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Revista Uruguaya de Ciencia Política

On-line version ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.19 no.1 Montevideo Jan. 2010

 

REVISIONISMOS E IZQUIERDAS EN URUGUAY Y ARGENTINA(*)


Revisionism and the left in Uruguay and Argentina


José Rilla(**)


Resumen: El Revisionismo Histórico en los países del río de la Plata es una frontera que une y separa a Argentina y Uruguay. A pesar de las diferencias de escala (territorio, población, renta), dadas en tanto Estados, culturas y sistemas políticos ambos países ofrecen una oportunidad para la comparación y para la visibilidad de sus itinerarios. En este caso se toman como referencia la nación y el nacionalismo, las izquierdas de orientación universalista y los movimientos políticos de pretensión y alcance popular y masivo. El Revisionismo Histórico aloja y articula estas dimensiones y lo hace con un modo específico de un lado a otro del Rio. En tanto resignificación política del pasado nos ofrece un camino para reconstruir las retóricas de la nación y de la república.


Palabras clave: revisionismo histórico, nacionalismos, izquierdas, Uruguay, Argentina


Abstract: Historical Revisionism in Rio de la Plata countries constitutes a frontier that both unites and separates Argentina and Uruguay. In spite of their differences in scale –territory, population, income– the two countries show interesting grounds for comparison, as well as for visualization of their respective itineraries. Central to this paper are the concepts of nation and nationalism, within the context of universalist-oriented leftist trends and popular, mass-based political movements. Trends of Historical Revisionism host and articulate these dimensions distinctively on either side of the River, embedding political resignifications of the past that open up valuable ways of reconstructing discursive notions of Nation and Republic.


Key words: historical revisionism, nationalism, left, Uruguay, Argentina


Revisionismo es un nombre perturbador para designar al menos tres cosas: una disposición sistemática y general para dar vuelta sobre los pasos (propios o ajenos) cumplidos en relación a la reconstrucción del pasado; una corriente concreta de la historiografía, datada, situada, institucionalizada; y una perspectiva radicalmente politizada de la historia, usuaria de ella para el enfoque de las exigencias del presente. De la disposición a revisar da cuenta la historia de la historiografía del último siglo, entendida como consecuencia de la desnaturalización del conocimiento del pasado o su equivalente, la conciencia historiográfica que devela la historicidad de la historia. Del revisionismo como “corriente” alterna, el Río de la Plata conoce empeños intelectuales que retoman los tópicos de la colonia, la revolución y la guerra, las injerencias imperiales, los procesos de “modernización” del siglo XIX de y construcción nacional estatal o del Estado de bienestar de la segunda posguerra. No difiere mayormente, en sus reglas de justificación, de las presentadas por revisionismos más lejanos y cosmopolitas, ya se trate del nazismo y sus calamidades, o de las variantes menos recurridas de la guerra fría (Romero 1995, Poggio 2006, Pérez Antón, 2006). Por último, la revisión entendida como lo más cercano al uso, a la manipulación –incluso– del pasado conocido, es un fenómeno más bien propio de la política y de los sostenes ideológicos de su competencia que de la historiografía. Debe agregarse que tales distinciones son débiles y vulnerables y que es bastante lo que se pone en común entre quienes hacen de la revisión una práctica que deriva de la alerta.
Intentaré un cotejo de dos pares de elementos: el revisionismo histórico y las izquierdas, por un lado; y Uruguay y Argentina como lugares en los que observar tales despliegues, por otro. El primero es temático –comporta ideología, política, cultura– y el segundo topográfico, aunque un lector avisado podrá discutir con fundamento esta última caracterización, o simplemente ponerse en guardia ante diferencias de escala tan agobiantes como es el caso.(1)
Puedo postular que los grados en el mapa que separan a Buenos Aires de Montevideo, parecen haber sido suficientes para que mutatis mutandi Argentina y Uruguay describan trayectorias bien diferentes en relación a la cuestión revisionista y de la izquierda. El pasado a revisar, ya fuera para vengar, negar o restituir fue tan diferente como para transitar hasta una definida cristalización nacional; las izquierdas a su vez, por mas asociadas que se las quiera ver a un empeño universal, como el del liberalismo y el socialismo, maduran también en ambientes diversos, tanto que “izquierda nacional” terminó siendo en la Argentina un concepto y una práctica bastante ajeno al que alcanzó en la tradición uruguaya.(2)


Cotejo 1


La Argentina conoce el afán de revisionismo histórico desde antes de la crisis de los treinta, emparentado con el nacionalismo católico y francés; luego, sin abandonar del todo esas trazas deriva hacia el encuentro de un relato de la nación recostado en las masas y sus caudillos del pasado o del presente, opuestos a la modernización extranjerizante. Tras la agonía del viejo orden oligárquico, la crisis que coloca a Perón en el sillón de Rivadavia actualiza la revisión llegando a alinear (con la reticencia del jefe), a Perón con Rosas, el caudillo federal; y a la historia entera como peripecia “devuelta” al pueblo. A la vez, una izquierda de origen comunista y la trotskista, con un instrumental conceptual bien diferente, será la primera en abrazar el carácter de “nacional” en tanto que reclamaría los dones de una interpretación privilegiada comprometida con una teoría del progreso y sin desentenderse de “las masas” devenidas “pueblo”.
Con una tradición republicana mas asentada, Uruguay conoce un primer revisionismo en las obras de un político-historiador, Luis A. de Herrera, nacionalista conservador que conduce con dificultades un partido que secunda al
gobierno desde la minoría y no alcanza el Ejecutivo pleno, en elecciones libres hasta 1958. Los partidos de la izquierda, mas los socialistas que ningún otro, observan con atención el giro del revisionismo argentino; toman de él algunos aspectos tales como el peso de la presión imperialista, el rescate de la movilización montonera, la pretensión latinoamericanista. De los marxistas adoptan cierto análisis clasista y etapista. Sin embargo, izquierda nacional será en Uruguay otra cosa, una combinación probablemente tan inteligente como inoperante en el plano político electoral, entre la tradición liberal republicana del país, la tradición socialista democrática reconocible en Europa occidental y el nacionalismo latinoamericanista que puede rastrearse en el 900. Un modelo de izquierda nacional cosmopolita, si cabe la expresión. En este primer cotejo, asoma el eje de la diferencia de las articulaciones entre revisionismo e izquierdas en ambos países. Ha de buscárselo en el marco histórico de sus desenvolvimientos: historia para la nación en Argentina, historia para la república en Uruguay.


Historia para la nación y para la república


Maristella Svampa (2006) ha indagado en las reelaboraciones sucesivas del dilema civilización y barbarie, ponderando las tempranas acciones revisionistas de Joaquín V. González, Ricardo Rojas, Manuel Gálvez y Leopoldo Lugones, todas ellas anteriores a la ley electoral Sáenz Peña de 1912, y al gran envión del radicalismo de Yrigoyen. Dichos escritores reconstruyen un interior del país lejos de la huella del Facundo, depositario de la tradición genuinamente argentina entonces afanosamente reclamada; aspiran a enseñarle la historia patria a los inmigrantes, a blanquear –como Gálvez– la imagen del caudillo y a mistificar como Lugones la del gaucho (Barbero y Devoto, 1983)
Todo ello era lo suficientemente abierto y ambiguo como para que aquel primer revisionismo nacionalista mostrara luego su pánico ante la vigencia concreta de la ley que extendió el sufragio y ambientó años más tarde la llegada de Yrigoyen al gobierno nacional. Esa primera historia del voto masivo fue sufrida como experiencia de la cantidad sobre la calidad, como irrupción de las masas insolentes y triunfo de la ignorancia. O, lo que es parecido, como el fracaso de una Argentina nacional que torció su rumbo desde las últimas décadas del siglo XIX. Que este lamento esté en la base del golpismo de 1930, y que sea la derecha quien lo porta más enérgicamente, no indica que ésta haya agotado las posibilidades mismas del nacionalismo. Restaurador, elitista, antiliberal, observa la nación como un cuerpo postrado, mas postrado cuanto más se entregó a los placeres del número. Pero cabe reparar en que hubo espacio para “otros nacionalismos”, como los que crecieron en el seno del propio radicalismo de FORJA, que en su disputa por lo popular no se asoció obviamente al golpismo contra Yrigoyen. Trabó disidencia, sí, con la retórica de los socialistas que tanto en Argentina como en Uruguay tenían severos problemas para encontrarse con una tradición nacional que identificaban olímpica y someramente como “política criolla”.
La política y el sistema político uruguayo tenían otros perfiles. El nacionalismo es una concepción primariamente antiargentina y sobre todo antiporteña (también anticatólica) que se adueña tempranamente de la elite a mediados del siglo XIX. Nadie sabe si era una convicción solamente elitaria, o cuán cerca de ella estaba la población fuertemente influida por la presencia extranjera inmigratoria. En todo caso, hacia el último cuarto de esa centuria, el nacionalismo se asemeja muy bien a una cultura del Estado (es su ideología, su iconografía, su educación) durante su primera modernización, tanto hacia adentro en sus estructuras productivas y sociales, como hacia afuera en la cancelación de posibilidades de explorar cualquier destino común regional.
Nacido en el partido de gobierno que era también el partido del Estado (Barrán y Nahum, 1982), el reformismo batllista desplegado con altibajos hasta la crisis de los treinta postergó el momento del revisionismo histórico, al tiempo que lo acicateó. El batllismo admite una lectura nacionalista que es mas ontológica que telúrica–una forma de ser más que de pertenecer– pero la nación uruguaya devino oficialmente indiscutible y cualquier impugnación innecesaria por cuanto el país aparecía entonces socialmente integrado desde la política y el Estado, ensayaba reformas de vanguardia, convocaba a ciudadanos y no a masas, se enfrentaba al capital británico y se asociaba a las políticas globales de Washington. Podía mostrar un resultado peculiar y de larga duración: una sociedad para la que lo público quedó rápida y duramente asimilado a lo estatal y a “lo nacional”. ¿Para qué revisar la historia?


Cotejo 2: socialistas


En principio, aunque por otras vías, la izquierda llamada cosmopolita de socialistas y comunistas tenía buenas razones para hacerlo. En ese camino podríaencontrase con la nación, el campesinado, el ejército, la cuestión agraria, la iglesia católica y el imperio británico. Mas en general, todavía, debe recordarse que el marxismo propone una revisión de la historia universal en la que busca no solo poner “patas arriba” la explicación disponible, sino además colocar en su lugar una legalidad científica de la que la historia concreta sería la más acabada ilustración, su evidencia empírica. Hay pues en los marxistas y leninistas un mandato de revisión de la historia que mucho se parece al de los nacionalistas, por cuanto procura hallar en la peripecia social una clave oculta y escamoteada, reveladora y movilizadora, dadora de un sentido definitivo. Es claro que ambos modos de percepción no se reconocerían compartiendo el solar de los que buscan momentos cruciales, decisivos, propios de un desenlace histórico; o de los que despliegan una discursividad de la sospecha por medio de la cual un relato persuade en tanto muestra que “todo era falso”, o más bien “falsificado”.
Menos sorprendente es el encuentro de socialistas y liberales respecto a las formas políticas tradicionales que ven heredadas de una perversa colonia ibérica, expresadas en el caudillo y su “hueste”, en el poder del número y la ignorancia a él atado, en la “política criolla”, al fin y al cabo. Socialistas y liberales no están en este caso acuciados por revisión histórica alguna: la historia se encamina necesariamente hacia un destino mejor, pero los actores de ese proceso muestran incompetencia e insuficiencia que solo la educación y los propios cambios económicos y sociales pondrán en la mejor órbita. Esta contestación a la política criolla entendida como rémora y obstáculo, no opera del mismo modo a ambos lados del Plata. Son muchos los ejemplos que lo ilustrarían, pero un cotejo entre Justo y Frugoni ofrece interesantes posibilidades de clarificación a pesar de la diferencia temporal de una generación que los separa.
El argentino Juan Bautista Justo (1865-1928) fue médico, cronista parlamentario, misionero sanitario en Tucumán, viajero por la Francia de la Tercera República. La expulsión de la universidad por el gobierno de turno lo empujó a la política, a leer mejor a Marx, a vender el auto y la medalla de la Facultad para ser el primer director de La Vanguardia en 1894. Su traducción al castellano de El Capital conoció la primera edición en España, en el fatídico 1898. La segunda estadía en Europa lo devolvió más socialista y más perturbado por el problema de la realización de un programa de esa naturaleza en un país como la Argentina. Justo no aceptaba la democracia representativa como mero juego táctico previo a la revolución; fue, en consecuencia, un parlamentario y legislador intenso. Como los socialdemócratas alemanes, pensaba en un partido que fuera espejo de una sociedad paralela, completa, emancipada. (Aricó 1999, Tarcus 2007). El uruguayo Emilio Frugoni (1880-1969) fue poeta, abogado, periodista, legislador, viajero lúcido por la URSS. Sus primeras armas en la política las hizo en el partido Colorado, del cual admiraba la huella garibaldina; empeñó su reloj para comprar el pasaje que lo llevaría a alistarse en las tropas del gobierno colorado contra la revoluciones blancas saravistas. Volvió de ellas asqueado, protestando contra las “masas ciegas” que seguían a caudillos abusadores y, mas allá de las afinidades con batllistas y anarquistas, tomó el camino de la adhesión cada vez más comprometida con el socialismo al que lideró y representó en la Cámara durante varias décadas. Al final de su vida le tocó “sufrir” el desafío de una izquierda nacional marxista animada en su propio partido, al que renunció indignado… por la traición a Garibaldi.
Es justamente la emergencia de la izquierda nacional (no de las escisiones hacia el comunismo de los veinte) la que disuelve relativamente la contemporaneidad de Justo y de Frugoni. Marcados ambos por la posibilidad de alojar el socialismo en la tradición liberal y republicana (mucho más densa en Uruguay que en Argentina) y por la desconfianza en la “política criolla” percibida como camino de enajenación de las masas, los dos se enrolaron en posturas similares ante la Gran Guerra, fueron siempre librecambistas y explícitamente contrarios a la “dictadura del proletariado” instalada en la Unión Soviética. Y sin embargo, tuvo más tiempo el uruguayo para apreciar como amenaza letal al proyecto del socialismo ilustrado, la incorporación a su seno de todo lo que el nacionalismo y la izquierda, juntos y desde la segunda posguerra, pretendían insuflar a la corriente como clave de su éxito político. La versión argentina del desencuentro sería claramente trazada poco más tarde, cuando entre Joaquín V. González y Américo Ghioldi (exiliado éste en los años 50 en Montevideo) debatieron sobre la naturaleza totalitaria del peronismo, la crucialidad universal de la lucha por su derrumbe y la “función educacional” que debía animar al partido socialista (Herrera 2003: 116-141).


Nación y sentido común


A pesar de los importantes antecedentes aportados a la revisión de la historia por Adolfo Saldías, Efraín Quesada, David Peña, Juan Álvarez y Carlos Ibarguren, la mayoría de los historiadores profesionales toma distancia de aquel origen y prefiere observar el nacimiento del revisionismo histórico argentino en los años de la década infame, cuando los nacionalistas marginados de la actuación política por la oligarquía tradicional se recluyeron en la escritura de la historia, en la polémica cultural e ideológica, y dieron cauce a su despecho y resentimiento (Halperin Donghi 1986, Quattrocchi 1995, Devoto 2006:18-23; Altamirano 2002:209-255). En términos generales hasta hoy les es negada la condición misma de historiadores y se pone en su lugar un interés apasionadamente presentista, que usa el pasado según le convenga a las demandas de argumentación de la polémica política. La impugnación académica no es en el mediano plazo del todo plausible si se considera que el revisionismo y el nacionalismo habían perforado más de la cuenta un consenso historiográfico, tanto como habían alcanzado relativa influencia en el radicalismo, fuerza de gobierno destronada con el golpe (además de erosionada en su propia ambigüedad) y que en adelante vería con mayor simpatía todo intento por atender y congeniar las bases o nutrientes populares de la nacionalidad argentina, tópicos presentes, por otra parte, en la Nueva Escuela Histórica de Ravignani o Molinari, tal vez la primera en reconocerse universalista y profesional.
La historia de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA, 1935), el pensamiento de uno de sus fundadores como Manuel Ortiz Pereira y el largo discurrir de Arturo Jauretche (de gran influencia en círculos intelectuales del Uruguay de los 50) muestra hasta qué punto se podía llegar a un compromiso revisionista desde otro lugar diferente al del nacionalismo reaccionario y del socialismo canónicamente crítico de la política criolla. Si como sostiene Halperin Donghi el revisionismo histórico devino “sentido común” de los argentinos, es dable pensar que mucho más pudo haber contribuido a ello la tarea divulgadora de un Jauretche, que las más elaboradas construcciones ideológicas (mitopoiéticas, dirá) de la izquierda nacional. Ante todo porque Jauretche sostuvo un juicio global al liberalismo de cuño alberdiano, entendido como expresión de lo foráneo y en consecuencia incapaz de aceptar siquiera la base socio demográfica disponible en la Argentina después de Caseros. Luego, porque desplegaba sus velas críticas en franca contraposición al nacionalismo de derecha cuando disputaba un sentido positivo para “lo popular”, cuando no se deslizaba al antisemitismo ni al liberalismo económico y era desdeñoso de la pedantería universitaria que a su juicio empapaba a la izquierda. En tercer lugar porque a diferencia de los nacionalistas conservadores, Jauretche no veía en el pasado un pérdida irreparable de posibilidades sino una orientación de futuro.(3) Más tarde, llegó a simpatizar con la revolución cubana y el Tercerismo, sobre todo en aquella versión que se pretendía superadora de la división izquierda/derecha y de la que a la postre ni el mundo, ni Cuba, podrían sustraerse. Puede concebirse a Jauretche como contraejemplo (Devoto y Pagano 2004:129) o como una alternativa del nacionalismo revisionista; sus textos y su personalidad eran más amplios y a la vez menos pretensiosos, más dispuestos al diálogo con otros saberes entonces muy instalados como los provenientes de las ciencias sociales, pero menos dado a “la nostalgia de una vida más bella”, que es un modo de cargar excesivamente a la historia de una exigencia de continuidad en el presente.
Daniel Schwartz (2009:93-114) ha leído con prolijidad a Jauretche y nos devuelve un problema de notable interés: tanto nacionalistas y “civilizadores” liberales se sustrajeron de la preocupación republicana; sus ideas acerca de la soberanía popular y de las instituciones políticas derivaban de una misma mecánica sociocéntrica, por cuanto ambos compartían la idea que hacía de las instituciones una “emanación” o un derivado necesario de “la sociedad” y en ningún caso el fruto de una deliberación genuina de los asuntos públicos. Así, la sociedad manda: para bien en el caso del nacionalismo y para mal en el caso de Alberdi y Sarmiento; ambos estaban alejados de la tradición republicana centrada en la creatividad de la deliberación y el conflicto, y más cerca, entre sí, de lo que las diversas interpretaciones han concluido.
Como quiera que sea, el sentido común al que alude Halperin asociaba con relativo éxito cultural nacionalismo y revisionismo. Era, más bien, un proyecto político (Halperin Donghi 1994: 25), una revisión interesada de los relatos históricos en busca de la nación perdida, escamoteada por las oligarquías y urgida de restitución a las masas. La nación es el principio activo de todo el experimento, es ella la que precipita una versión del pasado que opera como autorización o pasaporte para la circulación en la política y sus conflictos.
Que se trata de una operación básicamente política y no académica (salvo en forma subsidiaria) parecen probarlo las modalidades de emergencia del revisionismo histórico que tuvo sus horas más fáciles cuanto más fervor nacional era dable despertar desde la denuncia del imperio británico, cuanto más se nacionalizaron las masas con el peronismo, cuantas más oportunidades pareció tener, abrazado a él, la llamada izquierda nacional. El peronismo gobernante hasta 1955 fue prudente en su respaldo al empeño revisionista: esa frialdad era pragmática; aspiraba a evitar desencuentros innecesarios o venganzas históricas que le fueran mal devueltas. Tan pragmática como la decisión que nominó a las líneas de ferrocarril nacionalizadas con el panteón de héroes más clásico que pueda imaginarse: Roca, Sarmiento, Mitre… Segunda bofetada al revisionismo desde el poder, la primera había sido propinada por los vencedores del 30; ésta de 1947 era menos violenta pero más amarga, pues el vicario de las masas parecía retroceder a un pasado que los revisionistas querían reputar vencido tras los esfuerzos por denunciar la traición de Rivadavia, la defensa encendida del Restaurador Rosas, o la recusación económica del sistema ferroviario.
¿Fue el revisionismo el que derivó a la izquierda, o la izquierda que se incorporó al revisionismo como la forma más idónea, tradicional ya, de encontrar una audiencia? Dejemos el asunto para más adelante y crucemos el río.


El partido como actor decisivo


El revisionismo uruguayo ofrece varias versiones, algunas ambientadas y sostenidas en la propia dinámica política del Uruguay y otras que, sin perjuicio de lo anterior están intelectual y políticamente marcadas por la influencia argentina.
Pieza clave del Uruguay, tanto en sí mismo como en su cotejo con la Argentina, es la fuerte presencia que en la vida cívica y cultural ha tenido la política de partidos, cuya centralidad en el sistema es el resultado de una larga acumulación de aprendizajes, erranzas, violencias y pactos posteriores a Caseros y que erosionaron tempranamente los rasgos más típicos de la política oligárquica. La centralidad de los partidos cobra una estatura sistémica hacia el último cuarto del siglo XIX, cuando se afirma una pauta de admisión recíproca y coparticipación, la que sin embargo afirma la hegemonía colorada en sus diferentes envoltorios (Caetano, Rilla y Pérez Antón, 1988). El batllismo –uno de ellos– es antes que nada tradición colorada rediviva, gobierno sectorial que se pensó alguna vez sectario, como PRI, pero no pudo (o no quiso) alcanzar esa cima continuista y excluyente. Como derivación, el revisionismo histórico uruguayo nace también adentro del sistema de partidos, es el relato necesario para la oposición blanca, el recurso más idóneo para una retórica competitiva.
Dicho en pocas palabras: no había otro modo de tomar posición si el otro partido en competencia no ponía la historia “patas arriba” (Rilla 2008).(4)
Herrera es fundador del revisionismo uruguayo, lo que ofrece una oportunidad de examinar ciertas peculiaridades de ese proceso (Gálvez, 1940:15-17). Más allá del oportunismo levemente indultado bajo el apelativo de “pragmático” con que ha sido visto el caudillo, es cierto que su idea de la historia está omnipresente en el accionar político. Pero además era historiador: pieza clave de la política blanca en los cuarenta y los cincuenta, muestra una “doble deformación profesional” por la que la política era el centro de su vida, siempre sostenida en una visión informada de la historia; la historia era una pasión asociada a la familia, a la lectura, la escritura y la palabra. Fue siempre, para Herrera, inquisición interesada desde el presente.


Nacionalismo institucionalista y revisión histórica


El oribismo fue para los blancos una tecla muy tardíamente tocada, aunque los adversarios colorados la usaron temprano como adjetivo descalificatorio, sinónimo de autoritarismo de raíz colonial, redoblado por prácticas de barbarie y degüello y de entrega del país al tirano Rosas.(5) Antioribistas o indiferentes al fenómeno fueron los intelectuales-políticos del partido Nacional situados en perspectivas tan distantes como Martín C. Martínez y el Herrera del 900. Ni siquiera fue muy habitual, hasta más tarde, la vinculación entre Oribe y las luchas de Timoteo Aparicio o Aparicio Saravia por la coparticipación y las garantías electorales. El partido debió esperar a que desde sus márgenes díscolos aparecieran las primeras formulaciones revisionistas (Aquiles Oribe(6) y Lorenzo Carnelli (Zubillaga 1979, Manini, 1972), reivindicado él mismo luego de su muerte en 1960 por los herederos del herrerismo).
Carnelli es el pionero de un revisionismo histórico uruguayo que no podía sino arrancar por Oribe (una vez desagraviado Artigas). Algunos de los compañeros de generación del líder radical disentían con él en esa lucha contra el olvido porque estaban dedicados a desarrollar otros aspectos de una doctrina nacionalista, igualmente típica, centrada en las instituciones de la república. Tales son los casos, por caminos independientes, de Washington Beltrán, Carlos Roxlo, Juan Andrés Ramírez, Martín C. Martínez,(7) aparentemente más preocupados por el control del poder que por su conquista, situación que se invertiría paulatinamente hacia la década de 1930.
El conjunto de definiciones de carácter institucional referentes a la organización democrática y republicana, estaba pues relativamente consolidado hacia los años veinte. Buena parte de sus autores eran blancos y nacionalistas y como dispositivo argumental era potencialmente revisionista (resignificante en el sentido apuntado más arriba por Romeo Pérez) en la medida que conducía a apreciar las luchas políticas y doctrinarias como tiempo ganado para el aprendizaje republicano. Ahora bien, si el Partido Nacional se mostraba perezoso con este legado, no por ello dejaba de pensar y organizar el pasado a fin de armar con él un relato diferente al colorado, revisado. Herrera fue aquí decisivo; antes que él –aunque a él dedicado– Mateo Magariños de Mello publicó un libro destinado a estudiar y documentar la historia del gobierno de El Cerrito (Magariños 1948), cuya caducidad jurídica parecía haberse extendido rápidamente a su memoria. Ante un partido que siempre había sido gobierno, como el colorado, debía mostrarse y documentarse que los blancos también lo habían ejercido. Contra la “historia oficial” presentaba la documentación de gobierno que demostraba que “el país no había quedado comprimido dentro de los muros de Montevideo” (Magariños 1948:86-227). La historiografía partidaria documentada debería esperar diez años luego de este mojón revisionista hasta la aparición del texto de Guillermo Stewart (1958) sobre Oribe, y nuevamente otros diez, hasta 1968, la del texto del embajador en Londres Carlos María Velázquez sobre la política internacional en el pensamiento de Herrera (Velázquez 1968). Entre ambos, en 1961 reapareció la compilación de Carlos Lacalle sobre la política exterior (Lacalle 1961).


Revisión amortiguada y “sana”


Herrera es un caso peculiar de liderazgo caudillesco popular y a la vez doctoral, condiciones que en su trayectoria y en su escritura cruzan atributos y se aprovechan recíprocamente. A su confesión de “conservador” complacido que en los treinta simpatizó con el fascismo mussoliniano, deben sumarse convicciones liberales, de preferencia anglosajona. En el período del Uruguay clásico y en diálogo con la política práctica Herrera publicó una edición en Buenos Aires de La diplomacia oriental en el Paraguay (1943). Luego publicó Por la verdad histórica (1946) –reivindicación de Oribe y explicación regional de la Guerra Grande–, Seudo historia para el Delfín (1947),(8) y Antes y después de la Triple Alianza (1951). Con todo, sus obras más determinantes, más demostrativas de un pensamiento ordenador son La tierra charrúa (1901), La Revolución Francesa y Sudamérica (1910), El Uruguay internacional (1912), La misión Ponsonby (1930) y Los orígenes de la Guerra Grande (1941). Dos de ellas están escritas antes de la Gran Guerra, antes que la estela de Charles Muarras encandilara a muchos escritores del nacionalismo.
Con Herrera el nacionalismo uruguayo se alejó bastante de un talante provinciano; fue una formulación temprana, la de 1912, que habilitó a que hasta la cuarta década del siglo XX la “cuestión internacional” se constituyera en un vector decisivo de los debates políticos del Uruguay. La “cuestión de la independencia” es tema caro a los revisionismos y también lo fue para el caudillo historiador. Habiendo investigado en los archivos diplomáticos, reconocía la lucidez británica que pocos revisionistas argentinos habrían aceptado mansamente, pero reclamaba –sin aportar en este caso mucha evidencia– un lugar a la independencia uruguaya como expresión del deseo genuino de los orientales. El tema de la voluntad independentista fue una de las fronteras entre el revisionismo blanco y el de la izquierda, que eran parientes.
Sea a través de estos textos medulares u otros no muy diferentes, el pensamiento de Herrera estaba decantado hacia esa tercera década del siglo de modo que podía derivar en ampliaciones, especificaciones o ajustes, pero todos ellos sobre la matriz. Su abrazo al revisionismo es heterodoxo pero no por ello irrelevante; revisa, sí, problematiza los orígenes, se coloca en la boca del león aunque termina animando el uruguayismo más clásico.
Eduardo V. Haedo, político, ensayista, historiador nacionalista, vivió su relación con Herrera entre encuentros y desencuentros. Su obra literaria puede ser tomada como interpretación de la matriz herrerista pero en una dirección más netamente revisionista que no abandona, sin embargo, el sesgo amortiguador y concordista. Cualquier diferencia entre partidos debía ser amparada en principios tendidos en la larga duración histórica y disuelta en el “amor a la patria oriental” (Haedo 1996: 2, 545)(9).Hasta el mes de marzo de 1958, año en el que el partido Nacional ganó las elecciones, las tensiones entre el herrerismo y el Nacionalismo Independiente se mantenían en su vigor, sobre todo a través de la prensa. Ningún sector había bajado la guardia y seguían disputándose la tradición partidaria además de luchar contra el batllismo. Los partidos no tradicionales no habían reunido más que el 12.6 % del electorado, y si bien no eran una preocupación todavía urgente, cada tanto se escribía contra ellos con una jerga anticomunista. El herrerismo ofrecía un relato completo del blanquismo, que luego de reconocer los precedentes artiguistas se iniciaba con Oribe y terminaba en el mismo Herrera, tratado por El Debate como un verdadero “prócer en vida”.(10) Cada tanto, el mismo diario publicaba requisitorias a los manuales de historia que servían para la educación en las escuelas y liceos y que brindaban “una versión sesgada” que el país no podía tolerar más.(11)
El herrerismo centró su prédica en la batalla por la educación que evaluaba perdida a manos del batllismo(12) y en la cuestión del revisionismo histórico. En cuanto a lo primero, con algunas diferencias su argumento parecía calcado del argentino Ricardo Rojas un cuarto de siglo antes. En referencia a lo segundo, cabe sostener que todo acercamiento del Partido Nacional a la historia del Uruguay y de la región no podía sino ser revisionista: el revisionismo era la única perspectiva disponible para quien aspirara a armar otro relato diferente al oficial colorado, históricamente gobernante. Dicho de un modo más exagerado:  de no haber existido un Oribe, un Berro, un Timoteo y un Aparicio, habría que haberlos inventado.
En 1958 El Debate dedicó gran atención al revisionismo concreto, conectado regionalmente con la Argentina y el Paraguay, en particular a través de las contribuciones de Julio Vignale (un escritor de simpatías franquistas) y del propio Herrera. Vignale escribía una sección fija titulada “Revisionismo Histórico. Los pueblos del Plata tras la verdad de su pasado”. Los temas más frecuentes eran Oribe, los hechos de 1817 y su relación con Artigas, la denuncia de la historiografía unitaria que “enseñó a odiar a Rosas” (Mitre, López, Sarmiento, Florencio Varela, Rivera Indarte), el elogio de los historiadores “que marcan el rumbo” como Julio Irazusta,(13) Mateo Magariños, Herrera, Felipe Ferreiro, Juan O’Leary, Vicuña Mackenna, Carnelli, Ernesto Quesada, José María Rosa, Aquiles Oribe, Ernesto Palacio, Manuel Fonseca, Antonio de Freitas, tratados como mojones de “la tarea académica revisionista”.
Herrera, a su vez, publicaba y republicaba con un estilo de creciente beligerancia. Se detenía en nuevos documentos y cartas, en Oribe “comandante eficiente” y “derrocado”, en el “significado de Arroyo Grande”. Las “mentiras”, insistía, venían de la escuela: “se nos enseñó al revés. “Así llovió sistemática la mentira histórica, hasta años recientes; pero en años recientes se ha pulverizado el novelón unitario y, a la fecha, brilla esplendente el limpio patriotismo […]”.(14)
A pesar de las prevenciones explícitas y recíprocas entre independientes y herreristas, Nardone y Herrera tendían sus líneas para armar un acuerdo electoral capaz de derrotar al batllismo. Algunos mensajes políticos que ponían en evidencia el cambio histórico que se avecinaba debían mantener equilibrio entre la tradición blanca y la tradición nacional; entre la revisión de la historia y la preocupación institucionalista. La nación y el partido aparecían ahora discursivamente confundidos,(15) cuando no se deslizaba francamente a la autocrítica de la nación en una fórmula cara a cualquier revisionismo:
“Habíamos constituido una especie de república en las nubes […] Ha sido preciso el desastre en ciernes para que nos dispusiéramos a tocar tierra e instalarnos otra vez en el plano de las cosas reales. Como no hay mal que por bien no venga, este doloroso despertar tendrá la virtud de curarnos de la manía degrandezas”.(16)


Huellas del peronismo, giros a la izquierda


Una parte difícil de cuantificar pero no menor de la ciudadanía uruguaya suspiró con alivio tras el derrocamiento de Perón en 1955. Si bien es cierto que el herrerismo había cultivado simpatías y amistades con el régimen argentino (Oddone 2004), nada parecía más inoportuno a los ojos de la euforia oficial uruguaya que se preciaba (con el batllismo a la cabeza) de “no ser como” la vecina orilla, de no tener aquí, en Uruguay, la articulación de oligarquía, ejército, iglesia católica, sindicatos y empresarios del gobierno que para muchos suponía el peronismo. A pesar de las diferencias, desde fines de los años cincuenta el revisionismo histórico de ambos países dará un giro a la izquierda sin alejarse por ello de los tópicos nacionales y populares; más bien diciéndose portador de su realización.
Las condiciones para esa deriva son culturales y políticas. En muchos países el nacionalismo del siglo XX portó una esencial bifrontalidad: fue autoritario y emancipador, débilmente liberal o débilmente socialista, elitista y popular. La transformación de las masas en pueblo, o –más difícilmente– en ciudadanía, demandó el formato nacional, del Estado moderno. También la política hizo lo suyo cuando la revolución cubana (y antes aun la intervención de Estados Unidos contra Guatemala) acopió adhesiones de intelectuales hacia la izquierda, o cuando el Tercerismo pareció animar personerías “propias” que obligaban a releer la nación y la historia. En Argentina los revisionistas compartieron algunos de tales entusiasmos, consagrados por la persecución militar antiperonista y por una devoción marxista que paradojalmente los dejó “dueños” del nombre de izquierda nacional. En Uruguay, el revisionismo también giró a la izquierda, aunque la franja marxista y comunista de esa formación rara vez aceptó como plausible la nueva lectura del pasado tan potencialmente apartada de la impronta iluminista. El dirigente socialista Vivian Trías, el intelectual que fue Alberto Methol, cada cual a su manera se incorporarían a la tendencia que puso en duda ahora mas oportunamente, desde la crisis imparable desatada en 1955, la viabilidad del país, la urgencia de pensarlo en otro marco, de revisar su “historia nacional” percibida como agotada.
Para que el revisionismo argentino pudiera volcarse hacia la izquierda o al menos dialogar con cierto marxismo, la figura de Rosas debía ser aplazada en la tan radical positividad circulante décadas más atrás. En todo caso, sin abandonarla, dotarl  de un perfil marcadamente alegórico (Halperin Donghi 2005: 42; Devoto 2006) y capaz de dar vida a una revisión más ambiciosa de la experiencia argentina, más popular y solo por eso, recién entonces, mas nacional.
Michael Goebel se ha aplicado recientemente al estudio de las relaciones entre el revisionismo, el nacionalismo, y el peronismo. Estos factores muestran notable covarianza que no es reconocible en Uruguay, en lo que le corresponde. Los debates del nacionalismo de izquierda están fuertemente vinculados con el peronismo y las interpretaciones del peronismo en su fase de largo exilio; los avances de la mirada revisionista de la historia son proporcionales a la cercanía o a la franca inserción en el peronismo (Goebel 2006; Rodríguez Alcalá 2001:2-27); la vinculación del marxismo con el revisionismo –agrego– que no era natural ni obvia, se conforma a partir de la interlocución con el trotskismo, una “herejía” que hacía lugar a tales combinaciones.
Pero más aun, el encuentro revisionismo, peronismo e izquierda deriva de una preocupación sistemática por entender y no dejar escapar el calor de la adhesión popular que recaudaba el peronismo perseguido. El asunto de la izquierda nacional en la Argentina expresará la obsesión por no quedar afuera de lo popular y de lo nacional, puestos en forma a partir de la secuencia peronista “completa” que tenía en su haber nada menos que el gobierno y el poder, y luego, como oportunidad épica, el desalojo violento de él. Nada similar ocurre en Uruguay, cuya izquierda toma prestadas, sin embargo, algunas definiciones revisionistas. El gobierno y el poder le fueron esquivos al nacionalismo de izquierda en cualquiera de sus versiones. No había en Uruguay un rosismo ni un peronismo (pasado remoto/pasado reciente) que aun con todas las reservas pudieran movilizar corrientes, fracciones o partidos políticos. Su influencia era más fuerte en ciertos ámbitos intelectuales y académicos pero no suponía como en Argentina una afirmación en el antiliberalismo, patrón en el que la derecha no gozaba de monopolio. Como lo observamos con Herrera, el revisionismo uruguayo prefiere amortiguar las disidencias fundacionales, llevarlas casi a la disolución.


Quijano y la izquierda nacional en Uruguay


Una izquierda nacional en Uruguay era liberal, socialista, latinoamericanista, tercerista. También era marginal en sus partidos y en las urnas, lo que le permitía cierta autonomía intelectual y cierto magisterio periodístico como el que Carlos Quijano ejerció desde Marcha (1939-1974) aunque no con el mismo predicamento en todo el periodo. Véase pues, en esa trayectoria, algo más indicativo que representativo (Caetano y Rilla 1986): Quijano fue diputado blanco e independiente en el seno de su partido; fundó la Agrupación Nacionalista Demócrata Social desde la que a pesar de magras cosechas electorales ejerció importante influencia. Se enfrentó duramente al oportunismo de Herrera pero no difirió radicalmente con él en algunas de sus definiciones revisionistas. Su inserción en el liberalismo, y antes aun, su filiación rodoniana, lo alejaban de cualquier simplismo ideológico y cultural; el socialismo y aun el marxismo ilustraron fuertemente su carrera política, pero en aguzado equilibrio con la tradición liberal. Quijano fue artiguista en el sentido más directamente revisionista (Artigas fracaso y también programa), nacionalista en un sentido cosmopolita (estar en el mundo, no en el Uruguay), tercerista y consecuentemente antimperialista (su libro sobre Nicaragua es tan solo un ejemplo). A pesar de que su semanario fue ganado finalmente por las tendencias de la izquierda revolucionaria, no vaciló –cuando era fácil hacerlo– en su preocupación por la deriva dictatorial y personalista de Cuba, o en su denuncia del infantilismo criminal de la guerrilla, al mismo tiempo que resistía con lucidez implacable al avance del autoritarismo civil y militar. Si esta fuera, la de Quijano, la versión más refinada de una izquierda que él mismo denominó nacional, no cabe concluir que ejerciera un liderazgo político capaz de encolumnar al revisionismo histórico uruguayo, o más simplemente, de abrazar íntegramente el revisionismo. Al contrario, las contribuciones a menudo ensayísticas de Carlos Real de Azúa, Vivian Trías y Alberto Methol, diferentes entre sí, no reportaban más que lejanamente en esto al magisterio de Quijano y salvo en algún caso del primero de ellos, se hicieron lugar en otros medios de izquierda.


Un fracaso político del revisionismo conservador


Una variante que se aproxima a los criterios revisionistas sin aceptarlos entodas sus implicaciones es la que se pone a luz con Benito Nardone, cuando el Ruralismo se reformula y populariza, toma como referencia a gentes y lugares de la campaña que “trabaja en silencio” mientras los grandes estancieros especulan y gastan en la ciudad capital (Jacob 1981). Es un ruralismo que reinventa lo rural, al que le suma –o fortalece– un sentido de lo telúrico y “esencial”, de apego al terruño, a la “vida sencilla y sacrificada.” El argumento no era novedoso, pero requirió de una revisión de la historia (con historiadores a su servicio) que pusiera en línea al artiguismo, la tradición rural y el ruralismo “moderno” capaz de enfrentar la claudicación de los Batlle y el progresismo urbano y disolvente.
En 1964, muerto ya Nardone, Eduardo V. Haedo ofreció un largo discurso en vísperas del centenario de la toma de Paysandú y del asesinato de Leandro Gómez, discurso que en algunos pasajes habría ofendido a Chicotazo. Es una intervención que muestra un pensamiento plenamente adherido al revisionismo histórico, por un lado, y que por otro supone una disimulada exhortación a vincular las tradiciones históricas “fundadoras del país”, blancos y colorados, para servir de muro de contención a un avance de las izquierdas: más allá de diferencias, de formas de ver la historia, había un patrimonio común a defender. El revisionismo de matriz herrerista determina en este caso una “lectura”, una periodización; hace de Paysandú un “capítulo” de una historia larga, anterior (desde Artigas) y posterior, que termina en “el crimen de Paraguay”. Pero se debía ser cauteloso y no implacable a la hora de construir un juicio histórico, tomar en cuenta toda la historiografía valiosa, también la de los “adversarios” colorados…(17)
Su antagonista colorado en la ocasión, que defraudó su expectativa de “consenso nacional”, era nada menos de Efraín González Conzi, coautor de la versión más oficial y entusiasta del batllismo (Giudici y González 1928). El senador no aceptaba que la Defensa de Paysandú fuera “confundida con la defensa de la nacionalidad” y mucho menos se rendía a una reivindicación de Rosas. Por eso no encontró mejor argumento, en 1964, que comparar al tirano Rosas con el tirano Perón.(18) Desafiado así por un colorado tradicional, Haedo retornó rápidamente al libreto revisionista de matriz argentina de José María Rosa (el imperio británico, los ferrocarriles, la apertura del Paraguay, etcétera). Leandro Gómez era “un hito en la lucha que comienza con los indios”. Paysandú no era “simplemente un acontecimiento heroico, o “romántico con algo de irracional”. Conclusión: la Defensa de Paysandú merecía integrar –para Haedo– las fiestas de la nación y no sólo de un partido, y colorados y blancos “debían” acompañar juntos esa iniciativa. Dicho de otro modo, los partidos tradicionales blanco y colorado eran a la vez, para Haedo, la garantía y la posibilidad de nacionalizar una tragedia fruto de la invasión extranjera asociada a uno de los partidos. Una memoria sólo edificante si era “lavada” de partidismo, depurada por los partidos algo amenazados en su predominio histórico.
Haedo había fracasado en su intento de hacer de la Defensa de Paysandú una gesta de carácter nacional, una zona de concordia nacional entre blancos y colorados contra cualquier amenaza foránea de los años sesenta. Ponía en evidencia que el revisionismo uruguayo estaba lejos de configurar un “sentido común” aun en tiempos en los que la Guerra Fría perforaba las disputas ideológicas y partidarias.


El Uruguay como problema y el Nexo como solución


Alberto Methol Ferré (1929-2009) se inició en la meditación filosófica y política en los tiempos inaugurales de Perón y en los epilogales de Herrera en el Uruguay. Allí están las dos “incómodas” matrices políticas de su pensamiento: el sentido integracionista de Perón (que muchos vieron como hegemonista y restaurador) y la mirada “realista” al Uruguay internacional de Herrera (vista por tantos como peligrosa deslealtad o vacilación para con las democracias occidentales en lucha contra el fascismo).
“¿Qué pasa con nosotros?” es pregunta clave de El Uruguay como problema. La respuesta es provocadoramente revisionista y neonacionalista. Fuimos tres cosas, dice: orientales, cisplatinos y uruguayos (con el sello argentino, brasileño e inglés, respectivamente) y ahora –en los 60– “estamos en el aire como hoja al viento”. Éste es el dictamen: “Que el Uruguay sea no la anulación de la Banda Oriental y la Provincia Cisplatina, sino su conjugación. Nexo y no neutralización. Es el único camino nacional latinoamericano. La Patria Grande empieza para nosotros por la Cuenca del Plata”, primer mercado para cualquier emprendimiento productivo que aspire a la universalidad.
A la luz de la propia confesión del autor (mucho más enunciada en Argentina que en el Uruguay) el peronismo de los años cincuenta parece haber marcado a fuego la concepción geopolítica que sostiene su obra. Se trata, en particular, de dos intervenciones. El anuncio que Perón hace del acuerdo abc en setiembre de 1951, en el que convoca a Brasil y Chile para la constitución de un gran mercado que logre poner a salvo el fragilísimo proceso de industrialización sustitutiva entonces en curso. La segunda impronta dejada por el general Perón en Methol fue el discurso de aquél ante los oficiales del Ejército en 1953, cuando se perfilaba una alianza argentino-brasileña que, si bien fue impugnada y llevada al fracaso, resultó claramente prefiguradora del eje de la única integración viable de la Cuenca del Plata (Paradiso 2002: 565-572).
Estas coordenadas devinieron decisivas para una reconsideración más aguda del lugar y la función del Uruguay en la región: la de nexo. Quien aspire a seguir de cerca esa trayectoria habrá de consultar dos fuentes de notable expresividad: la revista Nexo, que dirigió en su primera época junto a Reyes Abadie (historiador del artiguismo) y Roberto Ares Pons, y las contribuciones de varios de sus contemporáneos en la Tribuna Universitaria, la gran revista de la antigua feuu (Rilla 1999, Restán 2010).
“A dónde va el Uruguay. Reflexiones a través de un nuevo ruralismo”,(19) fue el avance más explícito de algunos fundamentos de El Uruguay como problema. Había en aquel texto escrito en octubre de 1958 en la víspera de una elección crucial, inconformismo, reclamo orteguiano de conciencia histórica, recusación al tradicionalismo, sentido rodoniano de pertenencia generacional. Tras ello, una explicación del Ruralismo de Nardone como tradición disponible, movilizable. En 1959 Methol Ferré –amigo cercano y alumno confeso de Arturo Jauretche– dio forma consolidada a ese tramo reflexivo con La crisis del Uruguay y el Imperio Británico, libro editado por Peña Lillo en Buenos Aires.
Los años sesenta parecían avalar el rumbo de las reflexiones de Methol, las que mantuvieron consecuencia con la matriz herrerista pero se orientaron claramente a su “trascendencia” a través de una opción decidida por el libreto de la integración platense como única posibilidad enaltecedora para el Uruguay. Hay sí un salto histórico que media entre la primera y la segunda edición de El Uruguay como problema: 1967 es la bisagra de la ilusión-desilusión con el mandato de Gestido; 1971 es el arranque formal de la ilusión frenteamplista, en convivencia y tensión con la insurgencia de los tupamaros.(20) Tuvo pues, aunque oblicuamente, su giro a la izquierda: pasó por Herrera y su revisionismo, pero lo trascendió por su percepción del agotamiento de la “experiencia uruguaya”, solo rescatable desde la integración regional. Pasó por Argentina.


Unidad y diversidad del revisionismo


Fernando Devoto traza un mapa persuasivo cuando enmarca el revisionismo argentino de los años treinta en tiempos mundiales de auge del fascismo y marginalidad del marxismo, y lo contrapone al de los sesenta cuando la situación es la inversa (Devoto 2004, Tortorella 2008).
El derrocamiento de Perón en 1955 y la estela de la revolución cubana parecen decisivos en la variación de coordenadas. Puiggrós y Ramos desplegarían una argumentación que pretendía recusar tanto a la izquierda tradicional como a la creciente influencia de la sociología germaniana (apolítica, anodina, avalórica), que interpretaba la crisis argentina en relación a la teoría de la modernización y más ampliamente, a la luz de los diálogos y tensiones entre las ciencias sociales.(21) El favor que el revisionismo comenzó a gozar del general Perón hacia 1957(22) dejó la puerta abierta para que la izquierda nacional se hiciera un lugar crecientemente cómodo en el movimiento, más cómodo cuanto más sufriera el extrañamiento del poder y lograra entonces ofrecerse como una contracultura. Los avances del revisionismo en la década siguiente guardan relación directa con su “inserción en el peronismo” (Goebel 2004, Cattaruzza 2003), son posicionales. No era la clase social, ni la radicación territorial, ni la marca generacional lo que integraba consistentemente al revisionismo y la izquierda nacional; no era una teoría de la cual deducir un rumbo. Era, si bien se mira, una coyuntura política marcada por el doble juego del desplazamiento del poder y la incorporación a un poder desplazado.
Ningún éxito político, cultural, generacional exoneraba al revisionismo asociado a la izquierda nacional de los cargos técnicos, metodológicos, teóricos, historiográficos al fin y al cabo, formulados desde la historiografía académica autopercibida como erudita. Así, una y otra vez sería impugnada la corriente revisionista por manipular los objetos de presunto estudio en beneficio de urgencias presentistas (el rosismo deviene forzadamente fundador de antimperialismo e independencia económica), o por no esmerarse en la producción minuciosa y monográfica, en el trabajo de archivo y en la ampliación del arco de lecturas de referencia, o –lo que lo situaba afuera de la historiografía– por instalarse en “puro discurrir político” y “meditación decadentista”, alegórica (Tulio Halperin 1994:26-7). Si se elevara la exigencia reclamando a la corriente cierta dosis de unidad o coherencia interna, Devoto nos recuerda las dificultades para lograrla ya por el hecho de que no todos los revisionistas eran peronistas, (como el apreciado en Uruguay Julio Irazusta), ni rosistas (como el marxista Puiggrós, finalmente peronista y fallecido en La Habana en 1980). Si bien todos se declaraban antiimperialistas –agrego– es claro que dicho apelativo los trascendía y mucho. Más allá de una retórica filosófico histórica en el caso de los marxistas, ni Marx, Engels, o Trotski podían esconder la pobreza de los instrumentos para comprender una sociedad tan crecientemente compleja. (Devoto 2004).
Desde el Uruguay, en la revista Nexo, Methol ensayó una justificación no exenta de reservas de esta conexión entre marxismo y revisionismo. Entendía la obra de Jorge A. Ramos como el cumplimiento de una misión destinada a restaurar la “tradición trunca del nacionalismo democrático revolucionario”, tradición nacida de la frustración y la derrota del federalismo caudillista. La interpretación no sería novedosa si le restáramos a ella la razón por la cual Methol pretendía comprender el uso del trotskismo en la visión de Ramos. El socialismo inaugural de Justo (23) o de Frugoni había fracasado por su ajenidad cosmopolita en la comprensión del fenómeno imperialista, escamoteado por la perspectiva reformista propia de los partidos radicales a la europea, “protesta de la cultura burguesa contra la civilización capitalista”.(24) También supondría fracaso la secuencia instaurada por Lenin y los partidos comunistas, doblemente supeditados a Moscú y a Washington en la lucha contra el fascismo e ineptos luego, con Stalin, para entender cualquier resistencia nacional puesta a raya en beneficio de la bipolaridad de la posguerra. León Trotski quedaba entonces “disponible”, en la medida que se lo entendiera –dudosamente agrego– como quien hacía “lícita” y “científica” la vinculación entre nacionalismo y socialismo, solo posible en las “naciones oprimidas” en las que podría consagrarse el legado original de Lenin, liberado de cualquier “interferencia táctica”. Difícilmente hallara Ramos justificación más cómoda para sus imposturas, por más que Methol –que no era marxista– le imputara finalmente errores de diagnóstico y perspectiva.


El revisionismo, conciencia de la historia universal y regional


Le quedaba todavía al Uruguay algún giro revisionista que si no conducía mecánicamente a la izquierda le supondría a esta un ensanchamiento de su perspectiva. Buena parte de los escritores ensayistas de los primeros sesentas están íntegramente perturbados por la crisis uruguaya a la que pretenden apreciar en su profundidad. Derivaron a menudo hacia la cuestión de la modernidad y sus costos, la revalorización de la tradición sin quedar atrapados en la senda conservadora, en la nación como proyecto inconcluso. Carlos Real de Azúa fue probablemente el más culto de todos los ensayistas de los sesenta, frecuentador de temáticas diversas y de inigualada voracidad crítica. En los años cuarenta volvió desencantado de España pero lo suficientemente esclarecido como para afirmarse en la tradición liberal sin aceptar ciegamente algunos de sus supuestos iluministas.(25) Se plantó frente a la modernidad, estudió a fondo a la “clase dirigente” patricia,(26) se interesó por el Tercerismo, y más extensamente en las relaciones internacionales de un país como Uruguay (cultivando así un tópico nacionalista y herrerista). Estudió al batllismo en un ensayo brillante, desmedido en su pasión imputativa, demoledor, sabiendo que acometía una forma de entender un movimiento político, pero más aun de rumiar al Uruguay y subrayar las insuficiencias escondidas en su “ethos satisfecho” (Real de Azúa 1964, Rilla 2009).
Estas disposiciones no podían sino emparentar a Real de Azúa con el revisionismo histórico y con el nacionalismo, aun cuando sus puntos de partida fueran más amplios, cautos o ilustrados, más cosmopolitas que los de cualquiera, más exigente al fin y al cabo. Capaz, incluso, de tomar en serio las insuficiencias del revisionismo realmente existente. En la base de su argumento reposa la convicción de que la única forma de hacer historia universal es la revisionista, y en espejo, que la única proyección que hace verosímil y plausible un revisionismo es la de la historia universal.
El texto menos crítico o distante y más embanderado de Real de Azúa sobre el revisionismo se publicó en 1962 en Nuevas Bases,(27) órgano de una izquierda socialista-nacionalista (blanca) organizada a comienzos de la década del sesenta, y de paupérrimo desempeño electoral. Reconocía al revisionismo como “la corriente más caudalosa de la literatura historiográfica en el Río de la Plata”, signada además por el éxito de público a pesar de las censuras, sutiles y no. Quienes conozcan toda la producción de Real habrán de reconocer que la critica a la historiografía tradicional (localista-parroquial, mitrista, colorado-civilizada, política y parcializada, ciega al contexto global, etc.) sería más tarde transferida, in totum, a sus inventarios intelectuales, trascendiendo al revisionismo. Pero el énfasis estaba puesto, en aquel año 1962, en la idea de que el revisionismo era hijo de la insatisfacción:

“La crisis de las naciones hispanoamericanas en el torbellino de las dos guerras mundiales y en lo que como rioplatenses más nos toca, el reemplazo del imperialismo inglés por el norteamericano, ha suscitado en nuestros países una literatura de introspección nacional, una ensayística de balance y hasta de masoquismo que tenía que enfrentar, en todo lo que representa un móvil auténtico, las vigencias establecidas sobre nuestro pasado”.

Solo una perspectiva desprejuiciada como la de Real de Azúa podía presentar un hilo conductor, un fondo común de insatisfacción en autores como José Luis Romero (el de la Historia de las ideas políticas de la Argentina…) y el dirigente e intelectual socialista Vivian Trías que se ocupaba entonces de las montoneras y el Imperio. Unidos para Real en la enérgica decisión intelectual de pensar a estos países en el concierto mundial: la historiografía revisionista será universal o no será.
El segundo señalador revisionista es la atención puesta o demandada a la economía y a las clases sociales, en los grados de condicionamiento o determinación que los encuadres filosóficos pretendan, pero de cualquier modo inesquivables. El más importante, empero, la clave de bóveda, es “el imperialismo” que a juicio de Real es fruto de una conciencia universal e histórica, algo mucho más profundo que una invasión, o un atropello de los tantos habidos en los países del Plata y mostrados ciegamente por “la historiografía nacional”:

“[…] saber lo que es el imperialismo, vale por la posesión de una clave insustituible si se han de explicar fenómenos como el político de la tan mentada –y tan cierta– “balcanización”, que rompió grandes unidades históricas en pequeños fragmentos; si hay que explicar fenómenos como el económico del “monocultivo”, que mediatizó el crecimiento de nuestras economías en su función de complementarias de las economías imperiales; si hay que explicar fenómenos, como el social de la promoción de una clase intermediaria de gerentes y gestores; si hay que explicar fenómenos como el cultural, de una cultura presuntamente universal y desdeñosa de las realidades, valores y tradiciones circundantes”.(28)


Finalmente, Vivián Trías (1922-1980) es uno de los iniciadores “por izquierda” del revisionismo histórico uruguayo. En otro lugar he intentado desarrollar esta idea con algunos respaldos documentales (Rilla 2008:412-20). Trías escribió historia y usó la historia para afirmar una idea del socialismo nacional. En una primera etapa lo hizo con bastante apego a los cánones tradicionales que conectaban el marxismo con una visión clásica de la historia que apenas exoneraba al batllismo como superación del “feudalismo criollo”. Pero en la década del 60 giró fuertemente hacia el revisionismo, marcado por la impronta de Jorge Abelardo Ramos. Escribía sobre la revolución frustrada de la Patria Grande, la lucha de Artigas y el artiguismo en una clave clasista que se replicaba hasta el presente; contra los intelectuales rutinarios salía al “rescate de los caudillos” y a una comprensión más profunda de la tierra purpúrea y el siglo xix.


Cotejo 3: recapitulación


El juicio a la política nacional desde la izquierda distaba de ser un resultado casual en ambos países. Los comunistas uruguayos y los socialistas hasta el mismo Trías pre-revisionista, interpretaron la política reformista de Batlle como relativamente avanzada –por burguesa– aunque condenada a la insuficiencia histórica que sólo ellos podían compensar “científicamente”. Entretanto, la estrategia adecuada debía suponer comprensión no solo de “la etapa” por la que se transitaba, sino de la adhesión que el reformismo provocaba en “las masas” (Pintos 1938). Hubo pues una relativa sintonía entre el balance que el comunismo uruguayo hiciera de Batlle, por ejemplo, y el que el Partido Comunista argentino tendiera sobre el radicalismo de Yrigoyen o –en tiempos de Codovilla– de Lisandro de la Torre (si bien es cierto que el rosarino se había acercado explícitamente al comunismo, como jamás lo haría Batlle). En todo caso, el salto de los marxistas argentinos a la izquierda nacional supondría la quiebra de esa pauta etapista, la recusación de la visión manipulada de Lisandro en la pluma (tardía) de Rodolfo Puiggrós, de Jorge A. Ramos y más tarde de Hernández Arregui (Ghiretti 2008, Tortorella,(29) quienes verían en el peronismo la oportunidad para la realización de sus planes y para “comprender” la historia pos-Caseros integrando a ella todos los motivos populares y nacionales. Ramos condensa esta quiebra de un modo tan simple como expresivo:

 “Las masas populares nucleadas después de Rosas en el alsinismo bonaerense y luego en el autonomismo nacional roquista, se ensamblaron más tarde con el yrigoyensimo, síntesis de la inmigración y el criollaje, para transferirse luego al torrente peronista del 45. Discutir a esta altura de las circunstancias el carácter popular del peronismo y sus vinculaciones históricas con el yrigoyenismo es cosa que solo puede ocurrírsele al charlatanismo radical(30).”

  ***

Las posibilidades de una comprensión comparada del modo como el triángulo nacionalismo, revisionismo e izquierda se acondicionó en ambos lados del Plata son muchas, diversas y harto problemáticas. Pero para salvar las cuestiones de escala que tanto pesan en un cotejo argentino uruguayo deben tenerse en cuenta las relaciones mismas ocurridas adentro de las historias sucedidas y a la postre revisadas. Así, Caseros no es en modo alguno equivalente a la Paz de Octubre de 1851. En ambos casos hubo derrota de unos y victoria de otros, pero lo que en Argentina fue una controversia por la nación, en Uruguay, mucho más vulnerable en tal sentido, la contienda tomó una forma partidaria potencialmente republicana. El revisionismo argentino, a la derecha y a la izquierda, discutió la nación a la que pretendió vengar. El uruguayo nació en el seno del sistema de partidos, como relato del vencido-opositor alternativo al vencedor-gobierno, identificado con el Estado. La guerra mundial culminada en 1945 ambientó otro lote de diferencias relevantes: encendió una pasión aliadófila en Uruguay que amortiguó desde los partidos políticos los impactos más comprometedores del nacionalismo de entonces, mientras que en Argentina, desde una neutralidad insostenible –ha escrito Tulio Halperin– y con otra escala geopolítica el nacionalismo se desplazó cómodamente hacia los registros antiliberales, apetecibles al fin y al cabo en la derecha e izquierda del espectro político.
La posición revisionista fue una cuando sus portadores tuvieron historia de gobierno y poder y otra cuando nunca llegaron a ocuparlo plenamente. La secuencia rosismo-peronismo y su vinculación con “las masas”, es una experiencia de poder y contrapoder, y ofrece un hogar atractivo para a la izquierda argentina con pretensión nacional. El poder es experiencia ajena al revisionismo uruguayo; cuando su enfoque se volcó a la izquierda, argentinzándose, debió postergar por más de treinta años la ocupación del terreno de gobierno.
República y Nación son aquí apelativos que remiten a formas más características de la asociación política en Uruguay y Argentina, respectivamente. No son irreductibles ni contradictorias, sino que expresan un énfasis que luego condiciona la relación con el pasado. Su re significación se organiza en Uruguay desde adentro del sistema de partidos, para entroncar más tarde con la vertiente nacionalista de izquierda acuñada en la Argentina. La debilidad del sistema de partidos encontró allí su “compensación” en la fuerza de los movimientos, mucho más idóneos para alojar la cuestión nacional y dialogar con las reconsideraciones que al respecto hiciera el marxismo desde la segunda posguerra.
Finalmente, las relaciones entre la investigación académica y el discurrir revisionista fueron y son de una naturaleza bien distinta. En Argentina son mundos paralelos, irreconciliables, que solo refieren al otro en términos descalificatorios. En Uruguay, el juego es más gradual, el conflicto más mediado. La historiografía académica tomó nota del ensayo revisionista, que le permitió escapar de algunas rigideces a las que obligaba la historia tradicional y alojar en su agenda algunos temas de la izquierda.


® Artículo recibido el 30 de agosto de 2010 y aceptado para su publicación el 03 de octubre de 2010


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* Una primera versión de este texto fue preparado para presentar en el Congreso 2009 de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, LASA Río de Janeiro, Brasil. Agradezco los comentarios de Michael Goebel.

** Doctor en Historia, UNLP, investigador ANII, Universidad de la República (FCS) y CLAEH, Uruguay. mailto: joserilla@gmail.com


1 Me aparto conscientemente aunque no del todo, creo, de las recomendaciones de Marc Bloch (1928) para emprender comparaciones históricas (“cierta similitud y contemporaneidad de los objetos”). Ver también: Trebitsch, Michel –Granjon, M.Chirstine (1999: 61-77).


2 La paternidad de la denominación izquierda nacional en Argentina merece todavía debates. No hace mucho Jorge A. Ramos impugnaba la apropiación del término por parte de Juan J. Hernández Arregui. A juicio del primero, la autoría es suya, de 1955, en el periódico Lucha Obrera. ¨Conversación inconclusa con Jorge A. Ramos” por Jorge Raventos, agosto de 2006. Doc. 059 en http://www.aberlardoramos.com.ar .

3 He aquí el reproche de Jauretche bien sintetizado: “el nacionalismo de ustedes se parece al amor del hijo junto a la tumba del padre; el nuestro se parece al amor del padre junto a la cuna del hijo, y ésa es la sustancial diferencia. Para ustedes la Nación de realizó y fue derogada; pasa nosotros sigue todavía naciendo” Cit. En. Svampa (2006: 224).

4 Algunos pasajes que siguen toman en cuenta dicho antecedente.

5 Tan tarde como en 1958, Tulio Halperin Donghi registra todavía las “atrocidades” de Oribe, que habían dejado “un recuerdo aun no borrado”. Véase el formidable prólogo a Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América de Domingo F. Sarmiento, México, 1958, p. XIII. En su reciente libro de memorias Halperin (2008: 105-6) recuerda haber descubierto a otro Rosas a través de la lectura del diario blanco El País, mientras pasaba sus vacaciones familiares en Punta del Este en el verano de 1940.

6 Aquiles Oribe es una figura importante entre los que desde 1928-1930 prepararon el camino a un abordaje más documentado de la historia nacional y del Partido Nacional. Años más tarde escribió dos volúmenes sobre Manuel Oribe y tres sobre el Cerrito, entre otras obras.

7 Washington Beltrán: En la Constituyente. (Discursos e informes), Montevideo, Barreiro y Ramos, 1918; Martín C. Martínez: Ante la nueva Constitución, Montevideo, El Siglo Ilustrado, 1918.

8 Laura Reali observa una modalidad “francamente revisionista” en este corpus. Ver “La ley de Monumento a Manuel Oribe ¿triunfo revisionista?” En Devoto-Pagani (2004: 49)

9 Una argumentación más serena y fundamentada de Haedo puede leerse en En defensa de la soberanía, editado por el Directorio del Partido Nacional en 1946.

10 El Debate, Montevideo, 12 de noviembre de 1952, p. 2: “Y cae la encina el 12 de noviembre de 1857. El atleta de la Primera y También Segunda Independencia. Don Manuel Oribe”. El Debate, Montevideo, 22 de julio de 1955, p. 8: “La extraordinaria ceremonia cívica de hoy. En conmemoración del 82 aniversario del natalicio el Dr. Herrera”; 23 de julio de 1955, p. 4: “Día de congratulación y día de voto, fue el de ayer. Acudió una verdadera muchedumbre a saludar al Gran
Patricio”; ibídem: “Celebración del natalicio del Doctor Herrera Transmitido por Radio Rural.

11 El Debate, Montevideo, 20 de marzo de 1948, p. 3: “Los Manuales de Historia”.
 
12 El Debate, Montevideo, 25 de febrero de 1958, p. 3: “El batllismo y la enseñanza”.

13 Fernando Devoto ha reparado en el hecho de que J. Irazusta pasaba bien las pruebas de mínima solvencia profesional y la sobriedad. Julio Stortini, recuerda que Irazusta negaba carácter democrático al rosisimo, lo que hacía su enfoque de mucho mayor recibo en Uruguay (Devoto 2006:23, 108, 177).
 
14 El Debate, Montevideo, 10 de febrero de 1958, p. 3; 17 de febrero de 1958, p.
3; 28 de febrero de 1958, p. 3.
 
15 El Debate, Montevideo, 11 de febrero de 1958, p. 10: “No confundir nación con partido”.

16 El Debate, Montevideo, 16 de febrero de 1958, p. 2: “Sueños inocentes y la “mano ruda”, por Javier Sanabria.

17 Ver Eduardo Víctor Haedo: “En el centenario de la muerte de Leandro Gómez”, Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores, sesiones del 19 y 20 de noviembre de 1964, en Haedo (1996, 2:147-148).

18 Haedo, op. cit., pp. 187-189.

19 Alberto Methol Ferré: “A dónde va el Uruguay. Reflexiones a través de un nuevo ruralismo”, en Tribuna Universitaria, n.o 6-7, Montevideo, noviembre de 1958, pp. 136-173.

20 La segunda edición (Banda Oriental, 1971) incluyó un epílogo con esa datación y urgencia, en medio de la “quiebra de la concordia nacional”. Su acercamiento al fenómeno de los tupamaros fue entonces lateral pero menos tajante que el que Methol había hecho, de modo severo y concluyente, en 1967, cuando desde la revista Víspera, publicó “La revolución verde oliva, Debray y la olas” (Montevideo, n.o 3, pp. 17-39). Ver también el n.o 4, donde escribió “Guevara, el drama político de la voluntad” (Montevideo, enero de 1968, pp. 8-10). Para una visión desde la relación intelectuales e izquierda ver Gregory (2009: 139-41).

21 La requisitoria y más violenta y tosca que conozco es la de Juan José Hernández Arregui, a quien pertenecen los adjetivos. Ver: Nacionalismo y liberación, Metrópolis y colonia en la era del Imperialismo, Ediciones HACHEA, Buenos Aires 1969, pp. 188 a 222, especialmente en los apartados dedicados a la universidad, los intelectuales, la clase media y el colonialismo que a su criterio los animaba.

22 El libro que marca la inflexión es Juan D. Perón: Los vendepatria: las pruebas de una traición, Buenos Aires, Liberación, 1958 (cit. En Goebel, 2004).

23 Ramos (1957: 290-296).

24 Alberto Methol Ferré (1957. 39 y ss.).

25 Carlos Real de Azúa, Carlos (1943).

26 Carlos Real de Azúa (1961). En una carta de A. Ramos a Real de Azúa le escribía felicitándolo: “dices cosas tremendas que habrían sido inconcebibles e inexpresables en el Uruguay de hace pocos años”. La carta, sin fecha, figura en el portal http://www.abelardoramos.com.ar

27 Carlos Real de Azúa, “El revisionismo y sus enemigos”, en Nuevas Bases, Montevideo, agosto de 1962, N°5, p. 4.

28 Carlos Real de Azúa, “El Revisionismo Histórico” en Nuevas Bases, Montevideo, Setiembre de 1962, N°6, p.5.

29 Sobre el peronismo como “ruta de emancipación” y el derrocamiento del 55 como “vuelta al coloniaje” Hernández Arregui (1969: 22, 275).

30 [Jorge A. Ramos responde] en Las Izquierdas en el proceso político argentino, reportaje preparado por Carlos Strasser, Buenos Aires, Palestra, 1959, p. 202.



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