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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión impresa ISSN 0797-9789versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.27 no.1 Montevideo jun. 2018

https://doi.org/10.26851/rucp.27.4 

Articulo original

La institucionalización de la democracia pluralista y los entes autónomos en la Constitución de 1918

The Institutionalization of Pluralism and the Autonomous Agencies in the Constitution of 2018

Jorge Lanzaro1 

1Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República. Correo electrónico: jorge.lanzaro@gmail.com


Resumen:

La Constitución de 1918 es una pieza fundacional la democracia pluralista de Uruguay, porque consagra reglas básicas de la civilización política nacional y porque emana de un pacto que consolida el protagonismo de los partidos y procura una “paz permanente”. El artículo 100 de aquella carta magna estableció un principio de autonomía para los servicios económicos y sociales del Estado que se restringe en las Constituciones de 1934 y 1967, pero mantiene vigencia y dibuja un modelo distintivo de gestión pública: anudando una pauta de especialización con una premisa pluralista, que modera la concentración de facultades en el Poder Ejecutivo. Cien años después, el gobierno central cuenta con recursos de poder reforzados, pero debe hacerlos valer a través de los filtros de la “descentralización autonómica” y de la política de partidos.

Palabras clave: Uruguay; Constitución de 1918; Democracia pluralista; Entes autónomos

Summary:

The Constitution of 1918 is a founding piece of Uruguay’s pluralist democracy, because it established the basic rules of the national political civilization and also because it emerged from a pact that consolidated the prominence of parties and sought a “permanent peace”. The article 100 of thatcarta magnaestablished a principle of autonomy for the economic and social services of the State. This autonomy was restricted in the Constitutions of 1934 and 1967, but still remains in force and draws a distinctive model of public management, linking a pattern of specialization with a pluralist premise, which moderates the concentration of powers in the Executive branch. One hundred years later, the central government has reinforced its power resources. Nevertheless, it must assert them through the filters of “autonomous decentralization” and party politics.

Key words: Uruguay; Constitution of 1918; Pluralist democracy; Autonomous agencies

1. Introducción

La democracia uruguaya ha sido históricamente una democracia de partidos, competitiva y pluralista, en virtud de las estructuras institucionales y de la dinámica política, fundada en un sistema de partidos de institucionalización temprana y persistente1.

El pluralismo se define por el grado de concentración y distribución de la autoridad pública según los diseños institucionales y la configuración del sistema de partidos, su consistencia y su competitividad; sobre todo con respecto a tres dimensiones gubernamentales estratégicas: a) relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Parlamento, b) organización del propio Poder Ejecutivo y de la Administración Pública, c) estructura regional de autoridad (Lanzaro, 2004, 2012b).

La Constitución de 1918, cuyo centenario celebramos, es una pieza fundacional de esta democracia pluralista. Lo es por el complejo normativo que promulga y lo es por el proceso que conduce a su sanción. En efecto, la Carta de 1918 contiene una serie de reglas fundamentales que experimentaron modificaciones importantes por obra de las constituciones sucesivas y al influjo de los cambios en el sistema de partidos, pero han tenido una proyección duradera y consagran principios básicos de nuestra civilización política.

El carácter fundacional y esa proyección de la Carta de 1918 provienen, asimismo, del proceso político del cual resulta. Se trata de una constitución pactada, producto de un acuerdo entre sectores del Partido Colorado y del Partido Nacional, que tiene un anclaje histórico consistente, puesto que corona la cadena de compromisos partidarios y la serie densa de normas legislativas que, desde mediados del siglo XIX, fueron labrando la construcción del Estado y abrieron, poco a poco, por franjas, los surcos de la democracia pluralista (Pérez y Castellanos, 1980; Lanzaro, 2004)2.

Este trabajo concibe la Constitución de 1918 como un paso fundamental en la institucionalización de la democracia pluralista y en concreto, se propone analizar la estructura del Estado que deriva del principio de autonomía y descentralización de los servicios públicos, establecido por el artículo 100 de aquella carta. En el régimen de 1918, dicha norma se combinaba con el Poder Ejecutivo “bicéfalo”, en el cual el Presidente de la República compartía facultades con el primer órgano colegiado de nuestra historia constitucional: el Consejo Nacional de Administración, en cuya esfera de competencia entraban los entes a los que la misma constitución asignaba autonomía. El Consejo Nacional de Administración sólo duró hasta el golpe de estado de 1933, pero el principio autonómico establecido por el artículo 100 ha tenido larga vida, aunque experimenta cambios y se ve limitado por las constituciones de 1934 y 1967. Gracias a la pauta perdurable que consagró esta norma, la estatalidad uruguaya pudo consolidarse y se expandió tempranamente, a través de una estructura singular. El Estado “ampliado”, más allá de sus cometidos “esenciales”, pasó en algunas áreas por el modelo ministerial, con organismos sujetos a la jerarquía directa del Poder Ejecutivo, pero experimentó su mayor desarrollo mediante el modelo de entes autónomos y servicios descentralizados.

La “descentralización autonómica” (Sayagués Laso, 2002, p. 246) es un componente sustancial del Estado y de la estructura política en el Uruguay, en un esquema que no está exento de contradicciones, ya que tiene efectos democráticos y pluralistas pero, a la vez, no deja de plantear desafíos -eventualmente problemáticos-para la implementación de políticas acordes con las preferencias de los gobiernos, en una trayectoria en la que no faltan las tensiones y los conflictos de competencia entre el poder central y las entidades descentralizadas.

Nuestro artículo se compone de las siguientes secciones: (i) proceso político que abona la institucionalización de la democracia pluralista en el Uruguay, coronado por la Constitución de 1918; (ii) modelo de “descentralización autonómica”; (iii) antecedentes relevantes, sin entrar en detalles de la siembra de la autonomía, que arranca en el siglo XIX; (iv) regulación de la autonomía, con los estatutos impuestos por las constituciones de 1934 y de 1967.

2. La ruta competitiva hacia la democracia pluralista

La competencia efectiva y el balance de poderes son los factores más relevantes en los procesos de fundación de estructuras democráticas pluralistas. Valen a este respecto las enseñanzas señeras de Robert Dahl (1971, p. 36) quien, en su tipología de las transiciones políticas originarias, concluye que la ruta competitiva (“the way of competitive oligarchy”) es la más propicia para el establecimiento de un régimen de poliarquía duradero. Barrington Moore (1966) abonó esa tesis en su estudio sobre la génesis de la democracia occidental, haciendo hincapié en el equilibrio de poderes que caracteriza al caso inglés: entre la monarquía, la aristocracia rural y la burguesía urbana3.

En este sentido, Uruguay es un caso ejemplar. Desde los inicios de la formación nacional, los partidos tradicionales mantuvieron una relación de fuerzas relativamente balanceada, alineada en el clivaje centro-periferia, en disputa en torno al poder incipiente del Estado, cuya construcción progresa dificultosamente en la segunda mitad del siglo XIX, en un régimen mayoritario, falto de garantías y excluyente, desafiado una y otra vez por las guerras civiles4. La secuela antagónica no dejó, sin embargo, saldos netos de ganadores y perdedores. Las batallas resultaron en victorias militares, pero no acarrearon el exterminio o la sumisión del bando derrotado. En virtud de ello -desde la Paz de Abril de 1872 y pasando por el Pacto de la Cruz en 1897-, los episodios de guerra civil desembocaron en una cadena de compromisos que fueron reformulando la institucionalidad pública -al margen de la Constitución de 1830- para albergar a los representantes de los dos partidos5.

El Estado sólo llegó a consolidarse como centro político monopólico cuando se configuró efectivamente como una estructura plural, con una pauta “madisoniana” que acotó la “tiranía de la mayoría” y abrió espacios para las minorías, dando paso a una democracia de tipo consociational (Lijphart, 1984), basada directamente en partidos políticos catch-all y no en clivajes sociales (Lanzaro, 2004). Esto ocurrió, paso a paso, gracias a los acuerdos interpartidarios evocados, mediante dos arreglos combinados, polémicos e inestables (Pérez, 1988; Buquet y Castellanos, 1995): a) la ampliación progresiva del número de bancas y de la representación en la sede parlamentaria; b) conjugada con la coparticipación en las estructuras del Estado.

Sin embargo, habría que llegar al alumbramiento de la Constitución de 1918 para sentar bases más firmes de institucionalización del conflicto y lograr que la competencia electoral fuera el mecanismo regio de asignación de autoridad (“the only game in town”)6.

La primera edición constitucional del siglo XX es un digesto de fuerte porte inaugural que opera, a la vez, en clave de continuidad en relación a los trayectos de las décadas precedentes, y se inscribe en una transición muy trabajosa en la cual los partidos tuvieron, una vez más, el papel protagónico, participando activamente en el proceso de institucionalización de la democracia pluralista. En esta coyuntura crítica fundacional se registran, a su vez, tres movimientos concurrentes:

a) Desarrollo del Estado: en primer lugar, respecto a los atributos “esenciales” de la estatalidad, cuya consolidación se había demorado; en segundo lugar, merced a los avances en las funciones económicas y sociales del Estado ampliado (“positivo”), que en Uruguay fueron tempranos, paralelos a la evolución que experimentaron los países capitalistas centrales, hacia fines del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX.

b) Democratización “fundamental” (Mannheim, 1940), gracias a la primera incorporación popular, que enlaza la ciudadanía política con la ciudadanía social mediante cierta contemporaneidad entre el sufragio universal y el reconocimiento de derechos sociales. La incorporación de los sectores populares y las capas medias no supuso, sin embargo, el “escape” de las clases altas, las cuales se integraron al sistema a través de los partidos tradicionales y de sus organizaciones gremiales.

c) Este pasaje de la política de élites a la política de masas es impulsado por blancos y colorados, en clave competitiva, al influjo de un proceso marcado por los cambios en ambos partidos y el afianzamiento del sistema que componen.

Los partidos experimentaron en este ciclo una transición en la transición, que implicó cambios en su tipología y en su organización -a nivel directivo y de base, con el activismo de las convenciones y los clubes políticos-, en los linkages con sus adherentes y la ciudadanía, en el sistema de comunicaciones, la prensa popular y de partido, los actos públicos masivos y la “nacionalización” en Montevideo y el interior. En fin, en la estructura de liderazgos, con una nueva generación de dirigentes profesionales, nuevas carreras políticas y trámites de candidaturas más abiertos.

Al compás de la competencia entre ellos, y de las rivalidades internas, en un juego especular de incentivos cruzados, los conjuntos tradicionales se convirtieron en partidos “modernos” y acentuaron sus perfiles programáticos en contrapuntos “progresistas” y “conservadores”, recrearon sus identidades y ambos ampliaron su condición policlasista catch-all7, para encuadrar la política de masas -con nuevos tipos de movilización y de organización ciudadana, impulsando la participación electoral y el estreno de reglas en la materia- en el camino de la conflictiva producción del orden democrático. Los avances en la institucionalización de la democracia pluralista -que es producto de los partidos- vendrán acompañados de progresos en la institucionalización, no sólo de los partidos, uno a uno, sino del sistema de partidos que componen8.

Hay, pues, en el Uruguay una secuencia histórica que tiene proyecciones a largo plazo: la consolidación del sistema de partidos, la apertura de la participación política y la democratización, son procesos paralelos y condicionantes del desarrollo del Estado y la formación de sus burocracias civiles, con una pauta de prelación de los poderes políticos respecto a la administración y a los cuadros de la función pública9.

3. La gestación del pacto constituyente de 1917

La Paz de Aceguá, que siguió a la derrota de la revolución de Aparicio Saravia en 1904, incluía el compromiso del gobierno de plantear una reforma constitucional10. Este logro requirió de un proceso largo y complicado, regado por las pulseadas de poder, la competencia electoral y las negociaciones políticas entre los sectores del Partido Colorado y del Partido Nacional (Reyes Abadie y Vázquez Romero 2000, pp. 391-422). Dicho proceso se extendió por diez años -si contamos desde la ley inicial de 1907 hasta la aprobación del texto constitucional en 1917- y culminó también con un nuevo pacto, el cual, a diferencia de los que lo precedieron, tendrá una proyección constituyente formal (Gros Espiell, 1978, pp. 81-97; Buquet, 2016).

El trámite comienza con los complicados procedimientos previstos en la Constitución de 1830, mediante tres leyes en cadena (1907, 1910, 1912), la última de las cuales, modificó las normas de aquella carta y estableció un régimen sustitutivo que requería la declaración de la conveniencia nacional de la reforma por dos tercios de votos de ambas cámaras y confiaba la tarea a una Convención Nacional Constituyente (CNC), “elegida popularmente”, debiendo las reformas ser sancionadas por mayoría absoluta de votos y someterse a la aprobación del “cuerpo electoral” (ley Nº 4.257 del 28 de agosto de 1912). Avanzando hacia el sufragio universal masculino -que recién se estableció con carácter general en la Constitución de 1918-, esta ley dispuso que, en la elección de la Constituyente, sólo para esa vez: “No será óbice al ejercicio de la ciudadanía […] la condición de sirviente a sueldo o peón jornalero, ni la circunstancia de no saber leer ni escribir”.

Anteriormente, la ley Nº 3.640 del 11 de julio de 1910 extendió las posibilidades de participación en la Cámara de Diputados -aunque sin franquear la representación proporcional plena- e inauguró el sistema del doble voto simultáneo, que permitía ventilar en una misma instancia la competencia entre los partidos y la competencia interna, entre fracciones de los partidos11.

La ley Nª 5.332 del 1º de septiembre de 1915 dispuso que la elección de la CNC se realizara por voto secreto, inscripción obligatoria en el Registro Cívico y doble voto simultáneo, acordando la mayoría absoluta al partido ganador, combinada con la representación proporcional entre los demás competidores para el reparto de las bancas restantes. Aun con limitaciones, estas leyes y el proceso que las acuna, significaron un avance democrático a nivel de las élites partidarias y de la participación ciudadana, en un preámbulo del progreso alcanzado con la Constitución de 1918.

Todas las fuerzas en presencia eran reformistas, pero tenían propósitos diferentes, afines a distintos modelos de democracia. Los blancos levantaban sus reivindicaciones históricas de cara al predominio colorado: garantías del sufragio y pureza electoral -empezando por el voto secreto y la regularidad del registro cívico-, participación política amplia y representación proporcional, en un paquete de medidas contra-mayoritarias, que apuntaba a limitar la concentración del poder gubernamental12. Los colorados llegaron a acordar garantías electorales y cierta apertura en la participación política como instrumento de pacificación nacional, para favorecer la incorporación de los blancos a las vías institucionales de la competencia, pero, en general, mantenían sus inclinaciones mayoritarias y su vocación por el “gobierno de partido”.

Los famosos “Apuntes” de Batlle, publicados en el diario El Día en 1913, marcaron un hito importante en este contrapunto, puesto que proponían “un país sin presidente”, con una estructura colegiada del Poder Ejecutivo: una “junta de ciudadanos”, que sustituía al “unicato” y pretendía combatir la personalización del poder político, pero en una fórmula de gobierno de partido, que implicaba refuerzos de autoridad y no favorecía la alternancia, ni la coparticipación. Con la peculiaridad del colegiado (Ferreira, 2010), los Apuntes postulaban una democracia de tipo mayoritario (Lijphart, 2012; Lanzaro, 2001). Un bosquejo, al estilo del modelo de Westminster, donde el que gana gobierna y los demás ejercen la oposición desde el parlamento, para lo cual Batlle proponía duplicar las bancas del Senado y de la Cámara de Diputados, que sería elegida “por el sistema de representación proporcional más perfecto posible” (Vanger, 1991, pp. 228-229). Los exponentes del Partido Nacional, eventualmente por convicción doctrinaria, pero, sobre todo, por las condiciones en que debían encarar la competencia política, se inclinaban hacia diseños pluralistas de democracia.

Los Apuntes generaron revuelo y un realineamiento de fuerzas: acentuaron la contrariedad de los blancos y dividieron al oficialismo, en cuyas tiendas surgió una fracción de colorados anti-colegialistas, denominados “riveristas”, capitaneados por Pedro Manini Ríos. De ahí en más, la organización del Poder Ejecutivo pasó a ser una cuestión prioritaria en las alternativas de reforma y el proceso constituyente se ventiló a través de un juego en cierto modo triangular, entre los blancos y las dos alas del coloradismo.

Tras la disputa por los diseños institucionales había una confrontación política, social e ideológica que alineaba a las fuerzas conservadoras contra las inclinaciones populares y el reformismo de Batlle, que se habían pronunciado en su segunda presidencia (Vanger, 2009, pp. 31 y ss.; Barrán, 2004, pp. 104-111). En ese “contubernio” militaban los agrupamientos partidarios: blancos, colorados de la derecha riverista y católicos de la Unión Cívica13. Pero la reacción conservadora se nutría también con sectores de la Iglesia y especialmente con las élites empresariales y sus organizaciones gremiales -empezando por la Federación Rural, conducida por José Irureta Goyena- las cuales manifestaban su alarma ante el “inquietismo” batllista, convocando a votar contra el colegiado14. De modo que la elección de la CNC el 30 de julio de 1916 se convirtió, a la vez, en un plebiscito sobre el curso reformista -contraponiendo modelos institucionales de gobierno, pero también modelos de país- y así fue presentado por los contendientes de ambos bandos (Barrán y Nahum, 1987, p. 7)15.

En dicha elección, los representantes del Partido Nacional, sumados a los colorados anticolegialistas -que querían obrar como “minoría decisiva”- lograban mayoría y podían, eventualmente, celebrar una coalición reformista, positiva y negativa, para avanzar en los postulados democráticos y afirmar la hostilidad al colegiado, sobre todo, en la fórmula planteada por Batlle en sus polémicos “Apuntes”16.

No obstante, el equilibrio de fuerzas persistía e incluso se renovó, merced a la “revancha” de los colorados oficialistas en la elección parlamentaria de enero de 1917 (Caetano, 1992, pp. 66-76)17. Si bien la oposición campeaba en la CNC, los colorados colegialistas y, en particular, los batllistas dominaban la Cámara de Diputados y ganaron bancas en el Senado, contando también las posturas del presidente Viera, así como el liderazgo y la popularidad de Batlle. Con esos bastiones, el gobierno y los actores colegialistas tenían -desde afuera- cierta capacidad de veto y amenazaban con incidir en el plebiscito al que las reformas aprobadas por la CNC debían someterse (Ramírez, 1967, pp. 113-115).

Una vez más, la salida fue el pacto. Este “avenimiento” fue gestado por la “Comisión de los Ocho”, integrada por emisarios de los partidos que llegaron a una transacción entre “las dos mayores fuerzas políticas del país” (básicamente blancos y batllistas, dejando de lado a los colorados anti-colegialistas) y se convirtieron en los “padres fundadores” del texto sancionado por amplio consenso en la Constituyente en octubre de 1917, ratificado por plebiscito en noviembre y promulgado en enero de 1918.

Se trata, como se sabe, de un producto híbrido y de compromiso. La transacción llevó a establecer el Poder Ejecutivo “bicéfalo”, más una serie de piezas claves (Washington Beltrán en Actas CNC, 1918, III, pp. 356-360; Blanco Acevedo 1939: 62-72; Gros Espiell 1978: 88-97): representación proporcional en la Cámara de Diputados; ampliación de la ciudadanía, sufragio universal masculino, extensivo eventualmente a la mujer y rebajado a los 18 años, en tren de incorporar a los jóvenes y a los inmigrantes; garantías electorales, voto secreto, inscripción obligatoria en el registro cívico; refuerzo de las facultades del Parlamento, en materia legislativa y de control político; descentralización y autonomías a nivel departamental y administrativo; separación de la iglesia y el Estado y libertad de cultos. Se acordó la denominación nacional -República Oriental del Uruguay- y una nueva definición de la forma de gobierno, que en 1830 se decía “representativa republicana” y, sintomáticamente, pasó a ser “democrática representativa”.

Los partidos, como hacedores de la carta magna, previeron resortes de garantía para la estabilidad y las eventuales reformas de los estatutos acordados (Martín C. Martínez y Washington Beltrán, Actas CNC, 1918, III, pp. 247, 359). La propia constitución y el régimen electoral, las reglas sacras que regulan la competencia política y la forma de gobierno, sólo serían modificadas -tal como ocurrió en la gestación de 1917- mediante cursos pluralistas, que exigían mayorías calificadas y un consenso amplio de las élites políticas, aunque prescindiendo del requisito regio de la ratificación ciudadana18.

4. El Poder Ejecutivo “bicéfalo”

La constitución de 1918 establece el Poder Ejecutivo bicéfalo, con competencias divididas entre el Presidente de la República y el Consejo Nacional de Administración, adoptando una fórmula novedosa para Uruguay, pero también en el derecho comparado19. Esta “fragmentación” del Poder Ejecutivo, “la reforma más audaz de 1917” (Demicheli, 1929, p. 19), fue pieza clave del compromiso constituyente.

El Presidente de la República, que en la Constitución de 1830 era designado por la Asamblea General, sería en adelante “elegido directamente por el pueblo, a mayoría simple de votantes, mediante el sistema del doble voto simultáneo”20. El presidente tendría un mandato de cuatro años y no podría ser reelecto, ni ocupar interinamente la presidencia, por un plazo de ocho años desde su cese.

El Consejo Nacional de Administración se componía de nueve miembros y otros tantos suplentes, elegidos directamente por el pueblo, con doble voto simultáneo, por lista incompleta, correspondiendo dos tercios de sus integrantes a la lista más votada y el resto a la del otro partido que le siguiera en número de votos. Los consejeros tenían un mandato de seis años, debiendo renovarse por terceras partes cada bienio. Como en el caso de presidencia, por disposición transitoria, los miembros del primer Consejo Nacional de Administración, para el período 1919-1925, debían ser elegidos por la Asamblea General, en votación nominal, por lista incompleta y por mayoría de sus miembros. La elección popular se aplicaría para la renovación parcial, a partir de 1921, en bienios escalonados.

Paradojas de la política pluralista. El colegiado fue planteado originariamente por Batlle en un esquema de democracia mayoritaria: como una estructura colectiva, pero con una composición “monocolor”, apegada al gobierno de partido y ajena a la coparticipación. Sin embargo, la fórmula que surgió de la transacción constituyente tuvo un perfil contra mayoritario, repartió entre dos órganos las competencias del Poder Ejecutivo e introdujo la coparticipación en el flamante colegiado, llevándola por primera vez al más alto nivel gubernamental21.

El diseño resultante y las fuerzas que lo animaron iban en contra de la concentración de poderes en la cabecera del Poder Ejecutivo, merced a una inspiración democrática efectiva, alentada, a la vez, por la voluntad de contrarrestar los empujes reformistas y, en particular, el liderazgo de Batlle y Ordóñez22. Algo similar ocurrió con respecto a Luis Batlle Berres, en vista del peso político que tenía durante el segundo batllismo, cuando otra alianza de blancos y colorados consagró el colegiado integral, en la Constitución de 1952. En ambas coyunturas, las reacciones conservadoras contra las tendencias de izquierda tuvieron, en el plano institucional, un saldo democrático y pluralista.

Tras la “repulsa” contra la “omnipotencia presidencial” y la disposición para “reducir las facultades del Ejecutivo”, implementando el “control de la minoría”, algunos nacionalistas planteaban la racionalidad jurídica y organizativa de separar las competencias ejecutivas básicas de los cometidos económicos y sociales, disponer una “descongestión” y “alejar de la política á la Administración”, confiando las funciones “secundarias” del Estado a un consejo administrativo (Martín C. Martínez) o a un verdadero poder administrador (Duvimioso Terra), distinto del Poder Ejecutivo (Actas CC, 1918, pp. 78-80; Martínez, 1964, pp. 92-93; Ramírez, 1967, p. 112)23. Según Demicheli (1929, p. 25), esta estructura “responde a una distinción científica” entre gobierno y gestión, “de acuerdo con las exigencias prácticas y técnicas de las funciones públicas”.

Esta cuestión remite a los dilemas clásicos de la “dicotomía” y las relaciones entre política y administración: una problemática que despega con las obras de Max Weber y Woodrow Wilson, adquiere vuelo en las primeras décadas del siglo XX y, a través de configuraciones distintas, llega hasta el presente, al compás del desarrollo del Estado y las burocracias, los cambios en los modelos de gestión pública y las iniciativas de reforma24.

La Constitución asignaba al Consejo Nacional de Administración (CNA) una competencia genérica, respecto a “todos los cometidos de administración que expresamente no se hayan reservado para el Presidente”; enumerando algunas materias a título de ejemplo: enseñanza, obras públicas, trabajo, industrias y hacienda, asistencia e higiene, organización y control de las elecciones. También en forma expresa se le confiaba la elaboración anual del Presupuesto General de Gastos y la rendición de cuentas ante la Asamblea General. Sin embargo, para la iniciativa de leyes sobre impuestos, empréstitos, moneda y comercio internacional, así como para preparar el Presupuesto General de Gastos, el CNA estaba obligado a requerir la opinión del Presidente. Si este expresara disconformidad, en una suerte de poder de veto, el Consejo podía llevar adelante su iniciativa, cuando era apoyada por dos tercios de sus miembros.

Las competencias del Poder Ejecutivo y los ministerios se dividían así entre ambos órganos, en una dualidad que algunos consideraban francamente errónea, por más que fuera un “factor de paz” (Blanco Acevedo, 1939, p. 66). Había, de hecho, una “fractura” (Jiménez de Aréchaga, 1998-2010, III, p. 44), en una fórmula complicada desde el punto institucional y político -que mostró sus debilidades en el correr de los años 1920 y con la crisis de 1930- cuyos defectos fueron objeto de críticas crecientes y dieron pie al golpe de estado de 1933.

5. Los entes autónomos

La nueva constitución da un paso más en el diseño de la estructura del estado, en clave pluralista, al consagrar el régimen de descentralización y autonomías para los gobiernos departamentales y la administración de los servicios públicos.

En ambos campos ya había avances anteriores. La distribución de poderes a nivel regional comenzó con los pactos políticos a partir de 1872, inaugurando las prácticas de coparticipación, mediante repartos de las jefaturas políticas, sin generar un régimen estable. La Constitución de 1918 creó un sistema institucional nuevo y de vocación permanente (Demicheli, 1929), que acordó a los gobiernos locales un estatuto de autonomía y competencias amplias, previendo, incluso, que la ley les reconociera la facultad de crear impuestos. Las policías quedaban, sin embargo, bajo la dependencia directa del Presidente de la República.

El artículo 100 de la Constitución de 1918 dispuso, a su vez, que: “Los diversos servicios que constituyen el dominio industrial del Estado, la instrucción superior, secundaria y primaria, la asistencia y la higiene públicas serán administrados por Consejos Autónomos”. Estos servicios entraban en la esfera de competencia del Consejo Nacional de Administración, a cuyo cargo quedaba la “superintendencia” de los consejos autónomos, así como la designación y destitución de sus miembros. El carácter colectivo del CNA y su forma de integración abrían la posibilidad de que los consejos autónomos tuvieran una integración plural y dieran cabida a la coparticipación, también a nivel de la administración descentralizada25.

Este sistema ha tenido una vigencia duradera, más allá de la existencia del CNA y de la estructura dual del Poder Ejecutivo. El estado uruguayo consolidó sus atributos de estatalidad, su condición de centro político nacional, al precio de la descentralización regional y también administrativa. El régimen de los entes autónomos “funcionales” no descansó en jerarquías unipersonales, sino que se organizó en base a directorios colectivos, permeados por la coparticipación26.

La proporcionalidad -que la Constitución de 1918 consagró para la Cámara de Diputados- pudo instalarse más allá del recinto parlamentario, en las estructuras administrativas del Estado “ampliado”, mediante un principio de apportionment, a través de la coparticipación, que modeló, asimismo, las sucesivas experiencias de gobierno colegiado, afirmando la silueta consociational de la democracia uruguaya.

Aunque los mapas de ruta son muy distintos, han existido situaciones semejantes, en otros sistemas bipartidistas y componiendo también democracias de tipo consociational (Lanzaro, 2012b). En efecto, el régimen uruguayo puede compararse con el “proporz” de Austria: una regla de distribución de los altos puestos de la administración pública, en proporción a la representación parlamentaria, que los partidos pusieron en obra en la segunda post-guerra, en el marco de la “Gran Coalición” entre la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, como engranaje de la ProporzDemokratie (Lehmbruch, 1979). La regla alcanzaba a las jerarquías de la burocracia, las empresas nacionalizadas y los servicios sociales, aportando recursos de patronazgo que beneficiaban a los partidos en consorcio. Prácticas similares se encuentran en Colombia, a partir del Frente Nacional, la coalición del Partido Conservador y el Partido Liberal vigente de 1958 a 1974, que dio lugar a una alternancia pactada en la Presidencia de la República, con repartos en el gabinete de ministros y el parlamento, las entidades públicas y otros altos cargos del Poder Ejecutivo, incluyendo a los magistrados del Poder Judicial (Dix, 1980; Hartlyn, 1988).

En Uruguay, el Estado “ampliado”, más allá de sus cometidos “esenciales”, pasó en algunas áreas por el modelo ministerial, con organismos sujetos a la jerarquía directa del Poder Ejecutivo27. Pero su mayor desarrollo se produjo mediante el modelo de entes autónomos y servicios descentralizados.

En la constitucionalización de los entes autónomos -que fue iniciativa de Martín C. Martínez (Actas CC, 1918, p. 80)- vuelven a incidir motivaciones concurrentes, en pareja con las que llevaron a crear el CNA. Por lo pronto, un desvelo -más que nada de los nacionalistas- por limitar la concentración de poderes en la cabecera del Ejecutivo, sobre todo ante la expansión de las funciones del estado. Esta expansión era mirada con malos ojos por algunos blancos y por más de un colorado. Para otros, era un proceso histórico inevitable e incluso valorado. Pero todos coincidían en que ese acrecimiento de funciones no debía reforzar los poderes del Ejecutivo.

Juan Andrés Ramírez era un buen exponente de la contrariedad ante el intervencionismo estatal: “…frente al afán inmoderado de extender sin tasa las funciones públicas […], suscribimos esta fórmula de sana resistencia […]: la de no aceptar nuevas ampliaciones del Estado en el campo de la industria, ni la implantación de otros poderosos monopolios, sin obtener, antes, una amplia descentralización de poderes y de servicios” (El Siglo, 6 de enero de 1914).

Martín C. Martínez, en cambio, hilaba argumentos similares a los del batllismo (Nahum, 1993, pp. 16-34) y a los que hasta el día de hoy se sostienen desde ángulos progresistas, al aceptar la participación del Estado en la regulación y la prestación directa de los servicios públicos (Martínez, 1964, pp. 66-75): “Todo camina (…) en el sentido de aumentar el dominio colectivo” y no hay que “pensar en deshacer lo andado, ni ha de impedirse que se dé algún paso más, la Constituyente ensayó medios, no de suprimir funciones, sino de evitar el acaparamiento de éstas por el órgano absorbente del Ejecutivo único. (…) De aquí que tan importante como la descentralización por región puede serlo (…) la descentralización por servicio”.

Los entes autónomos responden asimismo a un principio de “especialización orgánica” (Demicheli, 1924, p. 36). El comando jerárquico y centralizado del Poder Ejecutivo -apto para las funciones primarias del Estado- viene a ser complementado por la descentralización y la autonomía de los servicios públicos, en el campo de las funciones que la pureza liberal considera “secundarias”.

El diseño de la Constitución de 1918 enfoca así dos de los problemas estructurales que genera el desarrollo del Estado: tiende a enfrentar el problema político de la concentración de poderes, pero aborda, asimismo, el problema de la administración de dichos servicios, mediante el establecimiento de entidades especializadas, consolidando un principio que tenía antecedentes en las décadas anteriores. “El Estado ha multiplicado sus órganos y ha dispersado su autoridad” (Demicheli, 1924, p. 30).

El principio de especialidad -rasgo fundamental de estas personas públicas- tiene una dimensión negativa: los entes autónomos y servicios descentralizados son organismos de competencia cerrada y sólo pueden actuar para el cumplimiento de los fines que motivaron su creación (Sayagués Laso, 2002, II, p. 163)28. Pero ese principio tiene, asimismo, una dimensión positiva, precisamente porque estos organismos han sido concebidos para el cumplimiento de una competencia específica, constitutiva y concreta.

La fórmula busca “descongestionar” la acumulación de tareas que ya existía y sienta un principio de organización para futuros desarrollos. Se concibe, pues, un modelo de eficiencia organizacional destinado encarar la complejidad creciente de cometidos estatales29.

Por lo demás, tal esquema quería evitar que esos territorios fueran “patrimonio de partido” y pasto del clientelismo, lo que podía preservar la estabilidad de los funcionarios y su integridad, en un factor de garantía general (Martínez, 1964, p 172 y ss.). La descentralización tenía una importancia significativa para los elencos de “civil servants” que se fueron formando, sobre todo para la aristocracia de los bancos oficiales, que estaban comprometidos con el desempeño competitivo de los servicios públicos -ante la ciudadanía y las empresas privadas- y que llegaron a ser celosos defensores, tanto de la autonomía de sus instituciones, como de sus propios fueros profesionales (Baudean, 2012).

6. La “tradición de autonomía” previa a la Constitución de 1918

El Artículo 100 de la Carta de 1918 aporta una innovación muy relevante, de porte fundacional, por su sustancia normativa y por su rango constitucional. No obstante, desde el tránsito al siglo XX, sobre todo a causa del impulso nacionalista del batllismo (1903-1916), se crearon en el Uruguay una serie de entidades llamadas a cumplir las funciones económicas y sociales que el Estado fue asumiendo tempranamente (Nahum, 1993, p. 10-16). Algunos de estos servicios estaban radicados en la órbita de los ministerios (Jacob, 2011, p. 76), pero varios fueron organismos descentralizados, ajenos a la arquitectura jerárquica y centralista de la Constitución de 1930.

En el dominio industrial y comercial del Estado habrá una “tradición de autonomía”, que tiene su arranque en el Banco de la República (BROU) y que el propio Batlle alimenta con sus creaciones institucionales, antes del enunciado de la Constitución de 1918.

El BROU fue creado en 1896, a raíz de la liquidación del Banco Nacional, como una empresa mixta, a la que nunca se incorporó el capital privado. Por ley de 1911, complementada en 1913, pasó a ser plenamente estatal, con el “privilegio exclusivo de emitir billetes”. A partir de ahí, adquirió proyección nacional, territorial y económica, debiendo ajustar su operativa a las disposiciones -bastante minuciosas- de las leyes mencionadas, pero actuando con una “amplísima descentralización” (Sayagués Laso, 2002, II, p. 131), tal como querían sus impulsores, en particular, el presidente Juan Idiarte Borda y su antecesor Julio Herrera y Obes (Nahum et al., 2016, pp. 34-36).

El BROU fue el modelo paradigmático (Jacob, 2011, pp. 76-77), para la tanda de entidades posteriores, sobre todo en el empuje “estatista” de la segunda presidencia de Batlle, con José Serrato en el Ministerio de Hacienda. Varias de las disposiciones que moldean el BROU se replicaron en las normativas siguientes, en lo que toca a la descentralización, el establecimiento de monopolios y la forma de designación de los directorios -por el Poder Ejecutivo, con venia del Senado- que será consagrada como principio general, no en 1918, sino desde la Constitución de 1934.

Con esas pautas se funda en 1911 el Banco de Seguros y por leyes de 1912 y 1915 se reforma el Banco Hipotecario, que se había creado en 1892, en base a la Sección Hipotecaria del malogrado Banco Nacional. A lo que se agregan las Usinas Eléctricas (1912), la Administración de Correos y los Ferrocarriles del Estado (1915), así como la Administración de Puertos (1916).

En el campo de la enseñanza (Delpiazzo, 2007, pp. 10-13), el Decreto-Ley de Educación Común de 1877, del período de Lorenzo Latorre, estableció la obligatoriedad de la enseñanza primaria y creó la Dirección General de Instrucción Pública, que fue una institución estratégica en la obra fundacional de José Pedro Varela. La Dirección General era presidida por un colegiado -que el propio Varela integraba, como Inspector General de Instrucción Pública- y gozaba de una amplia autonomía, con una pauta de descentralización que implicaba, al mismo tiempo, el montaje de una jerarquía centralizada a nivel nacional, ya que se le atribuía “superintendencia exclusiva y absoluta sobre todas las autoridades escolares de la República” (incluyendo las Comisiones Departamentales y la Escuela Normal).

Por ley de 1885 -con la contrariedad de Jacobo Varela, sucesor de su hermano como Inspector de Instrucción Pública y actor decisivo en las tareas fundacionales- la Dirección General de Instrucción Pública pierde autonomía y pasa a ejercer esa superintendencia (que ya no será exclusiva y absoluta), “bajo la dependencia inmediata” del Ministerio de Instrucción Pública. Cuando la Constitución de 1918 consolidó las autonomías, ese mismo año se creó el Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal.

La Universidad de la República (1833-1849), según la ley orgánica de 1885, proyectada por Alfredo Vásquez Acevedo, tuvo a su cargo la enseñanza secundaria y superior, con una autonomía más limitada que la que luego se le reconoció. El Poder Ejecutivo, que mantuvo la prerrogativa de aprobar diversas decisiones y de nombrar a los empleados, designaba al rector -en base a una terna propuesta por los doctores y licenciados- y designaba a los decanos de las facultades y de la sección secundaria, a propuesta del rector. Vásquez Acevedo -rector entre 1880 y 1899, equivalente a Varela para la educación superior- fue un gran reformador de la Universidad, le “infundió nueva vida” y “creó de pies a cabeza la enseñanza secundaria y preparatoria” (Ardao, 1968, pp. 175-176).

La ley de 1908 estableció los consejos de las facultades y de secundaria, delineando una descentralización interna, con mayor autonomía para las facultades y una integración de los órganos directivos que, al decir de Sayagués Laso: en lugar de hacerse “de arriba hacia abajo, se hace a la inversa y no sólo de los decanos hacia arriba sino que los decanos van a partir de los consejos y éstos a su vez, de lo que después se llamó los tres órdenes” (citado por Delpiazzo, 2007, p.13)30.

Si bien las autonomías son piezas fundamentales de la Constitución de 1918, tales principios no nacen con aquella carta, sino que vienen de atrás, por iniciativas de gobiernos colorados y del batllismo. Reconociendo esa siembra previa, Martín C. Martínez afirmaba en la Comisión de Constitución de 1917, que “se ha ido verificando una descentralización en algunos organismos del Estado, como consecuencia de diversas leyes” (Actas CC, 1918, p. 71). “Para darles libertad de movimientos y librarlos de la influencia política, la Constitución ha preceptuado que tales servicios sean administrados por Consejos Autónomos” (Martínez, 1964, p. 75).

Como subraya Demicheli (1924, pp. 46-47), “el artículo 100 tiene su espíritu y tiene también sus raíces profundas en la administración y en la vida nacional”; presentando “Tres sentidos distintos”: “constitucionalización” del principio autonómico; “vigorización” de la autonomía consagrada por leyes anteriores y “sistematización” de principios, sometiendo a todos estos organismos a un mismo régimen jurídico” (cursivas y comillas en el original).

7. La regulación de las autonomías

Necesariamente, la descentralización lleva consigo alguna forma de tutela por parte de las autoridades centrales, en una tensión entre autonomía, control y gobierno político, que pasa por ciclos distintos: alternando períodos de expansión institucional (como en el primer batllismo y en el segundo), con períodos de ajuste, racionalización y eventualmente centralismo, mediando empujes de regulación de las autonomías a partir de la Constitución de 1934 y con la Constitución de 1967.

La Constitución de 1918 era muy escueta al respecto. Esto generó interpretaciones diversas acerca del estatuto de los servicios, la vigencia de las leyes anteriores, la competencia del Poder Ejecutivo y las facultades del Parlamento; registrándose polémicas y conflictos que ponían en juego la autonomía de los entes, notoriamente respecto al Banco República y a la Universidad (Sayagués Laso, 2002, II, pp. 137-147; Baudean, 2012, pp. 89-93).

En vista de dicha experiencia, la Constitución de 1934 -que inaugura la distinción entre entes autónomos y servicios descentralizados- estrena también una regulación de estos organismos, que tiende a precisar sus competencias e introduce limitaciones, prevé procedimientos de control y aumenta las atribuciones del Poder Ejecutivo.

Algunos organismos debían ser necesariamente entes autónomos, con una pauta de descentralización amplia; otros no pueden serlo, por prohibición expresa, pero pueden instituirse como servicios descentralizados, con un grado menor de autonomía, “compatible con el contralor del Poder Ejecutivo”. Las resoluciones de sus directorios pueden ser objeto de recursos de anulación ante el Poder Ejecutivo, alternativa que no procede para los entes autónomos.

Las reglas para el trámite de los presupuestos acuerdan al Poder Ejecutivo una intervención mayor en el caso de los entes autónomos industriales o comerciales y los servicios descentralizados, que es menor para los otros entes autónomos. Unos y otros presupuestos deben ser aprobados por el Poder Legislativo. En ambos casos es éste el que decide, en última instancia, si hay discrepancias entre las propuestas de los entes y las del Poder Ejecutivo.

A partir de la Constitución de 1952 hay, a su vez, capítulos diferentes para los “servicios del dominio industrial y comercial del Estado” y para los “Entes de Enseñanza Pública”, los cuales tienen, en general, mayores grados de autonomía. La Carta incluyó, asimismo, una previsión expresa que consagra la autonomía y el cogobierno de la Universidad de la República.

La Constitución de 1967 pronuncia la tendencia que despuntó en 1934, aumenta las facultades del Poder Ejecutivo y, por una norma que no afecta a los entes de enseñanza, le acuerda la potestad de observar la gestión de los directorios, por inconveniente o ilegal, pudiendo proponer correctivos o remociones, estando a lo que resuelva el Senado por tres quintos de sus componentes. Ya no es preceptivo que los servicios del dominio industrial y comercial del Estado sean entes autónomos, aunque tendrán el grado de descentralización que fijen la constitución y las leyes. Al modificar las mayorías requeridas en el Senado para designar a los directorios de los entes, se permite que el gobierno prescinda eventualmente de la coparticipación. La centralización se refuerza con la creación de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, el Banco Central y el Banco de Previsión Social.

Esta es, también, una constitución fuertemente reformista, que surge como respuesta a la crisis de la década de 1960: “agotamiento” del modelo económico, pero también crisis del modelo de gobierno y la estructura del Estado, a influjos de una reacción contra el Colegiado y contra la pluralidad de centros decisorios, con diversos grados de autonomía, que se habían multiplicado durante el segundo batllismo.

A cincuenta años de la gestación de 1917, la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE, 1989, p. 15) objetaba las “autonomías excesivas que obstaculizan la unidad de acción gubernamental, toda vez que posibilitan a los entes descentralizados fijar su propia política (…) sin integración con el resto de la administración estatal”. Las operaciones de los entes se han realizado “fuera del ámbito de un plan, paralelamente a los propósitos del Poder Ejecutivo, cuando no en oposición a éste”, el orden jurídico no facilita “la coordinación político-administrativa” (pp. 59-60). Postulaba, entonces, unidad de gobierno y centralización para el diseño de las políticas públicas y la planificación, concibiendo a los entes como órganos de ejecución: “orientación y contralor centralizados y ejecución descentralizada” (p. 36).

La constitución cuadra con el desarrollismo de la CEPAL y se inspira directamente en las iniciativas de la CIDE: adopta fórmulas de centralización gubernamental y de planeamiento, procurando una gestión respaldada por la especialización técnica y a cargo de un servicio público de carrera, para impulsar la “administración para el desarrollo” y un gobierno más unitario y eficiente.

La Constitución de 1967 marca, pues, una inflexión importante en la parábola histórica de las autonomías y sus normas adquieren vigor a partir de la restauración de la democracia en 1985, sin que la Constitución de 1997 introduzca mayores cambios.

8. Modelo descentralizado de políticas públicas

La Constitución de 1918 consagró el principio de autonomía en la organización administrativa del Estado, que tenía antecedentes importantes, desde fines del siglo XIX y durante el primer batllismo, pero se consolidó con aquella carta fundacional y se proyecta como una tradición significativa en la estructura política del Uruguay.

Este modelo anuda las dos pautas que marcan el desarrollo del Estado “ampliado”: a) Un principio pluralista, que tiende a frenar la concentración de facultades en el Poder Ejecutivo y asigna competencias a entidades descentralizadas, de dirección colegiada, por largos períodos en régimen de coparticipación. b) Un principio de especialización que atribuye buena parte de los cometidos económicos y sociales del Estado a esas entidades, en búsqueda de eficiencia y con la ilusión de impedir la “contaminación” de la racionalidad administrativa por la política.

Con posterioridad y, especialmente, para el dominio industrial y comercial, se registra una tendencia a limitar la descentralización y aumentar las facultades del Poder Ejecutivo, que plasma en la Constitución de 1934 y se pronuncia con la Constitución de 1967.

El Poder Ejecutivo ha aumentado sus recursos de poder mediante el refuerzo del “equipo económico” (Ministerio de Economía, Banco Central, Oficina de Planeamiento y Presupuesto - OPP) -contando la evolución del centro presidencial- y dispone de instrumentos para ejercer su influencia en los entes autónomos y servicios descentralizados. Por lo pronto, en la designación de los miembros de los directorios, en particular de los presidentes (lo que no cuenta para la Universidad de la República). A ello se agregan otras intervenciones en materias estratégicas: compromisos de gestión; disciplina fiscal, inversiones y endeudamiento; fijación de tarifas, transferencias y subsidios, aportes de los entes a “rentas generales” y viceversa; política salarial, con negociación colectiva en el sector público a partir de 2005; potestad de observar la gestión de los directorios, pudiendo proponer correctivos o remociones (lo que no rige para los entes de enseñanza); recursos de alzada en los servicios descentralizados.

La participación en los presupuestos pasa por dos procedimientos. Los entes de enseñanza gozan de más autonomía para elaborar su proyecto, pero no tienen ingresos propios y el gobierno -que pesa fuertemente en la asignación de fondos- puede introducir modificaciones, sometiendo ambos proyectos al Poder Legislativo y manteniendo siempre la iniciativa privativa para aumentar gastos e impuestos. En el dominio industrial y comercial la incidencia del Poder Ejecutivo es mayor y puede hacer observaciones a los proyectos de los entes, que podrán o no aceptarlas, con ventaja para el gobierno, porque la Asamblea General debe arbitrar las diferencias por dos tercios de sus componentes y si no se pronuncia en cuarenta días, el presupuesto se aprueba con las observaciones del Poder Ejecutivo. Sin embargo, las observaciones suelen resolverse por negociación anticipada, en la que cuentan los ingresos propios del ente y las pulseadas políticas.

Aun con estas limitaciones, de orden general, el modelo descentralizado sigue vigente e incide en los vínculos de estas entidades con el Poder Ejecutivo y el Parlamento, con variaciones en la relación de fuerzas y por tanto en el balance concreto entre autonomías, control y gobierno político.

En primer lugar, porque los servicios mantienen autonomía para el cumplimiento de sus funciones especializadas y en los asuntos internos (procedimientos técnicos, organización, gestión administrativa y financiera, periodicidad de los presupuestos, dictado de ordenanzas y procesos decisorios, estructuras directivas y gerenciales, recursos humanos, relaciones con los usuarios y el público), dependiendo de los respectivos estatutos institucionales y con márgenes diversos, según se trate de los bancos, las empresas públicas, los servicios sociales o del sistema educativo. A esto se agregan las peculiaridades generadas dentro de esos campos por las leyes orgánicas, el principio de especialidad y la identidad funcional, la biografía histórica, la acumulación de recursos humanos y materiales de cada organismo.

La autonomía también depende de la fortaleza política propia y el liderazgo de sus directores, del esprit de corps y la profesionalidad de los gerentes y el personal de carrera, de los funcionarios y sus gremios. Cuentan los compromisos y las alianzas entre los escalones de dicha pirámide interna; así como la red de vinculaciones externas, con las redes de “parentela” de cada organismo y con los centros de formación de sus cuadros. Todo lo cual condiciona su performance en la arena correspondiente de políticas públicas, así como sus posibilidades como actor de veto y su postura ante las políticas gubernamentales.

Del lado del Poder Ejecutivo hay también compases distintos, por la impronta reformista o inercial de los gobiernos, su coeficiente político (parlamentario y partidario), el estilo intervencionista o “delegativo” del presidente y su comando adjunto; los poderes de amplio rango del equipo económico, con variaciones y rivalidades entre sus integrantes (Ministerio de Economía, OPP, Banco Central) y el poder particular de los ministerios del ramo, los cuales tienen competencias usualmente trabajosas en la relación con los entes de su jurisdicción, con actuaciones más o menos enérgicas, desempeños de mínima o roles insignificantes. Esto se traduce en diferencias entre el liderazgo presidencial y la rectoría del centro gubernamental, la regulación macro económica, la disciplina fiscal, las políticas generales y las políticas sectoriales, especialmente cuando median proyectos de reforma y se busca modificar los sistemas de gestión pública.

Estamos en un Estado de partidos y las redes partidarias impregnan con gran calado los vínculos entre el Poder Ejecutivo y los entes descentralizados: en escenarios de fortaleza del gobierno y alineamiento de los servicios o al revés, afirmando las autonomías, la capacidad de negociación y el potencial decisorio de los organismos especializados y sus jerarquías. No han faltado incluso los presidentes o los directorios, que, en vez de ajustarse a la relación principal-agente, actúan con cierta independencia y eventualmente con agenda propia (personal, de sector partidario, de las burocracias de su institución).

El gobierno político se ha hecho sentir desde el Poder Ejecutivo, cíclicamente. Por la negativa, en hondonadas de debilidades de conducción, permisividad y ausencia programática. O bien, con un propósito definido, como ocurrió en la siembra inicial, por el desvelo de los “padres fundadores” (paradójicamente en el ciclo más alto de las autonomías); pero también en los cuadros de crisis, al aumentar las medidas disciplinarias y, muy particularmente, en las coyunturas de reforma, en la década de 1930 y desde los 1990.

Concluyendo, el principio autonómico consagrado por la Constitución de 1918 ha experimentado restricciones a partir de 1930 y con la Constitución de 1967, pero a cien años de su consagración mantiene una vigencia considerable y dibuja un modelo distintivo de gestión pública.

Más que la clásica tensión entre el gobierno y la administración central -tan fuerte en otros países- en el caso uruguayo resalta la relación peculiar con los servicios descentralizados, en un cuadro típico en el que el Poder Ejecutivo, que cuenta con recursos reforzados, tiene cierta contención y debe hacerse valer cuando se lo propone, no en clave de jerarquía, sino a través de los filtros de las autonomías, con márgenes variados y variables, con mayor o menor dificultad, con los trajines de la política y del sistema de partidos.

Las configuraciones actuales no conformarían seguramente a los constituyentes de 1917, que querían acotar el poder central y alejar la política de la administración, pero aun en curva descendente, la “tradición autonómica” sigue siendo un ingrediente de la democracia pluralista que aquella jornada fundacional contribuyó a edificar.

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Recibido: 30 de Noviembre de 2017; Aprobado: 24 de Abril de 2018

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