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Ciencias Psicológicas

versão impressa ISSN 1688-4094versão On-line ISSN 1688-4221

Cienc. Psicol. vol.9 no.2 Montevideo nov. 2015

 

Comunicación Short Communications



EL PENSAMIENTO PRECIENTIFICO SOBRE LA SALUD Y LA ENFERMEDAD


THE PRESCIENTIFIC THINKING ON HEALTH AND ILLNESS


José E. García

Departamento de Psicología, Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción”. Paraguay



Resumen: Los conceptos relacionados a la salud y la enfermedad están en el interés humano desde épocas muy antiguas en nuestro desarrollo como especie. Durante la prehistoria, las evidencias de trepanación indican concepciones tempranas de prácticas relacionadas a la salud. En las culturas antiguas, como los asirios, babilonios, egipcios y griegos, estos procesos se asociaron a creencias sobre influencias de entes espirituales externos y demonios sobre la mente y el cuerpo. Los griegos y romanos agregaron nuevos conceptos a la práctica médica, aunque varios de los antiguos preceptos subsistieron. El cambio en los marcos de referencia condujo finalmente hacia el más novel campo de la psicología de la salud. El principal objetivo de esta comunicación se concentra en repasar la evolución de las nociones de salud y enfermedad, a partir de sus variantes principales con énfasis en las antiguas formulaciones. El enfoque adoptado es descriptivo y se fundamenta en el estudio de fuentes primarias y secundarias, predominando estas últimas, en un intento por diferenciar las características propias de la etapa precientífica de la psicología de las concepciones actuales.


Palabras Clave: Salud; Enfermedad; Psicología de la Salud; Historia de la Psicología


Abstract: Health and illness are human-interest concepts since the ancient times throughout our evolution as a species. During prehistory, evidence of trepanation suggests the existence of early conceptions and practices concerning the body and mental health. In the ancient cultures, such as the Assyrians, Babylonians, Egyptians and Greeks, these processes were associated with beliefs about influences of external spiritual entities and even demons over the mind and the body. The Greeks and Romans added new concepts to the medical practice, although several ancient precepts subsisted. Change in the frames of reference finally leads to the emergence of health psychology. The main objective of this article is to explore the evolution of the concepts of health and disease, reviewing its main variants with an emphasis on the old formulations. The approach taken is descriptive and based on the study of primary and secondary sources, predominantly the latter, in an attempt to differentiate the characteristics of the pre-scientific stage of psychology with current conceptions.


Keywords: Health; Illness; Health Psychology; History of Psychology



Correspondencia: José E. García. Departamento de Psicología, Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción”.

Correo Electrónico: joseemiliogarcia@hotmail.com


Recibido: 06/2014

Revisado: 02/2015

Aceptado: 05/2015



Introducción


La naturaleza y sentido de la enfermedad y la salud atrajeron el interés humano desde épocas muy tempranas en nuestro desarrollo como especie. Cualquier fascinación por estos temas no es en absoluto sorprendente. Sin embargo, no es únicamente por razones de curiosidad intelectual o más tarde en el ejercicio de la indagación científica, que se tornó imperativo el esbozo de respuestas. Las motivaciones más poderosas son al mismo tiempo muy concretas y representan, sobre todo, la urgencia por remediar problemas de estricto orden práctico. La muerte física, con todas las dramáticas implicancias que acarrea para el individuo y su entorno familiar ha sido percibida como el producto inevitable e indeseado de la acción desatada por ciertos procesos que en ocasiones, y sin que resulte posible predecir el momento y la circunstancia precisa, se manifiestan en nosotros o en individuos próximos, lo cual solo aumenta los efectos de la incertidumbre. Tras un forcejeo a veces breve, a veces largo, y dependiendo de la fuerza que es capaz de anteponer la voluntad individual, terminan venciendo sin remedio las resistencias biológicas y cognitivas, produciendo la extinción física de manera irreversible. En otras ocasiones los eventos mórbidos proceden de circunstancias más repentinas, como podrían ser las heridas producidas en el combate, una caída desde gran altura o los desgarres causados por el ataque de algún animal feroz, que arrastran fuertes y dramáticos destrozos en la contextura física y conducen al mismo definitivo resultado.

Como otros aspectos importantes en el ciclo vital, las enfermedades discurrieron paralelas al proceso de la evolución biológica y cultural, perdurando como una compañía inmutable cuyos efectos recuerdan nuestra debilidad y vulnerabilidad a los agentes externos, así como la finitud de la existencia. Por eso no es extraño que la necesidad de combatirlas haya estimulado la inventiva humana para encontrar soluciones adecuadas a los agentes que las provocan, aplicándolas siempre conforme a las posibilidades de la tecnología circunstancial de la que cada sociedad dispone. También han tenido repercusiones muy claras sobre otros ámbitos más amplios de creencias y valores, como los que involucran el contenido y rituales de religiones y filosofías diversas, todas las cuales intentaron descubrir un sentido a la presencia inherente de las enfermedades en el cotidiano de las personas y como agregado a otras experiencias vinculadas y no más agradables, como el dolor y el sufrimiento. Conceptos como la fortaleza espiritual, significado de la vida y la paz interior se hallan entre los de mayor relevancia entre personas que provienen de diferentes culturas y religiones (O’Connell & Skevington, 2005).

Las interpretaciones sociales pueden relacionar las enfermedades con la debilidad personal, la voluntad de Dios o la acción del destino. De este modo se engendran una variedad de emociones como culpa y sentimientos de impotencia o resignación, que influyen directamente sobre el proceso de la cura (Kim & Flaskerud, 2008). Al mismo tiempo, la enfermedad precede y a menudo conduce a la muerte, de tal forma que las dos parecen estar inextricablemente asociadas (Hope & Marshall, 2000). Por ello las nociones que corresponden a la enfermedad, más que un reflejo de simples eventos biológicos y físicos, son también un producto social de primer orden. La cultura y la etnicidad juegan un papel fundamental en cualquier padecimiento, incluyendo los trastornos mentales. Los usos culturales estructuran el modo como la gente define lo que es anormal y desviado, así como el sentido profundo de las dolencias y cómo y cuándo es apropiado buscar ayuda (Bhugra, 2006). La medicina primero, y las ciencias del comportamiento después, hicieron de los fenómenos que subyacen a la salud y la enfermedad una parte central en la delimitación de sus incumbencias profesionales y en la definición de un sentido y orientación para sus prácticas. Los conceptos y los procesos explicativos que de alguna forma procuran darles orden y sentido a esos eventos vienen sin embargo desde mucho antes, y encuentran sus raíces incluso en el amanecer de la especie.

La psicología asimiló de formas diversas y a distintos niveles las nociones de salud y de enfermedad y es un hecho que también aquí se ha verificado una singular transformación en el concepto. El surgimiento de la psicología de la salud en la década de 1980 (Stone, 1988), así como la expansión actual que experimentan la investigación y la aplicación en este campo a través de un gran número de intervenciones para los problemas que conciernen a la salud humana y su intersección con el comportamiento, son un claro ejemplo de la última etapa que ha vivido este proceso de cambio conceptual (Friedman & Adler, 2006; Godoy, 1999; Lyons & Chamberlain, 2006; MacDonald, 2006; Marks, Murray, Evans & Estacio, 2011; Morrison & Bennett, 2008; Ogden, 2007). En numerosas ocasiones, y no sólo entre el público menos instruido, estos pensamientos se dan por admitidos y naturales, desconociendo el hecho fundamental que son producto de una larga evolución sujeta a las influencias que impone la variabilidad cultural. En consecuencia, los objetivos que persigue este artículo son: a) analizar las fuentes históricas de donde proceden los conceptos de salud y enfermedad, b) estudiar la conexión entre tales nociones y la tradición filosófica de Occidente, y c) discutir las formas principales que asumen estas explicaciones precientíficas respecto a las causas y la naturaleza de las enfermedades, diferenciándolas al mismo tiempo de los constructos actuales. El artículo reposa en una revisión selectiva de fuentes primarias y secundarias, discutiendo la relevancia de los principales planteamientos históricamente relevantes al problema. Para ello se adopta un enfoque fundamentalmente descriptivo y crítico.


El dualismo como marco filosófico de fondo


La relación entre el alma y el cuerpo, o entre los procesos físicos del organismo y la mente, es uno de los problemas más intrincados y difíciles de todos cuantos hayan asomado a la consideración del pensamiento humano. Las interacciones que se puedan suponer entre los fenómenos mentales y su probable basamento físico crearon una singular atracción en numerosas generaciones de filósofos primero y psicólogos profesionales después. Pero pese a su actualidad, es una discusión que encuentra sus orígenes en tiempos muy antiguos. En principio, un problema como este reviste un carácter esencialmente intelectual o especulativo y compromete cualquier opinión que pueda guardarse respecto a cuestiones muy fundamentales como la naturaleza humana, su origen y destino o la función básica que revisten los procesos cognitivos. La expresión dualismo en un sentido estrictamente filosófico empezó a usarse con el pensador alemán Christian Wolff (1679-1754), quien la empleó en su obra Psychologia Rationalis, publicada en 1734 (Ferrater Mora, 1981).

En general, quienes pregonaron doctrinas dualistas eran todos aquéllos que defendían la existencia de dos sustancias opuestas, la material y la espiritual, operando en una interacción simultánea dentro del ser humano. Pero el significado del dualismo no fue siempre absolutamente unívoco. Llegó a representar ideas diferentes para los autores que lo utilizaron, aunque la contraposición entre la realidad inmaterial y la estructura física de lo corpóreo ha sido siempre el sentido con mayor repercusión en las reflexiones filosóficas (García, 2015). Por supuesto existieron escritores dualistas mucho antes que Wolff, siendo Pitágoras (580-500 a.C.) y Platón (427-347 a.C.) los exponentes más destacados. Otras ideas notables en la antigüedad fueron las profesadas por Demócrito (460-370 a.C.), el filósofo griego para quien el alma era una estructura psico-física simple, una red de átomos esféricos y movibles que permeaban la estructura completa del cuerpo. El romano Lucrecio (99-55 a.C.) también pensaba que el alma era una sucesión de átomos, aunque para él de diferentes clases, como unidades de calor, aire y viento y un cuarto tipo que era el origen final para el movimiento de todos los demás (Taylor, 2007).

La aceptación de cualquier variedad de dualismo en realidad hunde sus raíces en observaciones que se encuentran más centradas en la experiencia cotidiana y resultan menos intelectuales. A nuestros ancestros remotos, por ejemplo, les puede haber intrigado el hecho que una persona con vida respira y un cuerpo inerte no. De allí a pensar en el hálito vital como algo que ha partido, dejando atrás el cuerpo frío y sin movimiento, solo resta un pequeño paso. Esta impresión a la vez conduce hacia la idea que ese soplo de vida sobrevive de algún modo a la muerte material y que la esencia de la personalidad y el pensamiento no se desintegran en la nada. En estas suposiciones se halla en germen la idea del alma (Kirk, 2003). Estos son los orígenes populares de tales creencias, pero el dualismo filosófico constituye algo más sofisticado. En la edad moderna, René Descartes (1596-1650) ocupó un sitial de primera línea en la evolución de esa tendencia. Profesó un dualismo extremo que ubicaba el alma en relación a un bien definido centro operacional en el cerebro, el de la glándula pituitaria, que había adquirido esa importante función de control de la maquinaria humana. En esta época la glándula pituitaria era mejor conocida que la glándula pineal. Como además se trata de una estructura singular y única, Descartes pudo haberse visto motivado a considerarla el punto de unión del cuerpo y la mente (Finger, 2004). La filosofía cartesiana cedió paso a una forma de mecanicismo, revelada en sus concepciones sobre el funcionamiento de los organismos biológicos. Esta perspectiva de concebir la actividad corporal en los términos de un mecanismo constituye un antecedente para algunas teorías psicológicas contemporáneas, de las que el conductismo es quizá el ejemplo más gravitante (Rachlin, 1991). Nuestras imágenes mentales y todo lo que recibimos del mundo exterior, así como la experiencia de nuestros propios cuerpos, son productos de la imaginación y por ello potencialmente engañosas. Disciplinas como la física, la astronomía o la medicina están siempre sujetas a la duda. Sólo la aritmética y la geometría son plenamente confiables (Schlutz, 2009). Es correcto hablar de un hilemorfismo en Descartes, justificado en su intento por establecer una completa unidad entre lo mental y el cuerpo, y donde la mente es la forma sustancial del ser humano (Skirry, 2005). Al dualismo tradicional se contrapuso el monismo o la creencia en una sola realidad, o en su defecto la amalgama de dos sustancias diversas interviniendo de diferentes formas sobre una dimensión única, tal como fue el caso en Aristóteles (Hammond, 1902).


La salud y la enfermedad en una perspectiva histórica


En verdad, cualquiera que fuese la relación entre el alma y el cuerpo de entre las muchas variantes posibles, o de la mente y el soma de realidad corpórea en un sentido más amplio, podía notarse claramente que la conjunción afectaba el interés humano en un aspecto menos intelectual aunque mucho más práctico y acuciante: el de la influencia sobre las enfermedades y los procesos aflictivos como el dolor físico, además de los tratamientos curativos que pudieran aplicarse para aliviar las penurias que causan los mismos. Estas preocupaciones surgen prematuramente en el curso de la evolución y se manifiestan en formas muy identificables. Las huellas de trepanación que se encuentran en fósiles humanos antiguos apuntan hacia esa dirección en particular. El procedimiento consistía en realizar pequeños agujeros en el cráneo para que a través de ellos los espíritus malignos pudieran abandonar el cuerpo atormentado del enfermo, restaurando en este su estado de salud habitual (Morrison & Bennett, 2008). La práctica fue común entre los indígenas del neolítico peruano, aunque también se halla documentada en otras partes del mundo (Gross, 2009). Mucho antes que eso, en la época de los movimientos migratorios que se sucedieron desde hace unos dos millones de años, con el surgimiento de los homininos (Hetherington & Reid, 2010) y en especial durante aquélla gran travesía que condujo a salir de Africa por el norte, cruzando al Asia y ocupando zonas no pobladas previamente (Oppenheimer, 2003), las enfermedades infecciosas habrían sido relativamente escasas aunque los gusanos parásitos fuesen dominantes. Allí se originaron padecimientos como la malaria, cuyos mosquitos transmisores encontraron óptimas condiciones para reproducirse en los surcos calientes y agujeros de agua que se formaron al construir las primeras villas y pueblos. La densidad poblacional creciente favoreció la evolución subsecuente de las enfermedades infecciosas (Robson, 2009).

En la lógica inherente a esa visión primitiva, el origen de las enfermedades se atribuye directamente a la acción de entidades inmateriales que actúan sobre el cuerpo físico de manera causal. Bennett (2007), siguiendo el punto de vista clásico de Frazer (1890), señala que el animismo apareció en Siberia durante el período neolítico, esto es entre 4000 y 2000 años antes de Cristo y significó en lo básico una creencia en espíritus que no poseían individualidad porque se hallaban confinados a aspectos específicos del ambiente circundante. Kuper (1992) observa que el animismo es la creencia que los seres naturales poseen su propio principio espiritual y de este modo es posible para los humanos establecer relaciones personales de alguna clase con esas entidades, ya sea de protección, seducción, hostilidad, alianza o intercambio de servicios. Tal supuesto dio paso más tarde a prácticas algo más elaboradas como el chamanismo, entendido como un grupo de creencias, actos rituales y experiencias visionarias que buscan balancear las fuerzas naturales en orden a curar enfermedades corporales, sociales y espirituales (Stone, 2011). El chamanismo ya tuvo implicancias más directas sobre el concepto de la enfermedad.

Algunas evidencias son incluso más antiguas. Por ejemplo Straub (2012) informa que pinturas rupestres descubiertas en cavernas al sur de Francia muestran a un antiguo chaman de la Era del Hielo con su característica máscara de motivo animal ejerciendo sus prácticas de curación sobre el cuerpo de un enfermo. Es curioso que, pese a la simpleza de la explicación, aún hoy estas personas, así como sus primos y descendientes los brujos y payeseros (Brítez Cantero, 1998) siguen siendo consideradas por muchos individuos, no siempre ignorantes o iletrados, como los verdaderos artífices para la restauración de la salud perdida. En muchos pueblos antiguos, aunque los conocimientos avanzaron más, la práctica médica continuó ligada con elementos de tipo mágico y religioso. Esto es correcto, por ejemplo, para el caso de los asirios, donde existía una predilección por el mecanismo de la posesión, es decir el ingreso al cuerpo de una entidad espiritual maligna, como forma de explicar las enfermedades. Parte de la terapéutica era colocar cerca del lecho del enfermo unas estatuillas de monstruos amenazantes para que, al verlas el demonio invasor, sufriera un susto y dejara libre al sufriente. Pero donde se halla evidencia de una profesión médica más antigua es entre los sumerios, que habitaron las fértiles regiones regadas por los ríos Tigris y Eufrates hace unos cuatro mil años. Allí se encontraron pequeños cuchillos de cobre templado que en apariencia fueron usados como instrumentos quirúrgicos. En tablillas de arcilla con escritura cuneiforme se descubren contenidos relativos a la medicina. El sello de un médico sumerio que vivió hace tres mil años se conserva en el Wellcome Collection en Londres y otro similar de un médico babilónico en el parisino Museo del Louvre, este último de unos dos mil trescientos años (Guthrie, 1945). La creencia en la astrología fue un signo distintivo de la civilización babilónica. Su influencia no solo se limitó a la predicción de plagas o la elaboración de horóscopos, sino también a la prognosis de enfermedades. Creían que los disturbios mentales se debían a la magia de brujas y demonios (Neuburger, 1910). Los egipcios tenían una medicina más desarrollada y especializada, al grado tal que había practicantes cuya ocupación era estudiar y tratar solo una enfermedad (Pérez Tamayo, 2003).

El enfoque se volvió más racional con los griegos. En esa cultura tan reverenciada surgen las primeras aproximaciones plenamente científicas hacia la salud y la enfermedad. Aunque también prestaron atención a creencias fútiles como la adivinación, un hábito de pensamiento que no se ha extinguido hasta nuestros días. La práctica de adivinar el futuro era rutinaria para muchas actividades cotidianas, incluyendo el diagnóstico y tratamiento médico (Johnston, 2009). No obstante, los griegos antiguos se cuentan entre los primeros que teorizaron sobre la causa de las enfermedades en términos del funcionamiento corporal más que como producto de la acción de entidades maléficas externas. Ese punto de vista es un ejemplo claro de monismo (Lyons & Chamberlain, 2006) en el sentido mencionado antes de postulación de una sustancia única, la material en este caso. Más tarde vino el tiempo en que descolló el trabajo de autores como Hipócrates (460-377 a.C.), quien constituye un eslabón fundamental en esta cadena y un claro exponente del espíritu característico de la ciencia helenística. En un orden estrictamente cronológico, él no fue el primer representante que tuvo la disciplina, pero logró impulsar la medicina científica durante la época clásica con una serie de formulaciones que renovaron y transformaron algunas de las prácticas anteriores, que aunque podrían no haber sido desechables en su totalidad se hallaban relativamente contaminadas con elementos sospechosos de magia y superstición (Bynum, 2008; Malone, 2009; Orfanos, 2007; Scarborough, 2002; Tiner, 1999). Eso las hacía inviables para perdurar dentro de un enfoque más naturalista y estricto. La medicina hipocrática produjo esfuerzos importantes no solo para determinar el orden de causación de las enfermedades, sino también para diferenciar entre las causas principales y las causas precipitantes (Jouanna, 2006). Hay que recordar que Hipócrates fue el primero en ofrecer un enfoque consistente sobre el origen de los caracteres humanos, sintetizados en su conocida teoría de los humores, que Hall & Lindzey (1966) consideraron muy moderna y similar a las aproximaciones constitucionales de la personalidad surgidas a comienzos del siglo XX. Sin embargo, Hipócrates fue un firme adherente a la distinción radical entre la realidad mental y el cuerpo. Creía que la enfermedad solo operaba en la materia biológica y era por completo independiente de la mente. No hace falta insistir que con ese concepto reintrodujo los términos del dualismo al contexto de la medicina griega (Lyons & Chamberlain, 2006) con inusitada fuerza.

Varios fueron los discípulos de Hipócrates, entre ellos Dioxippe de Cos, que escribió un importante tratado de medicina y dos libros sobre prognosis. Diocles de Caristo fue un gran médico del siglo IV a.C. y uno de los primeros en establecer los fundamentos de la anatomía, aunque sus habilidades para la disección parecen no haber sido especialmente brillantes (Tsintsiropoulos, 1892). En Alejandría floreció una importante escuela de medicina en el tercer siglo antes de Cristo, cuyos exponentes más importantes fueron Herófilo de Calcedonia (335-280 a.C.) y Erasístrato de Ceos (304-250 a.C.). Herófilo fue el primero en realizar un trabajo completo sobre la anatomía del cuerpo humano y dedujo la conexión entre el cerebro y la médula espinal con los nervios que proceden de esos centros. Las investigaciones de Erasístrato ayudaron a avanzar el conocimiento del cerebro, así como la diferencia entre los vasos sanguíneos y los nervios. Fue él quien distinguió los nervios sensoriales de los nervios motores. Gracias a la realización de muchas autopsias consiguió profundizar en la patología de los órganos internos (Taylor, 1922).

Pero la orientación hipocrática tuvo en Galeno (128-200), un médico muy respetado que ejerció durante el siglo II de nuestra era, su más distinguido sucesor. Galeno inició su formación en Asia Menor y luego se trasladó a Corinto. Una parte importante de sus estudios médicos los realizó en Alejandría (Von Staden, 2006). Fue un talentoso anatomista cuya fama se acrecentó con las cátedras y demostraciones públicas que realizaba, mantuvo una continuidad con la tradición hipocrática, reconocida por él mismo (Rocca, 2003). Erasístrato y los anatomistas antiguos pensaban que las arterias contenían solo “espíritus” o “aire”, pero Galeno demostró experimentalmente que a través de ellas lo que en verdad circula es la sangre (Payne, 1897). El trabajo biológico y fisiológico de Galeno predominó indisputado desde el siglo tercero hasta por lo menos el siglo XIII, y continuó teniendo gran influencia hasta la décimo séptima centuria. Singer (1922) piensa que este largo reinado se debe a que Galeno era en esencia un teleólogo. Opinaba que todo lo que existe y muestra actividad en el cuerpo humano es producto de la acción de un ser inteligente con un plan. Los órganos, su estructura y función son resultado de tal designio. Sus ideas, por consiguiente, congeniaban a la perfección con el espíritu medieval, ya fuese cristiano, judío o musulmán.

Hubo otras figuras sobresalientes en la antigüedad clásica que lograron aportar conceptos originales. Millon (2004) recuerda algunos ejemplos como el del médico romano Asclepíades (124 o 120 a.C.-40 a.C.) que ejerció en el siglo primero antes de la era cristiana e ideó algunas estrategias para facilitar la relajación de los pacientes, a la vez de condenar los métodos terapéuticos agresivos como las restricciones mecánicas y el derramamiento de sangre. Entre sus innovaciones se cuenta el haber utilizado la música para el mantenimiento del equilibrio psicológico durante la cura de las enfermedades mentales. Mordeduras de víboras y picaduras de escorpiones también eran remediadas con música por Asclepíades (González, 2012). El uso de las drogas le inspiró escasa confianza. En su lugar prefirió las dietas, el masaje y en algunas ocasiones, la cirugía. Numerosos fueron los discípulos que formó en Roma y sus enseñanzas condujeron al establecimiento de la escuela médica de los metodistas (Taylor, 1922). Soranus, cuyos datos biográficos son en extremo escasos, fue otro practicante destacado. Sabemos con relativa certeza que trabajó entre el año 98 y el 138 de nuestra era, tanto en Roma como en Alejandría. El sugirió técnicas para la relajación a través de la recuperación de recuerdos memorables y recomendó participar en conversaciones y debates con los filósofos para desterrar los temores, los miedos y las angustias que aquejaban a los enfermos. Además produjo un tratado de ginecología donde argumentó que la menstruación, la actividad sexual y el embarazo eran procesos dañinos para las mujeres, contradiciendo la tradición hipocrática que los veía como salubres (Green, 2001). Reconoció la existencia de la histeria a la que consideró una enfermedad que usualmente se halla precedida por una viudez larga, aborto espontáneo, parto prematuro, retención de la menstruación, menopausia o hinchazón del útero (Parker, 2012). Un alumno de Asclepíades, Themison de Laodicea (123-43 a.C.), formuló una explicación muy simple de la salud y la enfermedad, la cual dependía de que los poros del cuerpo pudieran dilatarse cuando se hallaban comprimidos. Por lo tanto, el objetivo del médico debía ser el aflojamiento de la constricción (Elliot, 1914).

Durante la prolongada Edad Media, los dogmas cristianos respecto a la libre voluntad del alma inmaterial, concebida como una entidad no sujeta a las leyes causales de la naturaleza, generaron un avance muy lento y escaso en la investigación naturalista del cuerpo humano y la correspondiente causa de las enfermedades. La creencia en la existencia de los demonios y su acción directa sobre los seres humanos también se fortaleció bastante durante ese período (Sarafino & Smith, 2011). Ese pensamiento era congruente con muchos relatos que se encuentran en el Antiguo Testamento, donde en libros como el Deuteronomio se hace referencia a personas que eran poseídas por espíritus del averno. La Biblia contiene relatos impresionantes como el del Rey Nabucodonosor que recibió el castigo extremo del Señor reduciendo su existencia al sombrío espectáculo de una locura bestial (Porter, 2003). Es de forma similar como también debe entenderse la práctica de los exorcismos y que se distinguen de otras formas de aflicción como la cojera, la ceguera o la lepra (Porterfield, 2005). El punto de vista tradicional sobre la posesión maligna establece que, esta se desencadena cuando el espíritu humano es reemplazado por otro foráneo, impuro e invasivo, un ente diabólico que de ese modo pasa a controlar el comportamiento y la personalidad total del individuo afectado. Caciola (2005) aporta el importante detalle que la posesión divina por el Espíritu Santo y la posesión diabólica tienen lugar en partes muy diferentes del cuerpo. La primera en el corazón, que se suponía el asiento del espíritu y el alma humana. La segunda, de abominable esencia, se aloja en las vísceras. Esta es la razón por la cual también se esperaba que en los exorcismos exitosos el poseído vomitara algo al desalojar al demonio: un sapo, un trozo de carbón o un gusano peludo. Ciertos ámbitos donde lo mágico y lo natural parecían superponerse igualmente resultaron sospechosos para los clérigos. El uso de amuletos con fines curativos, así como algunos tipos de encantamientos son buenos ejemplos. En estos asuntos primaba el criterio de San Agustín (354-430), que estigmatizaba algunas prácticas como mágicas porque no tenían un efecto directo sobre el cuerpo, como lo hace la medicina, sino que aparecían como “signos” para los demonios. Eran sólo estos, y no algún proceso natural, los que conducían el resultado (Rider, 2012). Obviamente, se hallaban muy lejos de concebir nada siquiera semejante al efecto placebo.

La hegemonía del cristianismo en el pensamiento medieval hizo que procedimientos científicos de probada utilidad como la disección de cadáveres quedaran severamente prohibidos (Sarafino & Smith, 2011). Hay que recordar que incluso durante el Renacimiento grandes anatomistas como Leonardo da Vinci (1452-1519), Berengario da Carpi (1470-1530) y René Descartes diseccionaban al amparo de la oscuridad y protegidos en el más riguroso secreto. Como el cuerpo humano se consideraba el templo del Espíritu Santo, entonces profanarlo, es decir diseccionarlo, era visto como un terrible sacrilegio. De haber sido descubiertos en tales menesteres, las represalias contra aquéllos primeros anatomistas habrían sido terribles. Solo hay que recordar el tenebroso destino que por poco le tocó vivir a Andrés Vesalio (1514-1564), el fundador de la moderna anatomía, quien debió enfrentar a la temida Inquisición por sus indagaciones científicas. Por cierto que se practicaron unas pocas excepciones a la regla de hierro que prohibía abrir los cadáveres, como la del Papa Clemente VI (1291-1352) que permitió en Italia algunas autopsias a los cuerpos de las víctimas de la peste bubónica. Pero en países como Alemania, Francia e Inglaterra la situación era muy diferente. Las evidencias de autopsias o disecciones antes de finalizar el siglo XV son muy escasas en esas naciones (Jones & Gareth Whitaker, 2009). No obstante y pese a estas comprensibles dificultades, las aplicaciones médicas continuaron avanzando y tornándose más apegadas a la racionalidad científica a lo largo de los siglos posteriores. Con renovadas muestras de empirismo lograron dejar atrás sus antiguos vestigios precientíficos, aproximándose cada vez más al método experimental. El dualismo, sin embargo, jamás decreció del todo en su influencia y continuó estando muy presente, sobre todo en ciencias como la psicología y en los sectores de la medicina que se encuentran más próximos a ella: la psiquiatría y en menor grado la neurología.

Por otra parte, el estamento médico protagonizaba sus primeros duelos con el conocimiento alternativo a poco de finalizada la Edad Media. La dificultad para la convivencia comenzaba a notarse ya desde la fundación de las primeras carreras en los siglos XII y XIII, cuando los médicos universitarios se comprometieron a fijar los límites entre lo que consideraban una práctica legítima e ilegítima, entre la medicina oficial y los curanderos populares. En el siglo XVI dos médicos franceses, André du Breil y Thomas Sonnet de Courval (1577-1627), que además eran admiradores de Galeno, establecieron una demarcación entre los representantes de una medicina facultativa y las vertientes paralelas, no fundamentadas en la ciencia. Aplicaron el duro calificativo de «charlatanes» a sus adversarios (Klairmont & Barglow, 2001). En 1580, Du Breil advertía al Rey Enrique III (1551-1589) que los «empíricos» estaban arruinando a Francia (Eamon, 2009). Siete años antes los médicos de Montpelier ya habían manifestado la necesidad de eliminar a sus rivales. Esta necesidad de mantener el control sobre los adversarios llevó a los médicos universitarios al desarrollo de una definida y contundente retórica encaminada a distanciarse claramente de «los otros». Para ello no bastaba con calificarlos como vagabundos, ateos, exiliados, monjes, masones y hasta madamas y prostitutas. Un componente esencial en aquél discurso era que «los otros» buscaban la alteración del orden natural y sobrenatural (Lingo, 1986). Desde entonces, la contienda entre la medicina científica y la otra, considerada como pseudociencia, no ha cesado de manifestarse como un proceso permanente, a veces silencioso y subterráneo, a veces inequívocamente explícito que se proyecta hasta nuestros días de múltiples maneras.

Hacia finales del siglo XVIII y comienzos del XIX algunas personas como William Tuke (1732-1822) en Inglaterra, Philippe Pinel (1745-1826) en Francia y Eli Todd (1762-1832) y Dorothea Dix (1802-1887) en los Estados Unidos realizaron ingentes esfuerzos por mejorar las condiciones del trato y respeto hacia los individuos con problemas psicológicos severos, adoptando un enfoque nuevo y más humanitario hacia la enfermedad mental (Pomerantz, 2011). Pero no fueron los únicos. Waller (2004) incluye al médico holandés Johann Wayer (1515-1588) -junto a Pinel-, entre los verdaderos padres de la psiquiatría clínica. La razón es que Wayer realizó un paso muy significativo al negar que los enfermos mentales, igual que las brujas, estuvieran poseídos por el demonio. Para estas últimas, que habitualmente eran llevadas a la hoguera sin ningún tipo de contemplaciones, reclamó atención y cuidados médicos adecuados. Pinel es recordado no sólo por ser un hombre sensible y bueno (Semelaigne, 1888) sino además porque liberó de su encadenamiento a cientos de pacientes psiquiátricos que pasaban sus días presos del terror y brutalizados en los manicomios más grandes de París (Waller, 2004). Y aunque autoras como Hermsen (2011) opinan que aquél gesto magnánimo es solo un mito, reconocen que de todas formas Pinel permanecerá como una figura legendaria, por su actitud hacia la observación empírica, que condujo a una clasificación fiable de los disturbios mentales y a la forma de tratamiento que permitió la cura para algunas formas de locura. Pinel y Tuke fueron llamados alienistas y filántropos (Semelaigne, 1912), ellos pregonaron la supresión de los antiguos abusos y el derecho de los alienados a ser tratados como enfermos, no como culpables de alguna falta. Hacia 1820 la escuela clínica francesa comenzó a ejercer un impacto más definido, no solo en su país, sino también en Inglaterra y los Estados Unidos. Los médicos comenzaban a defender con firmeza la idea que la locura era un fenómeno somático. En consecuencia y como cualquier otra enfermedad, debía ser curable. Para esta época, Tuke ya se encontraba aplicando tratamientos clínicos a los enfermos mentales (Colaizzi, 2002).


La era de las concepciones psicológicas


La psicología también prosiguió su avance ligada a muchos de estos mismos problemas y sufriendo a veces similares inconvenientes. La versión historiográfica tradicional (Baldwin, 1913; Boring, 1983; Brett, 1912-1921) nos indica que la orientación experimental comenzó con Wilhelm Wundt (1832-1920) en 1879, mediante la apertura del laboratorio que funcionó en la Universidad de Leipzig, verdadero ícono para la cientificidad psicológica. Aunque para el propósito identificativo de los psicólogos esto pudiera significar un corte abrupto y definitivo con la matriz original que proveyó la filosofía, expresado muchas veces en los términos de una emancipación independentista, es indudable que la ruptura con las ideas filosóficas nunca fue tan completa, drástica ni definitiva. Ni siquiera en el caso de Wundt mismo, como demostró Araujo (2010) en un estudio reciente. Es comprensible que así sea, puesto que cualquier elaboración psicológica conserva en su base unos fundamentos metateóricos que en esencia son de índole filosófica y conforman las visiones de hombre que identifican los cimientos intelectuales de cada perspectiva. Mediante ellas se determina si la teoría resulta o no compatible con otros enfoques rivales. Es así como claras o difusas resonancias dualistas y monistas se esconden en los axiomas que sostienen las aproximaciones psicológicas más influyentes de nuestros días, manteniendo la fuerza de los antiguos supuestos. Si ello es verdad para el estudio del comportamiento como fuente de conocimiento básico también lo es para la disciplina considerada en sus roles más prácticos y públicos de intervención.

El proceso evolutivo en las aplicaciones de la psicología al logro del bienestar humano fue gradual y sujeto a una gran cantidad de vaivenes históricos y culturales. La psicología clínica inició su camino institucional con no pocas deudas conceptuales hacia los criterios que definieron al dualismo filosófico. Para algunos campos como el psicoanálisis de Sigmund Freud (1856-1939), que perfeccionó una forma de dualismo interaccionista (Silverstein, 1989), esta vinculación llegó a resultar especialmente notable. En el extremo opuesto se sitúan el conductismo originario de John B. Watson (1878-1958), el posterior de Burrhus F. Skinner (1904-1990) así como la psicología fisiológica contemporánea, todas las cuales se hallan más cercanas al antiguo monismo. Aunque sea muy legítimo reflexionar sobre los fundamentos filosóficos de la psicología, estas identidades matriciales no hacen menos científicas sus aproximaciones, aunque desde luego cada teoría particular pueda ser cuestionada desde otros puntos de vista, como ha sido corriente a lo largo de muchas décadas con la teoría psicoanalítica.

En apariencia más pragmática y menos teórica, la psicología aplicada manifiesta direcciones similares. Las influencias que irradian estas poderosas raíces del pensamiento fueron igualmente importantes para la conformación de las diferentes áreas de trabajo del psicólogo, así como en la delimitación de sectores y modalidades de intervención. Su influencia también fue gravitante para la evolución conceptual de las relaciones entre el comportamiento y cuanto sea que pueda pensarse respecto a la naturaleza de lo sano y lo enfermo. En orden de aparición, la psicología clínica fue el punto inicial desde el que partieron los demás campos, ya sea como una ampliación o profundización de sus intereses o en una contraposición a sus objetivos declarados. Pronto los psicólogos comprendieron las expectativas de quienes esperaban que su ciencia produjese resultados visibles en el plano del bienestar humano y no solo elaborados experimentos de laboratorio. Parte de su respuesta fue el desarrollo gradual de un área centrada en los problemas que emergen del comportamiento percibido como socialmente disfuncional y perturbador. Como señala Reisman (1991), los primeros psicólogos clínicos fueron profesionales cuya motivación principal era servir de ayuda a las personas con dificultades comportamentales, lo cual les condujo a ofrecer sus servicios al público y producir investigaciones en áreas como las diferencias individuales, el daño cerebral y la psicopatología. Mil ochocientos noventa y seis es el año convencionalmente aceptado para la introducción de la psicología clínica al dominio más general de la disciplina. Fue entonces cuando Lightner Witmer (1867-1956), considerado el pionero para este campo, fundó su clínica psicológica en la Universidad de Pennsylvania. Witmer se ocupó tanto de la atención de personas como del entrenamiento en el uso del método clínico. Otros eventos e influencias diversas también fueron importantes para la conformación de la psicología como concepto y área de experticia y van desde la práctica del psicoanálisis de Freud que comenzó en las décadas finales del siglo XIX hasta los desarrollos de los primeros tests de inteligencia por Alfred Binet (1857-1911) y Théodore Simon (1872-1961) en Francia, que con sus experiencias abrieron importantes campos de acción, sobre todo para la naciente psicología educacional.


La psicología de la salud, el último peldaño


La influencia determinante que ejerció el psicoanálisis en el contexto de la profesión clínica, fortaleció la utilización de ciertos modelos conceptuales para el análisis del comportamiento anormal, en particular el modelo médico. Este se halla centrado en la identificación de síntomas y la búsqueda y diagnóstico de patologías como causas directas de los problemas y anormalidades del comportamiento (Kazdin, 1983), así como el uso correspondiente de la psicoterapia verbal. Cuando surgió este esquema de análisis resultó un producto nuevo, no un derivado directo de la psiquiatría del siglo XVIII. Muy característica del modelo médico es la explicación sobre los orígenes de las desviaciones que afectan la conducta en términos de causalidades exógenas (Ogden, 2007). Se apela aquí a la misma lógica que proviene de las acciones patógenas que provocan los virus y otros agentes nocivos sobre el estado general de la salud física. Esta visión se contrapone a la del modelo biopsicosocial que adopta la moderna psicología de la salud y que se apoya en la idea de que los procesos psicológicos, biológicos y sociales se hallan integralmente involucrados en la enfermedad física y en la salud, así como en el diagnóstico clínico, el tratamiento y la recuperación (Suls, Luger & Martin, 2010). Observados de manera retrospectiva puede notarse que durante el siglo XX se incubaron varios desafíos a la hegemónica corriente del modelo médico en la psicología y disciplinas afines. De acuerdo al punto de vista de Ogden (2007), estos retos conceptuales llevaron a la aparición sucesiva de nuevos campos como la medicina psicosomática, la salud comportamental, la medicina comportamental y finalmente la psicología de la salud. Esta secuencia significó claramente el alejamiento paulatino de cualquier concepción biomédica tradicional. La psicología de la salud constituye el avance más reciente en el proceso de incluir activamente a la psicología en los esfuerzos de comprensión de los procesos sanos. En ella se combinan las contribuciones educacionales, científicas y profesionales de la investigación psicológica con los objetivos más generales de la promoción y mantenimiento de la salud. Algunos la definen como «...un campo interdisciplinario interesado en la aplicación del conocimiento y técnicas psicológicas a la salud, la enfermedad y el cuidado de la vida saludable» (Marks, Murray, Evans & Estacio, 2011, p. 11).

En la consolidación de este proceso, la psicología de la salud ha comenzado a recorrer el camino para establecerse como un área de autonomía relativa frente a campos vecinos dentro de la psicología misma. Tal vez por este motivo los libros de texto para el estudio de la psicología clínica que se encuentran disponibles en lengua castellana (Compas & Gotlib, 2003; Cullari, 2001; Sánchez Escobedo, 2008; Vallejo Pareja & Comeche Moreno, 2010) hacen escasa o nula mención a la psicología de la salud en cuanto tal. Por cierto que esta especialidad se ha desarrollado en un ámbito conceptual donde comparte terreno con otros campos conexos cuyos enfoques y metodologías convergen hacia posiciones algunas veces similares, como es el caso de la psicología clínica, la psicología comunitaria y la medicina comportamental. Pero con frecuencia las distinciones son menos claras de lo deseable. Las confusiones pueden originarse por eventuales superposiciones en los planteamientos teóricos, los objetivos, las estrategias de investigación e intervención y la acción concreta sobre un campo disciplinario donde las relaciones, más que claramente divergentes, son en verdad muy estrechas (Godoy, 1999).

Las discusiones y análisis que conciernen a los fundamentos teóricos y empíricos de la psicología de la salud tienen como escenario fundamental el ámbito académico, que por un ser un espacio de formación y especialización, resulta más restringido a los intereses del público que las suposiciones e interpretaciones del pasado. Desde luego, estas se hallaban por lo común más compenetradas con las creencias populares y tradicionales que comparten los individuos en el ámbito de la coexistencia comunitaria y que se difunden y socializan a través de los diferentes canales de comunicación informal de los que la sociedad hace uso. Hoy, a estos desafíos corrientes, se agrega el de filosofías como el posmodernismo, de amplia aceptación en determinados círculos intelectuales. Bajo su influencia se hace una promoción continua de modelos muy diversos con implicancias directas sobre el funcionamiento mental, las relaciones de la mente con la materia, de lo natural con lo sobrenatural y su presunto efecto sobre el pensamiento, las emociones, la inteligencia y la conducta. Allí se mezclan aspectos que podrían ser válidos con otros que pregonan supuestos no demostrados, discutibles y con frecuencia absurdos. Como señala O’Mathúna (2000) la filosofía posmoderna no es el origen de estas ideas, es un vehículo que transporta -cual caballo de Troya- a las audiencias ávidas de enfoques novedosos y fórmulas rápidas o mágicas para sus problemas.

El posmodernismo ha estado muy asociado con una creciente utilización de la experiencia clínica y el juicio subjetivo en la adquisición del conocimiento necesario para operar en los contextos aplicados. Y aunque estos elementos indudablemente son importantes, nunca pueden suplantar a la investigación y sobre todo la atención prioritaria a la evidencia (Lilienfeld, 2010). Los peligros que acarrean estas psicoterapias marginales se orientan en tres sentidos: uno es la manipulación potencial o el fraude, que por lo habitual desemboca en buenas ganancias económicas. Por otra parte, los terapeutas deficientemente entrenados pueden fracasar en reconocer signos tempranos de psicopatologías serias, que luego conducen a problemas más graves. Finalmente, mucho daño pueden causar aquéllos practicantes que infunden creencias falsas sobre memorias reprimidas de abuso sexual cuando eran niños, coacción ritual satánica o abducciones por extraterrestres (Beyerstein, 2001). Estos modelos alternativos, que por ser muy variados no exhiben un denominador común, tienen grandes implicancias sobre lo que pueda pensarse respecto a la salud y la enfermedad, y especialmente sobre los agentes que las determinan en una presunta causalidad. Y como su fundamento científico resulta vago, escaso o inexistente, representan un serio problema. Teniendo estos dobles ocultos (Leahey & Leahey, 1984) como dudosa compañía es como debe hacer su progreso la investigación psicológica genuina. Como respuesta a estos riesgos, una de sus metas principales deberá ser el uso permanente de una metodología científica y mantenerse firme en este aspecto. El rápido progreso de la psicología de la salud, cuyas múltiples direcciones de investigación e innovación metodológica no caben en un artículo de obligados límites en su extensión, parece firmemente encausado hacia el crecimiento y profundización de su temática y alcances. Sin dudas, habremos de tener muchas y significativas pruebas en los años venideros.


Conclusión


Por la importancia que revisten para la existencia humana, su incidencia directa sobre el bienestar subjetivo y la relación crítica con procesos naturales que se saben inevitables aunque siempre despiertan ansiedad y rechazo, como la muerte principalmente, los seres humanos han demostrado una preocupación inveterada por los fenómenos de la salud, la enfermedad y sus causas. A lo largo de la historia se comprueba una toma de conciencia gradual sobre las causas que desencadenan estos procesos. Las nociones se presentan primero de manera implícita y poco elaborada conceptualmente, aunque ya sean claramente reconocibles a través de algunas manifestaciones antropológicas asociadas al hombre primitivo, como las marcas dejadas en cráneos fósiles y que exhiben procedimientos quirúrgicos simples destinados a generar efectos biológicos sobre el organismo. Al sobrevenir los graduales avances en la civilización, las conjeturas fueron cambiando y ajustándose en cada situación a las posibilidades intelectuales de la cultura y etapa histórica respectiva. En todos los casos, la constante es el esfuerzo por conceptualizar adecuadamente los fenómenos surgidos en el entorno inmediato. Las diferentes explicaciones acaban reflejando las creencias inherentes al entorno social, y no puede ser de otra forma, pues cada individuo descubre los hechos a su alrededor y los admite o niega en función a los contenidos de su pensamiento, como Wittgenstein (1994) sugiriera hace algunas décadas. Los límites de nuestro mundo son los mismos que impone nuestro lenguaje. Desde luego esto no equivale a decir que la salud o la enfermedad no sean procesos físicos y naturales. Por supuesto que lo son y su persistencia en todas las épocas y sociedades resulta una muestra directa de ello. Lo que se afirma es que la forma de reconocerlos, de entenderlos y sobre todo de asignar su causalidad sobre la acción de factores internos como los virus y agentes infecciosos o externos como energías astrológicas o fuerzas espirituales negativas responde al ambiente social y el avance cultural, entendido en este caso como progreso educativo, científico y técnico. Es solo en esta forma como cabe denominar concepciones precientíficas a muchas de las que hemos repasado en este artículo. Ellas se encuentran en un estadio anterior a la comprobación efectiva por medio de la investigación que despliega metodologías científicas. Igualmente guardan distancia de una replicación en los niveles más elevados de seguridad que exige el conocimiento moderno.

No obstante, muchas de las nociones de antaño aún permanecen fuertemente insertas en el pensamiento de amplios sectores de la población. En ocasiones se presentan acompañadas de prácticas canónicas o integrando filosofías cuasi religiosas. Pero sería equivocado considerarlas un fenómeno enteramente marginal y sin importancia, pues se las descubre incluso mimetizadas en algunas formulaciones contemporáneas que se desarrollan en ámbitos paralelos a la psicología clínica con reconocimiento universitario.

Como acontecía siglos atrás con las doctrinas tradicionales, esas prácticas instauran formas de intervención directa sobre problemas relacionados a la salud recurriendo a variadas estrategias. Tomar adecuada conciencia de las mismas y sus delicadas implicancias es una necesidad para el psicólogo, ya que el lego no educado con frecuencia carece de la capacidad de reconocer plenamente la diferencia y entender dónde radican los errores y cuáles son las alternativas válidas. Esto es muy importante porque no solo demuestra claramente la intensidad y permanencia cultural que presentan estas ideas, sino además la gran dificultad de suplantarlas por una concepción más adentrada en la investigación y la replicación controlada. Por ello una reflexión detenida sobre la evolución histórica de los conceptos no solo es un ejercicio instructivo, interesante y aleccionador en sí mismo sino una costumbre que posee otras consecuencias prácticas. Es una oportunidad para comprender que el conocimiento acerca del funcionamiento de la realidad, en este caso un sector de la misma que es la psicología y la biología humana, consiste en un proceso gradual que no se encuentra cerrado en ningún momento y se aproxima siempre a un estado de mayor exactitud. Por eso no cabe presumir que nos encontremos en el estadio final de esta búsqueda. La psicología corre ahora con la principal responsabilidad de clarificar los viejos problemas, señalando cursos de acción que conduzcan a una mejora de la condición humana. Esta, con toda probabilidad, siempre se encontró como el pedestal de todas las reflexiones, más allá del inherente atractivo intelectual que también despiertan. Hoy podemos observar comprensivamente el largo camino recorrido y entender las características de cada etapa.

Esa perspectiva es absolutamente fundamental para aprovechar sin dogmatismos cerrados cuanto pueda permanecer como útil y corregir los errores que sobrevivan para esclarecer la auténtica realidad de lo sano y lo enfermo.


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Para citar este artículo:

García, J. E. (2015). El pensamiento precientífico sobre la salud y la enfermedad. Ciencias Psicológicas, 9(2), 337 - 349.


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