de este revival populista debe contarse la obra de Ernesto Laclau. En torno a ella, críticos y adherentes han trazado un camino de indagación sobre las vinculaciones y tensiones existentes entre populismo y democracia. Dentro de esta tendencia puede leerse el reciente llamamiento de Chantal Mouffe (2018) a construir un populismo de izquierda.

Es cierto que los desarrollos conceptuales de Mouffe han estado ligados, desde sus mismos orígenes, a la sociedad forjada con Laclau. Fruto de esa sociedad, en 1985 vio la luz Hegemonía y estrategia socialista (1987a; en adelante, Hegemonía), un trabajo destinado a convertirse en referencia ineludible del pensamiento político contemporáneo.2 No obstante, luego de aquella obra conjunta, sus respectivos trayectos intelectuales se bifurcarían. Mientras que Laclau hizo de la categoría de populismo la referencia cardinal de sus escritos posteriores, Mouffe ha mostrado un interés explícito por la indagación en el campo democrático. En contraste con el rol más bien secundario que la democracia viene a ocupar en el pensamiento laclauniano, prácticamente todo el esfuerzo intelectual de la obra mouffeana se aboca, precisamente, a la reflexión sobre esta temática desde una perspectiva agonística. Desde este ángulo, los desarrollos de Mouffe y de Laclau bien pueden concebirse como relativamente autónomos.3

El agonismo mouffeano se nutre de diversos aportes teóricos. Una de sus influencias clave es la concepción política de Carl Schmitt. Esta recuperación, sin embargo, procura evitar las connotaciones totalitarias del pensamiento schmittiano; para ello, se asienta en la construcción de un «nosotros» agonístico que, como contrapartida, excluye a un «ellos» antagónico que rechaza las reglas del juego democrático. Según esto, en el interior de la comunidad democrática sería posible configurar un espacio común capaz de «sublimar» el antagonismo y la correspondiente categoría de enemigo, permitiendo tramitar el conflicto -constitutivo e inerradicable- de un modo adversarial. Con ello, quedan delineados los contornos de un cierto orden consensual -por más conflictivo, precario y contingente que este sea- como forma de vida democrática.

No obstante, en uno de sus últimos trabajos, Mouffe (2018) plantea un cierto viraje en su propuesta precedente con consecuencias potencialmente inciertas. Dicho de un modo excesivamente esquemático: pasa desde su tradicional defensa del proyecto de una democracia radical, integrada dentro del universo agonístico, a promover un proyecto populista que, mediante la constitución de un nuevo sujeto político, permita establecer una frontera política entre el «pueblo» y la «oligarquía» como forma de recuperar y profundizar la democracia y el proyecto de izquierda (2018, p. 17).

Si bien la categoría de populismo aparecía ya en algunos de sus trabajos previos, se advierten aquí al menos dos novedades significativas. Por una parte, el populismo se ubica ahora en el centro de la escena de su proyecto teórico-político; procura con ello tomar nota de los aprendizajes que un proyecto de izquierda puede hacer de las exitosas estrategias populistas desplegadas desde hace algunas décadas por la derecha europea. Por otra parte, este giro populista se proclama como una recuperación directa de los desarrollos conceptuales de su antiguo socio intelectual. Sintomáticamente, buena parte de los trabajos críticos que abordan la reciente propuesta mouffeana lo hacen como si se tratase de una repetición exacta -o casi exacta- de la teoría populista laclauniana (Cohen, 2019; De la Torre, 2019; Chaguaceda, 2021; Rummens, 2017; Petersen y Hecker, 2022). Más aún, explícitamente Mouffe concibe su flamante populismo de izquierda como «continuación» de la teoría elaborada por Laclau. Ahora bien, ¿hasta qué punto este giro populista resulta compatible con su tradicional planteo agonista? ¿Puede haber continuidad entre el agonismo y el populismo laclauniano? ¿Estamos frente a una capitulación de aquella autonomía relativa de su pensamiento adversarial que se reconcilia ahora en una nueva asociación con el enfoque populista de Laclau?

Para abordar estas cuestiones, en el presente trabajo se proponen tres pasos argumentales. En primer término, se reconstruirá la teoría democrática mouffeana, procurando esclarecer en ella tres diferentes niveles analíticos:

  • i) el antagonismo como horizonte ontológico de lo político;

  • ii) el agonismo como inscripción óntica de la forma de vida democrática (la política), y

  • iii) los diferentes proyectos adversariales que disputan agonísticamente la hegemonía democrática.

En segundo lugar, se pasará revista a algunas de las categorías centrales del populismo laclauniano y se resaltarán las divergencias entre esa teoría y la concepción agonística mouffeana. Aquí se mostrará cómo el carácter puramente formal de la comprensión populista de Laclau y su necesidad de trazar una frontera antagónica interna a la comunidad política resultan incompatibles con el orden agonístico defendido por Mouffe. Finalmente, se abordará el giro populista de Mouffe, argumentando que este nuevo énfasis conceptual -antes que en continuidad- se plantea como una ruptura significativa respecto del modelo populista de Laclau; justamente, será esta diferenciación la que permita a Mouffe situar al populismo de izquierda dentro de los márgenes de la democracia agonística.

2. Mouffe y su impulso original: del antagonismo al agonismo4

Mouffe, en línea con los desarrollos teóricos de Hegemonía, ha perfilado un modelo de democracia que ubica al antagonismo como la categoría fundamental del pensamiento sobre lo político. En esta concepción se amalgama el andamiaje postestructuralista y posfundacional con un marco de referencia de corte schmittiano. El antagonismo, en tanto superficie ontológica a partir de la cual se constituye lo social, opera como «“experiencia” del límite de toda objetividad» (Laclau y Mouffe, 1987a, p. 142) y «muestra» el carácter precario y contingente de todo fundamento de lo social. La identificación de este límite permite, asimismo, reconocer los intentos parciales y siempre fallidos por instituir o fundar la sociedad como totalidad.

En un nivel ontológico, Mouffe concibe lo político como la dimensión de antagonismos constitutivos de las sociedades, diferenciándolo del nivel óntico de la política en tanto conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea y se desarrolla un determinado orden político (Mouffe, 2003; 2007). Reconociendo esta adscripción ontológica es posible, no obstante, distinguir varios sentidos diferentes en los que Mouffe utiliza el término antagonismo a lo largo de su obra. Benjamín Arditi (2008) nos previene sobre dicha ambigüedad:

A veces, este (antagonismo) constituye un cuasi-trascendental, esto es, una condición simultánea de posibilidad e imposibilidad de realización de la democracia (…), por lo que resulta difícil entender cómo o por qué uno podría transformar el antagonismo en agonismo sin destruir su status cuasi-trascendental. En otras ocasiones, Mouffe ve el antagonismo como un componente ontológico de la política que puede ser moderado pero no erradicado; pero ella no siempre es consistente con esto, ya que también habla del «potencial antagónico presente en las relaciones humanas» (…). Si el antagonismo puede suceder o no, entonces no es un elemento constitutivo, sino una simple posibilidad de la política. (p. 10)

Puede inferirse, entonces, que solo en determinados contextos Mouffe utiliza este concepto en su acepción ontológica. En ocasiones, esta categoría remite, en cambio, a un elemento empírico o potencial. Según esta segunda variante, el antagonismo -como todo otro componente fáctico- reviste un carácter no necesario que permite su sublimación, canalización y domesticación institucional.

De este modo, la adscripción a una ontología antagónica de lo político no inhibe a Mouffe de elaborar «una reflexión de tipo analítica» (Mouffe, 2015, p. 271), en la cual aborda una particular encarnación óntica de la política: una forma de vida agonística que, aunque contingente y precaria -como toda identidad-, destierra la frontera antagónica hacia una exterioridad que (im)posibilita su propia existencia como régimen. Con ello en mentes es que se propone «pensar tanto con como contra Schmitt» (Mouffe, 1999b, p. 6).

Según Mouffe, el gran acierto y el «desafío» que nos plantea el jurista alemán consiste en subrayar que «la identidad de una comunidad política democrática depende de la posibilidad de trazar una frontera entre “nosotros” y “ellos”», lo que supone, asimismo, asumir que «la democracia siempre implica relaciones de inclusión-exclusión» (Mouffe, 2003, pp. 59-60). Con Schmitt, Mouffe está convencida de que esta premisa no debe ser ignorada por el pensamiento democrático. No obstante, contra Schmitt, sostiene que el antagonismo solo puede ser juzgado positivamente cuando se lo incorpora al interior de la asociación política para que, en su adscripción pluralista, permita una «articulación entre liberalismo y democracia» (Mouffe, 2003, p. 71). Precisamente, es esta variante la que Mouffe (2007) explora en su propuesta agonística:

Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo. (…) El modelo adversarial (…) nos ayuda a concebir cómo puede «domesticarse» la dimensión antagónica, gracias al establecimiento de instituciones y prácticas a través de las cuales el antagonismo potencial pueda desarrollarse de modo agonista. (p. 27)

Dentro del terreno óntico de la política, esta domesticación del antagonismo implica postular ciertos límites a la relación amigo-enemigo para que esta pueda ser tramitada de una manera no destructiva. Para ello se requiere distinguir con claridad las categorías de enemigo y de adversario, de modo que, en el interior de la comunidad democrática, pueda concebirse al oponente no como a un enemigo a destruir, sino como alguien con quien compartimos un mismo universo simbólico, aun cuando nos separen diferencias potencialmente irreconciliables (Mouffe, 1999a, p. 16). En este sentido, el agonismo mouffeano puede ser entendido como un «punto intermedio entre las nociones consensualista y antagonista de la democracia. Comparte con el antagonismo que el conflicto es inerradicable de la política, y con el consensualismo la idea de ciertos valores compartidos como terreno común» (Franzé, 2017, p. 224).

En este esquema, «la categoría de enemigo no desaparece, pues sigue siendo pertinente en relación con quienes, al cuestionar las bases mismas del orden democrático, no pueden entrar en el círculo de los iguales» (Mouffe, 1999a, p. 16). Posiciones de este tipo, que cuestionan los principios democráticos, no serán aceptadas como legítimas y, por tanto, «no se les va a hacer miembros participantes del debate, de la confrontación» (Mouffe, 1996, p. 43). Así, en una comunidad agonística, el «nosotros» queda cortado a la medida de la aceptación y el respeto de las reglas y prácticas propias del orden adversarial.

Esto último supone mantener en pie el postulado schmittiano según el cual toda identidad y todo orden político se configuran a partir de una otredad, una exterioridad que ha de excluirse y que impide, por tanto, la existencia de un acuerdo universalmente inclusivo. Desde este punto parten los reparos que Mouffe exhibe frente a otras versiones teóricas del agonismo que plantean un pluralismo sin antagonismo, pues «el momento de la decisión no puede ser evitado, y esto implica el establecimiento de fronteras, la determinación de un espacio de inclusión/exclusión» (Mouffe, 2014, p. 32).

En este marco, los principios ético-políticos de la libertad e igualdad para todos operan como puntos nodales o marcas privilegiadas de sentido que demarcan y ordenan la trama del discurso democrático, constituyéndose en los rasgos definitorios de la forma de vida democrático-liberal:

Estos principios determinan un cierto tipo de ordenamiento de las relaciones que los hombres establecen entre ellos y su mundo; dan una forma específica a la sociedad democrática, modelan sus instituciones, sus prácticas, su cultura política; hacen posible la constitución de un cierto tipo de individuo, crean formas específicas de subjetividad política y construyen modos particulares de identidad. Si la igualdad y la libertad son significadores básicos para nosotros es porque hemos sido construidos como sujetos en una sociedad democrática cuyo régimen y tradición han puesto esos valores en el centro de la vida social. (Mouffe, 1999a, p. 80)

Según Mouffe, todos los adversarios abrevan, por una u otra vía, en la reivindicación de estas ideas. En torno a ellas se libra una lucha incesante tendiente a hegemonizar sus significados particulares. Precisamente, la multiplicidad de interpretaciones que pesan sobre estas nociones, así como el modo adecuado de su institucionalización y el tipo de relaciones a las que deben aplicarse, debe garantizar que su significado último o verdadero permanezca inaprehensible: «La verdadera característica de la democracia moderna es impedir esa fijación final del orden social y hacer imposible que un discurso establezca una sutura definitiva» (Mouffe, 1999a, p. 80).

Ahora bien, ¿cuán abiertos pueden estar los significados de esos principios políticos para que todavía podamos reconocer un orden político como un orden democrático? Para salir al paso de esta disyuntiva, el modelo agonístico se recuesta sobre el enfoque del segundo Wittgenstein. En efecto, su concepto de juego de lenguaje (Wittgenstein, 2004) permite comprender a las «gramáticas políticas» como «aquellos horizontes que delimitan qué resulta inteligible y, por tanto, qué puede contar como razones posibles en cualquier contexto dado» (Norval, 2007, p. 105).

Con ello, la propuesta mouffeana asume una dinámica discursiva paradójica: una regularidad que se sostiene en la dispersión de las prácticas concretas. De la mano de la lingüística wittgensteniana, sería posible rechazar toda gramática fundacional o profunda sin necesidad de rechazar las gramáticas -plurales, contingentes y fallidas- que ordenan y delimitan los diversos juegos de lenguaje. Sobre este trasfondo, puede interpretarse el doble movimiento teórico al que nos invita Mouffe: si, por un lado -en clave schmittiana-, lopolítico nos obliga a rechazar todo suelo seguro o fundamental desde el cual sostener una justificación universal del orden democrático, por el otro -en clave wittgensteniana-, es posible asumir una defensa de la política democrática, como declinación óntica específica, desde las trincheras pragmáticas e inmanentes a esa forma de vida agonística.

Finalmente, dentro de este particular orden simbólico democrático, puede desglosarse un tercer nivel analítico. En este último horizonte se ubican los proyectos adversariales con pretensiones hegemónicas que Mouffe registra, especialmente, al estudiar la realidad política europea. La identificación de este tercer plano de indagación permite distinguir entre

los principios ético-políticos de la politeia democrática liberal y sus diferentes formas hegemónicas de inscripción. Esta distinción resulta crucial para la política democrática, ya que, al develar la variedad de formaciones hegemónicas compatibles con una forma de sociedad democrática liberal, nos ayuda a visualizar la diferencia entre una transformación hegemónica y una ruptura revolucionaria. En el caso de una transición de un orden hegemónico a otro, los principios políticos se mantienen vigentes, pero son interpretados e institucionalizados de un modo diferente. Esto no ocurre en el caso de una «revolución», entendida como ruptura total con el régimen político y la adopción de nuevos principios de legitimidad. (Mouffe, 2018, pp. 66-67)

Como puede deducirse de este pasaje, al igual que lo que sucede con la categoría de antagonismo, también el uso del concepto hegemonía adquiere en Mouffe más de un sentido. Por un lado, en un nivel macro, la hegemonía constituye la estructura gramatical del agonismo. Este orden adversarial, como superficie de inscripción de la pluralidad democrática, solo puede existir como expresión de una formación hegemónica particular: el régimen democrático-liberal. No obstante, en el nivel micro de la perspectiva interna a ese orden, Mouffe se refiere a las posibilidades de transformación hegemónica que tienen lugar como resultado de la lucha entre diferentes proyectos adversariales por instituir los significados particulares de la libertad y la igualdad. Precisamente, esta diferenciación de perspectivas es lo que habilita el dinamismo conflictual microhegemónico, al interior del agonismo, sin poner en jaque la macrohegemonía de la politeia democrático-liberal.

Así, al interior del orden agonístico, los diferentes proyectos en pugna participan como sujetos adversariales legítimos que, aunque conflictivamente, conviven de un modo no antagónico. Dentro del desagregado de este último nivel analítico, la propia autora toma partido -«en tanto ciudadana»- por la democracia radical. En este sentido, Mouffe aclara aquello que, según sostiene, algunos de sus lectores no diferenciaron con suficiente atención: por un lado, la reflexión analítica sobre el agonismo y, por otro, la reivindicación de una de las alternativas adversariales particulares que coexisten dentro de este régimen. Nos permitimos citarla en extenso:

El proyecto de democracia radical dice relación con un proyecto político concreto. La lucha agonista, por su parte, consiste en la idea del enfrentamiento de varios proyectos alternativos, los que van a diferir dependiendo del tipo de interpretación que se dé a lo que yo he llamado los «principios ético-políticos»: uno puede tener de ellos una interpretación neoliberal, o socialdemócrata, o una interpretación radical democrática. En lo personal, en tanto ciudadana, me identifico por la defensa de una concepción de la democracia radical. La reflexión de la democracia agonista es una reflexión de tipo analítica. Por lo demás, no creo que haya ninguna relación directa, interna o sistemática entre la democracia agonista y el modelo radical-democrático (…). Si bien el enfoque agonista es una condición necesaria para poder pensar ese tipo de lucha, no es, sin embargo, una condición suficiente para promover una democracia radical. De hecho, conozco a conservadores de derecha que están bastante de acuerdo respecto a la importancia de tener una lucha agonista, pero ellos, evidentemente, van a proponer otro contenido político. (Mouffe, 2015, p. 271)

De este modo, el agonismo permite cobijar diversas posiciones con vocación hegemónica, que van desde el neoliberalismo a la socialdemocracia, pasando por la democracia radical, y llega hasta los populismos de derecha.5 Este listado no es exhaustivo y responde a coyunturas móviles e identidades políticas agonísticas en permanente revisión. Paradigmáticamente, en buena parte de sus trabajos, Mouffe identifica al neoliberalismo como un «otro» a vencer. No obstante, este otro no podría considerarse un enemigo, sino como un adversario. Por caso, si quienes defienden esas políticas neoliberales reverencian los principios de libertad e igualdad para todos, deberían ser reconocidos como contendientes legítimos, a pesar de interpretar esos principios de un modo contrario a como lo hacen quienes se afilian -como Mouffe- a un proyecto democrático-radical.

Sobre este trasfondo puede sostenerse que en el impulso teórico mouffeano existe una subordinación analítica entre las siguientes categorías taxonómicas:

  • i) el antagonismo, como horizonte ontológico, constitutivo e inerradicable de lo político;

  • ii) el agonismo, como fusión óntica contingente y paradójica de la política, y

  • iii) los diferentes proyectos adversariales que disputan la hegemonía democrática.

3. El populismo laclauniano versus el agonismo mouffeano

En lo que sigue, nos interesa enfatizar los contrastes entre la propuesta agonística de la democracia que acabamos de presentar y la teoría populista desarrollada por Laclau. Estos contrastes, desde luego, no deben pensarse como una oposición inconmensurable de enfoques; antes bien, en sus producciones individuales siguen operando los supuestos y lenguajes comunes que ambos desarrollaron en Hegemonía. No obstante, en lo que hace a la preocupación y adscripción democrática de sus propuestas, según sostendremos, aparecen algunas divergencias notorias; en particular, las referencias a la democracia que el propio Laclau utiliza en la formulación de su teoría populista pueden prestarse a confusiones. Consideremos, por ejemplo, el siguiente pasaje de La razón populista:

La identidad democrática es prácticamente indiferenciable de lo que hemos denominado identidad popular (…). La construcción de un pueblo es la condición sine qua non del funcionamiento democrático. Sin la producción de vacuidad, no hay pueblo, no hay populismo, pero tampoco hay democracia (…). En otras palabras: la democracia solo puede fundarse en la existencia de un sujeto democrático cuya emergencia depende de la articulación vertical entre demandas equivalenciales; un conjunto de demandas equivalenciales articuladas por un significante vacío es lo que constituye un «pueblo». Por lo tanto, la posibilidad misma de la democracia depende de la constitución de un «pueblo» democrático. (2005, pp. 213-215)

Como puede verse, según Laclau, en algún sentido, todo populismo es democrático, al tiempo que la democracia solo podría existir dentro de la lógica populista; pero solo «en algún sentido». Veamos esto en mayor detalle.

Expuesto de un modo sumario y preliminar por el propio Laclau (2005), el concepto de populismo requiere de tres dimensiones fundamentales:

  • a) la unificación de una pluralidad de demandas en una cadena equivalencial;

  • b) la constitución de una frontera interna que divide la sociedad en dos campos, y

  • c) la consolidación de la equivalencia mediante la construcción de una identidad popular como algo cualitativamente distinto que la simple suma de los lazos equivalenciales. Para ponderar las eventuales compatibilidades o incompatibilidades entre esta comprensión del populismo y la concepción agonística de la democracia, resulta útil centrarse particularmente en las dimensiones a y b.

3.1. Demandas democráticas y demandas populares

En algunos escritos post Hegemonía, Laclau continuó haciendo foco en el concepto de hegemonía como «categoría central del análisis político» (Laclau, 2001, p. 5). No obstante, posteriormente introdujo un reajuste en su estructura teórica al afirmar que la categoría de demanda debería considerarse como la unidad mínima de análisis (2005; 2009). Esta noción le permitirá ilustrar la transición de la mera petición al reclamo, exigencia o reivindicación política.

Según el autor, una necesidad social puntual o individual que apela a una instancia de poder decisorio superior, sin cuestionarla, opera dentro de una lógica diferencial. Este tipo de lógica presupone que no existe una división social constitutiva y que «toda demanda legítima puede satisfacerse de un modo administrativo, no antagónico» (Laclau, 2009, p. 56). Por su parte, a medida que las peticiones individuales se convierten en reclamos que convergen en una «frustración múltiple», se daría un pasaje desde la lógica diferencial a la lógica equivalencial. La distinción entre demanda democrática y demanda popular se registra paradigmáticamente en este pasaje:

A una demanda que, satisfecha o no, permanece aislada la denominaremos demanda democrática. A la pluralidad de demandas que a través de su articulación equivalencial constituyen una subjetividad social más amplia las denominaremos demandas populares: comienzan así, en un nivel muy incipiente, a constituir al «pueblo» como actor histórico potencial. (2005, p. 99)

Según esto, las referencias democráticas resultan elementos definitorios en la constitución de todo sujeto popular en tanto este retiene, parcialmente, los rasgos de las demandas diferenciales originales. Es en este sentido lógico-formal que en el planteo laclauniano, la constitución de un pueblo depende, efectivamente, de la cristalización de demandas democráticas. Explícitamente, Laclau (2005) nos advierte sobre lo siguiente:

Por «democrático» no entiendo, en este contexto, nada relacionado con un régimen democrático. Como se expone repetidamente en mi texto, estas demandas no están teleológicamente destinadas a ser articuladas en ninguna forma política particular. Un régimen fascista puede absorber y articular demandas democráticas tanto como un régimen liberal (…). Los únicos rasgos que retengo de la noción usual de democracia son los siguientes: a) que estas demandas son formuladas al sistema por alguien que ha sido excluido del mismo -es decir, que hay una dimensión igualitaria implícita en ellas- y b) que su propia emergencia presupone cierto tipo de exclusión o privación. (p. 158)

Dicho de otro modo, son demandas que representan una insatisfacción y que, en tanto participan de una lógica equivalencial con otras demandas de igual carácter, consiguen articularse en una identidad popular que antagoniza con el statu quo excluyente del «pueblo». Es cierto que esta dinámica igualadora resulta, en clave gramsciana, «profundamente democrática, porque implica la introducción de nuevos sujetos colectivos en la arena histórica» (Laclau, 2005, p. 212). No obstante, el calificativo «democrático» sirve solo a los efectos de enfatizar el carácter equivalencial -y, en ese sentido, igualador- de aquella demanda que se conjuga con otras, igualmente insatisfechas, dejando de ser «puntal» y «aislada» (Laclau, 2005, p. 161).

Ahora bien, al desacoplar esta categoría de la materialidad de un régimen político, el uso de la adjetivación «democrática» nada dice sobre el contenido específico o el tipo de insatisfacción diferencial que encarna tal demanda. Por el contrario, «el populismo es una categoría ontológica y no óntica -es decir, su significado no debe hallarse en ningún contenido político o ideológico que entraría en la descripción de las prácticas de cualquier grupo específico, sino en un determinado modo de articulación de esos contenidos sociales, políticos o ideológicos, cualesquiera ellos sean» (Laclau, 2009, p. 53).6

De allí que solo contingentemente algunas de estas «demandas democráticas» podrán hacer lugar, por ejemplo, a la combinación paradójica entre democracia y liberalismo que retiene la concepción agonística de Mouffe (2003). Justamente, su propuesta enfatiza esta particular articulación como constitutiva del espacio simbólico de la democracia moderna. En este punto, si bien Laclau recupera explícitamente el argumento mouffeano de La paradoja democrática, lo hipostasia hasta un punto que no puede ser admitido por el agonismo mouffeano: «Una vez que la articulación entre liberalismo y democracia es considerada como meramente contingente, (…) (se deduce que) otras articulaciones contingentes son también posibles, por lo que existen formas de democracia fuera del marco simbólico liberal» (Laclau, 2005, p. 211).7

Pues, aun cuando, en efecto, según Mouffe, la articulación entre la tradición liberal y la tradición democrática resulta contingente, la democracia agonística -en tanto régimen u orden simbólico- no podría desarrollarse por fuera de estas coordenadas definitorias. En su comprensión, la tensión existente entre liberalismo y democracia no proviene de dos principios enteramente externos el uno al otro, sino de un tipo de «superposición gestáltica» (Mouffe, 2003, p. 27). Así, la identidad de este régimen crea una relación de contaminación mutua entre estas dos tradiciones que impide que alguna de ellas pueda ser descubierta en su forma pura (González, 2018). Dicho de otro modo, en el enfoque mouffeano hay democracia agonística siempre que las tradiciones democráticas y liberales consigan solaparse en un mismo espacio simbólico común, aun cuando ese solapamiento resulte necesariamente inestable y fallido.

Así, si bien ambos autores asumen el trasfondo ontológico de indecidibilidad y contingencia en el que se constituye todo orden político, específicamente -como sostuvimos en el apartado anterior-, el proyecto agonístico mouffeano recala en una de sus múltiples y contingentes encarnaciones ónticas: la articulación paradójica entre democracia y liberalismo. Para Mouffe, es solo dentro de esa superficie que puede existir el orden agonístico que ella problematiza teóricamente y defiende políticamente.

Esto último ni siquiera se insinúa en el planteo de Laclau. Recordemos que, para él, el populismo es una categoría puramente ontológica, en tanto remite a un modo de articulación específico pero completamente independiente de los contenidos ónticos -sociales, políticos o ideológicos-que en ella se insertan. De este modo, Laclau (2005, p. 209) llega a admitir que «algunos movimientos populistas» pueden «ser totalitarios». Más aún, la noción de «demanda democrática» permanece en un plano estrictamente descriptivo y no tiene que ver con ningún «juicio normativo relativo a su legitimidad» (Laclau, 2005, p. 158). También en este punto puede advertirse el claro contraste con la ferviente vocación mouffeana por recrear la adhesión permanente al ethos democrático, es decir, «a los valores ético-políticos que constituyen sus principios de legitimidad y (…) las instituciones en que se inscriben» (Mouffe, 1999a, pp. 16-17).

En este punto, el propio Laclau advierte que el objetivo principal de la empresa teórica de Mouffe se distancia del suyo:

Su principal esfuerzo, por estar interesada fundamentalmente en la cuestión de la democracia en sociedades dominadas por un marco simbólico liberal, es proponer lo que ella denomina un modelo agonístico de democracia; pero en el proceso de su formulación, ella aclara una multiplicidad de aspectos que son relevantes para una teoría general de la democracia, ya sea liberal o no. (Laclau, 2005, p. 212)

Así, mientras que en el populismo de Laclau el marco simbólico del que emergen las demandas democráticas asume un carácter completamente accesorio, el agonismo -principal vocación intelectual mouffeana- reclama, como condición de posibilidad, esa articulación contingente entre democracia y liberalismo. Más aún, el sentido que Mouffe atribuye a la democracia agonística asume una materialidad específica contenida ya en el marco de esa paradoja; de allí que nunca podría reducirse a una lógica formal equivalencial-igualadora, al modo que Laclau concibe el aspecto «democrático» de las demandas llamadas a conformar la identidad del sujeto popular. Aun cuando en Mouffe los equilibrios entre liberalismo y democracia resultan necesariamente inestables, no puede haber nada parecido a la idea de una democracia no liberal, tal como lo aventura Laclau.

En este sentido, recuperando la noción de demanda democrática y de demanda popular, es posible sostener que el enfoque agonístico no podría admitir este segundo tipo de demandas o, al menos, no podría hacerlo en el sentido riguroso que estas adquieren en el planteo laclauniano. La caracterización que en este punto propone Arditi (2022) resulta esclarecedora:

Laclau (…) distingue entre demandas intra y antisistémicas, esto es, entre demandas que pueden ser acomodadas dentro del orden existente y demandas que representan un desafío a este. A las primeras las denomina demandas democráticas (…). Cuando estas se satisfacen, son absorbidas y posicionadas como diferencias dentro del orden institucional. (…) En contraste, las demandas populares son aquellas que permanecen insatisfechas. Estas últimas son las que interesan a Laclau, ya que son el embrión del populismo, el punto de partida de la constitución del pueblo que confrontará el statu quo. (p. 51)

Reconstruyendo la mirada mouffeana, para evaluar si las demandas pueden considerarse democráticas deberíamos analizar su contenido material y no solo su forma articulatoria. Es decir, solo serían aceptadas como legítimas aquellas demandas intrasistémicas que, por su contenido, se mantienen dentro del espacio simbólico común y que, por lo tanto, pueden coexistir de un modo no destructivo con otras demandas democráticas, igualmente legítimas, defendidas por un «otro» adversarial.

Ahora bien, ¿podría tramitarse dentro del orden agonístico la lógica equivalencial que propone Laclau8? En efecto, para este último, el pasaje de la demanda democrática a la demanda popular requiere dos condiciones simultáneas, aunque analíticamente discernibles.

Por un lado, la conformación de una cadena de demandas que, aunque siendo particulares, se presentan a sí mismas «como siendo tan solo una en un conjunto más amplio de reivindicaciones sociales» (Laclau, 2009, p. 57). Este aspecto podría admitirse sin dificultad en el enfoque agonístico, pues, para Mouffe -al igual que para Laclau-, una demanda social puede converger en una «frustración múltiple» y participar de una equivalencia que trasciende su singularidad diferencial. Esta operación estaba ya insinuada en la categoría de discurso que ambos definían en Hegemonía como «la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria», entendiendo por articulación «toda práctica que establece una relación tal entre elementos que la identidad de estos resulta modificada como resultado de esa práctica» (Laclau y Mouffe, 1987a, p. 119). Tal definición conecta con el sentido primigenio de la idea de equivalencia en tanto relación que se establece entre distintos «momentos» al interior de una cadena discursiva.9 En ella, los significados de las partes son subvertidos, sus diferencias quedan anuladas y comienzan a expresar algo idéntico que subyace en todas ellas.

La segunda condición para que la demanda democrática se convierta en demanda popular resulta mucho más difícil de aceptar para el enfoque mouffeano; a saber, la conformación de un sujeto popular. En efecto, además de la necesidad de este agrupamiento de demandas, existe un aspecto adicional que Laclau incorpora en su teoría para mostrar el pasaje desde una lógica diferencial a otra equivalencial, y la concomitante conformación de un «pueblo». Esto nos lleva a considerar la segunda dimensión de la conceptualización laclauniana del populismo, el punto b de la definición que apuntáramos al inicio de este apartado.

3.2. La constitución de la frontera interna

La atención se centra aquí en la imposibilidad de compatibilizar el requisito laclauniano de una exterioridad como frontera interna antagónica con las articulaciones admisibles dentro de la comunidad adversarial. En este punto, la distancia -y hasta eventual oposición- entre la comprensión populista y el proyecto agonístico se vuelve patente cuando se analiza la naturaleza de tal partición comunitaria que, según Laclau (2009), se requiere como condición de posibilidad para la existencia del sujeto popular:

El surgimiento de una subjetividad popular no se produce sin la creación de una frontera interna. Las equivalencias son solo tales en relación con una falta que las domina a todas, y esto requiere la identificación de la fuente de la negatividad social. De tal manera, los discursos populares equivalenciales dividen lo social en dos campos: el poder y «los de abajo». (pp. 57-58)

El esquema equivalencial laclauniano solo queda completo, entonces, a partir de la demarcación de esa otredad, definida en términos de una negatividad antagónica. Así, para que este sujeto pueda suturar su cadena equivalencial se necesita de un espacio constitutivamente fracturado donde se agrupan las demandas en torno a una falta, «una brecha que ha surgido en la continuidad armoniosa de lo social» (Laclau, 2005, p. 2013). La idea de falta conjuga aquí, además de la experiencia de una frustración múltiple por un conjunto de demandas no satisfechas que se vivencian como déficit, la experiencia de una plenitud ausente, es decir, la imposibilidad de una totalidad estructural o identitaria.

En principio, el enfoque mouffeano no se aparta demasiado de la visión de Laclau. También ella parte del supuesto de que toda identidad resulta fallida, incompleta, precaria. El concepto de antagonismo, ya en el sentido original que ambos le atribuían en Hegemonía, reafirma esta imposibilidad de cierre definitivo de toda identidad. Incluso Mouffe (1999a, p. 15; 2003, p. 29) recupera a la idea derrideana de exterior constitutivo a fin de «indicar que la condición de existencia de toda identidad es la afirmación de una diferencia, la determinación de un «otro» que le servirá de «exterior»». A partir de esta concepción relacional, ninguna identidad se corresponde con una esencia fija o inmutable, sino que su existencia depende de esa exterioridad que la subvierte, la interpela y la (im)posibilita.

Sin embargo, cuando hacemos foco en el interior de la comunidad política agonística, ese «otro» no puede ser definido ya en términos antagónicos. Por el contrario, según Mouffe, «la construcción de una voluntad colectiva requiere de un adversario» (Mouffe, 2014, p. 85). Nuevamente, la sublimación adversarial de la relación antagónica es la nota distintiva de su modelo. En contraposición, según Laclau, la constitución de un sujeto popular no queda retenido en este sentido adversarial y atemperado de la negatividad. Su idea de falta está vinculada a alguna instancia que impide la satisfacción de las demandas; esto es, la frustración múltiple debe direccionarse hacia la representación de una otredad que imposibilita la plenitud del pueblo. El contraste se vuelve evidente en tanto que:

nos enfrentamos, desde el comienzo, con una división dicotómica entre demandas sociales insatisfechas, por un lado, y un poder insensible a ellas, por el otro. Aquí comenzamos a comprender por qué la plebes se percibe a sí misma como el populus; la parte, como el todo. Como la plenitud de la comunidad es precisamente el reverso imaginario de una situación vivida como ser deficiente, aquellos responsables de esta situación no pueden ser una parte legítima de la comunidad; la brecha con ellos es insalvable. (Laclau, 2005, p. 113)

Solo a partir de esta fractura dicotómica queda configurado el sujeto popular. Y es aquí, precisamente, donde emergen las incompatibilidades con la visión agonística. Pues, en este caso, la frontera antagónica ya no mira hacia el exterior de la comunidad política -excluyendo a los sujetos no-democráticos-, como sucede en el modelo mouffeano, sino que se instala en su propio centro y hace que el grado de intensidad de esa frustrada satisfacción llegue a experimentarse como «brecha insalvable». De este modo, no queda ningún margen para adversarios legítimos que disputan sus proyectos hegemónicos dentro del mismo espacio simbólico. Con ello, el sujeto popular necesariamente desgarra el ámbito agonístico, en tanto plantea en él una frontera de enemistad radical. Esta oposición antagónica se condensará en ciertos significantes privilegiados que estructuran dicha ruptura: «el “régimen”, la “oligarquía”, los “grupos dominantes”, etcétera, para el enemigo; el “pueblo”, la “nación”, la “mayoría silenciosa”, etcétera, para los oprimidos» (Laclau, 2005, p. 114).

Vale destacar que la referencia al sujeto popular no supone una innovación absoluta de la comprensión populista de Laclau. De hecho, ya en Hegemonía aparecía una invocación similar, al definir como «posición popular de sujeto a la que se constituye sobre la base de dividir al espacio político en dos bloques antagónicos, y posición democrática de sujeto a la que es sede de un antagonismo localizado, que no divide a la sociedad en la forma indicada» (Laclau y Mouffe, 1987, p. 152). No obstante, en aquella obra, las luchas populares eran presentadas como excepcionales y no necesariamente deseables, siendo la norma la multiplicación de luchas democráticas -características de los países del capitalismo avanzado- que se caracterizan por diluir la tendencia dicotomizante propia del sujeto popular. El cambio de acento que se introduce en La razón populista no implica un ajuste en su diagnóstico empírico sobre la coyuntura de los agentes que llevan adelante tales luchas. Antes bien, y siguiendo una vez más la sugerente lectura de Arditi (2022, pp. 58-59), puede afirmarse que lo auténticamente novedoso en el argumento de Laclau respecto al sujeto popular es la «deseabilidad» de dividir la arena política en dos campos antagónicos, aspecto que se generaliza ahora como elemento constitutivo del populismo.

El sujeto popular así concebido expondrá su insatisfacción como impugnación completa del orden instituido, sus discursos y prácticas políticas. Se constituye así «la relación amigo-enemigo que vuelve incompatibles las demandas contrahegemónicas con el orden existente y obliga a refundar este para que aquellas puedan tener lugar y realizarse» (Franzé, 2017, p. 22). Si una identidad de este tipo emergiera al interior de la comunidad política agonística, pondría en entredicho todo ese espacio simbólico colectivo y, por lo tanto, el «nosotros» democrático no tendría más alternativa que antagonizarla. Desde la óptica de ese «nosotros», el sujeto popular amenazante sería desterrado del ruedo del pluralismo legítimo y admisible; se transformaría en un enemigo, en una exterioridad no democrática que, al mismo tiempo, permitiría reafirmar nuestra propia identidad agonística.

En efecto, en la comprensión mouffeana, la condición de posibilidad para que exista un pluralismo de tipo agonístico constituye, simultáneamente, la condición de imposibilidad de un pluralismo absoluto. Un pluralismo total implicaría la disolución de la identidad del «nosotros» adversarial y la consecuente desaparición del orden democrático como tal. De allí que para Mouffe (1999c, p. 175) sea importante tener siempre presente la frontera entre lo que puede tolerarse como legítimo dentro de una sociedad democrática y aquello que amenaza sus propias condiciones de existencia: «A fin de constituir una sociedad pluralista, no se puede tener un pluralismo total, ya que el pluralismo total podría significar que los enemigos del pluralismo destruyan las bases de esa sociedad».

Si, como veíamos en el apartado anterior, la teoría democrática mouffeana bosqueja una taxonomía analítica de orden decreciente entre el antagonismo, el agonismo y los proyectos hegemónicos en pugna, por su parte, la teoría de Laclau plantea una continuidad conceptual mucho más fluida entre el fundamento ontológico del antagonismo, el modo de articulación populista como lógica política y las encarnaciones ónticas específicas que de ella se derivan. En particular, la divisoria analítica entre el agonismo y el antagonismo, que en Mouffe asume la declinación de adversarios y enemigos, resulta completamente ajena a la teoría laclauniana.

4. Mouffe y su giro populista: ¿la muerte del agonismo o un populismo de adversarios?

La categoría de populismo no resulta algo completamente nuevo en las preocupaciones intelectuales de Mouffe. Por el contrario, varios escritos previos a Por un populismo de izquierda tenían por objeto analizar este fenómeno.10 En todo caso, lo verdaderamente novedoso es el rol que adquiere este concepto en su trabajo reciente.

Hasta ahora, el populismo había sido analizado fundamentalmente como el portador de un signo ideológico de derecha, dentro del contexto europeo. Su aparición resultaba un síntoma de la ausencia de una democracia auténticamente agonística y de la paulatina exclusión de «la confrontación adversarial» (Mouffe, 2007, p. 58). Abordada desde marcos racionalistas y consensualistas, la situación de posdemocracia imperante en esa coyuntura se revelaba incapaz de asumir la especificidad de lo político y hacer lugar a la inerradicabilidad del antagonismo. Esta visión pospolítica acababa ocluyendo la irrupción de alternativas políticas verdaderamente discernibles y las disputas reales entre proyectos hegemónicos rivales, así como el rol que juegan las pasiones en la formación de las identidades colectivas. En ese contexto, los movimientos populistas de derecha en Europa supieron catalizar con éxito los temores y resentimientos de la ciudadanía en torno a una nueva constitución discursiva del «pueblo».

No obstante, la manera en que se comprende la categoría y las potencialidades del populismo pareciera tomar ahora una ruta distinta. En el sentido más evidente, en su reciente trabajo, la izquierda es convocada a imitar aquella estrategia articulatoria desarrollada por la derecha. En efecto, un rasgo que acompaña toda la obra de Mouffe es su interés por aportar elementos teóricos, con vocación práctica, que permitan potenciar y consolidar un proyecto de izquierda. En otro sentido, más específico y eventualmente más rupturista, su comprensión del populismo se asume aquí en conexión directa con la perspectiva laclauniana.

Según su propio plan de acción, esta reivindicación del populismo plantea dos operaciones encadenadas: «Comenzaré por descartar el significado peyorativo que le atribuyeron los medios de comunicación masiva para descalificar a quienes se oponen al statu quo. Y continuaré el enfoque analítico desarrollado por Ernesto Laclau, que permite tratar la cuestión del populismo de modo más fructífero» (2018, p. 24; las cursivas son agregadas). Pero ¿qué implica esa «continuidad»? ¿En qué sentido su nueva concepción populista sintoniza con la de Laclau? Al proclamarse como continuadora de su antiguo socio intelectual, Mouffe abre una peligrosa ambigüedad teórica que amenaza de muerte su propuesta agonística: «Al asociar populismo y democracia en sus escritos más recientes, corre el riesgo de abandonar el potencial normativo de su enfoque anterior» (Michelsen, 2022, p. 73). Surge aquí una importante disyuntiva entre dos lecturas contrapuestas de este nuevo populismo mouffeano.

Según lo argumentado, si efectivamente este giro populista supone una recuperación fidedigna de la teoría de Laclau, Mouffe debería asumir una lógica política formal que se presenta sin solución de continuidad entre su ontología antagónica y sus articulaciones ónticas concretas. De esta forma, las demandas «democráticas» resultarían permeables a la configuración de cualquier régimen político -incluso uno no adversarial-, al tiempo que requeriría de una frontera antagónica, interna a la propia comunidad política, a fin de constituir este nuevo sujeto popular. En esta interpretación, el mundo agonista deriva sin remedio en el mar de las articulaciones contingentes.

Desde otra arista, por el contrario, el populismo de izquierda mouffeano podría leerse más bien como un reajuste estratégico dentro de su proyecto democrático radical. En esta línea, la alternativa populista debería comprenderse como una de las variantes hegemónicas en pugna que rivaliza con otros proyectos políticos dentro del mismo espacio simbólico compartido por los adversarios. En esta segunda hipótesis, la apropiación que Mouffe hace de la teoría de Laclau resultaría bastante más laxa que en la primera; llegaría, incluso, hasta contradecirla. Aquí, el agonismo vive y lucha. En lo que sigue, enfatizaremos algunos argumentos que tienden a avalar esta segunda lectura.

Mouffe reivindica la alternativa populista como una nueva forma de constituir la frontera y la identidad política de la izquierda. Según ella misma lo expresa:

El argumento central (…) es que, para poder intervenir en la crisis hegemónica, es imprescindible establecer una frontera política, y que el populismo de izquierda -entendido como estrategia discursiva de construcción de la frontera política entre «el pueblo» y «la oligarquía»- es el tipo de política requerido para recuperar y profundizar la democracia. (2018, p. 17)

Asimismo, en este trabajo Mouffe pasa revista a algunos de los elementos fundamentales del enfoque populista laclauniano. Entre ellos, incluye la «frontera política que divide a la sociedad en dos campos»: la lógica articulatoria formal, que no responde a ningún contenido ideológico o «programático específico», y su compatibilidad «con una variedad de marcos institucionales» (2018, pp. 24-25). La recuperación teórica de Laclau no va mucho más allá de estas pocas anotaciones genéricas. A pesar de la indudable inspiración laclauniana de varias de las categorías que Mouffe utiliza repetidamente en este trabajo -«demandas insatisfechas», «constitución del pueblo», «frontera política», etcétera-, son muy puntuales las ocasiones en las que refiere directamente al autor argentino.11

Por su parte, es poco explícita en el modo en que esas categorías son trasladadas a su propio desarrollo teórico, al tiempo que no menciona la existencia de elementos de la teoría populista laclauniana que su trabajo rechace o que se incorporen modificando el sentido original otorgado por Laclau. En esto se deja ver, posiblemente, la autoproclamada despreocupación mouffeana por aportar al terreno teórico de los «estudios del populismo» para asumir, en cambio, una posición de izquierda abiertamente «partisana» (2018, p. 23).

Lo que probablemente constituya el descubrimiento central de este libro es el denominado momento populista. Este sucede cuando «bajo la presión de transformaciones políticas o socioeconómicas, la multiplicación de demandas insatisfechas desestabiliza la hegemonía dominante (…) y surge la posibilidad de construcción de un nuevo sujeto de la acción colectiva -el pueblo-, capaz de reconfigurar un orden social experimentado como injusto» (2018, p. 25). Ahora bien, ¿en cuál de los tres niveles analíticos de la propuesta mouffeana que establecimos más arriba tiene lugar «la construcción de este nuevo sujeto»? En principio, podemos descartar una modificación de la base ontológica de su planteo (i). Pero entonces, ¿estamos frente a una reformulación radical del orden agonístico (ii) o, en cambio, deberíamos entender al populismo de izquierda como un proyecto político específico que, dentro de ese mismo marco simbólico, disputa adversariamente la hegemonía democrática (iii)?

Es cierto que, al igual que Laclau, Mouffe habla de la necesidad de establecer una «cadena de equivalencias» y retiene, asimismo, la necesidad de trazar una frontera política para constituir la identidad de un pueblo capaz de representar un proyecto hegemónico de izquierda. También en sintonía con Laclau, esa articulación implica una oposición entre el «pueblo» y la «oligarquía» (2018, p. 38). Aquí reside, propiamente, la novedad de su giro populista. No obstante, las diferencias en cómo se entiende la naturaleza de tal frontera resultan decisivas:

Es solo en la medida en que las diferencias democráticas se oponen a las fuerzas o discursos que las niegan a todas que estas diferencias pueden sustituirse entre sí. Es precisamente por esto que la creación de una voluntad colectiva mediante una cadena de equivalencia exige la designación de un adversario. Esto es decisivo para trazar la frontera política que separa al «nosotros» del «ellos», lo cual resulta decisivo en la constitución de un «pueblo». (Mouffe, 2018, pp. 87-88; las cursivas son agregadas)

La introducción de la figura adversarial descarta la posibilidad de que la oposición entre «pueblo» y «oligarquía» asuma una relación de tipo antagónica, es decir, no pone en duda la pertenencia al mismo espacio simbólico común. Las demandas -no solo en cuanto a su forma, sino también en cuanto a su contenido- democráticas se encadenan aquí equivalencialmente y definen una identidad popular a partir de su oposición hacia una exterioridad que la (im)posibilita. No obstante, la intensidad de esa constitución identitaria no puede ser tal que lleve a convertir al adversario en enemigo.

El correlato de esto es que no puede desplegarse la lógica equivalencial en los mismos términos que plantea Laclau, pues en el populismo mouffeano no hay lugar para que la constitución de ese pueblo -de izquierda- dicotomice la comunidad política en torno a una frontera antagónica interna. En efecto, como vimos previamente, en la versión laclauniana del populismo, este es un requisito ineludible para la emergencia del sujeto popular. Más aún, en dicha comprensión, «el destino del populismo está ligado estrictamente al destino de la frontera política: si esta última desaparece, el “pueblo” como actor histórico se desintegra» (Laclau, 2005, p. 117).

En este punto cabe enfatizar, una vez más, que el proyecto político de una democracia radical, que tradicionalmente había impulsado Mouffe, de ninguna manera propugnaba una ruptura total y revolucionaria con la democracia liberal pluralista. Por el contrario, una de las premisas de esta propuesta partisana «fue cuestionar la creencia de ciertos sectores de izquierda de que para avanzar hacia una sociedad más justa era necesario abandonar las instituciones liberales y construir una nueva politeia: una nueva comunidad política desde cero» (2018, p. 61). Tampoco ahora la redefinición de su filiación política en clave de un populismo de izquierda supone una alternativa opuesta a la democracia liberal y a sus principios políticos fundamentales: «La estrategia del populismo de izquierda no aspira a una ruptura radical con la democracia liberal pluralista ni tampoco a la creación de un orden político totalmente nuevo. Persigue, en cambio, el establecimiento de un nuevo orden hegemónico dentro del marco constitucional democrático liberal» (2018, p. 67).

Sobre esta base, es posible afirmar que esta invocación populista debe entenderse como un -nuevo- proyecto político adversarial que se inserta dentro del horizonte simbólico agonístico. Según esta lectura, la propuesta de una democracia radical queda reemplazada o aggiornada en el contexto del actual momento populista. Se evidencia que este reajuste solo afecta el tipo de «intervención política» que impulsa la autora (2018, p. 23). Con ello, nada sustantivo en la arquitectura conceptual mouffeana se ha modificado. Los tres niveles reflexivos permanecen inalterados:

  • i) el antagonismo como fundamento ontológico;

  • ii) el agonismo como superficie óntica, y

  • iii) los diferentes proyectos políticos adversariales que disputan la hegemonía democrática. En esta misma línea, es posible sostener que el giro populista de Mouffe no es más que una rectificación de su intervención partisana dentro del último de esos niveles.

5. Conclusiones

Las indeterminaciones en el uso -y abuso- de la categoría de populismo dentro del lenguaje político-disputativo cotidiano la vuelven una noción particularmente escurridiza. Su tratamiento teórico tampoco está exento de ambigüedades y sesgos. Esto último tiene un correlato decisivo a la hora de imaginar las posibles articulaciones y tensiones entre el populismo y la -no menos inasible categoría de- democracia. Muy probablemente, este tipo de ensayo especulativo resulta imposible si no avanza, previamente, en una disección analítica que permita especificar las procedencias y los sentidos específicos de los términos implicados en la conjunción.

En el intento por dar pasos en esa dirección, en este trabajo mostramos que es posible postular una adjetivación adversarial para el populismo mouffeano que lo diferencia de otras comprensiones populistas. En particular, insistimos en su apartamiento de la adscripción formalista y ontológica del populismo laclauniano. En esa línea, queda también abierta la posibilidad para pensar en un solapamiento entre este populismo de izquierda y una comprensión agonística de la democracia. En efecto, la vía agonística que retiene el planteo populista mouffeano habilita anclajes específicos de una normatividad y un entramado de prácticas e instituciones democráticas en tanto orden óntico particular. Es más: Mouffe se muestra particularmente crítica de aquellos enfoques rupturistas o refundacionales que, desde la izquierda, coquetean con alternativas diferentes a la democracia-liberal. Llamativamente, en este punto no es lo suficientemente severa con la teoría de Laclau.

Según esto, la autoproclama continuidad entre el reciente giro populista de Mouffe y la comprensión populista de Laclau debería ser matizada. Es cierto que la inflexión de su propia filiación populista carga con la historia de una sociedad intelectual que, para otras dimensiones de su programa agonístico, se mantiene inalterada. Sin embargo, antes que una renovada asociación entre su propuesta y el enfoque laclauniano, lo que existiría es más bien una recuperación instrumental e inexacta de la teoría del argentino a fin de que, sublimadas agonísticamente, sus categorías puedan acompasarse dentro de una democracia de tipo adversarial. Es precisamente esta atenuación del modelo de Laclau lo que permite que su giro populista mantenga vigente, y en toda su extensión, la identidad agonística.

La transmutación de antagonismo en agonismo tiene el efecto de limitar el carácter disruptivo del populismo al encauzarlo y domesticarlo, resguardando un espacio simbólico que, aunque conflictivo, es asumido por los adversarios como una auténtica (común)unidad. En este sentido, hay quien podría criticar en el populismo mouffeano su traición a la promesa rupturista y emancipatoria de un nuevo «orden político depurado de opresores», que, como sostiene Panizza (2008, p. 85), «trasiega» el populismo de Laclau. Ahora bien, ¿puede haber emancipación o radicalización de la democracia por fuera de ese reconocimiento recíproco de la legitimidad adversarial? Si así lo fuera, ¿dónde rastrear las coordenadas «democráticas» del proyecto populista de izquierda? El panorama bosquejado por Mouffe parece, en efecto, poner en primer plano una profesión de fe hacia la democracia en tanto régimen institucional y normativo que, a menudo, se echa en falta en otras proyecciones políticas de la izquierda populista.

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Nota: El autor es el único responsable del artículo.

1 Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el panel «Debates en teoría política contemporánea: democracia, populismo y antipolítica», en el VII Congreso Uruguayo de Ciencia Política (AUCIP, Montevideo, agosto de 2021). Agradezco, en particular, los valiosos comentarios de M.ª Cecilia Ipar, Javier Franzé, Constanza Moreira y David Sánchez Piñeiro, así como de los evaluadores anónimos propuestos por la rucp.

2Ese mismo año, a modo de ampliación y en respuesta a ciertas críticas suscitadas en torno a Hegemonía, Laclau y Mouffe publicaron en coautoría Postmarxism without Apologies (1987b). Este artículo debería agruparse también dentro de este primer período de productividad conjunta.

3Argumentos equivalentes en referencia a la posible autonomización del pensamiento de Mouffe respecto del de Laclau pueden rastrearse en Wenman (2003), Norval (2007), Jezierska (2011) y Franzé (2017).

4Este apartado recupera algunos de los argumentos esbozados en González, 2016 y 2018.

5Como sostendremos más adelante, el populismo de izquierda debería concebirse también como uno de estos proyectos hegemónicos en pugna agonística que pertenecen a este tercer peldaño analítico.

6Aboy Carlés enfatiza el requisito de la ruptura comunitaria entre «pueblo» y «bloque de poder» que se plantea en la teoría de Laclau: «Si el populismo se define como una dicotomización polarizada de la sociedad sin más, la institucionalización solo corresponderá al momento de su eclipse» (Aboy Carlés, 2010, p. 32). En simultáneo, este autor advierte críticamente sobre una cierta incapacidad del enfoque ontológico laclauniano para reflexionar sobre los «populismos realmente existentes» (p. 31).

7Resulta difícil dimensionar el alcance de esta última afirmación de Laclau. Por una parte, no ahonda en cómo sería esa democracia no-liberal que él postula. Desde otro costado, se echa en falta una argumentación que pudiera especificar en qué sentido estas otras formas de democracia serían preferibles a la liberal o, incluso, si pudieran considerarse a priori como democráticas (Arditi, 2022, p. 56).

8Una interesante discusión que, desde luego, excede los propósitos de este trabajo es si —y hasta qué punto— la especificación de la lógica equivalencial del populismo propuesta por Laclau supone una continuidad conceptual consistente con las categorías planteadas previamente en Hegemonía.

9«Llamaremos momentos a las posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elemento a toda diferencia que no se articula discursivamente» (Laclau y Mouffe, 1987a, p. 119).

10Especialmente, Mouffe, 2007(capítulo 4) y 2009.

11En Por un populismo de izquierda, hay solo tres indicaciones explícitas de los textos de Laclau: la que recién apuntamos, en la que se remite genéricamente a La razón populista; una cita extraída de Populismo: ¿qué nos dice el nombre? (2009, p. 57), vinculada a la manera en que se comprende la articulación de las demandas individuales dentro de una cadena equivalencial, y una última cita de Glimpsing the Future: A Reply (2004, p. 326) sobre la relación entre la dimensión efectiva de los afectos y la construcción discursiva de lo social (Mouffe, 2018, pp. 24-25, 87 y 100).

Nota: Este artículo fue aprobado por la editora de la revista Dra. Verónica Pérez

Recibido: 20 de Octubre de 2022; Aprobado: 17 de Marzo de 2023

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