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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.22 no.spe Montevideo dic. 2013

 

Los desafíos de la protección social en un país de renta alta: el caso chileno

 

The challenges of social protection in a high-income country: the Chilean case

 

 

Claudia Robles Farías*

 

Resumen: Desde 1990, Chile ha consolidado un modelo de desarrollo social que ha llevado a la reducción de la pobreza y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población. La política social, y en especial, la protección social, han jugado un papel importante en este logro. Reconociendo que la desigualdad es todavía un nudo crítico para el desarrollo del país, el artículo revisa los avances, brechas y desafíos de la protección social para contribuir al acceso igualitario al bienestar. Para ello, el artículo concluye, se requiere implementar medidas de mayor potencial redistributivo. Este análisis ilustra una serie de aspectos que otros países pueden considerar al momento de adoptar estas políticas y evaluar su rol transformador en la estructura social.

 

Palabras claves: protección social, Chile, igualdad, bienestar.

 

Abstract: Since 1990, Chile has consolidated a model of social development that has led to poverty reduction and the improvement in people’s living conditions. Social policy, and specially, social protection has played an important part in this achievement. Acknowledging that inequality is still an obstacle to development in the country, this paper explores the progress, gaps and challenges ahead for social protection to contribute to enlarging equal access to welfare. The article concludes that this will demand the implementation of a group of measures with a higher redistributive potential. This analysis indicates a series of aspects that other countries might consider before adopting these policies and evaluating their transformative role in the social structure.

 

Key words: social protection, Chile, equality, welfare.

 

 

Introducción

 

En 1990, el primer gobierno de centro-izquierda elegido democráticamente luego de 17 años de dictadura, recibía un país con más de un tercio de su población en situación de pobreza, fuertemente desigual, con un alto grado de desconfianza hacia el funcionamiento de la democracia y heridas sociales y cívicas profundas luego de casi dos décadas de violencia política. Este panorama contrastaba con el alto rendimiento económico del país, gestado a través de un modelo de libre mercado, centrado en la exportación de bienes primarios, la privatización de los servicios sociales y un nivel relativamente bajo de gasto público social (PNUD 1998). Dos décadas más tarde, el panorama nacional se había transformado sustantivamente. Mientras la economía mantenía su vigor y existía estabilidad política, la pobreza monetaria había caído 28 puntos porcentuales, y aunque la desigualdad se mantenía relativamente alta, se observaba su declive progresivo.

Entre ambos períodos había ocurrido una transformación importante en el abordaje de la política social, expandiendo primero la red de programas sociales y servicios públicos orientada a la población más vulnerable para garantizarle el acceso a servicios y medios para satisfacer sus necesidades básicas, y luego, consolidando un sistema de protección social como mecanismo que buscaba garantizar estatalmente el ejercicio de derechos sociales por parte de su población (Hardy 2010) y protegerla frente a riesgos socioeconómicos que amenazaran su bienestar. Junto a ello, el país siguió creciendo y manteniendo su reputación en términos de la estabilidad y prosperidad económica (OECD 2013a). En su conjunto, esta dinámica permitió el rápido mejoramiento en el bienestar de la población del país, posicionándolo en una posición privilegiada en términos de su desarrollo (ibid).  En este tránsito, la política social, y en particular, la protección social pasó de ocupar un papel más bien modesto en el debate público de fines de los noventa, a uno protagónico (Barrientos 2013)

En el balance, y pese a los avances, la desigualdad se ha mantenido como un nudo crítico de este proceso, obstaculizando el acceso a una misma base de garantías sociales para toda la ciudadanía, y con ello, imponiendo trabas sustantivas para alcanzar el pleno desarrollo del país. En este contexto, el artículo revisa los avances y desafíos de la protección social en Chile, analizando su capacidad para generar cambios estructurales a la base de la reproducción de la desigualdad en el país. El artículo analiza estos aspectos a través de la documentación sobre políticas de protección social implementadas en Chile entre los años 1990 y 2013 e información secundaria –estadísticas y estudios- disponible sobre sus efectos en estas dimensiones. Con ello, se pretende aportar a la reflexión regional sobre el papel de la política social y el peso de su trayectoria para un proyecto que trascienda la reducción de la pobreza y se orienta a consolidar el bienestar de su ciudadanía.

La estructura del artículo es la siguiente. La primera sección identifica elementos conceptuales para el análisis propuesto en el documento. La segunda sección identifica los principales hitos en la construcción de las políticas recientes de protección social en Chile. La tercera sección discute los avances y desafíos de la protección social desde el enfoque propuesto.

 

 

1.     La protección social y el desafío de la igualdad: elementos para el análisis

 

La discusión sobre el bienestar y la posibilidad de alcanzarlo a través de la política social es amplia y controversial. Mientras algunos autores identifican oportunidades para ello en la capacidad que ésta tiene para transformar el marco más amplio en el que se gestan las relaciones y estructura social (Esping Andersen y Myles 2012) –por ejemplo, facilitando que las sociedades se vuelvan más igualitarias conforme umbrales de acceso a educación y salud de calidad son alcanzados por toda la ciudadanía otros relevan la capacidad de estas políticas para mantener y amplificar las desigualdades estructurales (Teichman 2008) o no abordarlas, por su débil encadenamiento con las políticas sectoriales de mayor potencial transformador (Sojo 2007). En ello, se muestran diversas orientaciones ideológicas sobre el papel de los estados en la provisión del bienestar frente al sector privado, el mayor o menor vigor de la solidaridad en su financiamiento, y el grupo al que las intervenciones debieran ir dirigidas (Briggs 1961).

Un abordaje tímido de los factores estructurales de la desigualdad a través de la política social se expresa, por ejemplo, en el caso de políticas que promueven un acceso a servicios de calidad diferenciada, según la base contributiva en la que ese acceso esté fundado y que se manifiesta, por ejemplo, en muy diferentes niveles de garantías de ingresos en la vejez o en servicios sociales altamente estratificados según su provisión pública o privada. Éste también es el caso de agendas de política social centradas, de manera prioritaria, en políticas selectivas o focalizadas de combate a la pobreza, en desarticulación de reformas sectoriales sustantivas. Estas medidas han sido extensamente implementadas en países de América Latina, buscando palear y ampliar el acceso de la población más vulnerable a servicios sociales e instrumentos de protección de los ingresos, como parte de la implementación, o como respuesta a los adversos efectos sociales detectados, de los programas de ajuste estructural a las economías[1] (Draibe y Riesco 2009; Teichman 2008). Siendo este objetivo plenamente atendible, en base a la función que cumplen, su implementación no ha conducido necesariamente a estrechar las disparidades sociales las que parecieran permanecer atrincheradas en sociedades como la chilena.

La protección social, como un enfoque concreto de la política social que asume el resguardo del bienestar de la población frente a riesgos socioeconómicos, exhibe también esta tensión. En América Latina, sus orígenes se vinculan al desarrollo de “redes sociales de aseguramiento” (safety nets), las que, reaccionando a los impactos de las reformas estructurales de las décadas de los ochenta y noventa, buscaban mitigar el declive de recursos (económicos, pero también de salud y educación) y su desacumulación entre los hogares más vulnerables (Serrano y Raczynski 2003). En un segundo momento, estas políticas buscan consolidar enfoques integrales de intervención frente a riesgos socioeconómicos (Barrientos y Hulme 2008; ONU 2000) y han ganado gran protagonismo en función de su relativo costo-efectividad y adhesión ciudadana, entre otros factores (Cecchini y Martínez 2011).

En general, el enfoque contemporáneo de protección social pone atención especial en programas de índole no contributivo, focalizados en la población en situación de pobreza, cuya erradicación constituye  uno de los objetivos centrales de sus políticas (Midgley 2012). Su prestación no se vincula necesariamente a la inserción en el mercado formal del trabajo, siendo la búsqueda por una mayor articulación entre los componentes contributivos y no contributivos de la protección social (seguridad y asistencia social, respectivamente) todavía escasa. Así, estas políticas pueden mantener o amplificar la fragmentación ya existente, por ejemplo, en cuanto a prestaciones diferenciadas a las que se accede por la vía contributiva o no contributiva. Asimismo, su articulación con las políticas sectoriales de salud, educación, empleo o vivienda está más bien circunscrita a fomentar el acceso a servicios sociales existentes, por ejemplo, a través de políticas de transferencias monetarias condicionadas o no condicionadas y subsidios. En este sentido, y valorando el efecto de atención y reducción de la pobreza, así planteadas, el impacto de estas políticas sería más bien limitado en términos de la transformación estructural requerida para reducir la desigualdad[2]

A la larga, y de no mediar reformas sustantivas, es esperable que la política social, incluida la protección social, sea confrontada contra el dilema ineludible de avanzar hacia horizontes más progresivos e incrementales de bienestar para la ciudadanía en su conjunto, más allá de la pobreza, en base a garantías de equidad e igual calidad en las prestaciones recibidas. Lo anterior no sólo se sustenta en la probable voluntad política y mayor presión por la expansión de políticas universales, que desde la teoría, sería mayor para administraciones de centro-izquierda[3], sino también en los desafíos que impone lograr niveles altos de productividad, especialmente relevantes para países en el umbral de desarrollo, como los recientemente catalogados como de renta alta[4]. La evidencia es concluyente sobre el impacto de mayor igualdad en la menor incidencia de problemas sociales y el mayor desarrollo (Wilkinson y Pickett 2010), así como sobre los nudos que se enfrentan al mantener sistemas educativos o de salud desiguales para alcanzar niveles de productividad crecientes, como ha sido evidenciado para Chile (OECD 2013). ¿Qué abordaje podría adoptar la política social, y en especial, la protección social en este contexto, para contribuir, junto a la política económica y dinámicas laborales, en una agenda que enfrente la reducción de la desigualdad y el logro de crecientes niveles de bienestar como ejes prioritarios?

En términos básicos, el bienestar refiere a la capacidad colectiva de las sociedades para garantizar a la ciudadanía el acceso a un estándar adecuado de vida. Éste se refleja en el goce y protección de un nivel determinado de ingresos y consumo, así como de oportunidades (Marcel y Rivera 2008).  Esta capacidad variará en función de los regímenes de bienestar imperantes en cada sociedad, los que expresan diversos arreglos de políticas y principios respecto del rol del Estado, la familia y mercado en su operación, y que conllevan a resultados y accesos a oportunidades más o menos igualitarios[5]. De acuerdo a Esping-Andersen (1990, 1999), estos regímenes producen distintas formas de producir y consumir bienestar, combinando en diversos grados cuatro rasgos: a) la relación público/privada en la provisión del bienestar, b) el grado de desmercantilización (decommodification) o acceso por fuera del mercado a los servicios sociales, c) la estratificación social resultante, resaltando el papel transformador de la política social en moldear las relaciones sociales y generar determinados resultados más o menos igualitarios; y, d) de desfamiliarización (de-familiarisation) o de autonomía frente a los sistemas domésticos de cuidado y protección para la previsión social y el bienestar.

De acuerdo a Briggs (1961), los estados de bienestar maduros asumen tres funciones principales respecto de la producción y distribución del bienestar: a) garantizar un nivel de ingreso mínimo, independiente del status laboral; b) reducir el margen de inseguridad y vulnerabilidad a riesgos y contingencias sociales; y c) asegurar a toda la ciudadanía el acceso a un conjunto de servicios sociales con estándares de calidad consensuados. Sin embargo, la existencia de estados de bienestar no asegura resultados igualitarios. De acuerdo a Esping-Andersen y Myles (2012), esto requiere del abordaje específico de tres tipos de riesgos: aquellos que se derivan del ciclo de vida y que demandan un enfoque de aseguramiento permanente (redistribución horizontal); los que se vinculan a la estratificación social entre grupos más y menos desaventajados (redistribución vertical), a través de medidas como la progresividad de los impuestos o de erradicación de la pobreza; y la redistribución inter-generacional, que aborda los riesgos derivados de la herencia social a través de mecanismos que fomenten la igualdad de oportunidades, como las políticas de salud y educación.

En el caso de América Latina, con una limitada capacidad estatal para desmercantilizar y generar sistemas inclusivos y universales de bienestar (Draibe y Riesco 2009), un giro hacia la igualdad requerirá tematizar qué umbrales pueden ser garantizados a toda la ciudadanía para cumplir las tres funciones señaladas e identificar cómo superar la estratificación resultante de los arreglos vigentes, abordando los riesgos mencionados. Las políticas de protección social podrían aportar en este proceso, aunque no garantizarían por sí solas, este cambio. Su articulación con políticas sectoriales y laborales que busquen explícitamente reducir la estratificación vigente resultará imprescindible, superando su anclaje exclusivo en la pobreza, como se propone para el caso de Chile. 

 

 

2.     La construcción de un enfoque de protección social en Chile (1990-2013): principales hitos

 

La reducción de la pobreza y desigualdad en Chile se transformó en un objetivo político prioritario al retorno de la democracia en 1990[6]. Para abordarlo, se implementaron una serie de reformas y programas, sociales altamente focalizados en la población más carenciada del país (Serrano y Raczynski 2003).

La etapa comprendida entre 1990 y 2000 puede ser visualizada como una primera fase[7] de instalación y expansión de la política social con foco en la atención a la pobreza. En este contexto, y retomando los ejes de análisis planteados en la sección 2, el enfoque implementado combinó un énfasis en la consolidación de la cobertura universal a un mínimo de prestaciones sociales en educación y salud y la moderada ampliación de instrumentos de protección social no contributivos (Hardy 2010; Larrañaga 2010). Así, por ejemplo, se generaron esfuerzos para resolver parte del déficit habitacional prevaleciente en el país a través de subsidios dirigidos a la población extremadamente pobre (Larrañaga 2010). En el sector educación, se implementaron reformas que buscaron elevar la calidad en las escuelas más vulnerables, mejorar el currículo educativo y ampliar la jornada escolar (ibid).  En salud, se reforzó el sistema público y amplió considerablemente el acceso de la población a estos servicios. En esta fase, las transferencias monetarias como instrumentos de protección social de apoyo a hogares extremadamente pobres y para la vejez, no sufrieron grandes alteraciones y más bien fueron continuistas de prestaciones pre-existentes[8].

La protección social como enfoque de política social se consolida desde fines de la década de los noventa y comienzos del 2000. De acuerdo a Hardy (2010), se aprecia entonces una reorientación desde una lógica de satisfacción de necesidades básicas a un enfoque de derechos sociales garantizados[9] para el conjunto de la población. En términos prácticos, su instalación se vincula a la constatación de la persistencia, y aumento en 1998, de la pobreza extrema, como efecto de la crisis económica mundial de los años 1997 y 1998 (véase gráfico 1). Políticamente, se leía también un creciente malestar de la población con respecto a sus expectativas incumplidas de formar parte de los frutos del desarrollo económico, refrendadas contra niveles crecientes de desigualdad social (PNUD 1998)[10]. La cohesión social, entendida en términos de la legitimidad asignada a la estructura distributiva a nivel socio-económico (bienestar), socio-político (derechos) y socio-cultural (reconocimientos) (Sorj y Tironi 2007 en Marcel y Rivera 2008), se instalaba en el debate sobre política social en Chile, y asociado a ésta aparecía indicada la necesidad de generar un nuevo pacto social (CEPAL 2007; MIDEPLAN 2007). La protección social buscó responder a este déficit.

 

 


El enfoque chileno de protección social evidencia distintos énfasis a lo largo de la década y de sus fases de construcción (Martin s/ref). En un primer momento, su atención se concentra en las familias extremadamente pobres, buscando atacar las barreras que se interponían en su acceso a la oferta estatal de servicios públicos. Para ello, se privilegia una combinación de un enfoque psicosocial para atender directamente a estas familias en los territorios donde habitan con una oferta de transferencias monetarias que, junto con crear nuevas prestaciones, incorpora las desarrolladas en décadas previas. En este marco se inscriben el programa Puente[11] y los primeros años de funcionamiento de Chile Solidario, como un sistema intersectorial de protección social para esta población.

En el tiempo, se opta por articular los programas marco de las distintas reformas y políticas creadas para atender las vulnerabilidades multidimensionales de la población a un enfoque sistémico e integrado de protección social (véase cuadro 1)[12]. En esta segunda etapa, marcada por el ascenso a la presidencia de Michelle Bachelet (2006-2010), se busca consolidar un conjunto de garantías sociales para toda la población, aunque en la práctica, parte importante de las prestaciones siguen orientadas a la población más pobre y vulnerable. Junto con mantener el componente de atención psicosocial a las familias pobres y vulnerables[13], es posible identificar dos componentes adicionales que agrupan una diversidad de programas e iniciativas.

 


 

Por una parte, se amplían las iniciativas que buscan fortalecer el acceso a servicios sociales garantizados a todas la población. Dentro de este componente, es posible agrupar al conjunto de prestaciones monetarias que abordan las barreras financieras de acceso a la educación (véase cuadro 2) (becas, acceso preferente al crédito, programas de alimentación escolar); los subsidios a la vivienda y los dirigidos a garantizar el acceso preferencial de la población más pobre a oportunidades de capacitación y empleo, así como las prestaciones integradas para garantizar el desarrollo infantil temprano (el caso del sistema Chile Crece Contigo, subsistema de sistema intersectorial Chile Solidario); y el Plan de Acceso Universal de Garantías Explícitas (AUGE), el que, como parte de la reforma operada al sector salud en 2004, define un conjunto de garantías explícitas para la atención de enfermedades cubiertas por el plan[14].

Por otra parte, un segundo componente se asocia con la protección de los ingresos de la población ante una serie de riesgos socioeconómicos – ingresos ante la vejez y desempleo y aportes a los ingresos de la población en situación de pobreza extrema-.  Como parte de estas prestaciones, se desarrollan una serie de transferencias monetarias para los sectores pobres y vulnerables (véase cuadro 2). La protección de los ingresos derivados del empleo se aborda por la vía de la creación de un seguro de cesantía en 2001 –modificado en 2009─ y la mantención de políticas para la fijación de un salario mínimo anual. Además, se introducen subsidios a la contratación de jóvenes y mujeres y para incentivar la formalización de las y los trabajadores. En el campo de los ingresos durante la vejez, la Reforma del Sistema de Pensiones introduce una serie de modificaciones, buscando revertir las brechas generadas por la instalación de un sistema único de capitalización individual en 1980. Entre éstas, incorpora un triple pilar, de capitalización individual obligatoria, de Ahorro Previsional Voluntario y de Pensiones Solidarias, integrado bajo un mismo sistema (Subsecretaría de Previsión Social 2008 en Robles 2011).

 


En este contexto, las reformas operadas a la salud, a la previsión social y a la educación dejaron intocados los mecanismos de provisión de los servicios, con una fuerte presencia, en términos financieros, del sector privado (Draibe y Riesco 2009). Si bien se incorporan reorganizaciones institucionales relevantes y se amplían el acceso, el mecanismo que reproduce una fuerte segmentación entre quienes pueden optar al Auge y no pueden hacerlo –según la enfermedad de la que padezcan-, quienes reciben pensiones solidarias y privadas, y quienes acceden a educación pública o privada, se mantiene.

Un tercer hito en la consolidación de la protección social en Chile, está marcado por el cambio de gobierno experimentado en 2010. La centro-derecha gana las elecciones por primera vez en 20 años[15]. Pese al cambio en la orientación ideológica de la coalición gobernante, la matriz de protección social se mantiene en sus bases y amplía en instrumentos. Se observa, no obstante, el retorno a un énfasis de la protección social vinculado a la pobreza y su distanciamiento de un enfoque de derechos. Lo anterior se evidencia, por ejemplo, en el programa social estrella de la actual administración, el Ingreso Ético Familiar, que combina un conjunto de transferencias monetarias condicionadas al cumplimiento de una serie de deberes, así como una transferencia no condicionada, estando sujetas ambas a criterios de estricta focalización (MDS 2013b). Se implementan también otras medidas que buscan incrementar el nivel de ingresos disponibles para la población más vulnerable, como la eliminación progresiva, desde 2011, de la cotización obligatoria en salud del 7% que se descontaba a las jubilaciones de los adultos mayores. La protección de los ingresos durante el postnatal, que se extiende a 6 meses, es otra iniciativa que redunda en la protección de los ingresos de las trabajadoras que se acogen a este beneficio.

Es también relevante destacar que esta administración se inserta en un período marcado por la explosión de las demandas ciudadanas en torno a dimensiones significativas del régimen de bienestar chileno (The Economist 2013). Éstas se han expresado primariamente en la demanda estudiantil de acceso a educación gratuita y de calidad en todos los niveles educativos, aunque con mayor énfasis en la educación universitaria. Como reacción, se instaura desde el gobierno la reducción de la tasa de interés del crédito con aval del Estado para financiar los estudios universitarios en Chile[16], así como el aumento sostenido de acceso a becas y apoyos monetarios y en especie para desarrollar estudios de educación superior, sin constatarse reformas de fondo en la organización de los servicios provistos por el sector público y privado. 

La siguiente sección analiza el rol de las transformaciones expuestas en la protección social para la consolidación de niveles crecientes de bienestar y el logro de una mayor igualdad en Chile, de acuerdo a lo propuesto en la segunda sección.

 

 

3.     Los rendimientos del sistema de protección social desde una óptica de bienestar: desafíos en construcción

 

3.1 La protección social en Chile: ¿abonando al bienestar?

 

¿Es posible decir que las políticas de protección social han contribuido a consolidar las tres funciones de estados sólidos de bienestar?

Respecto de la garantía de niveles de ingreso, la reducción de la pobreza monetaria en Chile es un indicador importante, y a primera vista, constata esta tendencia de manera sostenida desde la década de los noventa (véase gráfico 1). Asimismo, la expansión de las transferencias monetarias en el período examinado (véase cuadro 2), pareciera corroborar la percepción de que garantías de ingreso mínimo serían accesibles para toda la ciudadanía. Sin embargo, la evidencia muestra un panorama diferente.

Considérese de manera conjunta, por una parte, la interacción entre los ingresos derivados del trabajo, la contribución de las transferencias asociadas a la protección social (ingreso monetario) y el promedio de ocupados por hogar; y por la otra, los ingresos que pueden ser considerados mínimos sociales –en ausencia de una definición más contundente- y que incluyen tanto el salario mínimo y la línea de pobreza (véase gráfico 2).

Tomando como referencia los ingresos laborales declarados en la encuesta de caracterización socioeconómica de hogares (CASEN 2011) para los dos deciles más pobres y que el número promedio de ocupados es inferior a 1 en estos hogares, estos ingresos se muestran insuficientes para alcanzar la línea de pobreza y son inferiores respecto del salario mínimo. El aporte de las transferencias monetarias de la protección social –que puede visibilizarse en los ingresos monetarios─ recién eleva este margen a partir del segundo decil de ingresos y por tanto requiere ser examinada a la luz de esta evidencia[17]. Se aprecia también el contraste severo del acceso a la protección social de los ingresos al identificar la situación pertinente a los deciles de mayores ingresos, y en particular, al más rico. En este contexto, la existencia de un sistema de protección social no estaría garantizando un umbral mínimo de protección de los ingresos para toda la población, y así, no lograría desmercantilizar el bienestar. A su vez, el mercado del trabajo se muestra todavía insuficiente para proveer los medios económicos suficientes para asegurar este umbral básico de bienestar.

 

 


 

Esta brecha de protección social también se observa al analizar cuatro de los instrumentos que permitirían desmercantilizar el bienestar ante riesgos socioeconómicos relevantes y por tanto, permiten analizar simultáneamente, su capacidad relativa para proteger un nivel de ingresos, asegurar frente a contingencias y riesgos socioeconómicos y garantizar el acceso a servicios sociales fundamentales.   

Respecto del riesgo al desempleo, si bien existe un seguro de cesantía en operación desde 2002 y perfeccionado en 2009, pese a contar con un componente solidario, su operación en base a una cuenta de ahorro individual sólo permite una tasa de reemplazo respecto del último salario del orden del 50% para el primer mes, de 45% en el segundo y 40%, en el tercero (Superintendencia de Pensiones 2013). Considerando el promedio de los ingresos de la ocupación principal, esta tasa recién permitiría cubrir el equivalente a un salario mínimo para los tres quintiles más ricos de la población.

En el caso del acceso a la salud, la capacidad de protección financiera y de acceso en caso de enfermedad se ha fortalecido desde la entrada en vigencia del Plan AUGE y la reforma del sector en 2004 (PAHO 2009). Virtualmente, el 100% de la población tiene acceso a la salud, principalmente, por la vía del co-pago o gratuidad, dependiendo de su nivel de ingresos, en el sistema público (el Fondo Nacional de Salud, FONASA) o por la vía contributiva (a través de la cotización en Instituciones de Salud Previsional): mientras el sistema público asegura al 74% de la población, el sistema privado cubre a un 16% (FONASA 2011).

No obstante, el gasto de bolsillo en salud para las familias es alto y especialmente significativo para los hogares más pobres (OCDE 2013b): según datos de 2006, si bien el gasto total en salud es más reducido en quintiles de menores ingresos, considerando su atención prioritaria en centros de atención gratuitos, el gasto en medicamentos resulta altamente regresivo, al no estar éstos cubiertos por seguros públicos o privados (Robles 2012). En ese año, el peso del gasto en medicamentos equivalía al 57% del gasto total en salud del quintil más pobre. El gasto total en salud se elevaba por sobre el 9% del gasto total de los hogares a partir del tercer quintil (Fondo Nacional de Salud 2007 en Robles 2011). Los déficits de calidad de la atención del sistema público y las demoras patentadas en la atención obligan a los hogares, con frecuencia, a asistir al sistema privado. En 2011, más del doble del gasto total en salud se financiaba por la vía privada, lo que da cuenta de las importantes brechas de equidad del sector (OCDE 2013b). En el caso de enfermedades que no han sido incorporadas dentro del Plan AUGE, lo anterior puede generar un efecto desestabilizador en los presupuestos familiares y se transforma, en sí mismo, en un riesgo social. Esta dinámica inhibe la ampliación universal a coberturas garantizadas para la serie de intervenciones de mediana y alta complejidad que debieran ser incorporadas en un sistema amplio de garantías en salud, generando con ello desigualdades de facto en la atención recibida, en función de la enfermedad de la que se padezca.

En el caso de la educación, la tasa neta de matrícula en educación básica se mantenía en 2008 en torno al 94%, y en educación media, llegaba a 81% (Ministerio de Educación 2008 en Robles 2012). La matrícula en el nivel pre-escolar es todavía baja y llegaba a 35% en 2009 de acuerdo a datos de la encuesta CASEN. En base a la misma encuesta, en 2011, la matrícula en la enseñanza superior se había incrementado a 46%, un aumento sustantivo considerando que ésta llegaba a 15% en 1990 (Educación 2020 2013). La eficiencia de la protección social para facilitar el acceso a la educación ha sido más visible en incrementar la matrícula en la enseñanza secundaria, considerando los niveles de cobertura alcanzados con anterioridad en el país (Robles 2012)

El alto valor de la matrícula en universidades públicas y privadas implica un gasto que, para quienes no acceden a becas, puede llegar a representar 40% de los presupuestos familiares en los tres quintiles de menores ingresos. Hasta 2012, la deuda total respecto del ingreso anual como profesional por los créditos universitarios representaba el 174% de los ingresos monetarios de esta población (Meller 2011). En 2012, 13.8% de los estudiantes matriculados estudiaron con becas, mientras que 37.2% asumieron un crédito universitario, con las implicancias reseñadas. Habrá que analizar el impacto de la baja en la tasa de crédito con aval del Estado introducida en el actual gobierno, pero hasta la fecha, no es posible afirmar que los mecanismos de protección social existentes hayan permitido avizorar esta situación y proteger frente a ella[18].

Finalmente, el caso del sistema de pensiones es todavía más dramático. En 2010, 61% de los adultos mayores recibían una pensión básica solidaria o el aporte previsional voluntario. La reforma del sistema de 2008 asegura que toda persona en pobreza pueda acceder a este pilar solidario y que el valor de estas pensiones se ubique por sobre la línea de la pobreza para sus beneficiarios/as. A su vez, de acuerdo a datos de la Encuesta Casen 2011, 68.4%  de los ocupados cotizaban al sistema previsional regularmente en el sistema de capitalización individual. Sin embargo, habiéndose pagado 1.014.709 pensiones en octubre de 2013, su monto promedio fue de US$363, y sólo considerando las pensiones de vejez, disminuyó a US$332[19], monto ubicado bajo el umbral del salario mínimo (US$376.5). Considerando que el promedio de los ingresos por la ocupación principal, de acuerdo a la encuesta Casen 2011, fue US$906.7 y que la OECD recomienda una tasa de reemplazo del 70% respecto del último salario (OECD 2012), éstas se encontrarían bastante por debajo de este umbral. Además, se estima que la crisis de 2008 determinó la pérdida del 40% de los ahorros de los afiliados[20], lo que afectará aún más en el futuro la estabilidad de estos montos.

Es importante analizar la capacidad de reacción de las políticas de protección social existentes frente a riesgos derivados de desastres naturales, a los que el país tiene gran exposición. El terremoto de febrero de 2010 constató que la vulnerabilidad a la pobreza sigue siendo un aspecto insuficientemente resuelto, pese a las políticas implementadas, si se considera que entre 2009 y 2010, una encuesta especial realizada detectó que 10,5% de la población pasó a ser pobre y 7,4% cayó en la extrema pobreza producto de este evento (MIDEPLAN 2011), develando la ausencia de mecanismos sólidos de protección social para responder a la emergencia.

 

3.2 La protección social y sus efectos redistributivos en Chile

 

Retomando lo propuesto en la primera sección, es posible testear los efectos redistributivos y el potencial igualador de los estados de bienestar desde los riesgos que cubre. Frente a los de estratificación, el país muestra una mucho menor reducción de desigualdad, frente a la pobreza (véase gráfico 1). 

Si bien es posible atribuir un efecto a las transferencias monetarias en la reducción de la desigualdad de los ingresos[21], es necesario reconocer que esta reducción es principalmente afectada por los ingresos salariales[22]. Como indicación, de acuerdo a datos de la encuesta Casen 2011, mientras el decil más pobre accede al 1.1% de los ingresos autónomos, el decil más rico concentra el 38.9% de éstos (Ministerio de Desarrollo Social 2013). Las transferencias monetarias reducen esta desigualdad, pero muy levemente: la participación del primer decil en los ingresos monetarios se eleva a 1.7%, y la del decil más rico decrece al 38.1%, al incluir transferencias e impuestos.  

 

 


 

En otras palabras, pese a que las prestaciones asociadas con la protección social en Chile son altamente progresivas, significativas para los ingresos de los sectores de menores recursos (véase gráfico 3) y a que  contribuyen a disminuir la pobreza[23] y la desigualdad en la distribución de los ingresos, las transferencias públicas tiene un rol secundario en los cambios experimentados en la distribución de ingresos en el país frente al papel que juegan los mercados laborales. La protección social no puede, por sí sola, reducir las desigualdades producidas por el mercado laboral –su atención requiere de políticas laborales decididas y específicas. No obstante, sí podría tener un impacto considerablemente mayor en la reducción de la desigualdad después de transferencias e impuestos, cuestión que implica un primer elemento de la agenda de protección social para el futuro. 

Respecto de los riesgos asociados con la herencia intergeneracional, pese al aumento de cobertura, la capacidad de los servicios de salud y educación para fortalecer dinámicas de movilidad social a través del acceso a servicios sociales de calidad es menos clara. Si bien éste es un ámbito de pertinencia de las políticas sectoriales, no de las de protección social, al volverse el acceso a educación inicial y educación de calidad un criterio fundamental para aspirar a mejores condiciones de vida en el futuro y poder enfrentar de mejor forma los riesgos socioeconómicos que afectan a lo largo del ciclo de vida (Bravo 2013; Educación 2020 2013), se vuelve también objeto de atención de este tipo de políticas.

Estudios han mostrado que existe movilidad social en el acceso a oportunidades en el país, considerando el acceso creciente a niveles crecientes de educación de hijos respecto a sus padres (MDS 2013b; Sapelli 2010). Sin embargo, el modelo de copago de la educación básica y media en base a vouchers que se entregan a los sostenedores privados para la educación subvencionada, así como la jibarización de la educación pública en favor  de los esquemas combinados, generan efectos segregadores profundos y terminan reproduciendo desigualdad (Educación 2020; Mizala y Torche 2012). En general, el acceso a educación y salud de calidad ha sido identificado como un grave nudo crítico de equidad en el acceso a bienestar en Chile (OCDE 2013a), evidenciando fuertes disparidades en los servicios a los que se accede y en los resultados obtenidos, según niveles de ingreso (Educación 2020 2013). Esta dinámica tiene impactos sobre la protección social: con oportunidades desiguales y limitadas para hacer frente a riesgos disímiles, manteniendo la fuerte mercantilización de su acceso, los grupos de menores ingresos mantienen una posición de alta vulnerabilidad a la pobreza. Por ejemplo, de acuerdo a datos de encuestas paneles disponibles, tres de cada diez chilenos transitaron dentro y fuera de la pobreza entre 1996 y 2006 (OSUAH 2007).

Finalmente, el sistema de protección social introduce reformas que dan cuenta de una atención especial a los riesgos diferenciados que se enfrentan a lo largo del ciclo de vida. No obstante, las medidas generadas son insuficientes para hacer frente a los nuevos desafíos. Por una parte, si bien iniciativas como Chile Crece Contigo permiten reducir sustantivamente en los grupos más pobres y vulnerables riesgos con impactos irreversibles en el desarrollo durante los primeros años de vida, acciones fundamentales para alcanzar un futuro de bienestar con mayor igualdad en el país como el acceso garantizado a políticas de cuidado y estimulación temprana y educación pre-escolar, se hacen absolutamente prioritarias considerando la actual estructura demográfica del país. 

El aumento de la expectativa de vida de las personas obligará a elevar su capacidad para producir bienestar durante el período de su vida en que estarán económicamente activas y generar rendimientos solidarios de productividad y bases para redistribución de recursos inter-generacional y entre estratos socio-económicos para llegar a la vejez con acceso a garantías de bienestar social. Esta dinámica no puede ser garantizada en el actual contexto, particularmente desde los riesgos que emergen ante una eventual insostenibilidad financiera e incapacidad para generar ingresos dignos en la vejez del sistema contributivo de pensiones, de mantenerse el actual escenario. En este marco, apostar por inversiones tempranas puede ser la mejor decisión del país y de su sistema de protección social. Ello redundará también en una mayor oportunidad para incrementar la participación laboral femenina, todavía baja en comparación con otros países de América Latina y la OECD (OECD 2013a).

 

3.3 Los desafíos por delante

 

Chile ha mostrado un progreso evidente en la reducción de la pobreza y el mejoramiento de las condiciones de vida de su población, respecto de aquellas enfrentadas al retorno de la democracia. La política social, en general, y la protección social, en particular, se concentraron en este objetivo, y con ello, han ganado protagonismo y visibilidad política en las agendas de gobiernos sucesivos. Es posible plantear que la protección social, como plataforma de innovación política y concertación de esfuerzos en las pasadas administraciones, ha desplazado la discusión de reformas sectoriales sustantivas, que no sólo aborden el acceso, sino el nudo gordiano de la provisión de los servicios de salud y educación, sus resultados altamente estratificados y su mercantilización.

Por otra parte, atendiendo a los déficits de la protección social, se exhiben brechas en cuanto a la protección frente a riesgos socioeconómicos de distinta naturaleza –el endeudamiento, los desastres naturales, el envejecimiento y el desempleo, entre otros─ y a la contribución para garantizar un nivel de ingresos adecuado a toda la ciudadanía a lo largo del ciclo de vida. Estas brechas son más evidentes para sectores medios menos considerados en los esfuerzos de protección social movilizados o cuyo rendimiento no alcanza a cubrir estas garantías. En estos grupos, especialmente, se observaría una mayor familiarización del bienestar y mercantilización del acceso a éste.

Consecuentemente, la contribución de la protección social a la reducción de la desigualdad y estratificación ha sido menor que a la de la pobreza, conforme a la menor prioridad asignada a esta tarea. El enfoque que se construyó no buscó ser universalista, ni a sustituir la lógica de mercado en la provisión de prestaciones centrales para el bienestar (Larrañaga, 2010), aspecto medular del modelo de desarrollo chileno. En esa apuesta, no contestó aspectos sustantivos del régimen de bienestar heredado de décadas precedentes: la provisión de servicios sociales de desigual calidad, la formalización laboral con niveles incrementales de remuneración y pisos adecuados de provisión social, y la mercantilización del bienestar.

Éste se transforma en el desafío lógico que el país debe confrontar como meta de desarrollo. Este giro obligaría a repensar la forma en la que la política social, y la protección social en su interior ha operado, de una centrada prioritariamente en los más pobres y excluidos, a una que asume un papel transformador de la segmentación resultante. Según se propone en este documento, rumbos para avanzar en esta dirección pueden identificarse en las tres funciones de la política social para el bienestar ha propuesto.

Primero, desde la capacidad de la protección social para proteger ingresos adecuados y abordar riesgos socioeconómicos para toda la ciudadanía, parece claro que tanto las prestaciones monetarias no contributivas, como aquellas de naturaleza contributiva –pensiones, desempleo─ deben ser elevadas de manera robusta para proteger el bienestar a todo evento. Para fortalecer la redistribución vertical y así reducir la desigualdad, es claro que la intervención con políticas laborales para incrementar salarios, ampliar la participación laboral con protección social y adecuación a la conciliación de trabajo remunerado y cuidado, será clave. Asimismo, la necesidad de incrementar el aporte estatal a las pensiones para asegurar pisos adecuados en la vejez es también clara y clave. El impacto de una reforma tributaria sólida para reducir la desigualdad después de impuestos, es otra de las medidas que aportará a este fin, y puede, en sí mismo, considerarse como medida de un nuevo enfoque de protección social para el país.

Desde la perspectiva del acceso a servicios sociales y la reducción de riesgos intergeneracionales, abordar la segmentación en el acceso a servicios de salud y educación de desigual calidad, será igualmente inescapable. La protección social puede adoptar un renovado rol en este marco, por una parte, protegiendo frente al riesgo que genera no contar con mecanismos de financiamiento solidarios y sustentables frente a enfermedades catastróficas no incluidas en el Auge, reduciendo el gasto de bolsillo en salud, incorporando mecanismos que permitan fortalecer el acceso efectivo y equitativo a niveles crecientes de educación, por ejemplo, combinando prestaciones de nivelación de estudios con la universalización del acceso a educación inicial y pre-escolar, y, fundamentalmente, garantizando que el acceso a educación de calidad no implique el endeudamiento de familias e individuos. Políticas de subsidios y becas pueden aportar a este fin. No obstante, en el fondo, la ampliación del rol público en su provisión se vuelve ineludible, ante los límites que plantea cambiar la lógica del sistema privado en cuanto a las ganancias esperadas en su gestión.

En lo sustantivo, esta reorientación demandará la mayor articulación entre políticas, incluyendo a la protección social en el engranaje de la política sectorial, económica y laboral. A su vez, las transformaciones requeridas demandarán mayor inversión social estatal, acercándose, probablemente, al nivel de la OECD[24] de la que Chile hace parte. En lo sustantivo, se tendrán que examinar, con perspectiva de ciudadanía, qué garantías el Estado reconocerá y enfrentará como base de un nuevo contrato social.

 

 

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* Claudia Robles es PhD en Sociología de la Universidad de Essex e investigadora Asociada del Centro Sociedad y Políticas Públicas de la Universidad de Los Lagos.

[1] Como está ampliamente documentado, estas políticas implicaron la desregulación de los sistemas laborales, el incremento de las modalidades privadas e individuales de ahorro y previsión, y el incentivo a la privatización de los servicios sociales (Sojo 2008). En el caso de Chile, a partir de la década de los ochenta, esto se expresa en la brusca contracción del gasto social, privatización de la salud y educación y municipalización de los servicios públicos en estos dos ámbitos, junto con la implementación de la reforma al sistema de pensiones que reemplaza el sistema de reparto por un modelo sustitutivo de capitalización individual. Así, por ejemplo, en uno de los casos más extremos, la gestión financiera de las pensiones queda en manos del mercado, a cargo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), y en tan sólo el 4% de los casos, se mantiene un esquema público previsional (véase Robles 2012).

[2] Perspectivas críticas a estas políticas están bien sistematizadas en Barrientos (2013) y Molyneux (2009).

[3] Véase la discusión en Barrientos (2013).

[4] El Banco Mundial y la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OECD) han elaborado una clasificación de los países en función de su nivel de renta per cápita y que determina su posición frente a la cooperación al desarrollo. Países de renta media baja tienen ingresos bajo los US$1,036; países de renta media tienen niveles de ingreso per cápita entre los US$1,036 y $4,085 (países de renta media baja) y entre los US$4,086 y $12,615 (países de renta media alta); mientras que países de renta alta, alcanzan los US$12,216 y más. Con una renta promedio per cápita de US$15,356, Chile se ubica en el último grupo desde julio 2013, junto a Uruguay. Véase [en línea]: <http://data.worldbank.org/about/country-classifications/country-and-lending-groups#High_income>

[5] La igualdad de resultados busca minimizar las diferencias absolutas en el bienestar de la población; mientras que la de oportunidades, apunta a igualar las condiciones de partida entre las personas para alcanzar, de acuerdo a su esfuerzo y trayectoria, un nivel de bienestar determinado (Clayton y Williams 2004).

[6] En palabras de Raczynski (2005: 224) respecto del gobierno entrante en 1990: “El gobierno se propuso compatibilizar, dentro de una economía capitalista de libre mercado y en un marco de equilibrio macroeconómico, el crecimiento económico de largo plazo basado en la empresa privada y la orientación exportadora, con un mejoramiento de las condiciones distributivas y el combate contra la pobreza. Una de las tareas políticas más importantes que el gobierno logró ampliamente, fue compatibilizar tres grandes desafíos: lograr la confianza del empresariado nacional y de los inversionistas extranjeros; responder parcialmente y atender las justificadas demandas sociales, y mantener los equilibrios macroeconómicos”.

[7] La Concertación de Partidos por la Democracia fue la alianza gobernante entre 1990 y 2010, conformada por cuatro partidos de centro y centro-izquierda: la Democracia Cristiana, el Partido por la Democracia, el Partido Socialista y el Partido Radical Socialdemócrata. En total, el período comprende cuatro períodos presidenciales: Patricio Aylwin (Demócrata Cristiano, 1990-1994); Eduardo Frei (Demócrata Cristiano, 1994-2000); Ricardo lagos (Partido Por la Democracia, 2000-2006) y Michelle Bachelet (Partido Socialista, 2006-2010).

[8] De acuerdo a Raczynski (2005: 225) las orientaciones del programa social fueron: “la calidad y la equidad de la educación; la integración laboral y social de los jóvenes y las mujeres; el apoyo a la pequeña y microempresa; el mejoramiento del hábitat y de los espacios comunitarios; el incremento de la capacidad resolutiva de los servicios públicos de salud, y el acceso a la justicia para los sectores pobres”.

[9] Busca garantizar el ejercicio de derechos sociales y económicos por medio de la protección social (Cecchini y Martínez 2011).

[10] El Informe de Desarrollo Humano en Chile de 1998 mostraba que pese a constatarse un aumento sostenido en las coberturas de los principales ámbitos de aseguramiento social – la salud, la educación, los ingresos en la vejez-, primaba una evaluación negativa en la población respecto de la capacidad de tales sistemas para protegerles frente a contingencias. Se constataba una débil legitimidad democrática y del régimen económico imperante, así como un sentido de pertenencia también debilitado.

[11] Centrado en el acompañamiento  psicosocial de las 200,000 familias más pobres del país en las dimensiones de identificación, salud, educación, vivienda, dinámicas de familia, empleabilidad e ingresos.

[12] La descripción exhaustiva de cada una de las políticas recientes de protección social en Chile ha sido abordada extensamente en otros documentos de consulta, por lo que no se abordan en detalle en el artículo (Hardy 2010; Larrañaga 2011; Robles 2012).

[13] Se consideran nuevos tipos de vulnerabilidad que demandan atención psicosocial para garantizar el acceso de quienes las padecen a la oferta pública. En este contexto se crean programas especiales para personas en situación de calle, adultos mayores e hijos/as de personas en conflicto con la ley (MDS 2013b).

[14] Actualmente, el AUGE ha extendido su cobertura garantizada a un listado de 80 enfermedades. Véase [en línea]: http://www.minsal.cl/portal/url/page/minsalcl/g_gesauge/auge80.html.

[15] La administración de Sebastián Piñera agrupa a los dos partidos de centro-derecha en Chile, Renovación Democrática y la Unión Demócrata Independiente, unidos en la Alianza por Chile.

[16] Este crédito, creado en 2005, es otorgado por la banca como mecanismo individual de financiamiento de la educación universitaria. El Estado opera como aval del crédito. En 2013, como parte de las reformas incorporadas ante la presión del movimiento estudiantil, su tasa de interés se reduce de 5.9% a 2%. Adicionalmente, se permite reprogramar la deuda de quienes estaban cancelando el Fondo de Crédito Solidario acorde a su nivel de renta. Véase [en línea]: http://www.chileavanzacontodos.cl/chile-hoy/cae-postula-al-pago-con-cuotas-rebajadas-al-10-de-tu-renta/index.html

[17] Al tomarse en consideración los últimos datos disponibles para la Encuesta Casen 2011, no se han incluido acá el valor completo de los nuevos bonos incorporados por el gobierno durante los años 2012 y 2013. En un ejercicio realizado para las transferencias incorporadas en el programa Asignación Familiar en 2012, se estimó que el valor mínimo y máximo de estos bonos para un grupo familiar compuesto de 2 adultos y 2 niños/as variaba entre US$15.9 y US$83.7, respectivamente. Como mínimo, este monto correspondía a 23% y 30% de la línea de pobreza extrema en áreas urbanas y rurales, respectivamente. Como máximo, el valor superaba la línea de pobreza extrema –corresponden al 122% y 148% de esta línea en áreas urbanas y rurales, respectivamente. En ambos casos, los montos son considerablemente superiores a los bonos contenidos en el programa Chile Solidario. Considerando conjuntamente los bonos de la Asignación Social y Chile Solidario, se identificaba que las familias destinatarias de ambas prestaciones recibían como mínimo y máximo US$22.7 y US$99.4, respectivamente, ambos montos por sobre la línea de indigencia en áreas rurales y urbanas, por sobre la línea de pobreza extrema en áreas rurales y sólo levemente bajo la línea de pobreza en áreas urbanas (Cecchini, Robles y Vargas 2013). Este cálculo fue realizado antes de la implementación del IEF y consideró las entonces prestaciones de la Asignación Familiar: asignación base, por control del niño sano, asignación por matrícula y por asistencia, y por trabajo de la mujer.

[18] De acuerdo a datos de la Cámara de Comercio de Santiago, "la deuda total de los hogares, tanto de consumo como hipotecaria, bancaria y no bancaria, medida como porcentaje del ingreso disponible anual […] fue de 55,1%” en 2012 (CCS 2013).

[19] Véase [en línea]: http://www.fundacionsol.cl/salarios-y-desigualdad/publicaciones-ds

[20] Véase [en línea]: http://www.elmostrador.cl/pais/2013/07/04/el-poder-politico-y-economico-detras-de-las-afp/

[21] Por ejemplo, datos disponibles a partir de la encuesta CASEN para años anteriores muestran cómo en 2009 el coeficiente de Gini correspondía a 0.55 antes de las transferencias –en base a los ingresos autónomos de las familias, y a 0.53 después de las transferencias –correspondiente a los ingresos monetarios (Robles 2012).

[22] Al analizar los efectos que más contribuyen a la reducción de la pobreza para 16 países de América Latina, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL 2012) mide dos efectos que dan cuenta de la variación anual del ingreso total per cápita en los hogares pobres: el efecto del crecimiento del ingreso medio de las personas y el de distribución de los ingresos –vinculado a la implementación de transferencias monetarias públicas o privadas y contributivas o no. En el caso de Chile, el aporte del efecto del crecimiento a la reducción de la pobreza fue de 61% entre 2008 y 2011, mientras que, en el mismo período, el efecto generado por mecanismos redistributivos (distribución) fue 39%. Alejo et al. (2013), para el período 2000 a 2009, y OCDE (2013a) identifican un efecto similar para la reducción de la desigualdad en Chile. Alejo et al. (2013) reconoce que las transferencias contributivas y no contributivas, y en particular, las pensiones solidarias, contribuyen a potenciar este efecto igualador.

[23] Véase Larrañaga (2010) para el caso de Chile Solidario y Attanasio, Meghir y Otero (2011) para el caso de las pensiones solidarias y su efecto en reducción de la pobreza durante la última década.

[24] 21.5% en 2013. Véase [en línea]: <www.oecd.org>. De acuerdo a datos de CEPAL, el gasto social total en Chile en 2010 fue 15.3%. Véase [en línea]: < http://dds.cepal.org/gasto/>.  

 

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