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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.21 no.spe Montevideo dic. 2012

 

DIFUSIÓN HISTÓRICA, DESARROLLO Y DURABILIDAD DE LAS INSTITUCIONES DEMOCRÁTICAS EN AMÉRICA LATINA EN LOS SIGLOS XIX Y XX*

 

The historical diffusion, development, and durability of democratic institutions in Latin America, nineteenth to twentyfirst century

 

Paul W. Drake**

 

Resumen

A pesar de que las instituciones democráticas en América Latina se han alternado frecuentemente con regímenes autoritarios, sus características básicas han persistido en los últimos 200 años. Muchas de estas características fundacionales ajustaron modelos usados en otros países a sus condiciones locales, lo que explica en parte su durabilidad. Desde comienzos del siglo XIX hasta finales del siglo XX, la mayoría de las instituciones políticas en Latinoamérica exhibieron constituciones inestables, usualmente con bajo nivel de aplicación, extremadamente centralistas, hiper-presidencialistas, con legislaturas débiles y sin capacidad proactiva, con poderes judiciales conservadoras e ineficaces, elecciones contestadas y partidos políticos efímeros. Las distintas facetas y defectos institucionales pueden explicar solamente algunas de las fallas iniciales y continuas de estas democracias.

 

Palabras clave: democracia, instituciones, constituciones

 

Abstract

Although Latin America’s democratic institutions have alternated frequently with authoritarian regimes, their basic features have persisted for two hundred years. Many of their foundational characteristics adjusted foreign models to local conditions, which partly accounts for their durability. From the early 1800s to the early 2000s, most Latin American political institutions exhibited unstable and often unenforceable constitutions, extreme centralism, hyperpresidentialism, lackluster legislatures, conservative and ineffective judiciaries, contentious elections, and ephemeral political parties. Institutional facets and defects can explain some important initial and continuing shortcomings of these democracies.

 

Keywords: democracy, institutions, constitutions  

 

Introducción

 

A pesar de que las instituciones democráticas en América Latina se han alternado frecuentemente con regímenes autoritarios, sus características básicas han persistido en los últimos 200 años.[1] Muchas de estas características fundacionales ajustaron modelos usados en otros países a sus condiciones locales, lo que explica en parte su durabilidad. Desde comienzos del siglo XIX hasta finales del siglo XX, la mayoría de las instituciones políticas en Latinoamérica exhibieron constituciones inestables, usualmente con bajo nivel de aplicación, extremadamente centralistas, hiper-presidencialistas, con legislaturas débiles y sin capacidad proactiva, con poderes judiciales conservadores e ineficaces, elecciones contestadas y partidos políticos efímeros. Las distintas facetas y defectos institucionales pueden explicar algunas de las fallas iniciales y continuas de estas democracias. Sin embargo, dado que las características esenciales de la mayoría de estas instituciones han sufrido pequeños cambios a lo largo de las décadas y entre países, no es claro cómo ellas podrían dar cuenta de las variaciones significativas en el comportamiento democrático o en los resultados a lo largo del tiempo y en diferentes lugares.

            Desafortunadamente, no hay evidencia suficiente sobre el impacto de los distintos tipos de instituciones políticas –constituciones, presidentes, legislaturas, órganos judiciales, elecciones, y partidos políticos- como para poder establecer qué diseños facilitarían las democracias en diferentes países. Los académicos no han alcanzado consenso sobre las mejores instituciones o sobre sus características óptimas. Por lo menos en América Latina, sin embargo, el balance entre sentido común y revisión histórica sugiere que la siguiente dicotomía tentativa y simplificada puede distinguir algunos atributos que han contribuido, más o menos probablemente, al funcionamiento de regímenes democráticos abiertos, representativos, responsables y estables (Karl 1996: 21-46, Lijphart 1984: 6-9, 23-26, Lipset 1981: 71, 80-86, Downs 1957: 23-24 y Dahl 1971: 2-3, 227).

           




    

            Muchas de las clasificaciones sobre las características en esta tabla son cuestionables, como federalismo versus centralismo. Es difícil generalizar, y las mejores opciones varían de país en país. Esta tabla omite criterios más controvertidos, como si el voto debiera ser voluntario u obligatorio y con listas abiertas o cerradas, y si los partidos políticos debieran ser dos o más, personalistas o programáticos, e ideológicos o  catch-all.

            En última instancia, la tabla sirve como guía para entender las estructuras institucionales discutidas e implementadas en América Latina. A pesar del amplio espacio para el disenso, la mayoría de los observadores de las instituciones democráticas en América Latina han realizado juicios similares a los de la Tabla 1. La mayoría de las instituciones han exhibido históricamente muchos de los atributos que se encuentran en la columna de la derecha. Los reformadores han tratado de mover estas instituciones desde la columna de la derecha hacia la de la izquierda, y a lo largo del tiempo Latinoamérica ha tenido un progreso desigual en esa dirección.

            La Tabla 2 muestra qué patrones institucionales han presentado más resistencia al cambio y permanecen cercanos al diseño original y cuáles han cambiado desde el siglo XIX al XXI.

 


                                                           

                                                           

            Este estudio describe cómo los diferentes arreglos institucionales han sido discutidos y han evolucionado en la región. Muchas de las características institucionales han permanecido congeladas a lo largo de los últimos siglos, especialmente en lo que respecta a presidentes, legislaturas, justicia y partidos políticos. Otros aspectos se han democratizado, sobre todo, las elecciones.

            Las constituciones todavía muestran muchos de sus atributos primitivos, pero han sido adoptadas por instancias más participativas, extendieron su duración e incorporaron más derechos individuales y socioeconómicos. La organización del gobierno ha permanecido muy centralista, pero las provincias y las municipalidades han hecho algunos avances en términos de competencias y prerrogativas.

            Los presidentes mantienen una posición dominante, pero su elección ha pasado de ser indirecta a directa y la mayoría absoluta sustituyó a la mayoría simple como fórmula electoral utilizada. Los requerimientos de elegibilidad se han reducido. Las antiguas prohibiciones a la reelección parecieron consolidarse. Sin embargo, en los últimos años ha habido una relajación de estas restricciones. En este mismo período, finalmente se incrementó el control de los presidentes sobre los militares.

            Los congresos continúan siendo débiles a pesar de algunos avances recientes. Si bien se mantiene cierto malapportionment, los representantes pasaron a elegirse en forma directa y se redujeron los requerimientos de elegibilidad.

            En lo que respecta a las instituciones de gobierno, la justicia es la que ha experimentado menores cambios en dirección del fortalecimiento democrático. Los poderes judiciales permanecen dependientes de las otras ramas del gobierno, aunque el dominio presidencial sobre las designaciones ha disminuido. Al ser mayormente inaccesible para la mayoría de la población, la justicia no es efectiva para defender los derechos individuales, sociales y humanos. Más importante aún, el poder judicial no se ha convertido todavía en un revisor activo de la constitucionalidad o en un defensor de la democracia constitucional.

            Las elecciones, en muchos sentidos la esencia de la democracia, han procesado los mayores avances en comparación con el resto de las instituciones políticas. Las mejoras significativas en el terreno electoral proveen la clave principal para entender la transformación democrática de América Latina. A pesar de que algunos partidos políticos y sistemas de partidos han madurado, aún presentan deficiencias en varios aspectos.

            La mayoría de estas instituciones fueron incorporadas en las constituciones, las cuales proliferaron de gran manera pero retuvieron también muchas características comunes y resistentes a lo largo del tiempo. Desde los procesos de independencia en adelante, América Latina tomó prestadas varias disposiciones constitucionales de sus vecinos y de Europa, especialmente de Estados Unidos, Francia y España. La influencia de los Estados Unidos declinó ligeramente en el siglo XX, cuando los derechos socioeconómicos emergieron en el debate político. Sin embargo, muchos de los arreglos institucionales importados se ajustaron pobremente a las realidades nacionales y por lo tanto fueron disfuncionales o inoperantes, mientras otros probaron su valor y utilidad y pudieron adaptarse a las condiciones locales. Aun las instituciones injertadas desde modelos extranjeros, como la presidencia y el congreso estadounidenses, fueron alteradas para funcionar de forma distinta en la región.

            Los fundadores modificaron los principios liberales de muchas de las instituciones de otros países, para así ajustarlas a las tradiciones autoritarias provenientes del período colonial y a sus condiciones nacionales, especialmente las severas desigualdades socioeconómicas.  En este sentido, incorporaron características tales como el centralismo extremo, los desproporcionados poderes de los presidentes, y los estados de excepción. Esta combinación, de instituciones importadas y diseños domésticos, dio lugar a una tensión entre liberalismo y autoritarismo que ha continuado hasta nuestros días. Sin embargo, los latinoamericanos también introdujeron innovaciones democráticas distintivas, incluyendo el “amparo” (la protección judicial a las libertades individuales, similar al habeas corpus) y los derechos sociales. A lo largo del tiempo, ellos también promulgaron nuevas constituciones que daban cuenta de cambios políticos, sociales y económicos locales (como la aparición de los movimientos de trabajadores) y los avances internacionales (como los Derechos Humanos) (Blanksten 1958: 225-251, Colomer 1990: 83, 104-105, Fitzgerald 1968: vii-xiii, Sánchez Agesta 1987: 10-12, Buergenthal, et al. 1987, Alcalde 1991: 97-126 y Altamira 1928).

 

1. Los orígenes de las instituciones democráticas durante la independencia, 1800-1820

 

Antes y durante las guerras de independencia contra el absolutismo ibérico, las ideas sobre democracia y republicanismo provenientes del exterior se filtraron en América Latina. La Ilustración, con su énfasis en los derechos naturales, y las revoluciones norteamericana y francesa influyeron en las colonias españolas y portuguesas de América. Entre los latinoamericanos de ese tiempo, el término “república” usualmente refería al sistema representativo de Estados Unidos, mientras que “democracia” típicamente implicaba una referencia más directa al episodio jacobino. En general, sus líderes preferían el modelo norteamericano al socialmente explosivo modelo francés. Como uno de los principales precursores de la independencia, Francisco de Miranda, de Venezuela, dijo en 1799: Tenemos ante nuestros ojos dos grandes ejemplos, la revolución americana y la francesa. Imitemos prudentemente la primera y evitemos cuidadosamente la segunda.”[3] (Lynch 1994: 28) (Whitaker 1961, Moses 1966, Romero 1963: 2-58, Collier 1967: 35-43, Aguilera y Vega 1991).

            Durante el período de la independencia, algunos latinoamericanos abrazaron la “idea del hemisferio occidental”. De acuerdo a esta noción, los pueblos de las Américas compartían una identidad común que se diferenciaba del resto del mundo, en particular de Europa. Como Latinoamérica tomó muchos conceptos políticos de los Estados Unidos, algunos líderes tanto del norte como del sur del continente comenzaron a argumentar que el republicanismo unificaba al nuevo mundo. Por ejemplo, el político e intelectual mexicano Lucas Alaman en 1826 reivindicaba que entre los países de América la similitud de sus instituciones políticas los ha unido aún más, fortaleciendo en ellos el dominio de los justos principios liberales.” [4] (Whitaker 1954: 2).

            Como los liberales en América Latina, los conservadores también esperaban a la república, pero temían que mucha democracia, federalismo y anticlericalismo desataran divisiones políticas, geográficas y sociales devastadoras. En consecuencia, hicieron hincapié en una fe católica oficial, un gobierno central fuerte, un presidente poderoso, un ejército potente y una participación política mínima fuera de su control. En la visión conservadora, el nuevo régimen debía preservar muchos de los aspectos autoritarios del sistema político colonial bajo el manto del republicanismo. Su creciente dominio a medida que las batallas contra España llegaban a su fin hizo a un cínico lamentarse y decir: La Guerra de Independencia fue la revolución más conservadora que jamás haya ocurrido”.[5] (Jane 1966: 144)

            El más importante libertador y pensador político de la era de la independencia, Simón Bolívar, personificó la evolución desde el liberalismo al conservadurismo. El Simón Bolívar idealista y el realista derivó sus puntos de vista de la República romana, de sus viajes a Europa, de su contacto con escritos políticos (especialmente de la Ilustración francesa), de las instituciones políticas británicas, de los Estados Unidos, de la Constitución española de 1812 y de la amarga experiencia del gobierno republicano en los nuevos estados de la América hispana. Al menos retóricamente Bolívar siempre lamentó la existencia de dictaduras inconstitucionales y promovió la república democrática, elecciones libres, libertades civiles limitadas tales como la libertad de expresión y de prensa, un congreso moderadamente efectivo y una justicia independiente. También apoyó la defensa hemisférica de las democracias. A diferencia de algunos democratizadores del presente, Bolívar confiaba en un gobierno centralizado con una presidencia dominante en oposición al poder de las legislaturas y los gobiernos locales y regionales (Fitzgerald 1971: 4-6, Bushnell 2003, Johnson y Ladd 1968 y Lynch 2006).

            A medida que la campaña por la independencia se fue desarrollando, Bolívar creyó crecientemente que los hispanoamericanos, con su herencia colonial ibérica, no estaban listos para una democracia como la de los Estados Unidos: “¿Es concebible que un pueblo que recientemente se liberó de sus cadenas pueda ascender a la esfera de la libertad sin quemar sus alas como Ícaro y hundirse en el abismo?”.[6] Su respuesta enfatizó la necesidad de nutrir las posibilidades de futuro de la democracia bajo “el bondadoso cuidado de gobiernos paternales”[7] (Humphreys 1951: 319-20).

            Bolívar entregó la más completa expresión de su visión política en el discurso de Angostura de 1819 en Venezuela. Argumentó que “Venezuela tenía, tiene, y debería tener un gobierno republicano. Sus principios deben ser la soberanía del pueblo, la división de poderes, las libertades civiles, la abolición de la esclavitud y la proscripción de la monarquía y sus privilegios.” El libertador concluía que el admirable modelo de los Estados Unidos era inaplicable a la América hispana con su falta de antecedentes democráticos y sus enormes disparidades sociales: “instituciones fielmente representativas no se adecuan a nuestro carácter”. Él buscaba un delicado equilibrio entre “moderación de la voluntad popular y limitación de la autoridad pública” (Fizgerald 1971: 54, 62).

            Los arquitectos de las constituciones veían al republicanismo como la solución por defecto porque no contaban con alternativas plausibles al vacío de legitimidad creado por la eliminación de la corona. “Los norteamericanos de los días de Washington eran republicanos por convicción y elección; los hispanoamericanos de los días de Bolívar eran republicanos por compulsión. Los primeros abrazaron con entusiasmo una oportunidad cuando les fue ofrecida; los últimos se inclinaron con tristeza por necesidad” (Jane 1966:110-114). Como resultado, “En ningún lugar hay constituciones más elaboradas -o menos observadas...” (Humphreys 1951:318).

            Las constituciones de América Latina formaron parte de la tendencia internacional occidental que se alejó de los estados absolutistas y se acercó a un estado limitado por la ley con el objetivo de proteger los derechos individuales y la comunidad. A pesar de las numerosas versiones y variaciones, las constituciones iniciales y las subsiguientes se destacaron por sus similitudes. Compartían muchas características en parte porque extrajeron su inspiración de los mismos modelos importados y de entre ellas mismas. También se ajustaban a un patrón común porque confrontaron los mismos legados del período colonial y de independencia, incluyendo conflictos disruptivos entre regiones, clases, grupos de interés y jefes militares.

            En el proceso de redacción de sus cartas magnas los latinoamericanos siguieron los pasos de otros países, especialmente de los Estados Unidos, de Francia y de España. Al menos en el papel, de los Estados Unidos copiaron principalmente la separación de poderes en tres ramas, el presidencialismo, el congreso bicameral, la carta de derechos y en ocasiones el federalismo. En algunos casos también adoptaron el concepto de habeas corpus y la revisión judicial. La influencia de los Estados Unidos –especialmente del federalismo- apareció con fuerza en México, Venezuela, y sobre todo en Argentina. El pensamiento francés, particularmente el de la Constitución de 1791, dio forma a las nociones de derechos humanos tanto como a ideas como el centralismo, la organización municipal, los concejos de estado, la interpelación a los ministros por parte del congreso, la representación proporcional, la legislación por decreto y más significativamente los estados de emergencia y excepción para suspender las garantías constitucionales (Sánchez Agesta 1987: 9, 20-39, Collier 1967: 150-155, Fitzgibbon 1951: 214-217, Blanksten 1951: 225-251, Edelman 1969: 389-397, Loveman 1993, Grossman 1990: 176-198, González 1962).

            Al mismo tiempo, las constituciones pioneras en América Latina incorporaron muchos elementos españoles, incluyendo leyes coloniales, mientras no entraran abiertamente en conflicto con el republicanismo. La corta vida de la Constitución española de 1812 también modeló a Hispanoamérica. De esa fuente los criollos transcribieron comúnmente: la organización básica de la nación y la constitución, el catolicismo como religión oficial, el gobierno limitado, el centralismo, y el voto individual y la representación. Esa monarquía constitucional también creó tres ramas de gobierno, con una legislatura unicameral (electa de manera indirecta) como el cuerpo primario, la corona en segundo lugar y la justicia en tercer lugar.

            Sin embargo, muchos líderes en las colonias vieron a ese documento español demasiado cercano al radicalismo francés. La Constitución de 1812 contenía algunas características liberales remarcables. Sus disposiciones catapultaron al mundo hispánico a la vanguardia internacional en muchos de los derechos democráticos. Les dio a los americanos igual representación que a los españoles. Estableció la libertad de prensa. También reconoció a los indígenas y a los mestizos, aunque no a los negros, como ciudadanos. En un movimiento audaz, la constitución confirió a todos los hombres, excepto a los negros, el derecho a votar sin restricciones de propiedad o educación, un estándar más liberal que el que prevaleció en los Estados Unidos, Francia, o Inglaterra en ese tiempo (Bushnell 1954: 19, Sánchez Agesta 1987: 9, 20-39, García Laguardia et al. 1987: 13-16 y Rodríguez 1998: 91-103, 246).

            Antes que las colonias españolas y los modelos constitucionales unitarios y centralistas prevalecieran en las nuevas repúblicas de Hispanoamérica, muchas de las tempranas constituciones replicaron disposiciones federalistas contenidas en la Constitución de los Estados Unidos. Sin embargo, aquel sistema dio lugar a guerras civiles y caos en América Latina. Chocó con las disparidades de poder arraigadas entre las ciudades capitales y las provincias. Después de años de conflictos entre los dos campos y numerosos fiascos de los federalistas, el centralismo pasó a dominar, aún en los pocos países que adherían oficialmente al federalismo. La mayoría de los líderes  terminaron estando de acuerdo con el rechazo de Bolívar al federalismo norteamericano: “Tal sistema no es más que anarquía organizada, o en el mejor de los casos, una ley que implícitamente decreta la obligación de disolver y arruinar al estado con todos sus miembros. Sería mejor, creo, que América del Sur adoptara el Corán antes que la forma de gobierno estadounidense, aunque esta última sea la mejor del mundo”[8] (Lynch 2006: 261).

            Tanto el imperio español como los imperios de las Indias legaron una herencia de ejecutivos preeminentes en la política. Aunque los hispanoamericanos copiaron el esquema del sistema presidencial de la Constitución de los Estados Unidos, este documento era bastante vago respecto a los poderes del cargo presidencial. Consecuentemente, muchos criollos –por ejemplo en la Constitución mexicana de 1824- recurrieron a la Constitución española de 1812 y a su desglose de los poderes de los regentes para ser ejercidos en nombre del rey. Por ejemplo, las primeras constituciones de Hispanoamérica tomaron prestado de la Constitución española de 1812 la atribución de autoridad al ejecutivo para enviar legislación al congreso, para proponer el presupuesto, y para conducir las relaciones internacionales. En la ley y en la práctica, los presidentes de Hispanoamérica superaron los poderes de sus contrapartes norteamericanos no solo en lo que respecta a sus poderes de agenda, legislativos y de veto, sino también en su capacidad para designar, aunque a menudo con el consentimiento del congreso, a jueces, gobernadores, y en algunas ocasiones hasta oficiales municipales. Las constituciones pioneras generalmente también le garantizaban al presidente el control sobre las Fuerzas Armadas, a pesar de que esto resultó difícil de efectivizar (Sánchez Agesta 1987: 54-59, Bushnell 2003: 17-18, Aleman y Tsebelis 2005: 3-26).

            Los presidentes de la América hispana también resultaron más fuertes que sus pares norteamericanos porque la mayoría de las constituciones ataron la Iglesia Católica con el estado. Esta disposición se estableció sobre la tradición inca, azteca e ibérica de fundir en una sola persona la figura que dirige el estado y la religión oficial. Los presidentes hispanoamericanos también superaron a los de Washington porque asumieron, o trataron de asumir, el rol de patronazgo sobre la Iglesia Católica que había previamente pertenecido a la corona. Más aún, los primeros presidentes usualmente contaron con poderes excepcionales para resolver problemas extraordinarios, como el ganar la guerra de independencia, establecer la paz entre facciones civiles después de esas guerras y crear un nuevo estado de la nada. Mucho más allá que en los Estados Unidos o en su constitución, ellos mantuvieron la autoridad excepcional para suspender las libertades civiles y dominar a otras ramas del gobierno durante situaciones de emergencia.

            Desde el comienzo los presidentes latinoamericanos poseyeron mayor autoridad que sus predecesores norteamericanos para gobernar, en el plano interno y externo, con pocas restricciones por parte de los congresos. Un congreso representativo e independiente no figuraba en la tradición de indios ni de criollos. De las tres ramas, el legislativo fue el más difícil de establecer porque no había existido en el período colonial, cuando los cargos de gobierno combinaban funciones ejecutivas y legislativas. La única excepción parcial fueron los representantes hispanoamericanos elegidos para las Cortes de Cádiz y para los cabildos a nivel local. Aunque los padres fundadores de América Latina tomaron prestados los rasgos del congreso de los Estados Unidos, también incorporaron características de los concejos abiertos del período colonial y de independencia, ahora expandidos para transformarse en una institución nacional (Woodward 1996: 58-89, Sánchez Agesta 1987: 53-59, Bushnell 2003: 18, 31-33, Loveman 1993, y Grossman 1990).

            Más que ninguna otra institución política después de la independencia, la organización de justicia heredó numerosas prácticas coloniales, algunas de cuales perduran hasta el siglo XXI. Durante muchos años, los criollos dejaron el sistema español de justicia mayormente intacto. Los legados incluyeron la tradición civil o romana de la ley, la indeterminación entre funciones políticas y judiciales, un cuerpo de jueces autónomo y corporativo, una justicia dependiente del ejecutivo y una formidable estructura extra-judicial de empleados y notarios públicos que frustraron cualquier intento de cambio o de tornar al sistema más eficiente y eficaz. Asimismo, el imperio de la ley durante el período colonial y el posterior a la independencia fue extremadamente irregular y laxo en áreas periféricas, lo cual generó desconfianza y pérdida de respeto por el sistema legal (Zimmerman 1999).

            Bolívar recomendaba el sistema judicial norteamericano porque admiraba su independencia. También estaba a favor del juicio por jurados, como el liberal mexicano José María Luis Mora, pero este sistema no tuvo éxito en América Latina. El exótico concepto norteamericano de revisión judicial de la constitución también funcionó pobremente si es que lo hizo en algún momento. Los jueces optaron por las fórmulas del pasado al encontrar dificultades para conciliar las disposiciones importadas desde los Estados Unidos con las tradiciones hispánicas. En la mayoría de los países, la justicia no jugó un rol significativo en la política o en la democracia hasta bien entrado el siglo XX, y aún sigue estando por detrás de otras instituciones en estos procesos (Clark y Rosenn 1975, Bravo Lira 1986: 166, Zimmerman 1999, Bushnell 2003: 45-50, y Fitzgerald 1971: 52-64).

 

2. La difusión de las repúblicas oligárquicas en América Latina, 1830-1920

 

Después de la independencia, las constituciones de América Latina y sus instituciones reflejaron arraigados patrones regionales más que nuevas corrientes provenientes de los Estados Unidos y Europa. Después que los libertadores se alejaron del liberalismo, los conservadores comenzaron a dominar el pensamiento político, la práctica y las instituciones en los treinta y cuarenta del siglo XIX. Abogaron básicamente por la restauración del orden colonial con un velo republicano, haciendo que la autoridad del estado residiera en la Iglesia y la aristocracia. Lo más que se acercaron a la democracia fue con el establecimiento de repúblicas oligárquicas. Los sectores conservadores pretendieron que esos regímenes elitistas proveyeran orden para el crecimiento económico y para la preparación gradual de las mayorías excluidas por el republicanismo liberal (Halperin-Donghi 1973: 129-140).

            Entre las pocas constituciones durables, operativas e influyentes desde los años treinta a los setenta del siglo XIX, la Constitución chilena fue el epítome de la variante conservadora y la argentina de la liberal. Entre las constituciones hispanoamericanas, la Constitución chilena de 1833 se transformó en el éxito más temprano al durar hasta 1925. Funcionó bien para la clase alta porque reconoció al catolicismo romano como la religión oficial, protegió la propiedad privada, centralizó el poder en el gobierno nacional y el presidente, despreció las libertades civiles, previó los estados de excepción para suspender las garantías constitucionales, puso en marcha una legislatura y un sistema judicial que lograron funcionar y restringió el sufragio a los sectores acomodados (Loveman 1988: 123-126, Valenzuela 1977: 172-190, Remmer 1984: 10-14 y Zeitlin 1968: 220-234).

            La Constitución argentina de 1853 fue la de mayor duración –aunque con interrupciones- de América Latina. Con la pretensión de emular a Inglaterra y a los Estados Unidos, las elites tomaron como modelos de su constitución a estos últimos. A través de esta imitación, los cautos liberales argentinos buscaron incorporarse a las economías del atlántico. Más tarde en el siglo XIX, la Suprema Corte argentina identificó los orígenes de su constitución en el modelo estadounidense, particularmente en su forma federalista y judicial: “El sistema de gobierno que nos rige no es nuestra creación. Lo hemos encontrado en uso, testeado por largos años de experiencia, y nos lo hemos apropiado”[9] (citado en Macdonald 1942:128), (Waisman 1989: 59-110).

            Cuando Juan Bautista Alberdi diseñó la Constitución argentina emuló la chilena para mejorar el modelo norteamericano, proveyéndola con una presidencia más fuerte y mayor centralización, a fin de dotarla de mayor capacidad para mantener el orden. Para eclipsar a los caudillos y a los caciques, la carta creó un presidente mucho más poderosos que el congreso y la justicia, lo que significó un alejamiento de la huella estadounidense  y un elogio al modelo chileno. Alberdi también importó de Chile el estado de excepción que permitía la suspensión de la constitución y de los derechos por ella otorgados. Alabó a la Constitución chilena de 1833 en tanto “superior en su escritura a todas las otras de América del Sur, sensible y profunda respecto a la rama ejecutiva [...] una mezcla de lo mejor del régimen colonial con lo mejor de los regímenes modernos...” (citado en Aleman y Tsebelis 2005: 20) (Macdonald 1942: 194-223, Adelman 1999: 194-223, Davis 1995: 74-74, y Gibson y Falleti 2004: 226-254).

            Aunque el federalismo quedara establecido en la Constitución argentina de 1853, Alberdi no tenía la intención de que funcionara hasta que años de disciplina aseguraran que ni el gobierno central, ni la sociedad permitieran que las prácticas federalistas terminaran en la desunión. Por lo tanto, la constitución permitió que el gobierno federal interviniera frecuentemente en las provincias. La Constitución argentina también se desvió del molde norteamericano al requerir que el presidente y el vicepresidente apoyaran y adhirieran a la fe católica (Botana 1984: 310-311, 344-352,  472-493, Botana 1994, Romero 1963: 126-164, y Adelman 1999: 165-190).

            Durante las décadas posteriores a la independencia, a lo largo de la América hispánica la característica más notable de la justicia fue su debilidad frente a los crecientes poderes presidenciales. El cambio significativo en los poderes judiciales de la región solo tomó forma en la segunda mitad del siglo XIX a medida que algunos gobiernos constitucionales se estabilizaron y las guerras civiles disminuyeron. Las repúblicas modificaron ligeramente la estructura colonial de la justicia introduciendo cortes supremas nacionales, al estilo de la de los Estados Unidos (Miller 1997: 231-329, Loveman 1993, Bravo Lira 1986, Clagett 1952, Leiva 1982, Jorrin 1953, Flory 1981, Edelmann 1969: 465-487 y Lambert 1967: 287-295).

            Las prácticas francesas influyeron predominantemente en códigos legales y conceptos, mientras que los Estados Unidos y en una menor medida España y Francia dieron forma al pensamiento constitucional. Las ex colonias comenzaron adoptando la doctrina francesa de la separación de poderes para proteger al ejecutivo y al legislativo de la excesiva intrusión del poder judicial. La doctrina francesa sugería que las decisiones judiciales que declaraban un acto legislativo como inconstitucional interferían inapropiadamente con las prerrogativas de los congresos. Al mismo tiempo, la Constitución de los Estados Unidos alentaba la adopción de la revisión judicial y un sistema presidencial del gobierno teóricamente balanceado por los poderes legislativo y judicial. Todos los nuevos países de América Latina mezclaron ingredientes de ambos sistemas, que nunca lograron complementarse bien (Sáez García 1998: 1267).

            Desde la mitad del siglo XIX hasta el XXI, los sistemas legales oscilaron entre los modelos de Derecho Público francés y norteamericano. Como resultado, los latinoamericanos fallaron en desarrollar un sistema coherente capaz de controlar al ejecutivo. En la mayoría de los países la revisión judicial de las acciones del presidente o el congreso siguió siendo problemática e inefectiva. Por más de un siglo, el poder judicial nunca llegó a madurar para convertirse en una rama del gobierno con capacidad de enfrentar al ejecutivo y mucho menos en un bastión de la democracia (Clark 1975: 405-442, Rosenn 1974: 785-819 y Eder 1950).

            Después de las constituciones de Chile de 1833 y de Argentina de 1853, la constitución latinoamericana más influyente en el resto de la región fue la mexicana de 1917. Se transformó en la constitución más rupturista e imitada de los primeros años del siglo XX en América Latina. Surgida de una revolución social, el documento inauguró una nueva generación de constituciones que reconocían derechos sociales y que desde entonces pasaron a ser un componente de la democracia populista a lo largo de la región. Ella amplió la definición de democracia para incorporar criterios de justicia social y económica. Abrió nuevos caminos al incorporar derechos sociales, especialmente para trabajadores y campesinos, y limitó los derechos de propiedad, especialmente a los extranjeros. Escrita por una convención de revolucionarios, la Constitución mexicana declaró que el gobierno “será democrático, considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo...” (Fitzgibbon 1948:498). También elevó el principio de no reelección hasta nuevas alturas al prohibir que el presidente volviera a ocupar la presidencia. No obstante, en el papel y más aún en la práctica, el autoritario presidente mexicano, antes y después de 1917, contó con los más amplios poderes en el contexto latinoamericano.

            En el cambio de siglo el contexto político internacional afectó una vez más a la democracia en América Latina de manera contradictoria. Desde los años noventa del siglo XIX hasta los años veinte del XX, los Estados Unidos justificaron parcialmente sus frecuentes intervenciones militares en el Caribe, Centro América y México en nombre de la promoción de la democracia electoral, o al menos de repúblicas aristocráticas. En los países que ocuparon, los Estados Unidos insistieron con elecciones, escribieron leyes electorales y constituciones en la creencia de que las instituciones serían la llave de la democratización, observaron y supervisaron el comportamiento electoral y certificaron ganadores.

            Sin embargo, Washington aplicó esa política en Latinoamérica de manera inconsistente y poco sincera. Nunca la aplicó en América del Sur. Más aún, los objetivos económicos y de seguridad superaron por lejos a los de promoción de la democracia, que probaron ser notoriamente un fracaso. El coloso del norte se preocupó más por la estabilidad que por la democracia. Para el final de este período algunos de los más despiadados y tenaces tiranos de América Latina seguían en el poder en los mismos países de América Central y el Caribe en los que Estados Unidos había invertido la mayoría de sus tropas, tiempo y dinero para instalar fachadas democráticas. A lo largo de estos años y de todo el siglo XX, la democracia, o al menos las repúblicas oligárquicas, nacieron más tempranamente y fueron más exitosas allí donde los Estados Unidos tuvo menos influencia (América del Sur) y fueron más tardías y tuvieron menos éxito donde los Estados Unidos ejercieron mayor influencia (México, América Central, y el Caribe) (Drake 1991: 3-40, Smith 2005: 36-39, 108-111).

 

 

3. De las democracias populistas a las neoliberales, 1930-2000

 

El período populista que va desde los años treinta hasta los setenta del siglo XX fue testigo del aumento de la participación política y de la presión sobre las instituciones políticas de parte de amplios sectores marginalizados de trabajadores y campesinos. Mientras los pobres y los líderes que buscaban movilizarlos electoralmente obtenían logros en las urnas, se enfrentaron también a una fuerte resistencia de las elites. Consecuentemente, la era de democracias populistas terminó en una ola de golpes militares de derecha, seguida por un triunfo, sin precedentes a lo largo de la región desde los setenta hasta los primeros años del nuevo siglo, de democracias neoliberales más moderadas.

            Aún en las tumultuosas décadas de populismo, el contenido básico de las constituciones, como la de la mayoría de las instituciones políticas, cambió poco. Entre las instituciones políticas, las constituciones multiplicaron e incluyeron muchas garantías sociales y económicas destinadas a incorporar a los menos privilegiados y al desarrollo nacional. Con el objetivo de servir a esos mismos propósitos, los gobiernos centrales y las presidencias expandieron su tamaño y poder. Algunos jefes de gobierno comenzaron a respetar crecientemente las libertades civiles. A pesar de que las legislaturas ganaron cierto peso, continuaron siendo débiles. No obstante, las confrontaciones entre congresos conservadores y presidentes populistas con frecuencia desencadenaron golpes militares. Los reformadores tornaron más independientes a algunos poderes judiciales. Pero la justicia en general siguió siendo poco accesible y mostrando incapacidad o falta de voluntad para defender los derechos humanos y la democracia constitucional bajo dictaduras. Durante el apogeo de los populismos clásicos, el mayor cambio en las instituciones políticas fue la irrupción de las clases populares y sus partidos políticos populistas y de izquierda a través de elecciones más abiertas. En la mayoría de los casos, los partidos políticos y los sistemas de partidos más fuertes apuntalaron a las democracias más sólidas.

            Al mismo tiempo los latinoamericanos expandieron sus constituciones. Desde los años treinta a los sesenta del siglo XX, virtualmente todos los países siguieron a México en la incorporación de secciones referidas a derechos sociales. Las nuevas constituciones generalmente enfatizaron las responsabilidades del estado respecto a temas laborales, de familia, educativos y crecientemente de bienestar económico, desarrollo y nacionalismo. Las nuevas tendencias en materia de derechos sociales colectivos estuvieron orientadas a la población rural e indígena. Las promesas socioeconómicas ilustraron la señera asociación en América Latina de la democracia con la justicia social, y no solo con el estado de derecho. Todas estas reformas hicieron a los gobiernos centrales y a los presidentes aún más intervencionistas (Blanksten 1958: 237-239, Bravo Lira 1986: 114-117, Miranda 1957: 287-291, y Lambert 1967: 276-280).

            Después de la Segunda Guerra Mundial, algunas constituciones latinoamericanas también introdujeron novedades en común con Europa. Se incorporaron normas internacionales como la Declaración de los Derechos Humanos, regulaciones referentes a la economía, se impulsó la representación proporcional, y se incluyeron leyes anti-fascistas y especialmente anticomunistas dirigidas a proscribir a partidos “totalitarios” o “anti-democráticos”. También en ellas se expresó el nacionalismo y anti-imperialismo al incluir restricciones en los derechos económicos para los extranjeros y se extendió la soberanía para incluir el subsuelo, los mares y el espacio aéreo (Miranda 1957: 231-270  y Fitzgibbon  1948).

            En el período populista, la más significativa y exitosa constitución democrática surgió en Costa Rica en 1949. Delineó una democracia vibrante y duradera así como un activo estado de bienestar que garantizaba amplios derechos políticos y socioeconómicos a sus ciudadanos. Aunque la mayoría de sus provisiones adherían al estándar latinoamericano, esta constitución mantuvo un sistema centralista pero con elecciones municipales, restringió los poderes del presidente, reforzó al congreso, le dio el voto a las mujeres, y fundó un tribunal electoral ejemplar. Lo más trascendental e inusual para la democracia de esta constitución fue la abolición de las Fuerzas Armadas (Alcántara 1999: II, 92-115, Clark 2001: 73-89 y Ameringer 1982: 30-35).

            Sin embargo, dictadores de origen militar aplastaron a la democracia, a sus movimientos populistas y de izquierda, y a sus reformas, en la mayoría de América Latina entre los sesenta y setenta. Luego, entre mediados de los setenta y los primeros años del nuevo siglo, democracias neoliberales más constreñidas reemplazaron a aquellos regímenes autoritarios. La difusión de las transformaciones democráticas de los regímenes políticos de América Latina se produjo en estos años y logró perdurar. Más latinoamericanos que nunca abrazaron las instituciones políticas democráticas, pero no gracias a ninguna transformación institucional masiva. Las reglas políticas formales y la organización de estas democracias no cambiaron mucho, pero sí la conducta. Por una miríada de razones tanto la derecha como la izquierda pasaron a preferir las reglas y los procedimientos democráticos.  

            Manteniendo sus principales características históricas, las instituciones políticas se hicieron crecientemente democráticas y estables. La mayoría de las transiciones a la democracia aparejaron reformas a las antiguas constituciones o directamente nuevas constituciones, aún cuando la mayor parte de sus preceptos cambiaron poco. Más duraderas que antes, las constituciones también incorporaron derechos sociales adicionales, en particular para los pueblos indígenas (Alcántara 1999: 11-12, 290-294, Smith 2005: 156, Mainwaring y Shugart 1997: 440-460, Davis 1995: 140, Lee Van Cott 2006: 157-188, 1995, 2000, Postero y Zamosc 2004, UNDP 2005: 102-107).

            El centralismo se mantuvo firme, pero se llevó a cabo un proceso de descentralización sin precedentes. Se expandieron las elecciones municipales, así como las responsabilidades y los recursos de los municipios. Esta “municipalización” constituyó la mayor innovación institucional del período neoliberal (Nickson 1995: 7-29, Eaton 2004, y Montero y Samuels 2004).

            Aún superando a otras ramas de gobierno, los presidentes acumularon más poderes, en parte a través de elecciones mayoritarias directas. La mayoría obtuvo el derecho a la reelección. Los presidentes ejercieron mayor control sobre las Fuerzas Armadas y prácticamente nunca sucumbieron ante golpes militares. Frecuentemente menospreciaron los procesos de rendiciones de cuentas y las libertades civiles. Muchos cientistas políticos abogaron por el parlamentarismo, pero ningún país siguió ese consejo.

            Las nuevas democracias sobrepasaron a sus predecesoras tanto en número como en comportamiento. En términos de conducta, los gobiernos alcanzaron mejores estándares que en el pasado tanto en la forma en que llegaron al poder como en la que lo ejercieron. Más presidentes comenzaron a respetar las constituciones y el estado de derecho, al tiempo que impusieron menos estados de excepción y lo hicieron de manera más restrictiva. Aunque algunos gobiernos rompieron las reglas y se convirtieron en autoritarismos encubiertos, virtualmente ninguno estableció una dictadura militar abierta. Cuando algún presidente cayó producto de la presión de las Fuerzas Armadas o  de movimientos sociales, sus sucesores inmediatamente restauraron los procedimientos constitucionales (Smith 2005: 156).

            Los congresos y los poderes judiciales continuaron estando subordinados a los presidentes, aunque han ganado alguna estatura en parte gracias a su profesionalización y a la asistencia internacional. El malapportionment hizo que muchos congresos siguieran siendo conservadores y obstruccionistas. Ellos permanecieron esencialmente reactivos. Sin embargo, algunas asambleas han ganado en poder, en particular mediante los juicios políticos a los presidentes.

            Los reformistas han buscado mejorar la administración de justicia y su capacidad para controlar los abusos contra los derechos humanos. También han tratado de inculcar prácticas democráticas en la enseñanza del Derecho, el estado de derecho, el acceso a la justicia y la conducta judicial. Aunque las reformas de la justicia progresaron más que nunca, los poderes judiciales siguieron haciendo poco por los pobres y por la democracia constitucional (Méndez et al. 1999, Domingo y Seider 2001, Eckstein y Wickham-Crowley 2003, Soto Kloss 1982, Lira Herrera 1990, y Zamudio y Cossio Díaz 1996).

            También con la ayuda de consultores externos las elecciones han venido siendo más regulares, más inclusivas, con mayor participación y competitividad, y más limpias, mientras que las reglas de votación siguieron siendo prácticamente las mismas. El mayor avance legal fue la introducción del referéndum y de otras formas de democracia directa. Al comienzo de este período neoliberal muchas elecciones inauguraron nuevas democracias. Al final del mismo, ellas también permitieron el ascenso de la nueva izquierda.

            Los partidos políticos y los sistemas multipartidistas proliferaron y ganaron importancia, aunque siguieron siendo frágiles en la mayoría de los países. Nuevos vehículos de la voluntad popular reemplazaron a algunos de los viejos partidos. Varios países promulgaron leyes que buscaban estimular la existencia de partidos más grandes y más duraderos. Los partidos y sistemas de partidos más fuertes aún apuntalan a algunas de las democracias más sanas del continente.   

               En términos generales, las tradiciones institucionales históricas de América Latina eclipsaron cualquier otro factor en la configuración de la arquitectura de las nuevas democracias. De forma independiente de las tendencias internacionales, de las lecciones del exterior o del pasado, de las teorías de las ciencias sociales, de los legados autoritarios, de las formas de transición, de reformas leves, o del carácter de los nuevos gobiernos democráticos, estos países han permanecido adheridos desde hace mucho tiempo al mismo sistema constitucional y electoral. En esencia siguen siendo centralistas y presidencialistas, con congresos débiles elegidos de manera proporcional, con sistemas judiciales anémicos, y con un sistema multipartidista inestable e indisciplinado. Los procesos de descentralización constituyeron la reforma institucional más significativa. La única diferencia institucional clara entre las democracias más exitosas –Costa Rica, Chile y Uruguay- y el resto parece ser la existencia de sistemas de partidos robustos; ni las reglas o las regulaciones de la política parecen ser explicaciones del éxito (Foweraker 1998).

A pesar de las mejoras sustantivas en la durabilidad y funcionamiento de las democracias, en el período neoliberal tuvieron que hacer frente a importantes desafíos asociados a su calidad. Muchas democracias siguieron siendo altamente elitistas, autocráticas, centralizadas, presidencialistas, personalistas, clientelistas, incompetentes y corruptas. Lucharon para superar el trauma y miedo a las dictaduras, extirparon residuos autoritarios en actitudes e instituciones, debieron hacerse cargo de los abusos a los derechos humanos, y someter a los militares al control civil. En lo que refiere al gobierno, aún necesitaron lograr el adecuado balance y control entre poderes del estado, aumentar las capacidades estatales y terminar con las malas conductas. En su relación con la sociedad, en ocasiones fallaron en hacer efectivo el estado de derecho, asegurar las libertades civiles, tener elecciones limpias, fortalecer a los partidos políticos, y elevar los niveles de apoyo de la opinión pública. Estas democracias también encontraron dificultades para elaborar políticas que pudieran satisfacer intereses socioeconómicos y regionales establecidos, y a la vez alcanzar crecimiento económico con equidad. Por sobre todo, la profundización de la democracia requería un mejor trabajo en la tarea de representación y servicio a las clases bajas (Smith 2005: 338-345, Huntington 1991: 208-316, Hagopian y Mainwaring 2004, Mainwaring et al. 1992, Linz y Stepan 1996, Jelin y Hershberg 1996, Agüero y Stark 1998, Mainwaring y Welna 2003, Hite y Cesarini 2004, Garretón 2003, UNDP 2005: 154-161).

            Durante la era de las democracias neoliberales, los Estados Unidos jugaron, una vez más, su rol hegemónico de forma contradictoria. Hasta el final de los ochenta, la Guerra Fría hizo que los Estados Unidos mostraran simpatía por algunos dictadores de perfil anticomunista y fueran recelosos de los demócratas menos alertas. Después de apoyar las dictaduras militares en los sesenta y setenta del siglo XX, de la manera más infame en Brasil y Chile, Washington lideró la campaña por los derechos humanos y la democracia bajo la presidencia de Jimmy Carter a fines de los setenta. El coloso del norte trató de tomar algo de crédito de su lucha por la democratización en los ochenta y noventa. Los instrumentos directos empleados por los Estados Unidos para promover la democracia incluyeron pronunciamientos políticos de altos oficiales del gobierno norteamericano, reportes anuales sobre derechos humanos, asistencia económica, social y técnica para la democratización, presiones económicas, observación de elecciones, y aun invasiones como la de Granada, Panamá y Haití. Sin embargo, en la mayoría de los casos Washington jugó esencialmente un rol reactivo. En los noventa, mientras los Estados Unidos apoyaban a las democracias, tenían una mayor preocupación por promover el libre mercado y los acuerdos de libre comercio. Mientras tanto, las organizaciones internacionales como la Organización de Estados Americanos (OEA) se transformaron en activas defensoras de la democracia. En concreto, la OEA declaró este compromiso en 1991.

            En términos más generales, un renacimiento ideológico de la economía y la política liberal clásica emanaron de Washington y Londres, y fueron esparcidos por el reganismo y el thatcherismo. Al menos igual de importante que esto para la internacionalización de los procesos de democratización fue la universalización del concepto de derechos humanos, incluyendo los de género. Finalmente, el contagio esparció la democracia de un país a otro, haciendo más probable la democratización de los vecinos. Las nuevas democracias empujaron a sus vecinos a incorporarse a la nueva corriente democratizadora. Los partidarios de la democratización aprendieron de sus vecinos las técnicas para derrocar a sus propios dictadores, mientras que los defensores de los regímenes autoritarios pudieron observar que la democracia no necesariamente terminaba en comunismo, populismo, desastres económicos, caos social, reducción de los niveles de seguridad nacional, o en castigo para las Fuerzas Armadas. Desde fines de los setenta hasta comienzos de los dos mil el acuerdo entre las elites civiles y militares respecto a que las democracias moderadas neoliberales eran deseables pareció ser, casi sin necesidad de otras variables, lo que hizo que esas democracias pudieran surgir y mantenerse a pesar de sus deficiencias (O'Donnell et al. 1986, Linz y Stepan 1996, y Przeworski 1991)

            En doscientos años de desarrollo de las instituciones democráticas en América Latina, los modelos extranjeros ejercieron la mayor influencia durante la crisis de los regímenes monárquicos al comienzo del siglo XIX. Los padres fundadores adaptaron aquellas recetas republicanas a las condiciones locales, especialmente a sus deseos de preservar el control autoritario sobre sociedades tremendamente desiguales y conflictivas. En parte porque esas condiciones persistieron, los diseños institucionales originarios mostraron una excepcional capacidad de resistencia. Después de este comienzo, algunas características de aquellas instituciones evolucionaron lentamente en una dirección más democrática, principalmente en respuesta a los cambios en las tendencias internacionales y en las preferencias de las elites. Para comienzos del siglo XXI, sin embargo, el aspecto más llamativo de estas instituciones fue su tenaz continuidad.

 

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* Presentación preparada para el Congreso de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), Toronto, Canadá, del 6 al 9 de octubre de 2010. Este documento adapta materiales de Paul W. Drake, Between Tyranny and Anarchy: A History of Democracy in Latin America, 1800-2006. Stanford: Stanford University Press, 2009. La traducción fue realizada por Rafael Piñeiro.

** Profesor de la Universidad de California, San Diego.

[1] Si bien este ensayo pone énfasis en la América hispana, muchas de las generalizaciones también abarcan a Brasil.

 

[2] N. de T.  Malapportionment hace referencia a la desproporcionalidad entre distritos que termina asignando mayor peso y representación a unos votantes y menor a otros. Los ejemplos más claros de malapportionment están referidos a la sobrerrepresentación de distritos rurales.

 

[3] N. de T. cita en inglés en el original.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

 

[8] Ibídem.

 

[9]  Ibídem.

 

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