En el año 2017 el Departamento de Servicio Social de la Maternidad del Centro Hospitalario Pereira Rossell reportó 179 judicializaciones de recién nacidos cuyas madres no podían criarlos. No disponemos de las cifras en el resto de las instituciones, pero sabemos que son frecuentes en todo el país.
Estos recién nacidos, en vez de iniciar su socialización al nacer, debieron esperar un lento proceso de judicialización centrado en determinar quién tiene derecho a criarlo. En 8% de los casos fueron integrados a una familia del Registro Único de Adoptantes, quienes por meses o años ya estaban comprometidos y preparados para hacerlo. En 70%, el juez los entregó a la familia cercana a la madre que lo engendró. En general son familiares que no tenían planes de criarlo y con escasa relación con esa mujer durante el embarazo. La larga espera para que el juez decida quién se hará cargo del recién nacido es en función de proceso de búsqueda de estas personas. En el 20% restante, el juez no encontró familia adoptante y fueron desahuciados de la vida en familia y enviados a una institucionalización de amparo.
Esta situación es intrínsecamente violenta. La magnitud de la violencia es proporcional a la asimetría de poder sobre el más débil y la gravedad del daño ocasionado. Durante el prolongado proceso judicial en espera una familia que lo crie, el recién nacido es el lado débil de esa asimetría. Del otro lado están las instituciones responsables por días, semanas o meses en decidir. En esta situación el recién nacido está expuesto al altísimo riesgo de deterioro irreversible de su potencialidad de desarrollo y su salud mental como niño y adulto. Es una forma de maltrato infantil cotidiano en las salas de neonatología, que no figura en los textos, ni se plantea en los algoritmos clínicos de diagnóstico, ni es motivo de solicitud de peritaje forense. Se ignora.
Nuestra sociedad tiene normas que bien aplicadas protegen al recién nacido de esa violencia. Las instituciones involucradas en este proceso deben actuar según la Ley 19092. Dicha ley protege al recién nacido y regula su adopción por una familia cuando quien lo engendró no puede criarlo, velando únicamente por el bien superior del niño como único sujeto de derecho. La ley privilegia a texto expreso el bienestar del recién nacido y sus vínculos afectivos significativos previos. Corresponde reconocer que en el momento de nacer ese recién nacido no ha desarrollado aún ningún vínculo afectivo significativo y urge que los desarrolle con quienes lo críen.
El camino que proponemos recorrer es difundir los recientes avances en el conocimiento de las bases biológicas de la relación afectiva filio-parental y de las consecuencias adversas que resultan de no disponer de una familia que lo crie desde el día de su nacimiento.
Pierre Budin, obstetra fundador de la primera sala de prematuros de la Maternidad de París, realizó dos observaciones sobre el vínculo parento-filial. Observó que, lastimosamente, las madres de prematuros que no venían a visitarlos al hospital y que no participaban de sus cuidados y alimentación, luego de un mes, perdían interés por ese hijo que otras criaban. Para desarrollar la condición maternal no era suficiente haberlo parido, el vínculo parental requería cotidiana cercanía y cuidado. También observaba que cuidar a los recién nacidos llenaba a las madres de preocupaciones, pero Budin decía que “de las preocupaciones que ocasiona, el propio bebé es el mejor consolador”. Donald Winnicott, célebre pediatra psicoanalista inglés, decía que los cambios de esa madre eran tan peculiares que, si uno no viera que estaban asociados a la presencia del bebé, consideraría que esa mujer estaba cursando una enfermedad psíquica. Los elementos obsesivos de cuidado y su dedicación son casi enfermizos, pero a la vez en las primeras semanas de cuidarlo esa primigesta temerosa, que requería ayuda para todo, se va transformando en una madre ejemplar con enorme autoestima generada por los progresos de su bebé. ¿Cómo se explican a la luz de la ciencia moderna estas características descritas en el siglo pasado?
La investigación del comportamiento parental en animales ha comprobado que la función de criar es una etapa posnatal de la biología de reproducción. Esta función no es siempre dependiente de los cambios producidos por la gestación, lo cual se evidencia experimentalmente en ratas vírgenes que se acercan, protegen y desarrollan comportamientos maternales hacia crías que obviamente no engendraron.
La biología reproductiva de la crianza evolucionó en los humanos y se desarrolla con funciones diferentes a las de la concepción y el embarazo. Estas funciones son más cerebrales que genitales y reproducen la naturaleza humana como ser social único, con lenguaje, capaz de actuar cooperando. El extenso período de crianza humana tiene bases biológicas que explican las diferencias sociocognitivas y afectivas de los humanos con los demás animales superiores.
El recién nacido tiene una condición transitoria que consiste en que todas las señales biológicas que emite son enormemente atractivas para cualquier adulto. Es un hiperseductor y su ternura, llanto, respiración, hipos, estornudos y hasta su sorpresiva micción sobre la ropa de quien lo cuida son atractivas, causan sorpresa y respuesta inmediata. Son esas señales las que estimulan al adulto a interactuar. Por la intensidad de esa demanda de cuidado durante las 24 horas del día no alcanza con un solo adulto para criarlo y precisa estimular a varios, su familia.
Los cambios en el comportamiento de los adultos necesarios para criar se expresan por la activación de áreas cerebrales ante los estímulos filiales. Esta nueva ciencia del cerebro parental ha avanzado en estudios en humanos mediante resonancia magnética cerebral funcional y más recientemente por la visualización por tomografía de emisión de positrones (PET) con radio marcadores de receptores de dopamina que son activados por la visualización de la foto del propio hijo y no del ajeno. A pesar de la intensa, permanente y agotadora demanda de cuidados del recién nacido, la dopamina liberada por el cerebro del adulto parental (molécula de la recompensa) genera un efecto placentero y adictivo similar al de una droga de síntesis. Ya se reconocen redes neurales vinculadas con la empatía, emotividad y mentalización que genera el niño en quienes lo crían y la actividad global entre ellas se denomina red parental y cuyo nivel de respuesta a los estímulos puede cuantificarse.
En 2005 realizamos en la Maternidad del Hospital de Clínicas una capacitación interdisciplinaria en “Maternología” intentando complementar lo que creíamos saber de “Neonatología”. Este conocimiento de la existencia de un cerebro parental lo sintetizamos al señalar que “cuando nace un bebé nace una madre”. Hoy sabemos que el cerebro parental lo adquieren todos los que estén disponibles para atender de inmediato a un recién nacido las 24 horas del día, los siete días de la semana. El concepto anterior se amplía señalando que “cuando nace un bebé, nace una madre, un padre, abuelos, tíos, etcétera”, pues en la medida de su disponibilidad presencial tendrán cambios biológicos similares. Tradicionalmente la denominación función biológica parental se adjudica a quienes engendraron pues es la forma más frecuente, y se reserva el nombre de aloparental para quienes la adquieren o la complementan luego de nacer.
Muchos de nuestros conocimientos sobre el desarrollo infantil fueron basados en los estudios fundacionales de Gesell guiados por la observación del niño y sus capacidades, enfatizando su necesidad de “estimulación precoz”. Sin embargo, la investigación del siglo XXI nos muestra con una claridad incontrovertible que el cerebro del recién nacido sano está adecuadamente desarrollado para las funciones de ese período y que lo que necesita son adultos disponibles a atender sus necesidades. Sorprendentemente sus condiciones innatas le permiten comandar la activación del cerebro de los adultos disponibles y lograr que lo cuiden. Es el adulto sano el que tiene que recibir dicha “estimulación precoz”. Si quien lo engendró no está disponible, otros adultos deben ser inmediatamente estimulados. Los cambios más trascendentes del comportamiento ocurren en los adultos disponibles y pendientes del bienestar del bebé las 24 horas del día, todos los días de los primeros meses de vida. Sin ellos, el recién nacido no construirá el vínculo familiar que requiere para su desarrollo socioafectivo. Esta es la verdadera socialización que sustenta los vínculos posteriores y la salud mental.
Erróneamente algunos servicios de cuidados han acuñado el concepto que el niño se “socializa” cuando concurre a centros de cuidado diurno o de atención a la familia. Los vínculos afectivos significativos iniciales se crean dentro del hogar con la familia que lo críe. Esta es la socialización basal más importante que da seguridad y afecto, que luego le permitirá integrarse progresivamente a otros niveles de relación más distante, como en los centros de cuidado.
El área de conocimientos sobre el “neurodesarrollo” debe incluir las modificaciones en la función cerebral de quienes lo crían. A los 4 años, el mejor desempeño sociocognitivo y afectivo medido en las relaciones del niño con sus pares en el preescolar está asociado a la mayor intensidad de las señales de la red neuronal parental registrada en sus padres entre los 3 a 6 meses después del nacimiento. Observar al niño no alcanza para comprender esa biología.
Algunas disciplinas profesionales proponen que se capacite a los adultos para proporcionar todo tipo de estimulación visual, auditiva, rítmica a los recién nacidos. Sin embargo, la selección evolutiva humana equipó al recién nacido con las claves biológicas para atraer y provocar los cambios en el plástico cerebro de los adultos, capaz de iniciar la función parental en el momento requerido.
Seguramente tiene más efecto una prolongada licencia laboral parental que todo lo que el complejo comercial-profesional de la “estimulación precoz” ofrece.
La plasticidad de la condición biológica humana para desarrollar un cerebro parental solo se conocía en las condiciones extremas en que la ausencia de la madre era sustituida por otra mujer cercana que lo criaba. En el pasado se dudaba que un varón pudiera desarrollar un cerebro parental similar al materno.
Las investigaciones con resonancia magnética funcional que pueden cuantificar la actividad de la red parental muestran que varones que crían recién nacidos engendrados en un vientre sustituto, tienen activación de áreas cerebrales de la misma intensidad que las mujeres que los engendraron. Es plausible que en la vida moderna, con un mayor número de varones que trabajan en su domicilio junto a su bebé recién nacido, la activación de su cerebro parental tenga similitudes en intensidad con las de su pareja que lo engendró y que convive en la demanda continua de ese recién nacido. Puede afirmarse que a diferencia de la función de fecundación que requiere una pareja y la de engendrar que requiere una mujer, la biología de la crianza requiere a los que estén disponibles sin distinción de sexo. La función parental de crianza no tiene género y es cooperativa.
Esta función reproductiva posnatal puede expresarse en adultos de diferentes edades, aun en quienes en la tradicional biología de la reproducción se les considera que no están en edad reproductiva, como los abuelos.
Los humanos son los únicos mamíferos que necesitan tanta dedicación para la crianza de un recién nacido por lo que, a diferencia de otros animales, su vida “socialmente útil” se extiende por décadas después de la edad de engendrar.
Cuando al recién nacido se le impide su crianza en el ámbito de una familia desde el primer día, se inicia una sucesión de pérdida de oportunidades que frecuentemente es invisible y más cuando transcurre en un “servicio de salud”. La espera en un servicio de salud resulta ser un oxímoron pues su salud depende justamente de estar en otro ámbito, en una familia, donde creará sus vínculos sociales perpetuos.
La pérdida de oportunidades comienza desde el primer día y los estudios sobre las consecuencias de esa demora a vivir en familia son concluyentes. En los primeros 4-6 meses se va constituyendo día a día un daño irreversible. La reciente publicación del seguimiento de los huérfanos de Rumania adoptados por familias inglesas, muestra las consecuencias de la ausencia de cuidado familiar desde el nacimiento. Comparando con otros niños adoptados desde el nacimiento, las diferencias se continúan manifestando en los adultos jóvenes con mayor prevalencia de autismo, dificultades de aprendizaje, comportamientos de apego desinhibido y fundamentalmente hiperactividad y falta de atención.
Los servicios de salud y las instituciones a cargo de administrar justicia deberían adecuar sus prácticas y decisiones en línea con estos modernos conceptos. No puede ignorarse la evidencia científica que comprueba que la interrupción biológica de la reproducción humana durante la etapa de crianza es la mayor violencia sobre un individuo. Es la mayor por la asimetría de poder sobre un indefenso y por el daño perpetuo que le causa.
Es imprescindible resignificar las palabras usadas en la legislación para respetar la biología natural de los orígenes y desarrollo de cada individuo. El uso de la denominación de “familia biológica” puede corresponder tanto al origen de los gametos, la etapa de fertilización, el ámbito de engendrar, como también a los determinantes biológicos del desarrollo de las funciones necesarias para criar. Por lo tanto, la familia adoptiva es también biológica y las consecuencias de esta biología son las más trascendentes para el niño, pues determinan su condición humana para la convivencia social. La familia adoptiva cría sin haber engendrado, pues la biología humana ha evolucionado y está preparada para eso.
Cada generación protege siempre a la siguiente, o sea al niño que de adulto procreará, pues es el principio de la evolución. Nuestro progreso social humano refleja esa evolución y por ese motivo la adopción es la garantía de la preservación de la salud del niño cuando quien lo engendró no puede criarlo.
En esas circunstancias debemos defender el derecho a que de inmediato, y preferentemente con decisión antenatal, exista una familia disponible que lo críe desde el primer día.
El momento de nacer es irrepetible pues el recién nacido no tiene vínculos afectivos significativos con quienes lo engendraron y no lo pueden criar. Solo los desarrollará con quienes lo cuiden. Quienes defiendan los derechos del recién nacido, tendrán que vencer los prejuicios de quienes lo consideran como un objeto y no un sujeto de derecho. Debe ser criado de inmediato reduciendo a cero los tiempos de espera que le imponen las instituciones. Sus derechos y bienestar están exclusivamente ligados a continuar la biología natural de la reproducción que en la etapa posnatal depende de que estimule el cerebro parental en quienes estén disponibles para criarlo. Un vínculo afectivo único y significativo en un momento único y efímero en el que cada día que pasa pierde potencial de desarrollo sano.
Como especialistas en pediatría, hemos contribuido a reducir la mortalidad neonatal, pero en los servicios de atención a recién nacidos la mortalidad civil y el ultraje a sus derechos se mantiene invisible en espera de resolución judicial.
La solución es tan simple como otorgarles una familia que los críe inmediatamente después de nacer.