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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.18 no.1 Montevideo dic. 2009

 

Rev. Urug. Cienc. Polít. v.18 n.1 Montevideo dic. 2009

ELOGIO MODESTO A LA DELIBERACIÓN POLÍTICA*

Modest Praise for Political Deliberation

Javier Gallardo**

 

Resumen: Este texto analiza las relaciones entre la deliberación política y la democracia. El mismo se desmarca tanto de una idea escasamente normativa de la política competitiva, predominante en la Ciencia Política contemporánea, como de una defensa filosófica de la deliberación, fundada en una idea de razonabilidad común o en un ideal de habla comunicativa. El argumento central del autor es que la deliberación constituye un buen instrumento de mejora de la democracia competitiva, pero no por las razones esgrimidas por algunos filósofos políticos contemporáneos, inspirados en problemáticas generalizaciones sobre las estructuras de racionalidad y razonabilidad de los ciudadanos y sus agentes, sino por su capacidad para fortalecer los fundamentos epistémicos y normativos de las decisiones políticas mayoritarias. Tras pasar revista a distintas visiones sobre las bondades de la deliberación política, unas centradas en sus condiciones procedimentales, otras en la calidad sustantiva de sus resultados, el texto discute, desde una perspectiva más cercana al neo aristotelismo que a la tradición contractualista moderna, la validez de los criterios consensualistas para juzgar las buenas razones deliberativas, asimilando la deliberación democrática a una instancia crítica de los discursos justificativos del ejercicio del poder político, en contextos de pluralismo y desacuerdo.

Palabras clave: Democracia, Deliberación política, Teoría política

Abstract: This text analyzes the relationship between political deliberation and democracy. Its content differs both from a scarcely normative idea of competitive politics, predominant in contemporary Political Science, and from a philosophical defense of the deliberation, founded on an idea of common reasonability or on an ideal of communicative speech. The central argument of the author is that deliberation constitutes a good instrument of improvement of competitive democracy. The reasons he gives are not those held by some contemporary political philosophers, inspired by problematic generalizations about the basic structures of the rationality and reasonability of citizens and their agents. The author stresses instead the capacity of deliberation to strengthen the epistemic and normative basis of the political decisions of the majority. The text discusses different visions of the benefits of political deliberation, some of then centered on their procedural conditions, others on the substantive quality of their results. Besides, this paper analyzes, from a perspective closer to a neo Aristotelian vision than to a modern contractualist tradition, the validity of the consensualist criteria to judge the quality of the deliberative reasons. Finally, the text identifies the democratic deliberation with a critical instance of the justifying discourses of the exercise of political power, within contexts of pluralism and disagreement.

Key words: Democracy, Political Deliberation, Political Theory

Artículo recibido el 15 de junio de 2009 y aceptado para su publicación el 14 de octubre de 2009

Introducción

La democracia y la deliberación política constituyen sendos tropismos de la teoría y la práctica política, y hoy ocupan un lugar central en las principales líneas de reflexión e investigación de las más diversas geografías académicas y políticas. La democracia, porque, tras haberse visto sometida a variados predicados devaluativos, ha sido revalorizada desde las más diversas tiendas políticas, al unísono, en algunos casos, con las revisiones de algunas trayectorias políticas saldadas por trágicos autoritarismos, y en otros, con el declive del poder atribuido a la razón filosófica o científica para reconciliar a la sociedad consigo misma. Y la deliberación política, porque, además de disponer de prestigiosos linajes filosóficos, abonados por caros ideales normativos, tales como los de justificabilidad pública, razón común y consenso racional, no siempre afines, por cierto, a la democracia, ha venido ejerciendo una irresistible atracción entre numerosos teóricos políticos, ya disconformes con algunos funcionamientos de la democracia competitiva, ya tendientes a considerar los principios de un intercambio público argumental y equitativo como las mejores bases para gobernar los antagonismos sociales y dirimir racionalmente los conflictos políticos.

Así, desde algunos círculos teóricos disconformes con las democracias liberales, más próximos al diálogo y al autogobierno republicano que a los equilibrios negociados o a la preeminencia de agregados mayoritarios de opinión, hasta el pensamiento político consustanciado con una política de razones, de inspiración neo-contractualista o fundada en una ética comunicativa, pasando por los teóricos de la Ciencia Política más sensibles a una formación discursiva de las opiniones y preferencias públicas, en todos estos casos se observa una recurrente inclinación a tomar posición, a favor o en contra, de la deliberación pública o de una democracia deliberativa.

Incluso podría decirse, sin caer en una excesiva especulación apriorística, que la democracia y la deliberación política trascienden los cultivos locales de diversas agendas temáticas, no sólo porque reflejan la existencia de algunas preocupaciones comunes a diversas corrientes de pensamiento y acción, sino porque los sistemas políticos se enfrentan, tarde o temprano, de una manera o de otra, a problemas o desafíos comunes, cuyas formulaciones y respuestas concretas pueden variar en función de las épocas y las circunstancias, pero que deben resolverse sobre genuinas bases de moralidad e institucionalidad política, si es que dichos sistemas aspiran a alcanzar alguna relevancia duradera, sin conformarse con la aplicación de meras destrezas o tecnologías políticas a una realidad históricamente dada o contingente.

Y bien, haciéndonos eco de estos movimientos teóricos, de las voces que, aquí o allá, reclaman por más y mejor democracia, o por más y mejor deliberación, en este texto discutimos las relaciones deseables y posibles entre la democracia y la deliberación, buscando desentrañar las exigencias teóricas y prácticas que la racionalidad discursiva o argumental le plantea a la política democrática, procurando esclarecer el aporte específico de la deliberación política al gobierno de la democracia o a una ciudadanía democráticamente gobernada. Y ponemos énfasis en el aspecto gubernativo de la democracia, porque, en primer lugar, algunos cultores de la deliberación política no lo tienen debidamente en cuenta; en segundo lugar, porque el hecho de privilegiar los fines gubernativos de la deliberación, obliga a considerar sus atributos para resolver cuestiones de poder o de autoridad común en contextos de pluralismo y desacuerdo; y en tercer lugar, porque, adecuadamente pensada y escenificada, la deliberación política puede contribuir a convertir al ciudadano gobernado en un agente cívico responsable y dotado de firmes capacidades de juicio político.

En el contexto analítico de este texto, la democracia es vista como una última ratio en los asuntos que motivan una decisión colectiva y vinculante, los cuales no pueden confiarse a una fuente externa a la participación o a la voluntad de los implicados o afectados por la misma. Nuestra definición de democracia es, por tanto, minimalista. Ella designa un método de decisión política basado en tres criterios fundamentales: i) la participación igualitaria de los ciudadanos en la toma de decisiones colectivas; ii) la libre elección entre alternativas diversas; y iii) el predominio de la mayoría en el marco de una legalidad común.[1]

Ahora bien, los criterios de inclusión igualitaria, de libre elección y predominio de la mayoría contienen dos promesas básicas o admiten, más precisamente, dos alternativas diferentes de racionalidad política: i) la posibilidad de disputar abiertamente las posiciones políticas preeminentes y forjar agregados mayoritarios de preferencias o de opinión, bajo métodos competitivos; y ii) la posibilidad de contrastar la calidad de las razones justificativas de un curso de acción común y revisar las preferencias u opiniones públicas, bajo métodos deliberativos. Tales promesas o racionalidades conllevan a distintas vías o momentos de formación de las voluntades electivas y mayoritarias, admitiendo diferentes reglas y normas procesales de acción.

Ciertamente, nada impide que las perspectivas competitivas y deliberativas de la democracia concuerden en una misma valoración de sus aspectos igualitarios, electivos y mayoritarios, reconociendo la trascendencia de estos aspectos procedimentales frente a cualquier contingencia histórica. Pero las teorías que las sustentan y, por ende, sus consecuentes prácticas, privilegian distintos medios para asegurar el estricto cumplimiento del lado inclusivo, electivo y mayoritario de la democracia, haciendo depender la legitimidad de sus decisiones, en un caso, de la competencia política, y en otro, de la deliberación. De ahí que, a la hora de contemplar las restantes condiciones concomitantes del proceso democrático (como la libertad de expresión e información, el respeto a las diferencias y a las minorías, las normas de publicidad y reciprocidad política), las mismas reciban un trato diferente por parte de las teorías competitivas y deliberativas de la democracia, al punto tal que lo que las primeras pueden tolerar de buena gana, en nombre de la competencia política, las segundas pueden rechazarlo radicalmente, en defensa de la deliberación. De hecho, la teoría de la democracia competitiva constituye la mayor fuente de inspiración de la Ciencia Política contemporánea y de sus indagatorias corrientes, conforme a su espíritu realista, a su agnosticismo normativo o a su sensibilidad hacia el conflicto político. En cambio, la idea deliberativa, si bien cuenta con una amplia gama de adhesiones doctas, habiéndose constituido, hoy en día, en un polo de desafío teórico al paradigma de la democracia competitiva, aún presenta varias aristas controvertibles, debido, en parte, a algunas marcas aristocráticas de su pasado, y en parte también, a que muchas de sus actuales defensas traslucen una desmedida exigencia normativa, evidenciando una mayor preocupación por resolver problemas de filosofía moral o por reivindicar una racionalidad comunicativa, que por dar debida cuenta de la naturaleza electiva y experimental de la política democrática[2].

El argumento central de este texto es el siguiente: la deliberación política es deseable y posible, al punto de constituir un poderoso instrumento de mejora de la democracia, aunque no por las razones esgrimidas por algunos filósofos políticos contemporáneos, fundados en perspectivas universalistas controvertibles o en problemáticas generalizaciones sobre las estructuras básicas de racionalidad y razonabilidad de los ciudadanos y sus agentes, de suyo expuestas a múltiples objeciones, tendientes a resaltar las condicionantes históricas o contextuales de la razón política, a su vez criticadas, pour tout dire, por su propensión al relativismo o al acomodamiento a un mero decisionismo contingente o arbitrario.[3] Para ponerlo en términos positivos, si el ideal deliberativo aspira a hacerse un lugar en el terreno de los principios rectores de la democracia, debe contar con una teoría interna a los procesos de decisión política en contextos de pluralismo y desacuerdo, acorde al justo tratamiento de los reclamos legítimos de adopción de una regla común. Vale decir, para superar las objeciones realistas o escépticas de sus críticos, la visión deliberativa de la política debe compatibilizarse con el disenso público y la democracia mayoritaria, asegurando una verdadera equidad y neutralidad en el habla pública, por un lado, y por otro, una praxis deliberativa que funciones como una instancia crítica de la calidad sustantiva de las justificaciones políticas, de su aceptabilidad racional y no meramente consensual o pragmática, en base a firmes estándares epistémicos o normativos. En suma, la acreditación práctica de la teoría de la deliberación depende de su capacidad para superar, de una parte, las exigencias consensualistas o contractualistas de un pensamiento político centrado en un desmesurado normativismo, comprometido con un desencarnado ejercicio de la razón pública o comunicativa, y de otra, la reducción escéptica o relativista de las diferencias políticas a antagonismos normativamente indecidibles, tendientes a convertir el pluralismo social en un fin en sí mismo o a alimentar, desde diversas tomas de partido, la política de poder.

Partimos, pues, de dos proposiciones básicas. La primera es que la deliberación política no es equiparable, en ningún caso, a un diálogo desencarnado, animado por participantes ideales o voluntariamente sujetos −en nombre de un ideal de razón común o de la búsqueda racional de acuerdos imparciales− a un habla orientada al entendimiento o a las "buenas maneras y costumbres" que supuestamente rigen en los ámbitos académicos o judiciales, en los que, por cierto, no siempre se aplican elevados estándares epistémicos, garantes de un juicio racional, ni tampoco faltan los destratos intelectuales o las crudas imposiciones mayoritarias. Y la segunda proposición es que la democracia competitiva, que algunos perciben como un arreglo prudencial entre agentes imposibilitados de participar en un diálogo mutuamente justificativo, obligados a jugar un juego menos oneroso para cada parte que cualquier intento por suprimirlo, y otros identifican con un principio de libre elección y con el conteo imparcial de las preferencias individuales, tampoco asegura, por sí misma, suficientes bases de equidad y de neutralidad procedimental, dadas las asimetrías de información que tiende a generar entre políticos y ciudadanos, las externalidades negativas que traslada a los grupos con menor poder numérico o de negociación, y su tendencia a devaluar la cooperación dialogal, conforme al especial incentivo que ofrece el mercado político a las racionalidades ganadoras o maximizadoras de ventajas estratégicas (Ovejero Lucas 2001, 2008). Si esto es así, para que la deliberación y la democracia puedan reconciliarse en el plano normativo y político, la primera debe distanciarse de un quimérico ideal de razón pública universalista y consensual, y la segunda debe emanciparse de un imaginario político disputativo, alegremente instalado en el reino de la incertidumbre o ciegamente confiado en la inteligencia institucional de los mercados competitivos.

En última instancia, el tránsito por estos deslindes teóricos conduce a tres interrogantes básicas: i) ¿cuáles son las propiedades distintivas de la deliberación demo-política y sus diferencias con la democracia competitiva?; ii) ¿alcanza con justificar la deliberación en términos de su corrección procedimental o sus bondades dependen, más bien, de la calidad epistémica -en el sentido de la verdad o validez objetiva- de sus resultados sustantivos?; iii) ¿cuáles son las buenas razones de una buena deliberación en una buena democracia, si pensamos estas últimas no en términos puros o ideales, sino a la luz de nuestras prácticas políticas corrientes y de nuestras experiencias generalizadas como ciudadanos de comunidades políticas pluralistas y sujetas al imperativo de decidir en conjunto? Desde luego, en este texto no pretendemos ofrecer una respuesta concluyente a estas preguntas, sino servirnos de ellas para avanzar en la articulación de una concepción válida -racionalmente aceptable y políticamente viable- de una deliberación política compatible con la democracia[4].

Como podrá apreciarse, en nuestra valoración de la deliberación política se evidencia una mayor atracción por la filosofía política aristotélica que por las moralidades contractualistas o neo-kantianas, orientadas a establecer las condiciones ideales de un razonamiento moral o de un habla comunicativa, tendientes a exigirle una excesiva erogación justificativa a las pretensiones prácticas, con vistas a que su conversión en normas vinculantes venga respaldada en razonamientos imparciales o inobjetables para todas las partes. Así pues, pese a las importantes contribuciones de esas teorías a la revitalización de una razón política discursiva o argumental, nuestro enfoque pro-deliberativo, por así decirlo, se inspira en algunos de los principios básicos de la filosofía política aristotélica, caracterizada, entre otras cosas, por su sensibilidad hacia una variada composición del demos o de las asambleas deliberantes, por su atención hacia las diversas motivaciones morales de los individuos y por su identificación de la deliberación con una racionalidad electiva y prudencial, atenta por igual a los principios y juicios rectos. A nuestro juicio, y a juicio de los actuales cultores del neo-aristotelismo (Galston 1994; Nussbaum 1995; Sherman 1998; Thiebaud 2004), un retorno crítico a Aristóteles, a sus hallazgos teóricos y a sus observaciones empíricas, puede contribuir a suministrarle a la deliberación política suficientes credenciales normativas y políticas, convirtiéndola en un padrón constitutivo o evaluativo de las decisiones democráticas, llamado a corregir, en todo caso, algunas de las falencias estructurales de los regímenes de competencia o de negociación política. Lo que queremos decir, en última instancia, es que, despojada de sus originarias marcas naturalistas y aristocráticas, la tradición aristotélica puede dar aún valiosos frutos, sirviendo para articular una visión constructiva y realista de la deliberación política, modestamente cercana al ideal político de una república o politeia demo-pluralista.

En el próximo apartado distinguimos diversos significados del término deliberación, esbozando una diferenciación conceptual entre la política deliberativa y competitiva, entendiendo ambas, si no como categorías mutuamente excluyentes, al menos como tipos ideales que, de hecho o de derecho, habilitan distintas situaciones intermedias. Luego pasamos revista a distintas visiones sobre las bondades normativas de la deliberación política, unas centradas en sus condiciones procedimentales y otras en la calidad sustantiva de sus resultados. Finalmente, tras formular algunos reparos críticos a las concepciones procedimentales de la deliberación, así como a los enfoques tendientes a subordinarla al predominio de razones consensuales o inobjetables para todas las partes, argumentamos en favor de una deliberación compatible con la racionalidad mayoritaria de la democracia y a la vez asimilable a una instancia crítica de las razones justificativas de un accionar político, en contextos pluralistas y de desacuerdo.

 

1. ¿Cuál deliberación?

Las distintas concepciones definicionales de la deliberación abrigan diferentes visiones sobre sus rasgos estructurales y contingentes, al tiempo que determinan distintas condiciones de posibilidad política de la razón deliberativa, habilitando diversas compatibilidades de esta última con una democracia electiva y mayoritaria. En consecuencia, en esta sección distinguimos diversos significados del término "deliberación", de indudable relevancia para sus defensas teóricas y prácticas, poniendo énfasis en las diferencias constitutivas del modelo de democracia deliberativa y competitiva.

Recordemos, en primer lugar, que la deliberación en sedes políticas y ciudadanas cuenta con ilustres linajes teóricos[5]. Así pues, el intercambio equitativo de razones y argumentaciones ppúblicas o, si se prefiere, el proceso público de indagación en común, han sido objeto, desde larga data, de una particular veneración por parte de distintas tiendas teóricas, siendo valorados, o bien como el fundamento de la capacidad de los cuerpos ciudadanos para decidir en conjunto y obligarse mutuamente, o bien como la garantía del desempeño autónomo de una ciudadanía reflexiva y crítica respecto a las actuaciones del poder político. Incluso hoy, quienes dirigen su mirada a las virtudes morales y políticas de la deliberación, tienden a reivindicarla como un componente constitutivo de la integridad procedimental y sustantiva de las decisiones políticas, más relevante aún que el juicio autoritativo de la voluntad popular, en su momento criticado por la revisión schumpeteriana de la teoría democrática clásica, y formalmente cuestionado por la variante "anti-populista" de la escuela teórica del public choice, tendiente a poner en entredicho la consistencia racional de los agregados mayoritarios de opinión (Schumpeter 1984; Arrow 1951)[6].

Ciertamente, la exigencia normativa de una deliberación racional, como antídoto a los faccionalismos mayoritarios, a las pasiones partidistas o a la política de intereses, vino acompañada, en general, de inocultables inclinaciones elitistas, tal como lo evidencian los escritos políticos que, en muy diversas épocas y circunstancias, defendieron la deliberación política con el mismo celo con que expresaron sus resquemores frente a la política plebeya, popular o entre muchos, sin dejar de evidenciar su desconfianza hacia el poder soberano de una doxa mayoritaria. Sin embargo, para los actuales defensores de la política deliberativa, al igual que para los más fríos estudiosos de su actual revival normativo, el principio de deliberación política connota una fuerte exigencia democrática, pues reclama el examen en pie de igualdad de todas las voces con derecho a incidir en la elección pública, con independencia de su poder numérico o de negociación (Elster 2001). A lo cual debe sumarse el hecho de que las actuales reivindicaciones normativas de la deliberación política, tanto le atribuyen una exigencia moral universalista como un valor histórico-contextual. Así, mientras algunos asocian la deliberación a un principio de trato digno o no instrumental a todos sus participantes, mutuamente reconocidos como agentes libres e iguales, con independencia de sus atributos e identidades particulares (Benhabib 2008), otros la identifican con el derecho de los miembros de una comunidad política concreta a decidir, en base a genuinos desafíos conversacionales, sus normas de vida común, sirviéndose de sus acervos cívicos y de sus más duraderos arraigos históricos (Gallardo 2005; Nino 2003).

Sea como fuere, la deliberación significa, al menos desde Aristóteles, un contraste exhaustivo de razones -al interior del individuo o con otros- en favor o en contra de un curso de acción. Actualmente el término se emplea para designar un intercambio público de argumentaciones y consideraciones libradas a un razonamiento común, destinado a justificar, sobre bases públicas y racionales, la elección de un accionar conjunto. Pero se trate de una auto-reflexión o de un habla pública, lo cierto es que la idea de deliberación remite a un discurso justificativo, sensible a todas las consideraciones relevantes para la acción, tendiente a suministrarle a la decisión común el mayor quantum de aceptación voluntaria y racional. En una palabra, toda deliberación supone un empeño de justificación racional y el interés por realizar una elección razonable y bien informada.

Ahora bien, la deliberación puede abrigar diferentes exigencias normativas o admitir distintos usos prácticos, en función de sus diversas adjetivaciones o predicados. Así, la deliberación pública equivale a un intercambio abierto y manifiesto (accesible a todo el que lo desee) de justificaciones y consideraciones dirigidas al entendimiento común. Lo cual excluye el trámite secreto de los intercambios discursivos o, más precisamente, el uso discrecional de informaciones o razones privadas, siendo incompatible, en todo caso, con el "doble discurso" o con una auto-justificación refractaria al examen crítico o independiente de las motivaciones de cada participante en la discusión. Dicho de otra manera, el principio público de deliberación obliga a todos los participantes a dar una amplia publicidad a los contenidos de la discusión y a transparentar sus posiciones e informaciones, restringiendo el habla oportunista o manipuladora, proscribiendo la instrumentalización de cualquier parte involucrada, directa o indirectamente, con el objeto de la discusión.

En cuanto a la deliberación política, si bien incluye estas últimas características, dada su relevancia pública y su intrínseco valor para el devenir de la comunidad política, consiste fundamentalmente en un intercambio abierto y de buena fe de razones y alegaciones destinadas a justificar la adopción de una decisión colectiva, de efectos vinculantes u obligatorios para todos, cuyos alcances, legales o coercitivos, reclaman una extendida base pública de legitimación. La acción de deliberar en sedes políticas o ciudadanas es indisociable, por tanto, de un principio de reciprocidad justificativa, el cual exige, por un lado, que las pretensiones políticas se dirijan al libre entendimiento común de los ciudadanos, y por otro, que las bases de sustentación de dichas pretensiones (creencias, evidencias, informaciones e inferencias prácticas), puedan cotejarse o contrastarse por todas las partes intervinientes en la decisión. De ahí que, en una genuina deliberación política, no sean de recibo las razones que un actor político racional (monológico) se dé a sí mismo, en favor o en contra de un curso de acción, conforme a sus fines pre-establecidos o a sus cálculos estratégicos, ni lo sean tampoco las razones que puedan resultar válidas para un observador imparcial o agnóstico respecto a la calidad de los propósitos del agente, centradas en el éxito de la acción, conforme a una racionalidad medios-fines o costos-beneficios. En rigor, lo que la deliberación política exige, tanto desde el punto de vista del participante como del observador, es una justificación (dialógica) del agente ante otros, dotados de perspectivas diferentes y en condiciones de objetar sus razones motivadoras, con capacidad efectiva de incidir en el resultado final de la acción. En consecuencia, las normas de conducta de la política deliberativa obligan a descartar los discursos auto-justificativos o centrados exclusivamente en la perspectiva intencional del hablante, volviendo irrelevantes o inaceptables las retóricas políticas meramente auto-afirmativas o auto-referidas, los discursos sectarios o cerrados a la perspectiva del otro. En última instancia, la deliberación política se distingue de otras formas de habla pública porque sus resultados dependen del escrutinio ciudadano de los razonamientos y argumentos justificativos de una acción decidida en conjunto y de efectos vinculantes. En este caso, los principios deliberativos (transparencia informativa, reciprocidad dialogal y apertura hacia otros), se aplican a la formación discursiva de las preferencias públicas y al ejercicio legítimo del poder de acción común[7].

A su vez, el predicado democrático de la deliberación introduce un conjunto de exigencias normativas igualitarias, no del todo bien comprendidas por algunos teóricos deliberativos, mayormente comprometidos con el pleno ejercicio de una razón pública justificativa de un curso de acción inobjetable. A cuenta de abundamientos posteriores, precisemos que la deliberación democrática se funda en principios de igual acceso al habla pública y de igual escucha a todas las voces afectadas por la decisión común, sin reservas conversacionales, ni canónicas autorizaciones epistemológicas, sin recortes arbitrarios de la agenda pública, ni presiones "normalizadoras" sobre alguna de las partes. De este modo, el componente democrático de la deliberación estaría llamado a asegurar un intercambio discursivo abierto e inclusivo, susceptible de promover los más diversos desafíos conversacionales a los consensos y disensos establecidos (Shapiro 2005). Dicho en otros términos, en tal intercambio tendrían cabida los más diversos lenguajes justificativos de las pretensiones públicas, dirigidos al entendimiento común en el marco de una intersubjetividad comunicativa, aunque igualmente protegidos contra hegemonismos discursivos, contra tutelas ideológicas o culturales. La democracia deliberativa vendría a garantizar, en suma, el derecho a pedir razones ante cada acto de autoridad política, y la obligación de suministrar razones justificativas ante tales requerimientos, habilitando un "careo adecuado" de todos los argumentos y razones relevantes para la decisión colectiva (Pettit 2001).

Si nos atenemos, pues, a la dimensión democrática de la deliberación, esta última no tendría por qué justificarse en base a las bondades epistémicas o morales de sus resultados, ni tampoco sería deseable por razones de ilustración política. Antes bien, vendría fundada en un principio de no dominación (Shapiro 2005), tendiente a asegurar el derecho de los más vulnerables, marginados o desprotegidos a exigir razones y a incidir, con sus propias razones y argumentaciones, en la decisión política. Con todo, el principio de habla igualitaria y plural no sólo sirve para asegurar la integridad procedimental de una decisión emancipada de presiones dominadoras, pues también constituye, como veremos más adelante, una condición necesaria de la consistencia racional de las decisiones mayoritarias (Nino 2003), contribuyendo a fortalecer los atributos críticos de la deliberación ante las justificaciones políticas de hecho aceptadas o rechazadas en cada comunidad política[8].

Como quiera que sea, la democracia deliberativa exige mayores deberes de cooperación discursiva o de "civilidad" que la democracia competitiva, por dos razones básicas. La primera es que la democracia competitiva privilegia fundamentalmente la libre elección entre distintas alternativas, junto al conteo imparcial de todas las preferencias medidas en votos, lo cual la vuelve compatible con la formación no-dialógica de las opiniones políticas, con la justificación privada de las preferencias electivas y con el ejercicio de una amplia gama de recursos persuasivos. Y la segunda razón es que la competencia política admite el cálculo optimizador de las ventajas y recursos de cada parte, a partir de interdependencias fácticas o de diferenciales de poder legitimados por la opinión pública, lo cual tiende a incentivar las estrategias ganadoras, racionalmente orientadas a maximizar los recursos propios y a minimizar los del adversario, cuando no centradas en el cálculo de ganancias y ventajas unilaterales. En síntesis, si bien los discursos competitivos introducen en el debate público razones disputativas o responsivas ante las objeciones contrarias, sus portavoces pueden defender sus posiciones atendiendo a los argumentos que le son favorables, abogando exclusivamente por su propia tesis y sus propias demandas.

En cambio, el principio deliberativo obliga a cada parte a suministrar razones dirigidas al entendimiento común y a obtener la aceptación racional de la otra parte, reclamando de cada interlocutor una disposición a contrastar sus argumentaciones con las de su contraparte y a revisar las posiciones propias, intercambiando razones convincentes, más que persuasivas. Lo cual no implica que las prácticas deliberativas no puedan servirse de una estructura de habla adversativa, beneficiándose con su función diferenciadora de las pretensiones de los hablantes. Dicha estructura ofrece, en efecto, un insumo articulador y esclarecedor de los contenidos y alcances de las controversias públicas, llamado a disminuir los costos de información sobre las distintas alternativas en juego. Sin embargo, la lógica deliberativa exige una disposición a ingresar en una indagación común y a asumir la perspectiva del otro de un modo que no lo hace la discusión adversativa, pues la deliberación obliga a todas las partes a someterse a la crítica o a las objeciones contrarias, a no buscar la primacía de una determinada opción porque es la propia o porque a las otras opciones les pueda ir mal en la discusión, sino a que prevalezca la mejor alternativa, la más racional y razonable, dadas las argumentaciones disponibles y las circunstancias del caso.

Téngase en cuenta, además, que los resultados de uno y otro modelo de democracia no pueden medirse con los mismos estándares de evaluación, pues la deliberación política, a diferencia de la política competitiva, no pretende reflejar un genuino orden de preferencias, ni formar un agregado mayoritario de voluntades consistentes, sino construir preferencias públicas −de primer y segundo grado, dirán algunos− no sólo autónomas, sino bien informadas, esclareciendo los genuinos disensos y los desacuerdos razonables, fortaleciendo, en definitiva, el juicio público de los ciudadanos. En último término, la democracia deliberativa no privilegia, como la competitiva, un método neutral de conteo y agregación de las preferencias individuales, pues su objetivo es asegurar la igual consideración de todos los argumentos y testimonios susceptibles de clarificar el contenido de las divisorias públicas y modificar las preferencias previas. En este caso, el principio de imparcialidad se aplica a las razones y argumentaciones públicas más que a las preferencias electivas de los ciudadanos, pues en un contexto político deliberativo no se trata -ni única, ni fundamentalmente- de respetar la autonomía de los ciudadanos y sus decisiones propias (sin duda un bien constitutivo y necesario de una genuina elección pública), sino de juzgar, en base a todas las consideraciones relevantes para el caso, las mejores razones para hacer un uso legítimo del poder de acción común.

 

2. El deliberacionismo procedimiental

Según la visión procedimentalista del ideal deliberativo, el estricto cumplimiento de las reglas de igualdad e imparcialidad aplicadas al tratamiento público de las pretensiones de cada parte y a sus posibilidades de influir en la formación discursiva de la voluntad política, vendría a asegurar la corrección de sus resultados y, en consecuencia, su cumplimiento voluntario, con independencia del contenido de la decisión adoptada o de sus impactos en la vida social. Dicho de otro modo, la garantía ofrecida a todas las posiciones de un igual acceso al espacio público, junto al tratamiento imparcial del conjunto de razones relevantes para la decisión colectiva y al cumplimiento de las normas de comprensión y entendimiento mutuo de una comunicación intersubjetiva, le asegurarían al resultado de los procesos deliberativos una "presunción de racionalidad" y una aceptación generalizada, más allá del contenido concreto de los insumos discursivos.

Ahora bien, entre los enfoques procedimentalistas no hay acuerdo sobre cuáles son los criterios que deben primar a la hora de asegurar una deliberación justa o garante de la corrección procesal de sus resultados. Así, mientras algunos autores enfatizan los requisitos internos del proceso deliberativo, otros destacan las condiciones externas de igualdad social, susceptibles de asegurar las mismas posibilidades de influencia en la deliberación y en su resultado. Entre los primeros, se pone énfasis, entre otras cosas, en los deberes de respeto universal, de igual consideración a todas las partes y de reciprocidad comunicativa (Benhabib 2008), y entre los segundos, se tiende a insistir en la igualdad de recursos necesarios para acceder a los ámbitos deliberativos, o bien en las capacidades requeridas para hacer un uso efectivo de las oportunidades discursivas, dadas las diferencias de poder, de riqueza o de educación entre los ciudadanos (Bohman 1998, Sen 1995).

Sea como fuere, el caso es que, desde el Stuart Mill del Gobierno representativo, hasta los más recientes desarrollos teóricos de John Rawls (1993) y Jürgen Habermas (1998), abundan las defensas pocedimentales de la deliberación y de sus atributos internos para promover decisiones racionales y justas para todas las partes. Ya sea confiando en las reglas de una representación plural de las opiniones ciudadanas y en los incentivos institucionales para formar corrientes generales de opinión en ámbitos macro-políticos de discusión, como en Mill, ya sea priorizando lo común, suprimiendo la diversidad social ex ante, bajo el constructo teórico de una "posición originaria" y un "velo de ignorancia", como en Rawls, ya sea invocando, en fin, una situación ideal de habla, fundada en principios de reciprocidad comunicativa impresos en el lenguaje humano, como en Habermas, lo cierto es que la política deliberativa cuenta con prestigiosas defensas procedimentales. Así, de acuerdo a estos autores, la razón deliberativa, librada a condiciones justas de participación o de representación ciudadana, depurada de asimetrías fácticas y de cálculos estratégicos, regida por normas de civilidad o por una racionalidad comunicativa, se encargaría de procesar resultados justos o equitativos para todas las partes[9].

En el caso de las teorías de Rawls y Habermas, el principio de justificabilidad pública se inscribe en un procedimiento ideal de deliberación, pensado para asegurar la corrección moral de los razonamientos políticos, para evitar bloqueos emanados de la apelación a verdades metafísicas controvertibles y para neutralizar arreglos cooperativos basados en equilibrios de poder o de negociación. Pero la tendencia de estos autores a asimilar la deliberación política a una moralidad contractualista o discursiva, así como sus inspiraciones acuerdistas o consensualistas, les han llevado, o bien a imaginar depurados ámbitos de razonamiento imparcial, llamados a neutralizar la racionalidad maximizadora del bien propio y a decantar las propuestas exentas de objeciones razonables, como en Rawls, o bien a buscar una normatividad comunicacional alejada de la política convencional, destinada a formar opinión en la sociedad civil o en ámbitos públicos divorciados de las responsabilidades gubernativas, como en Habermas. Pero en ambos casos, se trata de un pensamiento deliberativo más interesado en satisfacer las exigencias morales de una decisión o comunicación racional, que en fortalecer el poder colectivo de una democracia pluralista, más preocupado por elevar la razón deliberativa al terreno de un diálogo moral, centrado en lo común o en lo universalizable, que por justipreciar una interlocución animada por robustas divisorias políticas, constitutivamente ligadas a la diversidad de intereses y valores ciudadanos.

Y bien, al margen de los relevantes empeños de estos autores por reivindicar la razón pública o comunicativa frente a las doctrinas dogmáticas del bien y a las racionalidades políticas calculadoras, lo cierto es que las exigencias procedimentales de la deliberación política no pueden hacer la economía de las particularidades de sus participantes (como ya fuera entrevisto por Aristóteles en su Retórica), ni pueden establecer rígidas fronteras entre lo público y lo privado, ni tampoco ignorar la racionalidad sustantiva de las divisorias políticas más arraigadas y duraderas, sin arriesgar los componentes democráticos de la deliberación o sin recortar onerosamente los asuntos en discusión, desconociendo los problemas semánticos o sustantivos de la vida política, sin duda significativos para los hablantes y para las performances concretas del habla pública. Sin desdeñar, entonces, el espíritu pluralista de las referidas teorías, no es menos cierto que sin la existencia de algún fraccionamiento significativo del todo social, sin la construcción adversativa de un habla articulada por agrupamientos de principios y de opinión, firmemente arraigados en la vida ciudadana y con vocación legisladora, o no tendría sentido deliberar, o la deliberación se vería amenazada por una alternativa igualmente desconsoladora entre un murmullo ininteligible de infinitas voces inconmensurables y un razonamiento público encorsetado en una abstracta condición ciudadana, escindida de los arraigos, compromisos e identidades que informan, en cada contexto particular, el lenguaje moral y político. De hecho y de derecho, los procesos justificativos de un determinado esquema o curso de acción se activan a partir de la iniciativa de una parte o fracción de la sociedad, sin que esta fuente inicial de la decisión constituya un pecado original, sino más bien la revelación de un agente y de su identidad pública en un espacio común o abierto a todos, constituido sobre bases pluralistas y librado a irreductibles reglas de intersubjetividad (Arendt 1987).

Si en vez de pretender avanzar, entonces, con extremas dificultades, por el camino de una razón deliberativa desencarnada, orientada al consenso por solapamiento o a la búsqueda pragmática de un interés generalizable, dirigimos la mirada a la filosofía política aristotélica, en ella encontraremos algunas ideas demo-republicanas apropiadas para juzgar las verdaderas bondades procedimentales de la deliberación, más realistas, en todo caso, que las ofrecidas por la tradición contractualista o la ética discursiva (Aristóteles 1978, 1986). En su Retórica, Aristóteles sostiene, en efecto, que sólo deliberamos sobre aquello que depende de nosotros o sobre lo que puede ser de otra manera de como es, lo cual excluye la homologación de las verdades de la razón teórica, ontológica o científica, en el reino práctico de la política. Pero en buena lógica aristotélica, no estaríamos en condiciones de reconocer lo que depende de nosotros, o lo que puede ser de otra manera, si no nos reconocemos como criaturas humanas con diferencias y particularidades (constitutivas, por cierto, de diferentes modos y posibilidades de ejercer las capacidades comunes a la especie humana), dando debida cuenta de nuestras legítimas expectativas de justicia y autorrealización, en contextos concretos y diferentes. De ahí que, en la república o politeia aristotélica, histórica o ideal, los participantes en las asambleas y en las magistraturas provengan de diferentes clases o categorías sociales, y la calidad de sus deliberaciones dependa, en parte, del valor multiplicador de la cantidad, pues muchos piensan mejor que cada uno por separado, y en parte también, de las diferencias de capacidades o de méritos políticos, pues los males de la cantidad o del interés particular se remedian, según Aristóteles, con la virtud y la excelencia de los hablantes, cuyo carácter moral constituiría un insumo decisivo, desde la perspectiva aristotélica, para el mejoramiento de la calidad de las discusiones y decisiones colectivas.

De manera que si pensamos el procedimiento deliberativo en clave aristotélica, no hay por qué forzar una costosa erradicación pública de las diferencias entre las partes sino, en buena lógica pluralista, servirse de ellas, neutralizando sus perspectivas unilaterales, sus cálculos posicionales o sus sentimientos de justicia auto-referidos, sin tener que disolverlas en un "yo común", como lo quería Rousseau, ni tampoco someterlas a un "velo de ignorancia" sobre sus posiciones y expectativas particulares, al modo de Rawls, pues la propia deliberación se encargaría de aportarles una mayor inteligencia y capacidad de comprensión mutua, forzándolas a superar posiciones auto-interesadas, acercándolas -si se quiere seguir al pie de la letra el pensamiento aristotélico- a la medida justa de una justicia común. Por democrática, entonces, la discusión de tipo aristotélica vendría a garantizar la igual libertad de acción discursiva, rescatando de la oscuridad o del anonimato (de la necesidad o la dependencia, por emplear el lenguaje clásico), a las voces proclives a revelar aspectos relevantes para la decisión colectiva, que de otro modo permanecerían ocultos o ignorados. Y por su moralidad republicana, esto es, por su preferencial atención a la calidad de los discursos interesados en la cosa pública o de todos, más que a la cantidad de los participantes en la decisión, la deliberación vendría a reconocer las dotaciones diferenciales de virtud política, privilegiando la escucha de las voces más confiables o dispuestas a dar preeminencia argumental a las cuestiones de justicia o de reconocimiento mutuo, sin que los interlocutores tengan que negar sus diferencias o renegar de sus intereses, sino más bien revisar los aspectos parciales de sus posiciones, mejorando, con sus respectivos aportes, las bases justificativas -epistémicas y normativas- del pleno ejercicio del poder gubernativo de los ciudadanos[10].

En cualquier caso, las diferenciaciones políticas admitidas por la política deliberativa no pueden equipararse a las aceptadas por la democracia competitiva. En esta última, en efecto, los oponentes construyen sus identidades públicas con referencia a otros adversativos, diferenciándose entre sí mediante discursos disputativos o de impugnación recíproca, participando en un juego contingente de ganadores y perdedores relativos, reversibles o provisorios. Luego, la competencia política no sólo ofrece la posibilidad de sacar a luz los desacuerdos políticos, con vistas a dirimirlos en forma pacífica bajo las reglas de un mercado político contestable, sino que incentiva también el ejercicio escasamente regulado de la libertad calculadora, pues el uso racional de una estrategia ganadora en un juego competitivo supone efectuar un cálculo racional de jugadas beneficiosas para el actor, tendientes a maximizar sus recursos y sus objetivos ganadores, minimizando los del adversario.[11] Así, el político competitivo, abocado a la disputa por recursos públicos escasos (atención ciudadana, favoritismos en la opinión, apoyos organizacionales y financieros, control de los patrimonios simbólicos o de las adhesiones históricas, etc.), debe actuar, si no quiere exponerse a severas pérdidas, en base al cálculo racional de los riesgos e incertidumbres inherentes al ingreso en el juego competitivo, teniendo en cuenta las reglas de distribución de los premios en juego, en particular, la posibilidad de ganar o el costo de resultar perdedor. Por consiguiente, si bien las reglas competitivas promueven valiosos espacios públicos de diferenciación e imputación recíproca, valorizando los mecanismos de responsabilización pública y de rendición de cuentas, al mismo tiempo incentivan el cálculo del beneficio propio, cuando no, la evaluación permanente de ganancias y pérdidas que arrojan los juegos competitivos.

En cuanto a la deliberación política, aun cuando no esté en condiciones de erradicar los cálculos de conveniencia política, dada la imposible absorción de la incertidumbre y la motivación discrecional de los agentes mediante las formas instituidas de cooperación recíproca, puede acaso neutralizarlos, minimizando su eficacia práctica o racional (al menos en mayor medida que la política competitiva), haciendo valer sus principios de transparencia informativa, de reciprocidad dialogal y de apertura hacia otros. Lo decisivo, en todo caso, es que las instituciones deliberativas logren incentivar la confianza y la seguridad mutua entre los agentes políticos, asegurando que ninguno de ellos, probablemente dotados de combinaciones promediales de virtud y de interés, prefiera sustraerse a las reglas de cooperación comunicativa, echando mano a recursos extraños al poder de convicción de sus razones, optando, más por motivos estratégicos que por razonables fundamentos morales o políticos, por la construcción de un otro adversativo, en desmedro de un nos-otros relacional o dialogal[12].

En síntesis, mientras el procedimiento competitivo refuerza un principio de libre elección, alentando una dinámica de discursos adversativos, mediante los cuales los contendientes se desmarcan o se diferencian, procurando superarse unos a otros en un mercado político abierto y contestable, el proceso deliberativo pone en juego discursos justificativos orientados al entendimiento mutuo, a la primacía del mejor argumento y a una aceptabilidad racional, exigiendo de sus participantes mayores disposiciones dialogales, vale decir, la atenta escucha de todas las voces y testimonios pertinentes o relevantes, con independencia de sus artes competitivas, de su respaldo en votos o de su capacidad para ingresar o prevalecer en el mercado político. La deliberación tiene así un componente anti elitista, celosamente reivindicado por los teóricos de la competencia política, aunque menos expuesto a las asimetrías, las externalidades negativas y las lógicas plebiscitarias de las estrategias agregativas de los empresarios políticos competitivos, incentivados, acaso a pesar de sí mismos, en función de las reglas de la política competitiva, a moverse en el terreno de un cálculo de éxito o a no exceptuarse -al menos unilateralmente- de una racionalidad ganadora[13].

 

3. Deliberación y corrección sustantiva de sus resultados

Sin duda, la calidad procedimental de la deliberación colabora a la corrección sustantiva de sus resultados, puesto que, además de garantizar un derecho simétrico de habla a todas las partes y de asegurar que todos los afectados por la decisión puedan hacer oír sus reclamos y sus objeciones, proscribe las actitudes meramente auto afirmativas o disputativas, coadyuvando a que las decisiones resultantes se justifiquen en principios generales y en adecuados juicios contextuales. Pero unos y otros, y esto es crucial, no podrían poner en peligro aspectos e intereses intrínsecamente valiosos para la sustancia de la decisión, como el pleno ejercicio de las libertades e igualdades ciudadanas o el justo trato a los intereses de todas las partes involucradas, sin poner en riesgo la democracia misma y, en particular, sus garantías procesales (Rawls 1993, Dahl 1991, Nino 2003).

Ahora bien, ¿podemos confiar exclusivamente en la justicia procesal de las instancias demo-deliberativas y en el cumplimiento de las condiciones neutrales o imparciales del procedimiento deliberativo? ¿Alcanza con garantizar a todas las partes un igual derecho a incidir discursivamente en las decisiones vinculantes, con independencia del enjuiciamiento normativo y político del contenido de sus razones? ¿Acaso el respeto a las normas relacionales de una discusión intersubjetiva constituye una razón suficiente para reconocer la validez sustantiva de sus resultados y cumplir voluntariamente sus prescripciones, sin considerar los fundamentos de sus contenidos justificativos? Tales preguntas remiten, en última instancia, a un dualismo clásico entre un procedimiento justo, tendiente a asegurar un tratamiento imparcial a las voces y consideraciones relevantes para la decisión, y una resolución sustantivamente válida, la cual requiere algo más, a saber: el escrutinio crítico y evaluativo de la calidad justificativa de las razones prevalecientes en la decisión adoptada.[14]

En todo caso, si del lado de la perspectiva procedimental se privilegia un compromiso -asociativo o contractual- con el cumplimiento de las decisiones, en virtud de su legitimidad procesal, al punto tal que las resoluciones se cumplen no porque sean necesariamente las más acertadas o justas, ni porque todas las partes aprueben su contenido, sino porque provienen de una autoridad legítima, sujeta a presupuestos comunicacionales o a requerimientos legales previamente establecidos, del lado del enfoque sustantivista se pone énfasis en la validez de las razones justificativas de la decisión vinculante, abundando en la calidad objetiva o intersubjetiva de los argumentos empleados, en su grado de corrección para formar genuinas voluntades colectivas y alcanzar la más amplia aceptabilidad entre todas las partes involucradas, convirtiendo, en una palabra, el contenido sustantivo de la deliberación en el fundamento del cumplimiento obligatorio de sus resultados[15].

Y bien, desde la perspectiva sustantivista de la deliberación, sus buenos resultados deben venir fundados en criterios o principios que permitan distinguir entre las buenas y malas razones para usar el poder político, seguido de la adjudicación de un mayor peso justificativo a las razones que verdaderamente merezcan una mayor incidencia en la formación de las preferencias públicas o en el juicio ciudadano. En este caso, la defensa de las buenas performances políticas de la deliberación depende, por un lado, del tipo de distinción que se establezca entre la motivación de las razones y otras motivaciones inadecuadas, y por otro, del criterio que se siga para juzgar las propuestas deliberativas, de suyo ajustadas a un intercambio comunicacional e intersubjetivo, como una buena razón para movilizar el poder de acción común de los ciudadanos.

Llegados a este punto, nos encontramos con dos órdenes de interrogación, igualmente significativos desde el punto de vista de la calidad sustantiva del proceso deliberativo y de sus resultados. El primero se relaciona con la cuestión del poder motivador de las razones en la vida política, lo cual se conecta con una vieja discusión práctica sobre la autosuficiencia política de las razones y su estatuto justificativo en el plano político. El segundo se vincula con los criterios que permiten reconocer una buena razón para actuar políticamente, en particular, su justo derecho a participar en la formación discursiva de la voluntad política y a predominar en la elección pública[16].

Respecto a la primera interrogante, recordemos que el ideal de razón y justificación pública que está detrás de las más ejemplares reivindicaciones normativas de la deliberación pública, importa una fuerte reivindicación del poder de las razones en la vida política. De hecho, la conexión interna entre el principio de justificabilidad pública y la razón deliberativa llevó a diversos filósofos políticos a defender, en muy diversas circunstancias, una política de razones, basada en la asignación de un papel fundamental, entre los componentes causales o intencionales del accionar individual o colectivo, al poder motivador −necesario y suficiente− de las razones, concebidas como consideraciones que cuentan a favor o en contra de una acción o de algo que depende del agente, sensible al juicio, al decir de Thomas Scanlon (2003).[17]

Sin duda, el acento puesto en las razones como elemento necesario y suficiente de las justificaciones políticas, al igual que la conversión de las diversas fuentes motivacionales al lenguaje de las razones, empresa kantiana si las hay, tiende a eliminar el peso de la subjetividad y los estados expresivos en la acción intencional en general, y en el habla justificativa en particular, buscando independizar las razones del sujeto, procurando aislar las justificaciones semánticas de las contextuales, por emplear los viejos términos del empirismo lógico. Ahora bien, el poder motivador de las razones en la vida política no ha gozado de un consenso pacífico entre los teóricos políticos, pues las razones, dirán algunos, no todo lo pueden, ni son suficientes, dirán otros, para dar estabilidad a las acciones y comportamientos humanos. Más concretamente, el culto a la política de razones tiene su otro adversativo en las corrientes que, desde Aristóteles a la filosofía de la acción, pasando por Hobbes y las ciencias sociales de inspiración romántica, o bien rechazaron la auto-suficiencia de la razón y su independencia respecto a los deseos, o bien insistieron en la fuerza motivadora −originaria o selectiva− de las emociones y los sentimientos en la vida humana, enfatizando la importancia del carácter y la personalidad de los individuos en sus conductas y juicios de situación, en su decisión de tomar la palabra y argumentar en un determinado sentido. Así, mientras del lado del pensamiento platónico −y de sucesivos iluminismos ilustrados− se procuró superponer la imagen de la fría y recta razón a la parte irracional del alma, del lado de los herederos de Aristóteles, se insistió, más bien, en el papel de las emociones y las pasiones, de la reacción airada y los sentimientos de indignación a la hora de actuar y de juzgar, con inteligencia y decisión, las cosas políticas (Nussbaum 1995). Incluso, desde la ética aristotélica, las razones morales y prudenciales, entendidas como exigencias prácticas de moralidad y juicio recto, no tienen por qué separarse de las motivaciones centradas en deseos, ni las obligaciones morales deben escindirse de los propósitos autorrealizativos de los individuos, ni tampoco las preferencias morales del agente pueden aislarse de su carácter o identidad moral, aunque los deseos y los móviles emocionales no basten, por sí solos, para justificar un reclamo moral o un acto de autoridad política, debiendo pasar por el tamiz, en buena lógica aristotélica, de una auto-deliberación o de una deliberación racional con otros[18].

Como quiera que sea, para el pensamiento político sensible a las "afecciones del alma" y a los hábitos morales de los individuos, una deliberación democrática, atenta a todas las circunstancias merecedoras de corrección política, se vería beneficiada, más que perjudicada, con la activación de los atributos de sensibilidad y perceptividad moral de los ciudadanos y sus agentes, con el pleno ejercicio de sus facultades emocionales para capturar los aspectos injustos o degradantes de tales circunstancias. De modo que el carácter y la sensibilidad emocional de los individuos, lejos de afectar el accionar deliberativo, vendrían a enriquecer sus intercambios discursivos, abonando una correcta percepción de la particularidad moral de cada circunstancia, de lo éticamente relevante en cada caso, de lo que pueda contar, en definitiva, como sufrimiento o injusticia en una determinada situación.

Claro está, la deliberación exige que los hablantes tomen distancia respecto a sus preferencias egocéntricas, combatiendo las miopías emotivas que afecten su reflexión autónoma o su capacidad de juicio. Pero ello no es obstáculo para que los ciudadanos y sus agentes hagan uso de su sensibilidad perceptiva, emocional y afectiva, sirviéndose de tales facultades para corregir las generalizaciones insensibles a ciertos costes o renunciamientos intolerables, reaccionando ante situaciones injustas o moralmente degradantes, revelando los costes o sacrificios implícitos en la adopción de determinados principios y cursos de acción. En definitiva, tal como lo establecen algunas perspectivas neo-aristotélicas (Sherman 1998; Nussbaum 1995), las razones que reclama una genuina deliberación no tienen por qué pertenecer al dominio trascendente de la recta razón; también pueden encontrar un terreno firme de cultivo en el plano emocional de los individuos, en su carácter y personalidad moral, en sus capacidades para actuar con integridad ante las circunstancias cambiantes o electivas, enfrentando los sesgos morales e ideológicos de las asunciones genéricas, conjugadas como principios o como juicios regla-caso. Incluso podría decirse, acudiendo a una sobria evocación del trasfondo emocional de las conductas políticas, sin caer, por tanto, en un psicologismo desdeñoso de la racionalidad argumental e intersubjetiva, que, si toda deliberación requiere discernir los peligros, las oportunidades y consecuencias de optar por un determinado curso de acción, el agente más dispuesto a traducir sinceramente sus motivaciones propias al lenguaje de las razones aceptables por otros, no podría llevar a cabo tal empresa, sin contemplar su propia peripecia vivencial, sin hacer uso de sus facultades sensitivas, sin conectarse, en definitiva, con sus temores y afecciones más profundas y sentidas.

En cuanto a la segunda interrogación, relacionada con la evaluación de la calidad sustantiva de las razones justificativas en el terreno político, la misma nos remite a una encrucijada teórica, por así decirlo, de fuertes enraizamientos filosóficos, regularmente abonada por diversas variantes de la tradición epistemológica y sus críticos, de la cual emanan dos opciones básicas: o bien la discriminación de los enunciados públicos conforme a un fundacionalismo epistémico, basado en criterios o métodos encargados de conferir o de denegar un estatuto de verdad a las proposiciones públicas, tendientes a determinar –formal u objetivamente− sus errores e incorrecciones, o bien la inscripción de las justificaciones públicas en un contexto consensual, dependiente de formas concretas y diversas de razonamiento público, refractario a cualquier test de corrección epistémica, a cualquier pretensión de verdad fáctica o moral incompatible con el pluralismo o la contingencia de los saberes humanos. Lo cual, si bien invierte las cosas, no hace sino abonar un terreno clásico de discusión entre los cultores de una legalidad epistemológica universal y los adeptos a un relativismo contextual, entre los defensores, también podría decirse, de una semántica veritativa –formal u objetiva, empírica o referencial− y los enfoques críticos a la idea de una racionalidad dotada de fundamentos epistémicos o morales, asimilable, para algunos de estos enfoques, a una voluntad de poder o de verdad (Ibáñez 2005)[19].

Y bien, la teoría de una deliberación demo-política, igualmente consustanciada con la idea de un pluralismo robusto y con una insoslayable noción de verdad objetivante y corrección normativa (si no determinante para las posturas escépticas o llamadas a insularizar la política de las cuestiones de verdad y valor, ciertamente relevante desde la perspectiva de los participantes y de sus motivaciones corrientes), debe sortear esta encrucijada, evitando ambas alternativas, apelando a una defensa de las bondades sustantivas de la deliberación en base a un fundamento epistémico débil, equiparándola a una instancia crítica y evaluativa, dialógica y no monológica (al menos en lo que refiere al contexto de justificación) de la validez fáctica, normativa y política de las justificaciones aceptadas o en disputa.

Recordemos, en primer lugar, que la deliberación política no es asimilable, en ningún caso, a una indagación científica o moral. No porque no se confronte con los problemas de racionalidad, objetividad y generalidad que enfrentan estas últimas, sino por su finalidad decisional y por los vínculos específicos de obligatoriedad que emanan de sus resultados. De hecho, el telos y la praxis de la actividad política se nutren de insumos provenientes de los saberes científicos y del conocimiento moral, con vistas a dar debida cuenta de una realidad común o idéntica para todos, por un lado, y por otro, a fortalecer su racionalidad práctica. Pero además, dejando de lado las relaciones contingentes entre la acción política y los saberes expertos, el principio de justificabilidad de las propuestas políticas exige que estas vengan respaldadas en las creencias y convicciones del sentido común o de los saberes expertos sobre la realidad del mundo social, sobre los hechos comunes y la vida moral.

Sea como fuere, el punto a destacar es que la deliberación demo-política no conlleva ni a una verdad demostrada por métodos formales o científicos, ni a una única perspectiva moral, sean estas trascendentes de lugares y temporalidades, sean dependientes del contexto o de carácter histórico-cultural. Antes bien, por tratarse de una actividad con fines gubernativos o legislativos, sus bases justificativas (las cuestiones cognitivas y normativas dignas de consideración en una decisión colectiva), son internas a este cometido, o al menos deben tener una conexión interna con una finalidad política, con el tratamiento colectivo de una cuestión de justicia, de reconocimiento mutuo o de interés general, aunque dichas bases no sean del todo independientes de los valores y reglas vigentes en otros campos del conocimiento y la acción humana. De ahí que las actuaciones políticas no puedan contar con un fundamento epistemológico fuerte sino débil, moderadamente realista, podría decirse también, pues, si bien los hablantes se comunican mutuamente sus pretensiones de verdad y corrección normativa, contrastándolas con sus mundos referenciales y con la experiencia común, dando por sentado el valor de esas pretensiones y contrastes en una deliberación y decisión racional, no existe un criterio externo -ontológico o metodológico- que permita determinar lo verdadero o lo correcto, por fuera de las experiencias y valoraciones de los participantes en la discusión, ni es posible llegar a un acuerdo sobre las condiciones procedimentales que garanticen, a priori, la aceptabilidad racional de tales pretensiones (Taylor 1995)[20].

En segundo lugar, la determinación de la verdad o falsedad, de la corrección o incorrección de las proposiciones políticas es una cuestión problemática, entre otras cosas, porque las premisas que les sirven de fundamento son, por lo general, genéricas o polémicas. Incluso, las lecturas descriptivas de los hechos comunes suelen expresar profundas diferencias éticas o políticas. Sin olvidar tampoco que los derechos e intereses más importantes, celosamente amparados por las constituciones liberal-republicanas, entran regularmente en conflicto, a instancias de distintas opciones valorativas o interpretativas, derivando, de una manera o de otra, en una decisión procesalmente regulada, en la que suelen pesar, para bien o para mal, las opiniones mayoritarias. Por consiguiente, la corrección de lo que hacemos políticamente no depende de la verdad probada o demostrada de los enunciados públicos, ya que si supiéramos de antemano o ex-post la verdad o la falsedad de nuestras convicciones y las de los otros, no tendríamos necesidad de deliberar colectivamente, ni de realizar elecciones públicas. Por todo ello, la razón política conduce, en última instancia, a elegir entre alternativas posibles o reales, acordando a la opinión ganadora el derecho de iniciativa para reglamentar situaciones sociales, conforme a normas procedimentales que permiten a los oponentes seguir bregando, en términos democráticos, por sus creencias y pretensiones[21].

Con todo, no debe exagerarse la dimensión contingente o pragmática de la razón política, puesto que la esfera gubernativa pone en juego creencias y valoraciones relevantes para la vida de los ciudadanos, llamadas a configurar sus mundos comunes y a informar sus respectivos fines. Y si bien los conocimientos y valores de los individuos no son del todo ajenos a sus lenguajes y formas de vida, no por ello dejan de contrastarse, de una manera o de otra, con las realidades involuntarias o independientes de sus deseos y preferencias. Por otra parte, aunque las mayorías y minorías políticas no estén en condiciones de resolver cuestiones epistémicas y morales sobre la base de un criterio independiente, conforme a alguna medida objetiva de verdad y corrección normativa, sus posiciones no tienen por qué alojarse en el dominio de lo subjetivo, de lo contingente o lo arbitrario, pues en tal caso, estaríamos emparejando, en nombre de un escepticismo cognitivo o de una indecibilidad normativa, todas las creencias y apuestas morales, librando el mundo político a meras luchas de poder, negándoles a sus protagonistas el derecho a la verdad y al justo combate por prevalecer en el plano de las creencias comunes y los principios públicos mejor fundados.

En resumen, la inexistencia de un criterio único de validación de las creencias y valoraciones políticas no debe llevar a una cancelación de las evaluaciones epistémicas y morales en el plano de las deliberaciones ciudadanas, pues las afirmaciones fácticas o valorativas pueden jugar un razonable papel motivador en términos políticos, aportando mejores o peores justificaciones para movilizar el poder de acción común. Ahora bien, ¿de qué depende la acreditación deliberativa de una razón como una buena razón justificativa de un curso de acción política? Por lo pronto digamos, en términos negativos, que no depende de su vocación acuerdista o consensual, ni de su imparcialidad o neutralidad moral, aunque estos atributos puedan contribuir a forjar, hasta cierto punto y según los casos, genuinas bases justificativas de un accionar político.

En defensa de estas afirmaciones, valgan dos breves consideraciones. En primer lugar, si miramos las cosas desde una perspectiva demo-republicana, más que liberal-contractualista, esto es, desde una perspectiva más sensible a la autonomía de los poderes ciudadanos que a la independencia de los individuos, las buenas razones deliberativas no tienen por qué equipararse a las razones dirigidas a la obtención de un acuerdo racional o a la captura de intereses generalizables, ya resulten de un procedimiento deliberativo ideal, trascendente de divisorias particulares o de racionalidades calculadoras, como en Rawls, ya provengan de una situación ideal de habla, constitutivamente orientada al entendimiento o saneada de distorsiones extra-dialogales, como en Habermas. Antes bien, las buenas razones deliberativas deben su origen, de hecho y de derecho, a un habla ciudadana corriente y real, siendo impulsadas por sus propios interesados o por quienes se sientan afectados por una norma común, trayendo a consideración aspectos relevantes para la decisión colectiva, contribuyendo a fortalecer, desde cada óptica particular, las bases públicas de aceptación o de objeción de una reglamentación común[22].

Pero además, la decisión resultante de una deliberación democrática no tiene por qué venir fundada en razones o soluciones inobjetables para todas las partes, ni pasar por el lecho de Procusto contractual de un consentimiento unánime, carga demasiado onerosa o injusta para la aprobación democrática de las iniciativas o demandas que aspiren –con mayor o menor urgencia− a orientar el ejercicio del poder político en una determinada dirección, en el marco de una legalidad común. A lo sumo, las razones justificativas del ejercicio mayoritario del poder político deben venir presididas por una determinación específica de principios y valores públicos (libertad e igualdad, justicia y reconocimiento mutuo, solidaridad o reciprocidad, interés general o utilidad común, etc.), así como por referencias e inferencias públicamente contrastables por todas las partes, sin que aquellos y ni estas tengan que concitar una adhesión generalizada, ni tampoco depender de los logros performativos de los actos de habla en el marco de una comunicación intersubjetiva, cuya excesiva valorización puede llevar a desconocer los problemas semánticos reales o los genuinos disensos públicos[23].

En segundo lugar, la bondad de la deliberación demo-política no depende de la elevación del interés racional de una parte de la sociedad a una razón imparcial o neutral. No se trata, en efecto, de un procedimiento destinado a desenmascarar a un agente egoísta o auto-interesado, para forzarlo a que adopte la perspectiva del bien común, de una razón trascendente o neutral, pues el supuesto egoísta, supuestamente víctima de un apetito o de un interés particular, bien puede ser el portavoz de una categoría social injustamente damnificada en el reparto de recursos sociales o arbitrariamente excluida del espacio público, al tiempo que su demanda puede abarcar un legítimo reclamo de reconfiguración del "nosotros" ciudadano, sea mediante la incorporación de algo nuevo a viejos preceptos, sea mediante la creación de nuevos preceptos. Incluso, la bondad sustantiva de las justificaciones políticas no puede medirse a la luz de un principio de justificación imparcial (inevitablemente "interno", dicho sea de paso, a un contexto político o cultural), pues los contenidos de moralidad política de los arreglos y actos políticos no son imparciales en un sentido estricto, ya que si bien deben serlo respecto al auto-interés y al cálculo unilateral de ganancias o conveniencias, se trata de articulaciones comprensivas de principios y valores tendientes a habilitar ciertos regímenes o resultados y no otros.[24]

Puestas las cosas así, la acreditación política de las razones válidas en una deliberación demo-política, más allá de reclamar su inscripción en razonamientos de moralidad política y de estimar su disposición a seguir reglas de referencia o de inferencia comunes, no exige que tales razones sean suscritas por todas las partes, logro de dudosa realización en un mundo político en el que la aceptabilidad de las cosas no sigue necesariamente a los más logrados empeños de justificación, no sólo por las mediaciones ideológicas o el ascendiente del interés sobre la verdad, sino también en función de las "cargas del juicio" (Rawls 1993), y de los procesos transicionales o transformativos a nivel de las certezas y valoraciones genuinamente desafiadas. Lo importante, en todo caso, es que las consideraciones de principio y los juicios bien informados, pesen más que los cálculos de conveniencia estratégica y las meras correlaciones de fuerzas, que tanta recepción tienen en los discursos expertos o mediáticos, tendientes a escrutar, a la luz de una agnóstica jerarquización de las racionalidades teleológicas, centradas en un cálculo de medios-fines o de costos-beneficios, las jugadas habilidosas en el "tablero político".

Para una defensa modesta de la política deliberativa, entonces, alcanza con exigir que las razones tendientes a disponer favorablemente a todos los interlocutores no encierren cálculos estratégicos que obstruyan la discusión, evitando los argumentos que impliquen una mera afirmación expresiva de los agentes o remitan a la intensidad de una preferencia [25] Y si bien el ideal deliberativo reclama que las razones sean juzgadas en sí mismas, por su valor intrínseco, ello no exige una abstracta erradicación del quién del sujeto hablante, ni un desaire jacobino a su mirada privilegiada sobre su situación particular. En última instancia, la justificación de las pretensiones dirigidas a convertirse en una norma legal u obligatoria para todos, requiere el suministro de razones referidas a puntos de vista compartibles o representables desde las más diversas perspectivas, reales o hipotéticas, susceptibles de revelar –intersubjetivamente− los costes y consecuencias –generales o particulares− de una determinada regla común. De ahí que la deliberación no pueda ser ajena a la perspectiva de los agentes que deliberan, ni a sus respectivas identidades o arraigos básicos, de donde surgen las diferencias, las demandas de justicia y de reconocimiento mutuo de una ciudadanía no escindida entre los usos públicos y privados de la razón[26].

Como podrá apreciarse, en el fondo de estos planteamientos despunta un marcado interés por valorizar el pluralismo y los desacuerdos sobre cuestiones morales fundamentales, los cuales, lejos de constituir un obstáculo a superar, conforman el terreno fértil de una discusión abierta, moralmente exigente y bien informada. Más que regirse, entonces, por una racionalidad común o por una razonabilidad desencarnada (que algunos han venido considerando, en el acierto o en el error, como una racionalidad particular o contextualmente situada), la esfera pública debe admitir los más variados desafíos conversacionales, cuyos blancos pueden llegar a ser, como en las "revoluciones científicas", los cánones de racionalidad paradigmáticos o comúnmente aceptados. Lo cual abarca la posibilidad de un emplazamiento discursivo a las bases mismas de las prácticas sociales y políticas, esto es, una indagación común sobre las premisas que se comparten o no en una comunidad política, sobre los valores públicos que de ellas emanan y sus consecuencias políticas. Así, la deliberación política tanto puede llevar a reformular los términos de la cooperación social y política, como en el caso de las deliberaciones constitucionales, cuanto a depurar los órdenes de preferencia de la política corriente.

En cualquier caso, una vez garantizada la justicia procesal de la deliberación, conforme a principios de inclusividad y equidad discursiva, el juicio -anticipatorio o posterior, ex ante o ex post- de sus resultados, depende del "careo adecuado" de los fundamentos y consecuencias de las alternativas en juego, de las creencias públicas y los contenidos de justicia que estas encierren, de las cargas y costos que arrojen para todas las partes, de los derechos y autonomías que afecten, de los valores e identidades, en fin, que unas y otras reconozcan y promuevan. Se trata, en suma, de un habla construida en base al libre desafío discursivo a la parcialidad de los contrarios, abierta al conocimiento y al contraste público del conjunto de pretensiones y consecuencias que los ciudadanos y sus agentes quieren y pueden ver razonablemente aseguradas en la vida común, expresando, como cuerpo político, sus preferencias electivas, sometiéndolas a un genuino fallo democrático y a una controlada experimentación cívico-moral.

Y bien; tres conclusiones se desprenden de lo expuesto en estos últimos párrafos: i) las comunidades políticas, al igual que las comunidades científicas o jurídicas, están obligadas a justificar públicamente sus creencias y sus actos; ii) si bien las primeras no están en condiciones de contar, como las segundas, con criterios de juicio metodológicamente firmes o cuasi puros desde el punto de vista procesal, tampoco están llamadas a regirse por un relativismo cognitivo y moral, ni por un decisionismo arbitrario o irracional en cuestiones de verdad y valor; y iii) el problema epistémico de una deliberación con fines políticos no reside en su imposibilidad de aspirar a un justificacionismo concluyente, ya que probablemente ningún justificacionismo lo logre, sino en cómo trata -habida cuenta del carácter general, vinculante y hacia el futuro de sus resoluciones- las justificaciones públicas predominantes y disputadas. En una palabra, los problemas de objetividad y validez que confrontan –insoslayablemente− las actuaciones políticas más relevantes, adquieren significación práctica a partir de su incorporación a un complejo proceso de elucidación pública de las mejores y peores razones para actuar en conjunto.

En última instancia, a falta de una fuente acreditadora de conocimientos y razonamientos normativos incontestables, cara a la tradición epistemológica y a las moralidades universalistas, la deliberación política vendría a operar como una instancia crítica y evaluativa de la calidad epistémica y moral de las justificaciones políticas mayormente aceptadas, de hecho, en una comunidad política, habilitando los más variados desafíos conversacionales a las certidumbres cognitivas y valorativas de sus ciudadanos. La propia razón deliberativa, hija del disenso y del imperativo de decidir en conjunto, vendría a erosionar las ambiciones teóricas por dotar a las comunidades políticas de una legalidad justificativa concluyente, independiente de sus prácticas discursivas, de sus recursos cognitivos y sus formas de vida. Pero la deliberación contiene también un potencial crítico y correctivo de los meros consensos pragmáticos o contextuales, más fieles a una cultura o a una tradición, que a la verdad o la justicia. De modo que, entre las opciones de un justificacionismo fuerte o veritativo y otro débil o consensual, la deliberación política vendría a ocupar un lugar intermedio, tendiente a capturar las consideraciones más relevantes para la toma de una decisión colectiva, entre ellas, las informaciones y evidencias adecuadas al caso, las inferencias responsables, las diferenciaciones no meramente disputativas entre las alternativas en juego y su capacidad asimiladora de las objeciones recíprocas.

 

4. Conclusión

Como cualquier deliberación, la deliberación demo-política se basa en un principio de justificación pública y en un intercambio argumental desprovisto de distorsiones coercitivas o de influencias arbitrarias. El predicado político de la deliberación nos remite a un habla justificativa dirigida a autorizar el ejercicio legítimo del poder gubernativo de los ciudadanos en una determinada dirección, difícilmente neutral o imparcial ante las diferencias de creencias y de valores de los ciudadanos. Y por democrática, la decisión deliberativa debe ajustarse a una regla de asentimiento mayoritario, inspirado en determinaciones específicas de los principios de justicia y reciprocidad, de interés común y reconocimiento mutuo que deben informar las actuaciones políticas en contextos de pluralismo ético-social. Al fin y al cabo, la democracia, por si hiciera falta recordarlo, a diferencia de lo que exige la tradición contractualista, no demanda el acuerdo unánime de todos los afectados por medidas políticas trascendentes, sino una justa asignación de autoridad a las pretensiones públicas que conquisten las mayores adhesiones bien informadas, en el marco de una legalidad común.

Habiéndonos alejado, pues, de un modelo de democracia competitiva, que, si bien asegura un principio de libre elección, junto a una abierta disputabilidad de las posiciones encumbradas, sobre la base de un amplio ejercicio de la libertad persuasiva, tiende a incentivar la racionalidad estratégica, las retóricas meramente adversativas y una escasa cooperación dialogal; y en contraposición también a una teoría deliberativa afectada por una desmesurada celebración de la razón común ante las divisorias éticas y el cálculo político, tendiente a recortar la agenda pública o a privilegiar los ámbitos de discusión supra o infra partidarios, en este texto hemos ensayado una defensa modesta de la deliberación política, sensible al pluralismo, al disenso público y a la decisión mayoritaria. Esta perspectiva de la política deliberativa, sin duda más escéptica que la contractualista respecto al pasaje de la voluntad a la razón, basada en el ejercicio plural de la razonabilidad pública y comunicativa, pretende evitar diversos males políticos, entre ellos, la conciliación acrítica de intereses, la mera administración de contradicciones, los acomodos pragmáticos a la aceptabilidad de las decisiones, las agregaciones políticas indiscriminadas y las estrategias de éxito más depredadoras.

Pero nuestro mayor propósito ha sido llamar la atención, en primer lugar, sobre la naturaleza anti-poder o anti-dominación de la deliberación democrática, enfatizando su intrínseca exigencia de justificación argumental ante los afectados por los actos de autoridad, más allá de su poder competitivo o de negociación; y en segundo lugar, sobre los posibles logros de las prácticas deliberativas como instancia crítica de los disensos y consensos fácticos, de sus bases cognitivas y normativas, gracias a una adecuada articulación de un habla disruptiva con los discursos públicos más disciplinados. Desde el punto de vista epistémico, en efecto, la deliberación demo-política vendría a funcionar como una instancia evaluativa de las diversas prácticas discursivas, no sólo en virtud de sus normas restrictivas del habla auto-afirmativa y confrontacional, sino en función también de su potencial para medir las distancias existentes entre los consensos y disensos públicos de una comunidad política concreta y sus estándares disponibles de verdad y corrección normativa, sean estos de vocación universal o dependientes del contexto.

 

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NOTAS

* Una versión preliminar de este trabajo fue presentado en el 21st World Congress of Political Science July 12-16 2009, Santiago, Chile. Agradezco los comentarios de dos lectores anónimos.

** Javier Gallardo es Profesor e Investigador del Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.

[1] Esta definición refleja nuestro especial interés analítico en los criterios internos y formales de legitimidad de la decisión democrática. Vale decir, lo que nos interesa es lo que convierte en democrática toda decisión política, confiriéndole legitimidad vinculante desde el punto de vista de su corrección procedimental, obligando a todas las partes al cumplimiento de su resultado, independientemente de las condiciones externas de acceso al proceso democrático y de la sustancia concreta de sus productos. Con todo, esta definición contiene algunas valoraciones normativas sustantivas, pues, por un lado, reconoce a cada ciudadano una igual cuota parte de autoridad política, medida en votos, acordándole a cada uno el mismo derecho a influir en el proceso de decisión común, y por otro lado, ofrece garantías de justicia para todas las partes, legitimando el uso del poder común mediante una regla de mayoría simple que permite desafiar o defender un estatus quo sobre bases igualitarias e imparciales, sin favorecer o desmerecer a ninguna de las partes. Definiciones de este carácter pueden encontrarse en Dahl (1987), Bobbio (1986), Nelson (1996), O´Donnell (2007), Pasquino (1999), y Nino (2003).

[2] En un texto anterior, esbocé un breve contraste evaluativo entre el modelo competitivo y deliberativo de la democracia. Mi conclusión fue que la vida política demo-republicana requiere tanto de instancias competitivas como deliberativas de formación de las voluntades políticas, vale decir, de momentos adversativos, guiados por discursos auto-afirmativos o de impugnación recíproca, y de diálogo franco u orientado al entendimiento. Y también sostuve que, para estimar la validez práctica de uno u otro modelo, ambos debían evaluarse conforme a su capacidad para fortalecer, y no para recortar, el poder de acción común de los ciudadanos, para asegurar, en todo caso, que la ciudadanía y sus agentes puedan decidir libremente las reglas rectoras de la sociedad y los ámbitos en los que desean interferirse mutuamente, apoyándose en firmes, aunque revisables, bases públicas de justificación (Gallardo 2005).

[3] Análogamente, digamos que tampoco la democracia es el régimen político más deseable por las razones prudenciales, procedimentales y consecuencialistas (weberianas, schumpeterianas o tocquevilianas) invocadas por los cientistas políticos más consustanciados con la teoría de la elección racional, sino por las razones normativas provenientes de una tradición filosófica familiarizada con los principios de igualdad política y de autogobierno, de autonomía y control racional de las condiciones de existencia individual y colectiva en comunidades políticas empeñadas en emanciparse del poder de la fuerza y la arbitrariedad.

[4] Empleamos el predicado demo-político, como así también demo-deliberativo, para referirnos –conforme al sentido clásico de los términos isonomía e isegoría– a las prácticas políticas que conjugan principios de igualdad participativa y de habla pública, de equidad en el trato político y de interacción discursiva, de legitimidad inclusiva, en fin, y de corrección justificativa del uso del poder común.

[5] Basta dirigir una rápida mirada retrospectiva a algunas de las principales líneas del pensamiento político, clásico y moderno, para comprobar que ninguna de ellas puso en duda el valor normativo y político de la deliberación. Ya Pericles, según Tucídides, asoció la superioridad política de la polis ateniense a sus prácticas deliberativas, más que a cualquier otra cualidad que pudiera distinguirla de sus sistemas rivales. Pero fue Aristóteles el primero en reconocerle a la razón deliberativa un genuino estatuto moral y político, al acordarle un rol prioritario en la resolución de asuntos prácticos que, a diferencia de los de la razón teórica o científica, pueden ser de otra manera a como son o admiten diversas alternativas decisionales, siendo irreductibles, en todo caso, a una determinación experta o a un juicio regla-caso. Y entre las defensas modernas de la deliberación, cabe mencionar el alegato rousseauniano -no del todo deliberativo, dirán algunos- en favor de los raciocinios ciudadanos trascendentes de intereses o identidades particulares, así como la celebración madisoniana de las maneras razonables de discusión a cargo de selectos estratos cívicos, filtrados por adecuadas reglas electorales. Sin olvidar el elogio de John Stuart Mill a una suerte de gimnasia pública discutidora, dirigida contra las opiniones hegemónicas y los prejuicios públicos. E incluso hoy, quienes discuten la validez política o democrática de la deliberación, no siempre lo hacen por sus características intrínsecas, sino por sus riesgos contingentes (Przeworski 1991).

[6] Ian Shapiro (2005) discute este punto, al igual que Ovejero Lucas (2001, 2008).

[7] Nótese que existe una identidad constitutiva entre el principio de publicidad y la deliberación política, pues dicho principio contiene una fuerte reivindicación de la capacidad de los ciudadanos para juzgar las razones motivadoras de los agentes públicos, conforme a sus facultades comunes de entendimiento y juicio. Desde una perspectiva kantiana, toda acción que afecte intereses o derechos individuales y colectivos es incorrecta si la máxima o principio en que se sustenta no pueden hacerse públicos, si sus razones justificativas no pueden "salir a luz" y defenderse públicamente. Claro está, el principio de publicidad no exige que todas las discusiones y decisiones políticas deban darse a conocer urbi et orbi, sino que la máxima o la regla general que las sustenten estén en condiciones de hacerse públicas y justificarse ante el entendimiento común de los ciudadanos. Por consiguiente, el imperativo de publicidad obliga a declarar, sin simulacros o disimulos, las razones que motivan una acción de autoridad, pues en caso contrario, la acción carece de autoridad moral y merece ser rechazada. El principio de publicidad vendría así a combatir dos males: i) las acciones orientadas a promover decisiones o acuerdos aceptables, más que justos o correctos, tendientes a buscar atajos de aprobación y no a seguir caminos rectos de justificación ciudadana; y ii) las actuaciones gravosamente motivadas por el éxito, al precio del ocultamiento de las verdaderas intenciones o razones del agente, al costo del empleo discrecional de mentiras "nobles" o "necesarias". Incluso, el principio de publicidad vendría a instalar la deliberación política en un genuino terreno democrático, pues su efectivo cumplimiento pondría en entredicho el paternalismo o las actitudes de superioridad de las élites políticas o expertas hacia el público profano.

[8] Adviértase también que las razones justificativas inscriptas en un contexto de deliberación, independientemente de su ambiente contextual, de su estructura formal y de sus contenidos semánticos, deben ajustarse a un principio constitutivo de reciprocidad dialogal o al ideal regulativo de una comunicación intersubjetiva, ambas sujetas a la disposición de los hablantes a regirse por normas de comprensión, entendimiento o aceptación de sus pretensiones, pues de otro modo la deliberación no tendría sentido o sería irrelevante.

[9] En realidad, la teoría de Rawls se sitúa a medio camino entre el paradigma procedimentalista y el sustancialista, dada la articulación que establece entre las condiciones constructivistas de una decisión política básica ("posición originaria", "velo de ignorancia", reglas de razonabilidad moral), y los resultados de una justicia distributiva o, si nos basamos en el último Rawls, entre las reglas de una democracia constitucional y los asuntos políticos correctamente resueltos en el terreno de la razón pública (Rawls 1993).

[10] Permítasenos un breve comentario respecto a la cuestión de los sujetos de la deliberación y de sus perfeccionamientos deliberativos, de alguna manera, reactivo ante el frío tratamiento que unos y otros recibieran desde la perspectiva de la "libertad de los modernos", desde una lectura compenetrada, mejor dicho, con la diversidad de formas de vida de las sociedades pluralistas contemporáneas. La maximización participativa no es una exigencia intrínseca de la deliberación, aunque sí lo sea de la democracia, pues las instituciones deliberativas privilegian la equidad en el acceso al habla pública y la calidad de los argumentos, más que una regla de inclusión cuantitativa o numérica. La validez y la viabilidad de la deliberación no dependen, por tanto, de que todos los ciudadanos deliberen o de que todos estén igualmente motivados a deliberar políticamente, sino del acondicionamiento apropiado de escenarios deliberativos en diversos foros o espacios públicos (en los ámbitos convencionales de la política profesional, en el parlamento, en los partidos políticos, en las asociaciones civiles, en la plaza pública, en el ágora mediática, etc.) donde puedan circular libremente, con confianza y acorde a elevados estándares de calidad, los discursos deliberativos –y no sólo los disputativos−, donde puedan constituirse diversos públicos ciudadanos, facultados para juzgar los intercambios deliberativos e inferir conclusiones válidas, con o sin efectos vinculantes, tal como se viene haciendo en algunas experiencias europeas (Font 2001).

[11] La política competitiva suele convalidar la racionalidad hipotética kantiana, según la cual, el agente racional es aquel que elige hacer lo que mejor le permitiría obtener su fin. La preferencia racional es la que tiene, entonces, mayores probabilidades de conducir al fin deseado por el agente y, por tanto, la que maximiza sus utilidades. Es razonable esperar, entonces, que el agente haga lo que le asegura mayor probabilidad de éxito. Dicho de otra manera, el hecho de que la probabilidad de éxito de un agente dependa de una determinada acción, hace que este tenga una razón para hacer esa acción, por lo que el conocimiento efectivo de dicha probabilidad justifica el imperativo hipotético: haz x si quieres tener un éxito y. Pero en tal caso, el agente razonable no es el que sopesa y revisa sus fines, considerando, consigo mismo y con otros, el conjunto de sus circunstancias y las legítimas perspectivas de los demás, sino el que ajusta sus expectativas y sus acciones a la probabilidad de un resultado.

[12] Por cierto que los principios deliberativos no sólo se distinguen de los competitivos; también se diferencian de los que gobiernan las prácticas de negociación. Estas últimas amparan o legitiman, en efecto, la búsqueda de arreglos o de compromisos tendientes a optimizar la satisfacción de los intereses de cada parte en el contexto dado de la negociación, de acuerdo al cálculo racional e interesado de cada una de ellas. En cambio, las instancias deliberativas introducen a los participantes en un intercambio argumentativo dirigido al mutuo esclarecimiento de los intereses de cada parte y a procurar soluciones comprensivas, independientes del auto-interés particular, de la optimización de los intereses propios o de los beneficios pareteanos del acuerdo, teniendo en cuenta lo justo y lo conveniente para todas las partes involucradas directamente o indirectamente con la decisión, más allá de sus recursos diferenciales o de sus interdependencias fácticas, de sus beneficios particulares o de sus capacidades de veto.

[13] Ampliando estos contrastes, también podría decirse, en la órbita teórica de Hannah Arendt, que las reglas procesales de la política deliberativa contienen un lado agonista, más que competitivo, y otro asociativo, más que contractual. El lado agonista vendría a asegurar la revelación pública de agentes que buscan distinguirse y prevalecer mediante actos de habla y de discurso, exhortando y persuadiendo argumentalmente en favor de un curso de acción común, sin acudir a las estrategias agregativas de la competencia política ni al empleo de recursos persuasivos que violenten los fundamentos intersubjetivos de una genuina esfera pública, cuyos resultados no sean dirigidos, arbitrariamente, hacia una dirección pre-determinada. El lado asociativo de la deliberación remite, en cambio, a la creación, mediante la renovación permanente de la conversación política (de sus basamentos originarios y sus acumulaciones más decantadas), de un poder y un saber compartidos, de un espacio público común, mejor dicho, donde la libertad discursiva pueda manifestarse en sus más diversas formas y las mayorías puedan ejercer el derecho de iniciativa política de un modo compatible con la libertad de los oponentes (Benhabib 2008).

[14] Nótese que este dualismo no contempla las teorías que, al abordar la relación entre procedimientos y resultados, parten de criterios de juicio anteriores al proceso decisional, tendientes a reclamar una correspondencia entre los resultados finales y un estado previamente determinado, independientemente de las motivaciones y opiniones de las partes intervinientes en la decisión. En esta saga teórica figuran, desde las búsquedas platónicas de un terreno firme de evaluación de la bondad epistémica de las decisiones políticas, inmunizado contra las inclinaciones mundanas a la ilusión o al apetito, hasta las fórmulas cientificistas conducentes a un estado de cosas predeterminado, socialmente valorado o beneficioso para todas las partes, con independencia de lo que éstas puedan hacer valer en las asambleas políticas, pasando por algunas defensas contractualistas de derechos pre-políticos, intangibles a la voluntad soberana de los cuerpos ciudadanos. Estas posturas defienden estándares independientes de juicio sobre la corrección de las decisiones políticas, contraponiendo la razón filosófica o científica, el derecho natural o constitucional, a las polémicas del demos, esgrimiendo pretensiones de corrección externas a los debates políticos democráticos, alentando una escisión entre los criterios de corrección de las actuaciones colectivas y las discusiones públicas, cuando no subordinando el poder de las asambleas políticas a los fines contractuales de la asociación política. Adviértase, asimismo, que desde otras tiendas teóricas, como el liberalismo anti−populista à la Arrow (1951), se ha venido cuestionando la validez interna o procesal de las reglas electivas y mayoritarias, pero por otros medios, ya que, si bien estas posiciones no acuden a un criterio externo de juicio de las actuaciones políticas, igualmente cuestionan la consistencia racional de las elecciones públicas o mayoritarias, en particular, su potencial para reflejar un orden consistente de preferencias o para relevar un máximo de bienestar. En definitiva, para todas estas posiciones, o bien el proceso deliberativo conducente a una decisión mayoritaria está de más, debido al conocimiento previo, teórico o práctico, del resultado correcto, o bien dicho proceso no estaría en condiciones de llegar a decisiones racionales, acordes a un orden transparente de preferencias o a un estado de cosas satisfactorio para todos.

[15] En rigor, lo que distingue a los teóricos procedimentalistas de los sustantivistas no es que unos ignoren los resultados y otros desdeñen los procedimientos, sino que los primeros tienden a concentrarse en las condiciones formales del proceso decisional, sin pronunciarse sobre su sustancia, librando la calidad de esta última a un garantismo procesal, y los segundos se muestran más interesados en los contenidos del proceso y en sus fundamentos sustantivos. Pero ambas posiciones serían contra-intuitivas o teóricamente irrelevantes si ignoraran la relación constitutiva entre procedimiento y sustancia en cualquier actividad o práctica social, más allá de que existan o no criterios independientes de juicio, según los casos, respecto a la corrección de las decisiones, determinantes, si así se quiere, de una relación virtuosa entre procedimiento y resultado (Rawls 1993). De hecho, las reglas procedimientales que informan el funcionamiento de las instituciones sociales no les aseguran un buen desempeño, a menos que les permitan cumplir con sus fines específicos, propiciando buenos resultados o consecuencias beneficiosas para sus usuarios o destinatarios, asegurando rendimientos controlados por exigentes estándares –internos y externos– de calidad. Lo que sí podría decirse, aunque aquí no vamos a discutir el punto, es que los procedimentalistas muestran cierta reticencia epistémica y normativa para juzgar la calidad sustantiva de las actuaciones políticas, mientras que los sustantivistas evidencian una mayor confianza en la determinación de firmes criterios prácticos que permitan discernir entre mejores y peores razones para decidir en conjunto. En cualquier caso, ambas perspectivas se limitan a discutir sólo la calidad de los procedimientos y de las razones justificativas de las decisiones de autoridad, tratando de manera indirecta –o dejando simplemente de lado− dos tópicos relevantes para la ética de la virtud, de vieja prosapia aristotélica, a saber: i) la clase de personas que toman parte en los procesos decisorios o la maleabilidad de sus motivaciones; y ii) el papel formativo de las instituciones en las conductas, en las creencias y expectativas normativas de los ciudadanos.

[16] Como podrá apreciarse, aquí dejamos de lado otros asuntos de indudable relevancia política, como los vinculados al pedigrí discursivo de cada comunidad política concreta, a las configuraciones históricas de cada habla pública, a sus reservas conceptuales y a sus performances prácticas. Todo indica que esta temática constituye un caso de indeterminación teórica o de contingencia histórica, irresoluble, en todo caso, en términos teóricos, por dos razones básicas: primero, porque las competencias discursivas -semánticas y comunicativas- de los agentes políticos no pueden remplazarse con los mandatos de la razón práctica, ya que el habla política abarca, además del discurso moral, otras formas de habla proposicional y expresiva (narrativas públicas, relatos identitarios, referencias fácticas, conocimientos técnicos o eruditos, etc.); y segundo, porque la calidad de los argumentos circulantes en una determinada polis depende de los asuntos tratados y de los acervos cívico-morales de los sujetos políticos, de sus aprendizajes históricos, de la naturaleza vinculante de cada "nosotros" identitario y de la capacidad interpelante de los hablantes ante las prácticas sociales más deficientes o injustas. Dicho en pocas palabras, la sustancia cualitativa de la praxis discursiva de una comunidad política no depende de una iluminación teórica, sino de la fortuna y la virtud de sus protagonistas políticos para sortear los obstáculos de construcción permanente de una autoridad común y dignificar sus divisorias públicas.

[17] Entre las propiedades más salientes de la política de razones cabe mencionar su rechazo -en nombre de las reglas de la lógica o de una ética dialogal- a las acusaciones o argumentos ad hominen, en el sentido de las impugnaciones dirigidas al agente y no a sus ideas o argumentos, y su correspondiente llamado a una discusión pública sujeta a restricciones morales de mutuo respeto y reciprocidad dialogal. Ahora bien, guste o no, los debates políticos son conducidos por agentes que corrientemente emplean las más variadas artes retóricas para defender sus posiciones y atacar las de sus adversarios, celosos de su libertad de juzgar las consideraciones que valen como razones relevantes o pertinentes para la discusión, dispuestos a acudir a emplazamientos personales toda vez que lo estimen necesario o beneficioso para sus argumentos o para la discusión general. Téngase en cuenta, además, que en la vida política no sólo se confrontan ideas generales, sino que también se juzgan desempeños y responsabilidades públicas, por lo que la confiabilidad de los hablantes y su conducta personal tiene especial relevancia. De todas formas, nada obsta para que la política de razones admita las impugnaciones dirigidas al agente, toda vez que un participante en la discusión tienda a actuar de manera prejuiciosa o con malicia, distorsionando la conversación mediante descalificaciones de sus interlocutores, exceptuándose de las reglas de reciprocidad dialogal que reclamaría para sí cualquier participante honesto y racional en un intercambio argumental o deliberativo.

[18] Thomas Nagel (2004), discute con buen criterio la posibilidad de que las razones referidas al agente, sensibles a sus deseos y sentimientos, puedan convertirse, de justo derecho, en razones imparciales, susceptibles de llamar la atención sobre un aspecto relevante y digno de ser considerado desde el punto de vista de cualquier vida humana dignamente vivida.

[19] Ambas posiciones cuentan con el respaldo de diversos autores, cuyas referencias se omiten, debido a nuestro tratamiento típico-ideal de las mismas, lo cual nos exime de ingresar en un terreno de diferencias y de matices que alargaría demasiado la discusión sobre este punto.

[20] La intencionalidad política no es epistemológica, no va hacia un objeto independiente, no pretende alcanzar un conocimiento basado en una realidad bien representada, ni procura una adecuada correspondencia entre enunciados y estados de cosas. Asimismo, la intencionalidad política no se rige por un saber práctico, destinado a definir los términos relacionales o el trato debido entre las personas, sobre la base de la razón humana. Lo cual no quiere decir que en el terreno político deba privilegiarse la responsabilidad y la prudencia, como sustituto del supuesto carácter indecidible de las cuestiones de verdad y moralidad. En todo caso, la intencionalidad política es decisional y no teórica; tiene, indudablemente, una dimensión pragmática, pues las creencias y el saber de los agentes políticos se corroboran mediante la solución de problemas, conforme a aprendizajes y a ajustes que llevan a corregir errores y a responder a objeciones. Pero el propósito político no admite ser juzgado exclusivamente por sus resultados, dejando de lado las cuestiones relativas a la corrección intrínseca de las acciones y al modo de interactuar de los agentes con el mundo (Lynch 2005).

[21] De más está decir que la legitimación política no se agota en cuestiones de verdad y validez, puesto que lo verdadero y lo correcto abarcan también, en la política corriente, la veracidad de los hablantes, es decir, la relación entre su discurso y sus convicciones. Como en otras actividades y prácticas sociales, en la vida política no se juzga sólo la calidad de los discursos sino también la confiabilidad y sinceridad de las personas.

[22] Incluso, las mayorías y minorías democráticas pueden no coincidir, en términos razonables o de justo derecho, en los fundamentos justificativos de una decisión colectiva, y compartir, sin embargo, sus efectos y consecuencias prácticas. Al fin y al cabo, en toda actividad participativa, orientada a una elección colectiva, la decisión adoptada no debe reflejar necesariamente un único fundamento de verdad o moralidad común, coincidente con una posición unánime o mayoritaria, sino justificarse en base a razones y consideraciones relevantes para el caso, sin que esto implique alcanzar una idéntica percepción de la situación o conduzca, necesariamente, a una convergencia de pareceres.

[23] La consideración de la expresión lingüística como acción no debe hacer ignorar la validez semántica (epistémica y normativa) de lo que se dice en los diversos lenguajes relacionados con la política. Incluso, la intersubjetividad y el entendimiento comunicativo no constituyen los únicos elementos de juicio sobre la validez del habla política, pues también importa la calidad sustantiva de las razones justificativas de una creencia o de una pretensión normativa, con independencia de la interacción comunicacional, por emplear el lenguaje habermasiano.

[24] Para una defensa del principio de imparcialidad en el marco de una teoría de la democracia deliberativa, véase Nino (2003).

[25] Ciertamente, la división ellos-nosotros, inherente a la vida política, comprende un tipo de compromiso con ciertos vínculos especiales, identitarios o asociativos, parecidos, en cierta medida, a las exigencias de lealtad y de preferencia subjetiva de la amistad. Ahora bien, la vida política también exige un trato moral hacia otros, adversarios o competidores, conforme a lo que se les debe como agentes morales y políticos independientes, igualmente acreditados como fuentes de reivindicaciones legítimas. Así, por ejemplo, si defiendo a mis compañeros porque son los míos y no por razones que otros pueden razonablemente aceptar, mi actitud es arbitraria, y está llamada a generar desconfianza, entre otras cosas, porque cualquiera de ellos podría caer en desgracia en cualquier momento. Y si defiendo a mis compañeros a costa de la razón y la verdad que razonablemente sostienen mis adversarios, carezco de estatura moral, de responsabilidad y valor para hacer un juicio correcto. Dicho de otra manera, la amistad es una buena razón para preservar la concordia y erradicar los problemas de justicia, como pensaba Aristóteles, pero no puede sustituir las razones que les debemos a otros, a sus reclamos y exigencias como personas autónomas, razones situadas por Aristóteles, dicho sea de paso, en el rubro de la retórica política, la cual no debe ser leída como un habla meramente eficaz y persuasiva, sino, siendo verdaderamente fieles a Aristóteles, como una práctica dialéctica y argumental. Sea como fuere, la deliberación pública puede servir para fortalecer la autonomía de los agentes políticos y su capacidad para sustraerse a las lealtades blindadas a la crítica independiente, pues las normas de confianza dialogal evitan la exposición de cada interlocutor al riesgo de una manipulación estratégica de sus actos de justicia con sus allegados más próximos. Por lo demás, los logros políticos obtenidos a costa de injuriar a los adversarios, escamoteando información pertinente y escudando arbitrariamente a los amigos, no pueden constituir, en un espacio público transparente y abierto a todos, verdaderos sucesos políticos, sino éxitos parciales y precarios.

[26] Una elección razonada, ejercida democráticamente tras una amplia y justa deliberación, no sólo requiere que los ciudadanos conozcan las consecuencias de su elección en términos de resultados posibles, sino que puedan tener en cuenta también todas las circunstancias, intereses, valores y compromisos dignos de consideración en el contexto de la decisión, pues de lo contrario la elección no estaría debidamente justificada, presentando severos vicios de corrección deliberativa. En palabras de Benhabib (2008): "En una conversación de justificación moral como la que prevé la ética comunicativa, los individuos no necesitan verse a sí mismos como seres sin atributos".

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