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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.22 no.spe Montevideo dic. 2013

 

LA RENOVACIÓN DEL SISTEMA DE PROTECCIÓN URUGUAYO: EL DESAFÍO DE SUPERAR LA DUALIZACIÓN

 

The renewal of the Uruguayan social protection system: the challenge of overcoming dualism

 

 

Florencia Antía, Marcelo Castillo, Guillermo Fuentes y Carmen Midaglia*

 

Resumen: El artículo analiza los cambios producidos en las políticas que integran el sistema de bienestar social en Uruguay durante los dos gobiernos encabezados por el Frente Amplio (2005-2013). El trabajo destaca que las reformas implementadas en varias arenas de política –laboral, previsión social, salud y asistencia social─ han tenido resultados positivos en términos de incorporación de grandes porciones de la población a la cobertura formal. Enfatiza, al mismo tiempo, que esas reformas han conducido a la consolidación de una estructura dual en el sistema de bienestar, que diferencia un componente de provisión social contributivo dirigido al conjunto de los trabajadores formales y un componente público asistencial que cubre al resto de la población. La estratificación en la calidad de la protección social se produce también al interior del polo contributivo, rasgo que ya estaba presente en el sistema de bienestar del país.

 

Palabras clave: Sistema de Bienestar Social, dualismo, Uruguay

Abstract: The article analyzes policy changes occurred in the Uruguayan welfare system during the two administrations led by the Frente Amplio (2005-2013). The document points out that the reforms implemented in several policy areas such as labor, social security, health and social assistance have had positive results in terms of incorporation of large portions of the population into the system. It also states that these reforms have led to the consolidation of a dual structure in the welfare system. On the one hand, a contributory system of social care for formal workers and on the other hand, a public component based on social assistance which covers the rest of the population. Stratification in the quality of social protection also occurs within the contributory scheme, a feature already present in the country's welfare system.

 

Keywords: Social Welfare System, Dualism, Uruguay

 

 

Introducción

 

América Latina estuvo sometida a fuertes presiones económicas internacionales para cambiar su estrategia de desarrollo desde fines de los años ochenta, intentando desterrar la de orientación proteccionista, e incorporar una nueva, la de opción pro- mercado. La abultada deuda externa adquirida por estos países en pos de sustentar, entre otras cosas, el patrón sustitutivo de importaciones, forzó a los gobiernos de la época a negociar su endeudamiento con un universo de acreedores política y financieramente importantes –organismos internacionales de créditos, banca privada, etc. En un marco donde los elencos políticos nacionales tenían escaso margen de maniobra para discutir medidas  alternativas, se dispusieron a instrumentar un ajuste estructural –económico, financiero, comercial, y de la seguridad social el Consenso de Washington, que no pareció reconocer la heterogeneidad de los contextos en los que se pretendía aplicar.

Se inicia así, la fase histórica calificada de austeridad, en la que se pretendió limitar y/o recortar la intervención directa del Estado en la provisión de bienes públicos. En el campo social, se propició la instalación de un paradigma de protección residual, tendiente principalmente a la re mercantilización de la fuerza de trabajo, a la contención de costos de los programas sociales (Pierson 1994) que condujo, en oportunidades, a la privatización y/o tercerización de los servicios públicos. Además, este enfoque de bienestar priorizó la atención pública de los sectores excluidos en detrimento de otros grupos sociales, inclusive aquellos que se encontraban en posiciones cercanas en la escala social y compartían situaciones de carencia socioeconómicas.

La nueva estrategia de protección condujo a un debilitamiento de las opciones universales de políticas sociales y en contrapartida, se fortalecieron aquellas restrictivas, focalizadas en segmentos poblacionales específicos y que requerían de la comprobación de situaciones de insuficiencia económica para la obtención de los beneficios.

Las adopciones nacionales de estas alternativas de acción no parecieron seguir un patrón único. Por el contrario, algunos países, como Uruguay, que contaban con tradición pública de bienestar, tendieron a resistir la “embestida liberal” de recorte radical. No obstante, acordando con el análisis que realiza Bruno Palier para los países de matriz corporativa en Europa, las naciones latinoamericanas incorporaron algunas modificaciones en sus matrices clásicas de bienestar, que si bien en el corto plazo no supusieron reformulaciones sustantivas en el tratamiento de los principales riesgos sociales, con el correr del tiempo dieron lugar a la “sedimentación de caminos diferenciados de atención pública” (Palier 2012).

A esa fase de repliegue del Estado en distintas arenas de políticas públicas, le siguió un período de reposicionamiento moderado de las agencias estatales, que coincidió con la llegada del nuevo siglo y se extiende hasta el presente. El sistema de bienestar uruguayo se inscribió, aunque de manera particular, en esas tendencias relativamente disimiles de cambio en los formatos de atención pública, generando un conjunto de modificaciones relevantes en las prestaciones de la seguridad social.

El objetivo de este artículo es identificar los últimos tipos de cambio que tuvieron lugar en el esquema de bienestar uruguayo, con la finalidad de analizar sus resultados político-institucionales, en términos de avances, rutas desiguales, vacíos y/o inconsistencias en la protección social emergente. El presupuesto detrás de este análisis, es que los cambios realizados por los dos gobiernos del Frente Amplio (2005-2013) han terminado consolidando una estructura de provisión segmentada entre un polo público asistencial y otro componente de corte contributivo, asociado a la provisión privada –con y sin fines de lucro de los bienes y servicios sociales.

Para ello, se realizará un estudio detallado de cuatro arenas esenciales de políticas sociales: la de empleo, seguridad social, la de salud y la de asistencia. A la hora de analizar los sistemas de protección social estas políticas constituyen los componentes centrales, aunque en la discusión sobre el bienestar de las sociedades se deba incluir otras, tales como educación.

 

1.     Las dos tendencias revisionistas y la “trampa” política de la moderación

 

Un conjunto de estudios nacionales e internacionales ubican a Uruguay como un caso pionero en la región en el campo de la protección social, ya que construyó en las primeras décadas del siglo XX un sistema de seguridad y de asistencia social de amplia cobertura. El mencionado sistema operó sobre un mercado de empleo con dosis significativas de informalidad y consolidó un componente de bienestar contributivo, relativamente estratificado según sector y categoría laboral, que se mantuvo restringido al universo de trabajadores formales (Filgueira 2007).

Ese tipo de esquemas de protección, de forma similar a sus pares europeos, centraron su preocupación en la reposición salarial y en menor medida, en combatir la pobreza y desigualdad social (Palier 2012). Para ello, el país contó con políticas universales no contributivas como la educativa, y otras que por la vía de los hechos consiguió altas tasas de cobertura a partir de una fuerte penetración territorial de los prestadores públicos, como la salud pública; complementando la atención derivada de la esfera laboral.

El paquete de protección de orientación universal, ya sea vía empleo o políticas sociales estratégicas, se completaba con una serie de programas de corte asistencial, dirigidos a segmentos sociales que se encontraban en situaciones específicas de vulnerabilidad y/o poseían algún atributo particular –tercera edad, discapacidad, etc.. A pesar de la institucionalización de este universo de prestaciones sociales, la operativa política esencialmente el clientelismo partidario tuvo mucha incidencia en el reparto de los bienes, generando una dinámica distributiva informal que logró convivir con las reglas de juego formalmente existentes (Castellano 1996; Lanzaro 2003).

Si bien no existen registros confiables, no hay lugar a duda de la presencia de niveles diferenciales de atención de los clásicos problemas sociales durante los primeros sesenta años del siglo XX. No obstante, la matriz de protección producía un efecto político igualador que tendió a amortiguar la percepción ciudadana de las desigualdades sociales. Por supuesto que esa percepción parecía corresponderse con la realidad, en la medida que esta sociedad fue catalogada como “híperintegrada” (Rama 1989) y presentó hasta los primeros años de la década del setenta, pese a su estancamiento económico, índices sociales positivos en comparación con otras naciones de la región.

 

1.1  La reforma de los noventa

 

Existe consenso político y académico en que Uruguay comenzó un sostenido proceso de reforma socioeconómica de orientación al mercado durante la década del noventa, en plena fase de consolidación democrática. La reformulación de sus pilares de bienestar tuvo como referencia una oferta pública de servicios universales deteriorada, producto de los sucesivos recortes y de la limitada inversión pública llevada a cabo por los gobiernos de facto. A esto se agrega, una fase de experimentación con diversos programas focalizados hacia grupos vulnerables, la que se mantendrá, aunque con ritmos variados, hasta el presente.

La reforma ensayada en el país fue considerada cauta (Castiglioni 2005) en la medida que la introducción de criterios liberalizadores en las políticas públicas no dio lugar a una versión ortodoxa del modelo de desarrollo que se intentaba implantar. En materia social, los sectores objeto de serias reformulaciones fueron el de seguridad social y el laboral, adoptando la nueva orientación económica (Midaglia y Antía 2007).

El subsistema público de jubilaciones y pensiones se semi-privatizó mediante la incorporación de actores privados en la administración de fondos, es decir que se introdujo un pilar de capitalización que se sumó al tradicional de reparto. En el área de mercado de trabajo se dio un proceso de desregulación y de flexibilización laboral, acompañados por recortes de prestaciones laborales. Como contrapartida, se lanzaron una serie de políticas activas de empleo, específicamente de capacitación, destinadas a la población económicamente activa con dificultades de inserción laboral.

Las otras arenas de políticas públicas estuvieron sujetas a recalibraciones (Pierson  2006) de distinta envergadura. A saber, en el sector educativo promovió una pauta de revisión que se diferenció de la típicamente liberal, ya que pareció iniciarse un reposicionamiento del Estado que se manifestó en distintas medidas sectoriales.

En el área de salud se llevaron a cabo modificaciones menores, esencialmente de tipo organizativo, como por ejemplo la introducción de algunas prácticas gerenciales en el funcionamiento del Ministerio de Salud Pública (Piotti 2002) o tibios intentos por descentralizar algunas funciones asistenciales agudizando los problemas de funcionamiento hasta su capacidad límite (Rodríguez Araújo 2011).

Finalmente, el campo de la asistencia y combate a la pobreza se revitalizó, registrando la promoción de iniciativas dirigidas a situaciones de vulnerabilidad, en las que el Estado poseía escasa experiencia. La promoción de estas medidas no estuvo acompañada de cambios organizativos e institucionales en la órbita estatal, sino que de forma precaria, se recurrió a espacios transitorios o excepcionales, con limitada capacidad de gestión.

Estos cambios en las principales arenas del sistema de protección ponen en evidencia la moderación del proyecto reformista pro-mercado adoptado. El sistema de políticas sociales emergente, si bien incluyó una serie de criterios liberales, continuó con la intervención del Estado, asegurando, aunque con menor calidad en sus prestaciones sociales básicas, un perfil de amparo social que ha sido calificado de estatal proteccionista (Martínez Franzoni 2007).

No obstante, importa reconocer que la matriz tradicional de bienestar experimentó transformaciones políticas e institucionales significativas, que marcaron el escenario en el que se inscribieron los cambios posteriores. La moderación en la implantación del paradigma dominante no fue equivalente a un “congelamiento” de la estructuración de los servicios sociales preexistentes, sino que supuso la incorporación de modificaciones graduales que terminaron generando un cambio relevante en la orientación y organización del sistema de protección uruguayo. En el nuevo escenario, las opciones focales y universales convivirán, pero con débiles canales de articulación y coordinación, inaugurándose así rutas o caminos cuasi paralelos de tratamiento de las necesidades sociales.

 

1.2  Recuperando la intervención estatal

 

El siglo XXI se inició con una profunda crisis socioeconómica que impactó directamente en el Cono Sur, fundamentalmente en Argentina y Uruguay. Frente a esta situación de emergencia, el país respondió con una serie de programas focalizados en la extrema pobreza y las instituciones de bienestar sobrevivientes de la fase de recorte, intentaron filtrar las consecuencias sociales derivadas de la crisis económica. Los porcentajes de pobreza e indigencia aumentaron de forma significativa, para comenzar a disminuir de manera continuada entre el 2004 40% de pobreza y el 2012 13%. Similar evolución tuvieron las cifras de indigencia, con un 4,7% en 2004, que en 2012 se había reducido al 0,6% de la población.

 


 

A partir del año 2004 Uruguay retoma la senda del crecimiento económico hasta el presente, reconociéndose años excepcionales para su patrón histórico. En ese sentido, en el período 2005-2012 se dio un sostenido aumento del PIB del 5,8% acumulativo anual (MEF 2012). En este contexto económico y social, la coalición de izquierda, Frente Amplio, asume por primera vez el gobierno nacional (2005-2010) y es reelegida para un segundo período (2010-2015). En líneas generales, resulta correcto afirmar que el gobierno de izquierda mejoró el patrón redistributivo a través de la puesta en práctica de un conjunto de reformas sectoriales, muchas de ellas, en el área social.

Entre esas reformas cabe destacar, el retorno a la regulación del mercado laboral, a través de la reinstalación de los Consejos de Salarios a lo largo de todas las ramas de actividad[1], el aumento del salario mínimo y las políticas de incentivo a la formalidad del empleo. También figuran iniciativas como la reforma de la salud, a lo que se agregan dos medidas políticamente significativas en el plano de la asistencia social: la creación del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES), y la puesta en marcha de un plan de atención a la pobreza estructurado en base a transferencias condicionadas de renta (Midaglia y Antía 2007). Este universo de revisiones sectoriales y nuevas medidas sociales tuvo como telón de fondo una política pública estratégica para aumentar la recaudación fiscal y mejorar la redistribución económica: la reforma tributaria[2].

El Frente Amplio marcó un cambio de rumbo en materia de bienestar, recuperando también de manera moderada, la intervención del Estado en este campo. Sin embargo, este reposicionamiento estatal no pareció detener o revertir la fragmentación interna que tenía el esquema de protección, sino que, en cierto sentido, cristalizó la separación entre el componente de asistencia y de bienestar vinculado con el empleo, al igual de lo sucedido en los maduros sistemas europeos.

Luego de dos períodos consecutivos de revisiones de distinto signo, la de los noventa y la del nuevo milenio, se constata que las reformulaciones sectoriales –jubilaciones y pensiones es la destacada en este sentido tienden a volverse resistentes a retornar a su condición original. Es decir, los ajustes promovidos en períodos anteriores introdujeron un nuevo legado en las arenas de referencias, estableciendo grupos de perdedores y ganadores que se comportan como frenos a modificaciones alternativas.

Resulta evidente que la pauta de renovación instalada puede traducirse en un problema de funcionamiento de la oferta pública en su conjunto, ya que cualquier medida correctiva de las inconsistencias sistémicas, dispersión o superposición de intervenciones, y/o fomento de inequidades sociales, tiene grandes chances de activar frenos y desconfianzas políticas latentes. El único sector de política pública que escapó de esta dinámica de cambio fue la laboral, debido a que la histórica alianza entre la izquierda política y los sindicatos presionó al capital a recuperar, bajo nuevos parámetros, los tradicionales instrumentos de distribución de la riqueza –Consejos de Salarios sin reeditar un escenario político polarizado.

En definitiva, los cambios sucesivos en el sistema de protección y asistencia social dieron lugar a un aumento de su complejidad y fragmentación interna, donde conviven sin nexos institucionales distintas orientaciones de políticas sociales. La estabilización de los programas asistencia y la incorporación de los colectivos informales y grupos de población en situación de pobreza al esquema de protección, si bien limita las estrategias clientelares, también cristaliza la segmentación de la atención pública. Es decir, se institucionaliza la dualización en el tratamiento de las problemáticas socioeconómicas a través del divorcio de un componente de asistencia social, financiado por rentas generales, y otro de bienestar, esencialmente contributivo.

A continuación, el artículo se centrará en identificar, las características de dualización presentes en tres pilares de la seguridad social: trabajo y jubilaciones, salud y asistencia social.

 

 

2.     El análisis en las diferentes áreas de política

 

2.1  Política laboral: ¿doble diferenciación de la protección?

 

Tal como se dijo, la orientación de la política laboral tuvo un cambio significativo con el acceso al gobierno del Frente Amplio en 2005, el cual promovió la asunción de un rol activo del Estado (Senatore 2009). Las principales medidas adoptadas se concentraron en tres áreas: i) la regulación de las relaciones laborales y el fomento del tripartismo, ii) una política de recuperación del salario y iii) la promoción de la formalización del empleo. Sin embargo, la estructura del mercado de trabajo continuó mostrando elevados niveles de segmentación, que las políticas han logrado atenuar, pero no revertir decididamente.

El proceso de reinstitucionalización de la negociación colectiva, como se dijo, tuvo al movimiento sindical –el PIT-CNT, central unificada─ como principal aliado del gobierno. De esta manera, se retomó la convocatoria a los Consejos de Salarios[3] y, posteriormente ese espacio se institucionalizaría con la creación de un “Sistema de Relaciones Laborales”[4]. Este nuevo sistema abrió la posibilidad de que los procesos de negociación colectiva se autonomizaran de la voluntad política del gobierno de turno (Pucci, Nion y Ciapessoni 2011: 124) en la medida que habilita a cualquiera de las tres partes –sindicatos, empresarios y Estado pueda convocar a los consejos de salarios.

La serie de cambios promovidos[5] generaron un fortalecimiento del actor sindical que se expresó en un aumento de la tasa de sindicalización, especialmente entre los trabajadores del sector privado y, por tanto, un incremento de su capacidad de movilización.

 


Las nuevas medidas parecen haber sido exitosas, ya que el número de puestos cotizantes a la seguridad social aumentó en un 60% en el período considerado (cuadro 1 del Anexo). En relación a los niveles salariales, el salario medio real y el salario mínimo real comenzó a recuperarse en 2005 y, en particular este último ganó posiciones al interior de la distribución salarial (Maurizio 2013: 11) (cuadro 1 del Anexo).

La reconvocatoria de los Consejos de Salarios, junto a los lineamientos de recuperación real impulsada por el Poder Ejecutivo, promovió un aumento del salario medio real e incrementos diferenciales de los salarios más sumergidos en las distintas ramas de actividad (MTSS 2013). Este proceso se retroalimentó, a su vez, del mencionado aumento del PIB y de la creciente productividad total de factores ─2,8% promedio anual en el período 2005-2012–  (MEF 2012).[6]

Sin embargo, cabe advertir que aún subsiste un amplio segmento de trabajadores que perciben ingresos bajos. En tal sentido, el 48% de los asalariados percibían en 2012 sueldos líquidos inferiores a $14.000, monto que resultaba insuficiente para cubrir el valor equivalente a dos líneas de pobreza urbana per capita. Este problema es más agudo entre los asalariados informales, ya que un 80% de los mismos perciben salarios inferiores a ese monto (ICD 2013: 1).

Por otra parte, el tercer cambio relevante consistió en impulsar la formalización del empleo. Tanto el dinamismo de la economía, como las políticas desplegadas con el fin de reducir los niveles de no registro en la seguridad social resultaron en una disminución significativa de la proporción de trabajadores informales. Entre las principales medidas cabe señalar la aprobación de normas que buscan incluir y regular las condiciones de empleo de algunas categorías de trabajadores con una alta incidencia de informalidad, tales como las trabajadoras domésticas[7] o los trabajadores subcontratados[8]. Otra medida relevante fue la ampliación del régimen de monotributo[9] que buscó facilitar el proceso de formalización de empresas de pequeña dimensión, que se encontraban al margen de la seguridad social (Lanzilotta 2009). Junto a ello, tuvo lugar también un incremento de la fiscalización laboral por parte de los organismos competentes.

De esta forma, la informalidad pasó del 35% en 2006 al 27% de los ocupados en 2012 (Cuadro 1 del Anexo). A pesar de tratarse de una disminución relevante, la proporción de trabajadores en esa condición es todavía elevada, lo cual constituye un problema central del funcionamiento del mercado de trabajo (Arim y Amarante 2009). A su vez, cuando se analiza la posición de los trabajadores en términos de ingresos, se observa que la brecha entre trabajadores informales y formales es alta, especialmente entre los que cuentan con bajos o nulos niveles de calificación. Aun cuando esa brecha se redujo a partir del año 2007, entre los trabajadores de bajo nivel de calificación los formales percibían un ingreso 120% superior al de los informales (gráfica 3).

Debido al tipo de tareas desempeñadas, los pobres niveles de cobertura de servicios sociales a la que acceden y los menores salarios que perciben, en conjunto, una mayor vulnerabilidad de los trabajadores informales[10] en relación al resto de la población.

 


 

En síntesis, en materia laboral aún persisten importantes niveles de dualización del mercado en su conjunto que se expresa en desiguales niveles de protección y remuneración entre los trabajadores informales respecto de los formales y, además, dentro de esta última categoría laboral, aún hay amplios segmentos de trabajadores que perciben ingresos bajos.

 

2.2  Política de retiro: cobertura universal y segmentada

En el plano de las jubilaciones y pensiones, Uruguay adoptó tempranamente el modelo bismarckiano de pasividades con sistemas de reparto vinculados a la historia contributiva del trabajador (Palier 2012). De acuerdo al diseño institucional de este tipo de sistemas, la cobertura depende de la participación en el mercado laboral formal, por lo que tiende a reproducir las desigualdades que se generan en el mismo.

En ese marco, en 1996 se aprobó una reforma estructural que complementó el tradicional sistema de reparto con un pilar de capitalización individual, inaugurando así un sistema de jubilaciones mixto. El nuevo sistema instauró un conjunto de condiciones más exigentes para acceder a las jubilaciones en términos de edad, años de servicio y reconocimiento de los años trabajados. Al estrechar la conexión entre los aportes durante la vida laboral y las jubilaciones se generaron un conjunto de problemas relacionados con la cobertura de los segmentos de trabajadores que tenían inserción laboral informal y/o inestable. A ese primer nivel de segmentación se suma el que aportan las cajas previsionales para-estatales, las cuales no fueron incluidas en la reforma de 1996, y establecen condiciones más favorables para el acceso y cálculo de las pasividades respecto de las que provee el régimen general. [11]

Si bien el sistema previsional tiene actualmente una cobertura casi universal de la población adulto-mayor (cuadro 1 del Anexo), las estimaciones para los años próximos indican que un altísimo porcentaje de la población no conseguiría cumplir con los requisitos de aportes para acceder a la jubilación, en virtud de la forma de cálculo para la obtención del beneficio del sistema previsional y de la informalidad e inestabilidad en el mercado de trabajo (Lagomarsino y Lanzilotta 2004).

Durante el gobierno del Frente Amplio, se instrumentaron reformas puntuales de algunos parámetros del sistema de pasividades que supusieron una flexibilización de las condiciones de acceso a las jubilaciones, favoreciendo así a la población con trayectorias laborales inestables y/o en condiciones de informalidad. Se propició la creación de un subsidio de asistencia a la vejez para las personas mayores de 64 y menores de 70 años en condiciones económicas críticas, con lo cual se complementó la cobertura de la pensión asistencial no contributiva, que abarcaba a esa población a partir de los 70 años de edad[12]. Asimismo, se flexibilizaron los criterios de acceso a las jubilaciones, a partir de la reducción de la cantidad de años requeridos de 35 a 30 y el reconocimiento a las mujeres trabajadoras de un año de servicio por cada hijo. También se flexibilizó el criterio de acceso a la jubilación por edad avanzada[13].

Estos cambios contribuyeron a que la cobertura previsional de la población adulto-mayor continuara siendo casi universal. En 2010 alcanzó al 98% de los mayores de 65 años, mayoritariamente a través de las prestaciones contributivas (91%) y secundariamente a través de prestaciones no contributivas (7%) (Gráfica 4).

 


 

Aun cuando los niveles de cobertura del sistema previsional sean elevados, estos siguen mostrando un elevado nivel de segmentación. En ese sentido, los montos de las jubilaciones que perciben las personas que se retiran dentro del régimen de reparto administrado por el BPS son considerablemente más bajos que los que los que lo hacen a través de alguna de las cajas para-estatales (Cuadro 2 del Anexo). Asimismo, existe una importante diferencia entre el monto de la pensión no contributiva destinada a los excluidos del mercado formal de empleo en relación con el beneficio promedio dirigido a los trabajadores formales (Antía 2013). Así, las pensiones asistenciales de vejez e invalidez representan el 45% del monto de las jubilaciones contributivas promedio servidas por el BPS.[14]

Por tanto, en cuanto a la política de retiro existen diferencias notorias en los montos que perciben distintas categorías de población propiciando elevados niveles de segmentación. A ello se le debe agregar que la modalidad de cálculo para acceder al beneficio jubilatorio que se introdujo con la reforma de los noventa, penaliza a los trabajadores informales e inestables, lo que en interacción con las condiciones del mercado de trabajo, comprometen las posibilidades de acceso a la previsión social de un vasto segmento de la población en un futuro.

 

2.3  Política de salud: ¿universalización dualizada?

Históricamente, la construcción del sistema de salud en Uruguay tuvo como principales rasgos el fuerte peso en materia asistencial adquirido por prestadores de carácter mutual –asociaciones de la sociedad civil sin fines de lucro en coexistencia con un Estado débil, tanto en materia de provisión como de regulación. Este patrón de construcción institucional se fue consolidando a lo largo del siglo XX, lo que redundó en un sistema que podría caracterizarse como “segmentado” (Londoño y Frenk 1995). Es decir que tuvo un subsistema privado con fines de lucro –marginal destinado a la atención de sectores socioeconómicos altos y medio-altos; un subsistema también privado, en muchos casos sin fines de lucro y mutual –principalmente a través de las Instituciones de Asistencia Médica Colectiva (IAMC) que brindó cobertura a los trabajadores formales y a sus familias a partir de las contribuciones a la seguridad social y un subsector público cuyo cometido fue el de brindar asistencia a los sectores vulnerables y aquellos pertenecientes al sector informal de la economía. Cada subsistema tenía mecanismos diferentes de regulación, provisión y financiamiento generando desigualdades en términos de equidad y eficiencia.

Hasta comienzos del siglo XXI, el Ministerio de Salud Pública (MSP) nunca llegó a consolidarse como un organismo rector del conjunto del sistema y ello sumado a la capacidad de organización y presión de los prestadores privados y de los colectivos médicos y no médicos, determinaron que el accionar del mismo se limitara a intervenciones marginales y tardías (Fuentes 2013). Además, hay que considerar que a partir de la reapertura democrática, en el marco de gobiernos de orientación pro-mercado, se optó por promover la consolidación de los seguros privados de atención médica, principalmente a partir de la no regulación. Este escenario se completaba con el control directo por parte del ministerio del prestador público, la Administración de Servicios de Salud del Estado (ASSE). Debido a que ASSE era un órgano desconcentrado del ministerio, la práctica rutinaria se orientó casi exclusivamente hacia el componente asistencial, en desmedro de la mirada sistémica.

Aunque el sistema poseía altos niveles de cobertura, no alcanzaba a estar universalizada. Sin embargo, gracias al creciente peso de ASSE, las personas que no accedían al subsistema de seguridad social –producto del continuo deterioro de las condiciones de empleo e ingresos ya mencionadas – podían tener cobertura mediante la comprobación de insuficiencia de ingresos. Hasta el año 2005 el 50,8% de la población se atendía en los centros públicos trabajadores informales, desempleados y personas en situación de pobreza o indigencia, mientras que el resto de población veía cubiertas sus demandas asistenciales en alguna Institución de Asistencia Médica Colectiva (IAMC) (43,6%), o en diferentes seguros privados parciales integrales, el 2,1% de la población (INE 2007 en MSP 2009).

Pero la crisis general no hizo más que catalizar una situación de aguda crisis sectorial de carácter estructural, tanto desde el punto de vista financiero[15] como de calidad de atención y de indicadores sanitarios. Entre estos problemas, pueden destacarse los siguientes: estancamiento y pérdida de dinamismo en los indicadores de salud; predominio de un modelo curativo de atención ─no preventivo; multiempleo del personal médico; dificultad en el acceso real a los servicios; crisis de confianza en el sistema por parte de los usuarios; débil desarrollo del rol rector del Ministerio, entre otros (MSP 2009). De modo que a nivel sectorial ya existía un consenso en torno a la necesidad de instrumentar cambios profundos, independientemente del partido político que alcanzara el gobierno.

Así, la primera administración de gobierno del Frente Amplio pondría en marcha la construcción de un Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS). El mismo tuvo como principales objetivos mejorar la solidaridad del modelo de financiamiento, modernizar el modelo de gestión, por ejemplo a través del fortalecimiento del rol rector del MSP y transformar los modelos existentes de atención, enfatizando la atención primaria y la prevención (Rodríguez Araújo 2011). En grandes trazos, el edificio normativo de la reforma de la salud se conformó a partir de tres leyes que propiciaron: la creación del Fondo Nacional de Salud (FONASA)[16]; la descentralización de ASSE respecto del MSP[17]; y la que determinó la existencia del Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS)[18].

En cuanto al primero de los macro objetivos de la reforma se puede decir que el proceso de implementación del SNIS generó un ingreso continuo de amplios sectores de la población al FONASA y mayores niveles de solidaridad en el financiamiento[19]. La incorporación más significativa fue la de personas menores de 18 años o mayores con alguna discapacidad, que adquirieron cobertura médica que antes no tenían, a partir de los aportes de alguno de sus padres. Este hecho marcó la gran expansión de la cobertura, como se puede observar en el siguiente gráfico, pasando de 724.830 personas en el año 2007 a 1.337.536 en el inicio de la reforma (agosto de 2008).

 


Si bien existe un cronograma de incorporación de nuevos colectivos por capas hasta el año 2016 –respaldado en ley buscando preservar la sustentabilidad financiera del sistema, lo cierto es que aunque ese plan se cumpliera totalmente, todavía quedaría casi un 30% de la población afuera del FONASA. Queda configurada de esta manera una situación de tratamientos diferenciales múltiples a la población. Por un lado, una consideración específica para aquellos colectivos con arreglos corporativos, como militares y policías. En segundo término, también habrá una exclusión del fondo de aquellas personas informalmente insertas en el mercado de empleo o sin los recursos suficientes para hacerse cargo de los costos de una cuota mutual, por lo que su cobertura dependerá de ASSE.

En materia de competencia por usuarios, se han enviado señales diversas, cuyo impacto sistémico puede ser contraproducente a la hora de pensar en soluciones para reducir la fragmentación del sistema. Mientras que por un lado, el nuevo sistema habilitó la opción de ASSE como prestador para cualquier contribuyente al FONASA –cosa que no ocurría en el sistema anterior intentando hacer competir a esta institución con las IAMC, el resultado hasta el momento ha sido que en realidad, más que una opción de elección ha sido una opción de salida para aquellos usuarios de ASSE que ingresaron al FONASA. De hecho, ASSE pasó de cubrir al ya citado 50.8%, a un 34% de la población atendida. Las grandes beneficiarias de esta “fuga” han sido las IAMC, quienes al 2011 crecieron casi un 15% en relación a las cifras mencionadas anteriormente, atendiendo al 58% de la población cubierta (ASSE 2011).

El cierre del último período de cambio, en febrero del 2013, confirma la tendencia mencionada como se puede observar en el cuadro 3 del Anexo. Mientras la gran mayoría de la población que optó por cambiar lo hizo hacia alguna IAMC, ya sea de Montevideo como del interior del país, ASSE registra un saldo claramente negativo.

Si bien estos datos no reflejan la cobertura de los seguros privados integrales, es preciso destacar que en relación a este subsector, la implementación de la reforma introdujo un cambio en la competencia por usuarios ya que las personas pueden optar por trasladar su cápita FONASA a un seguro privado integral, al tiempo que deben hacerse cargo del sobrecosto fijado libremente por cada empresa. Este escenario ha determinado que un número de personas, aún no significativo pero sí constante, haya optado por pasar hacia los seguros integrales. Esto queda de manifiesto al observar el peso de los afiliados FONASA (55,25%[20]) sobre el total de la masa de afiliados de estos seguros en el año 2013.

Debido a que al mismo tiempo ASSE ha recibido importantes incrementos presupuestales, indicadores como gasto por usuario o salarios promedio han tenido una mejora sustantiva. Sin embargo, con menos personas que atender y más recursos disponibles, los déficits asistenciales son de magnitud. A pesar del incremento presupuestal, sólo a modo de ejemplo, al año 2011 el gasto de ASSE era un 86% del gasto realizado por las IAMC[21] y las dependencias públicas únicamente poseen el 25% de las camas de cuidados intensivos del país[22]. Estas diferencias también se pueden observar en relación a los salarios médicos: mientras el salario promedio de un médico de una IAMC de Montevideo es de $51.503 ronda los U$S2.300, el salario promedio del médico de ASSE es $29.245 aproximadamente U$S1.300 (MSP, 2010).

Esta situación del prestador público, se puede explicar desde diferentes factores: por un lado, la imagen construida históricamente de la salud pública como “salud pobre para pobres” no es algo que pueda transformarse rápidamente. Pero además, al mantener la responsabilidad de cubrir a las personas de peor condición socioeconómica que quedan por fuera del sistema, se dificulta cualquier cambio en la percepción ciudadana. De esta manera, todavía opera en el imaginario social que el pasaje hacia una IAMC constituye un indicador de ascenso social.

Por tanto, la principal institución pública está cambiando sus funciones, se le ha incrementado su presupuesto –el gasto por usuario del sector mutual era en el año 2005, 3,5 veces superior al gasto realizado por ASSE, y al 2010 se había acortado la brecha a 1,16[23] y se le piden nuevas tareas como por ejemplo la coordinación de toda la red pública de atención sanitaria, pero con las mismas herramientas de antes.

Se puede decir que la economía política de la reforma ha determinado que muchos de los impulsos iniciales se hayan visto frenados, o en algunos casos desvirtuados, como consecuencia de las presiones de ciertos colectivos, o la propia indefinición a nivel de gobierno sobre cómo debe seguir el proceso. El resultado hasta el momento parece haber consolidado un recalibramiento (Pierson 2006) del sistema anterior, más que una transformación radical del mismo.

Mientras ASSE sea el único responsable por la atención de la población más carenciada, difícilmente logre quitarse el estigma de “atención para pobres”. Al mismo tiempo, si no se asume políticamente el desafío de transformar esta institución, el polo público seguirá consolidándose como un espacio de asistencialismo, que, como contrapartida tendrá un polo contributivo atendido por prestadores privados sin fines de lucro, que cada vez estará más atomizado. Dicha superpoblación podrá eventualmente redundar en un deterioro de la calidad de atención, que oficiará como catalizador para la fuga de los sectores profesionales con mejores ingresos hacia los prestadores privados con fines de lucro. En definitiva, de no retomar aspectos de la propuesta original de reforma, se corre el riesgo de no romper con la segmentación, avanzando en su institucionalización hacia una endogenización de la dualización.

 

2.4  Políticas de asistencia: ¿inclusión sin integración?

Como se ha mencionado precedentemente, la crisis económica que atravesó el país en el año 2002 conllevó graves impactos económicos y sociales generando entre otros factores, importantes aumentos en los niveles de pobreza e indigencia del país (ver Gráfica 1). Además, dadas las características del nuevo modelo de desarrollo, en el período de la crisis se registraron importantes niveles de concentración del ingreso, con una leve disminución al final del período de gobierno pasado y comienzo del actual. Así, la distribución del ingreso medida por el índice de Gini para todo el país urbano pasó de 0.433 en 2003, 0.427 en el 2005, 0.448 en el 2007, 0,430 en el 2009 y de 0,378 en el 2012 (Presidencia de la República 2013).

Es en ese contexto de deterioro social que el Frente Amplio inauguró su primer gobierno impulsando un conjunto de medidas destinadas exclusivamente a la atención de las situaciones de pobreza e indigencia social. Una de las iniciativas políticamente significativas en el plano de la asistencia fue la creación de un organismo especializado en el abordaje de las situaciones de vulnerabilidad socioeconómica, el Ministerio de Desarrollo Social (MIDES). Esa entidad llevaría adelante un instrumento transitorio, el Plan de Atención a la Emergencia Social (PANES)[24], con el objetivo de atender las necesidades básicas de los hogares en peor situación socioeconómica –pobreza extrema o indigencia─. Una vez terminado el PANES, a fines del año 2007, se pondría en marcha el Plan de Equidad que, estructurado en base a transferencias condicionadas de renta, tenía a la vez el objetivo de ajustar el sistema de protección y bienestar social mediante diversas prestaciones para atender a los estratos socioeconómicos de peor situación.

El Plan reformuló dos instrumentos de transferencias monetarias: las Asignaciones Familiares (AFAM) [25] y las ya indicadas pensiones a la vejez (ver sección laboral de este artículo). Ambas medidas supusieron la puesta en marcha de renovados mecanismos de transferencias monetarias, y en particular el nuevo régimen de AFAM se constituyó en una pieza estratégica del sistema de protección social. Cabe señalar que en el año 1999 se había iniciado un cambio en el régimen general de AFAM, que se consolida en una versión más amplia e integral con la ley del año 2008, para atender a sectores sociales sin vínculos formales con el mercado de trabajo[26], generando un dispositivo de carácter permanente de apoyo para enfrentar las situaciones de vulnerabilidad social.

El monto de las nuevas AFAM es superior al de las contributivas y, a su vez, es diferencial y escalonado según la edad y el nivel educativo cursado por el beneficiario y varía según la composición del hogar. Además, vale acotar que los montos de las AFAM se ajustan en base al Índice de Precios al Consumo (IPC), de forma que termina resultando una medida contra cíclica ya que limita la pérdida de poder adquisitivo de los beneficiarios en períodos de crisis económica. Interesa añadir que si bien en el diseño original se estipularon una serie de condicionalidades al acceso a la prestación –asistencia a los centros educativos y a controles sanitarios sólo se comenzó a controlar en el año 2013 y únicamente respecto a la asistencia educativa.

Además de ese instrumento central, se incluyeron en el Plan una serie de programas complementarios de educación, otros concernientes al mundo laboral y algunos dirigidos a fomentar la participación social, entre otros (Plan de Equidad 2007). También contó con una prestación de apoyo alimentario, la Tarjeta Alimentaria[27], destinado originalmente a los hogares aceptados en el PANES que contaban con personas menores de 18 años o embarazadas. A partir del año 2010 se determinó que los 15 mil hogares en peores condiciones socioeconómicas recibirían un monto duplicado de esta tarjeta.

En el actual período de gobierno, si bien se continuó con la implementación del Plan de Equidad, se redujo su dinamismo y se dejaron de lado algunos debates pendientes. En una situación similar de poca profundización estuvo la puesta en marcha de una iniciativa novedosa enmarcada en la propuesta electoral del actual gobierno, como lo fue el Sistema Nacional de Cuidados, que ha quedado en intervenciones marginales en formatos de planes pilotos. En cambio sí se han desarrollado una serie de acciones focalizadas, denominados Programas Prioritarios[28], destinados a la población en pobreza extrema o indigencia.

La puesta en marcha de este universo de medidas de asistencia, en versión de planes o simples iniciativas focales, supuso la inclusión de nuevos grupos de población al esquema de protección social. Pero si no se establecen niveles de complementariedad con las políticas sectoriales y de coordinación institucional, se corre el peligro de aumentar la fragmentación de la oferta pública de asistencia dirigida a situaciones sociales especiales.

A partir de lo anterior se puede establecer que en los últimos años se ha asistido a un proceso de extensión de programas de transferencias de rentas (clásicos y nuevos), complementados con otras intervenciones sociales. Estas transferencias han mejorado la cobertura de los hogares con menores de 18 años (AFAM) y de aquellos con personas mayores de 65 (Pensiones asistenciales), impactando en la reducción de los niveles de pobreza e indigencia. Sin embargo aún resta abordar los déficits de cobertura en hogares constituidos esencialmente por adultos en situación socioeconómica crítica. La gráfica que sigue muestra esta tendencia creciente de aumento del número de beneficiarios de las dos transferencias monetarias no contributivas más significativas (AFAM y Tarjeta Alimentaria).

 

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Los montos transferidos mediante estos instrumentos han llevado a impactos redistributivos (Amarante et al 2012), no obstante esos impactos socioeconómicos, las prestaciones no contributivas aún siguen siendo más reducidas que las contributivas (Antía 2013), ya que este tipo de medidas insumen un bajo porcentaje del gasto público total. Mientras las jubilaciones y pensiones ocupaban un 8,8 de la proporción del gasto en relación al PIB, las AFAM (contributivas y no contributivas) representaban, en ese año, un 0,9 del gasto en relación al PIB (Colafrancheschi y Vigorito 2013).

Las reformuladas AFAM supusieron, por un lado, un avance político para la consideración de las problemáticas de vulnerabilidad social, en tanto se asume que las situaciones de pobreza e indigencia no pueden resolverse exclusivamente vía mercado, sino que el Estado debe intervenir activamente para mitigarlas (Midaglia 2012).

No obstante ello, la orientación que ha tomado el componente de asistencia no está exento de complejidades o pautas que pueden contribuir a una fragmentación del sistema de protección. En primer lugar por la difícil coexistencia de los dos subsistemas –contributivo y no contributivo que se puede agravar para captar, adecuadamente a ciertos segmentos de población. En segundo lugar porque si bien se han institucionalizado y expandido su cobertura, sin embargo este conjunto de prestaciones no están claramente articuladas con el componente universal, en particular el relativo al empleo.

La desvinculación de las prestaciones monetarias –la de AFAM y las otras mencionadas respecto al mercado de empleo termina generando una autonomización del conflicto redistributivo de ingresos por salarios, pudiendo ocasionar una precarización de la prestación otorgada (Midaglia 2012).

Se podría pensar que las condicionalidades de los instrumentos de transferencias podrían operar como vínculo con el componente de bienestar del sistema. No obstante ello, en la medida que las AFAM no están expresamente diseñadas con objetivos educativos y/o sanitarios, es dudoso el impacto positivo que en materia de acceso a servicios sociales puedan tener esas condicionalidades (Lo Vuolo 2010).

En definitiva, se puede decir que en materia de asistencia se ha consagrado un piso mínimo de protección para poblaciones anteriormente no cubiertas. Sin embargo, aún no se han generado los ajustes necesarios al régimen de provisión social –en lo relativo a su orientación, acceso y financiamiento de forma tal que las actuales pautas de inclusión posibiliten rutas de integración social.

3.     Consideraciones finales 

Repasadas las reformulaciones más importantes de políticas de protección y bienestar llevadas a cabo por los dos gobiernos del Frente Amplio durante el período 2005-2013, parece clara la coexistencia de orientaciones disímiles entre diferentes sectores de políticas sociales, sin claras articulaciones institucionales entre sí. Es importante señalar en este punto, que entre las dos administraciones frentistas se mantuvieron líneas de continuidad en el campo social, pero tampoco hay lugar a duda que el primer gobierno tuvo una actividad más intensa e innovadora en este plano.

De los cambios reseñados se destacan, por el lado de la política laboral, la permanencia de pautas diferentes para aquellas personas insertas en el mercado formal de empleo, en comparación con las que trabajan en contextos de informalidad y precariedad. Estas diferencias se expresan, tanto en los niveles de protección como de remuneración. Si bien las políticas implementadas, junto con la expansión económica, propiciaron un aumento de la formalización del empleo, el hecho de que la estructura del mercado continúe siendo tan heterogénea determina que la separación no sea únicamente entre formales e informales, sino que incluso dentro de los formales las variaciones son muy importantes.

En relación al sector de políticas de retiro, la fragmentación y dualización en el mercado laboral se observa replicada en términos de ingresos por pensiones y jubilaciones. A este hecho debe agregarse también la característica del nuevo sistema de seguridad social creado en 1996, que introdujo la penalización del trabajo informal y precario a la hora de calcular los niveles de ingresos y de acceso a las jubilaciones. Estos son simplemente algunos de los aspectos que evidencian la complejidad y la fragmentación del esquema de bienestar emergente. Estas expresiones político-institucionales deben inscribirse en un mercado de trabajo, que además de los típicos niveles de informalidad característicos de la región, ha naturalizado otras formas de precarización laboral a través de contratos que implican derechos sociales limitados.

En materia de atención sanitaria, la reforma realizada por el Frente Amplio ha tenido resultados positivos en términos de incorporación de grandes porciones de la población a la cobertura formal, entre otros factores. Pero al mismo tiempo, lejos de diluir las grandes diferencias heredadas entre los prestadores públicos y privados, las mismas –atenuadas– se han consolidado cada vez más, confirmando la estructura dual de provisión. Pero además, la arquitectura del sistema no parece ofrecer demasiadas perspectivas de que este esquema pueda ser revertido en el futuro.

Finalmente, en materia de asistencia social, de forma similar a lo constatado para el sector salud, los avances en la inclusión de segmentos de población que carecían de protecciones mínimas, se ven matizados por las dificultades de articulación de estas iniciativas con los componentes de bienestar. Este recorrido podría inhibir el fortalecimiento de rutas de integración social, a favor de la consolidación de rutas paralelas – y sobre todo desiguales – de desarrollo social.

Al no terminar de reorientar las estructuras de provisión consolidadas en décadas anteriores, el conjunto de avances que ha realizado el país en materia social (en términos sectoriales y de inversión pública) tiende a diluirse ante la dinámica segmentada de la operativa de provisión social. Si bien existen matices entre sectores, en líneas generales los estratos en mejor posición económica y política atienden sus riesgos sociales recurriendo al mercado y/o aquellas unidades del sistema que mejor funcionan, mientras que los sectores sociales bajos utilizan la vía de la asistencia pública. En definitiva, se abandona explícitamente la pretensión política de cubrir las necesidades de los diversos grupos sociales por los mismos principios e instituciones, consolidando con recursos públicos un esquema dual de bienestar.

Este escenario, fragmentado y dualizado, no necesariamente se consolida como rasgo estático de la nueva matriz de bienestar. Por el contrario, el país cuenta con posibilidades de combatir esos aspectos a través de readecuaciones de las políticas sociales de opción universal, que contribuyan a la integración social y recreen mecanismos de igualdad de oportunidades. De esta manera, el abordaje y moderación de esta problemática sistémica se ha transformado en uno de los principales desafíos que enfrenta el esquema de protección y bienestar nacional.

 

 

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Anexo:


 


 




* Docentes e investigadores del Instituto de Ciencia Política, FCS, UdelaR.  

 

[1] Hasta ese momento algunos sectores de actividad siguieron teniendo instancias de negación pero se reunían de manera voluntaria entre las partes.

[2] Sumado a la reforma de la Dirección General de Impositiva, se introdujo el Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (IRPF) simplificando la estructura impositiva, y mejorando notoriamente los niveles de progresividad de la misma.

[3] Decreto 105/05 dentro de la ley Nº 10.449 de 1943. En la convocatoria se incluyó a sectores anteriormente no convocados tales como el público, trabajadores rurales y domésticas.

[4] Ley 18.566 para el sector privado y Ley 18.508 para el sector público.

[5] Entre otros se puede mencionar la ley de promoción y protección de la libertad sindical (Ley Nº 17.940 de 2006).

[6]La productividad total de factores es el aumento de la producción que no es atribuible al incremento de la cantidad de factores productivos (capital, tierra, trabajo) utilizados.

[7] Ley N° 18065 de 2006.

[8] Leyes N° 18099 de 2007 y 18215 de 2008.

[9] Ley N° 18083 de 2006 y Ley N° 18.874 de 2011.

[10] Véase al respecto: Doneschi y Patrón 2012.

[11] Se trata de las cajas de Profesionales Universitarios, Notarial, Bancaria, Policial y Militar y operan de forma paralela al sistema de reparto público administrado por el Banco de Previsión Social (BPS).

[12] Ley Nº 18.241 de 2008.

[13] Ley Nº 18.395 de 2008.

[14] Cálculos sobre la base de BPS 2012, con datos de diciembre de 2010.

[15] A comienzos del siglo XXI se había producido el cierre de diversas instituciones prestadoras y la gran mayoría de las IAMC restantes tenían una situación extremadamente precarias.

[16] Ley Nº 18.131 de mayo de 2007.

[17] Ley Nº 18.161 de julio de 2007.

[18] Ley Nº 18.211 de diciembre de 2007.

[19] Las contribuciones al sistema son de carácter proporcional al ingreso.

[20] Según datos de la División Economía de la Salud del MSP.

[21] Según Diario El País del 11 de julio de 2012. Consultado en: http://historico.elpais.com.uy/120711/pnacio-651205/nacional/Se-duplico-gasto-en-salud-en-siete-ano

[22] Según Diario El País del 24 de julio de 2011. Consultado en: http://historico.elpais.com.uy/110724/pnacio-581937/nacional/No-faltan-camas-pero-cti-desbordan/

[23] Datos tomados de la página electrónica del Ministerio de Salud Pública: http://www.msp.gub.uy/ucecsalud_4971_1.html

[24] Creado mediante la ley 17.869 de 2005.

[25] La ley 18.227 de febrero de 2008 reformó las clásicas Asignaciones Familiares que habían sido inicialmente instrumentadas en 1943 mediante la Ley 10.449 que creaba los Consejos de Salarios y habilitaba la instauración de las Cajas de Compensación de Asignaciones Familiares con carácter obligatorio para el sector privado. Importa señalar que, posteriormente, se le han realizado una serie de modificaciones a las AFAM aunque aquí se considera que el cambio más relevante se da con la instrumentación del Plan de Equidad.

[26] Para ver las diferentes reformas introducidas al régimen de Asignaciones Familiares ver: Midaglia y Silveira 2011, entre otros.

[27]En la actual Administración la prestación pasó a denominarse Tarjeta Uruguay Social (TUS).

[28] Se trata de los programas Jóvenes en Red, Cercanías y Uruguay Crece Contigo.

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