1. Introducción
La mayoría de las mediciones sobre el «estado de la democracia» en América Latina advierten sobre sus problemas, y muchos de los textos de ciencia política producidos en las últimas décadas tratan aspectos específicos de estos problemas, como la desafección democrática, la mala evaluación que la ciudadanía hace de las instituciones políticas y la pérdida de la confianza en los partidos.1 Se advierte un eclipse de la esperanza democrática, poco advertible a los inicios de la tercera ola latinoamericana o tan siquiera a los inicios del ciclo «progresista» que tuvo lugar en la primera década del siglo xxi.2 Los temas referidos a la «crisis de la representación política» han estado en el tapete, ya sea a través de variadas impugnaciones -como las del feminismo y las de los movimientos sociales- o de reflexiones críticas sobre la institucionalidad política como tal (Luna, 2017; Malamud, 2019; Runciman, 2018; Levitsky y Ziblat, 2018).
En los inicios de la tercera ola, el tema de la democracia y sus límites concitó numerosos e importantes textos, como el de Bobbio (1996), que advierte sobre las promesas «frustradas», o el de Przeworski (2010), que lo hace con los límites de la democracia como autogobierno. Sin embargo, la alternancia política en América Latina y la década larga del ciclo de gobiernos progresistas en América Latina atizaron el debate y pusieron otros temas sobre la mesa. El tema del populismo resurgió con fuerza, pero también el de los cambios de humor del electorado, así como el de la fragilidad de las adhesiones democráticas. Estos temas también emergen en el ámbito de la política «práctica», que busca desesperadamente recuperar legitimidad a través de políticas específicas de ampliación de la democracia política (como las políticas de igualdad de género, las leyes de transparencia o el reconocimiento de derechos a «minorías» o grupos específicos). Como señala la frase con la que comienza el libro de Rosanvallon (2008),
el ideal democrático hoy no tiene rival, pero los regímenes que lo reivindican suscitan casi en todas partes fuertes críticas (…). La erosión de la confianza de los ciudadanos en sus dirigentes y en las instituciones políticas es uno de los fenómenos más estudiados por la ciencia política en los últimos años. (p. 21)
El problema a menudo -y últimamente, después de que la tercera ola de la democracia parece haber avanzado significativamente en el continente- ha sido colocado o bien en los ciudadanos -con variadas referencias a los paradigmas de la cultura política-, que no acaban de ser «plenamente democráticos» o manifiestan preferencias democráticas inconsistentes, o bien en los partidos políticos, que no satisfacen las expectativas de la ciudadanía. Teóricos connotados han hablado del «fin de la democracia» (Runciman, 2019; Malamud, 2019; Levitsky y Ziblat, 2018) y de la transformación de la democracia en oligarquías (Winters, 2011; Rancière, 2006); han cuestionado el futuro de la democracia a través del fracaso de sus promesas (Bobbio, 1999), o han tratado las búsquedas de consensos que desfiguran la identidad de partidos y candidatos (Mouffe, 2000). Ante la pregunta «¿qué democracia es esa?», plantean un escenario de debates normativos en el que se enmarcan los propósitos de este artículo.
Desde Schumpeter (1983) hasta las variadas versiones del institucionalismo, el elitismo parece haber ganado el corazón de la teoría de la democracia: la democracia tiende a asociarse fuertemente con los procedimientos para la formación de gobiernos. De hecho, las mediciones que se hacen de la democracia no superan un número limitado de variables que inicialmente referían básicamente a una dimensión procedimental para la formación de gobiernos -gobiernos electos, procedimientos de elección-, a la que se unía un catálogo más o menos extenso de libertades cívicas y poderes de control de gobierno. Como señala Rosanvallon (2008), la soberanía «negativa», en la que prima la desconfianza hacia el poder político, es la que tiende a informar estas mediciones. Últimamente se incorporan dimensiones referidas al ejercicio del gobierno, aunque esta dimensión no supera las versiones clásicas del republicanismo y la separación de poderes.3 Finalmente, las mediciones de democracia incluyen una plataforma de derechos básicos que aparece, en general, disociada de un cuestionamiento a las bases económicas y sociales que condicionan su realización, desadvirtiendo las enseñanzas de Marshall al respecto (idea, 2019; Marshall, 1967), con algunas notables excepciones.4
La frase de Michels (2008) que asegura que el único derecho que el pueblo se reserva es el privilegio de elegir periódicamente un nuevo grupo de amos, revive el dilema -irresuelto- entre soberanía y gobierno. Por otra parte, cada vez que hay manifestaciones del soberano contra el gobierno, en especial a través del ejercicio de la democracia directa, se evidencian tensiones en el seno de la teoría democrática y a menudo triunfan las antiguas aprensiones aristotélicas contra la demagogia, esa forma perversa de democracia en la que los pobres se han alzado con el poder político (y pretenden, injustamente, reclamar la igualdad social).5
Las alternativas democráticas que cuestionan el orden legal vigente o las variadas voces que reclaman una democracia participativa más allá del «control del gobierno», al igual que en la demagogia de Aristóteles -caracterizada por un gobierno de acuerdo a las preferencias de la multitud y no por un gobierno regido por la ley-, hacen surgir el debate sobre los límites del populismo como política democrática. Por consiguiente, no salimos del punto de partida: lo que creemos que es el «núcleo duro» de la democracia nos remite a un conjunto de procedimientos para formar gobierno que no superan un modo institucional de reemplazo de las élites políticas. Sin embargo, la desconfianza «popular» hacia las élites no puede simplemente interpretarse como desafección política o ignorancia. Si los partidos políticos están en cuestión -algo que mostrarían las encuestas de opinión o la volatilidad electoral (Malamud, 2019)-, pero al mismo tiempo detentan el monopolio de la representación política, tal vez debamos ampliar la pregunta: ya no sería «¿qué democracia es esa?», sino «¿de qué hablamos cuando hablamos de política?».
2. Platón y el odio a la democracia
Quien representa la versión crítica de la democracia en su formato «original» es Platón, especialmente en La república. De ella toma Aristóteles alguno de sus presupuestos, aunque es, sin duda, más benévolo -o realista- con el «gobierno de la multitud» que su maestro. En ambos pueden encontrarse las bases de la discusión sobre las desventajas de la democracia «popular» a partir del concepto de demagogia. De hecho, buena parte de esta discusión informará las discusiones sobre el populismo en nuestros días.
El origen del odio a la democracia en Platón puede ser histórico -fue una asamblea democrática la que condenó a Sócrates-, pero es esencialmente teórico. La democracia es el gobierno del «vulgo», que está básicamente definido por una carencia (la ignorancia) y por un apetito (el placer). Respecto de lo último, en su teoría de las tres almas que predominan en las clases sociales, el vulgo estaría desprovisto del alma de la razón y dominado por el alma del vientre (Platón, 1988, 580e). Esto revierte el principio cardinal de su teoría de la justicia, que supone el dominio de lo superior (la razón) sobre lo inferior (los apetitos). Respecto de lo primero, vale citar la alegoría de la caverna: la inmensa mayoría de los mortales no conocen la verdad, no «ven» -literalmente- la realidad y, en sus propias palabras, «no tienen por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados» (Platón, 1988, 515c).
El elitismo de Platón es esencialmente «epistemocrático», al decir de Rancière (2006). En su época -y quizá en todas-, el planteo de Platón tenía un carácter transgresor, puesto que cuestionaba la autoridad natural de la nobleza, supeditándola a una virtud adquirida -aunque excepcional- que era la razón. Esto tanto podía permitir una crítica de la ley en tanto reflejo de las costumbres como una crítica de la pura autoridad política contemporánea de su tiempo (al final, según él, todos los gobiernos son malos).
En La república, el alma del pueblo era aquella vinculada al trabajo manual y a la producción de los bienes de la vida; por consiguiente, la más lejana al alma racional y la más sujeta a las inconstancias de los apetitos del cuerpo. En una cita que refleja el antagonismo de Platón contra los sofistas, señala:
Que cada uno de (estos) particulares asalariados (…) (los sofistas) no enseña otra cosa sino los mismos principios que el vulgo expresa en sus reuniones, y a esto es a lo que le llaman ciencia. Es lo mismo que si el guardián de una criatura grande y poderosa se aprendiera bien sus instintos y humores, y supiera por dónde hay que acercársele y por dónde tocarlo, y cuándo está más fiero o más manso, y por qué causas y en qué ocasiones suele emitir tal o cual voz, y cuáles son, en cambio, las que le apaciguan o irritan. (Platón, 1988, 493b)
El mismo argumento que aplica a los sofistas también valdría para el demagogo, aquel que auscultando los apetitos del pueblo, lejos de enseñarle lo que «debe desear» -una ética de la restricción al servicio del buen orden-, apenas se dedica a satisfacer sus apetitos. El ideal democrático de que los gobiernos deben estar al servicio de las preferencias de los gobernados reflejaría en la teoría platónica exactamente la situación del guardián con la «gran bestia» del pueblo.
Quienes quieren alzarse con el poder del demos se parecen a los timoneles descriptos en el capítulo VI de La república, que, hartos de su capitán, «un poco sordo, otro tanto corto de vista, y con conocimientos náuticos parejos a su vista y oído» (Platón, 1988, 488a,b), le arrancan el timón -por las buenas o por las malas- y «llaman hombre de mar y buen piloto y entendido en la náutica a todo aquel que se da arte a ayudarles en tomar el mando por medio de la persuasión o la fuerza». Así, el ideal del autogobierno naufraga bajo la simple creencia de la natural ineptitud de los hombres para llevar a cabo tal empresa.
En su obra más tardía El político, Platón vuelve sobre el mismo tema, a través de la fábula del «pastor de rebaños». Un político es, en esencia, un «jefe en el ejercicio del mando». Hay pastores divinos y pastores humanos. El rey es un pastor de hombres. Por suerte, Sócrates advierte allí que a diferencia del pastor «divino» de los rebaños, los políticos de nuestros días se parecen más por su naturaleza a sus subordinados, lo que revela el carácter últimamente convencional -no natural- de la distinción entre gobernantes y gobernados.
Fiel a la diferencia de los antiguos entre fuerza y persuasión, una democracia en que se gobierne de acuerdo a la ley es lo más parecido a lo que hoy en día se llama democracia churchilliana: «el peor de los gobiernos con excepción de los demás».6 La democracia churchilliana repite acríticamente el pensamiento de los griegos: la democracia es un mal gobierno, pero preferible a los demás; la democracia se caracteriza por ser un gobierno «débil». Esta idea antigua de la democracia como gobierno «débil» puede ser encontrada en Rousseau7 y en Hobbes.8 Para Hobbes, esto la convierte en su principal defecto. Para Rousseau, es su principal virtud: los gobiernos débiles conspiran menos contra el soberano.
El argumento de Platón da inicio a una larga discusión en la teoría política sobre la debilidad intrínseca del régimen democrático:
Y en cuanto al (gobierno) de la multitud, todo es en él débil, y no es capaz de ningún gran bien ni de ningún gran mal comparativamente a los otros; porque el poder está dividido en mil partes, entre mil individuos. Y por esta razón es el peor de estos gobiernos, cuando los otros obedecen a las leyes; y el mejor cuando las violan. Cuando los otros se entregan a la licencia, entonces es mejor vivir bajo la democracia; pero si impera el orden, no es en este donde debe vivirse mejor, sino en el primero que hemos nombrado (el reinado). (El Político, xli)
La democracia, entonces, es el mejor de los gobiernos cuando los hombres son ingobernables, pero no cuando predomina la virtud cívica de la obediencia a la ley y la autorrestricción de la gratificación impuesta por la razón. Curiosamente, Rousseau se encargará de desbaratar este argumento para sostener exactamente lo contrario: la democracia solo corresponde a un «pueblo de dioses»; allí, donde hay virtud e igualdad, será posible la democracia. Cuando los hombres son corruptos, será mucho mejor un gobierno «fuerte»: la monarquía.
3. La asimetría entre electores y elegidos o el elogio de un republicanismo limitado
Mientras Platón vivía agudamente el problema de la democracia ateniense como un atropello de las multitudes insaciables y corruptas al demos, como bien lo ilustra la metáfora del capitán y los timoneles, Aristóteles estilizó una teoría de la democracia en términos que han perdurado hasta ahora. Superando la división clásica de las formas de gobierno de Heródoto, Aristóteles marca la condición social y política de la democracia que informan la teoría política hasta nuestros días. La democracia es el gobierno de los pobres -la condición social- y es un gobierno «desconcentrado» -el criterio político-; es el poder de los muchos, que al mismo tiempo son pobres, puesto que en toda sociedad hay muchos pobres y la riqueza pertenece a la minoría.
Había heredado de su maestro la idea de que en toda ciudad conviven dos ciudades enemigas: la de los ricos y la de los pobres (Platón, 1988, 423a). El conflicto de clases, de alguna manera, se presentaba en forma irreductible y moldeaba la naturaleza de la política. Pero Aristóteles creía -en formas que han llegado hasta hoy- que era posible administrar el conflicto sin suprimirlo, como también lo haría Platón en su república «bien ordenada». Se puede administrar socialmente, a través de la creación de una robusta clase media que amortigüe el conflicto entre ricos y pobres, y haga la intermediación política entre ambas. Y también se puede administrar el conflicto políticamente, a través del diseño de una forma mixta de gobierno que permita convivir instituciones democráticas (como la participación de todos en las asambleas) con instituciones oligárquicas (como el principio de selección de los mejores para los cargos más importantes). Esta administración política que permite a los pobres ser electores de una asamblea al tiempo que reserva los cargos de mayor poder a una élite y que él concibe como la república -o el mejor gobierno posible- es absolutamente compatible con las teorías contemporáneas de la democracia.
Adicionalmente, su idea de que la autoridad política emana de una relación de igualdad, superpuesta, autónoma y paralela a las relaciones de desigualdad social y económica constitutivas de las matrices sociales de su tiempo acercaba peligrosamente el concepto de política a la idea de democracia, puesto que solo en una democracia las relaciones de «igualdad política» se verificarían, o al menos, se verificarían para el mayor número posible. Pero esta democracia, para evitar su peor desviación -el gobierno demagógico-, debía preservar la igualdad política en un dominio público escindido de las desigualdades que moldeaban el mundo concreto de la realidad social. El gran peligro de la democracia, advirtió Aristóteles, en su Teoría de las revoluciones, era pretender convertir esa igualdad política tan costosamente lograda en una igualdad social forzada. El equilibrio republicano consistía, justamente, en mantener ambas esferas separadas y en convivencia.
De buen modo, Aristóteles consideraba que algo de democracia es inevitable si se quiere tener un régimen político más o menos estable, siendo la estabilidad un valor central en su teoría política. Coherente con su teoría del justo medio, la estabilidad descansaba siempre en un equilibrio entre el poder político y social de las clases. En particular, en el régimen republicano, la estabilidad requería de la cultura y el peso político de las clases medias.
Esta función «estabilizadora» de las clases medias fue central en la argumentación política de la teoría de la modernización, tal como nos la legó Lipset (1963). Los pobres guardan un poderoso resentimiento social contra la oligarquía, al tiempo que los más ricos los desprecian y temen. El resultado es la desconfianza política, que requiere inevitablemente del poder arbitrar de las clases medias. Aristóteles era consciente de que el problema de la democracia era que si los pobres ambicionaban la riqueza de los más ricos, buscarían el poder político para despojarlos de esa privilegiada condición. El problema de la oligarquía, por su parte, es que en ella los ricos quieren transformar su desigualdad social en una desigualdad absoluta, y en ese pasaje de la desigualdad social a la desigualdad política, violaríamos el principio mismo de la política. O, en palabras de Rousseau, volveríamos a recrear un mundo de amos y esclavos, de donde toda política estaría ausente.
Así, las virtudes de una sociedad de clases medias para el buen desarrollo democrático son tan antiguas como la teoría política, pero siguen siendo una excepción, puesto que la teoría política elige «no ver» los condicionamientos sociales de su realización. Una robusta clase media no solo amortiguaría los conflictos entre ricos y pobres, sino que generaría una intermediación «racional» entre los intereses de ambos. En última instancia, es en la clase media donde descansa la posibilidad de un «interés común», que, como señala Rousseau, es más o menos lo que queda de la adición y sustracción de los intereses particulares.9 La clase media es, además, la socia más leal de un statu quo del que ha extraído todo su valor, y, por consiguiente, la principal enemiga de las revoluciones. Los mejores legisladores, afirma incansablemente Aristóteles, han salido de las clases medias.
Pero el elogio de la clase media sigue siendo el elogio de una clase posible y distante, al menos en términos históricos, ya que, numéricamente, los pobres siempre serán mayoría. Y los pobres -el alma de la democracia- no pueden fundar un buen gobierno; además de su ignorancia, su escaso «logos» y su propensión a los afectos y a los bienes -las dos fuentes de individuación contrarias a la valoración de la «res pública»-, su capacidad de agregación y movilización era fuente de grandes problemas políticos. No solo son los pobres el problema, sino su capacidad de acción colectiva. Recordemos cómo Aristóteles se refiere a la especificidad de las clases y cómo defiende a los labradores10 por encima del resto de las clases sociales que dependen del trabajo, en un antecedente muy lúcido sobre las distintas capacidades de acción colectiva de los grupos sociales (Olson, 1992). El demos es integrable siempre y cuando no sea movilizable. Es el aumento de sus capacidades de acción colectiva lo que pervierte la democracia y la vuelve indeseable. En ese contexto, las clases medias, que son por naturaleza leales al régimen, son un estabilizador social necesario.
En todo caso, y lejos de un gobierno de clases medias -posible, pero improbable-, el conflicto social está a las puertas de la política y de la realización misma de la vida política, que es siempre oposición al dominio por la fuerza. Aristóteles es el primero en aceptar el conflicto social y darle a la política el rol de administrarlo. Si a los pobres se les da un lugar en la república, un lugar limitado, un lugar que les haga tener aprecio por esa forma de gobierno que los «reconoce»; si se los socializa en las artes políticas básicas como lo es la participación en las asambleas, y si se produce algún tipo de integración política a través de su convivencia en lugares políticamente determinados -un esbozo de una teoría de la integración política anterior a la representación-, quizá la democracia sea realizable bajo la forma republicana.
Aristóteles fija así en la teoría política la idea de que la democracia debe ser compatible con una ciudadanía universal de electores, como el de ser todos miembros de una asamblea. Pero la ciudadanía universal de electores no se traduce en una ciudadanía universal de elegibles ni debemos darlo por sentado. De hecho, si el concepto de sufragio universal fue admitido sin más en la ciencia política, aun cuando las mujeres no votaran, bien podemos admitir que la idea de una elegibilidad universal de la representación -más allá de la clase, la raza y el género- estaba ya fuera de la discusión.
La superación de la condición de elector hacia la condición de elegible es la precondición del pasaje de una democracia de notables -u oligárquica- hacia una democracia de masas, aun después de que el sufragio universal ha sido conquistado. La excesiva atención al sufragio nos ha privado de entender esta doble condición de la política: la de los ciudadanos como simples electores -y legitimadores de una élite proveniente de los estratos más favorecidos- y la de los titulares del poder político, posibles transformadores de la desigualdad social negada en la operación representacional de la política. Ese es el gran tema de Rancière. Aquí, en nuestra región, las grandes figuras populares de la política latinoamericana que surgen de los grupos subalternos -mujeres, indígenas, negros, trabajadores- encarnan este desafío y son habitualmente situados en el plano de los «dilemas del populismo». El dilema de la democracia -su deriva hacia la demagogia- se nos presenta hoy como el problema del populismo.
El problema de la demagogia -o del populismo- es que un líder -generalmente, venido de las filas militares, según Aristóteles- quiera gobernar con el pueblo más allá de la ley.11 ¿Y cuál sería exactamente el freno de la ley? Aristóteles y Platón crearon las bases para un ideal de ley «de la razón» -bien antes del contractualismo- que permitiera fundar una crítica del orden convencional. Pero Aristóteles se refiere, claramente, a las leyes locales. Las leyes en los estados griegos eran las que fijaban el orden de las clases sociales y la extensión del campo de lo público. Gobernar «más allá de la ley» significaba que ese demagogo pudiera cuestionar el orden legal vigente. La misma crítica que se hace a los populismos valdría entonces para las demagogias. La democracia se exhibe con su doble candado: el que se pone a la condición electiva de los pobres y el que impide modificar el orden normativo y legal. La democracia puede existir si el doble candado funciona.
Maquiavelo (1987) lo ilustra admirablemente. Aunque advierte repetidamente sobre la condición virtuosa de los pueblos en el orden republicano, esta es siempre limitada. A nivel cognitivo, la limitación se expresa por la forma en que el pueblo ostenta sabiduría para los asuntos generales, pero no para los particulares. El pueblo puede ver la verdad si alguien se la muestra, pero no puede verla por sí mismo. En esto, su parecido a Platón es remarcable. El pueblo se deja engañar con facilitad; no posee capacidades cognitivas propias, sino subsidiarias del saber experto. La cita a los sucesos acontecidos en Capua después que Aníbal derrotara a los romanos en Cannas es ilustrativa a este respecto:
Toda Italia estaba ya sublevándose, y también Capua por «el odio que existía entre el pueblo y el senado». Así que Pacuvio Calano quiso reconciliar a la plebe con la nobleza. Convocó «al pueblo en asamblea y le dijo que había llegado la hora en que se podía domar la soberbia de la nobleza (…). Pero como estaba seguro de que los ciudadanos no desearían dejar a la ciudad sin gobierno, si había de matar a los antiguos senadores, (había que) nombrar otros nuevos». Comenzó a sacar los nombres de los senadores de una bolsa, y ya al primero la asamblea comenzó a cuestionarlo gravemente. Pero cuando se les pidió «que eligieran sucesor, todos guardaron silencio; después de un tiempo, se oyó el nombre de un plebeyo, y al punto, uno comenzó a silbar, otro a reír y todos a criticarlo por una cosa o por otra, y de mismo modo todos los nombres que se sugerían eran juzgados indignos de la dignidad senatorial». (Maquiavelo, 1987, libro i, capítulo 47)
Este texto refleja la misma idea que está ya esbozada en Aristóteles: la plebe es buena eligiendo quién los gobierne, juzgándolos, fiscalizándolos, pero no son ellos mismos capaces de gobernar (los pobres «no saben mandar», sentenciaba Aristóteles (1962, libro vi)). El republicanismo de Aristóteles y Maquiavelo, y su propio ideal de gobierno mixto, se presenta como una solución al problema de la democracia «de la plebe». Resuelve el problema de los pobres, que al mismo tiempo son la multitud (los muchos), la plebe (los subalternos socialmente) y la mayoría (y en esto radica su escaso único poder). Lo hace incluyéndolos en la política, pero sin permitirles el gobierno de la política. Se les permite participar en las decisiones colectivas, incluyendo la de designar a sus gobiernos, pero no la de gobernar ellos mismos.
Sobre esta trampa nos advertirá Rousseau (1983): «Dondequiera que el pueblo se encuentra legítimamente reunido en cuerpo soberano, ceja cualquier jurisdicción del gobierno (…), pues donde se encuentra el representado no existe más el representante» (libro iii). Y más adelante: «Todos los gobiernos del mundo, una vez revestidos de la fuerza pública, más tarde o más temprano usurpan la autoridad soberana» (libro iii).
4. El miedo a las pasiones de las masas
Sin duda, hay determinantes históricos que hacen al elitismo de todos estos planteos. Como advirtiera John Stuart Mill (2014), las condiciones de una ciudadanía «ilustrada» no eran pasibles de ser mínimamente realizables en poblaciones carentes de educación y sin ejercicio alguno de la política. Pero luego de que la sociedad de masas alcanza niveles de alfabetización universales y el acceso a la información política se amplía significativamente a través de los medios de comunicación y de la revolución en las telecomunicaciones, las limitaciones intelectuales del «hombre común» -ni hablemos de la mujer- ya no podían ser más la base de los argumentos contra la participación política directa del demos en «todos» los asuntos, siempre y cuando tomemos en cuenta los problemas de la escala.12
Ya en los albores del siglo xx, la incapacidad «técnica» y «psicológica» de las masas, como la llamaba Michels (2008), fue un argumento utilizado cuando este problema comenzó a vislumbrarse. Laclau (2005) despliega en su capítulo sobre «La denigración de las masas» la arquitectura de los argumentos del elitismo contra el famoso postulado del gobierno del pueblo. Comienza con el señalamiento de Gustave Le Bon: «Las multitudes son como la esfinge de la antigua fábula: debemos llegar a una solución de los problemas planteados por su psicología o resignarnos a ser devorados por ella» (cit. por Laclau, 2005, p. 37). La analogía con Platón y el manejo de «la bestia» es notable. A partir de allí, la «psicología de masas» toma cuenta del debate. Las masas son, además, la precondición del totalitarismo, de acuerdo a la interpretación que hace Arendt (1999). Surgen precisamente como respuesta a la crisis de la sociedad de clases y surgen contra las clases; aquellas «pequeñas patrias» de las que hablaba Aristóteles, que generan culturas propias y fomentan los partidos políticos.
Nadie es tan elocuente como Taine (cit. por Laclau, 2005) describiendo los horrores de la revuelta producida por una hambruna en la Francia insurreccional:
El hombre baja rápidamente la pendiente de la deshonestidad; alguien que es medianamente honesto y que de manera inadvertida o a pesar de sí mismo participa en un disturbio repite la acción, atraído por la impunidad o por la ganancia (…). En toda insurrección importante, hallamos los mismos actores. (p. 49)
La irracionalidad de las masas, su emocionalidad, la imposibilidad de un sentido moral autónomo, su necesidad afectiva de identificación con el líder parecen engrosar una lista de atributos análogos a las tipificaciones de la identidad femenina en los debates sobre la universalización del sufragio. De lo que se trata es de atribuirles una minoridad intrínseca, insuperable; un estadio de infantilismo prolongado que les impida vivir sin tutela. La necesidad de tutela de las masas -y de las mujeres, los esclavos o los niños- revierte discursivamente en un argumento sobre razón y política.
La subordinación de la moral individual -recordemos que el principio de autonomía moral funda la posibilidad misma de la política- a la subjetividad de la multitud, donde el sentido de la responsabilidad se licúa y los sentimientos de identidad responden más a los afectos que a la razón, ilustra el problema de la incapacidad de autogobierno del pueblo. Los postulados de «psicología social» son necesarios para justificar la necesaria tutela de esa eterna criatura desprovista de razón, de política, de logos. Las masas necesitan ser tuteladas. No olvidemos, nos advierte Arendt, que el totalitarismo es hijo de la sociedad de masas.
El texto de Tocqueville (1969) entraña esta misma desconfianza hacia las masas, producto de un nostálgico de «las pequeñas patrias» de la clase. La igualdad democrática, dice Tocqueville, que se expresa en la desconfianza hacia las jerarquías y en la ilimitada confianza en la razón humana, se traduce al final en una confianza irreflexiva en la opinión pública que todo lo domina. La gente necesita creencias simples, fáciles de ser adoptadas. Pero también advierte Tocqueville que la opinión pública solo crea una igualdad ilusoria y predispone al conflicto de clases.
Y es eso lo que preocupa, el eterno convidado de piedra de la teoría política: el conflicto de clases. Aunque nadie hable de él, allí está, desde el principio de los tiempos. En toda polis, hay dos enemigos: los ricos y los pobres. Tocqueville creyó encontrar en la democracia norteamericana un poderoso antídoto contra la revolución. En sus palabras: «Cualesquiera que sean los progresos de la igualdad, se formará siempre un gran número de pequeñas asociaciones privadas en medio de la gran sociedad política (aunque ninguna de ellas se parecerá a la clase superior que dirige a las aristocracias)» (Tocqueville, 1969, libro ii, segunda parte, capítulo primero).
La igualdad, nos dice Tocqueville (1969), tendrá siempre preferencia sobre la libertad; y la igualdad es potencialmente más revolucionaria que la libertad. Siempre sabemos de qué hablamos cuando hablamos de igualdad: hablamos de la igualdad de «condición», de condiciones económicas y sociales:
Los nacidos de la igualdad aman la igualdad más que la libertad (…). Un pueblo acostumbrado a la igualdad difícilmente toleraría diferencias, pero la libertad rápidamente podría serle arrebatada, puesto que los bienes que la libertad produce no son fáciles de discernir; los de la igualdad se sienten todos los días. (libro ii, segunda parte, capítulo primero)
El horror de la revolución está allí, bosquejado al comienzo del libro, donde Tocqueville advierte que lo ha escrito bajo una especie de «terror religioso» al vislumbrar la revolución irresistible que avanza a pesar de todos los obstáculos. Y esta revolución es la revolución de la igualdad.
Tocqueville sintetiza admirablemente lo que constituirá una preocupación central en Bobbio: ¿cuánta aspiración a la igualdad es compatible con la libertad? Si bien la libertad no es patrimonio de nadie -y por lo tanto, puede ser un valor consensual de la política-, la igualdad dista de concitar consensos, pese a que es la piedra angular de cualquier teoría de la justicia. Además, puede ser potencialmente incompatible con la libertad si efectivamente los hombres, como señala Tocqueville, pueden considerarla un bien menor y subsidiario de su principal bien político: la igualdad (por eso, Rawls (1990) se encarga de fundar la preferencia por la libertad, en la base de toda su teoría de justicia).
La preocupación por la igualdad está en el corazón de la teoría democrática y se vincula, a través de los elitistas, con una preocupación por la «condición social» de los gobernantes; una preocupación que trasciende el ámbito teórico y se inscribe en el mundo de la praxis y en los procesos políticos concretos. Cuando se logra reunir lo que antes había sido separado (la igualdad social y la igualdad política); cuando se logra reconciliar lo que había sido conceptualmente dividido (so pretexto de hacer posible la igualdad política sin desencadenar procesos revolucionarios que reviertan las jerarquías sociales constituidas); cuando se logra superar la ilusión de pensar a la igualdad política coexistiendo con las enormes desigualdades sociales y económicas en el mismo paquete conceptual de la democracia, la pregunta por la igualdad se vuelve crucial. Y la democracia y la igualdad reclaman su herencia revolucionaria, diría Rancière.
5. Rancière: elogio del gobierno de «no importa quién»
Rancière (2006) nos advierte que el odio a la democracia es tan antiguo como la propia teoría política, y expresa la ruina de todo orden legítimo ejercido por quienes estaban calificados para hacerlo -dado su origen social o sus notorias competencias- y su reemplazo por el gobierno de la multitud. Recuerda la clasificación de la democracia en la antigua teoría de las formas de gobierno como un mal gobierno, y el principio «remedial» que guía toda política de «los muchos», sea a través de políticos-médicos como en Platón o de complejos dispositivos que, como en Aristóteles, buscan introducir equilibrio en el (des)orden social. Citando a Platón, nos advierte que el mayor crimen democrático fue la idea de una organización de la comunidad humana sin lazo alguno con Dios, con el Padre, con una autoridad «externa», fuente de toda legitimidad. Así, la política se define en la ruptura con el modelo del pastor que alimenta a su rebaño.
La virtud del pastor o del médico reside en su saber experto, que se opone tanto al apetito del tirano como al saber «común» de los seres humanos. Para Platón, la ley democrática es el capricho del pueblo, con sus variaciones de ánimos y apetitos, e indiferente al «buen orden». El gobierno de la democracia no reconoce diferencias entre mujeres y hombres, entre padres e hijos, entre amos y esclavos, entre sabios e ignorantes. La democracia invierte la relación del gobernante y el gobernado (y todas las relaciones). La democracia es lo contrario del «gobierno ordenado».
También el autor recuerda la crítica del marxismo al orden liberal. La democracia formal es aparente, ya que sus leyes e instituciones son instrumentos para preservar el poder de la burguesía. La crítica contemporánea a la democracia -y al «populismo»- no es en verdad un reclamo por la democracia real, sino un intento de ponerle límites a los abusos de un gobierno «mayoritario» ejercido por la voluntad general de «las masas».
El círculo argumental se cierra. La democracia no es el gobierno del pueblo por sí mismo, sino el desorden de las pasiones de las masas. Se debe poder controlar el «desorden democrático» a través de las instituciones. Las teorías de la «ingobernabilidad», tan en boga en los años ochenta, denunciaban el aumento irresistible de las demandas de las masas insatisfechas, que hacen presión sobre los gobiernos, en tanto estos no pueden satisfacerlas, dados los restringidos márgenes de maniobra de que disponen. En el nudo conceptual de la ingobernabilidad, la limitación del gobierno no es problematizada; antes bien, se ve como algo dado. Frente a esto, debe hacerse prevalecer la autoridad de los poderes públicos, el saber de los expertos, restringir el activismo de las masas y fomentar una cultura política de la restricción, como recomienda el ideal platónico.
Rancière sostiene que la democracia porta una herencia revolucionaria que pretende ser negada, y la herencia de la revolución francesa está allí para ser mostrada. Y esta operación siempre estará justificada en el «terror revolucionario», que solo puede terminar en despotismo (estalinismo, nazismo). La pregunta es, entonces: ¿cómo construir una democracia liberal y pragmática liberada de los fantasmas revolucionarios del cuerpo colectivo?
Pero esa construcción es la negación misma de «lo político»; porque la idea de la democracia y la idea de la política están inextricablemente unidas. La política comienza, en palabras de Rancière -y de Aristóteles-, cuando el principio del gobierno se separa de cualquier mérito (el amo, el padre, el sabio). La política democrática que define una igualdad política que se sobrepone a la desigualdad social y puede desafiarla es para Rancière «escandalosa»; es una ruptura con el orden de la filiación: ni gerontocracia, ni tecnocracia, ni epistemocracia. El lugar de la política es precisamente este: cuando el gobierno no está basado en la preminencia de un principio social de los que gobiernan y quienes gobiernan no tienen más título para gobernar que para ser gobernados.
Así, el poder del pueblo ya no se define, en palabras Rancière, por el poder de una mayoría ni el mérito del representante: es el poder de no importa quién, la indiferencia de las capacidades para ocupar las posiciones de gobierno y gobernado. Esto nos lleva a la superación de la dicotomía entre elegir y ser elegido. Superar el problema de la representación es el dilema que tanto Rancière como Rousseau denuncian como «usurpación».
Rancière nos advierte que la representación no se ha inventado para sortear un problema «instrumental» -el tamaño de la población o el problema de la escala-, sino que es una forma oligárquica de representación de minorías que tienen título para ocuparse de los asuntos comunes. La elección es la expresión de un consentimiento que un poder superior demanda y es opuesta a la democracia, puesto que esta ya no se identifica jamás con una forma jurídico-política: el poder del pueblo está más acá y más allá de esas formas.
La democracia adquiere, finalmente, la forma de la política y se identifica con ella. Es el ensanchamiento de la esfera pública y la desprivatización de las interacciones humanas en el campo de los intereses y las pasiones. «Los males que sufren nuestras democracias son los males de la oligarquía, dice Raniere; no son males de la democracia» (Rancière, 2006).
La pregunta «¿qué democracia es esta?» vuelve a estar sobre el tapete. Si no nos resignamos a mantener eternamente suspendida la brecha entre electores y elegidos, y reivindicamos el gobierno «de cualquiera» como un derecho sagrado de convivencia democrática; si reintroducimos en la teoría democrática la reivindicación de la igualdad «de condición» como exigencia inseparable de la igualdad política; si continuamos tozudamente advirtiendo sobre los problemas de la «delegación» que entrañan las reglas que disponen el monopolio de la representación política, daremos al menos un poco de vitalidad a este debate. En palabras de Rancière, si los movimientos obreros y feministas denuncian la mentira de la representación y existe desafección y rechazo hacia la política, lo que está mal no es «la gente» cuando formula esta pregunta. Debemos registrar lo que «se dice» en este descontento y retornar a un debate ya no solo sobre la democracia, sino sobre los límites de la política. Porque la democracia, tal como ha sido definida, está inextricablemente unida a la existencia de la política misma en tanto tal.
6. A modo de síntesis
Las variadas críticas que se hacen al funcionamiento democrático, y en especial, el profuso material que se ha producido tanto en el campo teórico como en el debate propiamente público acerca de los límites de la democracia, los déficits de legitimidad de las instituciones políticas y las diversas formas de desafección política, abonan el campo de debates normativos en los que se inserta esta reflexión. El artículo explora el rechazo a la democracia como forma de gobierno «del pueblo» desde la teoría política clásica hasta la teoría política moderna, y cómo ese rechazo ha resultado en versiones más o menos elitistas y en versiones institucionalistas donde la democracia tiende a asociarse más con procedimientos para la formación de gobiernos o para el control de los mismos que con la participación efectiva en la construcción de un «buen gobierno».
El artículo parte de la afirmación de Rancière sobre el carácter «oligárquico» de nuestras democracias y despliega un análisis que inicia por la «epistemocracia» de Platón, atraviesa las teorías republicanas de los gobiernos «mixtos» en Aristóteles y Maquiavelo, y finaliza con las sombrías reflexiones de Tocqueville sobre las preferencias de las multitudes por la igualdad y el carácter revolucionario de sus luchas.
Las críticas al gobierno de la «multitud» y a la incapacidad técnica de las masas para el autogobierno, así como la defensa de ideales «mixtos» de ciudadanías expandidas o restringidas en función de las responsabilidades políticas del demos, va mucho más allá de las cuestiones de escala que hacen a los temas de la representatividad y son hoy de recibo en los debates sobre el populismo. Si en los orígenes mismos de la teoría de las formas de gobierno la desconfianza hacia una democracia «popular» fue de recibo, cabe consignar que las versiones institucionalistas más afinadas, o la idea de una ciudadanía activa en el «control del gobierno» ejerciendo una soberanía más negativa que positiva, reflejan esta desconfianza original.
Lo que subyace a este criticismo es la vieja ecuación entre igualdad política y desigualdad económica, la reivindicación o no de la herencia «revolucionaria» o «regulacionista» de la democracia, y su capacidad de administrar un conflicto en claves de estabilidad política. La democracia como gobierno «débil» en Hobbes y Rousseau se contrapone a otras visiones sobre la democracia como gobierno «fuerte» que a menudo advierten sobre el carácter demagógico y antipluralista del gobierno «de cualquiera», en términos de Rancière. En la América Latina «plebeya», esta discusión es de recibo; pero lo es más allá de nosotros: si el lugar de la política está determinado precisamente por los límites de la democracia, los problemas de la democracia son los problemas de la política misma.