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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.19 no.1 Montevideo ene. 2010

 

LA VIOLENCIA BAJO LA LUPA: UNA REVISIÓN DE LA LITERATURA SOBRE VIOLENCIA Y POLÍTICA EN LOS SESENTA *

Violence in focus: a review of the literature on political violence in the sixties

Aldo Marchesi **
Jaime Yaffé ***


Resumen: ¿En qué circunstancias y con qué argumentos los actores de un sistema político democrático incorporan, justifican o rechazan el uso de la violencia? El caso uruguayo de los años sesenta del siglo pasado muestra que, en un contexto de confrontación y deterioro creciente de la institucionalidad democrática, una serie de actores incorporaron la violencia como uno de los principales asuntos del debate público y de la acción política. Con el propósito de contribuir a la construcción de un conjunto de categorías analíticas útiles para la comprensión de la irrupción y desarrollo de la violencia en los conflictos políticos, este artículo repasa las principales explicaciones formuladas para comprender este tipo de procesos y su aplicación al caso uruguayo. 

Palabras clave: Violencia política, Estado y movimientos sociales, autoritarismo, Uruguay en los sesenta, historia reciente.

Abstract: Under what circumstances and with what arguments do the actors of a democratic political system incorporate, justify or reject the use of violence? The Uruguayan case in the sixties shows that in a context of confrontation and increasing deterioration of democratic institutions, a number of players integrated violence as one of the major issues of public debate and political action. With the aim of contributing to the construction of a set of analytical categories useful for the understanding of the outbreak and development of violence in political conflicts, this article reviews the main explanations available to understand these processes and its application to Uruguay.
 

Key words: Political violence, State and social movements, authoritarianism, Uruguay in the sixties, recent history.

 
1. Introducción


¿Quién tiró la primera piedra? Esta pregunta articula persistentemente la discusión pública acerca de los sesenta en el Uruguay. Muchos actores políticos y sociales concuerdan en que dicho período implicó una ruptura en la historia del siglo XX uruguayo y que ambientó las condiciones para el desarrollo autoritario de los setenta. Sin embargo, las razones de dicha ruptura son motivo de un fuerte debate público. En general, las argumentaciones se reducen a lógicas causales y circulares donde el relato presenta la acción de un actor que trajo una respuesta inevitable por parte de su adversario. Detrás de estas explicaciones habita la clásica noción de "guerra justa", a la que acuden actores de izquierda y de derecha para justificar el recurso a la violencia partiendo de la idea de que el otro fue el que desencadenó el proceso y que la respuesta fue necesaria e inevitable, y justa.(1)
Compartiendo el interés acerca de los sesenta, este artículo busca aportar al desarrollo de una aproximación diferente, fundada en el propósito de trascender esas lógicas justificatorias para contribuir a establecer los momentos, las formas y las argumentaciones con que la violencia fue incorporada a la prédica y a la acción de un conjunto extenso y relevante de actores políticos uruguayos durante el período histórico delimitado por el triunfo de la revolución cubana en 1959 y la instauración de la dictadura en 1973.
En ese sentido, para el propósito de este texto lo importante no es establecer quién lanzó la primera piedra, quién hizo el primer disparo, etc. sino aportar instrumentos conceptuales para aprehender el contexto histórico específico, las circunstancias en que ello se produjo. De igual forma se pretende discutir ciertas categorías que permitan analizar las interacciones que ciertos sujetos colectivos desarrollaron en ese marco contextual. Se parte del entendido de que es como resultado de esos factores (una determinada configuración contextual, y sus variaciones a lo largo del período, y un conjunto de interrelaciones de los sujetos colectivos entre sí y con el contexto que protagonizan) que ciertas acciones generan una dialéctica que acaba instaurando a la violencia como factor central del discurso y de la acción política de la época. La idea que subyace a este planteo es que en otras coordenadas históricas, el lanzamiento de una piedra o el disparo de un arma de fuego se agotan en sí mismos, o a lo sumo generan respuestas aisladas, pero no necesariamente desencadenan un proceso como el observable en el Uruguay de los sesenta, lo mismo que en otros países latinoamericanos aproximadamente en la misma época. Por tanto, el análisis de la relación dialéctica entre la dinámica contextual y las motivaciones y acciones de los actores es la clave para abordar el tema, a la que aquí se pretende aportar desde una revisión, necesariamente parcial, de la literatura existente.
El problema general en el que se ubica el enfoque que se propone podría sintetizarse en la siguiente pregunta ¿en qué circunstancias y con qué argumentos los actores de un sistema político democrático incorporan, justifican o rechazan el uso de la violencia como un recurso válido para la obtención de sus objetivos? El caso uruguayo del período referido muestra que, en un contexto de confrontación y deterioro creciente de la institucionalidad democrática, una serie de actores incorporaron la violencia como uno de los principales asuntos del debate público y, en algunos casos, también como parte de sus recursos de acción. Por tanto, abordar esta realidad como un problema histórico a reconstruir analíticamente, involucra el estudio de por lo menos dos dimensiones de la realidad: la primera refiere a las ideas y los debates políticos que se registraron en el período sobre los límites de la democracia y la legitimidad de la violencia; la segunda tiene que ver con, la interacción de esas ideas y debates con las estrategias y las acciones políticas de los actores involucrados en ellos.
Para contribuir a dar un paso que consideramos necesario en la aproximación a esa problemática, este trabajo pretende aportar algunos elementos para construir un vocabulario básico de categorías útiles para pensar estos asuntos. En la primera parte del texto se repasan algunos de los campos de estudio de las ciencias sociales en los que se han estudiado diversos fenómenos de violencia política que tienen algún grado de similitud con los que nos ocupan. En la segunda parte indagamos hasta qué punto y de qué formas dichos marcos interpretativos se encuentran presentes en algunos de los principales estudios del caso uruguayo.


2. Explicaciones de la violencia en la política contemporánea

 
Tres campos de estudio han integrado la reflexión sobre el rol de la violencia en los procesos políticos contemporáneos. Por un lado, la literatura socio-histórica, mayoritariamente dentro de la Sociología, ha considerado el problema de la violencia en los estudios de las revoluciones y los movimientos sociales, recorriendo un variado espectro desde los primeros enfoques de tipo estructuralista hasta los más recientes de corte motivacional, pasando por los de tipo racionalista, culturalista y generacional. Por otro lado, la corriente institucionalista de la Ciencia Política ha considerado el rol que las dinámicas de violencia política han tenido en las coyunturas de quiebre democrático. Finalmente, en el campo de la Historia, algunos estudios recientes han comenzado a indagar en las dinámicas de violencia política civil o estatal que se desarrollaron en el marco de los conflictos de la Guerra Fría en Latinoamérica. En esta sección señalamos algunas contribuciones que estas tres literaturas pueden aportar a nuestro caso de estudio, indicando asimismo algunas de sus limitaciones.


Revolucionarios sin revolución


Las sucesivas generaciones de estudios acerca de procesos revolucionarios representan una importante contribución para entender las condiciones que habilitaron al desarrollo de situaciones revolucionarias y las claves que aseguraron el éxito o fracaso de determinados movimientos.(2) Progresivamente, dichos estudios han tendido a abandonar las posturas más estructuralistas para inclinarse hacia modelos que revalorizan aspectos culturales y el rol de la acción colectiva en la constitución de los agentes impulsores de esos procesos.
Sin embargo, estos estudios aun mantienen una serie de limitaciones que resultan relevantes para nuestro caso de estudio. En primer lugar, en su mayoría se refieren a revoluciones triunfantes, por lo que dejan de lado el estudio de actores que asumiendo un discurso revolucionario no participaron en procesos exitosos. Este es precisamente, entre otros, el caso de los revolucionarios uruguayos que apelaron a la lucha armada.
En segundo lugar, no problematizan las diferencias entre la percepción y la realidad de lo que puede ser caracterizado como una situación revolucionaria. Incluso en los enfoques más culturalistas las condiciones para la emergencia de movimientos revolucionarios son presentados como datos fuertes de la realidad social. Las relaciones entre las estructuras objetivas y subjetivas o de sentido (Bourdieu 1989), a través de las que los actores construyen sus nociones de la realidad social, no son consideradas como un problema relevante.
Siguiendo estos enfoques el Uruguay de los sesenta no tendría ningún interés analítico ya que su situación no condice con ninguno de los aspectos de los esquemas sugeridos para caracterizar una situación revolucionaria. Sin embargo, para muchos actores de esa circunstancia histórica concreta la discusión acerca de la crisis representó, entre otras cosas, la percepción subjetiva de la posibilidad de un horizonte revolucionario en el que algunos creyeron y al que otros temieron.


Estado, movimientos sociales y violencia


A fines de los sesenta, en diálogo con los estudios sobre la revolución, emergió dentro de la Sociología una nueva corriente abocada al estudio de los movimientos sociales. Dicho campo de estudio contribuyó a repensar el problema de la violencia en la acción colectiva. La mayoría de los trabajos anteriores entendían a la violencia política en el marco de conductas anómicas o vinculadas a motivaciones psicológicas individuales relacionadas con las disrupciones que los procesos de modernización generaban en los sectores más privadas de sus beneficios.(3) En cambio, los autores de esta nueva corriente entendieron a la violencia como uno de los repertoires of contention a los que los movimientos sociales podían acudir en la formulación de sus estrategias de conflicto con el Estado. Sin embargo, en sus estudios de caso es escasa la presencia de movimientos que concreten esta posibilidad.(4)
A comienzo de este siglo los autores más reconocidos de dicha corriente realizaron un esfuerzo importante por actualizar el modelo dominante de los estudios de los movimientos sociales, que quedó plasmado en el trabajo colectivo de Doug McAdam, Sydney Tarrow y Charles Tilly (2000). Intentaron renovar ese modelo de interpretación dando un carácter dinámico a las categorías iniciales de movilización, estructura de oportunidades, estructuras de movilización, marco estratégico y repertorios trangresionales, y ampliando la referencia de casos estudiados en términos temporales y geográficos. La violencia política asoma como una posibilidad dentro los mecanismos de political contention. Aunque en esta obra no abunda la reflexión acerca de la dinámicas que genera la violencia política en situaciones similares a la que nos interesa estudiar para el caso uruguayo, el carácter dinámico en la que es entendida remite a una visión donde lo que importa no es su dimensión genética (¿quien empezó la violencia?) sino el estudio de sus variados roles (circunstanciales o definitivos) en diferentes trayectorias de radicalización del conflicto político.
El trabajo de Donatella Dellaporta (1995) representa una excepción dentro de dicho campo de estudios, ya que trabaja sobre la emergencia de la violencia política de izquierda en relación con el desarrollo de movimientos sociales en Italia y Alemania a fines de los sesenta. Para estudiar estos dos casos, que tienen algunas similitudes con el que nos involucra, sugiere un modelo basado en tres niveles relacionados con diferentes momentos en la emergencia de los procesos de violencia política.
En el nivel macro, Dellaporta argumenta que la reluctancia de las elites políticas de esas dos democracias jóvenes para integrar las demandas reformistas, es un factor que contribuyó al desarrollo de la violencia política. Esta se desarrolló directamente a través de la interacción entre movimientos sociales y policía. Dicha interacción, que derivó en polarización, estuvo fuertemente marcada por las improntas autoritarias que los estilos nacionales de resolución de conflictos habían tenido históricamente. Lo que ocurrió después se puede explicar a través de un análisis a nivel meso de los procesos que ocurrieron dentro de los movimientos sociales. Aunque los promotores de la violencia pertenecían a subculturas que tenían cierta simpatía con prácticas de violencia política, sus posteriores opciones no fueron determinadas por esas afinidades previas, sino por las interacciones violentas con la policía, que inicialmente los llevarán a construir estructuras semilegales. Por último, el desarrollo de las organizaciones clandestinas se puede explicar a través de un análisis micro de las motivaciones (lealtades interpersonales, radicalización ideológica) que los activistas tuvieron para participar en dichas organizaciones clandestinas.
Dentro del mismo campo de estudio otros enfoques se han centrado en el papel que tienen los sentimientos en la constitución de movimientos sociales (Goodwin and Jasper 2003; Goodwin, Jaspers and Polleta 2001). Este nuevo tipo de análisis intentó escapar de las dualidades previas en las que se había encorsetado la discusión. Mientras que la Sociología clásica tendía a caracterizar a todos aquellos comportamientos políticos que no se procesaban dentro de las instituciones políticas tradicionales como comportamientos irracionales o anómicos, los nuevos estudios de los movimientos sociales producidos en la década del sesenta intentaron mostrar que estos tenían conductas racionales en el marco de sus conflictos con el Estado. Sin embargo, su contribución limitó el análisis de algunos aspectos centrales que se activaban en la constitución y desarrollo de los movimientos sociales: fenómenos relativos a las motivaciones para participar y a las redes de solidaridad y lealtades relacionadas con las identidades colectivas constituyentes de dichos movimientos difícilmente podían ser explicadas desde una lógica racional clásica que se reducía al esquema costo-beneficio. Este problema es particularmente relevante en escenarios de violencia política donde el compromiso de los individuos con dichos movimientos suponía poner en riesgo hasta su propia vida.
En su estudio de la guerra civil salvadoreña Elizabeth Wood (2003) propone un modelo para el análisis de las "acciones colectivas de alto riesgo" que puede resultar iluminador para entender algunos de los planteos de esta corriente. Wood sugiere tres tipos de motivos para explicar la participación de campesinos en acciones que implican prácticas violentas. En primer lugar, plantea que la participación no es concebida como un medio para lograr cierto objetivo sino como un objetivo en si mismo, como la expresión de un compromiso moral. En segundo lugar, muestra que el deseo de desafiar a la autoridad estatal es una motivación central para activistas que sufrieron en su familia o vieron a su alrededor el accionar del terrorismo estatal. Por último, elabora el concepto de placer en la acción colectiva para designar el efecto positivo asociado con la autodeterminación, autonomía, autoestima, eficacia y orgullo provenientes del desarrollo de tales acciones colectivas. En definitiva, en la interpretación propuesta por Wood las razones que llevaron a los campesinos a participar en la guerrilla no tuvieron que ver solamente con decisiones racionales sino también y sobre todo con aspectos morales y emocionales.


Lo generacional como explicación


Dentro del propio campo disciplinario de la Sociología, Norbert Elías (1996) propuso una forma alternativa de interpretar el ascenso de la violencia política de izquierda entre la juventud alemana durante la década del sesenta. En su enfoque existen dos elementos que incidieron de manera central en la constitución de estas nuevas identidades políticas: el conflicto generacional y las tradiciones autoritarias del Estado alemán. El conflicto generacional, fundamentalmente en los sectores medios, es un elemento central a través del cual estas identidades políticas fueron construidas. Dicho conflicto, a la luz de una particular lectura del marxismo, fue reinterpretado por algunos de sus protagonistas juveniles en clave de desigualdad social. De este modo, la reconceptualización del conflicto generacional en clave de lucha de clases habría ambientado el desarrollo de una izquierda que primero fue extraparlamentaria y luego terrorista.
Elías señala tres aspectos del conflicto generacional. En primer lugar, el conflicto entre las nuevas generaciones criticas del pasado autoritario y las generaciones anteriores marcadas por la complicidad con el nazismo y el silencio de posguerra. En segundo lugar, el alargamiento de la juventud derivado del desarrollo del estado de bienestar y de los requerimientos del mercado de trabajo, aumentó las dificultades de inserción en el mercado laboral y el acceso a posiciones de poder para las nuevas generaciones. La demanda de trabajo crecientemente especializado, que requería del desarrollo de los estudios universitarios para una posterior inserción laboral, generó un sector social con muy bajos niveles de ingreso pero con altas expectativas. Esta contradicción potenció la sensación de aislamiento y frustración entre los jóvenes de los estratos medios. Por último, el diferendo generacional derivado de nociones enfrentadas de moralidad, en el marco de la revolución cultural de los sesenta.


Violencias "desleales" y democracia liberal


La violencia política también ha sido un componente importante de los debates en torno a la quiebra de las democracias que desarrollados en los enfoques institucionalistas de la Ciencia Política durante los años noventa. En su clásico libro sobre el tema, Juan Linz (1990) analizó el impacto de la violencia los procesos de caída de las democracias durante el siglo XX. Desde su punto de vista, la emergencia de actores que desarrollan prácticas desleales a la democracia desafió el mantenimiento de la legitimidad, eficacia y efectividad del régimen democrático. En la medida en que el régimen no encontrara cómo responder eficazmente a dichos desafíos y no lograra articular mayorías que promovieran prácticas leales a la democracia, correría serios riesgos de quebrarse.
Esta literatura ha sido muy influyente en la reflexión sobre las crisis democráticas previas a las dictaduras de los setenta en el Cono Sur sudamericano. Gran parte de los enfoques sobre las rupturas autoritarias en Chile, Argentina y Uruguay han sido depositarios de este enfoque y han señalado el rol que las organizaciones armadas, fundamentalmente de izquierda, tuvieron en los procesos de polarización que erosionaron las condiciones de supervivencia de los regimenes democráticos.(5)
En los años ochenta esos trabajos fueron contribuciones importantes para repensar la dimensión contingente y coyuntural de la política frente a los enfoques de tipo estructural que habían primado hasta el momento para entender el ascenso del autoritarismo. Asimismo, describieron acertadamente cómo las dinámicas de fragmentación y polarización política promovidas por diversos actores con discursos maximalistas, entre ellos las izquierdas revolucionarias, ambientaron las condiciones para el desarrollo de las salidas autoritarias. Sin embargo, la preocupación por el ¿cómo? frente al ¿por qué?, que guió la reflexión académica impulsada por Linz, canceló o limitó la posibilidad de pensar por qué los actores desleales a las democracias asumieron un centralidad tan importante en determinados momentos históricos y en gran medida influyeron en las maneras en que los demás actores (semileales e incluso leales), se comportaron.


Revolución y contrarrevolución en la Guerra Fría
 

Por último, debe mencionarse el aporte de los historiadores latinoamericanistas que en los últimos años han reflexionado acerca de América Latina durante la Guerra Fría, y que han aportado nuevas líneas de reflexión acerca del rol que la violencia política adquirió durante la segunda mitad del siglo XX. Greg Grandin (2004) ha sugerido, parafraseando el argumento de Arno Mayer (1971) acerca de la dialéctica de la Europa decimonónica, que la Guerra Fría en Latinoamérica puede entenderse en una lógica de revolución y contrarrevolución. Dicha dialéctica podría ser simplificada en el conflicto entre impulsos transformadores de corte democratizador en lo social y lo político sostenidos por sectores populares (como los que se produjeron en Guatemala, Cuba, Chile y Nicaragua) por un lado, y reacciones autoritarias impulsadas por elites apoyadas por los Estados Unidos por el otro.
En líneas similares, otros autores (Armony 1997; Dinges 2004; Gilman 2003) han indagado en el efecto que dicha dinámica adquirió sobre la transnacionalización de la política de diversos actores tales como militares, grupos de izquierda, intelectuales y otros. Estos trabajos muestran cómo las identidades nacionales fueron reformuladas y adecuadas a nociones identitarias que trascendían los escenarios nacionales tales como la civilización occidental y cristiana, el mundo libre, el latinoamericanismo y el tercermundismo, entre otros.


3. Explicaciones de la violencia política en el Uruguay de los sesenta


Existe una importante y variada bibliografía referida a distintos momentos y aspectos del período de la historia contemporánea del Uruguay comprendido entre 1959 y 1973. La mayor parte de estos trabajos están concentrados en el tramo final (1968-1973) del mismo, cuando la violencia política –tanto estatal como no estatal– se despliega con mayor intensidad y visibilidad. Por el contrario, el tramo anterior (1959-1967), cuando se evidencian los primeros emergentes de la violencia política –tanto en el discurso como en la acción política– y se gestan los procesos que culminarán hacia el final del período, han sido objeto de una atención significativamente menor.(
6)
Más allá de este tratamiento diferencial, que pone a nuestra disposición mucha menos información y análisis sobre el periodo previo a 1968, en ambos casos la violencia es tratada básicamente a partir de la preocupación por establecer su papel en el proceso político y social que derivó en el golpe de Estado de 1973. En cambio, no existen demasiados trabajos que intenten establecer los factores que permitan explicar la emergencia de la violencia. Dicho de un modo muy simplista, pero que representa bien lo que queremos significar: en la mayoría de los estudios sobre el período la violencia es considerada como un factor causal del proceso de deterioro democrático que conduce al golpe de Estado, y no como un resultado a ser explicado.
Ello sucede por efecto de la primacía de una operación intelectual cuyo objetivo está radicado en explicar la crisis de la democracia. Es en ese marco que la violencia se aborda como uno de los factores desencadenantes del proceso que lleva a la ruptura democrática. Esto nos plantea una dificultad cuando buscamos hacer base en la producción anterior para continuar avanzando en el estudio de la violencia política en los sesenta uruguayos: nuestras preguntas y nuestra mirada están precisamente dirigidas en el sentido contrario; buscamos un marco explicativo para dar cuenta de la emergencia y el desarrollo de la violencia a partir del contexto y del proceso político de la época, y no al revés.(7)
Claro que estos son procesos que se produjeron en forma simultánea y vinculada, o para decirlo en forma más enfática, son factores que formaron parte de un mismo proceso histórico: es tan imposible e incorrecto explicar el proceso político y social de la época sin incorporar a la violencia como factor relevante, como intentar lo contrario. Sin embargo, observamos una clara tendencia en la forma en que las reconstrucciones del período plantean esta relación, como consecuencia de la cual la violencia suele aparecer como un dato dado, un factor que está presente y que permite entender la deriva política de la época. Nuestra intención al revisar críticamente las explicaciones existentes es ir en el sentido contrario, apuntando a construir una forma de reconstrucción del proceso donde la violencia también sea un fenómeno cuya emergencia y desarrollo requiere ser explicada.
Otro problema observable en la bibliografía disponible sobre las organizaciones que incorporaron la violencia a su práctica política, radica en el hecho de que está fuertemente desbalanceada en favor de un caso (el Movimiento de Liberación Nacional). En general, solo muy marginalmente se ha encarado el estudio de otras organizaciones revolucionarias de izquierda que desarrollaron acciones armadas y de las organizaciones de derecha que llevaron adelante un discurso y una acción en el que la violencia era parte del repertorio de acciones legítimas. Casi nada se ha escrito hasta el momento sobre las organizaciones de derecha que practicaron la acción directa a comienzos y a finales de los sesenta. De igual forma, si bien algunos trabajos sobre la época aportan al conocimiento del pensamiento socialista y comunista en relación a la violencia política, prácticamente nada existe sobre la relación de las distintas corrientes blancas y coloradas en relación al tema. Esta ausencia de estudios sobre la relación de las corrientes liberales de los partidos tradicionales con la violencia es un problema en sí mismo, pero lo es aún más por cuanto fueron estos actores los responsables de la conducción del Estado uruguayo en este período durante el cual la respuesta a la protesta social y al desafío subversivo se fue volviendo crecientemente violenta.
De todas formas, más allá de todas estas carencias, algunos autores han dedicado parte de sus esfuerzos escudriñar en las causas de la irrupción de la violencia en el sistema político uruguayo desde principios de los sesenta, proponiendo algunas explicaciones. A continuación se propone una forma de organizar esta literatura y de discutir su relación con las interpretaciones generales presentadas en la primera parte del artículo.


La violencia como respuesta a la "crisis"


En el Uruguay de la década del sesenta existía una percepción generalizada acerca de que el país estaba atravesando por un período crítico. El diagnóstico tenía aspectos relativamente compartidos por gran parte de la elite intelectual y política. Las conclusiones formuladas en 1963 por la Comisión para las Inversiones y el Desarrollo Económico (CIDE) acerca del estancamiento económico originado en la década del cincuenta, progresivamente se transformaron en un diagnóstico consensuado para muy diversos actores. A partir de esa base en común, cada cual agregó nuevas capas sobre la noción de estancamiento para construir diversas interpretaciones acerca de la crisis y los posibles caminos de solución.
En el campo de las Ciencias Sociales también pareció instalarse un consenso acerca de la existencia de una crisis cada vez más profunda en la relación entre el sistema político y la sociedad. La idea de que ciertas mediaciones tradicionales entre las instituciones políticas y la sociedad empezaban a quebrarse fue expresada en diferentes maneras por parte de las nacientes disciplinas sociales. A mediados de los sesenta Aldo Solari (1964) advertía que el margen de maniobra del Estado como articulador y reductor de la tensión social se podía ir debilitando como consecuencia del divorcio entre la estructura económica y la estructura social del Uruguay. A comienzos de los setenta Germán Rama (1971) estudiaba a nivel micro la forma y el grado en que los clubes políticos –como núcleos básicos de la socialización y reproducción política de los partidos tradicionales– empezaban a perder eficacia. Por su parte, Real de Azúa (1971) advertía acerca de la inexistencia de una competencia electoral real en la oferta de los partidos tradicionales y planteaba que los Tupamaros y los movimientos sociales habían sido la única oposición efectiva ante un sistema de partidos que había obturado toda posibilidad de renovación o recambio.
En el campo de la cultura la crisis adquirió otro componente, más vinculado a lo moral. Diferentes críticos, mayoritariamente vinculados a la llamada generación del ’45 y sus seguidores, plantearon una suerte de imagen decadente del Uruguay y una incapacidad casi enfermiza de reconocer la situación de crisis. La novela El Astillero de Juan Carlos Onetti (1961) –dedicada al entonces ex-presidente colorado Luis Batlle Berres– tal vez sea la mejor expresión de dicha aproximación. La tragicómica descripción de Larsen (el protagonista de la novela), administrando los restos de un astillero que ya no existía, expresó, voluntaria o involuntariamente, la incapacidad de las elites para reconocer una crisis inevitable, y la irresponsable preocupación por mantener un sistema de privilegios que ya no tenía relación con la realidad del Uruguay.
Pero el trabajo que seguramente haya logrado mayor difusión en esta línea fue El país de la cola de paja de Mario Benedetti (1960). En este ensayo costumbrista, sin pretensiones sociológicas o ideológicas, se describía, a través de diversas experiencias y personajes, la crisis moral en que vivía el colectivo nacional. Personajes con características particulares tales como el empleado público, el político o el burócrata corruptos, el intelectual desapasionado, el pituco, el guarango, o el snob, expresaban ejemplos de la crisis moral que vivía el país, debatiéndose entre el ser y el parecer (Nuñez Artola 2004). Dicho libro fue uno de los principales best sellers de comienzos de los sesenta en Uruguay. Un tono simple, llano y despolitizado aseguró su llegada al ciudadano medio que se reconocía en la sensación de crisis moral que el libro expresaba. En los sectores juveniles esa sensación se vio reforzada por un conflicto generacional en ascenso, incrementado como consecuencia del estancamiento económico y la frustración de expectativas sociales y culturales que ello conllevaría.
En ese marco fue que se ambientaron varias de las interpretaciones que sugerían que la violencia política era una respuesta posible, o incluso necesaria, frente a la crisis. Sin embargo, en general se acordaba que esta no tenía un carácter terminal, y que distaba de ser anticipatoria de la caída de un régimen, al estilo de las crisis pre-revolucionarias descriptas en los textos leninistas y refinadas por la literatura sociológica sobre las revoluciones.
El principal problema acerca de la crisis era su futuro. En el presente se tenía claro que las respuestas serían moderadas. Al decir de Aldo Solari (1964): "Políticamente, el Uruguay, es un país moderado. [...] La moderación y la seguridad aparecen profundamente unidas." Sin embargo, el propio Solari se preguntaba "¿Hasta qué punto un sistema puede resistir una serie de estallidos internos, que lo conmueven, sin alterarse él mismo, como es la intención de la mayoría?" El diagnóstico de este sociólogo liberal vinculado al Partido Colorado no estaba muy alejado del que formulaban otros actores promotores de prácticas violentas, tanto desde el Estado como fuera de sus estructuras.
En gran medida las argumentaciones acerca de la necesidad de recurrir a la violencia no apelaban tanto al presente de la crisis sino que se fundaban más bien en una percepción pesimista acerca de su desarrollo futuro. En este sentido, dichas argumentaciones emergían como estrategias defensivas y anticipatorias de escenarios que se advertía que serian de mayor polarización política y social. La extrema izquierda, la extrema derecha y algunos sectores liberales de los partidos tradicionales advertían que había que estar preparados para dichos escenarios. Inicialmente, las organizaciones violentas de derecha e izquierda surgieron para la autodefensa frente a la supuesta amenaza del crecimiento del otro. Asimismo, el desarrollo de fundamentos jurídicos para el incremento del repertorio de prácticas violentas desde el Estado también fue defendido ante la posible amenaza de futuro derivada de la incapacidad demostrada por las elites políticas para resolver el estancamiento económico y las tensiones sociales que de él se derivaban.
La idea de que una situación de crisis ampliamente reconocida y diagnosticada por los actores de la época fue uno de los fundamentos de la emergencia de la violencia como alternativa disponible no es patrimonio único de los analistas contemporáneos del fenómeno. Luis Costa Bonino (1988, 1995) hizo de esa misma apreciación el elemento central de su tesis acerca de la activación del MLN-T como un movimiento revolucionario vigoroso hacia fines de los sesenta. Para Costa Bonino es la dimensión política de la crisis, y más concretamente la crisis de las formas tradicionales de representación y mediación política encarnadas por los partidos tradicionales, el factor principal de la explicación del fenómeno revolucionario: "la crisis de los partidos tradicionales es el factor explicativo más relevante del desarrollo y características específicas del movimiento revolucionario uruguayo" (Costa Bonino 1989). El clientelismo, la corrupción y la ineficiencia habrían sido, en un contexto de deterioro económico-social prolongado y progresivo, las manifestaciones más patentes de dicha crisis. Como resultado, se habría producido una situación de "alienación política", esto es de "orientación negativa de los individuos con respecto al sistema político". El desarrollo de la opción revolucionaria armada que se venía planteando desde los tempranos sesenta, habría sido una de las expresiones que, por la vía de la adhesión a una propuesta "contrasistema", canalizaron el estado de alienación política, que era a su vez la contracara de la crisis de los partidos tradicionales.
De igual forma, el trabajo de Clara Aldrighi (2001) sobre el surgimiento y desarrollo del MLN-T puede ubicarse, aunque no únicamente, dentro de esta perspectiva de análisis en que la noción de crisis sistémica es un componente estructurador de la interpretación de la emergencia de actores políticos que promueven y llevan adelante la violencia como recurso legítimo de la contestación y componente necesario de la estrategia política. Al igual que en el caso de Costa Bonino, la apelación a la noción de crisis como fundamento de la violencia, si bien reconoce una dimensión económica y social, está centrada en su faceta política: "(…) el crecimiento de la influencia del MLN y de otras organizaciones guerrilleras(…), fue la expresión más radical de esta crisis de representación política y de la forma democrática articulada en el sistema de partidos." (Aldrighi 2001)
En la última década también se ha planteado la pregunta de la crisis desde la perspectiva de la historia intelectual. En el prólogo a una reedición de El Impulso y su freno de Carlos Real de Azúa, José Rilla (2009) sugiere que cierta literatura ensayística sobre la crisis del Uruguay clásico producida a principios de los sesenta habilitó el desarrollo de discursos no democráticos y antidemocráticos, aunque desde su perspectiva la expansión de ese tipo de ideas no puede ser explicada por los contenidos específicos de dichos textos, sino por las formas concretas de que la recepción a estos libros adquirió en un particular contexto histórico.
Si bien los autores mencionados reflejan correctamente que la noción de crisis ha sido un componente relevante en algunas explicaciones del origen de la violencia revolucionaria, por otro lado no hay estudios que aborden en profundidad los impactos que las interpretaciones acerca de la crisis pueden haber tenido sobre otros actores políticos y sociales a comienzos de los sesenta. En particular, la emergencia de una extrema derecha violenta que advierte acerca de la debilidades de la democracia para enfrentar la crisis y su posible aprovechamiento por el "marxismo internacional", así como las demandas de algunos sectores de los partidos tradicionales que promovían la implementación de reformas jurídicas para incrementar el control y la represión de la protesta social, son algunos ejemplos de estos impactos aun poco explorados de la instalación de la crisis como elemento estructurador de la interpretación de la realidad y de la implementación de estrategias de acción.


Movimientos sociales y Estado


En gran parte de las reflexiones reseñadas en la sección anterior se plantea la tensión entre movimientos sociales y Estado. Cabe preguntarse acerca de la pertinencia del uso de dicho enfoque para pensar los sesenta en Uruguay. En las últimas dos décadas se ha desarrollado una línea de reflexión sobre la historia del siglo XX que insiste en el rol que tuvieron los partidos políticos como articuladores y administradores eficaces del conflicto social en el Uruguay contemporáneo. Sin embargo, los sesenta parecen ser una excepción, o un principio de crítica a dichos planteos. Como dijimos anteriormente, lo que muchos diagnosticaban como crisis política en los sesenta era un progresivo divorcio entre los partidos tradicionales y gran parte de la sociedad civil. Antes de la creación del Frente Amplio en 1971, dicho divorcio no parece haber tenido un impacto relevante en la arena político-electoral, donde los partidos tradicionales, si bien se alternaban entre sí, continuaron dominando la escena.
Durante los sesenta se asistió a un incremento de la movilización social que se expresó en el desarrollo de nuevos movimientos sociales en el campo laboral y estudiantil, y en nuevas modalidades de protesta que buscaron soluciones alternativas a las tradicionales del sistema político. La interacción entre el Estado y dichos movimientos sociales fue crecientemente conflictiva. Desde los primeros años de esa década, se registraron denuncias de maltrato de policías hacia sindicalistas, o grados de represión injustificados contra manifestaciones callejeras por parte de fuerzas del orden público. Durante el gobierno del presidente Pacheco (sobretodo desde mediados de 1968, momento álgido de la movilización estudiantil) esta interacción adquirió un carácter cada vez más polarizado, como consecuencia de las medidas de claro corte represivo y autoritario (proscripción de partidos políticos, clausura de medios de prensa, implantación de Medidas Prontas de Seguridad, encarcelamiento de sindicalistas, etc.). Es en el contexto de dicha interacción cada vez más radicalizada donde emerge una multiplicidad de grupos de izquierda extraparlamentaria, en general militantes de dichos movimientos sociales, cuya más acabada expresión será el Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros, que proponen la violencia revolucionaria como repuesta legitima a la violencia estatal.
Desde los tempranos años sesenta, en el campo de la derecha surgieron numerosos grupos que promovieron el uso de la violencia como respuesta a lo que denunciaban como la ofensiva comunista que observaban en el ascenso de la movilización social. Frente a dicho ascenso, esos grupos alertaban que el Estado democrático era una herramienta insuficiente para contener el avance comunista y proponían el desarrollo de acciones violentas contra aquellos individuos y colectivos a los que consideraban como amenazas al orden social y político. En este sentido, todos estos movimientos, al menos en sus fases iniciales, también pueden entrar dentro de una tipología general de movimientos sociales volcados a la acción política. Se trata de grupos que surgen ante un escenario marcado por la carencia institucional de oportunidades políticas e intentan crearlas a través de repertorios de acción colectiva, que no tienen que ver con las maneras tradicionales de hacer política y no pretenden integrarse al sistema político, más allá de que mantengan relaciones de diverso tipo con algunos de sus actores.
Para el caso de la génesis de la izquierda armada y de las diferentes maneras en que la violencia política fue incorporada en la izquierda y algunos movimientos sociales, los trabajos Eduardo Rey Tristán (2006) y el ya citado de Aldrighi son los que más claramente se hacen cargo de esta forma de interpretar la adopción de la violencia política por parte de actores no estatales que participan en el campo de los movimientos sociales y que en un contexto de deterioro económico y protesta social en ascenso, confrontan en términos cada vez más radicales con un Estado cuya respuesta se fue volviendo crecientemente represiva y violenta.
El estudio de Rey Tristán tiene un mayor nivel de amplitud puesto que es de los pocos que no se limita a los tupamaros sino que estudia una diversidad de organizaciones de izquierda que estuvieron vinculadas al movimiento sindical y estudiantil(8) desde fines de los cincuenta en el marco de la gestación de la nueva izquierda uruguaya, que prefiere denominar como izquierda revolucionaria. Si en el origen de estos grupos convergen la frustración que provocan los fracasos electorales locales con la exitosa experiencia revolucionaria cubana, Rey Tristán explica que el importante desarrollo alcanzado luego por el MLN se inscribe en un proceso más general de ensayo de respuestas políticas radicales frente a la severa restricción de las oportunidades para desplegar una acción política legal, como resultado de la acción crecientemente represiva, en particular desde 1968, con que el estado reacciona ante el despliegue de la movilización social. En este sentido, su enfoque está en clara sintonía con la literatura sociológica de los movimientos sociales mencionada en la sección anterior.
En el caso de Aldrighi su trabajo se restringe al caso particular del MLN. Aunque menciona cierta dimensiones socioestructurales, la originalidad de su enfoque radica en la reconstrucción de las concepciones ético políticas que estuvieron en juego en el conflicto entre el MLN y el estado uruguayo.


Revolución y contrarrevolución, lo nacional y lo internacional


La dialéctica entre revolución y contrarrevolución sugerida por Greg Grandin (2004) para América Latina parece ser un aspecto importante para entender el comportamiento de variados actores políticos y sociales que enmarcaron sus propuestas políticas en escenarios más amplios que trascendían las fronteras nacionales. El creciente anticomunismo de algunos sectores de los partidos tradicionales, la fidelidad a la revolución cubana desarrollada tanto por la izquierda tradicional como por la nueva izquierda, la creencia en la revolución continental impulsada por la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y por el ejemplo concreto de la acción revolucionaria emprendida por Ernesto Guevara, y la Doctrina de la Seguridad Nacional adoptada como propia por gran parte de los militares latinoamericanos, son sólo algunos ejemplos que muestran la manera en que los actores locales se apropiaron de discursos que circulaban a nivel transnacional, que en última instancia tenían que ver con la idea de que América Latina estaba viviendo un momento revolucionario que había que promover o contener, especialmente después de la revolución cubana
En general, la historiografía uruguaya no ha considerado los aspectos mencionados en el párrafo anterior, ha estado muy anclada a su realidad local y eso no le ha permitido mirar a su alrededor para ver cuánto de sus procesos políticos han estado relacionados a procesos de circulación de ideas y personas más allá de las fronteras nacionales. En este sentido, las indagaciones que han realizado algunos historiadores de la Guerra Fría acerca de la transnacionalización de la política y las zonas de contacto resultan claves para entender cómo los actores locales tradujeron la dinámica de la Guerra Fría en los procesos políticos nacionales (Armony 1997; Gilman 2003; Joseph 2004) resultarían particularmente útiles para el caso uruguayo.
Germán Rama (1987) fue uno de los pocos autores que integró tempranamente el factor internacional al proceso de crisis de los sesenta. En un capítulo llamado "el ciclo de internacionalización y la irrupción de la violencia" Rama explica que aunque la uruguaya había sido durante las primeras décadas del siglo XX una sociedad tradicionalmente abierta al exterior, sin embargo en su crisis los sectores dirigentes no habrían sido capaces de internalizar positivamente algunas de las claves del orden internacional en forma compatible con las tradiciones nacionales. De tal forma que el afuera terminaría irrumpiendo a partir de grupos que incorporaron elementos "ajenos a las corrientes centrales de la sociedad": la "acción foquista alimentada en la experiencia cubana y latinoamericana" y la "Doctrina de la Seguridad Nacional y de la guerra interior, aprendida (junto con sus metodologías) en los centros de formación de los Estados Unidos."
En esta visión, esas corrientes ajenas a las que tradicionalmente habían presidido el debate en el Uruguay intervienen desde el exterior imprimiendo una dinámica al conflicto uruguayo que poco tenía que ver con su pasado. Dicho esquema interpretativo resulta particularmente problemático para pensar la relación entre lo local y lo global no sólo en el período estudiado sino en el conjunto de los procesos de la modernidad. ¿Cuáles son las ideas o prácticas estrictamente nacionales o internacionales? La pregunta puede ser aplicada a momentos centrales de la construcción del Estado uruguayo durante el siglo XIX y XX (liberalismo político, reformismo social, autoritarismo, etc.) y seguramente no encontremos respuestas satisfactorias.
De todos modos es valido reconocer que los ritmos y las maneras en que la Guerra Fría llegó a Uruguay fueron algo diferentes que al resto del continente. De acuerdo con lo que varios historiadores latinoamericanistas han planteado existieron dos grandes ciclos. El primero, a fines de los cuarentas, estuvo marcado por el fin de la "primavera democrática" de posguerra y el advenimiento de dictaduras o regimenes liberales con proscripción de partidos comunistas y sindicatos. El segundo ciclo se inició con la agudización de la dialéctica revolución-contrarrevolución como consecuencia del impacto que la revolución cubana tuvo sobre el resto del continente. De un lado, asistimos al ensayo de diferentes respuestas inicialmente desarrollistas y luego autoritarias a la crisis social y económica que vivía América Latina como consecuencia del agotamiento de los modelos de desarrollo basados en la Industrialización Sustitutiva de Importaciones, y del otro lado, al descreimiento creciente de sectores sociales y políticos que proponían en diferentes modalidades rupturas con el capitalismo y la hegemonía norteamericana que primaba en la región.
Durante el primer ciclo Uruguay mantuvo una situación de relativa excepcionalidad. Varios de los fenómenos existieron pero no con la intensidad de otros países. Aunque los partidos políticos de izquierda y algunos sindicatos sufrieron diversos tipos de persecución y estigmatización política ambos siguieron siendo organizaciones legales que participaban del libre juego democrático. A mitad de los años cincuenta, el Partido Comunista Uruguayo era el único legal en todo Latinoamérica. Ese dato condensa las características de dicha excepción.
Durante el segundo ciclo Uruguay pareció integrarse más claramente al ritmo latinoamericano. En ese momento el conjunto de los actores comenzó a asumir mas claramente el marco conceptual que la guerra fría imprimió. Desde los tempranos años sesenta, sectores de la derecha dentro de los dos partidos tradicionales advirtieron acerca de los riesgos que implicó la revolución cubana. En un clima de crisis política y estancamiento económico se temió que la revolución cubana se transformara en una esperanza para sectores populares y medios. Dicha preocupación estaba a tono con gran parte del ambiente intelectual norteamericano que advertía acerca de los riesgos de amenaza comunista en países en proceso de modernización. Varios políticos uruguayos comenzaron a advertir el riesgo que para la democracia implicaba la existencia de fuerzas "totalitarias" en su seno. Como han evidenciado Bruno (2008) y Bucheli (2008) en los promisorios anticipos de sus respectivos trabajos, a tono con esas advertencias, diversos agrupamientos de derecha decidieron pasar muy tempranamente del mero anticomunismo discursivo a la práctica efectiva y cotidiana de la violencia anticomunista.
Por otro lado, las criticas que desde los cincuenta se habían desarrollado hacia el sistema político bipartidista, empezaron a encontrar alternativas en el contexto latinoamericano y tercer mundista. Intelectuales, sindicalistas, militantes políticos de diversas orientaciones vieron particularmente en la revolución cubana un ejemplo a seguir, y algunos de ellos comenzaron a organizarse para llevar el ejemplo a la práctica desde los primeros años sesenta. En esta centralidad de la revolución cubana como elemento activador de la alternativa armada para la acción política de la izquierda coinciden muchos estudiosos del fenómeno. Alain Labrousse (2009), para quien la irrupción de la guerrilla no puede entenderse fuera del contexto de los movimientos sociales que se desarrollan con intensidad creciente desde comienzos de los sesenta, considera que fue la onda expansiva de la revolución cubana la causa principal de la aparición del MLN y otros grupos armados en el país, lo mismo que en casi toda Latinoamérica. Sin asignarle la causalidad principal también Rey Tristán destaca el peso de este factor, sobre todo para explicar el origen del fenómeno guerrillero, no así su desarrollo.
Es en ese segundo momento de la Guerra Fría latinoamericana inaugurado por la ruptura revolucionaria cubana que varios autores señalan que Uruguay asiste a un progresivo deterioro de su estilo tradicional de resolución de conflictos (Aldrighi 2001; Cores 2007; Pérez y Zubillaga 1998; Rey Tristán 2006). En una situación inversa a la que Della Porta (1995) describe para los casos de Alemania e Italia en los setenta, en el caso uruguayo en los sesenta se habría producido una ruptura con lo que Pérez y Zubillaga denominan como "estilo de gobierno consensual". Ese modo se había afianzado en la posguerra luego de la restauración democrática de los cuarenta y había supuesto una forma de articulación pacífica entre el Estado y los actores sociales, mediada por los partidos políticos tradicionales, pero inclusiva de los partidos menores de izquierda con presencia en el mundo sindical (comunistas y socialistas). Esa forma de articulación había ambientado la contención y resolución pacífica del conflicto social, de tal forma que la represión no era la vía principal de contención del mismo, sino un recurso excepcional.
Esta conjunción entre crisis de un modelo de desarrollo y nuevos discursos desde el estado influenciados por la guerra fría llevó a un quiebre en el "estilo de resolución de conflictos". Al son de la crisis, la elevada integración social fue dando lugar a la ruptura y los mecanismos de amortiguación fueron cediendo espacio al conflicto abierto. La represión se fue volviendo el recurso privilegiado de la acción estatal en su relación con los movimientos sociales. Así fue que, en la interacción entre Estado y movimientos sociales, la violencia fue ganando terreno y legitimidad, tanto del lado de la represión como del de la contestación. Al mismo tiempo actores relevantes del sistema político iban descreyendo de la democracia como régimen capaz de poner fin a la crisis económica y al conflicto social y dejaban a un lado su preocupación por la preservación de la libertad como valor superior frente a las amenazas que percibían al mantenimiento del orden social y político.


El conflicto generacional


Ningún autor que haya escrito sobre los tupamaros o sobre la protesta social en los años sesenta deja de mencionar el perfil eminentemente juvenil de los miembros de dicha organización o el protagonismo del movimiento estudiantil, en particular a partir de 1968. Sin embargo, la cuestión generacional que todos mencionan solo es tematizada como eje relevante para explicar la apelación a la violencia como forma de lucha política por Gonzalo Varela (1988) quien en su análisis del período 1968-1973 se pregunta por qué en 1968 se produjo una revuelta específicamente juvenil. Y aunque considera que la razón fundamental de la crisis y el conflicto social y político de la época radica en la ruptura o la reformulación autoritaria del compromiso entre el Estado y los grupos sociales organizados heredado del período anterior, Varela cree que existieron causas específicas para la rebelión de los jóvenes.
En la búsqueda de una explicación de ese componente generacional, este autor sostiene que, como lo señalaron varios escritores en la propia época (menciona concretamente a Roberto Ares Pons y Aldo Solari), hacia los años cincuenta la uruguaya era una sociedad no sólo tempranamente envejecida sino además muy poco propicia para la juventud. La movilidad social ascendente que la caracterizaba había permitido que las generaciones adultas conquistaran posiciones en la estructura social y en el sistema político pero hacia mediados de siglo, las posibilidades de ascenso ya estaban bloqueadas para los jóvenes, que podían ver cómo los adultos defendían sus posiciones, privándoles del acceso a ellas. La expansión del sistema educativo generaba expectativas que luego no se podían realizar pues las posiciones superiores estaban ya tomadas por los adultos, provocando una frustración generacional que sería uno de los fundamentos del malestar y de la protesta juvenil.
Esta frustración generacional y la rebelión juvenil que la expresó no se tradujeron en una crisis de la institución familiar, sino que se canalizaron fuera de ella en el enfrentamiento con el Estado y en el rechazo del sistema político tradicional, asumiendo formas radicales y violentas que fueron características de las movilizaciones estudiantiles y de los enfrentamientos con las fuerzas policiales.
Al señalar la importancia que desde el punto de vista de la emergencia de la rebelión juvenil tuvo la frustración generada por el desencuentro entre el avance general del nivel de formación profesional y las posibilidades limitadas de ascender socialmente a partir de ellos en el marco de una sociedad bloqueada y dominada por las generaciones adultas, el planteo de Varela tiene puntos de contacto con aquellas interpretaciones de la violencia que hacen de la frustración como fenómeno psicológico el eje central de su análisis. En este sentido, apoyándose, entre otros, en los planteos de Gurr (1971), Felipe Arocena (1989) desarrolló una interpretación del fenómeno tupamaro basada en la idea de que en los sesenta la uruguaya era una sociedad de modernización avanzada que generaba expectativas crecientes en un contexto económico-social y político pautado por oportunidades decrecientes de satisfacerlas. La juventud universitaria habría sido el sujeto social que más fuertemente vivió esta discordancia entre modernización social por un lado y estancamiento económico y político por otro, entre expectativas crecientes y oportunidades decrecientes, y allí habría radicado el fundamento principal de una rebeldía juvenil que se manifestó a través de la violencia política promovida por los tupamaros.


El factor ideológico y los comportamientos desleales


Al igual que con la cuestión generacional, sucede que todos los autores que han estudiado o hecho consideraciones sobre los orígenes del MLN coinciden en la importancia que el factor ideológico jugó en el desencadenamiento de su opción revolucionaria. En efecto, el foquismo, en tanto formulación teórica para la acción, es señalado como un elemento principal en las explicaciones sobre la adopción de la lucha armada. Puede verse este enfoque como una versión o un componente de las teorías que explican las rupturas democráticas a partir de la deslealtad de las elites hacia la democracia. En definitiva, la idea es que ciertas ideologías predisponen a los actores a la deslealtad democrática.
En el caso de los liberales, su preocupación por el orden, en situaciones de conflicto social y político fuerte, puede derivar hacia la defección para con la libertad, con tal de preservar el orden y la autoridad que lo garantiza. En el caso de la derecha conservadora, su extrema valoración de la autoridad, legitima fácilmente la supresión de las libertades en situaciones en que la autoridad estatal se ve desafiada. En el caso de la izquierda socialista, especialmente aquella identificada con el pensamiento leninista, la escasa valoración de la democracia formal, considerada como instrumento de dominación burguesa, y la concepción de la vía insurreccional como un momento definitorio de la toma del poder, son considerados como factores de predisposición hacia las prácticas desleales por parte de las organizaciones socialistas, independientemente del grado de integración efectiva de sus expresiones partidarias al sistema político.
A diferencia que lo sucedido con las explicaciones generacionales, en el caso de las que enfatizan el peso del factor ideológico son varios los autores que han dedicado esfuerzos a estudiar la ideología del movimiento tupamaro y su relación con la práctica que llevó adelante. Sin dudas, el que más énfasis ha puesto en el análisis de este factor es Hebert Gatto (2004) en su trabajo dedicado al MLN.
Al igual que Alfonso Lessa (2001), Gatto considera que el surgimiento de un movimiento armado revolucionario no encuentra fundamentos en la situación de la sociedad uruguaya en los sesenta. Su surgimiento fue, en lo fundamental, la expresión local del "huracán revolucionario" proveniente de Cuba. El foquismo habría sido el vehículo teórico de dicha importación de la experiencia revolucionaria cubana. Por eso la mayor parte del esfuerzo intelectual de Gatto está dirigido a demostrar primero que el foquismo es una versión radical y latinoamericana del marxismo-leninismo y segundo, que el MLN, más allá de la original diversidad teórica de la que hizo gala, en esencia fue una organización ideológicamente ubicada dentro de los cánones del marxismo-leninismo.
En la medida en que el factor ideológico es el componente central de la explicación de la aparición de la guerrilla tupamara, los intelectuales, en tanto captadores, adaptadores y difusores del marxismo leninismo y de su versión foquista, son señalados como el sujeto social sobre el que recae el mayor peso de la responsabilidad por la irrupción de la violencia revolucionaria. La "generación crítica", fuertemente desencantada de la democracia uruguaya y de los actores políticos tradicionales cargaría así con una pesada responsabilidad histórica.
De esta forma, Gatto contrapone una interpretación intelectual, más específicamente ideológica, frente a aquellas que encuentran en el contexto económico-social y político de la época la explicación del origen de la violencia revolucionaria en Uruguay. Es una forma de aproximación al fenómeno que, como fue dicho anteriormente, en la medida en que se ubica en el mundo intelectual, tiene cierta identidad con aquella que, siguiendo a Linz (1990), se centra en la deslealtad hacia la democracia por parte de los actores políticos para explicar la crisis y caída de los regímenes democráticos en diversos contextos históricos.(9)
En cambio, otros autores (Zubillaga y Pérez 1988; Rico 1989; Panizza 1990) recurren a ese mismo marco conceptual para explicar el papel que fracciones liberales como el batllismo colorado o el herrerismo nacionalista jugaron en la deriva del sistema político uruguayo hacia el autoritarismo civil en la segunda mitad de los años sesenta, en particular desde fines de 1967 cuando el pachequismo colorado asume la conducción gubernativa y la respuesta estatal frente a la protesta social y el desafío subversivo se vuelve crecientementeviolenta e inconstitucional al tiempo que tolera y cobija la violencia practicada por organizaciones de derecha contra la izquierda política y social.


4. Conclusión

 
La mayoría de las reconstrucciones del período, señalan a la violencia política en sus diversas formas como una de las claves explicativas del golpe de Estado que en 1973 derribó lo que quedaba de la deteriorada institucionalidad democrática uruguaya. En cambio, no abundan las explicaciones acerca de la propia violencia. Este artículo es un intento por comenzar a indagar en las posibles interpretaciones desde esta segunda perspectiva.
La operación realizada ha sido fundamentalmente teórica e historiográfica. Con el propósito de encontrar conceptos, problemas y preguntas que nos puedan orientar en nuestra indagación sobre el caso uruguayo en los años sesenta, hemos partido de un intento de definición operativa de la violencia política como categoría analítica útil para los fines de esta investigación, pasando luego a reseñar los marcos conceptuales producidos para interpretarla en otros contextos y, finalmente, los hemos contrastado con los escasos desarrollos de la historiografía y la producción uruguaya de otras disciplinas sobre el período Desde nuestro punto de vista, el resultado ha sido útil para reconocer la potencialidad que ciertas nociones pueden tener para el estudio de nuestro objeto de estudio.
Los debates acerca del carácter de la crisis (económica, social, política, moral) y su alcance (coyuntural, terminal) parecen haber tenido una influencia importante en las reconceptualizaciones que todos los actores desarrollan desde principios de los sesentas, acerca de las prácticas y discursos relacionados con la violencia política. Dicha conexión ha sido mayoritariamente sugerida para el caso de la izquierda armada, pero creemos que la trasciende ampliamente. La ausencia de soluciones frente a una crisis que venía desarrollándose desde mediados de los cincuentas llevó a que la violencia fuera considerada por actores de diverso signo y con distintos grados de cercanía respecto del Estado y sus aparatos represivos, como un aspecto más en los planes de resolución o contención de dicho proceso.
La constatación de un quiebre en las maneras en que el Estado arbitró el conflicto social, los reclamos de mano dura por parte de la derecha ante posibles escenarios caóticos de la protesta social, la épica heroica relacionada con la violencia de izquierda y derecha en oposición a los viejos estereotipos de los políticos decadentes que representaban al Uruguay de la crisis, son sólo algunos de los ejemplos que muestran la potencialidad de continuar indagando en los posibles vínculos entre crisis y violencia, o más propiamente entre interpretaciones de la crisis y justificaciones del recurso a la violencia como forma de resolución de los problemas y de los pleitos planteados por los protagonistas del conflicto político. En el marco de dicho escenario dos tensiones parecen haberse agudizado y resultan relevantes para nuestra pregunta acerca de la violencia: el conflicto generacional y la interacción entre movimientos sociales y Estado.
El conflicto generacional en un país estancado, que no ofrecía mayores posibilidades para los sectores más jóvenes que a la vez adquirían más formación y aumentaban con ello sus expectativas de ascenso social, parece haberse agudizado. En ese contexto ciertas formas de violencia aparecen asociadas con procesos culturales y sociales de identificación juvenil. Nuevamente debemos señalar que aunque la historiografía ha indagado esta conexión únicamente en el caso de la izquierda armada, el fenómeno la trasciende ampliamente. Este acercamiento a cierta idealización de estereotipos violentos en oposición a modelos asociados con la decadencia de la cultura política uruguaya tradicional se puede observar tanto en organizaciones de derecha como de izquierda, y en expresiones de la cultura juvenil en general. Otras dimensiones del conflicto generacional tienen que ver con la reacción que el Estado tuvo frente a las manifestaciones de la emergencia juvenil, particularmente el tipo de relacionamiento que las fuerzas policiales establecieron hacia estos sectores.
Resulta como particularmente relevante en la interpretación de la violencia para el caso uruguayo del período que nos proponemos estudiar, la tensión entre, por un lado, un Estado asociado al sistema político tradicional que fue dando muestras crecientes de su incapacidad para articular el incremento del conflicto social derivado de la crisis económica, y por otro, la emergencia de nuevos actores sociales y políticos extraparlamentarios, que promovían formas de acción política alternativas a las tradicionalmente establecidas y aceptadas por el sistema político uruguayo. Desde ambos lugares, diferentes formas de violencia política aparecieron integrando el repertorio de posibilidades para contener o activar la protesta social. En este sentido, la dicotomía Estado-movimientos sociales resulta extremadamente interesante para pensar las dinámicas de polarización de los primeros sesenta, cuando se empezó a experimentar con diferentes formas de violencia política que adquirirían mayor espectacularidad a finales de la década.
Por último, resulta también importante indagar cómo gran parte de los discursos y las prácticas relacionadas con la violencia política de la época no fueron procesos únicamente uruguayos, sino que se dieron simultáneamente en otros países con realidades relativamente diferentes a la uruguaya. En este sentido, nuestra investigación deberá explorar las conexiones que los diversos actores entablan con procesos transnacionales de circulación de ideas, recursos y personas.
En definitiva, del recorrido reseñado a lo largo de este artículo surge un mapa conceptual y teórico sobre la violencia política que nos brinda instrumentos analíticos útiles para abordar el caso uruguayo del período 1959-1973, reconstruyéndolo en sus trazos básicos e intentando proponer una explicación de su desarrollo, y al mismo tiempo inscribirlo en procesos transnacionales que afectaron a las sociedades latinoamericanas en la segunda etapa de la Guerra Fría en la región.


® Artículo recibido el 30 de agosto de 2010 y aceptado para su publicación el 16 de octubre de 2010


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* Este artículo presenta algunos resultados del proyecto "Violencia y Política en el Uruguay de los años sesenta (1959-1973)" que se desarrolló en la Universidad de la República con financiamiento del Fondo Profesor Clemente Estable de la Dirección de Ciencia y Tecnología del Ministerio de Educación y Cultura. Los autores agraden los comentarios de los restantes integrantes del equipo que desarrolló dicho proyecto (Gabriel Bucheli, Vania Markarian y Felipe Monestier), así como los formulados por los integrantes del Área de Historia Política del ICP/FCS/UdelaR y los del Núcleo Memoria del IDES, y las sugerencias planteadas por los dos evaluadores anónimos de la RUCP.

** Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos (CEIU/FHyCE/UdelaR) e Instituto de Ciencia Política (FCS/UdelaR). mailto: aldomarchesi70@gmail.com

*** Instituto de Ciencia Política (ICP/FCS/UdelaR). mailto: jaimeyaffe@fcs.edu.uy

1 Para una genealogía histórica de la noción de guerra y sus diferentes argumentaciones políticas véase Michael Walzer (2001).

2 Jack Goldstone (1980) identifica tres generaciones de teorías acerca de la revolución: una "historia natural de las revoluciones", liderada por historiadores comparativos (Edwards, Sawyer, Pette, Brinton); una segunda generación de teorías generales formuladas en los años cincuenta y sesenta, enmarcada en los trabajos acerca de la modernización y en el estructural-funcionalismo (Davies, Smelser, Johnson, Huntington); y una nueva generación de modelos estructurales de la revolución (Paige, Tilly, Skocpol) basados en la obra de Barrington Moore Jr. y Eric Wolf. Por otra parte, John Foran (1993) plantea la existencia de una cuarta generación en los años noventa, que ha tratado de relativizar las visiones estado-céntricas de la tercera generación y sugerido enfoques que dan mayor importancia al rol de los actores en los procesos que desencadenan revoluciones.

3 En un influyente artículo Charles Tilly (1973) planteaba que dichas teorías, expuestas por autores tales como Samuel Hunttington y Tedy Gurr, tendían a subestimar los procesos politicos donde había violencia en juego.

4 Para una aproximación a la manera en que los estudios sobre los movimientos sociales han tratado el problema de la violencia política puede tomarse como referencia el trabajo de Sidney Tarrow (1998).

5 Sobre el contexto político en el que fue recibida y asimilada la obra de Linz en el Cono Sur véase el trabajo de Cecilia Lesgart (2003).

6 Entre las excepciones a esta regla cabe mencionar dos textos de la segunda mitad de la década del ochenta: Alonso y Demasi (1986) y Nahum, Frega, Marona y Trochon (1990); además del mucho más reciente de Eduardo Rey Tristán (2006) en el que nos detendremos luego.

7 Es por esto que planteos que son muy relevantes para pensar el proceso de deterioro democrático, en particular los trabajos de Álvaro Rico acerca del "camino democrático hacia el autoritarismo" (Rico 1989, 1999, 2005), nos resultan de menor utilidad para pensar las diversas maneras en que la violencia política se instaló en el entramado de la sociedad civil y el sistema político.

8 También Rodrigo Véscovi (2003) da cuenta de la diversidad de corrientes y organizaciones de la izquierda uruguaya en los sesenta, aunque su mirada se centra en el final del período y no realiza un aporte significativo para la construcción de un marco explicativo del fenómeno de la violencia. De todos modos, se trata de un aporte valioso en el terreno empírico, por cuanto se apoya en un voluminoso trabajo de entrevistas y relevamiento testimonial, y porque propone y utiliza como eje articulador de su exposición una categoría poco trabajada en el resto de la bibliografía sobre el caso uruguayo: la noción de "luchadores sociales".

9 Dentro de esa forma de ver las crisis democráticas, la tesis de Luis Eduardo González (1993) es indudablemente la que se hace cargo más explícitamente de tal formulación. Sin embargo, no la aplica para explicar el surgimiento de la lucha armada por parte de algunas organizaciones de izquierda sino para dar cuenta del proceso que llevó a que otros actores adoptaran el camino golpista que se concretaría en junio de 1973.


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