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Archivos de Medicina Interna

versión impresa ISSN 0250-3816versión On-line ISSN 1688-423X

Arch. Med Int vol.36 no. 3 Montevideo nov. 2014

 

Medicina y Sociedad

Medicalización de la sociedad y desmedicalización del arte médico

Medicalization of society and demedicalization of the medical art

 

Dr. Álvaro Díaz Berenguer

Profesor Agregado de Clínica Médica.

Hospital Pasteur

Facultad de Medicina. UdelaR. Montevideo.

Palabras clave: Medicalización, Desmedicalización, Patologización.

 

Keywords: Medicalization, Demedicalization, Pathologization.

Cada punto de vista implica definiciones previas, coordenadas. Las nuestras parten del Sur, desde abajo, hacia arriba, con la perspectiva del pequeño Uruguay. Es decir que nuestro Norte es el Sur como lo dibuja Joaquín Torres García con su América arriba.

La Medicina actúa de manera visible, explícita, vinculada con lo operativo inmediato, la reversión de los procesos mórbidos que aquejan a los seres humanos con la intención de prolongar la vida y disminuir sufrimientos; pero también actúa de forma, implícita, oculta, inconsciente, para dar explicación a lo inexplicable, dar coherencia a la sociedad humana y la seguridad necesaria para la convivencia, desplazando en gran medida sin habérselo propuesto, a las Religiones tradicionales. La palabra Religión tiene su origen en religar, reunir, unir, dar cohesión.

La Medicina está enraizada en la cultura de su pueblo. El médico recogió la tradición interpretativa de la realidad de sus ancestros chamánicos que da sentido a lo inexplicable, a través de una mitología compleja y cambiante, que en los últimos siglos surge de la Ciencia, pero sin abandonar las raíces mágico-religiosas. El médico es hoy, o debiera ser, científico, psicólogo, sacerdote, chamán, mago, abogado y juez, según las circunstancias, propósito casi inalcanzable.

A lo largo del siglo XX, se acrecentó el poder terapéutico con nuevas herramientas tecno-científicas, mientras que perdió pie ese don ancestral que le permitía al médico explicar lo inexplicable, o por lo menos hacerse cargo de ello. La esperanza infinita que el imaginario colectivo ha depositado en la Ciencia choca ahora en el consultorio con la crudeza del médico de carne y hueso, y sus limitaciones. Cada nuevo procedimiento de la alta tecnología o nuevo fármaco de sofisticación biomolecular, genera expectativas esperanzadoras, pero su aplicación no cumple con lo prometido. El entusiasmo de la noticia pronto se opaca porque en la realidad los avances son siempre insuficientes para evitar la muerte y los sufrimientos.

La comunicación en el consultorio está profundamente perturbada: se ha “cibernetizado” como dice Eric Fromm, se ha “robotizada”. La interacción reemplazó a la comunicación, en una relación mecánica de engranaje contra engranaje, lo más aséptica posible de sentimientos. Los espíritus no tienen lugar. Tampoco hay tiempo para que el encuentro fructifique en certezas. No hay confianza. No hay fe compartida. Lo objetivo de la ciencia “objetiviza” al paciente, lo transforma en objeto. Esta corriente positivista comenzó en el siglo XVIII junto con la idea que el hombre era una máquina hecha de materia y que en el Universo no existía más que la materia regida por las leyes de la materia.

La Medicina es cada vez más compleja y costosa, en la medida que crece el número de engranajes y de las especializaciones y subespecializaciones; y cuanto más compleja más se acorta el tiempo promedio destinado a los pacientes. Los administradores consideran al enfermo un objeto manipulable en una cadena industrial.

Gracias al lenguaje somos sujetos en relación con los contemporáneos y con nuestros ancestros. Habitamos en el lenguaje. Nuestro mundo y nuestro cuerpo están hechos de otros, aquí y en el más allá, con flores y pecados. Jacques Lacan propone que el cuerpo es un organismo atravesado por el lenguaje y el médico es el intérprete de ese lenguaje.

En el encuentro y en el ensamble con el otro y su entorno, en el pasado, en el presente y en el futuro, germina y fructifica lo que se conoce como humanidad. Médico y paciente son los actores principales de esta historia tanto más humana cuanto más rico sea el diálogo entre ellos sobre los males del cuerpo y el destino. El desamparo originario del enfermo al que lo condena su cuerpo, encuentra solución a través de la interpretación de los síntomas y los signos. Ese lenguaje que dignifica, no son solo palabras. La importancia del lenguaje se manifiesta a veces, simplemente en la fuerza de una sonrisa.

El ámbito del enfermo, es mucho más que una explicación científica de un fenómeno biológico; es una vasta trama de relaciones propias de su cultura de su tiempo y de su lugar. Allí debe penetrar el médico, con lo que dice y lo que no dice; con los silencios que solo son posibles en función del tiempo compartido. Solo el tiempo sin tiempo posibilita el lenguaje y el encuentro. Sólo así se evita que el paciente perciba el diagnóstico y el pronóstico como un “lenguaje esotérico” o una “profecía en clave” (palabras de Mario Benedetti en su cuento La Muerte).

La medicina se debe a los otros; sin el lenguaje queda despojada de ellos y de su esencia. Nuestro cerebro hecho de materia, es un laberinto donde deambulan los espíritus de nuestros congéneres gracias al lenguaje.

Al mismo tiempo que la sociedad globalizada estrechó su vocabulario, la medicina evolucionó hacia la aplicación fría de procedimientos protocolizados, en donde el lenguaje se esquematizó y pasó a un segundo lugar. La interpretación médica a través de algoritmos se ha globalizado y está de moda como las decisiones basadas en la evidencia. La omnipotencia del saber científico desplazó la duda, la incertidumbre, las infinitas posibilidades del destino.

El algoritmo de la antigüedad griega está vinculado con las matemáticas, con la exactitud. Ahora quedó restringido al ámbito de la computación, de la cibernética, y de la medicina. Nada más lejos del acto médico que la certeza matemática; el médico actúa en la duda, en penumbras, donde todos los gatos son pardos. Muchas veces es el tiempo el que nos conduce a la verdad. Veritas filia tempore: la verdad es hija del tiempo. Pero como decía Francis Bacon: la verdad es hija del tiempo pero no de la autoridad.

El objetivo, el fin, la misión del médico consiste en hacer el Bien. Para ello se enfrenta a un mar de incertidumbres científicas y humanas, por los caprichosos vaivenes de la enfermedad. El rumbo no está orientado por la Ciencia sino por los valores humanos que el médico descubre con su enfermo. El algoritmo es solo una constelación en el cielo que orienta al navegante, pero nada más. Al mirar con la profundidad del telescopio la constelación mitológica desaparece y se cae en el más allá. Gérvas y Pérez Fernández dicen: “La alquimia de los números deslumbra a los pacientes y a la sociedad, y se prefiere la seguridad de una respuesta errónea barnizada de estadística a la incertidumbre de nuestra ignorancia”.

William Osler vislumbraba que hacer medicina es como navegar por un mar desconocido con mapas que no son suficientes. El rumbo de nuestro destino no es sólo predecible por la Ciencia.

La salud consiste en una utopía inalcanzable, pues en este concepto subyace la seguridad absoluta y la vida eterna: en última instancia se puede considerar a la salud como un bien equivalente a la esperanza de la salvación. La propia palabra salud proviene de esa raíz: de “estar salvado”. La salud está enraizada en los mismos orígenes de las religiones.

No es posible separar el concepto de enfermedad de las características de cada pueblo. En una tierra de gigantes, ser enano, significa padecer una enfermedad, así como en una tierra de enanos ser gigante es una enfermedad. Cada pueblo trae consigo una mitología propia que suele explicar los males, y los procesos de inclusión o exclusión de los individuos, lo que está íntimamente ligado con la moral. La actual Medicina sin patria, globalizada, desarraiga y hace perder pie a quienes la necesitan.

El arte de curar está inmerso en la mitología: historias fantásticas rodean las enfermedades y las curaciones desde los comienzos de la humanidad; no es posible borrarlas.

El cazador del Mal lucha con él. Ello es evidente en las metáforas bélicas que se usan en la actualidad: “armas terapéuticas”, “combatir las enfermedades”. Cuando surgieron los antibióticos se llamaban “balas mágicas”. El médico derrota a la muerte como si fuera un guerrero.

Las enfermedades estigmatizan, esto es, causan vergüenza, y quitan el honor. El poder que usa el médico contra el Mal, no debería dirigirse solamente a los fenómenos biológicos sino también a quitar la vergüenza y devolver el honor, porque ese poder permite mantener al individuo enfermo incluido entre sus semejantes, inserto en su mundo, en su entorno, protegido, esperanzado.

El poder de curar cristaliza en símbolos que caracterizan al salvador: el estetoscopio en el cuello, la túnica blanca, el título enmarcado en la pared. Estos son distintos en cada cultura. La Técnociencia provee innumerables artefactos que adquieren sin proponérselo esa capacidad de amuleto, que comenzaron con el estetoscopio y el bisturí, pero que se prolongan en la tecnología médica actual.

La enfermedad no es solo un modelo científico; es una construcción simbólica de una sociedad que explica el sufrimiento y la muerte a su manera, y que implica culpas. El enfermo ha sido condenado por el destino, ¿será absuelto por el médico?

El médico tiene el poder de re-incluir al paciente en el reino de los que tienen dignidad y esperanza. Su figura se construye sobre hazañas victoriosas y su sola presencia puede impedir que se libere el enfermo imaginario que todos llevamos dentro.

El camino iniciático de la formación del chamán incluye el enfrentamiento con la realidad de su muerte y con las alternativas culturales de este dilema, enraizadas en una cultura ancestral que pasa de generación en generación. Sobre esa base despliega sus acciones y logra la coherencia de su tribu, para la cual se transforma en líder espiritual junto al cacique.

El viento positivista que sopló en los últimos siglos arrasó con la mitología ancestral que daba sostén al infortunado. La medicina quedó reducida a la atención de los fenómenos biológicos. Causas y efectos tienen significados inciertos, alejados de la cotidianeidad de la sociedad, son insuficientes para explicar la enfermedad y la muerte. Los médicos contemporáneos son los intérpretes de las causas del silencio eléctrico de la actividad cardíaca y encefálica, no de la muerte. Ya no es tan frecuente como antes escuchar “Dios así lo quiso”.

La muerte está siempre presente en la imaginación del enfermo; ella está cerca.

Con el corsé de la actividad científica, la muerte tiene su causa biológica sobre la que sería posible actuar. Cuando esto se proyecta en la atención de los moribundos, caemos en el empecinamiento terapéutico absurdo y en la culpa ante el fracaso de la resurrección.

La enfermedad grave y la muerte siempre traen consigo una pesada carga de culpas. No es posible asistir al sufrimiento sin que corra por nuestras venas cierta culpabilidad impulsada por la piedad.

La sabiduría que nace de la experiencia personal y de la tradición, cayó en descrédito mientras que se reforzó la fe en todo aquello que proviene de la aplicación del método rígido de la Ciencia, donde lo fundamental es la causa racional, la etiología. Se ha sobrevalorada la razón sobre el sentimiento, y el encuentro con el paciente se transformó en causalidad. El médico se preparó para luchar contra las causas, no para atender al desvalido sin causa, y menos para atender las culpas. Ese vacío fue necesario llenarlo con una nueva especialidad: los cuidados paliativos.

Si antes el chamán era el vehículo que conectaba los males del enfermo con el mundo de los espíritus y con el resto de la comunidad, ahora el médico es el vehículo para la conexión con la mitología del frío mundo de la tecnociencia, en la que médico y paciente creen ciegamente, pero ese nuevo mundo está deshabitado. El paciente se reubica en su nueva circunstancia vital, según lo que cree entender y según sus esperanzas que están depositadas en ese gigante de pies de barro, pero permanece solo, aislado, excluido.

Si antes en el principio era el verbo, ahora en el principio es la acción; el diálogo quedó sustituido por el acto. Louis-Vicent Thomas afirma que “Universalmente, el silencio está ligado a la muerte”.(1) En nuestra sociedad la proximidad de la muerte interrumpe la comunicación y hace imposible el mensaje.

El término “medicalización” se refiere a un proceso de impregnación social de todo lo vinculado a la medicina y a la creación mitológica de un nuevo Dios con pies de barro.

La medicalización está presente en el lenguaje cotidiano (por ejemplo: “la sociedad está infectada de delincuentes”, “es necesario hacer diagnóstico de la situación económica”, “hay que cortar por lo sano”), y también se pone de manifiesto también en la comercialización de productos de distinto tipo.

La Coca Cola nace como producto médico y gran parte de los productos que se comercializan utilizan en su promoción, conceptos médicos. Hay zapatos deportivos saludables, hay comidas saludables, hay vestimentas saludables, hay sillas saludables, hay ambientes saludables. Por contraposición y subrepticiamente se crea un entorno enfermizo. La existencia humana está hoy atrapada por la Medicina. Nacimientos y muertes están en manos de los médicos y deben estar certificadas.

Para obtener la libreta de conducir o un trabajo se exige la intervención médica. Solo un médico puede definir si un criminal padece un trastorno psiquiátrico y la responsabilidad que le cabe ante la Justicia. Es el perito médico asesorando al juez el que en última instancia decide sobre la responsabilidad de los actos criminales.

La Ciencia y su pariente la Medicina, comienzan a desplegarse en la imaginación de los hombres como Todopoderosas a partir del siglo XVIII. “Frankenstein o el moderno Prometeo” de Mary Shelley, publicada en 1818, relata la construcción de un ser vivo que culmina siendo un monstruo. Se muestra allí la potencialidad de la Ciencia para cambiar el destino, pero también se muestra su inmoralidad. La novela surge de las ideas precursoras de Luigi Galvani y de Erasmus Darwin, aunque en aquel tiempo totalmente infundadas, que a través de la electricidad se podría revivir a los muertos. Frankenstein encarna el científico inmoral que a partir de entonces se encuentra en innumerables obras literarias y televisivas, incluyendo dibujos animados para niños.

En el siglo XX la Medicina desplegó todo su fulgor, encandilando con la realidad de la reanimación cardiorrespiratoria, los trasplantes, el desarrollo de los bebés de probeta, la manipulación genética, el cambio de sexo. Toda la vida entró en la cueva de la Medicina científica dejando fuera a los espíritus ancestrales.

Si bien la medicalización puede ser considerada en teoría como el traslado de la responsabilidad de la salud a los ciudadanos, en realidad consiste en un proceso de dominación ideológica de los mismos, a través de una nueva mitología.

Orueta Sánchez y su equipo, afirman que: “La medicalización es un proceso continuo que se autoalimenta y crece de forma constante, facilitado por una situación en la que la sociedad va perdiendo toda capacidad de resolución y su nivel de tolerancia.”(2) El más mínimo sufrimiento (incluyendo a la ansiedad), son percibidos como enfermedades que requieren ser atendidas por el sistema. Compartimos José Alberto Mainetti que el término “connota una apreciación crítica por los efectos negativos, paradojales o indeseables, de tal fenómeno”.

Michael Foucault, uno de los primeros filósofos en rebelarse contra el poder médico, dictó una conferencia en Rio de Janeiro en 1974 donde afirma que a partir del siglo XVIII, la existencia, la conducta, el comportamiento, el cuerpo humano, se incorporaron en una red de medicalización cada vez más densa y amplia, que cuanto más funciona menos se escapa de los brazos de la medicina.(3)

Al año siguiente Foucault destaca la aparición de la figura del “anormal”, y el dominio de las anomalías como objeto privilegiado de la psiquiatría. Dentro de lo que se considera anormal destaca la figura del pequeño masturbador y del niño indócil.

La medicalización incluye la intromisión en la moralidad de las personas.

El espíritu científico del siglo XIX aplicó la causalidad entre el aspecto del cuerpo físico y las razas por un lado, y la moralidad y la inteligencia por el otro. El médico italiano Cesare Lombroso publica el “Hombre delincuente” con el análisis de los rasgos físicos que caracterizan al criminal. Comienza por ese entonces a desarrollarse la idea de una raza superior y de la eugenesia, tema latente en la medicina de nuestros días.

En el ámbito de las matemáticas surge en paralelo Carl Gauss, con su clásica campana: una base metodológica para la definición de lo normal y lo anormal; de lo sano y lo enfermo.

Ya en el siglo XX, en la década de los 70, coincidiendo con la corriente crítica de Foucault, Iván Ilich publica su libro Némesis médica, que contiene un capítulo titulado “La medicalización de la vida” en donde afirma: “La proliferación de agentes médicos es insalubre no única ni primordialmente a causa de lesiones específicas funcionales u orgánicas producidas por los médicos, sino a causa de que producen dependencia. Y esta dependencia con respecto de la intervención profesional tiende a empobrecer los aspectos no médicos saludables y curativos de los ambientes social y físico, y tienden a reducir la capacidad orgánica y psicológica del común de las gentes para afrontar los problemas.” Y agrega: “los miembros de la familia generalmente se asustan ante la idea de que se les pueda pedir que atiendan a sus propios enfermos”.(4)

Lo cierto es que en la civilización occidental, ya nadie nace ni muere en su casa. Ya no hay comadronas que atiendan los partos ni viejas que amortajen los cadáveres.

La medicalización también incluye estos cambios antropológicos. Si antes la muerte fue atendida por un sacerdote que esperaba el último aliento, hoy la muerte es atendida por el médico que espera el silencio eléctrico en una pantalla fluorescente.

El témino patologización se refiere a otra cosa, a la inclusión de un fenómeno normal en la categoría de enfermedad, partiendo de la base que si algo se sale de la norma debería ser considerado como tal. Los procesos históricos de normatización se acompañan de procesos de patologización. Las enfermedades cambian a la par de las normas.

La patologización es más evidente es en el terreno de los trastornos de la conducta humana, dentro del ámbito de la psiquiatría, pero también existe más allá en el terreno global de la medicina. Los límites de la presión arterial, de las cifras de colesterol o de la glicemia, que definen la oportunidad de la intervención médica, están en permanente cambio. En la medida que van disminuyendo se van expandiendo las indicaciones de los tratamientos farmacológicos.

¿Dónde están los límites de lo sano? Estamos genéticamente condenados a muerte desde el momento en que nacemos. La existencia viene acompañada de pérdidas y sufrimientos. ¿Cuáles son entonces los parámetros que se utilizan para definir la necesidad de tratamiento médico? ¿Las respuestas dependen de la Ciencia y de la Medicina? ¿Se encuentran en la cultura? ¿O dependen de la política sanitaria?

Un ejemplo de patologización, y posterior despatologización, es la homosexualidad, que fue una condición medicalizada y patologizada, y se la concibió como una enfermedad hasta que, a mediados del siglo XX, comenzó un proceso inverso, de despatologización. ¿Es posible considerar a la homosexualidad como una variable a medir y clasificar? ¿Es un problema orgánico o del espíritu? ¿Es un problema?

La medicalización tiene relación no sólo con el cuerpo y la patología orgánica, sino también con el espíritu, que la Medicina hace suyo, expropiándoselo a los individuos. Por ello no existe otra profesión en donde la importancia de la moral sea tan relevante como en Medicina.

Walter Freeman luego de la Segunda Guerra Mundial, realizó en EE.UU. más de 3.500 lobotomías frontales con la técnica del picahielo, para el tratamiento de trastornos conductuales menores, tales como la rebeldía de los niños o los adultos y conductas consideradas “alteradas” como las de los homosexuales o los comunistas.

Recorría su país en un vehículo adaptado que denominaba “lobotomóvil”. La técnica dejó de ser utilizada por la aparición de la clorpromazina en los años 50. Las normas cambian, las enfermedades también, en un proceso dialéctico. ¿Ser distinto significa ser enfermo?

Todo individuo de esta sociedad “debe ser feliz” y para ello se necesita consumir antidepresivos. Los niños “no deben molestar”. Mientras la psiquiatría fomenta adicciones a los psicofármacos, y ya no se puede dormir bien sin un hipnótico, se condena el uso de la marihuana por fomentar supuestas alteraciones conductuales irreversibles. Probablemente en poco tiempo se autorice su uso bajo la tutela del médico, verdadero vigilante de la salud y quien transforma la inmoralidad en normalidad.

Muchos millones en el planeta reciben tratamientos que no cambian la evolución ni calidad de vida de quienes los reciben; por el contrario, son perjudiciales. ¿Cómo podemos haber llegado a este extremo?

La medicalización es un proceso antropológico que establece lo que es normal y lo que es anormal, lo que hace bien y lo que hace mal, lo que es moralmente correcto y lo que es moralmente incorrecto. Los abogados y legistas, recogen en la Leyes las normas morales de la sociedad, pero no las crean; en cambio la medicina, crea normas de conducta, normatiza, determinando que es enfermedad y lo que no lo es. De hecho la medicina está dedicada a combatir todos los Males del ser humano, pero para ello primero determina qué se considera Malo y qué Bueno.

Y muchas veces también se erige en juez: condena o absuelve.

La despatologización de la homosexualidad ocurrió a partir de un estudio sobre la sexualidad de los norteamericanos que reveló que entre la heterosexualidad y la homosexualidad había un continuo de conductas diversas, planteando que lo estadísticamente normal no podía ser considerado médicamente anormal.(5)

Se puede utilizar el término desmedicalización en dos sentidos: uno, como desmedicalización de la sociedad, esto es como propuesta de reversión del fenómeno de medicalización; dos, desmedicalización del arte o desmedicalización del médico, para referirse a un proceso deshumanización del profesional, y a este aspecto es al que nos dedicaremos.

 En este último sentido, un ejemplo es la propuesta actual de desmedicalización del parto para evitar la intromisión exagerada de la atención sanitaria en un momento particular de la vida de la mujer y su hijo. Desmedicalización en este caso es sinónimo de humanización.

La desmedicalización del arte o desmedicalización del médico, connota un cambio del modelo médico tradicional de las últimas décadas. Nos referimos a la tendencia a abandonar el paternalismo tradicional y a la deshumanización.

Se plantea con base al respeto de los derechos humanos, la importancia de la transferencia de la responsabilidad y del poder de curar a los propios interesados, lo que se funda en la concepción de la igualdad entre los seres humanos y en una distribución homogénea del poder, en un afán democratizador. Esto coincide con la corriente de la bioética moderna originada en el seno de la sociedad norteamericana, en la que prima ante todo el principio de autonomía: la libertad ante todo. Esta es una característica fundamental de la posmodernidad en donde el individuo se transforma en la referencia de sí mismo.

 Aferrarse al principio de la autonomía en la atención de los individuos enfermos puede transformarse en abandono. En aquellas situaciones definidas por la propia etimología de la palabra: enfermedad, in firmus, no firme, débil, la responsabilidad cae sobre el médico que debe actuar en un delicado equilibrio entre su obligación de beneficencia y la obligación de respetar la voluntad de su paciente. El actuar médico es cuidar: una acción que ocurre entre un ser poderoso y otro debilitado. La desmedicalización se proyecta en pérdida de abrigo, de sostén, en abandono.

Dany-Robert Dufour dice que los individuos de esta sociedad postmoderna “están más abandonados que libres”.

El médico chileno Alejandro Goic propone que “la enfermedad, la vejez y la muerte no son enemigos a quienes es perentorio derrotar, sino que son fenómenos humanos que hay que asumir con inteligencia, humildad y, sobre todo, con humanidad”. Goic afirma refiriéndose a la situación a la que hemos llegado: “la relativización de los valores de compasión, ayuda, solidaridad, respeto por la vida humana y la dignidad de las personas, podría significar el fin del paradigma humanitario y ético que, desde los tiempos de Hipócrates, ha iluminado la medicina durante veinticinco siglos”.(6)

Para evitar esto desde nuestra óptica, es necesario cambiar las reglas del mercado y evitar que la libertad económica genere a través de la imposición del consumo, los cambios culturales que promueven la deshumanización y la violencia en todos los ámbitos de la sociedad. Junto con ello la tarea educativa más importante consiste en promover la empatía, es decir, la capacidad de ponernos en el lugar del otro, para sentir lo que el otro siente. Eso requiere despertar sentimientos; no reglamentarlos.

Decía Walter Benjamin: “en los hospitales se muere de hambre de piel.” Una enfermedad es un pedido de ayuda, no solo una entidad científica. Lo que importa es ayudar, o mejor dicho “dar”, verbo de raíces muy profundas en la historia del ser humano, de origen religioso y vinculado en su profundidad con el sacrificio. No hay solidaridad sin sacrificio.

 

Bibliografía

1.  Thomas LV. Antropología de la muerte. México: Fondo de Cultura Económica;1983. 640 p.

2.  Orueta Sánchez R, Santos Rodríguez C, González Hidalgo E, Fagundo Becerra E, Fagundo Becerra G, Carmona de la Morena J. Medicalización de la vida (I). Rev Clin Med Fam (en línea). 2011 (acceso: 12/11/2014); 4: 150-161. Disponible en: http://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1699-695X2011000200011&lng=es. http://dx.doi.org/10.4321/S1699-695X2011000200011.

3.  Foucault M. Historia de la Medicalización. Educ Med Salud; 11(1): 3-25, 1977.

4.  Ilich I. Némesis médica La expropiación de la salud. 2ª Ed. Barcelona: Barral; 1975. 218 p.

5.  Kinsey AC, Pomerov WB, Martin CE. Sexual Behaviour in the Human Male. Bloomington : Indiana University Press (1998)  804 p.

6.  Goic A. El fin de la medicina. Santiago: Mediterráneo; 2000. 260 p.

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