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Revista Uruguaya de Ciencia Política

versión impresa ISSN 0797-9789versión On-line ISSN 1688-499X

Rev. Urug. Cienc. Polít. vol.17 no.1 Montevideo dic. 2008

 

DEMOCRACIA Y REFORMAS EN EL URUGUAY: UN CASO DE GRADUALISMO PERVERSO*

Democracy and Reforms in Uruguay: A Perverse Case of Gradual Change

 

Pablo Alegre**

 

Resumen: El artículo analiza la ruta de reformas desarrollada por el país durante los años 90. Uruguay ajustó su modelo de desarrollo en forma ecléctica, con reformas graduales y heterodoxas. Aquí afirmo que si bien el proceso de reformas debe ser considerado como gradualista, no sigue un patrón gradualista virtuoso, considerando dos dimensiones: la sustentabilidad y la equidad de las políticas desarrolladas. En segundo lugar, el trabajo argumenta que el análisis de caso uruguayo aporta hipótesis nuevas a los estudios sobre matrices socio-políticas y reformas en los modelos de desarrollo. Aquí se mencionan algunos de los efectos perversos que puede generar el cruce de formas de representación híbridas, formas de institucionalización partidarias estables y conectadas a la sociedad, pero articuladas bajo arreglos clientelares.


Palabras clave: Patrones de Reforma, Sistema de Partidos, Legados de Incorporación, Representación Política.

 

Abstract: This paper analyses the Uruguayan development model trajectory during the nineties. Uruguay embarked on the structural reforms promoted by the neoliberal model in an eclectic and gradual way. First, I state that even though the reforms implementing process can be considered as gradual, it did not follow a virtuous pattern, considering the reforms from two key dimensions: its sustainability and equalitarianism. The combination of institutionalized party systems, dual patterns of representation and clientelistic linkages between political parties and corporatist social groups explain these perverse patterns of reform. Second, I suggest that the study of the Uruguayan case can offer new hypotheses for evaluating and studying reforms processes in different socio-political matrices.

 

Keywords: Patterns Reform, Party Systems, Incorporation Legacy, Political Representation.

 

1. Introducción

A mediados de la década de los noventa, Uruguay presentaba un panorama alentador tanto en relación a su pasado reciente como en relación al resto de la región. En términos diacrónicos, la pobreza había descendido a casi una tercera parte entre 1985 y 1994 (INE, 2003), mientras los niveles de desigualdad habían presentado una tendencia estable hasta mediados de la década. En términos sincrónicos, el país reafirmó su ventaja regional en el área social. Entre 1990 y 1997, Uruguay presentó las tasas más altas de descenso en los niveles de pobreza, partiendo de los niveles más bajos, y fue el único país que mejoró la participación del ingreso del 40% más pobre (CEPAL, 2004). Estos logros sociales no parecieron realizarse a costa del crecimiento económico. De hecho, entre 1991 y 1998 el PBI tuvo un crecimiento acumulado del 35% (Ferreira y Forteza, 2004).

Durante esta etapa, el país emprendió un proceso de reformas a su modelo de desarrollo un tanto particular, tanto por su timing como por el tipo de reformas procesadas. En un período en donde las reformas estaban asociadas a fórmulas ortodoxas provenientes de paradigma hegemónico del "consenso de Washington", Uruguay optó por la heterodoxia reformista. El gasto público social incrementó su nivel durante la década; la reforma educativa adoptó un claro perfil estatista; la reforma de la seguridad social adoptó una modalidad heterodoxa que combinó dispositivos de mercado con participación estatal; los principales servicios públicos (telecomunicaciones, energía) quedaron en manos del estado; los programas de estabilización fiscal se alejaron de las estrategias de shock dominantes en la región. Estas características le ganaron al proceso de reformas la calificación de gradualista al calificar sus resultados agregados[1]. Observando esta característica a la luz de los exitosos resultados sociales y de crecimiento económico, no es de extrañar que a este gradualismo se le hayan imputado características virtuosas. Así lo hizo buena parte de los estudios de política comparada. Para estos trabajos, ciertas variables socio-políticas resultaban claves para explicar este patrón de reformas: las características institucionales generales del sistema de partidos (Lanzaro, 2000a; Moreira, 2004), así como los formatos de intermediación y los legados de incorporación socio-política heredados (Filgueira y Papadópulos, 1997; Filgueira y Filgueira, 1997; Moreira, 2004).

Mi argumento principal es que si bien el proceso de reformas debe ser considerado como gradualista, ese gradualismo no contuvo características virtuosas. Esto resultó así debido a que la combinación de las variables socio-político analizadas afectaron dos dimensiones relevantes de las políticas de desarrollo: la equidad y la sustentabilidad. Por este motivo, aquí caracterizo al gradualismo uruguayo como un tipo de gradualismo perverso. El argumento asume que las trayectorias gradualistas no son virtuosas en sí mismas, sino en su capacidad de desarrollar políticas públicas sustentables en el tiempo, y capaces de lograr niveles de equidad sostenibles ya sean en sus dimensiones verticales como horizontales. La evidencia recogida por trabajos recientes demuestra que esto no ha ocurrido. Por un lado, el proceso de reformas generó vulnerabilidades en materia fiscal y financiera que catalizaron una severa crisis económica al finalizar la década (Forteza et. al., 2007). Por otro lado, el proceso de reformas consolidó determinada estructura de protección social que afectó los niveles de equidad intergeneracional (Kaztman y Filgueira, 2001), e inhibió la capacidad de proteger los riesgos de los sectores mas informalizados, menos calificados y más pobres de la población (Filgueira et. al., 2005).

En este punto, debe tenerse en cuenta que el avance en estudios recientes sobre la representación política (Luna, 2004b), sobre la economía política de los ciclos fiscales (Aboal et. al., 2003), sobre las vulnerabilidades en distintas políticas sectoriales (Forteza et. al., 2007), o sobre la evolución de la estructura de protección social en el Uruguay (Filgueira et. al., 2005), han dado pistas necesarias para comprender algunas de las claves de la democracia uruguaya a la hora de enfrentar opciones de política y dilemas distributivos, rectificando las miradas más optimistas. Sin embargo, falta un trabajo que logre re-interpretar estos hallazgos a la luz de los argumentos de política comparada esgrimidos en la pasada década, logrando reconectar los problemas de distribución y crecimiento que estos nuevos trabajos reconocen, con la literatura centrada en la economía política de las reformas.

Por este motivo, el argumento que aquí desarrollo procura integrar de forma ecléctica variables relacionadas a las características del sistema de partidos, la estructura de competencia política, los patrones de representación política, y las lógicas de diseño e implementación de políticas dado ciertos incentivos generados por la propia lógica de competencia y de representación política. En definitiva, el argumento intenta brindar una explicación satisfactoria que ligue de forma consistente las características socio-políticas mencionadas, la secuencia específica de reformas que esta desata y sus conexiones específicas con la crisis económica y los procesos estructurales de inequidad social.

A su vez, esta explicación aporta pistas relevantes a los estudios de caso en el área de política comparada. El Uruguay muestra como sistemas de partidos institucionalizados, con legados de procesos tempranos de incorporación social y acceso plural de los sectores populares y medios a canales de representación, pueden desatar rutas de desarrollo no virtuosas. La explicación radica en el efecto combinado de una alta permeabilidad social de las estructuras estatales hacia los grupos sociales organizados que, en un contexto de sistema de partidos institucionalizados, permite consolidar formatos de intermediación mixtos que combinan lógicas de representación de corte clientelar con vínculos programáticos entre los partidos y ciertas bases sociales. Estos casos pueden dotar a estos sistemas de fuerte rigidez para rearticular canales de representación en contextos cambiantes, congelando la representación con grupos organizados y desarticulando el vínculo con sectores populares menos organizados. Para el caso concreto de Uruguay, el cruce de estos efectos, generó dinámicas coalicionales que generaron dos externalidades significativas. Por un lado, transfiriendo costos a grupos menos organizados, por la vía de la consolidación de ciertas complementariedades perversas en la estructura de protección social, y realizando reformas en áreas de baja resistencia y alta exposición internacional. Por otro lado, reduciendo los incentivos políticos para mantener la consistencia de determinado set de políticas económicas.


2. El proceso de reforma en perspectiva comparada


La literatura sobre las reformas de mercado en América Latina

La literatura comparada ha identificado dos configuraciones socio-políticas asociadas a los procesos de reformas en la región: una ruta autoritaria de reformas, y otra ruta populista de reformas (Alegre, 2007).

En la ruta autoritaria de reformas, los procesos de des-estructuración del MSI fueron realizados por regímenes burocrático-autoritarios. Estos se estructuraron en torno a una coalición política integrada por sectores del gran empresariado, la tecnocracia económica, y las F.F.A.A. (O´Donnell, 1979). El caso chileno constituye el ejemplo paradigmático de esta trayectoria. Chile representó el caso en donde esta alianza se articulo de manera más consistente, disponiendo de condiciones institucionales (un gobierno fuertemente centralizado), la capacidad de neutralizar a eventuales "veto players", y la existencia de un programa de reformas defendido y apoyado por elites empresariales y tecnócratas, que lograron darle viabilidad política (Castiglioni, 2005).

En la ruta populista de reformas, los procesos de desarme de los MSI fueron realizados en contextos democráticos, en la mayoría de los casos por los propios partidos populares que habían impulsado la construcción de los MSI (Weyland 1996; Gibson, 1997; Murillo, 2001; Stokes, 2001). A diferencia de las coaliciones populistas tejidas durante la era MSI, estructuradas sobre la base de una alianza entre sectores medios y/o sectores populares con la burguesía local, las nuevas bases de apoyo de estos regímenes se caracterizaron por un nuevo tipo de "alianza popular-conservadora". Estas alianzas se articularon entorno al apoyo de los sectores populares (crecientemente fragmentados en términos organizacionales) y el respaldo de grupos del empresariado beneficiados por el desarme de las políticas del MSI.

Más allá de sus características específicas, estas experiencias demostraron que la presencia de sistemas de partidos débilmente institucionalizados y legados de enlace corporativo entre partidos y grupos organizados en la versión populista (Argentina); o la re-estructura en un contexto autoritario de sistemas de partidos institucionalizados y que articulaban alineamientos de clase en la competencia política (Chile), podían constituir configuraciones capaces de desatar procesos no incrementales de reforma (Alegre 2007). En buena medida, la explicación de la ruta de reformas procesada en Uruguay se basó en su distinción analítica respecto a estas dos rutas.

En primer lugar, el caso uruguayo se caracterizó por la capacidad de los grupos pro-MSI de defender beneficios adquiridos (Filgueira y Papadópulos, 1997; Moreira, 2004). Su inserción plural en el sistema de partidos así como la disposición de dispositivos institucionales de "voz", generó condiciones para la articulación de una oposición sólida y organizada que fue asociada a la composición de una efectiva coalición de veto (Filgueira y Papadópulos, 1997; Moreira, 2004). En esta línea, el tipo de incorporación socio-política heredado y las formas de intermediación política legadas, determinarían la variante concreta que adoptó la transformación del modelo de desarrollo en Uruguay (Filgueira y Filgueira, 1997; Filgueira y Papadópulos, 1997).

En segundo lugar, ciertas características institucionales garantizaron que los agentes partidarios participaran en una densa red de negociaciones al interior del estado para implementar las políticas públicas. En definitiva, los partidos políticos jugaron un rol importante como organizaciones mediadoras en la arena política, garantizado por el acceso plural de las distintas fracciones políticas al estado (Lanzaro, 2000a).

De esta forma, la existencia de un sistema de partidos institucionalizado y conectado a las demandas de grupos de interés organizados, caracterizaron un régimen en donde tanto la negociación a nivel partidario, como entre los agentes partidarios y los grupos de interés, constituyeron dos arenas que permanecieron de forma permanente activadas en el proceso de implementación de las políticas públicas (Lanzaro, 2000a).

Estas características se acentuaron al re-estructurarse la competencia política. La emergencia del Frente Amplio como actor desafiante en el sistema de partidos, intensificó la conexión de los grupos organizados al sistema de partidos, gracias a una estructura de competencia política orientada sobre el eje de mantenimiento o reforma del MSI. Durante esta etapa, la izquierda asumió la representación de los grupos organizados pro-MSI (Lanzaro, 2000b; Luna, 2004a; Moreira, 2004).

En este contexto, la ruta gradualista se construyó sobre dos efectos simultáneos: en primer lugar, el bloqueo de reformas en áreas en donde la coalición de veto articulada por la izquierda se organizó y movilizó de forma eficaz; en segundo lugar, la moderación de reformas debido a los efectos del funcionamiento de un sistema institucionalizado compuesto por fracciones partidarias con baja cohesión programática, que construyeron densas tramas de negociación estratégica para emprender las reformas. En este último sentido, numerosas fracciones partidarias de los partidos tradicionales fueron inducidas tanto por incentivos electorales como por vinculación con grupos insertados en el estado a moderar, en muchos casos, los programas de reforma.

 

Los resultados de las reformas

A la luz de las experiencias regionales, Uruguay se caracterizó por un patrón de reformas gradual y moderado. Esto puede verse tanto en los programas de estabilización fiscal desarrollados, como en la evolución del índice de reformas estructurales (Lora, 2001; FMI, 2005).

En primer lugar, Uruguay mostró una menor disposición a implementar programas ortodoxos en materia fiscal y monetaria. Países como Argentina o Brasil por ejemplo, adoptaron severos paquetes de estabilización en los primeros años de democracia (O´Donnell, 1997). Tomando en consideración los países en los que se introdujeron programas duros de estabilización cambiaria (Argentina, Brasil, Uruguay) este último constituyó un caso en donde se impulsó el proceso de estabilización más gradual (FMI, 2005). A modo de ejemplo, fue el que mostró niveles de inflación pos-programa más elevados, y a su vez una diferencia neta entre la variación inflacionaria pre y pos programa más reducida. También presentó los niveles de volatilidad cambiaria mas bajas de los países con mayores tasas inflacionarias previo a la implementación de los programas de estabilidad fiscal. En definitiva, estos indicadores dan cuenta de la ausencia estrategias de "shock" en política macro-económica que si estuvieron presentes en otros países de la región bajo ciertas condiciones similares.

 

 

Tabla 1

 

En segundo lugar, el grado de avance de reformas estructurales durante el período fue marcadamente menos acelerado que en otros países de la región (Lora 2001). Uruguay efectivamente reformó (comenzando en valores iniciales comparativamente altos)[2], pero hacia 1999 era el país que presentaba un menor índice de reformas en la región. La ausencia de reformas estructurales en áreas como la propiedad de las empresas públicas o en la legislación laboral, (más allá de que en esta última área existió una liberalización de la regulación del mercado de empleo por el efecto de la suspensión de las reglas de negociación laboral vigentes), moderó los resultados agregados de las reformas en el índice comparado.

Gráfico 1

 

3. Breve descripción de la ruta de reformas uruguaya

 

Legados históricos

La evolución política del Uruguay moderno está estrechamente ligada a la expansión del aparato estatal por la vía de partidos políticos clientelares, de baja cohesión ideológica, altamente institucionalizados y que integraron cortes verticales de la sociedad civil (Panizza, 1990; Collier y Collier, 1991; González, 1995). Dada su temprana inserción en la estructura estatal, los partidos políticos lograron articular extensas redes clientelares que operaba en la asignación y distribución de los recursos estatales, orientadas a grupos de interés particulares (Rama, 1987; Panizza, 1990; Moreira 2004).

Más allá de un patrón de competencia electoral bajamente ideologizado, hasta mediados del siglo XX el Partido Colorado estuvo asociado al desarrollo del MSI ligado a la conformación de un sistema de protección cuasi-universal de corte urbano. Por el contrario, el Partido Nacional estuvo hegemonizado por una fracción conservadora, de base agraria y liberal, opositora a la orientación industrialista del MSI, aunque también integró y favoreció la expansión de un sistema de protección social estratificado de cobertura universal en algunas áreas (Filgueira, 1999). En paralelo, a diferencia de otras experiencias de la región, el movimiento sindical contó con una importante autonomía organizacional respecto a las organizaciones partidarios que impulsaron la incorporación política (Lanzaro, 1986; Collier y Collier, 1991). Esto permitió estrechar el vínculo temprano constituido entre los partidos de izquierda, de mayor cohesión ideológica pero menor inserción entre los sectores populares no organizados, y el movimiento sindical urbano.

El sistema de protección uruguayo se cimentó sobre estas bases. Por este motivo, las características de cobertura y calidad de las coberturas siguieron una lógica claramente incremental, de corte estratificado y fuertemente reactivo a la demanda de grupos de interés particulares (Filgueira, 1999). De esta forma, el sistema garantizó una amplia permeabilidad de los grupos organizados a las estructuras estatales, además de dotar de una fuerte capacidad organizacional de los grupos de interés para defender sus beneficios. Este último factor ayudó a constituir el desarrollo un proceso de "policy making" con baja autonomía técnica y de corte negociador entre las fracciones partidarias y los grupos de interés beneficiados.

Hacia mediados de los años 60, la democracia uruguaya comienza a dar señales de tensión. Los partidos políticos comienzan a perder capacidad de procesar e intermediar el conflicto social (Collier y Collier 1991), debilitándose como instituciones garantes del orden político. Al igual que en otros países de la región, la crisis del régimen democrático y del MSI, desembocó en el ascenso y consolidación de las Fuerzas Armadas en la arena política (O´Donnell, 1979). En el Uruguay este hecho se desarrolló bajo una creciente injerencia institucional de las mismas que finaliza con la disolución del parlamento en 1973. Sin embargo, a diferencia de otros regímenes militares de la región, las transformaciones en el modelo de desarrollo fueron menos refundacionales. El estado mantuvo su presencia en sectores estratégicos de la economía. No hubo reformas estructurales en áreas como la salud, la seguridad social, o la educación, más allá de modificaciones que alteraron condiciones en el acceso de los servicios, los niveles de calidad, o que re-estructuraron administrativamente alguna de estas políticas (Castiglioni, 2005). De distinto modo, existieron avances en políticas de liberalización financiera (estimulando la flexibilización de los controles a los flujos de capital), en materia comercial, (desactivando determinados mecanismos de protección), y a nivel macro-económico (profundizando las políticas estabilización fiscal y monetaria) (Notaro, 2005).

El retorno a la democracia, pareció tener las características de una "re-instauración". Por un lado el sistema de partidos pareció re-establecerse íntegramente. Por otro lado, distintos movimientos sociales organizados, como los sindicatos, parecieron recuperar su capacidad de movilización. El primer gobierno democrático constituyó una etapa de transición. Si bien se re-establecieron algunas de los instrumentos clásicos de MSI como la negociación colectiva, se consolidaron las políticas ortodoxas en materia macro-económica. Sin embargo, no existieron reformas estructurales significativas, las cuales serían abordadas en la década siguiente.

 

El proceso de reformas en los noventa

El segundo gobierno democrático (1990-1995) fue un momento clave en la profundización de las reformas estructurales. En 1990 asumió el gobierno la fracción herrerista, ala liberal del Partido Nacional, bajo la presidencia de Luis Alberto Lacalle. Su ascenso se produce en un contexto de ola de reformas en todos los países de la región, en el marco de la emergencia del paradigma del "consenso de Washington" (Williamson, 2000). El gobierno promovió una agenda de reformas en distintas áreas con resultados diversos.

En materia comercial, Uruguay experimentó un rápido desmantelamiento de los mecanismos de protección. Esto se emparentó con el proceso de integración regional (MERCOSUR) a comienzos de los años 90, el cual supuso el desarme gradual de las protecciones comerciales en los países integrantes. Este factor, influyó decididamente en la apertura comercial experimentada por el país. Tomando cifras del período 1985-1998, el arancel promedio pasó del 32% en 1985, al 23% en 1990, al 14,7% en 1994 y al 12,2% en 1998. Al término del período en 1998, el arancel promedio era un 62% menor al existente en 1985 (BID, 2001).

En materia laboral, el estado se retiró de las instancias de negociación tripartita, suspendiendo la convocatoria del Consejo de Salarios a partir de 1991. Esto descentralizó la negociación salarial a nivel de empresa, reduciendo sustantivamente la cantidad de convenios colectivos en el área laboral. Mientras que en el período 1985-1989 existieron un total de 792 convenios (113 de promedio anual), la cifra cayó a 401 durante 1990-1994 (80 de promedio anual), manteniéndose en cifras similares en el período 1995-1999 (444 en total y 88 de promedio anual) (Rodríguez, et. al., 2001). Esto representó la existencia de un 45% de convenios laborales menos entre el período 1985-1989 y el período 1995-1999. En tanto en 1990, mientras la casi totalidad de los trabajadores formales privados se encontraban cubiertos por alguna forma de convenio, esta cifra se desploma al 27% de los trabajadores en el año 2000 (Rodríguez et. al., 2001).

En materia de política fiscal, los sucesivos gobiernos tuvieron programas de ajuste en sus primeros años de administración. Estos ajustes se caracterizaron por el aumento al gravamen al consumo y a los salarios[3]. Como resultado de esta política fiscal, el déficit opero a la baja entre el período 1986-1998. Durante dicho período, el déficit pasó del 6,5% del PBI en 1989 al 1% en 1998 (Aboal et. al., 2003).

También se profundizó la apertura financiera, hecho que en un contexto de alto flujo de capitales a la región, aumentó sustantivamente los niveles de inversión financiera externa. Como indicador de este proceso pueden mencionarse los amplios grados de libertad existentes para la fijación de las tasas de interés por parte del mercado durante el período[4]. En paralelo, esta mayor liberalización del mercado financiero, puede ser observada a través de los requerimientos de reserva que el Banco Central establecía[5]. A partir de la década de los ´90, se puede apreciar una caída sucesiva en las tasas de encaje exigidas, (desde un 45% en 1990 a 26% en 1994) lo cual continuó al final de la década (de 24% en 1995 a 21% en 1999) (BID, 2001).

Sin embargo, estas transformaciones se combinaron con características del viejo modelo que se mantuvieron o se vieron eventualmente intensificados. El gasto público social se mantuvo en niveles altos durante toda la década, impulsado por el crecimiento del gasto en materia de seguridad social. De acuerdo a cifras relevadas, el gasto social pasó del 17% del PBI en 1990 al 22% en el 2001 (CEPAL, 2004). Buena parte de este aumento esta explicado por el importante incremento del gasto en seguridad social, el cual pasó a representar para el 2001 un 72% del gasto social total (CEPAL, 2001).

El sistema de protección social, mantuvo alguno de los rasgos corporativos y los pilares universales heredados, mientras en simultáneo procesó reformas en donde las alternativas liberales fueron matizadas. La educación siguió un patrón de reforma estatista. El estado avanzó en una reforma tendiente a expandir la cobertura en educación primaria y educación inicial. En ese marco el estado desarrolló un programa de escuelas públicas de tiempo completo en contextos sociales desfavorables, incrementando los servicios y la infraestructura invertida en dichos centros. De esta forma, gracias a la expansión de la educación inicial, el estado logró una importante expansión de la cobertura escolar entre los niños de 4 y 5 años.

La seguridad social siguió un patrón mixto de reformas. Si bien se creó un pilar de ahorro individual gestionado por administradoras de fondos privadas (AFAPs), la reforma matizó el carácter liberal de la misma por varias vías: en primer lugar, mantuvo a los jubilados y pensionados dentro del viejo modelo de reparto inter-generacional. A su vez, los pilares corporativos del modelo no fueron afectados: las cajas "para-estatales" de profesionales, militares y bancarios, se mantuvieron. Finalmente, el propio Estado se hizo presente dentro del sistema ahorro individual, mediante la creación de una empresa pública que compite con las otras empresas del mercado por la captación de las cuentas individuales.

En la salud, se mantuvo la cohabitación del sistema mutual y el sistema público. Los intentos de reformas que procuraron enfrentar los problemas de cobertura y financiamiento fracasaron a lo largo de toda la década. De esta forma el gasto privado en salud fue limitando sus efectos re-distributivos al ensancharse la estratificación en la oferta de servicios y la cobertura, mientras el sistema público experimentó una marcada perdida de calidad de los servicios prestados. El gasto público en salud tuvo una ligera caída en su representación sectorial dentro del PBI, pasando del 2,9% en 1990, al 2,6% en el año 2000 (CEPAL, 2004).

Finalmente, el programa de privatizaciones de los servicios públicos fue bloqueado y terminó fracasando. Un referéndum realizado en 1992, derogó la ley de empresas públicas impulsada por el entonces gobierno blanco de Lacalle, con un 72% de apoyo. Como resultado para fines de la década del 90, Uruguay presentaba los niveles de venta de activos públicos más bajos de todos lo países de la región, llegando a un valor acumulado del 0,1% de su PBI (BID, 2001).

 

4. Revisión de la tesis gradualista.

A mediados del 2002, la economía uruguaya hizo eclosión. El PBI, que venía de contraerse más de un 7% entre 1999 y el 2001, cayó un 11% en dicho año. La inversión cayó un 32% ese año, a lo que se le sumó la caída de más de un 30% entre 1999 y el 2001; el déficit fiscal alcanzó a casi el 4% del PBI; la deuda externa trepó al 100% del PBI, poniendo al país al borde de la cesación de pagos. Tras la crisis, la plaza financiera Uruguaya disponía del 50% de los depósitos con que contaba antes de la crisis.

El colapso económico, tuvo su correlato social. Para el 2003, los niveles de pobreza alcanzaban al 30% de la población, llegando a duplicar las cifras existentes cuatro años atrás (INE, 2004). El desempleo abierto trepó aceleradamente, desde el 12% en 1999, a casi el 20% a fines del 2002 (INE, 2004). Los salarios y las compensaciones cayeron en términos reales a nivel promedio agregado (público y privado) un 27% entre el 2001 y el 2003 (INE, 2005).

Las consecuencias más negativas de la crisis estructural de fines de los años 90, esta relacionadas con problemas en las políticas de desarrollo emprendidas por el Uruguay en las últimas décadas a nivel de dos dimensiones: la sustentabilidad y la equidad. Esto en al menos dos sentidos. En primer lugar las políticas económicas en ciertas arenas sectoriales aumentaron la vulnerabilidad del país frente a escenarios de crisis, a la vez que debilitaron la capacidad de respuesta del estado frente a la misma. A su vez, una vez desatada la crisis, esta dejó al descubierto algunos de los problemas más acuciantes en la disparidad de los niveles de protección estatal existentes para diversos grupos sociales.

Si bien como lo señaló la literatura antecedente, las características socio-políticas se vinculan a una trayectoria gradualista en el modelo de desarrollo, aquí esgrimo que la ruta uruguaya desata problemas en estas dos dimensiones relevantes señaladas.

 

El problema de la sustentabilidad

Uruguay mantuvo durante el período una configuración inconsistente de política económica: por un lado mantuvo un tipo de cambio rígido, y un déficit fiscal oscilante (altamente sensible a los ciclos electorales) aumentándolo en contextos de des-aceleramiento de la economía (Aboal et. al., 2003). Finalmente estructuró un mercado financiero desregulado, altamente vulnerable a los shocks financieros internacionales.

Durante los años noventa, los gobiernos fijaron un tipo de cambio de "flotación sucia" en donde el Banco Central fijó una franja de movilidad de la moneda nacional frente al dólar. La autoridad monetaria intervenía saliendo a comprar o vender dólares si su cotización pasaba o se ubicaba por debajo de la franja establecida. Por otro lado, el resultado fiscal tuvo una evolución positiva durante los años 90, pero sufrió un brusco aumento hacia 1999, cuando el déficit pasó del 1% del PBI en 1998 a un 3,8% en 1999, en un contexto de retracción de la economía (Aboal et. al., 2003). Esto generó márgenes fiscales sensiblemente más acotados para los años subsiguientes en términos de capacidad de reorientar el gasto público para hacer frente al contexto de recesión.

Finalmente, el mercado financiero operó sobre bajos niveles de control por parte del estado. Esto generó una marcada vulnerabilidad para controlar los flujos de ingreso y salida de capitales que dañaron severamente a la economía, generando burbujas especulativas que terminaron destruyendo activos económicos y transfiriendo cargas fiscales privadas al estado. Como ha reconocido la literatura, sociedades orientadas a la expansión del consumo fundamentalmente entre sectores medios y altos de ingresos, con acceso al crédito, generan condiciones para este tipo de lógicas de inversión de corto plazo, las cuales pueden llegar a ser explosivas ante ausencias de regulaciones del flujo de capital (Rodrik, 2000). Uruguay mostró durante toda la década bajos niveles de control de las tasas de interés, como los muestran los índices construidos (BID, 2001). Esto fue complementado por una liberalización creciente de las tasas de encaje exigidas por parte del Banco Central a los bancos de la Plaza, cayendo en más de un 50% a lo largo de la década del 90 (BID, 2001).

El ingreso masivo de capitales, el acceso al crédito internacional a bajas tasas de interés, el alivio de los niveles de endeudamiento externo por la vía de extensión de los plazos, la refinanciación de los compromisos[6], los altos precios internacionales de las commodities y la estabilidad monetaria a nivel regional produjeron una coyuntura económica favorable que viabilizó los problemas de inconsistencia que la tríada de desequilibrio fiscal- estabilidad cambiaria- apertura del mercado financiero-, generaban. A modo de ejemplo, la estabilidad cambiaria a nivel regional (fundamentalmente entre economías exportadores de commodities agrícolas y mercados de exportación para la producción local como Argentina y Brasil), minimizó los efectos perversos en términos de competitividad de las políticas anti-inflacionarias desarrolladas. Como resultado, esto permitió sacar beneficios en términos de estabilización de precios y por esta vía una leve recuperación real del salario[7]. A su vez, el alivio del endeudamiento externo y el acceso a crédito a bajas tasas de interés en el marco de un tipo de cambio sobrevaluado, generaron incentivos para la expansión del ingreso de bienes de consumo final, que generaron booms de importación desacompasados por un incremento de la productividad de la economía.

Esta mixtura generó serias dificultades una vez que las condiciones cambiaron. Las devaluaciones regionales debilitaron la competitividad de nuestro país[8]. Esto sumado a la retracción de la demanda internacional provocó la pérdida de mercados internacionales y disminución de los precios de las commodities de exportación. La ausencia de rentabilidad en la región generó una salida masiva de capitales. A su vez, las tasas de interés aumentaron, encareciendo el acceso al crédito. Como resultado, el tipo de cambio sobrevaluado sostenido, licuó la competitividad del país; la continua expansión del consumo fue financiada no ya con ingreso de divisas sino sobre la base de un endeudamiento persistente a tasas de interés crecientemente altas. Finalmente, la salida de capitales en un mercado des-regulado y sin control sobre los flujos de capital terminó de comprometer la capacidad fiscal del estado a comienzos del 2001. Para fines de ese año, el gobierno debió devaluar su moneda. Al año siguiente la salida de capitales puso en jaque al sistema financiero. Las reservas internacionales del Banco Central se esfumaron, obligando al país a endeudarse para poder respaldar los depósitos bancarios. Para fines de junio del 2002, las reservas internacionales alcanzaban apenas los mil millones de dólares, siendo conformadas en gran parte por fondos inyectados por el FMI vía endeudamiento (Banco Central, 2002). A su vez, esta situación puso al país al borde del default, obligando a profundizar el programa de ajuste fiscal.

 

El problema de la equidad

Los problemas de equidad se agravaron por dos vías. Por un lado, cierta parte del gasto social sectorial más importante, como la seguridad social, ganó en rigidez. La indexación de las transferencias a la tercera edad y la perdida de, tanto los niveles de cobertura como del valor real de las asignaciones familiares agravaron un creciente proceso de desbalance generacional del bienestar que el país arrastraba. Por otro lado, algunas de los cambios catalizados por las reformas de los 90 (crisis del modelo industrial formal) combinadas con áreas vetadas de reformas (como la salud) debilitaron la capacidad de reorientar la protección social estatal en ciertas áreas, generando complementariedades inter-sectoriales que afectaron de forma sistemática a determinados grupos sociales.

La seguridad social se constituyó en tema de agenda política tras el retorno de la democracia. Durante fines de los años 80, numerosas organizaciones de jubilados y pensionados comenzaron a movilizarse para mantener el valor real de sus transferencias, severamente deprimidas durante el gobierno militar. En 1989 el movimiento de jubilados y pensionados logró aprobar una reforma constitucional que estableció un mecanismo de indexación de las prestaciones de acuerdo a la evolución del índice medio de salarios. La reforma, discutida en pleno año electoral y que involucraba nada menos que a casi medio millón de votantes organizados, fue apoyada por prácticamente todos los candidatos presidenciales y respaldada por el 82% de la ciudadanía. Pese a que las elites técnicas alertaban de los peligros en materia fiscal que esta ley produciría, los costos electorales y políticos fueron demasiado altos para partidos como para impedir su respaldo (Filgueira y Moraes, 2000).

Las organizaciones de jubilados y pensionados mantuvieron un alto nivel de participación en el debate sobre el proceso de reformas al sistema de pensiones y jubilaciones, a comienzos de los años noventa (Hernández, 2000). De hecho, los sucesivos intentos de reforma propuestos por el gobierno liberal de Luis Alberto Lacalle (1991, 1993) fueron sucesivamente vetados por los movimientos de jubilados y pensionados respaldados y articulados por la izquierda (Hernández, 2000). La reforma finalmente lograda en 1995 que creó el sistema mixto, mantuvo a los jubilados y pensionados dentro del viejo modelo de reparto inter-generacional. Esto se sumó mas tarde a la integración corporativa del movimiento de jubilados y pensionados en el órgano que administra los recursos de la seguridad social, el Banco de Previsión Social. Estos logros (el mantenimiento de los beneficios sociales y la representación corporativa del movimiento) generaron condiciones para la desmovilización de estas organizaciones hacia fines de la década (Hernández, 2000).

Como efecto en parte del ajuste real de las pasividades, y sumado a los propios costos de la transición del sistema reformado en 1995, en los años siguientes la seguridad social representó una carga fiscal importante en el PBI total: de 10,3% en 1989, paso al 14,3% en 1994, trepando hasta el 17% en el año 2001. Esto representó un incremento de la asignación sectorial a la seguridad social del 70% en términos del producto. A su vez, supuso un aumento del 8% en la representación sectorial del gasto en seguridad social dentro de un gasto público social en expansión: del 62% en 1991 al 70% en 1997 (CEPAL, 2002).

En paralelo a la capacidad de movilización de la organización de pensionados y su acceso al estado para obtener beneficios fiscales, otros sectores populares bajos estuvieron débilmente representados en instancias de movilización para re-dirigir el gasto estatal. Por un lado, las características contributivas del programa de asignaciones familiares (en un contexto de creciente informalización del empleo) impidieron mejorar su cobertura entre sectores populares informales. Entre 1990 y 1999, el número de beneficiaros cubiertos por las asignaciones familiares disminuyó un 20% (Forteza y Ferreira, 2004). Por otro lado, su indexación a un salario mínimo deprimido generó una perdida importante del valor de dichas prestaciones. Tomando como base el año 1991, las asignaciones familiares acumularon una pérdida del valor real del 30% para 1999. Durante ese período, las jubilaciones y las pensiones acumularon un aumento del valor real de entre el 40% y el 60% respectivamente (Kaztman y Filgueira, 2001). Para 1999, el valor de las asignaciones familiares representaban en promedio un 6% del valor de las jubilaciones y pensiones (Filgueira et. al., 2005).

Como principal resultado de esta re-estructura del gasto público social, el estado reforzó la sobre-representación del gasto en seguridad social en detrimento del gasto en niñez e infancia (Kaztman y Filgueira, 2001). Esta evolución diferenciada de la protección social realizada en distintos tramos generacionales, consolidó durante los años 90 el aumento del ratio entre las tasas de pobreza en niños vis a vis los adultos mayores. Para 1997, el porcentaje de niños pobres era casi nueve veces mayor que el porcentaje de pobreza entre adultos de 60 años y más, mientras la media regional se encontraba en el doble (De Armas, 2007). La relación era tres veces mayor a su vez respecto a países como Argentina, que mostraba un patrón de envejecimiento poblacional similar (13% de la población mayor de 60 años frente a 17% en el caso uruguayo), y sensiblemente mayor al de los países desarrollados que presentan patrones de envejecimiento poblacional similares al de Uruguay (De Armas, 2007). Este ratio además se cuadruplicó si se analiza el período que va de 1986 a 1996 (De Armas, 2007).

Otras arenas de protección social, también tuvieron efectos defectuosos sobre la equidad. La arena de la salud presentó numerosos bloqueos de reforma durante toda la década. La construcción de débiles coaliciones políticas a nivel parlamentario que la sostuvieran, el importante número de agentes de veto combinadas con un tipo de asignación específica de recursos de poder en dicha arena, así como las características del vínculo entre agentes organizados y el sistema de partidos, redundó en la consolidación de un bloqueo estructural para su reforma (Moraes y Filgueira, 2000). En efecto, los partidos gobernantes no desarrollaron acuerdos de cooperación estables para emprender reformas institucionales. A eso debe agregarse la gran cantidad de agentes organizados dentro del sistema (distintas corporaciones médicas, organizaciones de funcionarios públicos y privados) que contaron con un gasto sectorial que ha sido en el caso específico de la salud, gerenciado y asignado por los propios grupos de interés. Finalmente, estos mismos grupos organizados han mostrado canales de conexión fluidos con elites partidarias de todos los partidos, quienes contaron con legisladores con vínculos orgánicos en algunas de estas organizaciones.

Como resultado de esta dinámica, en un contexto de creciente informalización laboral, el gasto en salud privado al que Uruguay destina una importante porción del gasto en salud total, sufrió un proceso de marcado descreme a partir de la perdida de afiliados en los quintiles más bajos donde están sobre-representados los grupos etarios más jóvenes y las mujeres (Filgueira et. al., 2005). Esto combinado con un proceso de estancamiento del gasto en salud pública, supuso la perdida de calidad de atención y la cobertura de estos sectores populares vulnerables. Después del período de crisis, el gasto público en salud, siguió disminuyendo, pasando del 2,7% en 1999, al 2% entre los años 2002 y 2003 (CEPAL, 2004).

La profunda brecha generacional del bienestar, así como la creciente concentración de riesgos en ciertos grupos sociales esconde un proceso estructural profundo y marcado: el desajuste de la estructura de protección social respecto a los nuevos riesgos sociales que presenta la sociedad uruguaya (Filgueira et. al., 2005). Uruguay no solo sesgó sus políticas de orientación del gasto público a nivel inter-generacional, sino que moldeó un variante de desarrollo en donde las reformas afectaron a los grupos sociales localizados en los sectores informales afectados por el repliegue del modelo industrial y regulado; a los excluidos de los sistemas de protección, o que se vieron perjudicados por la pérdida de calidad de los servicios públicos prestados estatalmente. Si bien estos efectos son producidos por el cruce con dinámicas demográficas y económicas más generales (envejecimiento poblacional, expansión de la economía de servicios no protegida), estos estudios han mostrado como el sistema de protección social estatal ha operado afectando los niveles de equidad vertical, incrementando el riesgo de nuevos grupos sociales y ensanchando los niveles de equidad horizontal, la cual su dimensión más notoria la constituye la brecha inter-generacional, pero que también incluyen a los hogares más extendidos, los que predominan jefaturas femeninas y los que presentan niveles de calificación más bajos (Filgueira et. al., 2005).

 

Una explicación alternativa al proceso de reformas

El Uruguay ha estado caracterizado por la existencia de un sistema de partidos institucionalizado con una alta permeabilidad de los partidos respecto a grupos sociales organizados. A su vez, los patrones de vínculo entre partidos y grupos organizados se vieron caracterizadas por el predominio de formatos particularistas de inserción en la arena política, fundamentalmente entre los sectores medios y populares urbanos. La extensión de redes clientelares caracterizadas por el predominio de lógicas "retributivas" en la distribución de recursos públicos, constituyeron desde el inicio características propias de las formas de representar intereses políticos en la arena partidaria. Conforme el país comenzó el lento repliegue de MSI, esta configuración produjo que el acceso de ciertos grupos sociales a los canales de representación fuera perdiendo intensidad. Por un lado, los partidos tradicionales emprendieron reformas importantes al influjo de nuevos contextos internacionales que perjudicaron a los otrora sectores populares integrados bajo formatos clientelares. Son estos sectores lo que se vieron perjudicados de los mecanismos que protegían al trabajo, la caída del modelo industrializador, y la perdida de mecanismos de protección estatal montados.

En estas áreas, la creciente internacionalización de la economía catalizó reformas en áreas que contaron con grupos sociales bajamente organizados (Luna y Alegre, 2005). A modo de ejemplo, la re-estructura de las políticas industriales (debido a la apertura de la economía) y los cambios en la protección del empleo (desmantelando la negociación laboral) afectaron a sectores asalariados privados de ciertas arenas sectoriales, mientras la expansión de una economía desregulada orientada a los servicios expandieron la inserción informal y sin organización sindical de numerosos trabajadores urbanos. Mientras la tasa de empleo en la industria se redujo casi un 35% al cabo de la década del noventa, los niveles de precarización e informalidad parecieron concentrarse crecientemente entre los sectores populares urbanos (Kaztman et. al., 2003). A su vez, se evidenció un proceso de desarme y repliegue de las organizaciones sindicales localizadas en el sector privado. La tasa de afiliación sindical en dicho sector cayó alrededor de un 60% entre 1990 y el 2000 (Rodríguez et. al., 2001), mientras los niveles de cobertura sindical se redujeron a poco menos de un tercio de la cifra existente a comienzos de la década (Rodríguez et. al., 2001). De forma paralela, el deterioro de servicios públicos como la salud, o la creciente debilidad del sistema de transferencias dirigidas a sectores populares, también generaron una creciente debilidad del estado en su capacidad de garantizar la protección social de estos grupos.

Adicionalmente, la crisis de las políticas de retracción del empleo público en el nuevo contexto de equilibrio fiscal, impidió la integración de sectores populares urbanos no formales, a redes de protección aseguradas en antaño por vía del estado. Las políticas de retiros incentivados en el sector público, así como el retraimiento de las formas tradicionales de reclutamiento estatal por vía del intercambio individualizado generaron un retiro parcial del estado como empleador, afectando especialmente a los sectores populares (Filgueira et. al., 2003).

Este proceso refleja, en parte, el proceso de re-composición de los vínculos de inserción política de estos sectores al sistema de partidos. Las últimas dos décadas presenciaron el debilitamiento las principales maquinas clientelares identificadas con fracciones políticas tradicionales, fundamentalmente a nivel nacional, así como un marcado proceso de refugio y re-localización del clientelismo a nivel local (Filgueira et. al., 2003; Luna, 2004b). Estas redes clientelares pasaron a descentralizarse tanto a nivel de los recursos de transacción que se asignan, como a nivel de las lógicas de lealtad y compromiso de las mismas con las principales fracciones y organizaciones partidarias (Luna, 2004b).

Por un lado, los otrora partidos clientelares tradicionales fueron alineándose con grupos sociales favorecidos por el modelo de desarrollo orientado al mercado. Entre ellos se encontraron los grupos importadores (parte de grupos industriales reconvertidos que se habían favorecido por las políticas de protección estatal); grupos vinculados al área financiera liberalizada; exportadores perjudicados en el pasado por la protección a la industria urbana; y finalmente grupos medio-altos radicados en actividades del sector servicios que se dinamizaron tras la apertura de la economía. Incluso, las propias formas de vinculación clientelar se re-estructuraron conectando al estado con las demandas e intereses de estos grupos. La expansión de las nuevas modalidades de contratación, concesión y formas de intercambio entre empresas, agentes privados y el estado reflejan esta nueva modalidad de vínculo (Filgueira et. al., 2003).

A este grupo de ganadores difusos de las reformas se le opuso una poderosa coalición de veto, anclada en las corporaciones y organizaciones beneficiadas por el MSI y las políticas de protección social de corte urbano y corporativo. Este grupo estuvo integrado por jubilados, pensionados, empleados públicos y sectores medios y medio-altos privados agrupados en corporaciones para-estatales. Incorporando a los principales gremios de trabajadores públicos y privados, estos movimientos legaron una amplia autonomía organizacional y una fuerte inserción a redes particularistas conectadas al estado. Esto pudo verse en áreas como las empresas públicas, en donde un plebiscito constitucional impidió su privatización; la seguridad social, en donde las reformas garantizaron tanto el valor real de las prestaciones, la cobertura estatal de las pasividades de las generaciones mas viejas, así como la protección de corporaciones organizadas que habían accedido a regímenes especiales (bancarios, militares, profesionales); o en la salud, donde el estado siguió garantizando las transferencias hacia un gasto en salud privado crecientemente estratificado en su acceso del que se benefician corporaciones médicas, y otros grupos organizados.

El legado de fuerte capacidad organizacional y vínculo plural con el sistema de partidos generó entre estos grupos una importante capacidad de acción colectiva para enfrentar reformas y negociar paquetes de políticas, así como condiciones políticas para que la izquierda pudiera alinearse como la representante política de dichos grupos.

Adicionalmente, si bien el desarrollo de reformas en áreas de baja resistencia deterioró directamente la posición de los sectores populares, la acción de esta coalición de veto tuvo externalidades directas sobre los grupos no organizados. Un ejemplo de este proceso es la generación de procesos de rigidez en ciertas áreas de las políticas públicas, fundamentalmente en el área social. Un caso paradigmático lo muestra la transferencia de ingresos por parte del estado a los jubilados y pensionados a partir de la reforma constitucional de 1989, por la vía de la indexación de dichas rentas a la evolución del índice medio de salarios. Este hecho determinó el carácter inercial del gasto público social durante todo el período, fundamentalmente en lo referente a su composición sectorial.

A su vez, la recomposición de algunas de las modalidades de intermediación política, así como la transformación de la competencia partidaria en torno al mantenimiento del MSI, no solo generaron fisuras en términos de la equidad de las políticas, sino que, combinados con la baja autonomía técnica del proceso de políticas, fueron generando distorsiones en el desarrollo de políticas macro-económicas. El crecimiento electoral de la izquierda y su emergencia como serio aspirante a obtener el gobierno, generaron estímulos para emprender políticas fiscales expansivas en períodos electorales, las cuales coincidieron con períodos de caída del ciclo económico (Aboal et. al. 2003). En este sentido, los incentivos electorales operaron para mantener tanto la expansión fiscal como la rigidez cambiaria en el corto plazo, lo cual generó un cóctel explosivo que agravó la posterior crisis fiscal y financiera del estado.


5. Conclusiones

Uruguay experimentó un legado de incorporación política inclusivo pero estratificado, asentado sobre un sistema de partidos institucionalizado, que integró a cortes verticales de la sociedad que disponían de variados niveles de organización, bajo un formato clientelar. Con la crisis gradual del MSI, ocurrieron transformaciones importantes tanto en los formatos de representación, como en las características de la competencia política.

A nivel de la representación, en los sectores populares urbanos (históricamente menos articulados organizadamente) se fue produciendo un proceso de cambio en los niveles de organización y agregación de las redes clientelares. Por otro lado, en paralelo, se experimentó una organización y movilización importante de los grupos medios amparados y protegidos por el viejo sistema de protección de corte corporativo y estatal, amenazados por las reformas pro-mercado y el deterioro estructural del modelo estado-céntrico de base industrial.

A nivel de la competencia política, el re-alineamiento de los partidos "tradicionales" (blanco y colorado) como impulsores de reformas pro-mercado y la emergencia del Frente Amplio como representante de los grupos pro-MSI organizados, generó una dinámica política fuertemente propensa a desatar bloqueos en ciertas arenas sectoriales de políticas, así como impulsos reformistas en arenas con baja resistencia para las reformas y alta exposición a la economía internacional.

En definitiva tanto las características de la competencia política, como de las mixturas presentes en relación a los patrones de representación política existentes, no hicieron más que generar un dinámica coalicional que generó externalidades negativas para sectores populares en diferente áreas de las políticas públicas.

Por este motivo, las políticas públicas de los años noventa adolecieron de deficiencias en dimensiones relevantes que permiten discutir las características virtuosas imputadas durante algún tiempo al gradualismo uruguayo. Contrariamente al supuesto que sostuvo el análisis del proceso de reformas, las rutas graduales no siempre responden a secuencias virtuosas en términos de desarrollo. Estas pueden resultar modelos que en su composición adoptan combinaciones distintas en función de la sustentabilidad de las políticas de desarrollo promovidas, así como en función de las políticas distributivas que modelan. Asumiendo que existen múltiples rutas graduales posibles, la adopción de determinada secuencia gradualista puede suponer trayectorias no deseables en el largo plazo. El argumento aquí expuesto es que las características socio-políticas analizadas han operado desatando una gradualista de tipo perversa en el caso uruguayo.

En materia de sustentabilidad, la rígida política cambiaria y monetaria durante los años noventa, en combinación con una liberalización del mercado financiero y un déficit fiscal creciente en el período, constituyeron mixturas inconsistentes que atentaron contra la inserción internacional del país, aumentando los niveles de vulnerabilidad en materia económico-financiera. Estas inconsistencias sectoriales generaron en su momento costos tangibles para la sociedad en su conjunto que fueron asumidos por el estado, como lo demuestra la crisis bancaria del 2002. Esta inconsistencia sectorial se combinó con una herencia de largo plazo que se agudizó a partir de 1985: la re-estructuración del gasto público y su posterior rigidez, así como la re-estructura de algunas de las políticas sociales sectoriales, agravando los problemas de vulnerabilidad de ciertos grupos sociales, marcado por un escenario de importante inequidad generacional.

En definitiva, el argumento aquí presentado intenta destacar que la configuración de políticas analizada puede explicarse a partir de un sistema de partidos institucionalizado pero que por sus características es propicio a generar cortocircuitos en los canales de representación con sectores populares con baja capacidad de movilización, y a congelar las formas de intermediación tradicionales con grupos de interés y organizaciones con acceso al estado. De esta forma esta configuración disminuye la capacidad de las instituciones políticas de recomponer vínculos de representación programática en contextos de creciente asimetría organizacional de grupos para canalizar demandas e intereses. En este punto el caso uruguayo es paradigmático de cómo sistemas de partidos institucionalizados y formatos de representación plurales pueden desatar secuencias de desarrollo no deseadas. Este caso da claves de análisis relevantes para interpretar las combinaciones perversas que puede generar el cruce entre formas de representación híbridas, formas de institucionalización partidarias estables y conectadas a la sociedad, pero articuladas bajo arreglos clientelares y con baja carga tecnocrática en su composición orgánica en el estado.

 

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® Artículo recibido el 11 de junio de 2007 y aceptado para su publicación el 13 de octubre de 2008

 

Notas

* Agradezco los aportes y las críticas de Juan Bogliaccini, Fernando Filgueira, Pablo Mieres, Juan Pablo Luna, Santiago López y Cristian Pérez, así como los comentarios realizados por un referee anónimo.

** Docente e Investigador del Programa IPES en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Católica del Uruguay, y del Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.

[1] Esto asume que la caracterización de gradualismo no hace a las características específicas de las reformas- de hecho, como se verá, existieron reformas más heterodoxas, otras más ortodoxas, e incluso ausencia de reformas en distintas arenas sectoriales que se analizan-, sino al efecto agregado del proceso de reformas, y de esa forma fue entendido por la literatura académica que analizó el caso uruguayo como un ejemplo de reformismo gradualista.

[2] Los altos valores que presentaba Uruguay en términos de liberalización comercial a mediados de los 80, así como en áreas como la financiera o tributaria es la que explican su elevado posicionamiento en el índice de reformas al comenzar el período analizado. Usualmente el país es identificado como un caso con reformas tempranas de primera generación, habiendo luego diferido o enlentecido las reformas de segunda generación.

[3] Durante el período 1985 a 1990, la tasa básica de IVA fue elevada del 20% al 22%, y después al 23%.

[4] El índice de grado de control de las tasas de interés es construido por el BID. El valor 1 representa el menor nivel de control, y 0 el mayor nivel de control por parte del Banco Central. Uruguay tuvo un promedio de 0,75 durante la década, valor por encima del promedio regional (Véase BID, 2001).

[5] Estos requerimientos son medidos como el cociente entre las reservas de los bancos y los depósitos bancarios a la vista, donde altos niveles de requerimientos de reserva implican mayor control. (Véase BID, 2001).

[6] La refinanciación de la deuda externa uruguaya a través del "Plan Brady" implico para Uruguay y para el resto de los países de la región incluidos en el plan, quitas al valor de la deuda a cambio del compromiso de acelerar los programas de reformas en áreas como las empresas públicas, el comercio, y el mercado de trabajo. Así mismo, este plan de renegociación reorientó la política cambiaria de herramienta para lograr el equilibrio externo, hacia su utilización como instrumento anti-inflacionario, dado que ya no era necesario mantener un tipo de cambio elevado para obtener superávit comercial de manera de hacer frente a los pagos de la deuda. (Rodríguez, Cozzano y Mazzuchi, 2001).

[7] Mientras la inflación tuvo una baja progresiva hasta llegar a un dígito a fines de los años 90 (de un 81% en 1991, a poco más del 8% en 1998), el salario real tuvo un aumento progresivo bastante moderado también en este período: del orden del 7,5% acumulado entre 1991 y 1998. (INE, 2003).

[8] En enero de 1999, Brasil devaluó de forma importante su moneda. Argentina siguió el mismo camino a finales del 2001, quebrando la convertibilidad entre el peso argentino y el dólar.

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