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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.19 no.1 Montevideo ene. 2010

 

CULTURA Y POLÍTICA COMPARADA*

Culture in Comparative Political AnalysisMarc Howard Ross**

Resumen. Este capítulo argumenta que la cultura es importante para el estudio de la política porque provee de un marco para organizar los mundos cotidianos de las personas localizándose a sí mismos y a los otros en ellos (dando cuenta de las acciones e interpretando las motivaciones de otros), para aterrizar los análisis de intereses, para vincular las identidades con las acciones políticas y para predisponer a individuos y grupos a favor de algunas acciones y en contra de otras. La cultura hace todo esto organizando los significados y los procesos de construcción de significados, definiendo la identidad política y social de las personas, estructurando acciones colectivas e imponiendo un orden normativo en la política y la vida social. 

Palabras clave: Cultura; Política Comparada; identidades políticas; interpretaciones; narraciones. 

Abstract. This chapter argues that culture is important to the study of politics because it provides a framework for organizing people’s daily worlds, locating the self and others in them, making sense of the actions and interpreting the motives of others, for grounding an analysis of interests, for linking identities to political action, and for predisposing people and groups toward some actions and away from others. Culture does these things by organizing meanings and meaning-making, defining social and political identity, structuring collective actions, and imposing a normative order on politics and social life.

Key Words: Culture; Comparative Politics; political identities; interpretations; narratives.

Introducción. 

 

Este capítulo argumenta que la cultura es importante para el estudio de la política porque provee de un marco para organizar los mundos cotidianos de las personas localizándose a sí mismos y a los otros en ellos (dando cuenta de las acciones e interpretando las motivaciones de otros), para aterrizar los análisis de intereses, para vincular las identidades con las acciones políticas y para predisponer a individuos y grupos a favor de algunas acciones y en contra de otras. La cultura hace todo esto organizando los significados y los procesos de construcción de significados, definiendo la identidad política y social de las personas, estructurando acciones colectivas e imponiendo un orden normativo en la política y la vida social.
Para examinar cómo opera la cultura, debemos aproximarnos a ella a través de relatos, formales e informales, verbales y no-verbales sobre los mundos políticos y sociales que comparten aquellas personas que son partes de una cultura. Sin embargo, antes de discutir sobre la cultura como una perspectiva útil y poco utilizada para el análisis político comparativo, es necesario realizar tres advertencias. En primer lugar, para ser una herramienta útil, la cultura no puede ser definida de manera tan amplia que incluya a todos los comportamientos, valores e instituciones, no sea que el concepto pierda los rasgos distintivos que lo caracterizan y por tanto toda su capacidad explicativa. En segundo término, las culturas no son unidades formales con límites claramente definidos y tarjetas de socio para sus miembros; tampoco están totalmente integradas internamente ni son, por ende, perfectamente consistentes. Sus límites, integración y coherencia son sujetos regularmente a disputas. En tercer lugar, los efectos de la cultura en la acción colectiva y en la vida política son generalmente indirectos. Para poder apreciar el papel de la cultura en la vida política es necesario interrogarse sobre cómo la cultura interactúa, forma y es formada por los intereses y las instituciones(1). 
No debería sorprender que los análisis culturales en el estudio político comparativo, tomen muchas formas, porque, a diferencia de la teoría de la elección racional (rational choice) o el institucionalismo, los enfoques culturales son menos claros acerca de cuáles son las arenas de políticas más importantes de estudiar y de cuáles son los tipos de explicaciones que se pueden ofrecer. Hay, asimismo, menos consenso respecto a los métodos y herramientas a emplear. Lichbach (Nota del Editor: en Lichbach y Zuckerman 2009) distingue entre las perspectivas subjetivas e intersubjetivas de la cultura: la perspectiva subjetiva pone énfasis en como los individuos internalizan los valores individuales y actitudes que se vuelven el objeto de estudio, mientras que el enfoque intersubjetivo se concentra en los significados e identidades compartidas que constituyen la parte simbólica, expresiva e interpretativa de la vida social (Green 2002: 9; Klotz y Lynch 2007: 7–9). Mi posición es a favor de los méritos de un entendimiento posmoderno intersubjetivo de la cultura (con atención a los elementos subjetivos de la misma) y en contra de ver a la cultura como uno o varios rasgos y valores distintivos descomponibles en rasgos y valores a nivel individual. Esta visión fuerte de la cultura, sin negar sus complejidades, es completamente compatible con la creencia que la comparación es central para la empresa de la ciencia social. Al postular este argumento, es importante situar los trabajos recientes en la materia, en torno a las preguntas cruciales de la política abordados por el enfoque cultural. De todos modos, este capítulo no es una reseña, y hay muchos estudios adicionales que serían incluidos si el objetivo fuera realizar una revisión bibliográfica de la materia. En cambio, este capítulo me ofrece la oportunidad de elaborar un argumento acerca de lo que cuál podría ser la contribución del enfoque cultural al estudio político comparativo. Como punto de partida, cabe mencionar que, en 1997, propuse que el aporte cultural al estudio político comparativo era más bien escaso y mostraba un nivel de desarrollo sensiblemente menor que el enfoque institucional o de la elección racional. Esto no es tan cierto ahora como entonces, en la medida que académicos y estudiantes graduados toman la cultura mucho más en serio que antes, aunque me preocupa que, en muchos casos, la incorporación de variables culturales se hace de manera superficial.
En vez de reiterar mucho de los puntos señalados en la versión anterior de este trabajo (Ross 1997), pongo énfasis en los desarrollos que ha habido en la materia desde entonces, y expongo en detalle partes que, en aquel argumento, no había podido desarrollar. Más específicamente me detengo en el papel central de los relatos en los análisis culturales, en el poder de las expresiones culturales y representaciones en los conflictos basados en la identidad, y en las diferencias y puntos de convergencia entre los marcos interpretativos institucionales, culturales y de la elección racional. 
La mayoría de los cientistas políticos no se encuentran cómodos con el concepto de cultura (Norton 2004). Para muchos, la cultura complica el tema de la evidencia, transformando la esperanza de un análisis riguroso en relatos "just-so" que no cumplen los requisitos de una explicación científica (King, Keohane y Verba 1994: 109-110). La cultura viola los cánones del individualismo metodológico a la vez que evidencia serios problemas de unidad de análisis para los cuales no hay respuestas fáciles. Para muchos, neo marxistas y no marxistas, la cultura parece ser un epifenómeno que ofrece un discurso para la movilización política y el planteo de demandas, mientras que oculta serias diferencias que separan a los grupos e individuos. Además, los análisis culturales despiertan interrogantes acerca de los mecanismos a través de los cuales la cultura conforma la política, y desafían supuestos muy extendidos sobre la importancia casual de intereses y estructuras. Cada uno de estos potenciales problemas son tratados en este capítulo y, si bien no afirmo que no sean importantes, no son a mi juicio, lo suficientemente problemáticos como para descartar de plano el análisis cultural. Al mismo tiempo, quiero dejar en claro desde el comienzo que mi argumento respecto a que la cultura puede iluminar las dinámicas políticas a niveles micro y macro, y aportar mecanismos explicativos que no son revelados por el institucionalismo o la teoría de la elección racional, no implica que la cultura importa siempre o que importe necesariamente más que otros factores. Si realmente importa, y de qué manera concreta, es a menudo una función del contexto y la estructura (Posner 2004).(2) Decir que la cultura importa no equivale a decir que las diferencias culturales son importantes; en cambio, supone reconocer que las personas en ocasiones se movilizan en torno a diferencias, grandes y pequeñas, aunque estas diferencias no sean la fuente del conflicto. Por un lado, los conflictos a la interna de una cultura dada son, frecuentemente, los más agudos de todos, mientras que hay innumerables casos en que grupos culturalmente diferentes viven juntos pacíficamente por largos períodos de tiempo (Horowitz 1985: 113-124). En vez de pensar que las culturas y las diferencias culturales son la causa de los conflictos (Eller 1999; Posner 2004), debemos ver a las culturas como las lentes a través de las cuales se refractan las causas de conflicto y movilización política (Avruch y Black 1993: 133-134). 
Los análisis culturales de la política desafían la preferencia predominante por el individualismo metodológico y toman en serio la crítica posmoderna a los modelos conductistas para el análisis de la política, ofreciendo una explicación de la política rica intersubjetivamente, que da importancia a la manera en que las personas entienden la acción política y social (Merelman 1991). En el análisis cultural, por ejemplo, los intereses están definidos de manera intersubjetiva y contextual, y las estrategias utilizadas para perseguir estos fines son entendidas como dependientes del contexto. Los relatos, –las historias, si se prefiere–, que utilizan los individuos para dar cuenta de sus mundos políticos y sociales, están basados en las interpretaciones de pueblos y grupos, en sus motivaciones y en los eventos que han experimentado, y son, por tanto, centrales para el análisis cultural(3). 
Aquí utilizo los relatos e interpretaciones compartidos –visiones del mundo­principalmente para referirme a los significados intersubjetivos de los actores, pero también son formas en que los observadores de las ciencias sociales utilizan para comunicar su entendimiento de los eventos a otros (Green 2002: 6; Klotz y Lynch 2007: 12-13; Taylor 1985). Los relatos e interpretaciones sirven a la vez como mecanismos para conectar pensamiento y acción, y como importantes herramientas metodológicas.(4) Adicionalmente, los culturalistas prestan atención a las expresiones culturales simbólicas y rituales, a las representaciones en la vida cotidiana, ocasiones especiales y momentos extraordinarios, para estudiar las conexiones entre los sistemas de significados, la estructura e intensidad de la identidad cultural, y la acción política. 
Este capítulo tiene cuatro partes. La primera discute el concepto de cultura como significado compartido y construcción de significados, e identifica cinco contribuciones que el análisis cultural ha hecho al campo del estudio político comparativo: (1) enmarcar un contexto en el cual ocurre la política; (2) conectar las identidades individuales y colectivas; (3) definir límites entre grupos y acciones organizativas a la interna y entre ellos; (4) ofrecer un marco para interpretar las acciones y motivos de otros; y (5) proveer recursos para la organización política y la motivación. La segunda parte explica la importancia de los relatos e interpretaciones como una manera de vincular los detalles ricos contextualmente que se encuentran en los entornos políticos particulares (ya sean países o pequeñas comunidades) para el estudio comparado del comportamiento colectivo, tales como los conflictos étnicos o nacionales. La tercera parte considera cinco críticas al estudio cultural de la política: (1) los problemas de unidad de análisis; (2) el problema de la variación a la interna de las culturas; (3) la dificultad de distinguir cultura de organización social o política; (4) la naturaleza estática de la cultura y su falta de capacidad para explicar el cambio político; y (5) la necesidad de identificar los mecanismos subyacentes que sugieren "cómo funciona la cultura". En cuarta parte, a modo de conclusión, se exploran algunas compatibilidades e incompatibilidades entre los análisis culturales, los institucionalistas y los basados en la teoría de la elección racional. Se concluye que la cultura que, frecuentemente, es ignorada como parte de la vida política, puede enriquecer nuestra conceptualización de áreas como la economía política, los movimientos sociales y las instituciones políticas, complementando los descubrimientos derivados de otros enfoques.

1. La cultura y el análisis cultural de la política

La cultura, un concepto central en la antropología, ha sido definida en una variedad de formas: como organización social, valores centrales, creencias específicas, acción social o forma de vida (Kroeber y Kluckholm 1952). La mayoría de los análisis contemporáneos comienzan, como también lo hago yo aquí, con la definición de Geertz según la cual la cultura es "una trama de significación históricamente transmitida encarnada en símbolos, un sistema de concepciones heredadas expresadas en formas simbólicas a través de las cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y actitudes sobre la vida (1973c:89)".(5) Este enfoque pone énfasis en la cultura como "tramas de significación", que son significados públicos y compartidos, y no una colección de rasgos discretos cuya integración se supone; los comportamientos, las instituciones y la estructura social son entendidos entonces no como la cultura en sí misma, sino como fenómenos culturalmente constituidos (Spiro 1984). Aronoff escribe que "Los enfoques tradicionales definen a la cultura política en términos de actitudes y valores, mientras que los enfoques más contemporáneos ven la cultura como escenarios y discursos" (2001: 11643).(6)
La cultura, desde esta perspectiva, es una cosmovisión que contiene guiones específicos que matrizan cómo y por qué los grupos se comportan de la manera que lo hacen. Este marco incluye tanato aspectos cognitivos como afectivos de la realidad social, y supuestos acerca de cuándo, dónde y cómo tenderán a actuar concretamente las personas en una u otra cultura (Berger 1995; Chabal y Daloz 2006; Schweder y LeVine 1984). A propósito del análisis político, quiero remarcar que los entendimientos compartidos se encuentran entre la gente que posee una identidad en común (y casi invariablemente nominada) que los distingue de los otros. La cultura, en breve, marca aquello que las personas experimentan como un modo de vida distintivo, caracterizado en los sentimientos subjetivos de un "nosotros" de los miembros del grupo cultural (y de aquellos ajenos a éste) y se expresa a través de comportamientos específicos (costumbres y rituales) –ya sean sagrados o profanos– que marcan los ciclos vitales diarios, anuales y cotidianos de sus miembros (Berger 1995). Los símbolos culturales, metáforas y relatos tienen significados cognitivos que describen experiencias grupales, alta relevancia afectiva que resalta vínculos intragrupales únicos, que separan la experiencia de un grupo con respecto de los demás, y guiones para la acción directa. Las personas apelan a ellos para explicar el pasado, interpretar el presente y evaluar acciones futuras.
La existencia de acuerdos entre individuos que participan de una identidad común, no significa que los significados ampliamente compartidos sean necesariamente aceptables para todos, que todos se comporten de la misma manera o que valoren dicha identidad de forma igualmente intensa. En realidad, suelen existir fuertes diferencias intraculturales y conflictos sobre estos asuntos, de modo que el significado y la identidad, el control sobre los símbolos y rituales, y la habilidad de imponer la interpretación propia en vez de la de otro en una situación dada, son frecuentemente objeto de amargas disputas. (Norton 2004; Ross 2007; Scott 1985). En este sentido Laitin argumenta que la cultura subraya los puntos de interés a ser debatidos, y no solamente las áreas de acuerdo (1988:589). Participar de una misma cultura, o compartir una identidad cultural, no significa que las personas estén de acuerdo necesariamente en asuntos específicos: solamente quiere decir que poseen un entendimiento similar sobre cómo funciona el mundo (Aronoff 2001: 11640).
Algunos académicos, tales como Wedeen (2002), sostienen que Geertz sobrerrepresenta la integración de la cultura y que fracasa en considerar las maneras en que ésta es, a la vez, disputada y nunca totalmente delimitada (ver también Fearon y Laitin 2000; Norton 2004). Ella propone, por lo tanto, que la cultura debe ser estudiada como prácticas semióticas de construcción de sentido, que acentúa la utilización del lenguaje y símbolos, pero también a partir de los efectos de los arreglos institucionales, de las estructuras de dominación y de los intereses estratégicos (Wedeen 2002: 714; ver también Chabal y Daloz 2006). La cultura "denomina una forma de contemplar el mundo que requiere una reseña de cómo los símbolos operan en la práctica, por qué los significados generan acción y por qué las acciones producen significado cuando lo hacen" (2002: 720). Wedeen propone que poner énfasis en las prácticas de construcción de sentido ayuda a comprender mejor tanto el proceso político como las consecuencias de la forma específica en que algunos significados particulares se vuelven predominantes y de la construcción de identidades(7). Otros autores, tales como Aronoff (2001), Bourdieu (1977), Foucault (1979), Norton (2004), y Swidler (1986), también resaltan el enfoque de la cultura como una práctica, refiriéndose a la construcción de sentido y a las relaciones políticas que favorecen ciertas acciones y grupos por sobre otros. Ortner (1997) agrega que no solo las culturas no son grupos completamente integrados y delimitados, a pesar de que compartir un lenguaje común es la esencia de la cultura, sino que, en el mundo contemporáneo y globalizado, las personas que comparten una identidad cultural y sus prácticas pueden estar altamente dispersas y ser diversas en formas que concepciones anteriores de la cultura, basadas en rasgos comunes o delimitadas físicamente, no consideraban. 
Colocar el concepto de cultura en el centro del análisis afecta el tipo de preguntas que se hacen sobre la vida política (Brysk 1995; Merelman 1991; Wedeen 2002). Por ejemplo, un interés en las diferentes perspectivas del mundo e identidades, lleva a preguntas sobre cómo esas diferencias pueden explicar fenómenos como la emergencia de líderes, su ejercicio del poder y la autoridad, la organización del proceso de toma de decisiones políticas, la movilización de movimientos sociales, o la percepción de amenazas externas. Al mismo tiempo, el foco de atención puesto en la cultura implica dejar de preguntarse por el papel que el interés egoísta racional juega en las decisiones políticas. En la medida en que, desde esta perspectiva, la lógica del interés racional no varía en las diferentes culturas, no es necesaria una teoría de la variación cultural para explicar aquello que se percibe como constante (Wildavsky 1987).
La cultura contribuye al análisis político comparativo, por lo menos, de cinco maneras diferentes. Las presento de forma más breve que en el capítulo anterior (Ross 1997), identificando cada una en pocas palabras para ayudar al lector a entender el enfoque de la cultura y de la política que desarrollaré más adelante, y de qué modo esta aproximación difiere de la mayoría de los estudios asociados con el término "cultura política". La expresión cultura política es habitualmente asociada con el estudio de Almond y Verba, La cultura cívica (1963) y con muchos otros estudios posteriores del mismo cuño (por ej: Inglehart 1988; Verba, Nie, y Kim 1978). Utilizando datos recogidos de grandes muestras nacionales, los autores buscaron explicar la eficacia política y la participación en función de las diferencias en cultura política, definida como una particular distribución de orientaciones hacia objetos políticos expresadas por los ciudadanos. Los datos de cultura cívica son, en términos generales, consistentes con la teoría de los autores. Sin embargo, hay importantes preguntas sin responder en éste y otros estudios que utilizan datos de encuestas a nivel individual para discutir patrones políticos a nivel de estado, que surgen de la naturaleza subjetiva, y no intersubjetiva, de los datos de encuestas: por ejemplo, las formas en que las opiniones personales se agregan para dar lugar a la acción colectiva o la falta de identificación de mecanismos que expliquen vinculaciones entre niveles (Berman 2001: 241). Aunque los datos de encuestas pueden ser utilizados para ayudarnos a entender el significado y la construcción de significados, los trabajos en el área raramente realizan dicha tarea.
La cultura enmarca el contexto en el que ocurre la política. La cultura ordena las prioridades políticas (Laitin 1986: 11), es decir, que define los objetos simbólicos y materiales que las personas consideran valiosos y por los cuales es digno luchar, los contextos en los cuales suceden dichas disputas, las reglas (tanto formales como informales) por las cuales la política se lleva a cabo, y quienes participan en ella. Al hacer esto, la cultura define los intereses y cómo éstos son perseguidos. Los entendimientos culturales están en el centro de la definición de las comunidades políticas, en la medida que las comunidades comparten, según dice Geertz (1973c) "imágenes esquemáticas del orden social". La autoridad en cualquier comunidad política se constituye culturalmente, la forma en que se establece y se mantiene es a menudo entendida en términos de costo–beneficio y de amenazas de coerción, pero también involucra la actividad ritual que conecta la experiencia cotidiana de la gente y sus ansiedades con los de su colectividad (Edelman 1964; Kertzer 1988; Turner 1957, 1968).
La cultura sirve de puente entre la identidad personal y colectiva. Ella ofrece conexiones emocionales significativas entre el destino de los individuos y el del grupo. El proceso de identificación realiza una sutura completa entre el individuo y el grupo, sustrayendo alternativas que, en otros términos, serían plausibles. La acción individual y colectiva, sugiere este enfoque, están motivadas en parte por el sentido de un destino común que comparten las personas pertenecientes a una cultura, e involucra dos elementos: el refuerzo entre la identidad cultural y la colectiva, que hace que el comportamiento culturalmente aprobado sea gratificante, y el sentido de que los extraños al grupo tratarán a uno y a los otros miembros del colectivo de la misma manera. Las dinámicas de formación de identidad intragrupales sobrerrepresentan aquello que los miembros del grupo comparten y le dan un peso emocional mayor a los elementos comunes, especialmente en situaciones de estrés, reforzando el sentido de un destino común grupal.
La cultura define los límites del grupo y organiza las acciones dentro del grupo y entre grupos distintos. Aunque las culturas no son entidades formalmente delimitadas, de todos modos definen grupos identitarios, y en este proceso, especifican expectativas respecto de los patrones intragrupales de asociación y pautas de diferenciación entre grupos. Las definiciones culturales de grupos sociales –ya sea definidos por parentesco, edad, género o intereses compartidos– traen consigo expectativas claras respecto a cómo deben actuar las personas, incluso cuando estas definiciones sean objeto de disputadas continuas (Greif 1994; Scott 1985). Las maneras en que tales categorías sociales se definen y cuáles son las normas que regulan su comportamiento varían entre las distintas culturas. Las normas culturales referidas a las relaciones entre grupos dentro de una misma cultura pueden ser altamente complejas. Si bien las culturas difieren en la manera, en cuándo restringen las relaciones y en cómo hacen cumplir tales restricciones, son muy pocas las que no tienen nada para decir sobre estos asuntos.
La cultura provee un marco para la interpretación de las acciones y motivos de los otros. Las acciones, como las palabras, son altamente ambiguas, y darles un significado requiere una estructura cultural compartida para asegurarse que el mensaje enviado es similar o idéntico al recibido. Pocos comportamientos son tan universales como para requerir poca o ninguna interpretación, y la invocación de relatos y libretos de comportamiento disponibles a través de la cultura ayudan a las personas a dar sentido a situaciones ambiguas pero de alto contenido emotivo (Petersen 2005; Ross 1997). Las motivaciones son centrales para el análisis cultural porque ofrecen un mecanismo para conectar la acción individual con un entorno social más amplio (D’Andrade y Strauss 1992).(8) En muchos sentidos, las motivaciones en el análisis cultural son análogas a los intereses en la teoría de la elección racional. En afirmaciones como "Estaban motivados por el temor a sus ancestros, así que sacrificaron la mitad de su ganado" o en "El país X tenía interés en debilitar la capacidad militar de su enemigo", ambas, motivaciones e intereses, ofrecen una descripción razonable de por qué los individuos o grupos se comportan de una cierta manera. Pero, hay también importantes contrastes en el uso de motivaciones e intereses como mecanismos explicativos que son centrales para entender la diferencia entre las explicaciones culturales y aquellas basadas en la teoría de la elección racional. Mientras que los intereses se suponen más o menos transparentes (algunos dirían dados) e universales, las motivaciones son cognoscibles sólo a través del análisis de un contexto cultural concreto. De este modo, mientras que recurriendo a los intereses se sugiere que casi todos los grupos humanos se comportarían de la misma manera ante cierta situación, un énfasis en las motivaciones nos invita a explicar la variación de comportamiento entre grupos (Wildavsky 1987). Las explicaciones culturales, por lo tanto, no niegan la relevancia de los intereses pero los ven como algo culturalmente definido, y como una motivación específica entre muchas otras. 
La cultura aporta recursos para la organización política y la movilización. Ella ofrece importantes recursos de organización y movilización a los líderes y grupos (Brysk 1995; Edelman 1964; Kertzer 1988; Laitin 1986; Ross 2007). Podemos pensar en libretos orientados a la acción que pueden ser movilizados (Petersen 2005) o en lo que Tilly llama "repertorios de acción colectiva", refiriéndose a "un conjunto limitado de rutinas que son aprendidas, compartidas e interpretadas a través de un proceso de elecciones relativamente deliberado. Los repertorios son creaciones culturales aprendidas" (Tilly 1995a: 26; Tilly 1986; Traugott 1995; McAdam, Tarrow, y Tilly en este volumen). En su formulación de esta idea, el antropólogo Abner Cohen (1969, 1974,1981, 1993) enumera de manera más general los usos políticos de la cultura, poniendo énfasis en la importancia de las organizaciones culturales (grupos formales o informales organizados en torno a prácticas culturales específicas) y en cómo ellos utilizan las organizaciones culturales para perseguir fines que no pueden ser conseguidos directamente (Cohen 1969: 201–210). En su discusión de la religión, la base cultural prototípica para las organizaciones políticas, Cohen señala que la

 

"religión aporta un "esquema" ideal para el desarrollo de una organización política informal. Moviliza muchas de las emociones más poderosas vinculadas con los problemas básicos de la existencia humana, y da estabilidad y legitimidad a los arreglos políticos, al representarlos como partes del sistema universal. Hace posible la movilización del poder de los símbolos y el poder inherente en la relación ritual entre distintos cargos rituales dentro de la organización del culto. Hace posible utilizar la organización para financiar y administrar lugares de culto y los lugares asociados de bienestar, educación y de actividad social de varios tipos, para usarlos en el desarrollo de la organización y administración de funciones políticas. La religión también aporta reuniones regulares en congregaciones, donde, en el curso de actividades rituales, tiene lugar una importante interacción informal, se comunica información, y se formulan y discuten problemas generales. Los mitos y símbolos asociados con la religión pueden ser continuamente interpretados y reinterpretados para acomodarse a unas circunstancias económicas, políticas y sociales cambiantes." (1969: 210)

Debemos seguir indagando en las razones y procesos que hacen tan poderosas y movilizadoras a las apelaciones e identidades religiosas, nacionales y étnicas. Como ha sugerido Campbell (1983), cualquier respuesta que dependa de mecanismos de beneficio individual sólo tiene sentido si puede dar cuenta también de la fortaleza de los apegos individuales a los grupos, tal como hacen aquellas definidas en términos culturales. 


2. La centralidad de los relatos psicoculturales y las interpretaciones en el análisis cultural de la política.

Los análisis culturales están entre los trabajos de ciencia política más antiguos y han tomado diferentes formas en el tiempo(9). Aquí, simplemente anoto algunos de sus rasgos y luego adelanto la que forma que considero más productiva de conducir el análisis cultural de la política. En algunos trabajos anteriores, la cultura se asimila a la raza y es vista como poseedora de un importante componente biológico. En esos trabajos, la cultura suele definida a partir de rasgos distintivos fundamentales, valores o comportamientos. Por ejemplo, se dice que un colectivo dado es "fiero", "inteligente", "belicoso", "amante de la libertad", "piadoso", "responsable", "tradicional" o "manipulador". Este tipo de trabajo tiene varios problemas: a menudo no queda claro cuál es la evidencia sobre la que se apoyan esas generalizaciones; se presta poca atención a cómo estas características son producidas y reproducidas; y estos rasgos son frecuentemente usados de manera muy mecánica para explicar comportamientos colectivos. 
En trabajos más recientes, particularmente aquellos asociados con estudios de cultura política, se adopta generalmente un marco reduccionista para explicar resultados agregados y diferencias, como variaciones entre sistemas en la distribución de actitudes individuales, valores y comportamientos. Con demasiada frecuencia, sin embargo, hay poca preocupación por los mecanismos que podrían vincular estas diferencias a nivel individual con el comportamiento colectivo de interés. De este modo, estas vinculaciones son tratadas como evidentes en vez de ser demostradas, y no se consideran opciones alternativas. En gran parte de ese trabajo el concepto de cultura está poco teorizado y, operacionalmente, es demasiado dependiente de indicadores desagregados. Finalmente, suele hacerse poco esfuerzo para examinar las acciones y significados desde una perspectiva holística, resultando en muy magras explicaciones de la política (Fearon y Wendt 2003), y dando poca idea de cómo y por qué la cultura es regularmente disputada y renegociada.
Una alternativa mejor puede encontrarse en los enfoques intersubjetivos contemporáneos de la cultura y la política que se enfocan en el significado, la construcción de significados y el concepto de interpretación que problematiza cómo los actores políticos entienden su mundo, así como la relevancia de su entender para la acción política. Esta perspectiva está especialmente interesada en vincular eventos y estructuras a nivel micro con resultados a nivel macro a través de interpretaciones compartidas a través de las cuales las personas dan sentido a los elementos ambiguos y fragmentados de la vida cotidiana (Darnton 1985; Taylor 1985). Este enfoque también se interesa por las narraciones que articulan los entendimientos compartidos por individuos y grupos, sobre sus motivaciones y eventos tanto pasados como contemporáneos. En la primera edición de este volumen, discutí las interpretaciones pero apenas mencioné los relatos. Desde entonces, he llegado a distinguir entre los dos más claramente, viendo las interpretaciones como las creencias subyacentes, emociones y perspectivas del mundo que tienen las personas, y a los relatos como expresiones verbales y no verbales más accesibles de estos elementos subyacentes (Ross 2007). Las interpretaciones psicoculturales(10), por lo tanto, son los ladrillos más fácilmente accesibles, que utilizan saberes compartidos para ofrecer explicaciones plausibles del mundo, con los que se construyen los relatos psicoculturales. 


Los relatos psicoculturales y las interpretaciones

Los relatos psicoculturales son explicaciones socialmente construidas para dar cuenta de eventos –grandes y pequeños– en la forma de cortas narraciones de sentido común (historias) que pueden a menudo parecer simples a los ajenos a la cultura.(11) Las imágenes evocadoras que contienen y los juicios que realizan al respecto de las motivaciones y acciones del grupo y de sus oponentes, son emocionalmente poderosas y siempre están disponibles. Las imágenes se encuentran en todo el paisaje simbólico de una sociedad y comunican muchas posiciones y emociones específicas, incluyendo relaciones de poder entre grupos a la interna de la cultura y mensajes sobre inclusión y exclusión. Los relatos explican eventos pasados, presentes y futuros, de maneras emocionalmente comprensibles, que hacen más o menos plausibles las posibilidades de acción alternativas. Al examinar los relatos, uno debe estar menos atento a su falsedad o veracidad que a su poder emocional y su plausibilidad en contextos políticos específicos. 
Los relatos no siempre son internamente consistentes, y el desacuerdo a nivel del grupo sobre partes del relato y su significado pueden producir reacciones divergentes (Aronoff 2001; Wedeen 2002). El análisis cultural de la política está especialmente interesado en situaciones en las que hay disputas sobre relatos en competencia (por ejemplo: diferencias entre los judíos religiosos y seculares en Israel, o entre los judíos israelíes y los palestinos). Cómo y de qué manera, por un tiempo, un relato se vuelve dominante sobre otro, es una pregunta importante que el análisis cultural permite responder. Los relatos son mejor entendidos como existentes a niveles diferentes de generalidad, en los cuales el consenso es invariablemente mayor en temas generales que en detalles específicos, y donde varios elementos –especialmente aquellos con más especificidad– son agregados, descartados, reacomodados, acentuados y minimizados con regularidad. Todas las tradiciones culturales tienen acceso a múltiples relatos preexistentes que apoyan un rango de acciones plausibles en tiempos de inquietud. Cuando se desarrollan relatos dominantes está claro que no están hechos de la nada, sino que están enraizados en experiencias y proyecciones recordadas selectivamente y reinterpretada, que resuenan profundamente en un grupo, como argumenta Lustick (2006) en su análisis de la "guerra contra el terrorismo" de los Estados Unidos. Finalmente, los relatos son renegociados y cambiados en formas sutiles, a veces, incluso, de forma más notoria, cuando los contextos van cambiando.
Los relatos psicoculturales tienen varios rasgos centrales que he encontrado especialmente útiles para el estudio de la política de las disputas culturales (Ross 2007: cap. 2). En primer lugar, son narraciones selectivas, que apelan a imágenes y eventos clave de las memorias colectivas de un grupo en la medida que éstas son relevantes para situaciones contemporáneas. En los relatos, los eventos pasados sirven como metáforas (a menudo atemporales) y lecciones que guían acciones presentes y futuras. Los relatos políticamente relevantes contienen a la vez reseñas de temores colectivos y amenazas a la identidad, y rememoran hazañas y triunfos del pasado (Volkan 1997). Muchas historias colectivas son etnocéntricas, adoptando una postura moralmente superior y demandando alta conformidad al interior del grupo en períodos de estrés, a la vez que externalizan la responsabilidad por los problemas presentes del conjunto. Los relatos evolucionan. Algunos libretos dentro de ellos ganan o pierden su intensidad emocional, y sus elementos establecen nuevos vínculos unos con otros en la medida que los contextos y relaciones de los grupos van cambiando. Un buen ejemplo de esta evolución puede verse en la importancia incrementada de Jerusalén y sus lugares sagrados para los relatos Judíos y Palestinos en los últimos 120 años. No es que los relatos del presente no tengan raíces más antiguas –los tienen– sino, más bien, que hay un marcado cambio en el contexto en el cual cada grupo afirmaba agresivamente sus derechos y negaba los del otro.Los relatos psicoculturales tienen tres papeles sustantivos en la vida política. Pueden ser (y a menudo son vistos como) reflectores de creencias y saberes profundamente arraigados en la cultura. Ejemplos de este tipo incluyen los relatos de libro de texto de la historia de una nación o el himno nacional. En segundo lugar, pueden ser examinados como catalizadores o inhibidores de diferencias intra o entre grupos, de forma que se aumenta o disminuye la probabilidad de un conflicto. Un ejemplo se puede encontrar en la interpretación de Lustick (2006) de la avalancha de novelas, películas y shows de televisión en los Estados Unidos que reforzaron el miedo al terrorismo y la necesidad de una "guerra al terrorismo", para hacer al país seguro luego de los ataques del 11 de Setiembre. Tercero, los relatos pueden servir como causas para la acción, no solamente porque las ideas hacen que la gente actúe directamente, sino porque presentan las alternativas para la acción de modo que ciertas opciones se ven consideradas seriamente mientras que otras son virtualmente ignoradas. Por ejemplo, luego del 11 de Setiembre, la administración Bush logró presentar los ataques sufridos como actos terroristas, mientras que los ataques al World Trade Center de 1994 fueron tratados como acciones criminales. Una vez que fueron catalogados de esta manera, las acciones del gobierno consideradas apropiadas incluyeron ir a la guerra en Afganistán e Irak, y alterar las libertades civiles y el derecho a la privacidad. Por supuesto, estas tres categorías no son mutuamente excluyentes y cualquier relato puede servir varias funciones. 
Conceptual y metodológicamente, tanto las interpretaciones como los relatos a través de los cuales son comunicadas, son herramientas claves para examinar la cultura y la política. Los ricos relatos que se encuentran en las imágenes del mundo que cuentan las personas apuntan a preocupaciones intensas, a supuestos relativos a la organización de las relaciones políticas y sociales y a las posibilidades de acción política. Estas imágenes pueden obtenerse en parte a través de las historias públicas y privadas. Sin embargo, presentar simplemente las transcripciones de esas historias individuales es insuficiente, porque los textos no hablan por sí mismos y con frecuencia no tienen mucho sentido para alguien ajeno al grupo (Scott 1985: 138–141). Es difícil extraer mucho sentido de interpretaciones detalladas y altamente contextualizadas cuyos significados no son evidentes (Chabal y Daloz 2006). Laitin (1988) dice que vincular la acción y la cultura requiere experiencia y conocimiento etnográfico local detallado.(12
Las interpretaciones y relatos que son de interés peculiar en este caso, son las que las personas de una misma cultura comparten, en el sentido que son comprendidas mutuamente. Cuando están apoyadas por el mundo social del individuo, estas narraciones plausibles protegen psíquica y socialmente al individuo de las ambigüedades e incertidumbres de la existencia, reforzando lazos políticos y sociales dentro de los grupos. La fuerza de las interpretaciones psicoculturales y los relatos yace en su carácter social compartido, no en los rasgos idiosincráticos que distinguen la narración de una persona, de la de otra. Como escribe Taylor: "no son significados subjetivos, propiedad de uno o algunos individuos, sino que son significados intersubjetivos que son constitutivos de la matriz social en la que los individuos se encuentran a sí mismos y actúan" (1985: 36).
En el núcleo de las interpretaciones psicoculturales hay orientaciones compartidas, arraigadas en las primeras relaciones sociales que ayudan a las personas de una cultura a dar sentido de los eventos inherentemente ambiguos y altamente cargados de contenido que caracterizan sus vidas (Ross 1993a). Las interpretaciones psicoculturales llaman la atención no sólo sobre lo que las personas le hacen a otras, sino también sobre lo que una persona o pueblo piensa o siente que otros grupos de personas están haciendo, tratan de hacer, o quieren hacer. En un contexto de sospecha e incertidumbre, no sólo las acciones, sino también las suposiciones sobre las intenciones y significados detrás de las acciones (o inacciones), juegan un papel fundamental. Este punto es crucial porque en muy pocas situaciones políticas los eventos externos aportan explicaciones claras de lo que está sucediendo. Para desarrollar éstas, los individuos recurren a sus estructuras internas, y los grupos a sus memorias colectivas que, a su vez, dan forma al comportamiento subsiguiente. Esto permite entender por qué, las diferentes partes de un conflicto, cometen "errores" de información. Estos "errores", en realidad, son datos importantes sobre la dinámica social y derivan de interpretaciones psicoculturales. 
En muchas situaciones, diferentes partes de un conflicto no están de acuerdo en la naturaleza, el comienzo y los actores involucrados en él, porque operan desde marcos de referencia alternativos (sin ser conscientes de ello). Muchas disputas, ya sea entre familias de una comunidad o entre los estados del mundo, involucran partes con una larga historia que, por supuesto, incluye largas listas de agravios acumulados que pueden ser sacados a relucir y endosados a otros nuevos cuando las condiciones políticas cambian (Scott 1985). La memoria histórica y los símbolos evocados en este recuento se vuelven emocionalmente importantes como eventos alternativos invocados por cada parte, o porque un mismo evento es interpretado de maneras diferentes.
Los mismos factores que impulsan a los actores a dar sentido a una situación, también pueden llevar a distorsiones cognitivas y perceptivas porque el deseo de certidumbre es casi siempre más fuerte que la capacidad de exactitud. Las partes en disputa no solo tienen propensión a cometer errores sistemáticos sobre los "hechos" que subyacen a las interpretaciones. Además la naturaleza homogénea de la mayoría de los ámbitos sociales y los amplificadores culturales sirven como refuerzo de estos errores egoístas. Lo que es más importante, sin embargo, respecto a las interpretaciones y relatos relevantes para la política, es la narración coherente y atractiva que ofrecen a las partes y que les permiten conectar eventos singulares con saberes generales. Un componente central de tales interpretaciones es la atribución de motivos a las partes. Una vez identificados, la existencia de tales motivos aparentemente hace fácil "predecir" las acciones futuras del otro y, a través del propio comportamiento, convertir estas predicciones en profecías autocumplidas. Por esta razón, es importante sugerir que no son los eventos objetivos los que provocan que empeore un conflicto sino las interpretaciones asociadas a él. 
Esto puede constatarse vívidamente en las historias sobre los conflictos étnicos de larga data que encierran los desafíos, las aspiraciones culturalmente arraigadas, y los miedos más profundos de las comunidades. Volkan (1997) desarrolla el término "trauma elegido" para referirse a la experiencia concreta que se vuelve un símbolo de las amenazas y miedos más arraigados de un grupo a través de sentimientos de victimización e indefensión. El autor aporta varios ejemplos de este tipo de eventos, tales como la masacre de los turcos al pueblo Armenio, el Holocausto Nazi, la experiencia de esclavitud y segregación racial de los afroamericanos y la derrota Serbia en Kosovo por los turcos en 1389.(13) Volkan sugiere que cuando un grupo se siente tan humillado, enojado o indefenso como para llorar las pérdidas sufridas en un trauma como éste, incorpora el significado emocional del evento traumático en su identidad y transmite su contenido emotivo y simbólico de generación en generación. En los conflictos violentos entre grupos, las metáforas clave, tales como la del "trauma elegido", funcionan como punto de encuentro y como forma de dar sentido a eventos que evocan profundos temores y amenazas a la existencia (Horowitz 1985; Kelman 1987). Sólo cuando estas terribles amenazas representadas en estas historias son atendidas, dice Volkan, la comunidad está lista para conceptualizar un futuro más pacífico con sus enemigos. 

Expresiones culturales y representaciones

Partiendo de una perspectiva que ve a la cultura como una plantilla analítica que las personas utilizan para dar sentido al mundo, debemos prestar especial atención a la manera en que estas plantillas se vinculan con las expresiones culturales y las interpretaciones que movilizan grupos, a la interna o afuera, a través de la invocación de respuestas contrastadas y polarizantes (Ross 2007). Muchas expresiones y representaciones consisten en la exhibición de objetos mundanos o en comportamientos de representación, tales como el uso de un lenguaje (pensemos en la provincia de Quebec, o el país Vasco) o de ropa (como el velo islámico en Europa). Otras expresiones incluyen eventos singulares como la publicación de las caricaturas de Mahoma en Dinamarca. Por último, hay expresiones periódicas, pero no diarias ni ordinarias, como por ejemplo las visitas anuales del primer ministro de Japón a un santuario que incluye los restos de algunos de los criminales de la segunda guerra mundial de ese país, las reuniones del Ku Klux Klan en los Estados Unidos, los desfiles de la Orden Naranja en Irlanda del Norte o la movilización nacionalista Hindú que reclama la reconstrucción del templo de Rama en Ayodhya. Examinar estas expresiones y representaciones es una herramienta para llegar a los niveles más profundos de significación de los grupos y comprender mejor los miedos, esperanzas y cosmovisiones de aquellos involucrados en distintas interacciones sociales que cubren el espectro entre la cooperación y el conflicto. 
Las expresiones culturales y las representaciones conectan los relatos grupales y la identidad de varias maneras. Los ceremoniales públicos, las ceremonias religiosas, los festivales del calendario, las representaciones teatrales, los programas de televisión, la literatura, el discurso público, las vestimentas y comidas distintivos y el lenguaje son algunas de las formas en que los relatos –o partes claves de ellos– son representados, comunicando y reforzando los saberes del grupo. Merelman (1991) realiza un estudio comparativo de la cultura política donde hace buen uso de diversas formas de expresión incluyendo programas de televisión, publicaciones corporativas, libros de texto y anuncios de revista, juntos con datos de encuestas como fuentes de información para su estudio comparado de los Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña. En otro ejemplo interesante del uso de indicadores culturales para las orientaciones políticas colectivas, Regan (1994) correlaciona la venta de juguetes de guerra y la popularidad de las películas bélicas con la militarización de los Estados Unidos. Más recientemente, Croft (2006) contribuye con un análisis detallado de la cultura popular norteamericana, incluyendo películas, programas de televisión y discursos políticos y públicos para explicar la forma en que la guerra al terrorismo se ha naturalizado y utilizado para promover los fines domésticos y de política exterior de la administración Bush.
Además de considerar expresiones singulares y representaciones, podemos analizar el paisaje simbólico de una sociedad para preguntarnos cómo comunica la inclusión y exclusión política y social (Ross 2007, 2008). El paisaje simbólico consiste en las imágenes públicas encontradas en objetos físicos y otras representaciones expresivas en espacios públicos, en particular lugares sagrados (que no son necesariamente religiosos) y otras localizaciones emocionalmente importantes y visibles, y en representaciones grupales en los medios de comunicación, el teatro, los libros de texto de las escuelas, la música, la literatura, los museos, los monumentos y el arte público. Los paisajes simbólicos reflejan la forma en que las personas perciben y experimentan su mundo y a otros en él, pero también pueden dar forma a estos mundos cuando establecen y legitiman estándares normativos particulares y relaciones de poder dentro y entre grupos (Cosgrove 1998). Los paisajes simbólicos comunican inclusión, exclusión y jerarquía, y representan grupos dominantes y subordinados de maneras particulares. Los significados que transmite un paisaje simbólico y los relatos que evoca nos invitan a preguntarnos: ¿Quiénes están presentes y quiénes ausentes en las representaciones públicas? ¿Cuáles son las cualidades de la gente y los objetos representados en ellos? ¿Quién controla las representaciones y en qué medida son disputados? ¿Cómo se representa la jerarquía y qué cualidades son asociadas con posiciones particulares en la jerarquía social? 
Frecuentemente, la inclusión y la exclusión son representadas de manera muy potente a través de la restricción o la expansión del paisaje simbólico de una sociedad. La exclusión de algunos grupos del paisaje simbólico es una forma explícita de negación y una afirmación de poder sobre ellos. Por el contrario, un paisaje simbólico más inclusivo puede ser la expresión de inclusión social que comunica reconocimiento mutuo y una participación compartida en la sociedad. Hace, visible lo anteriormente invisible, da voz a los que antes no la tenían, y puede ofrecer poderosos mensajes para reconfigurar las relaciones entre grupos. A través de la inclusión, los grupos pueden identificarse más fácilmente y pueden ayudar a hacer el duelo por pérdidas pasadas y expresar esperanzas y aspiraciones para un futuro común. Como sentencias simbólicas de reconocimiento, no puede sorprender que algunos espacios públicos, y las representaciones que contienen, puedan dar lugar a intensa controversia, poniendo sobre el tapete discusiones como: ¿qué historias se eligen para contar sobre el grupo?; ¿cómo se relaciona esto con la cuestión de quién puede hablar por todo un grupo?; ¿quién controla el relato y las imágenes asociadas a él? (Linenthal 1993,

2001)
La cultura puede ser parte de la explicación de muchos fenómenos políticos. En un análisis de conflicto, por ejemplo, vemos cómo los relatos evolucionan como resultado de un empeoramiento de la situación, reforzando y endureciendo las cosmovisiones de los grupos, mientras que la solidaridad intragrupal y la hostilidad hacia fuera van aumentando. Sin embargo, no todas las movilizaciones culturales en situaciones de conflicto derivan en más conflicto y violencia. Esto genera, de inmediato, una oportunidad para el análisis comparado. Por ejemplo, Laitin (1995) apela a las diferencias culturalmente constituidas en la organización social para explicar el frecuente uso de violencia política en la protesta Vasca en España y su ausencia relativa en la cercana Cataluña. Las diferencias en el uso de la violencia entre estas regiones no es función de diferencias objetivas o de su pobreza relativa, sino de la organización cultural de cada comunidad. La probabilidad de que los actos étnicos de cada uno se tornen violentos depende de los contextos culturales.
Raymond Cohen (1990, 1991), estudiando las negociaciones entre Egipto e Israel, muestra que la cultura puede ser el lente a través del cual los líderes políticos entienden las acciones de otros estados. Estos supuestos culturales, sostiene, pueden complicar la tarea de las negociaciones diplomáticas a lo largo del tiempo. En un segundo análisis, el autor detalla la forma en que la mala comunicación cultural ha afectado las negociaciones de Estados Unidos con México, Egipto, China, India y Japón, argumentando que las diferencias en marcos temporales, la importancia del contexto, el lenguaje y un ethos colectivista versus uno individualista, son factores relevantes que inhiben o facilitan esfuerzos de negociación para atender asuntos de importancia. Enfocarse solamente en la "substancia" e ignorar la cultura puede llevar a serias oportunidades perdidas y a fracasos donde se podrían cosechar éxitos. 

Las interpretaciones y los relatos como herramientas metodológicas

Si, como sugería Freud, los sueños son la vía regia para acceder al inconsciente, del mismo modo, en los estudios culturales, los relatos psicoculturales y las interpretaciones son herramientas metodológicas clave. Las interpretaciones comienzan con los relatos de los mundos cotidianos de las personas, Los investigadores comparativos de todas las ramas fácilmente reconocen muchas de las formas en que estos relatos aparecen como ser escritos formales, documentos históricos, discursos públicos, registros gubernamentales, casos legales, observaciones sistemáticas y datos de encuestas. Adicionalmente, el tipo de reportes ricos en detalles, con frecuencia necesarios para el análisis cultural, son obtenibles solamente a través del estudio de campo etnográfico; entrevistas en profundidad e historias de vida; entrevistas estructuradas; análisis extendido de casos problemáticos; expresiones culturales y representaciones. Ciertamente, el análisis de proceso que Migdal, McAdam, Tarrow y Tilly promueven en sus capítulos de este volumen es central para el análisis cultural, con su énfasis en las interpretaciones. 
El estudio de los relatos y las interpretaciones a lo largo del tiempo es una herramienta para la comprensión de la naturaleza disputada de la historia y para discernir cómo un relato pasa a ser considerado como "lo que realmente sucedió", mientras que otras historias plausibles son rechazadas. Las interpretaciones del pasado se encuentran en la forma en que las personas hablan y escriben sobre él, pero también están en los rituales públicos y en los mitos que se construyen en torno a eventos clave del pasado nacional o étnico, y en representaciones públicas que no son siempre explícitamente políticas. Los ritos y mitos son aportan sentido por los significados y metáforas que comunican (y refuerzan emocionalmente) sobre la historia de los grupos, y por el potencial para la movilización política que adquieren en las manos de emprendedores políticos.
El objetivo central del análisis cultural desde una perspectiva de significación e identidad es comprender, a partir de las cosmovisiones de los actores en un contexto particular, por qué ciertas acciones son llevadas a cabo mientras que otras no. Lo que esto conlleva es preguntar por qué y de qué manera las personas adoptan estas cosmovisiones particulares y cómo sus libretos de acción específicos se vuelven importantes ya sea en la movilización política o en la inactividad. Cubrir la brecha entre la comprensión del investigador de un contexto particular y los elementos presentes en los relatos de los actores locales y las conexiones entre ellos, requiere de comprensión cultural y de trabajo para desarrollar explicaciones mediadoras que tengan sentido para los pertenecientes a la cultura y sean vistas como plausibles por otros. 
Examinar los rituales es una tarea crítica para comprender cómo la mayoría de las personas construye y entiende la realidad política (Edelman 1964, 1988; Kertzer 1988: 77–101). Los rituales políticos ofrecen significados en situaciones ambiguas e inciertas, y son cruciales en las dinámicas de construcción y mantenimiento de la identidad, particularmente en períodos de cambio. Al acercar a cierta gente entre sí, los rituales culturalmente arraigados y los libretos que les subyacen, simultáneamente, excluyen a otros. Los rituales políticos más fuertes son aquellos que utilizan símbolos culturalmente poderosos, metáforas y significados, para crear y estructurar percepciones de la realidad; con frecuencia esto involucra oponer un grupo contra otro, aumentando los miedos y amenazas al punto que las personas estén listas para tomar acciones decisivas en nombre del grupo. El poder de controlar los rituales es importante por la siguiente razón: 

"Por cierto los ritos son un medio importante para influenciar las ideas de las personas sobre eventos políticos, sistemas políticos, líderes políticos y políticas. A través del rito, las personas desarrollan ideas sobre cuáles son las instituciones políticas apropiadas, cuáles son las cualidades apropiadas en los líderes políticos y qué tan bien se compara el mundo que los rodea con estos estándares" (Kertzer 1988: 79).


Desglosar cómo es que la cultura hace para que algunos símbolos y rituales específicos se vuelvan significativos en un contexto particular, y cómo ambos crean y refuerzan identidades políticas, se vuelve central para esta dinámica (Brysk 1995; Kertzer 1988). Por ejemplo, mientras que algunos análisis estudian los procesos electorales como elección ciudadana, un enfoque en los símbolos y rituales llama la atención sobre cómo los candidatos y partidos, en su búsqueda de poder, usan las metáforas compartidas culturalmente y los miedos presentes en sus apelaciones a la ciudadanía (Wedeen 1999). Las posiciones sobre políticas o las elecciones de candidatos, por ende, no deben analizarse solamente a partir de las preferencias temáticas de los individuos; además, deben ponerse en relación con los saberes e identidades culturalmente compartidos. La invocación de símbolos y el uso de rituales no sólo indican puntos de consenso; son también esfuerzos por superar las contradicciones en situaciones de disyuntiva (Kurtz 1991: 149). Esta comprensión más rica de las raíces culturales de la política ha producido un interés por la forma en que los rituales políticos crean (en vez de sólo reflejar) significado y configuran acciones (Gusfield 1966). En pocas palabras, los rituales presentan temas que establecen prioridades rigurosas. Al hacer esto, son importantes instrumentos de control y, desde una perspectiva gramsciana, son mecanismos centrales para la consecución y mantenimiento del poder. A través del análisis de rituales de construcción y refuerzo de sentido, somos capaces de examinar a los movimientos sociales, como los medios de comunicación masivos que aportan a los ciudadanos de las democracias masivas, no sólo el acceso a conocimiento crítico, sino también a las herramientas para dar sentido a esta información (Dayan y Katz 1992).
Con unas pocas y raras excepciones, los trabajos más exitosos sobre el vínculo entre cultura y política no dependerán de una sola fuente de datos o una sola herramienta de análisis de datos. Las teorías más interesantes son complejas y altamente contingentes, y no pueden ser simplemente aceptadas o rechazadas a partir de una pieza crucial de evidencia. En cambio, es necesario hallar áreas de convergencia entre los datos independientes, recogidos usando una amplia gama de métodos, para poder tener confianza en un cierto conjunto de hallazgos, tal como Campbell y Fiske (1959) promueven desde hace bastante tiempo. Una dependencia exclusiva de un solo tipo de datos para estudiar el juego entre la cultura y la política, como se puede observar en algunos investigadores que trabajan con encuestas tales como Inglehart (1988), produce inevitablemente un sentido de la cultura restringido, casi sin contenidos, que permite señalar pocas dinámicas acerca de cómo la cultura genera los efectos políticos que produce.(14) En cambio, un enfoque más útil puede encontrarse en Scott (1985), Laitin (1995), Petersen (2002), y Bowen (2007), quienes presentan una amplia gama de evidencia para explicar fenómenos que no son evidentes: la presencia de una resistencia cotidiana, pero no explícita entre los campesinos del tercer mundo; por qué en España el resurgimiento Vasco se ha dado de forma violenta, mientras que en circunstancias muy similares el Catalán no lo ha sido; las variaciones en la elección de blancos para la violencia étnica; y cómo fue que en Francia se aprobó en 2004 una ley que prohíbe la utilización del velo islámico en las escuelas públicas. 
Dos ejemplos. En estos días, más que nunca, los cientistas políticos escriben sobre los relatos a partir de un esfuerzo por describir y analizar eventos a nivel micro. Este concepto ha hecho camino incluso en análisis basados en la teoría de la elección racional (Bates, de Figueiredo y Weingast 1998) aunque, en vez de capturar las cosmovisiones y motivaciones de los actores locales, los relatos analíticos buscan aportar una explicación coherente a los eventos. Aquí es probablemente útil describir dos análisis políticos diferentes que ponen en un papel protagónico a los relatos culturalmente arraigados en sus explicaciones de resultados particulares. 
Roger Petersen (2002) busca explicar los blancos elegidos y la intensidad de los actos de violencia en el siglo veinte en Europa del este y central(15). Su informe está basado en la activación emocional de asuntos acuciantes a través de la invocación de un relato histórico específico arraigado culturalmente. Para cada una de las emociones que él considera –miedo, odio, resentimiento y rabia– Petersen deriva predicciones específicas sobre quiénes serán probablemente los blancos locales de la violencia, y genera predicciones persuasivas que le permiten evaluar el poder explicativo de cada emoción. Las emociones activadas por cada relato sirven como mecanismo de vinculación entre el nivel micro y la acción colectiva a nivel macro. "Cada relato basado en emociones provee una explicación de cómo, ante una realidad social compleja y fluida, una simpleza brutal es la que da forma a las percepciones y motiva la acción" (Petersen 2002: 3). Al final, Petersen encuentra que, mientras que los relatos basados en el resentimiento, centrados en una creencia y sentir de un status de tratamiento injusto al grupo son los que aportan el mejor ajuste descriptivo y predictivo para una variedad de casos de conflicto étnico en Europa del Este, existen situaciones en las que el miedo, el odio y la rabia parecen operar al mismo tiempo.
La potencia del libro de Petersen radica en su habilidad para articular relatos específicos asociados con emociones distintivas, y luego sugerir maneras en que cada una puede haber operado en casos específicos de violencia étnica en la región en distintos períodos de tiempo. Su habilidad para identificar hipótesis rivales y para hacer predicciones específicas y testeables es bastante infrecuente y potente. Los mecanismos existentes son explicados en términos de psicología social, mientras que los relatos están profundamente arraigados en las experiencias culturales e históricas de la región, comportándose como un poderoso ejemplo de cómo los relatos psicoculturales están altamente implicados en las interacciones y acciones étnicas.
John Bowen (2007) se hace una pregunta muy sencilla: ¿Cómo fue que, en 2004, Francia aprobó una legislación que prohíbe el uso del velo islámico (y otros símbolos religiosos) en los centros educativos? Al autor también le intriga el hecho de cómo un "pedazo de tela vino a representar ciertos miedos y amenazas" que produjeron un intenso conflicto (2007: 4). El análisis de Bowen pone énfasis en el poder del relato republicano francés dominante, que encuadró el debate, y las opciones específicas que fueron consideradas y las que no. El autor describe de manera adecuada su proyecto como un "razonamiento antropológico público", que conjuga elementos de filosofía política y de políticas públicas con el sentido común, indagando en la forma en que las personas deliberan sobre un importante tema social que vincula microeventos con resultados a nivel macro. Para llevar a cabo esta tarea, Bowen articula los relatos sobre cómo los franceses entienden el bien público, la importancia de un Estado "no-denominacional" como protector de los ciudadanos y garante de la libertad y el orden, y las amenazas que los grupos de identidad intermedia y las prácticas públicas religiosas representan para Francia. En este relato, muy extendido, la escuela pública es la herramienta fundamental para inculcar un entendimiento común de la sociedad y para crear ciudadanos que no están divididos en grupos de identidad distintivos e inmutables. 
En la medida que el conflicto se fue intensificando, la "razonabilidad" de la legislación propuesta dominó el discurso público de la mayoría de los actores de izquierda y derecha, y en los medios de comunicación, de modo que nunca se cuestionó si la ley tendría algún impacto en los temas subyacentes más profundos tales como el desempleo, la desigualdad, la segregación y la discriminación, que eran las fuentes reales de tensión étnica en Francia. En este proceso, hubo poco o ningún interés en lo que las personas que usaban el velo islámico tenían que decir al respecto de sus razones para hacerlo; en cambio, sus acciones fueron ampliamente criticadas por promover el comunalismo, el islamismo y el sexismo, todas percibidas como fuertes amenazas a valores y prácticas características de la cultura francesa. Las voces islámicas que escucharon los franceses (y que ellos querían escuchar) eran las de hombres y mujeres "razonables", es decir no practicantes que se oponían al velo islámico y apoyaban la ley que lo prohibía. En el desarrollo de su argumentación, Bowen nos provee de un valioso informe sobre el nivel micro de la política francesa, la competencia y diferencias entre distintas organizaciones islámicas de Francia, la cobertura mediática, las audiencias oficiales y los debates parlamentarios.
Al final, la imposición de un relato poderoso encuadró el conflicto de manera que "lo que siguió fue una serie de tempestuosos debates sobre lo que debiera ser la laicidad y de qué manera deberían actuar los musulmanes, no a la luz de una estructura legal y cultural firme, sino bajo el enfoque de un sentido de certeza a punto de desaparecer sobre lo que es, fue y debiera ser Francia. De ahí la desesperación, de ahí la urgencia" (Bowen 2007: 33). Un punto muy importante fue de quiénes eran las voces que se escucharon. Definiendo y movilizando a los actores políticos, condujeron hacia el desenlace final. Lo que Bowen logra de forma especialmente efectiva es construir una explicación específica y bien desarrollada de cómo un relato psicocultural extendido tiene un rol crítico en la construcción de saberes y acciones en el curso de un conflicto a largo plazo. El autor deja claro que el resultado final no era inevitable, y que existieron, en momentos clave, diferencias de interpretación y visiones contrastadas, actores principales cuyos encuadres y acciones movilizaron el conflicto en una dirección particular, dramáticas posturas de los medios de comunicación que cristalizaron la opinión pública y las posiciones políticas en torno al problema, y eventos exógenos tales como los de Argelia el 11 de setiembre y la segunda Intifada, que tuvieron un efecto ulterior en el conflicto en su contexto francés, haciendo algunas acciones específicas más o menos probables de lo que lo eran en un comienzo. 

3. Crítica a los estudios culturales de la política

Los estudios culturales de la política han sido sometidos a una serie de fuertes críticas que merecen consideración. Tal vez los problemas más significativos se relacionan con asuntos metodológicas tales como la falta de precisión de la cultura como unidad de análisis, y la cuestión de las variaciones tanto a la interna de la cultura como entre culturas. Otros autores se preocupan respecto a la vaguedad del concepto de cultura y la dificultad de distinguirlo de otros relacionados como la organización social, el comportamiento político, y los valores. Algunos críticos consideran que, en la medida en que la cultura sugiere patrones de acción relativamente fijos e inmutables, no sería útil para dar cuenta de los cambios de comportamiento y las creencias. Por último, se argumenta que los análisis culturales no son lo suficientemente explícitos en su explicación de los mecanismos que vinculan la cultura y la acción política. Cada una de estas críticas es merecedora de cierta atención. Sin embargo, es necesario dejar en claro que, desde mi punto de vista, ninguno de estos problemas es fatal. Además, considero que en los enfoques culturales de la política comparativa, al igual que en aquellos enfocados en los intereses o las instituciones, la mejor manera de atacar un problema conceptual o metodológico no es abandonar el paradigma sino realizar una búsqueda de convergencia multimétodo.

Problemas de unidad de análisis

Definir la unidad de análisis de modo preciso –ya sea votantes, estados, guerra, organizaciones internacionales– es una de las primeras lecciones en los seminarios de metodología en Ciencia Política. "¿Qué es la cultura?" preguntan algunos cientistas políticos y quieren decir; "¿Cómo reconozco una cuando la veo?" ya que la cultura no es una unidad de organización política o social con fronteras identificables. Pero, la imprecisión del lenguaje común hace muy poco claro cuáles son los límites de una cultura. Como resultado, escuchamos referencias a la cultura occidental, la cultura francesa, la cultura bretona, la cultura bretona rural, etc. ¿Dónde se detiene este proceso? 
El problema de la unidad de análisis consiste en determinar qué es lo que constituye el núcleo de una cultura y también en cómo identificar sus límites (Barth 1969). ¿Dónde termina una cultura y comienza otra? Como las culturas, a diferencia de los estados y los partidos políticos, no son unidades formales, tratarlas como unidades independientes del análisis político puede ser problemático. Si bien ésta puede parecer una crítica devastadora, es igualmente cierto que tampoco los estados o los votantes son unidades verdaderamente independientes, aunque algunos estudios entre naciones y algunas encuestas supongan que sí lo son. Lo que probablemente sea más útil es ser más sofisticado en relación a los efectos de interacción y la influencia de una unidad sobre otra.(16)
Conceptualmente, la mejor respuesta es que el nivel adecuado de análisis depende de lo que uno busca explicar. Horowitz (1985) afirma que la importancia relativa, en un momento dado, de los niveles de identidad cultural depende de dónde se encuentre el sujeto, qué esté haciendo y con quién. Sin embargo, esto no resulta siempre en una sencilla guía metodológica para la investigación empírica. Probablemente, la mejor respuesta a esta pregunta metodológica es comenzar por reconocer que la identidad cultural es un concepto estratificado en capas y definido de forma situacional.(17) Las personas poseen múltiples identidades. Algunas de ellas pueden superponerse parcialmente, y los límites entre ellas pueden cambiar en los distintos temas o contextos. A pesar del problema metodológico que esto puede representar, no podemos ignorar a la cultura si pensamos que es importante. Por ende, debemos tomar decisiones sobre las unidades de análisis basados en lo que estamos tratando de explicar, en vez de utilizar un criterio abstracto diseñado para identificar un conjunto de identidades culturales al estilo de la lista de países miembros de las Naciones Unidas.(18) Además, existe una variedad de otros procedimientos que podemos usar para definir unidades culturales en trabajos de investigación particulares. Por ejemplo, se puede utilizar un criterio operacional, como preguntar a las personas cómo se identifican a sí mismas y a los otros, y podemos usar el consenso social sobre ciertas agrupaciones culturales y sus delimitaciones. El punto es que una tarea de investigación es la identificación de los grupos relevantes para cualquier situación que se esté estudiando. El hecho que las personas posean múltiples identidades, o que las identidades puedan variar en el tiempo, no invalida tales análisis. Simplemente torna su estudio un poco más complicado. 
La investigación en cultura política en la tradición de Almond y Verba busca resolver este problema al definir la cultura como el agregado de las orientaciones individuales dentro de las unidades políticas. Almond y Powell (1966), por ejemplo, definen la cultura política como "la trama de actitudes individuales y orientaciones hacia la política de los miembros de un sistema político" (1966: 23). Sin embargo, reducir la cultura a la suma de las actitudes individuales no es lo más adecuado, ya que ignora el contexto en el cual las actitudes particulares están insertas y los saberes comunes que organizan clusters de orientaciones intersubjetivas (Merelman 1991). La cultura, en este razonamiento, no implica significación, construcción de significado e identidad; es, en cambio, simplemente una distribución de frecuencias de un set de ítems actitudinales –como una máquina cuyas piezas son totalmente intercambiables. Si bien el estudio de los individuos es una parte relevante de lo que podemos entender por cultura, como tanto Taylor (1985: 37) como Geertz (1973a) proponen, la cultura no es propiedad de individuos en solitario. Por el contrario, es una propiedad emergente arraigada en prácticas sociales y saberes compartidos que no pueden ser develados a través de los datos de encuestas solamente. Por esta razón, los datos de encuestas a nivel individual son apenas una herramienta para el estudio de la cultura política. Deben ser utilizados en conjunto con otros datos para poder construir un retrato rico y coherente de cualquier cultura o de la comparación entre culturas. 

La variación a la interna de una cultura puede ser sustantiva

En ocasiones puede parecer fácil decir cuáles son los rasgos que los miembros de grupos formales tienen en común. ¿Pero qué es exactamente lo que comparten los miembros de una misma cultura? Mi respuesta acentúa las cosmovisiones compartidas –pero no necesariamente valores o creencias particulares –y una identidad común. Operacionalmente, esto puede resultar ambiguo. Sin embargo, ya sabemos que las personas que se identifican a sí mismas como miembros de una cultura (o cualquier grupo organizado), es probable que tengan diferencias en cuanto a valores, estilos de vida, disposiciones políticas, creencias y prácticas religiosas, e ideas sobre intereses comunes. Además Strauss nos advierte que mientras puede ser que existan variaciones en los esquemas (lo que he estado denominando cosmovisiones) entre los individuos de la misma cultura, incluso aquellos con esquemas muy similares pueden no internalizar exactamente las mismas cosas, y la ambigüedad de las metáforas produce una variedad de respuestas (Strauss 1992: 10–11). En pocas palabras, existe también diversidad al interior de las culturas (Norton 2004). Sin embargo, esto no es necesariamente un problema mayor a la hora de tratar con una cultura como lo es con otras unidades (o incluso con la variación intraindividual en el comportamiento o las actitudes a lo largo del tiempo). LeVine señala que poner el énfasis en la cultura como un entendimiento común de los símbolos y representaciones que comunican no significa que haya necesariamente un problema con la variación intracultural en pensamiento, sentimiento o comportamiento (LeVine 1984: 68).
Una segunda respuesta a esta problemática es que, con frecuencia, lo que es más crucial políticamente no es el acuerdo en cuanto a contenidos, sino el compartir una identidad común. Esto deja abierta la pregunta sobre los distintos grados de identificación y sobre las diferencias en las acciones que las personas están dispuestas a llevar a cabo en el nombre de esta identidad. Las identidades compartidas significan que las personas se ven a sí mismas como semejantes a otras personas, diferentes de otros, y abiertos a una potencial movilización sobre la base de estas diferencias. Una vez más, lo que resalta un enfoque basado en la identidad es que los aspectos críticos relevantes de las similitudes y diferencias culturales se definen en contextos políticos específicos. Se da también el caso que, a menudo, lo que la gente cree que comparte, puede no corresponderse con la realidad, porque las percepciones de homogeneidad cultural sobrerrepresentan lo compartido, minimizan las diferencias intragrupales y refuerzan las diferencias entre grupos. En esta dinámica, la presión por la conformidad intragrupal llevará a las personas a percibir de forma selectiva una mayor homogeneidad grupal de la que existe y a la vez generar mayor homogeneidad y conformidad con el grupo en situaciones en las que las amenazas percibidas a la cultura son mayores. 

Distinguiendo a la cultura de otros conceptos

Algunos usos de la cultura, tales como muchos de los trabajos tempranos sobre el carácter nacional, definían la cultura de manera tan amplia que incluía a la sociedad, la personalidad, los valores y las instituciones. De hecho, nada quedaba realmente excluido. El mismo uso amplio del concepto de cultura puede encontrarse también entre cientistas sociales que ponen énfasis en la cultura como fuente de integración de la sociedad. Esta perspectiva, probablemente más claramente visible en la teoría funcional de la antropología social británica, utiliza la cultura para referirse, a la vez, a elementos distintivos de la organización social y al "ajuste" entre distintas partes de un sistema cultural y el todo. El problema aquí no es el concepto de cultura sino la manera en que es utilizado. Como se ha resaltado previamente, no es lo mismo enfocar la cultura como significación y construcción de significado, que como estructura social y comportamiento. D’Andrade deja este punto particularmente claro en su descripción de la cultura "que consiste en un sistema aprendido de significación, comunicado por medio del lenguaje natural y otros sistemas simbólicos, que tiene funciones directivas, representativas y afectivas, y es capaz de crear entidades culturales y sentidos de realidad particulares. A través de estos sistemas de significación, los grupos de personas se adaptan a su ambiente y estructuran sus actividades interpersonales" (1984: 116). Por otra parte, es particularmente útil la clara distinción que hace Spiro (1984) entre la cultura como sistema de significación y lo que él llama "elementos culturalmente constituidos" para referirse a la estructura social, los comportamientos, creencias, rituales y demás. 
El distinguir entre la cultura y los elementos culturalmente constituidos nos permite diferenciar entre los significados culturales y la identidad, por un lado y, por otro, la estructura, comportamientos y creencias individuales. La estructura, desde este punto de vista, refleja (y hasta cierto punto se deriva de) la cultura, pero es mensurable de forma independiente, y una importante pregunta empírica tiene que ver con las condiciones bajo las cuales la correspondencia entre la cultura y los variados elementos constituidos culturalmente es alta o no. También es posible examinar hipótesis sobre el cambio y considerar cómo la cultura, la estructura y otros fenómenos van mutando o no de acuerdo a patrones de cambio preexistentes.

Cultura y cambio

Las culturas son concebidas generalmente como entidades que cambian lentamente. En ocasiones esta postura tiene su mérito, especialmente en lo que refiere a las identidades (Horowitz 2002). ¿De qué manera, entonces, puede el concepto cultura ayudar a los comparativistas a tratar el tema del cambio político, especialmente cuando se trata de desarrollos rápidos como el final de los gobiernos militares en muchos estados latinoamericanos durante los 1980s, la caída del imperio Soviético o la transición pacífica en Sudáfrica?
Son tres los puntos que se deben remarcar. Primero, el análisis cultural no es mejor que ninguna otra teoría parcial (o de segundo rango) como las de corte institucionalista o aquellas basadas en los intereses, que son las que suelen utilizarse para explicar situaciones de cambio en la literatura sobre política comparada. Sólo algunas de nuestras teorías son útiles para explicar este tipo de situación. Además, hay algunos aspectos del cambio para los cuales las teorías culturales son especialmente efectivas, pero hay otros aspectos que no pueden ser bien explicados con esas mismas teorías. Segundo, es interesante observar, que mientras no es claro que las teorías culturales puedan explicar bien la caída del imperio soviético (muchas otras teorías comparten este rasgo), un análisis político cultural es, probablemente, mejor que otros para dar cuenta de la política regional del flujo y reflujo, en los primeros años de la transición (Eckstein et al. 1998). Particularmente, en escenarios desestructurados y cambiantes, la utilización de interpretaciones culturales y la elaboración de hipótesis sobre las motivaciones de los otros, pueden ser importantes para el seguimiento de procesos políticos que no cuentan con procedimientos institucionalizados que sirvan de guía. Tercero, son pocos los puntos de vista contemporáneos que ven a la cultura como un fenómeno estático e inalterable, marcada por prácticas y creencias fijas (Eckstein et al. 1998). En cambio, se hace hincapié en una cultura cuya naturaleza es interactiva y construida, lo que sugiere una capacidad de modificar creencias y comportamientos, entre ellos los cambios y reordenamientos en la relevancia de determinados entendimientos culturales (Goode y Schneider 1994; Merelman 1991; Wedeen 2002).
La cultura puede tener un papel significativo en el cambio, cuando los grupos orientados al cambio y sus líderes encuentran que éste colma sus necesidades básicas. A menudo, estos pueden articular los relatos culturalmente significativos, de modo de movilizar a quienes los apoyan, como ocurrió en Sudáfrica durante la transición del apartheid a la democracia. Definiendo las alternativas culturalmente legítimas, se genera apoyo y se logra desafiar un régimen. Brysk argumenta que esta herramienta es especialmente poderosa cuando se trata de replantear elementos de identidad, movilizando partidarios, produciendo cambios en la agenda y desafiando la legitimidad y la autoridad de las políticas y las instituciones existentes (1995: 580–582). 

Mecanismos subyacentes a las explicaciones culturales

Cuando se pregunta "cómo funciona la cultura" surgen dos interrogantes: (1) ¿de qué manera concreta una cualquier cultura dada produce los efectos que le son atribuidos? y (2) ¿cómo es posible que, apelando a la identidad cultural, se consiga que las personas tomen riesgos importantes? La primera pregunta refiere a la organización de la cultura; la segunda trata sobre su poder de movilización.
Las teorías que le dan a la cultura un papel explicativo central deben de explicitar cómo se comportan los efectos atribuidos a la cultura (Berman 2001). No es suficiente simplemente decir "lo hicieron porque son alemanes". Esta afirmación implica que los no-alemanes (como los franceses o los japoneses) se hubieran comportado de manera diferente. Sin embargo, agregar esta aclaración no mejora mucho demasiado la explicación. Solamente cuando uno empieza a explicar que los alemanes tienden a comportarse de una manera diferente a la que hubieran adoptado los franceses o los japoneses (suponiendo que se los enfrente a una situación equivalente), es que se comienza a avanzar hacia una explicación adecuada, que dé cuenta del contenido cultural y que, a su vez, tenga algo que decir respecto a cómo es aprendido y reforzado dicho contenido (Strauss 1992; D’Andrade 1992). El aprendizaje y el reforzamiento implican un contexto institucional en el cual la persona practica y luego maneja comportamientos clave, dándoles un significado emocional.(19) El estudio de Petersen sobre la violencia étnica refiere a otro mecanismo –las emociones– donde las narrativas evocan al micro-nivel para explicar comportamientos descentralizados y descoordinados correspondientes al macro-nivel.
Las experiencias sociales dentro de instituciones como escuelas, organizaciones religiosas, grupos de parentesco y entornos de trabajo y ocio, dan como resultado mensajes culturales sobre valores y expectativas que son reforzadas selectivamente. Sin duda, en este caso, los mensajes provenientes de diferentes ámbitos no siempre son consistentes: a veces hay un énfasis distinto; otras veces hay una contradicción absoluta (por ejemplo, los grupos de pares y las familias no le dan necesariamente los mismos mensajes a los adolescentes). Sin embargo lo más importante desde la perspectiva cultural son las creencias, las costumbres, los comportamientos, las expectativas y las motivaciones que los individuos internalizan, y que son ampliamente compartidos entre las personas pertenecientes a una cultura, aun cuando al mismo tiempo, puedan ser impugnados. Por ejemplo, el estudio de Scott (1985) de un pequeño pueblo en Malasia dedicado al cultivo de arroz, muestra cómo las personas pueden compartir significados y, al mismo tiempo, competir por cómo se ponderan elementos específicos y respecto a qué dimensiones culturales cobran, en cada situación, mayor relevancia. La cultura concierne a las creencias compartidas y regularmente reforzadas; existe una recompensa por "hacerlo bien" y un costo –que la mayoría de la gente está dispuesta a pagar, a veces – por no hacerlo. Finalmente, es importante destacar que el aprendizaje cultural no es necesariamente muy consciente; ocurre cuando los individuos en los roles institucionales transmiten a los demás creencias y comportamientos culturalmente sancionados. A través de estas experiencias, la cultura prepara a las personas para dar sentido al mundo (interpretarlo) y actuar "con eficacia" en él. 
El poder de la cultura –el poder de llevar a cabo movilizaciones en su nombre– requiere una explicación, porque no siempre se da el caso de que las personas puedan o quieran mostrar solidaridad en torno a la identidad cultural sólo porque un líder (o cualquier otra persona) afirma que existe una amenaza externa. La movilización cultural construida sobre el miedo y la percepción de amenazas es consistente con visiones del mundo internalizadas y, regularmente reforzadas, a través de experiencias grupales internas intensas y solidaridad emocional. Dichas visiones del mundo son expresadas en experiencias diarias y a través de ceremoniales y eventos rituales significativos que reafirman y renuevan el apoyo a los valores centrales del grupo y la necesidad de solidaridad frente a los enemigos externos (Kertzer 1988). En situaciones de amenaza potencial, la habilidad de un grupo para organizar una acción colectiva (que puede ir desde el voto unificado a manifestaciones políticas y reacciones violentas), depende de la plausibilidad de una visión específica del mundo –aunque la visión en sí misma no produce efectos directos. Más bien, dichos efectos son mediados a través de instituciones (Laitin 1986, 1995). La resonancia entre la definición de una situación y una acción basada en el grupo, en general, no es explícita como subraya el análisis de Abner Cohen (1969). De todas maneras, las acciones son efectivas cuando los miembros de un grupo actúan unificadamente frente a amenazas percibidas o para alcanzar objetivos colectivos.

Las explicaciones culturales son del tipo "Justo-So" y no explicaciones causales

Una crítica final se debe a que, dado que el concepto de cultura en sí mismo es difuso y las unidades culturales no son claramente delimitables, las explicaciones culturales no son ni rigurosas ni causales, sino que producen argumentos del tipo "Justo-So" ("es así"). Para profundizar sobre este punto, debemos reconocer que no siempre las explicaciones culturales intentan establecer causalidad y/o utilizar ese lenguaje específico. Como aclaran Fearon y Wendt (2003) en su ensayo sobre la racionalidad y el constructivismo, hay una amplia variedad de preferencias epistemológicas entre los constructivistas, así como hay muchas variaciones entre los culturalistas en términos de "si, a las afirmaciones de conocimiento acerca de la vida social, no se les puede dar ninguna orden que no sea el poder discursivo del conocedor putativo… y si las explicaciones causales son adecuadas en la investigación social " (2003: 57). Mientras algunas explicaciones, como las de Petersen (2002), son positivistas y causales en la forma otras, como las propias de mi trabajo sobre expresiones e interpretaciones culturales, son menos explícitamente causales y hacen énfasis en el contexto constitutivo. En palabras de Fearon y Wendt, este tipo de explicación "busca establecer condiciones de posibilidad" más que de causalidad (Ross 2007). Por lo tanto, si bien hay una variación entre las explicaciones culturales, son el tipo de preguntas seleccionadas para el análisis y las predilecciones de los investigadores, las que determinan las explicaciones surgidas, y no la cultura en sí misma.

4. Conclusión: vinculando la cultura con la elección y las instituciones

La cultura es una cosmovisión que aporta un reporte compartido de la acción y de sus significados, y que configura identidades sociales y políticas. Se manifiesta en una forma de vida transmitida (con cambios y modificaciones) a lo largo del tiempo y se encarna en las instituciones, valores y regularidades de comportamiento de una comunidad. La política ocurre en un contexto cultural que vincula a los individuos y las identidades colectivas, define los límites entre grupos y las acciones organizadas a la interna y entre ellos, aporta un marco de referencia para interpretar las acciones y los motivos de los otros, y ofrece recursos para la organización política y la movilización. Los estudios culturales de la política ponen énfasis en cómo, a través de significados intersubjetivos compartidos, los actores entienden y actúan en sus mundos cotidianos. Partiendo de relatos dependientes del contexto –las perspectivas de los actores– el análisis cultural llega a construir interpretaciones plausibles de la vida política para explicar la acción individual y colectiva. 
He argumentado a favor de una visión "fuerte" de la cultura y en contra de la noción que la define, simplemente, en términos de los valores específicos que las personas de una comunidad sostienen. Por un lado, la importancia de la presencia o ausencia de consenso en cualquier ítem singular es casi siempre poco clara sin un análisis del contexto en que ocurre. La cultura como significación y construcción de significado no es para nada incompatible con fuertes desacuerdos sobre actitudes particulares. Por eso mismo, he propuesto que son a menudo estos puntos de desacuerdo los que tienen verdadera relevancia política y arrojan luz sobre los duros problemas que enfrenta una sociedad. No hay sociedad que esté totalmente integrada o incluso de acuerdo en todos los temas importantes. Por lo tanto, el análisis cultural puede utilizar datos de encuestas para documentar las divisiones en un país, pero hace bien en ir más allá, tratando de dar cuenta de por qué, de cómo, y de –si los valores específicos son importantes para las personas– de cuáles son las conexiones entre las diferencias a nivel de valores y de las identidades políticas y personales, y las dinámicas de las acciones y los significados políticos amargamente disputados en un contexto cultural común.
El análisis cultural puede mejorar nuestra comprensión de la política en un buen número de áreas. El trabajo de McAdam et al. (Nota del Editor: en Lichbach y Zuckerman 2009) describe las importantes contribuciones de la cultura en el campo de la política contenciosa y ofrece un modelo de cómo las diferentes perspectivas (cultural, de intereses e institucional) pueden complementarse unas a otras para explicar la política. Ver a los movimientos sociales como portadores y creadores de significado, sugieren los autores, enriquece las perspectivas anteriores, y más desarrolladas, de tenor estructuralista, o enfocadas en la movilización de recursos. El análisis cultural acentúa el encuadre de la acción y aumenta nuestra comprensión de la definición de las oportunidades políticas y los repertorios de acción que se encuentran en los distintos escenarios (Hafez 2007). Prestar atención a la estructuración de relatos y a la política simbólica expande nuestra capacidad para explicar la acción colectiva en términos de preferencias móviles, identidades variables y respuestas cambiantes ante recursos (Brysk 1995: 567).
La atención a la cultura podría ciertamente abordar una de las debilidades más citadas de la teoría de la elección racional, esto eso, su indiferencia a los intereses específicos a un contexto y las diferencias en la manera en que se conceptualizan y articulan los intereses (Levi, en Lichbach y Zuckerman 2009, Nota del Editor). De manera más amplia, la economía política puede ser un área que se beneficiaría de una atención más explícita a preguntas culturales. Por ejemplo, los economistas políticos han documentado por años las diferencias en la distribución de recursos entre países. Si bien se trata el tema de las diferencias culturales de forma más bien simbólica, en muchos casos, un análisis más profundo indagaría sobre concepciones culturales sobre justicia social, destino común y, quizás, una relación entre el individuo y el colectivo que puedan ayudar a explicar los casos de alta y baja desigualdad. De la misma manera, probablemente existen importantes factores culturales involucrados en las diferencias entre naciones al respecto del locus de la toma de decisiones y el control de la economía. Allí donde la teoría económica pondría el acento en la eficiencia, probablemente la cultura ayudaría mucho a determinar no sólo cómo un país responde estas preguntas sino, también, la cuestión de cómo organiza la implementación de la economía y sus programas políticos. 
Los enfoques cultural y racionalista no están necesariamente contrapuestos, y hay una gran variedad de formas en las que los dos pueden complementarse. Fearon y Laitin (2000) y Bates, de Figueiredo y Weingast (1998), abogan por examinar la cultura expresiva y las emociones para revelar importantes estrategias políticas adoptadas por los actores. Al traer este argumento, ellos reconocen el papel que los relatos históricamente significativos y los temores pueden tener en el desarrollo y elección de opciones estratégicas. De este modo, el análisis cultural puede iluminar la manera en que los intereses y los incentivos son definidos y presentados por los participantes en vez de tener que suponer que éstos son homogéneos en todos los grupos y las personas, como hacen algunos (ver también Levi, en Lichbach y Zuckerman 2009, Nota del Editor). Un análisis refinado de las dinámicas de intereses que ofrecen los culturalistas puede ofrecer estudios de teoría de juegos más aterrizados teóricamente, que podrían iluminar mejor los movimientos estratégicos de los distintos actores en contextos específicos. Aunque los culturalistas pueden a menudo identificar los intereses centrales de grupos específicos de individuos, sus análisis se ven frecuentemente limitados por sus explicaciones de cuándo y cómo los actores persiguen sus fines. Por lo tanto, una comprensión cultural más sofisticada de la toma de decisiones estratégica podría tal vez explicar mejor cuándo se emprende una acción y cuándo no. En resumen, en tanto las acciones no hablan por sí mismas, las interpretaciones de los racionalistas serán todavía más útiles cuando, a las acciones, se les pueda asignar significados contextualmente definidos (Bates, de Figueiredo y Weingast 1998: 620, 628). A su vez, los estudios de las disputas entre relatos en competencia de los culturalistas podrían ser mejores si incluyeran una comprensión más rica de cómo los actores comprendieron sus opciones estratégicas. 
Las instituciones políticas son otro candidato obvio para una investigación culturalmente orientada, aunque tales estudios no están ciertamente ausentes. Muchos estudiosos de la legislatura americana, por ejemplo, han encontrado a la cultura particularmente útil para explicar su operativa interna (Matthews 1962). Los "modos populares" ("folkways") identificados por Matthews para explicar el funcionamiento del Senado de los Estados Unidos en los años cincuenta, eran normas específicas que afectaban el comportamiento individual de cualquier senador pero, al mismo tiempo, constituían un sistema que no podía ser comprendido simplemente en términos de sus elementos individuales o en función del grado en que cada senador consideraba que una norma particular era apropiada. De modo análogo, tal como Crozier (1964) demostrara tan eficientemente, la cultura puede dar forma al comportamiento de las burocracias públicas y privadas. Su modelo cultural contrasta fuertemente con otras explicaciones derivadas de enfoques, más universales, de actores racionales y rutinización burocrática.
Los culturalistas a menudo suponen que las instituciones políticas reflejan la cultura de una región y fracasan a la hora de examinar esta hipótesis de manera crítica. La cultura, seguramente, puede configurar las prácticas institucionales. Sin embargo, hay también otras modalidades interesantes de conexión entre culturas e instituciones: la autonomía institucional puede producir efectos independientes en la cultura y en las expectativas culturales; las prácticas institucionales pueden alterar valores culturales y expectativas; los arreglos institucionales pueden exacerbar o inhibir las identidades y diferencias culturales (por ejemplo: federalismo o regionalismo o asignación de recursos basada en grupos). Cuando la cultura se institucionaliza, es más probable que permanezca relevante en el tiempo, pero aún es necesario entender de mejor manera cuándo y cómo esto ocurre en algunos contextos y no en otros (Berman 2001: 237–240). Al mismo tiempo, el análisis cultural podría mejorar nuestra comprensión de cuándo unas prácticas y arreglos institucionales específicos son aceptados y cuándo se vuelven problemáticos, como hicieran Eckstein y sus asociados en sus análisis de la democratización post-soviética (Eckstein et al. 1998).
Para concluir, a lo largo de este capítulo he argumentado que la cultura configura gran parte del comportamiento político, definiendo lo que las personas consideran digno de luchar y querer, y especificando cómo ellas persiguen estos fines y qué es lo que logran. La cultura sirve de marco de referencia para las reglas que pueden guiar la acción política incluso en la ausencia de instituciones fuertes que aseguren su cumplimiento. También es crucial al definir los intereses en liza de las partes y las interpretaciones divergentes sobre lo que está en juego. Comprender las interpretaciones de los actores y sus relatos compartidos ofrece una poderosa herramienta para examinar las disputas políticas, que puede aportar a los comparativistas importantes hallazgos sobre por qué la política toma la forma que asume en contextos específicos en puntos particulares en el tiempo. La visión fuerte de la cultura como significados compartidos, significación y construcción de significado e identidad, si bien no rechaza la afirmación que existen importantes generalizaciones en la política que pueden y deben tomar en cuenta los comparativistas, nos advierte que debemos ser cautos respecto de aquellos enfoques que prestan poca atención a los contextos, las percepciones y los significados.

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* La versión original de este artículo, "Culture in Comparative Political Analysis", fue publicada en el libro de Mark Irving Lichbach y Alan S. Zuckerman (eds.), Comparative Politics: Rationality, Culture, and Structure, Second Edition, 2009. Cambridge University Press: Cambridge. Este texto es una versión revisada del publicado en 1997, en la primera edición de la misma obra. Esta traducción al español, realizada por Mateo Porciúncula, se publica con la autorización de la editorial y del autor. Nuestro agradecimiento a ambos. 

**Profesor de Ciencia Política en Bryn Mawr College. Dicta cursos sobre teorías del conflicto, gestión del conflicto, y política, etnicidad y raza. Sus investigaciones recientes se enfocan en el papel de la cultura en los conflictos étnicos. Es autor de numerosas publicaciones sobre estos temas. mailto: mross@brynmawr.edu 

1 Berman (2001: 241–244) señala de manera apropiada que no debemos suponer que la cultura necesariamente afecta a la vida política, sino que más bien debemos examinar si, cuándo y de qué manera lo hace.

2 Harrison y Huntington (2000) editaron una colección de ensayos llamados Culture Matters. En esta obra, diversos autores emplearon una definición a base de rasgos débiles de cultura y luego algunos afirmaron provocadoramente que la "cultura hace casi toda la diferencia". Muchos de estos análisis ponen énfasis en correlaciones bi-variadas, a menudo a nivel de país y dicen muy poco sobre los mecanismos subyacentes a los efectos culturales o a la variación hacia dentro de los países de las variables analizadas, tales como algunos valores específicos o la riqueza. Lo que intento evitar en este caso es la discusión del tipo "mi variable importa más que tu variable", y sugerir que es más productivo pensar cómo y cuándo la cultura importa, y de qué manera interactúa con variables estratégicas y estructurales para ayudarnos a responder las preguntas importantes en el estudio político comparativo.

3 A veces las interpretaciones son mejor entendidas como los ladrillos que forman los relatos, mientras que en ocasiones, algunos relatos profundamente arraigados dan lugar a interpretaciones. 

4 En este capítulo, refiero a relatos y guiones. En el uso que les doy aquí, los relatos son grandes narraciones y los guiones son elementos más específicos, parte de los relatos y orientados a la acción.

5 D’Andrade (1984: 88) muestra el giro radical que ocurre al pasar de la perspectiva de la cultura como un comportamiento que puede ser comprendido dentro del marco de una teoría de estímulo-respuesta, a la cultura como sistemas de significación, como se ve en un número de campos. Para seguir la discusión completa sobre la cultura como significados y símbolos ver los excelentes debates publicados en Schweder y LeVine (1984).

6 Una crítica adicional a este enfoque basado en rasgos se puede encontrar en los capítulos de Barth (1999) y Urban (1999), en Bowen y Petersen (1999).

7 El enfoque semiótico de la cultura de Wedeen, así como su crítica de la mayoría de los trabajos sobre cultura política y su discusión del argumento del "choque de civilizaciones" de Huntington, constituyen aportes útiles a estos debates. Sin embargo, su crítica de Geertz, en algunos momentos, es demasiado fuerte, particularmente en la influencia que le adjudica al respecto de la debilidad de los primeros usos en Ciencia Política del concepto de cultura –sobre todo de aquellos trabajos que aparecieron más de una década antes del trabajo más influyente del autor (1973a, 1973c).

8 Esto contrasta con el enfoque de Geertz en "inspeccionar eventos" y dar sentido a las interpretaciones de los actores sobre ellos pero su rechazo a la idea que debemos examinar estructuras mentales (1973a: 10–12).

9 En mi capítulo anterior (Ross 1997) discutí algunos de estos enfoques.

10 Uso el término "interpretaciones culturales" para describir como interpretaciones compartidas adquiridas a través de mecanismos psicológicos del nivel individual (y del nivel social) son centrales para la construcción de estas interpretaciones y dinámicas culturales, haciendo énfasis en que dichas orientaciones no son personales, sino que son nutridas y reforzadas socialmente, haciendo parte de un proceso colectivo a los individuos, amplificando lo que se comparte, y haciendo énfasis en las diferencias entre grupos. La misma dinámica es relevante también para entender las narrativas psicoculturales (Ross1993a, 2007).

11 Para seguir una discusión más extensa sobre los relatos psicoculturales, sus rasgos centrales y su uso en el análisis de la disputa cultural, ver (Ross 2002: cap. 2; 2007).

12 Este es el mismo comentario que muchos estudiantes del Congreso de los Estados Unidos han hecho durante muchos años.

13 Ver Volkan (1997) para seguir la discusión de lo que llama "traumas elegidos" y la relevancia de su concepto para comprender conflictos étnicos de larga data. La otra cara de la moneda es la "gloria escogida" en la que un grupo percibe su triunfo sobre el enemigo; esto puede verse claramente por ejemplo en la celebración cada 12 de Julio de los protestantes de Irlanda del Norte de la batalla de Boyne en 1689 y en las celebraciones de los días de la Independencia de muchos países. 

14 Mi crítica apunta a la naturaleza agregativa de la explicación cultural entendida como un cluster de actitudes construido a partir de los datos de encuesta empleados. Jackman y Miller (1996), realizando una revisión de los datos, éstos sugieren que las afirmaciones empíricas que hace Inglehart no se sostienen. 

15 Ver el trabajo de Petersen en que se encuentra otro caso en el cual el autor hábilmente usa datos sobre cómo se desarrollaron eventos específicos para explicar el impacto de la memoria y los esquemas culturales –modelos mentales abstractos que contienen libretos para la acción– "al tratar de establecer los orígenes de los esquemas culturales en las experiencias y memorias de los individuos y las comunidades" (2005: 133).

16 El Problema de Galton refiere al hecho que en las muestras multiculturales (y multinacionales) los supuestos sobre la independencia de las unidades de análisis son a menudo inapropiados y que la existencia de correlaciones sustantivas entre rasgos culturales puede ser el reflejo de procesos de difusión y préstamo en vez de una asociación funcional. La respuesta de más utilidad es no ignorar este problema, sino construir hipótesis de difusión en los mismos modelos, para poder verificar el poder relativo de cada trama (Ross y Homer 1976).

17 Otra respuesta surge de Thompson, Ellis, y Wildavsky (1990), que proponen que la cultura sea vista en distintos modos de vida que ellos definen de acuerdo al análisis de Mary Douglas de los grupos-grilla. "Grupo" refiere a la medida en que los individuos están incorporados a una unidad delimitada, mientras que "grilla" refiere al grado en que los comportamientos de una persona están circunscritos por restricciones impuestas externamente. Individuos o estados diferentes pueden, desde su perspectiva, exhibir distintos grados de cada una de las cinco combinaciones que ellos identifican en el tiempo. Sin embargo, las unidades sociales viables, dicen, no están caracterizadas por la presencia de una sola forma de vida culturalmente definida. Si bien encuentro gran parte de su análisis de la interacción entre los valores y la estructura social extremadamente útiles, es menos evidente para mí que hacer de una forma de vida la unidad de análisis provea una guía fácil de usar por los investigadores, ya que ellos afirman que múltiples orientaciones pueden coexistir en la misma cultura o subcultura y los individuos pueden adoptar distintas orientaciones en el tiempo y en situaciones diferentes. 

18 Esto no quiere decir que una lista de las sociedades que representan las culturas del mundo, tales como las muestras desarrolladas en los estudios multiculturales, no sean de utilidad en muchas situaciones

19 Beatrice Whiting (1980) discute la importancia a través de las culturas del posicionamiento de individuos en contextos particulares (por ejemplo: las niñas se ocupan de sus hermanos más pequeños más a menudo que los varones, y los varones se ocupan de los animales con más frecuencia en todas las culturas para las que ellas dispone de datos). Sus datos también muestran que las culturas varían en cuanto a los escenarios que "ponen a disposición" a los individuos y distingue entre los comportamientos vistos como "mundanos" y los dominios que son "proyectivos" y gozan de especial relevancia emocional.

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