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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.22 no.spe Montevideo dic. 2013

 

LA CONSTRUCCIÓN DE UNIVERSALISMO Y SUS CONTRADICCIONES: LECCIONES DE LOS SERVICIOS DE SALUD EN COSTA RICA, 1940-2011

 

Building universalism: Lessons from Costa Rica´s health services, 1940-2011

 

 

Juliana Martínez Franzoni* y Diego Sánchez-Ancochea**

 

Resumen: Con frecuencia la construcción del universalismo se asimila pragmáticamente a coberturas masivas –aunque los beneficios sean segmentados—o al modelo nórdico basado en impuestos generales y servicios generosos para todos –aspiración inalcanzable hoy en América Latina. En su lugar este artículo define la política social universal como aquella que provee servicios de similar calidad y generosidad a una mayoría de la población y discute la arquitectura de política social específica que hizo de Costa Rica uno de los pocos países periféricos que la logró. Mostramos como se alcanzó universalismo a través de un sistema contributivo inicialmente dirigido a trabajadores asalariados gracias a su diseño unificado, construido desde abajo y vinculado exitosamente a la asistencia social. El caso costarricense ofrece lecciones positivas pero también muestra las amenazas en un mundo con creciente informalidad y presencia del mercado en los servicios públicos.

 

Palabra claves: Política social, seguridad social, universalismo, América Latina.

 

Abstract: The building of universalism is most often conflated with massive coverage – even if benefits are segmented – or consider equivalent to the Nordic model based on general revenues and generous services for all – something unfeasible in contemporary Latin America. We instead understand universal social policy as entailing services of similar quality and generosity for a majority of the population, regardless of the policy architecture that makes it happen. Our argument is grounded on the case of Costa Rica, one of the few peripheral countries that made universalism happened. In this case the policy architecture revolved around payroll contributions, initially aimed at salaried workers, channeled to a unified fund, successfully linked to social assistance and incrementally reaching out the better off and the poor population. The case of Costa Rica offers positive lessons but also shows threats resulting from an increasingly informal labor market and a growing role of markets in public service.

 

Keywords: Social policy; social security; universalism; Latin America.

 

 

Introducción: la vuelta del universalismo en América Latina

 

Durante la última década, la política social latinoamericana ha dado un giro de ciento ochenta grados. Los programas de transferencias monetarias condicionadas continúan jugando un papel importante pero, a la vez, gobiernos de los más diversos signos políticos se han distanciado de diseños de política de exclusiva inspiración liberal. De hecho, como lo argumentan Santiago Levy y Nobert Schady en un reciente artículo del Journal of Economic Perspectives, durante las pasadas dos décadas los gobiernos de América Latina han creado o expandido programas de salud, pensiones y programas financiados total o parcialmente con impuestos generales, frecuentemente como parte de la protección social no contributiva (Levy y Schady 2013: 201).[1] Estos programas han aumentado significativamente el acceso a los beneficios de la política social. Por ejemplo, en Brasil la pensión rural ha llevado a un aumento del 40% de la cobertura y en México, el Seguro Popular ha expandido rápidamente el acceso a 43 millones de personas. Los ejemplos se encuentran en toda la región, desde El Salvador con su ampliación del nivel primario de atención de la salud, hasta Ecuador con su programa de transferencias a personas con discapacidad, independientemente de la trayectoria histórica de los países y de otras diferencias pasadas o presentes en materia de política social.

            Este renovado interés por el universalismo se ha apoyado en un cambio de las ideas, hacia paradigmas más progresistas a nivel internacional. Luego de décadas de promover un enfoque residual del papel del Estado en el bienestar de la población, un número creciente de agencias, entre ellas de manera prominente las del Sistema de las Naciones Unidas, reconocen la importancia del universalismo (ILO 2011; UNRISD 2010). Nociones como las del “universalismo básico” y el “piso básico de protección social” se han vuelto valiosos marcos para el lanzamiento de reformas -en particular en los países en los que históricamente la política social ha sido débil o inexistente para amplios sectores de la población y que necesitan construirla en el marco de importantes restricciones fiscales-.

            No obstante estos avances, la discusión en torno al universalismo en América Latina tiene generalmente dos limitaciones –una concerniente a fines y la otra a medios- que dificultan avanzar en el debate y en la definición de políticas. Por un lado, hay una tendencia, sobre todo desde el ámbito político, a asimilar el universalismo sólo a la cobertura masiva. Un ejemplo es la expansión del acceso a servicios básicos de salud como el Seguro Popular, un seguro público y voluntario al cual la población aporta según la capacidad de pago cada familia, y mediante el cual se atienden un conjunto predefinido de patologías.[2] Mediante este mecanismo, millones de personas cuentan ahora con servicios prepago de salud aunque lo hacen a una canasta distinta, más restringida, de servicios, que la que reciben los trabajadores y trabajadoras formales a través del seguro social.

            En una posición antitética están quienes equiparan universalismo de manera estricta con el sistema nórdico social-demócrata de derechos sociales, dirigidos a toda la ciudadanía y financiados con impuestos generales. En El Salvador, por ejemplo, en el marco del Sistema Universal de Protección Social, se ha puesto un gran acento en la distribución de útiles, uniformes y zapatos a todos los escolares con independencia de su nivel de ingreso como forma de lograr auténtico universalismo (GOES 2012). Ello, sin embargo, ha generado un amplio debate entre los creadores de estos programas que, siguiendo posiciones maximalistas que asocian universalismo a ciudadanía, consideran que todo y cado uno de los programas sociales deben organizarse en torno a dicho acceso, y quienes consideran que estos recursos deberían asignarse según criterio de necesidad económica, para enfocar los recursos masivos en aspectos que puedan incidir directamente en el desempeño educativo.

            La primera definición es poco útil si lo que se quiere es fortalecer el papel de la política social en la reducción de la desigualdad: coberturas de toda la población pero con beneficios segmentados contribuyen a reproducirla sino a profundizarla. La segunda posición es inapropiadamente maximalista: si la única forma de lograr universalismo es llegar al modelo nórdico, América Latina difícilmente lo logre. Debemos además considerar que dicho modelo reflejó relaciones de poder determinadas entre actores en un momento histórico dado, incluyendo un muy limitado desarrollo del mercado privado de servicios. Además, como bien explica Pribble (2013), lejos de ser un rasgo que está presente o ausente de las reforma de política, el universalismo conlleva gradientes que van desde el nivel más puro hasta el neutral y el regresivo pasando por el moderado y débil.

            Definimos el universalismo a partir de resultados respecto a tres dimensiones: acceso –que debe ser masivo, alcanzando a la mayoría; generosidad -incluyendo calidad-; y equidad –es decir condiciones iguales entre distintos grupos de la población-. Las políticas sociales universales son aquellas cuyos resultados alcanzan a toda la población con similares beneficios y suficiente calidad mediante una combinación de instrumentos masivos y de discriminación positiva, haciendo por lo tanto innecesario, sólo opcional, el que la población recurra al mercado.

            La pregunta es: ¿cómo llegan los países a este punto? ¿Cómo pueden gradualmente pasar de una situación de débil garantía de derechos a la mayoría de la población, a otra en la que predomina el universalismo tal y como lo hemos definido? Este artículo explora respuestas a estas preguntas a partir de la experiencia de Costa Rica. Como hemos argumentado en otras ocasiones, Costa Rica es el país que más se acercó a un escenario universalista, no solo en América Latina sino en el conjunto de países periféricos (Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea 2013). Entre 1940 y 1980, el país se convirtió en “el caso más cercano de Estado social universalista e igualitarista e incluso más, de Estado de bienestar socialdemócrata embrionario (Filgueira 2005: 21).

            Los resultados fueron, y en buena medida siguen siendo, extraordinarios. La cobertura de la seguridad social entre la población urbana se incrementó de solo el 8 por cierto en 1940, al 70 por ciento en 1980 (Román 2008). De acuerdo a Sandbrook y colaboradores, quienes estudiaron los pocos casos que existen de social-democracia en la periferia, a comienzos de los años 80 la mayoría de la población en edad económicamente activa tenía acceso a trabajos bien remunerados y a servicios de salud, educación y pensiones de calidad. Como correlato, los indicadores de desarrollo humano como mortalidad infantil y esperanza de vida se ubicaron también entre los mejores de los países en desarrollo (Sandbrook et al 2007).

            Más interesante a los efectos del debate sobre cómo construir universalismo es que en Costa Rica esto se hizo a partir de un sistema Bismarckiano basado en contribuciones a la nómina laboral y a derechos inicialmente asegurados únicamente para los trabajadores asalariados que sólo más tarde fueron ampliados al resto de la población. Dado que buena parte de la política social latinoamericana continúa organizándose en torno a la seguridad social, la experiencia de Costa Rica puede dar luces acerca de cómo transitar de esquemas contributivos que fomentan la desigualdad, a esquemas contributivos que la desalienten. Más concretamente, el caso costarricense ofrece lecciones importantes tanto a aquellos países que tienen sistemas históricamente excluyentes (Filgueira 1998) e informales (Martínez Franzoni 2008)[3] como a aquellos que están tratando de recrear sistemas universales a partir del telón de fondo de las reformas de mercado (Pribble 2013).

            En este artículo damos cuenta de los rasgos de la arquitectura de la política social costarricense que hicieron posible transformar un sistema contributivo de corte bismarckiano en el núcleo duro de la política universal -seguro de salud y de pensiones-, y explicamos por qué durante las dos últimas décadas ha sido crecientemente difícil mantener los éxitos iniciales.[4] Concluimos el artículo con implicaciones para el presente de América Latina.

 

 

1. Rasgos fundamentales de la construcción del universalismo entre 1940 y 1980

 

La creación de la seguridad social a comienzos de la década de 1940 no tuvo por objeto crear universalismo pero, aun así, puso sus bases a partir de un diseño basado en un sistema unificado. A continuación abordamos tres rasgos interrelacionados que consideramos fundamentales de dicho diseño: su carácter unificado y desde abajo; la complementariedad entre seguridad social y asistencia social y la existencia de un modelo económico que apoyó la expansión de la política social a través de distintos canales. Estos tres aspectos son, en buena medida, análogas a las piezas de un rompecabezas: sin los otros dos, cada uno hubiera conllevado resultados menos positivos para el universalismo que los alcanzados.

 

1.1. Un régimen de política social unificado y construido desde abajo hacia arriba en términos de la estructura social

 

El sistema de seguridad social costarricense aprobado por la ley no 17 de constitución de la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS) durante el gobierno social-Cristiano de Rafael Ángel Calderón Guardia contó con dos características que le hicieron diferente del de muchos otros países latinoamericanos. Primero, la seguridad social incluyó inicialmente a los trabajadores asalariados de menores ingresos. Concretamente se le dio prioridad a quienes contaban con salarios por debajo de un nivel bastante modesto -equivalente a 50 dólares de hoy- lo que se logró estableciendo un techo salarial de cotización. Segundo, tanto desde adentro como desde afuera, creó incentivos para ir incluyendo a más personas a lo largo del tiempo. Desde adentro, cada vez que había nuevas necesidades financieras para hacer frente a las también crecientes demandas de servicios, los trabajadores ya asegurados tuvieron incentivos para apoyar la expansión hacia grupos de ingresos más altos que le aportarían al sistema mayores contribuciones fiscales. Esto se hizo evidente cuanto en 1970 el Gobierno propuso eliminar el techo salarial por completo y con ello volver obligatorio el aseguramiento de todos los asalariados, independientemente de sus ingresos. Dicha medida contó con el apoyo de prácticamente todos los sindicatos, desde católicos y socialdemócratas hasta de izquierda.[5] Esta dinámica relativamente armónica de expansión horizontal contrasta con lo ocurrido en otros países de América Latina en los que los grupos de altos ingresos -y los militares-, fueron incorporados primero y desde ese lugar presionaron para la expansión vertical –más beneficios para ellos -en vez de la horizontal – es decir, más personas con acceso a los mismos beneficios -evitando así que los trabajadores de menores ingresos accedieran a los mismos servicios (Filgueira 2007)-.

            Desde afuera del sistema, la existencia de servicios de calidad creciente creó incentivos para sumarse a aquellos trabajadores y sus familiares dependientes que inicialmente no estaban incluidas. A medida que la Caja construyó nuevos hospitales, sus instalaciones se convirtieron en las más nuevas y mejor equipadas y financiadas del país y, en algunos casos, incluso de toda Centroamérica. Esto contrastaba con los problemas crecientes de los hospitales que estaban fuera del sistema de seguridad social: de acuerdo con el Ministro de Salud entre 1970 y 1974, José Luis Orlich, “por un lado, la Caja tiene un tratamiento médico bueno gracias a las grandes facilidades y buen personal, el cual define a la alta calidad de la medicina. Por otro lado, el Ministerio [que tenía un sistema paralelo de hospitales] tiene facilidades extremadamente pobres (y) construcciones deterioradas para que nosotros no podamos hablar de buena medicina” (La Nación 1971, Febrero 24: 57).

            Gracias a esta gama de incentivos, la cobertura del total de la población fue creciendo de forma sostenida, de un 12% en 1955 a un 65% en 1975 (Rosenberg 1979; estimaciones propias). Para el año 2000 la cobertura era ya de un 90% y el 10% restante eran principalmente población de altos ingresos (Martínez Franzoni y Mesa-Lago 2003). Además, el sistema unificado le dio a la CCSS economía de escala y, por lo mismo, una importante influencia política. Como fue habitual en muchos otros países, fue precisamente la burocracia a cargo de la seguridad social el principal actor en demandar la acción gubernamental para mejorar la sostenibilidad financiera del sistema (ver Lewis y Lloyd- Sherlock 2009). En este caso sin embargo, el poder de presión de este actor estuvo puesto al servicio del universalismo en lugar de la segmentación.

 

1.2. Los programas asistenciales como puerta de acceso a programas no asistenciales

 

Como acabamos de discutir, el comenzar la expansión de la política social desde los trabajadores asalariados de menores ingresos puede ser importante para no separarles de la suerte de quienes tienen mayores ingresos. Sin embargo, ello no garantiza, ni mucho menos, la incorporación a la política social de la población pobre. Si dichos grupos se benefician sólo de programas específicos enfocados únicamente en ellos en tanto pobres, se corre el riesgo de crear un sistema dual y segmentado. Es ese el riesgo que tienen en la actualidad los servicios directamente asociados a las transferencias monetarias condicionadas así como, los seguros no contributivos como el Seguro Popular mejicano.

            En Costa Rica ese problema potencial de marginación y segmentación estuvo muy presente hasta la década de los 70. De hecho, en la década anterior, la mayoría de los grupos poblacionales de bajos ingresos en zonas rurales y provincias alejadas de la capital estaba fuera de la seguridad social y se había beneficiado poco de la expansión del Estado. Si la situación se hubiera mantenido, nunca se habría llegado al universalismo. Sin embargo las condiciones cambiaron con la creación del Fondo de Asignaciones Familiares y Desarrollo Social (FODESAF) por parte de la administración liberacionista del Presidente Daniel Oduber en 1974. A través de FODESAF el gobierno contó con nuevos recursos que dieron viabilidad financiera a un conjunto de prestaciones sociales básicas, incluyendo los servicios de salud y las transferencias por vejez –primero a personas caracterizadas como “indigentes” y posteriormente a otros grupos de personas como estudiantes, jóvenes madres, muchos de los cuales vivían lejos de San José y el Valle Central-. Aunque estaba dirigido a personas sin empleo formal, FODESAF se financió con las mismas fuentes que el seguro social, es decir, mediante  un impuesto tripartito a la nómina laboral de aquellos que sí estaban en el mercado de trabajo formal asalariado. Así, estas personas, en particular la población pobre rural hasta entonces marginada, fueron incorporadas, no a un sistema paralelo, sino a los servicios sociales existentes para la población no pobre.

            FODESAF proporcionó los medios financieros para que los ministerios ya existentes crearan mecanismos complementarios para asegurar el acceso de la población de menores recursos a los servicios generales. El rango de prestaciones fue ambicioso, incluyendo servicios sociales sectoriales como educación, nutrición, vivienda y agua. Se financiaron, por ejemplo, comedores escolares, uniformes y transporte escolar que posibilitó un acceso más cómodo de los grupos de bajos ingresos a los colegios públicos. Se fomentaron también programas de salud y nutrición que ayudaron a aumentar la demanda de servicios formales de salud. Dado el gran tamaño de los fondos -FODESAF controló casi desde sus comienzos recursos equivalentes al 1,4% del producto interno bruto, PIB-, FODESAF contribuyó también a crear grupos de interés de la burocracia con enorme interés por aumentar los servicios ofrecidos a la población pobre.

 

1.3. Un modelo económico que promovía el pleno empleo

 

Dado que un sistema contributivo depende de forma directa de la evolución del mercado de trabajo, el tercer componente importante para asegurar una arquitectura realmente universalista en Costa Rica fue el modelo económico. Durante el periodo 1950 a 1980, el país tuvo mucho más éxito en la creación de empleo formal que otros países latinoamericanos.[6] Esto fue importante para el universalismo por dos motivos. Primero, al incorporar a un número elevado de personas al mercado de trabajo se fomentó la expansión de la cobertura del modelo unificado. Segundo, dada la dependencia de la política social de las contribuciones salariales y la dificultad para aumentar otros impuestos, el pleno empleo tuvo efectos positivos sobre el financiamiento del sistema.

            El Estado jugó un papel esencial en la expansión del empleo formal a través de instrumentos tanto directos como indirectos. La inversión pública fue alta durante el periodo, pero se incrementó aún más durante la década de los 70, cuando pasó de representar un 23% del total invertido en el país  en1970 a casi un 40% en 1980. La inversión pública también fue un factor clave en la expansión de la acumulación bruta de capital real, que creció a una tasa promedio anual de 8,2% entre 1951 y 1980 y contribuyó a una rápida expansión de la economía.

            Además de su participación económica directa, el Estado influyó en la acumulación de capital a través de canales indirectos. En 1949 la nacionalización bancaria convirtió al Estado en un actor importante en las decisiones de expansión del sector privado. Los bancos públicos persiguieron un doble objetivo: el apoyo a sectores tradicionalmente importantes para el crecimiento económico costarricense, y la creación de empresas en nuevos sectores, sobre todo industriales. Sucesivas administraciones influenciaron también la dirección de la producción a través de la expansión de subsidios y de la protección del mercado interno.

            Muchos de estos incentivos fueron inicialmente dirigidos al café. Para 1957, más de un tercio de todos los créditos bancarios todavía iban destinados al sector agrícola, en su mayoría a los productores de café, quienes también tuvieron apoyo público para comprar fertilizantes, introducir nuevas variedades de plantas y desarrollar nuevas técnicas de crecimiento (Rovira 2000). Así, durante la década de 1950, el volumen de la producción de café creció en un promedio anual de 9%, tres veces más rápido que en la década siguiente. Poco a poco, sin embargo, el objetivo prioritario de las políticas públicas de fomento fue trasladándose a la promoción de la industria manufacturera. En 1959 la Ley de Protección Industrial estableció varios incentivos, incluyendo un incremento de 300% en la tarifa de aquellas importaciones que competían de forma directa con la producción nacional y una exención del 99% en los aranceles de aquellos inputs importados requeridos por las empresas manufactureras costarricenses -por ejemplo, maquinaria, motores, insumos intermedios y materias primas-. La entrada de Costa Rica en el Mercado Común Centroamericano en 1963 creó incentivos adicionales para las empresas manufactureras. 

            Ninguna de estas políticas proteccionistas fue única de Costa Rica; en este momento todos los países latinoamericanos estaban promocionando de una u otra forma el cambio estructural hacia el sector manufacturero. Lo que sí hizo a Costa Rica única fue la expansión de los pequeños productores tanto agrícolas como industriales, y su coexistencia con empresas grandes (Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea 2013: capítulo 2). Particularmente importante fue la expansión de cooperativas, promovidas activamente por el Estado. Entre 1959 y 1963, las cooperativas aumentaron de 42 a 218. En 1985 había ya 464 cooperativas cuya producción representaba el 11% del total del PIB y un 15% de exportaciones totales (Reding 1986). Se convirtieron en una modalidad productiva particularmente importante en el sector del café y de los lácteos. La Federación de Cooperativas de Café fue creada en 1962 e inmediatamente apoyada por los bancos públicos. Para 1985, los 33 afiliados a la Federación vendían el 40% de su cosecha directamente a mercados mundiales (Brenes 1990). Mientras tanto la Cooperativa Dos Pinos, la cual produce leche y otros productos lácteos desde 1947, creció rápidamente para convertirse una de las más importantes empresas en el país (Meléndez 1998).

            El Estado también jugó un papel importante como empleador, debido en buena medida a la oferta creciente de servicios sociales. Entre 1950 y 1980, los empleos públicos aumentaron a una tasa anual de 7,3%, pasando de un 6,2% a un 18,5% de la población económicamente activa (Castro 1995). La expansión en el número de personal médico, de enfermería y docente, entre otros, fue extraordinario – solo en términos de médicos se pasó de 3,1 a 7,8 por cada 1000 personas (Martínez Franzoni y Trejos 2013). Se trataba, además, de empleos generalmente mejor pagados que sus equivalentes en otros países vecinos como la República Dominicana (Itzigsohn 2000).

            Durante la década de 1970, el desempleo permaneció bajo (5%) y los trabajos informales representaron solo el 14% de la PEA no dedicada a la agricultura. Los salarios reales crecieron sistemáticamente -por ejemplo, entre 1950 y 1979 el salario mínimo se incrementó a una tasa anual de 1.9% (Martínez Franzoni y Sánchez- Ancochea 2013)- sin necesariamente afectar la rentabilidad empresarial.

            La expansión del empleo formal fue particularmente importante porque la política social fue financiada principalmente por impuestos a la nómina de los trabajadores asalariados formales. Por supuesto, en esto Costa Rica no fue original; casi todos los países latinoamericanos siguieron el modelo continental de la seguridad social y la financiación a través de la planilla. Sin embargo, Costa Rica se distinguió en al menos dos maneras: (1) la creciente dependencia que el bienestar de las personas más allá de salud y pensiones tuvo de los impuestos a la nómina; y (2) el papel que estos impuestos tuvieron en financiar la asistencia social y, convirtiéndose de esa forma en impuestos progresivos. El gráfico 1 muestra la evolución de las tasas del impuesto a la nómina desde la creación de la seguridad social en 1941 hasta 1980. Después de casi dos décadas de estabilidad, a partir de 1965 éstas experimentaron un rápido crecimiento precisamente para financiar nuevos programas sociales, incluyendo el Instituto Nacional de Aprendizaje, FODESAF y las transferencias monetarias dirigidas a las personas pobres desempleadas (IMAS).

 


 

            Los impuestos a la nómina en Costa Rica se convirtieron así en un mecanismo relativamente efectivo para resolver las restricciones políticas al aumento de la recaudación impositiva a las que se enfrentaron todos los países en América Latina durante este periodo. Incrementar las cotizaciones sociales que existían desde comienzos de la década de 1940 y que eran fácil de recaudar, fue políticamente más atractivo que la creación de un impuesto realmente progresista y efectivo sobre la renta, o la búsqueda de apoyo para la creación de impuestos indirectos hasta entonces inexistentes. De hecho, Costa Rica no fue particularmente exitosa en la recaudación de impuestos que no fueran sobre la nómina: en 1970, por ejemplo, la carga fiscal era sólo del 12% del PIB, comparado a casi el 15% en la República Dominicana (Sánchez-Ancochea 2004) - un país con un escaso gasto público social-.

            A inicios de los 70, algunos sectores de la élite empresarial, especialmente aquellos que competían en mercados regionales, manifestaron su disconformidad ante los sucesivos aumentos del impuesto al trabajo y su creciente peso relativo en la estructura de costes. Sin embargo, la mayoría de los empresarios continuaban beneficiándose de altos niveles de protección arancelaria y por lo tanto les preocupaban aún poco estos impuestos. Mientras tanto, los trabajadores formales que sufrían la carga fiscal, contaban también con salarios reales crecientes y recibían buenos servicios sociales.

 

 

2. Tensiones crecientes del sistema universal: entre un modelo económico segmentado y el crecimiento de la oferta privada

 

La crisis latinoamericana de la deuda llegó a Costa Rica en el año 80 cuando la caída de los precios del café y otros factores sumieron al país en una grave situación económica. Entre 1980 y 1982 el colón se devalúo en más de un 600%, el PIB per cápita decreció de forma significativa y el déficit público creció de manera exponencial. Si todos estos factores conspiraban en principio contra el mantenimiento de la política social universal construida en las cuatro décadas anteriores de la forma que discutimos en la sección anterior, el cambio en las ideas internacionales lo hizo todavía más. Liderada por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, la comunidad política internacional empezó a promover políticas focalizadas y a criticar la sostenibilidad y el impacto distributivo de la política social en toda América Latina.

            A pesar de todos estos problemas, sin embargo, en Costa Rica el universalismo se ha mantenido e incluso profundizado desde inicios de los 80. Contrario a las expectativas de los economistas neoliberales y a la experiencia de otros países de América Latina, los gobiernos costarricenses no introdujeron mayores cambios en el diseño del sistema. En la Costa Rica actual, independientemente de sus ingresos e incluso de las contribuciones a la nómina que hayan realizado, las personas continúan teniendo derecho a acceder a servicios públicos igualitarios de salud y educación y a recibir una pensión más o menos generosa. Los beneficios de salud asociados a un acceso no contributivo mediante la asistencia social son los mismos que los asociados a un acceso contributivo bajo la seguridad social. Los familiares económicamente dependientes sean niños/as, jóvenes, personas adultas mayores o con discapacidad, continúan teniendo acceso a servicios similares que los trabajadores asegurados.

            En términos de gasto público social, el efecto de la crisis económica de comienzos de los 80 fue más bien transitorio (Segura-Ubiergo 2009). Gracias en parte a la ayuda recibida por parte de los Estados Unidos durante los momentos de volatilidad geopolítica de los 80, el gasto total y como porcentaje del PIB comenzó a recuperarse rápida y sostenidamente, casi ganando los niveles previos a la crisis económica -véase gráfico 2-.[7] En término per cápita la recuperación fue más lenta pero en la actualidad el gasto social per cápita llega a los $800 dólares por año, similar al gasto en Chile y solo por debajo de Argentina y Uruguay.

 


           

            En todos los sectores de política, la cobertura de los servicios públicos sociales se ha continuado incrementando. En educación, el preescolar -a los 5 años de edad- alcanza a más de un 90% de niñas y niños mientras que la educación primaria alcanza una cobertura universal -véase gráfico 3-. Aunque ambos niveles son todavía sólo de medio tiempo, contribuyen no sólo a la mejora en el rendimiento educativo de todos los grupos poblacionales sino también a promover la participación de madres y padres en la fuerza laboral.

 


            En salud, los datos de cobertura más confiables existen sólo desde 2000. Según dichos datos presentados en el gráfico 4, la cobertura ha mostrado una tendencia positiva, particularmente entre trabajadores independientes. Actualmente, la seguridad social alcanza 60% de la PEA -casi 70% de trabajadores asalariados y cerca de un 35% entre trabajadores independientes- además de los familiares dependientes y las personas pobres. En total, la combinación de criterios de elegibilidad -mediante la contribución, la dependencia económica y la necesidad-, hacen que la cobertura sea virtualmente universal. Todos los servicios, desde el cuidado primario al especializado, están disponibles para todas las personas, ya sean asegurados directos o dependientes de sus familias.


              

            Para 1999, la cobertura de pensiones alcanzó la mitad de la PEA, a un nivel similar a 1980. En 2006, 60% de todas las personas mayores de 65 años o más recibieron transferencias por vejez. La cobertura entre trabajadores por cuenta propia ha mostrado un incremento particularmente destacable -alcanzando cerca del 50%- (véase el gráfico 5). Esto es aún más importante teniendo en cuenta que la importancia relativa de los trabajadores independientes también ha incrementado considerablemente.

            A pesar de la permanencia formal del universalismo, la realidad en la práctica es, desgraciadamente, más sombría. En el sector salud, las listas de espera han crecido de forma rápida, y han aparecido un conjunto de problemas de suficiencia y calidad (Defensoría de los Habitantes 2012; Programa Estado de la Nación 2012). Estos problemas alimentan la insatisfacción con el sistema: en el 2013 el grado de confianza en la seguridad social era de 54% -si bien sólo 3% de la población se manifestaba insatisfecha con los servicios-. Aquellos grupos que tienen más capacidad de pago han pasado a utilizar el mercado al menos para parte de sus necesidades tanto en salud como en educación y pensiones. Mientras tanto, los sectores más pobres de la población o bien siguen dependiendo exclusivamente de los servicios de la Caja (y sufriendo algunas de sus deficiencias) o bien tienen que acudir al mercado, con enormes costos para su presupuesto mensual.[8]

            ¿A qué se debe esta diferencia tan significativa entre el universalismo formal -heredado en gran parte del periodo anterior- y la creciente segmentación en la práctica? Creemos que hay dos factores principales, uno asociado a un cambio en uno de los componentes del periodo 1940-80 y otro que es más reciente. Por un lado, nos encontramos con la dificultad del modelo económico para mantener el pleno empleo formal, para generar suficientes recursos a través de las cotizaciones sociales y para evitar la creciente concentración en la distribución primaria del ingreso. Por otro lado, la continua expansión de la oferta de servicios privados ha ido erosionando la lealtad al sistema público, tanto por parte de quienes prestan los servicios como de quienes lo requieren, en particular, aunque no sólo, entre los sectores medios.

 

2.1 El costo de un nuevo modelo económico segmentado

 

Como discutíamos en la sección anterior, la expansión de la política social universal en Costa Rica ha sido financiada a través de los impuestos a la nómina laboral y hasta la década de 1980 se benefició de la expansión del trabajo formal. Sin embargo, en los años 80 las restricciones del mercado laboral se convirtieron en un problema que se ha venido intensificando todavía más durante las últimas dos décadas. En 2006, el sector informal representó el 35% de la población activa, en comparación con poco más del 20% a principios de 1980.

            En un principio, las dificultades del mercado laboral costarricense a comienzos de los 80 estuvieron causadas por la propia crisis económica. El cambio de modelo económico desde finales de esa década tuvo más tarde un impacto todavía más significativo. Desde ese momento, los sucesivos gobiernos costarricenses combinaron la apertura económica y financiera y la reducción del empleo público recomendados por el Consenso de Washington con una política pro-activa de atracción de inversión extranjera en sectores con un contenido tecnológico creciente (Martínez Franzoni y Sánchez Ancochea 2013; Paus 2005).

            Si bien ello llevó a la creación de actividades productivas asociadas a las nuevas tecnologías y creadoras de empleo cualificado, simultáneamente se produjo un  debilitamiento de las capacidades productivas de pequeñas y medianas empresas intensivas en mano de obra, y una reducción del empleo público en términos relativos. De hecho, el empleo público pasó de representar un 19% de la población ocupada en 1980 (Donato y Rojas 1987), a un 17% en 1990 y un 15% en 2011 (Estado de la Nación 2013). Además, se ha producido un incremento del personal sin plaza y de la subcontratación en el sector público central y en muchas empresas públicas autónomas (Martínez Franzoni y Mesa- Lago 2003)

            El cambio en el modelo económico tuvo dos consecuencias negativas sobre las posibilidades de construir universalismo. Por un lado, este modelo contribuyó al estancamiento de la recaudación proveniente de las cotizaciones a la política social estimadas en función de la nómina laboral. Entre 1985 y 2008, el total recaudado por trabajador formal en términos reales creció a una tasa media anual de sólo 1.2% -muy por debajo, por ejemplo, del crecimiento del PIB per cápita real-. En términos comparativos, la cantidad disponible para financiar las demandas crecientes de servicios y transferencias ha caído de forma significativa.[9]

            Por otro lado, el nuevo modelo económico ha contribuido a un aumento muy elevado de la desigualdad en la distribución de la renta. Entre 1988 y 2004 el coeficiente de Gini del ingreso primario aumentó del 0.373 a 0.487 y en los últimos años ha seguido creciendo aunque de forma más moderada. Costa Rica ha experimentado una diferenciación cada vez mayor en su estructura social, incluyendo un crecimiento en el porcentaje del ingreso controlado por la clase alta y media alta. Dicha segmentación en la distribución primaria hace que haya un grupo significativo de costarricenses que tienen los recursos y las preferencias para abandonar los servicios públicos y depender de forma cada vez más significativa de los proveedores privados de salud y educación.

 

2.2 El doble problema de la expansión del sector privado

 

Los cambios en el modelo económico han creado un círculo vicioso relacionado con la prestación de servicios privados de salud. Los problemas de calidad de la CCSS unidos al aumento en el ingreso de la clase alta y media alta ha aumentado la demanda de servicios privados. A la vez, esto ha ido dando lugar a un aumento de la oferta de una amplia red servicios privados, en particular ambulatorios y en menor medida hospitalarios (Sáenz et al 2011) y, con ello, a la emergencia de un grupo de presión con poco interés y poco qué ganar del universalismo. En materia ambulatoria existe una numerosa oferta cuyo rango de servicios va desde medicina familiar y odontología, pasando por sofisticados centros de imágenes hasta cirugía estética. Lamentablemente se carece de estudios detallados y actualizados de esta oferta. En materia hospitalaria, de los seis hospitales privados existentes, tres se fundaron después de 1980 -Santa María en 1989, CIMA en 2000 y Metropolitano en 2008-. Aunque los otros tres fueron creados antes -Bíblica en 1929, La Católica en 1963 y Santa Rita en 1965-, operaron durante décadas como clínicas y solo en la última década se convirtieron en hospitales. Recientemente algunos de ellos han comenzado a construir sucursales fuera del área metropolitana (Muiser y Vargas 2012).

            Una parte de esta oferta privada surgió y se expandió usando recursos de la seguridad social mediante la subcontratación de gestión de áreas de salud (Cercone y Pacheco Jiménez 2008) y de compra de servicios diagnósticos (Martínez-Franzoni y Mesa-Lago 2003). En materia de sub-contratación de gestión de áreas de salud, un 15% de la población asegurada del nivel primario se hace mediante cooperativas y asociaciones sin fines de lucro (Sáenz et al 2011) y, a partir de mediados de 2013, también de una empresa con fines de lucro. Si bien se trata de una proporción relativamente pequeña de población asegurada, la aparición de los primeros proveedores privados ha creado un grupo de interés que presiona por abrir a la competencia la prestación de servicios públicos de distinto nivel en todo el país. Además, aunque la contratación de nivel primaria tiene dos décadas, se carece de mecanismos adecuados de determinación de costos, de determinación de necesidades a atender y de evaluación de desempeño (Rodríguez y Briceño 2008).[10]

            El aumento de la oferta privada apoyado, lamentablemente, por la propia Caja ha contribuido a un aumento significativo de los gastos de bolsillo y, con ello, a un debilitamiento de la equidad y suficiencia del sistema universal. En 2004 se reportaba que un 30% de la población hacia algún uso de servicios privados y en 2007 que más de la mitad de la población había hecho uso de servicios privados entre 1 y 8 veces en un año (OPS 2007 y UCR 2007 en Muiser y Vargas 2012). Entre 1991 y 2001, el gasto público en servicios de salud mostró un crecimiento anual superior al privado: 8% y 5%, respectivamente (Picado, Acuña y Santacruz 2003). En solo cinco años, entre 1993 y 1998, la proporción del gasto sanitario desembolsado directamente por los pacientes aumentó cinco veces (Herrero y Durán 2001). Como lo muestra el cuadro 1, en la década del 2000, el peso del gasto privado en el total siguió aumentando todavía más, pasando del 21,4% en 2000 al 31,1% en el 2010. Si bien la mayor parte del gasto privado es de bolsillo, en este periodo la importancia de los planes pre-pago de seguros aumentó de forma significativa -de 2,3% del total privado en 2000 a 5,5% en el 2010-.

 


 

            En términos de quiénes acceden a la medicina privada hace falta contar con estudios sistemáticos y actualizados. Sin embargo, algunos datos parecen indicar una diferenciación entre quienes usan los servicios ambulatorios y quienes además recurren a los servicios de hospitalización. Estos últimos son utilizados preferentemente por la clase media alta. De hecho, tanto el CIMA como los hospitales históricos se concentran en este tipo de clientela y sólo uno delos recientemente construidos podría tener una población meta más amplia, siempre en torno a sectores de ingresos medios. Existe además una demanda creciente de servicios privados para extranjeros y desde 2009, 3 hospitales y 3 clínicas han sido acreditadas para turismo médico en los Estados Unidos (Muiser y Vargas 2012). A la vez, una parte del mix público-privado está más dictado por la urgencia de los casos que por la capacidad económica. Es para resolver estos apremios que médicos con doble práctica ofrecen distintos tipos de combinaciones público-privadas.

            La expansión del sector privado ha tenido un costo adicional. La doble práctica público-privado existe desde que se creó la Caja. Sin embargo, durante muchos años esta práctica estuvo restringida a un pequeño grupo de médicos especialistas con un ejercicio liberal. A partir de la crisis económica de los 80 la captación de pacientes a partir de distintos tipos de “mix” público-privados se extendió por parte de un número mayor de profesionales médicos,– por ejemplo, llevando a la seguridad social pacientes privados que ubican en lugares de preferencia evitando así la filas (llamados “biombos”) o, al revés, ofreciendo agilizar la atención a personas que se encuentran esperando diagnósticos y tratamientos, especialmente en especialidades (Martìnez Franzoni y Mesa-Lago 2003) y, crecientemente, no solo mediante el  sino también en el marco de la privada. Al igual que en otras partes del mundo, esta expansión de la práctica privada por parte de personal del Estado, ha conllevado a un desdibujamiento de la frontera entre prácticas públicas y privadas en el caso de la seguridad social pública, expresada por ejemplo en el incumplimiento de horarios, en una menor productividad y en el trasiego de pacientes de uno a otro ámbito (Socha 2010). La “doble práctica” ha conllevado un conflicto de intereses que ha alcanzado al abastecimiento de insumos que con frecuencia ha estado expuesto a sobreprecios y problemas de gestión que afectan directamente las finanzas y la calidad de los servicios públicos. Parece obvio que el actor que emerge a partir de prácticas pública y de mercado tiene distintos grados de dependencia de la seguridad social y está lejos de ser homogéneo. A la vez, es evidente que como común denominador es que su presencia mina la igualdad de los servicios con calidad y suficiencia.

 

 

3. Implicaciones para la construcción de universalismo

 

La experiencia de Costa Rica ofrece lecciones valiosas al debate contemporáneo en torno a la construcción de universalismo. Primero, muestra la importancia de construir arquitecturas de abajo hacia arriba, comenzando por las clases medias-bajas e incorporando gradualmente a la población de mayores ingresos. Segundo, sugiere que la cobertura inicial no necesariamente debe ser masiva pero sí debe contar con incentivos que, en el mediano y largo plazos, construyan un único régimen de política social. Ello requiere diseñar los mecanismos que impulsen una mayor incorporación tanto horizontal -es decir, alcanzando a toda la población que encuentra en condiciones similares de elegibilidad- como vertical -es decir, atrayendo a las personas ubicadas más arriba en la escala social-. Siempre que sean capaces de proteger su calidad este tipo de sistemas puede incentivar la formalidad laboral. Siempre que logre sostener una clara demarcación entre práctica pública y práctica privada, puede además prevenir la aparición de poderosos actores privados en materia de servicios sociales.

            Tercero, la adecuada articulación entre acceso contributivo y no contributivo a los mismos servicios contribuye a evitar la incorporación segmentada de la población vulnerable o pobre según ingresos. En el caso de Costa Rica esta población se incorporó a un sistema diseñado desde la clase obrera y los sectores medios bajos; no al revés. Esta fue una clave para que el sistema fuera socialmente atractivo. Las medidas de afirmación positiva, incluyendo las relativas a servicios básicos como los de educación, buscaron integrar a la población pobre en servicios diseñados para los no pobres. Precisamente, en el marco de una creciente segmentación social entre población pobre que utiliza servicios públicos y población no pobre que utiliza servicios privados también altamente segmentados, el reto de integrar sectores socioeconómicos diversos en las mismas redes de servicios parece de la mayor importancia.

            En cuarto lugar, nuestra discusión del caso costarricense muestra la amenaza que conlleva contar con mercados laborales cada vez más informales y con servicios sociales privados crecientemente segmentados. Al mismo tiempo no hay que olvidar que la política social universal con servicios prestados por el sector público puede todavía promover la creación de trabajo remunerado formal y, por lo tanto, hacer una contribución importante a círculos virtuosos entre buenos trabajos y adecuados servicios sociales.

            Dos consideraciones adicionales son particularmente importantes para alimentar el debate contemporáneo, tanto académico como político, respecto a cómo construir universalismo entendido como la combinación de amplia cobertura con suficiencia y calidad de los beneficios para toda la población. La primera consideración es que cualquier programa social universal necesita tiempo que es fundamental usar para avanzar en la dirección buscada. A la vez, para quienes deben de tomar las decisiones el camino está lleno de tensiones. Una tensión significativa tiene lugar entre medidas que logran atender a mucha gente aunque otorgándole pocos beneficios, y medidas que inicialmente alcanzan a relativamente menos gente con mayores beneficios. En el caso de Costa Rica el proceso comenzó llegando a relativamente poca gente con todas las prestaciones disponibles en ese momento y a la vez contando con incentivos para una doble expansión, vertical y horizontal. Hoy en día, la necesidad de hacer frente a acuciantes déficits en materia de servicios sociales, de la mano de recursos generalmente escasos, por lo general lleva a priorizar a la población pobre. La pregunta es si esa incorporación tiene lugar aparejada de incentivos expansivos que, en sí mismos, abonen a mayores coberturas, suficiencia y calidad con equidad.

            La segunda consideración es que en Costa Rica fueron los servicios, no las transferencias, los que tendieron los puentes entre la población de mayor y de menor ingresos. Las transferencias fueron variables según la capacidad contributiva (en el caso de las pensiones) y según el carácter directo o familiar del acceso (en el caso de las licencias por maternidad y de las incapacidades por enfermedad, que se restringieron a las/os contribuyentes directos). Aunque se fue corrigiendo a lo largo del tiempo y es un mecanismo aún perfectible, el acceso a las transferencias generó incentivos para el acceso contributivo. Por ejemplo, las licencias por maternidad para trabajadoras remuneradas tanto asalariadas como independientes, constituyeron un incentivo para que las mujeres declararan sus ingresos y se aseguraran de manera directa en lugar de hacerlo como familiares económicamente dependientes de sus cónyuge..

            El régimen de política social al que dieron lugar estas características no fue diseñado a priori como tal. De hecho, a lo largo del tiempo, hubo momentos en que estuvieron en la agenda decisoria[11] propuestas que pudieron haber llevado a una arquitectura distinta, no universalista como la que finalmente se construyó. Un ejemplo es el proyecto de ley promovido por el presidente Figueres (1970-1974) que planteaba crear un fondo de asignaciones familiares – no de desarrollo social como finalmente ocurrió -, destinado a los trabajadores ya asegurados - y no, como en el proyecto que se aprobó, para ampliar servicios a la población con problemas de acceso, suficiencia y/o calidad en materia de servicios sociales en general. Otro ejemplo es la decisión de que la eliminación de topes salariales que volvía obligatoria la seguridad social independientemente del nivel de ingresos, estuviera acompañada de una expansión de los servicios públicos de salud y no, como se discutió en el seno de la Junta Directiva de la Seguridad Social, de la libre elección médica.

            La pregunta que se impone es, ¿qué tan relevantes pueden ser estos aprendizajes para países que actualmente tratan de construir universalismo básico? ¿Cuál es el mensaje? ¿Pueden hacerlo? ¿Bajo qué condiciones? Creemos que la respuesta exige distinguir entre dos conjuntos de países, los que vienen de regímenes de política social excluyente o informal y los que vienen de regímenes universalistas (en su cobertura) aunque estratificados -en suficiencia y calidad- (Filgueira 1998; Martínez Franzoni 2008).

                  En el caso del primer grupo de países como El Salvador o Ecuador, la seguridad social cubre a un número pequeño de personas y la salud privada es costosa. Las lecciones que ofrece para Costa Rica en este caso son claras. Se trata de i) encontrar caminos para construir el sistema de “abajo hacia arriba”; ii) a menos que se tenga un mercado de trabajo predominante formal, buscar financiarlo mediante impuestos generales; y iii) promover que se creen grupos de interés, incluyendo burocracia del Estado, que en el futuro estén en capacidad de demandar mejoras de manera incremental pero sostenida.

                  En el caso del segundo grupo de países, con regímenes establecidos de política social, las lecciones son menos claras y esperanzadoras e incluso contradictorias. La construcción del universalismo en Costa Rica muestra la importancia de vincular asistencia y seguridad social. Los países deberían evitar la creación de regímenes paralelos, y, deberían asegurarse usar transferencias y otros recursos para incorporar a las personas excluidas a los programas sociales principales. El Seguro Popular Mexicano, siendo masivo y apostando a permitir la cobertura universal, simplemente no será capaz de promover igual acceso a los derechos si no es acompañado por reformas paralelas de seguridad social y de algunas restricciones de la provisión social de servicios de salud.

            Esto a su vez requiere que los cambios en ambos regímenes, contributivos y no contributivos, destinen calidad y generosidad, no solo cobertura. Desafortunadamente  -y esto es la segunda, negativa, lección- la experiencia reciente de Costa Rica muestra cuán difícil es de mantener alta calidad de servicios de salud -e incrementar educación secundaria también- en presencia de mercados de trabajo heterogéneos y opciones privadas  promovidas por grupos de interés crecientemente poderosos.

            Entonces ¿cuál es el camino a seguir en países como Brasil, México e incluso Chile y Uruguay? El reto -más fácil de enunciar que de resolver- es desarrollar una alta calidad de servicios públicos suficientes en áreas claves; el crear obstáculos tales como impuestos a los prestadores privados de servicios y evitar la doble práctica pública y privada; y encontrar maneras para crear coaliciones entre la población pobre según ingresos -básicamente las familias meta de los programas de transferencias monetarias condicionadas- y diferentes sectores de la clase media.

 

 

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* PhD en Sociologìa Universidad de Pittsburgh. Profesora asociada de la Universidad de Costa Rica. Temas de especialización: desigualdad, formación de política social, relaciones de género y cuidados en América Latina. Email: juliana.martinez@ucr.ac.cr

** PhD en Economía, New School for Social Research. Profesor Universidad de Oxford. Temas de especialización: economía política de la distribución, política social e industrial, desarrollo económico en América Latina. Email: diego.sanchezancochea@qeh.ox.ac.uk

 

 

[1] Salvo que se indique lo contrario, las traducciones de textos en inglés son nuestras.

[2] Se trata de 1,440 enfermedades, 95% de las cuales son las más comunes, así como 422 medicamentos del cuadro básico (Instituto de Salud del Estado de México 2013).

[3] Los regímenes informales de bienestar son aquellos en los que el manejo de riesgos de la mayoría de la población gira solo en torno a las familias, tanto en materia de estrategias de protección social, como de estrategias de generación de ingresos en gran medida trasnacionales. En estos regímenes las lógicas de asignación de recursos, mercantil, colectiva y familiar, se desdibujan entre sí bajo la preeminencia de esta última.

[4] En este artículo nos concentramos en la arquitectura y dejamos a un lado los determinantes políticos, los cuales analizamos en otros trabajos recientes (véase Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea 2012 y 2013).

[5] La discusión de eliminar todos techos salariales de forma definitiva surgió en gran parte como resultado de una reforma constitucional previa que requería la universalización de la seguridad social. Esta enmienda constitucional de 1961 fue a su vez una respuesta a las necesidades financieras de la CCSS en un momento en que la sostenibilidad financiera de la seguridad social estaba en juego debido a la combinación entre una demanda creciente del servicio y deuda gubernamental (Rosenberg 1983). Los burócratas de la seguridad social demandaron entonces al Congreso un aumento gradual en los techos salariales a lo que el Partido Liberación Nacional, entonces en la oposición, respondió con la demanda de que se avanzara hacia la universalización del sistema, un objetivo todavía más ambicioso.

[6] Esta capacidad para asegurar el pleno empleo formal fue una de las grandes diferencias entre Costa Rica y otros países que, como México, también adoptaron un sistema unificado de seguridad social en los años 40. A ello, se le une el hecho de que en México diversos grupos de interés logaron auto excluirse del sistema e ir así erosionando su solidaridad (ver Dion 2010).

[7] Entre 1983 y 1989 la ayuda acumulada de los Estados Unidos – equivalente al 4,1% del PIB (Lizano, 1999: anexo 5) – le dio a las cuentas públicas costarricenses un importante respiro.

[8] Si bien es cierto que en 2012, 9 de cada 10 personas utilizaban los servicios de la CCSS (La Nación: 04 de febrero 2012; La Nación: 12 julio 2013), no lo es menos que la clase media alta lo utiliza para ocasiones de vida y muerte y servicios no cubiertos por el mercado mientras que el resto de la población sigue dependiendo más del sector público para toda clase de servicios.

[9] Este problema recaudatorio tuvo lugar al mismo tiempo que aumentaba la demanda de nuevos servicios sociales y el reconocimiento de nuevos derechos (Vargas Cullell en Seligson y Martínez Franzoni 2010). Por ejemplo, las personas con VIH o pacientes enfrentando enfermedades mortales fueron a la Sala Constitucional, ganaron sus casos y la seguridad social tuvo que atender sus necesidades médicas.

[10] A estos factores socioeconómicos más estructurales se le une problemas serios de gestión. En los últimos años, a pesar de una cierta recuperación del gasto público en salud, la CCSS se ha visto afectada por la desorganización de su administración central, la falta de coordinación entre los distintos niveles y la falta de orden general del sistema. Todos estos problemas han contribuido a que el sector privado penetre cada vez más en la provisión pública y vaya erosionando la unificación y coherencia del sistema.

[11] Es decir que se trataba de propuestas que dentro del proceso de formación de políticas tuvieron altas posibilidades de ser adoptadas (Birkland 2011).

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